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En Reflexiones sobre la cuestión judía, Sartre define al judío como una especie de producto de la mirada antisemita y reconoce la incidencia que esa mirada del otro ha tenido en la construcción de la identidad judía en la historia. ¿Cómo interpretan los eruditos y los textos de la tradición la furia antisemita de la que son objeto los judíos y que invade al otro de manera crónica? ¿Existe una reflexión judía sobre la cuestión antisemita? ¿Dónde buscar la génesis de un odio antisemita en los textos de la tradición judía? A tales preguntas intenta responder Delphine Horvilleur en este libro, a través de la exégesis de una amplia literatura rabínica y de leyendas judías, para establecer las distinciones fundamentales entre el antisemitismo y los demás racismos. De este modo, llega a una verdad ancestral sobre ese odio: se les reprocha a los judíos no ser como los demás, y encarnar por eso una extrañeza insoluble y amenazante. La identidad judía es siempre un asunto de separación: cuando el otro encarna la falta y la imposible totalidad, lo odio por amenazar mi integridad. A lo largo de su análisis, la autora observa que la furia antijudía parece mutar constantemente y reencarnarse de tanto en tanto en contextos muy diferentes. Así, los motivos recurrentes del antisemitismo se revitalizan en los discursos contemporáneos de la extrema derecha y la extrema izquierda. Frente a esto, la literatura rabínica busca ofrecer a los judíos la posibilidad de convertirse en actores de su historia ante lo que aún podría suceder. De esta forma, Reflexiones sobre la cuestión antisemita se convierte en una referencia ineludible que brinda herramientas de resistencia en tiempos de odio y rechazo.
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Seitenzahl: 141
Veröffentlichungsjahr: 2023
Delphine Horvilleur
Reflexiones sobre la cuestión antisemita
Traducción de Estela Consigli
Horvilleur, Delphine
Reflexiones sobre la cuestión antisemita / Delphine Horvilleur. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
Traducción de: Estela Consigli.
ISBN 978-987-599-775-2
1. Antisemitismo. I. Consigli, Estela, trad. II. Título.
CDD 305.892401
Cet ouvrage a bénéficié du soutien des Programmes d’aide a la publication de l’lnstitut francais.
Esta obra cuenta con el apoyo de los Programas de ayuda a la publicación del lnstitut francais.
Título original: Réflexions sur la question antisémite
© 2019. Éditions Grasset & Fasquelle
Diseño de tapa: Flavio Maddalena
Traducción: Estela Consigli
Foto de autora en solapa: ©JF PAGA
© 2021. Libros del Zorzal
Buenos Aires, Argentina
<www.delzorzal.com>
Comentarios y sugerencias: [email protected]
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.
Impreso en Argentina / Printed in Argentina
Hecho el depósito que marca la ley 11723
Índice
Introducción
“Los judíos me exceden…” | 8
Capítulo 1
El antisemitismo es una rivalidad familiar | 11
Capítulo 2
El antisemitismo es una lucha de civilizaciones | 32
Capítulo 3
El antisemitismo es una guerra de sexos | 54
Capítulo 4
El antisemitismo es una batalla electoral | 72
Capítulo 5
La excepsión judía | 85
En memoria de Simone y Marceline, “jóvenes de Birkenau” que nos enseñaron a vivir.
En memoria de Sarah e Isidore, mis abuelos sobrevivientes e infravivientes a la vez.
¿Qué tengo en común con los judíos? Apenas si tengo algo en común conmigo mismo.
Franz Kafka
La incertidumbre de la comprensión permite sortear la trampa de la idolatría.
Jacques Derrida
El antisemita es un hombre que tiene miedo. No a los judíos, ciertamente, sino a sí mismo, a su conciencia, a su libertad, a sus instintos, a sus responsabilidades, a la soledad, al cambio, a la sociedad y al mundo; a todo salvo a los judíos […] Es el hombre que quiere ser piedra inconmovible, torrente furioso, rayo devastador: todo, salvo un hombre.
Jean-Paul Sartre
Introducción
“Los judíos me exceden…”
¿Por qué no se quiere a los judíos? “Porque no son gentiles”, decía Jacques Lacan. Así se enuncia con humor una verdad ancestral sobre ese odio: siempre se reprocha a los judíos no ser como los demás, miembros de la gentilis latina, es decir, de la familia, del pueblo o del tipo familiar, y encarnar por eso una extrañeza insoluble y amenazante. “No son como nosotros”, se dice a menudo de ellos, y su diferencia obsesiona o causa rechazo. Sin embargo, el odio al judío no es ni una simple xenofobia ni un odio tradicional a la diferencia.
