Refugio no. 1 De Palacio Presidencial a Museo de la Revolución - Julio A. Martí Lambert - E-Book

Refugio no. 1 De Palacio Presidencial a Museo de la Revolución E-Book

Julio A. Martí Lambert

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Beschreibung

Hace ya casi cien años, una fastuosa edificación da la bienvenida a nuestra ciudad desde muy cerca de la Bahía de La Habana. El antiguo Palacio Presidencial, hoy Museo de la Revolución, ha sido testigo de relevantes acontecimientos de la vida política, social y cultural cubana desde los tiempos republicanos, hasta los de intensas transformaciones revolucionarias a partir de 1959. La historia de tan significativa institución es el apasionante tema de la nueva obra de Julio A. Martí, Refugio No. 1 De Palacio Presidencial a Museo de la Revolución, que acoge en su catálogo la Editorial Capitán San Luis.

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Seitenzahl: 295

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Página Legal

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,www.cedro.org) o entre la webwww.conlicencia.comEDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Edición

Carla Otero Muñoz

Diseño Y Realización

Alexis Manuel Rodríguez Diezcabezas de Armada

corrección

Olga María López Gancedo

Fotografías

Archivo del Museo de la Revolución

© Julio A. Martí, 2023

© Sobre la presente edición:

Editorial Capitán San Luis, 2023

ISBN: 9789592116290

Editorial Capitán San Luis

Calle 38 no. 4717 entre 40 y 47,

Kohly, Playa, La Habana, Cuba.

Email: [email protected]

Web: www.capitansanluis.cu

https://www.facebook.com/editorialcapitansanluis

Sin la autorización previa de esta Editorial,

queda terminantemente prohibida la reproducción parcial

o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta,

o su trasmisión por cualquier medio.

Índice de contenido
Página Legal
Prólogo
La Casa de los tres quilos
Una mansión para el presidente
Los inquilinos de Refugio no. 1
Zayas no tuvo gobierno
Memorias III
Sube el asno con garras
Memorias IV
Huéspedes de mando efímero
Memorias V
Jugando al quítate tú…
El divino galimatías y un sustituto mediocre
Vuelve el General de tres galones
Los días del triunfo
Cuando el Palacio pasó a ser nada
Memorias IX
Desavenencias. La hora del quién es quién
Memorias X
Crisis en Palacio. Fidel renuncia
Memorias XI
Museo de la Revolución
Comienza otra historia
Memorias XII
Bibliografía
DATOS DEL AUTOR

 Legal

Prólogo

Una película. Cuadro a cuadro. De principio a fin, sin saltarse ninguno de sus protagonistas, ni papeles secundarios. Contar un edificio como se cuenta una vida, con los amaneceres, las tormentas, las noches y los atardeceres —por cierto, bellísimos si los miramos desde este Refugio...

Hace trampas quien escribe. A ratos no adivinamos si es ficción esto que leemos. Un hombre compra chisbergue y se topa de frente con su pasado… con su enemigo. ¿No es el perfecto comienzo para una novela?

Pero debe el lector saber que cada palabra puesta en estas páginas se halla respaldada por una investigación microscópica de la Cuba en que se insertó —y creció— el inmueble. Julio A. Martí empleó días y días en las bibliotecas y en el Archivo Nacional para concebir el libro. Antecedentes, surgimiento, vericuetos de las muchas vidas que vinieron a cruzarse en estas paredes que se vanagloriaron hasta los 46.80 metros para alcanzar en su momento la distinción de edificio más alto de La Habana.

Y también le puso a las oraciones de este ejemplar el sabor picante de la crónica periodística. Ese que sube el puntico de sal, y sirve de justísimo homenaje al periodismo cubano, y a sus hacedores. Mario Kuchilán, Ciro Bianchi, las caricaturas de la prensa de la época, entre las fuentes... Se olfatea también en el mismo autor, quien no puede —o no quiere— dejar de sacarse el periodista que es también mientras cuenta Refugio no. 1 De Palacio Presidencial a Museo de la Revolución. «Es un libro carnal», me dice Julio.

Durante catorce años este santiaguero escribió la sección de historia de la revista Moncada, y —según él— a los viejos periodistas de aquella publicación les debe el haber aprendido a dar matices a lo que escribe. En este libro nada está contado en blanco y negro. Hay infinitos tonos de grises, tantos como la realidad polisémica que recrea. Tantos como permite la condición humana que aquí se expresa. «Es un paseo por todas las épocas», acota el autor con amabilidad que se puede tocar.