Por ejemplo, existe una distinción fundamental entre el antisemitismo y los demás racismos. Estos expresan generalmente un odio al otro por lo que no tiene: el mismo color de piel, las mismas costumbres, las mismas referencias culturales o la misma lengua. Su “no como yo” implica para el racista un “menos que yo”; lo ha prejuzgado como incompleto o inferior. Es como un bárbaro en el sentido en que lo entendían los griegos: un hombre cuyo lenguaje parece un balbuceo, primitivo y ridículo, “bar… bar…”. Cambien su color de piel, borren su acento y el odio podría desaparecer o disminuir.
Por el contrario, al judío se lo odia a menudo por lo que TIENE, no por lo que NO TIENE. No se lo acusa de tener menos que uno, sino de poseer lo que debería corresponder a uno y que seguramente le ha sido usurpado. Se le reprocha detentar y acaparar el poder, el dinero, los privilegios o los honores que a uno se le niegan.
Por eso, el antisemita imagina al judío propietario de un “extra” del que se considera despojado. Y es así como, a través de la historia, el judío aparece frecuentemente descripto como un agente perturbador que corrompe, acapara o envenena el bien común, a tal punto que impide una (re)distribución equitativa o un reparto justo. Por más que hable la misma lengua o habite los mismos barrios que un no judío, es como si, a los ojos de sus enemigos, lo hiciera siempre un poco “de más”, con más arrogancia o más facilidad. Ningún cambio en él, ni de actitud ni de lengua, disminuiría ese rencor o esa envidia. En cualquier circunstancia, “excede” literalmente: algo en él es en demasía, más de lo que debiera o “más de lo que tengo yo”.
Por ejemplo, su tiempo de existencia. El judío es indestructible, y eso exaspera. Se empecina en no desaparecer, y esa resistencia es de un descaro intolerable. ¿No podría morir como todo el mundo? ¿Desaparecer como cada civilización “civilizada” supo hacerlo? Al final, es irritante esa persistencia. ¡Hasta su dolor es indestructible! Cuando se lo golpea, se levanta, vuelve a su verdugo y lo obliga a detestarlo aún más por haber sufrido más que este. Incluso ahí tiene como un “extra” que priva, en ese exceso de visibilidad o de dolor, que lleva a preguntarse por qué uno no ha tenido el honor de un pasado lacrimoso como ese. Por eso cuesta tanto perdonarle el mal que se le ha hecho… Su dolor también tiene algo que “excede”. Su pasado de víctima o de discriminado, que debería operar como una sustracción, un “menos que yo”, actúa paradójicamente como un “extra” o una ventaja que uno llega a envidiar.
Y se agrega otra particularidad: la capacidad de ser acusado simultáneamente de una cosa y de su contrario. De ese modo, en el transcurso de la historia, nada le impidió al discurso antisemita acusar al judío de algo y de su antítesis casi al mismo tiempo. Se lo ha juzgado alternadamente de ser demasiado rico y de vivir sin recursos, a expensas de la nación.
Se lo ha acusado de demasiado revolucionario y de demasiado burgués. Se lo ha percibido como una amenaza para el “sistema” y, por el contrario, como su encarnación. Se le ha reprochado no creer en Jesús y haber tenido la audacia de inventarlo; moverse enmascarado y ser demasiado llamativo; asimilarse a la nación hasta ya no ser identificable, pero también defender la endogamia y cultivar la segregación de la sociedad. En resumen, el judío es siempre el mismo y, a la vez, otro. Tiene el descaro de querer asimilarse aquí y de reivindicar soberanía en otro lugar; el de no querer partir y el de no querer quedarse.
El antisemita afirma reconocerlo a la distancia, indefectiblemente. Lo distinguiría entre miles, por los gestos, la nariz, el cabello, la voz o los movimientos. Pero, entonces, ¿por qué pasa tanto tiempo persiguiéndolo, como si su huella invisible se ocultara en algún lado, agazapada en la sombra e indistinguible? Hasta que Google fue citado por la Justicia en 2012, bastaba con escribir el nombre de una personalidad en el famoso motor de búsqueda para que este propusiera de inmediato asociarle la palabra “judío”. François Hollande judío… George Clooney judío… Y Papá Noel, ¿qué sería?
La aparición mágica de la palabra judío en los resultados no hacía más que traducir la eficacia de un algoritmo, el que detecta las búsquedas más frecuentes de los internautas. Y así se demostraba el furor de ese tipo de investigaciones: la persecución obsesiva al judío que quizás duerme en cada celebridad o poderoso del mundo, y que la web por fin develaría al internauta honesto. Busque al judío. Quizás está allí, muy cerca, en su oficina, su barrio o su biblioteca. Nos esconden todo, no nos dicen nada.
Capítulo 1
El antisemitismo es una rivalidad familiar
Mal ancestral y odioso tartamudeo de la historia, la furia antijudía parece mutar constantemente y reencarnarse de tanto en tanto en contextos muy diferentes.
Historiadores, sociólogos, teólogos, psicólogos: muchos de ellos han analizado las raíces de ese flagelo e intentado comprender los contextos políticos, económicos, sociales o religiosos de su aparición o resurgimiento. Menos numerosos son los que han explorado la literatura judía para saber cómo interpreta el fenómeno.
Ciertamente, nunca le corresponde a la víctima de violencia o discriminación explicar las causas del odio que se abate sobre ella ni analizar las motivaciones de su verdugo. ¿Es necesario recordar esta evidencia? El antisemitismo no es “problema de los judíos”, sino siempre y en primer lugar de los antisemitas, de quienes los toleran o alimentan. Por otra parte, ¿por qué los judíos tendrían una llave particular para comprender ese odio?
Además, no necesitan poseer ese manojo de llaves para abrir nada. La lectura que el judaísmo hace del odio antijudío ofrece un punto de vista inédito: la palabra subjetiva de quien transmite esa experiencia como llamado de atención y advertencia a las nuevas generaciones, acerca del resurgimiento del mal, y como la posibilidad de reconstruirse. En la interpretación de los rabinos, no se perfila simplemente una grilla de lectura de lo que les sucede en un tiempo específico de su historia ni el relato de sus dolores pasados, sino la manera en que piensan el origen del fenómeno y la superación de las consecuencias en el grupo afectado. La literatura rabínica quiere ofrecer a los judíos la posibilidad de convertirse en actores de su historia ante lo que aún podría suceder. También ofrece una lectura original de la psiquis del opresor, tal como la percibe el vulnerable del sistema, en busca de protección. No encierra a la víctima en su dolor ni (¡lo más sorprendente!) al verdugo en su odio, y el rechazo a esa fatalidad es lo que nos conviene explorar en estos tiempos.
¿Cómo interpretan los eruditos y los textos de la tradición esa rabia de la que son objeto y que invade al otro de modo crónico? ¿Existe una reflexión judía sobre la cuestión antisemita?
A tales preguntas intenta responder este libro, a modo de investigación, de exploración literaria en las fuentes tradicionales. En las páginas venideras, llamo “antisemitismo” a ese odio hacia los judíos, aunque se trate de un anacronismo, porque la literatura rabínica precede en casi dos milenios la invención del término en la Alemania del siglo xix.
La no identidad judía
¿Dónde buscar la génesis de un odio antisemita en los textos de la tradición judía? La Torá, que los cristianos llaman Antiguo Testamento, no habla de odio antijudío. No dice nada de eso por la simple razón de que no habla de los judíos. El pueblo del que cuenta la historia se llama, en ese momento del relato, “pueblo hebreo” o “hijos de Israel”. Esas son las dos identidades de las que, mucho más tarde en la historia, los judíos se considerarán herederos.
Exploremos un instante los términos de esa protoidentidad judía.
El primer hebreo se llama Abraham y nace en una ciudad llamada Ur, tierra preciada de los caldeos (y, mucho después, de los aficionados a los crucigramas). Por lo tanto, Abraham no nace hebreo en la tierra de sus orígenes, sino que adquirirá esa identidad… dejándola, por el llamado divino que le ordena alejarse del país de su padre y del lugar de su nacimiento.1 Efectivamente, atraviesa un río que lo llevará hacia una tierra prometida cuyo nombre todavía no conoce, Canaán.
En la lengua que contiene ese nombre, “hebreo” (Ivri) es literalmente “el que atraviesa”, el que pasa. Por haber dejado el mundo de su nacimiento y de sus orígenes, Abraham adquiere un nombre que expresa su gesto, el nombre de la travesía.
Por lo tanto, la identidad hebraica que nace con ese hombre es una identidad de desarraigo de la tierra de nacimiento. No es un anclaje en un origen ni un comienzo. Un egipcio viene de Egipto y un griego, de Grecia, pero un hebreo no viene de una tierra llamada así. Su nombre no expresa su origen, sino su desprendimiento de los orígenes. Eso crea una ambigüedad sutil en la definición de la identidad hebraica, que se convertirá en judía.
El hebreo no es quien llega de alguna parte, sino quien emprende un camino hacia afuera del lugar de su nacimiento. Es el nombre de un desprendimiento geográfico o espiritual. Ulises se va de Ítaca y aspira a volver a ella, pero Abraham viene de Ur y hará todo lo posible para no regresar jamás.
La identidad hebraica afirma que su origen es haberla dejado, es decir que construye su identidad a partir de una no identificación con el allá de donde viene. La Tierra prometida es el “deseo de un país donde no nacimos”,2 una denominación que nunca es un retorno al origen o a lo idéntico.