De cada uno de los presidentes que se sentaron en la silla de doña Pilar —y de los que no— aparece en este volumen un pequeño dossier, que fotografía personaje por personaje, a sus más cercanos colaboradores, y a sus más frontales opositores…

Por momentos la historia se pone oscura; más bien desde el principio. Al día siguiente de inaugurarse el edificio (31 de enero de 1920), el presidente Mario García Menocal firmaba el primer decreto que nacía en este recinto: la suspensión de las garantías constitucionales por sesenta días en todo el territorio nacional. Constituía ello un aperitivo de las muchas órdenes terribles que se cocinarían en los salones y despachos del Palacio Presidencial.

Aquí se retrataron complacidos el mandatario estadounidense Calvin Coolidge y Gerardo Machado como expresión de las relaciones de entreguismo excelentes entre Cuba y los Estados Unidos —y no viceversa— que permanecerían como constante hasta 1959 (lo cuenta Julio en las visitas de los embajadores norteamericanos a los mandatarios cubanos, o de Allan Dulles, director de la CIA, quien varias veces llegó a «conversar» a Palacio); aquí vinieron en manifestación Rubén Martínez Villena, Julio A. Mella y Alfredo López para sabotear un mitin del gobierno que agradecía a los Estados Unidos la devolución de la Isla de Pinos. ¿Qué gracias de qué?, se podía sentir en la protesta. Desde aquí el asno con garras le dijo a Villena de Mella cuando el primero quiso interceder por el segundo: «Conmigo no juega, porque lo mato. ¡Lo mato, carajo!» Y lo mató. Aquí hubo estremecimientos en las ciento veintisiete jornadas que duró el Gobierno de los Cien Días, con el guapo de Antonio Guiteras en tensión con Ramón Grau y Fulgencio Batista. Desde aquí, el 17 de enero de 1934, Cuba marcó un récord en política: se vio gobernada por tres presidentes en solo veinticuatro horas. También aquí campearon el descaro de José Manuel Alemán, la mediocridad y la corrupción de los gobiernos auténticos de Ramón Grau y Carlos Prío, y se quedó flotando la dignidad del líder ortodoxo Eduardo Chibás. En el trozo de muralla que sobrevive frente a Palacio se subió un muchachón a protestar con la voz de los estudiantes contra las barbaries del gobierno de Grau: Fidel Castro, veintidós años. Aquí unos jovencitos dieron todo para intentar ajusticiar a Batista. No traían plan de retirada. Con su valentía sin fin se pegaron a la historia con una de las acciones más elevadas de la lucha en las ciudades contra el general de tres galones que cinco estrellas se puso, como dibujó el poeta.

—¿Qué día hubiera querido estar usted en Palacio? —le pregunto a Julio.

—¡Hombre! El 13 de marzo de 1957. —Responde sin respirar . Y le brillan los ojos.

Todo eso —y más— conjuga Refugio...

Parece mentira tanta verdad.

Hasta aquí llegó Fidel, en los días del triunfo en caravana libertaria. Y poco después —también aquí— se reuniría más de un millón de cubanos que querían escuchar de primera mano la Cuba que prometía y cumplía su indiscutible líder barbudo.

Aquí muchos años después entrarían niños con uniforme rojiblanco para recorrer —sugestionados por un simbolismo que sus aún cortas edades no permitían explicarse— las escaleras, pasillos y oficinas de un majestuoso Museo de la Revolución, con disímiles objetos, y con las expresiones vivísimas de Camilo Cienfuegos y Ernesto Che Guevara burlándose de la muerte. Al final del recorrido… el yate. El Granma.

Una de aquellas pañoletas fue la mía.

Hasta que leí Refugio no. 1. De Palacio Presidencial a Museo de la Revolución de Julio A. Martí, no volví a experimentar aquella sensación de mirar el lugar, ahora desde un texto, con ojos abiertos, grandotes, asombrados ante tanto. Es llevar la pañoleta otra vez. Y asistir al espectáculo de la historia increíble de nuestra nación pasándome por delante… como una película. Cuadro a cuadro.

Julio A. Martí hace posible lo imposible: gracias a este libro pude vivir lo que mis treinta años no me permitieron. Gracias a él lo podrá vivir mi hijo, y los hijos de mi hijo, y los hijos de los hijos de mi hijo…

Refugiémonos pues en estas páginas.

La Habana, amaneciendo el2017.

Karen Brito

Quiero dejar constancia de mi agradecimiento a

José Andrés Pérez Quintana,

director del Museo de la Revolución,

a Miguel Ángel Gafas y a las guías,

quienes tanto apoyo me brindaron.