Por lo tanto, en el comienzo está la ruptura. Esa idea es central en la imposible definición de lo que es el judaísmo. La fórmula que Jacques Derrida elige para expresar su judaísmo lo ilustra maravillosamente: es “el otro nombre de esa imposibilidad de ser uno mismo”.3
Mucho después de la salida de Abraham de la Mesopotamia, el pueblo hebreo va a repetir ese desarraigo abrahámico en un momento clave de su historia, pero esta vez, colectivamente, al dejar Egipto.
Así como Caldea es la tierra paterna de Abraham, el cruce del Nilo es en la Torá la verdadera matriz del pueblo. Es el lugar donde la simiente de Jacob se instala hasta que se abre la matriz egipcia. Las plagas de Egipto, que los exégetas comparan con los dolores del parto, desencadenan el trabajo de alumbramiento. Entonces, el mar se abre; el pueblo deja esa tierra —“madre del mundo”— Oum-el-Dounya (así se la llama en árabe hasta nuestros días) y recibe la orden de no regresar jamás. Ya está en camino hacia la Tierra prometida.
Por lo tanto, el pueblo nace en Egipto y, allí también, el acontecimiento fundador de su identidad colectiva es una partida, un desarraigo que lo hace existir, en una no identificación con el lugar que lo vio nacer.
Un nombre que cojea
La otra denominación bíblica de ese pueblo, “pueblo de Israel”, cuenta una historia extrañamente similar. El nombre “Israel” surgió en el texto luego de otro episodio de ruptura de identidad. El Génesis cuenta la historia del nieto de Abraham, llamado Jacob, que ya en camino pasa la noche a orillas de un río que debe atravesar. En la oscuridad, el hombre lucha con un enviado misterioso, ángel o humano, que lo hiere en la cadera, pero al amanecer le ofrece una extraña bendición: “En adelante, ya no te llamarás Jacob, sino Israel”.4
Por lo tanto, ese nombre, ganado en una lucha y transmitido a los descendientes de Jacob, no es un nombre de origen, sino una identidad ganada en un combate, y con el costo de una cadera dislocada, es decir, de la promesa de una claudicación eterna.
Jacob/Israel, desarraigado de su identidad de nacimiento, sabe que nunca más se mantendrá en equilibrio sobre sus dos piernas, o “bien plantado”. En ese balanceo y movimiento constante, espera mantenerse en pie. Desde entonces, estará un instante aquí, otro allá, en una oscilación entre dos estados, y la única garantía de equilibrio será ese balanceo. Siempre en movimiento, se encuentra condenado a cambiar para ser y a no poder ser si no es cambiando.
De ese modo, la Torá cuenta la historia de los hebreos y de los hijos de Israel como un caminar fuera de la geografía del nacimiento, hacia una Tierra prometida que no alcanzan en ningún momento del relato, pero hacia la cual se dirigen hasta la última línea del texto.
Pero, de los judíos, nunca dice nada. En todo caso, nunca en el sentido en el que entendemos esto hoy: como una afiliación religiosa colectiva. La raíz hebraica de la palabra “judío” (Yehudi, en hebreo), cuando aparece en la Torá, define principalmente a una tribu, la de Judá, o un territorio específico (Judea), pero nunca la identidad “religiosa” de todo un pueblo.
El judío hace su aparición en el texto mucho más adelante. Surge en otra parte, en otro libro, en otro tiempo y en otra comarca. Y para conocerlo, hay que abrir la puerta a otro célebre relato de la Biblia que lleva el nombre de una mujer: Ester.
Busquen a la judía
La historia sucede en el reino de un soberano llamado Asuero, que reina sobre un extenso territorio de la Persia antigua. Un día, bajo la influencia de sus consejeros, el rey repudia a su esposa Vasti y emprende la búsqueda de otra más dócil. Se organiza así el mayor concurso de belleza bíblico, en el que triunfa una joven llamada Ester. El rey no sabe casi nada de ella. En hebreo, ese es precisamente el sentido del nombre Ester: “la escondida”, “la misteriosa”. El rey Asuero ignora en particular que ella forma parte de la diáspora de los hijos de Israel, exiliados allí desde la destrucción del primer templo. Tampoco sabe que es la sobrina (o la mujer, según ciertas leyendas rabínicas políticamente menos correctas) de un tal Mardoqueo, quien aparece así descripto en la Biblia: “Mardoqueo, hijo de Jaír, hijo de Semei, hijo de Quis, un benjaminita”.5
La estirpe de ese personaje hace de él un descendiente de la tribu hebraica de Benjamín. Ahora bien, aunque Mardoqueo pertenezca a esa tribu (y no a la de Judá), en el texto siempre será llamado “Yehudi”. Por primera vez en la literatura bíblica, alguien lleva ese nombre, no en el sentido de un origen geográfico ni de un lazo con una provincia o tribu, sino como otro tipo de pertenencia. El término designa una identidad colectiva, un pueblo o una pertenencia a un grupo. Mardoqueo es, entonces, el primer judío de la historia y del texto.