A René González Novales, por su especial colaboración.

De igual manera,

a los trabajadores del Archivo Nacional de Cuba,

de la revista Bohemia, principalmente a Vilma Peralta Pérez;

así como a su director, José R. Fernández,

y al periodista Heriberto Rosabal.

Y a quienes en las bibliotecas Nacional

y del Instituto de Literatura y Lingüística,

ofrecieron su atenta ayuda

en la búsqueda de información para este libro.

J.A.M.

La Casa de los tres quilos

Dos pandilleros armados de sendas pistolas habían asaltado a un chofer de alquiler en las arterias Escobar y San Miguel; una riña pública protagonizada en un bar de esquina de la calle Belascoaín dejaba un saldo de cuatro heridos, incluido el dueño del establecimiento, y varios detenidos; la deflagración de una cocina de luz brillante en una ciudadela de la calzada Reina provocó quemaduras a varias personas y la estampida tumultuaria de los vecinos; dos prostitutas resultaron heridas por arma blanca cuando un proxeneta las atacó por interceder en la paliza que le propinaba a su consorte, en el barrio Pajarito…

Sí. Aquellas incidencias no le habían permitido un tiempo mínimo para sentarse a almorzar. Ya eran casi las 4:00 de la tarde de aquel día de los inicios del año 1959 cuando el capitán José Zúñiga reparó en ello y sintió hambre. Miró a través de la ventana del despacho en la Unidad de policía bajo su mando, y vio situado en la acera de enfrente a un hombre con un gorro de cocinero que preparaba emparedados, hamburguesas y frituras en su carrito ambulante. Se puso de pie, tomó la gorra en una mano, la colocó en la cabeza y cruzó la calle.

Pidió le prepararan un chisbergue con suficiente queso, bien derretido sobre la bola de carne colocada entre dos tapas de pan crujiente; con catsup y pepinillos. Esos vendedores ambulantes eran en ocasiones más duchos en sus peripecias culinarias que muchos profesionales de la hotelería. Los alimentos ligeros que preparaban eran más sabrosos y, en dependencia de la categoría del establecimiento, varias veces más baratos.

El hombre era hablador, quizá una habilidad para atrapar clientela. El tema de su discurso interesó al capitán, quien por primera vez desde su llegada para realizar el pedido reparó en la cara de su interlocutor. Le pareció conocida.

—A usted lo conozco de algún lugar —le dijo.

—De aquí no es —contestó el fritero—. Hoy me aventuro por primera vez en la zona. Tal vez sea de otro sitio.

—Pudiera ser de la guerra. ¿Participó usted?

El hombre levantó la vista de la plancha donde cocía la carne molida y respondió:

—Bueno, sí... En la guerra sí, en cierto modo. Pero en el bando contrario a usted, capitán. Fui soldado del pasado ejército. Yo era de la guarnición del Palacio Presidencial. Por cierto, cuando el ataque de los estudiantes el 13 de marzo, me encontré con uno de ellos frente a frente, a la misma distancia en la que ahora estamos usted y yo. Pero el maldito fue más rápido. Mire lo que me hizo… ¡Por poco me mata!

El individuo se despojó de su gorro de cocinero y bajó la cabeza señalando un feo surco suturado que le dividía en dos el cuero cabelludo, desde su nacimiento sobre la frente hasta la mitad del cráneo.

—Suerte que no me alcanzó la masa encefálica —agregó—. Si hubiera sido así, a esta hora no estaría haciéndole el cuento.

El capitán Zúñiga quedó paralizado, y guardó silencio. El hombre lo miró extrañado, y fue necesario que repitiera el gesto de entregarle la fritada envuelta en la servilleta para que el oficial reaccionara. Entonces extrajo el dinero del bolsillo, pagó y dijo:

—Seguramente lo he confundido con alguien. Quédese con el vuelto… y le deseo éxitos en la venta.

—Ah, gracias, capitán. Sí, seguramente me confundió, pero espero que nos sigamos viendo…

—Sin duda, amigo. Siempre que ande por la zona…

El capitán echó a andar en su retorno a la Estación de policía con el chisbergue en la mano, mientras el queso, derretido, desbordaba los contornos del pan adhiriéndose a la servilleta. El hambre había desaparecido.

Entró volando un gorrión por una de las persianas semiabiertas de la sala imprimiéndole a la tarde un instante de seducción, pues hasta entonces todo se hacía monótono: el color sucio de las paredes del apartamento, las ventanas cerradas, el hablar en susurro, las colchonetas en el piso, el hacinamiento fatigoso, la interminable fila para poder ducharse o realizar las necesidades fisiológicas. Eran algo más de veinte hombres agrupados en la segunda planta de un edificio ubicado en la esquina de las calles 21 y 24, en el barrio habanero del Vedado. En el piso de los bajos, otro grupo de jóvenes más o menos igual en número esperaba también por la misma orden para ponerse en marcha rumbo a una anónima acción con el empleo de las armas. Pero entre ellos no existía la menor comunicación, exceptuando la visita ocasional de coordinación por parte de los jefes del levantamiento: Carlos Gutiérrez Menoyo, Menelao Mora Morales y el estudiante Faure Chomón Mediavilla.

Iba a dar el tercer día de encierro sin que se supiera a ciencia cierta cuál era el objetivo real causante de aquel aislamiento con olor a prisión, y un periódico con varios días de atraso comenzó a pasar de mano en mano. Desde una fotografía insertada en la sección farandúlica, Gaspar Pumarejo, un apoderado de la red de televisoras de la época, armaba el show del Gran Estadio del Cerro junto a Lucho Gatica y la madre del cantante, trasladada a La Habana desde el distante Chile, en una jugada melodramática del celebrado programa Escuela de Televisión. La sección policiaca continuaba estirando el misterio de Manuel Levine, un turista norteamericano aparecido sin vida al pie de una avenida del este habanero; y el secuestro y posterior crimen cometido contra el profesor español Jesús Galíndez por sicarios del déspota dominicano Rafael Leónidas Trujillo, continuaba incitando el interés público.

La atención mayor de los lectores del diario, sin embargo, se concentraba en las noticias de la Sierra Maestra. El general Francisco Tabernilla, jefe del ejército, armaba el simulacro propagandístico de recorrer a caballo la supuesta zona de operaciones contra el grupo rebelde dirigido por Fidel Castro; mientras Santiago Verdeja Neyra, ministro de Defensa del régimen, en contradicción total con el viaje del general Tabernilla a la región en conflicto, prorrogaba sus ataques contra el The New York Times y su reportero estrella, Herbert Mathews, negando la existencia del grupo guerrillero.

Las noticias actualizadas eran otras y se seguían mediante la escucha de un aparato radiotransmisor que a bajo volumen informaba las declaraciones del almirante norteamericano Arleigh Burke, acerca del «reto a la supremacía de los Estados Unidos» por parte de Rusia, «que aumentaba día a día y como nunca antes, su poderío naval». En la mañana, Andrés Domingo Morales del Castillo, secretario de la presidencia, anunciaba cambios en el gabinete ministerial antes de que terminara la semana; y el primer ministro israelí, Ben Gurión, amenazaba con llevar a efecto una rápida acción militar contra Egipto. La situación en el Levante se volvía peligrosa para la paz mundial con la advertencia de intervención por parte de los Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética.

Pero todo aquello no alcanzaba a distraer el interés de los jóvenes —universitarios o no— acuartelados en aquel apartamento del selecto barrio capitalino. La lectura, aunque añeja por la fecha del ejemplar de El País que pasaba de una mano a la otra, resultaba más entretenida que la monótona repetición de los flashes leídos por los locutores.

El pinareño Juan Gualberto Valdés Burgo, de veintidós años, se hizo del periódico después de ser hojeado por José Zúñiga, el joven que tenía al lado, y apenas le dieron tiempo para abrirlo, tras haber repasado los titulares de la primera página. Burgo era uno de los pocos que no pertenecía al grupo de los estudiantes del Directorio Revolucionario de la Federación Estudiantil Universitaria, gestora de la acción próxima a realizarse, y había ido a parar al apartamento desde una célula clandestina de la organización de Fidel Castro, el Movimiento 26 de Julio, por invitación de su amigo Geraldo Medina Cardentey.

—¡Arriba muchachos, que llegó la hora! —fue la llamada que puso en tensión los nervios de quienes allí se encontraban. Eran algo más de las 2:30 de la tarde del miércoles 13 de marzo de 1957.

—¿Y adónde vamos? —preguntó un tercero.

—¡Rápido! —ordenó Carlos Gutiérrez Menoyo—. ¡Vamos a atacar el Palacio Presidencial! —dijo, e impartiendo las tareas por grupos, dejó clara la misión del día:

—El objetivo principal del ataque es ajusticiar al dictador Batista.

Menoyo, sin ser estudiante, integraba el Directorio Revolucionario, nutrido por jóvenes de diferentes ámbitos, aunque formado principalmente por universitarios bajo la dirección de José Antonio Echeverría, presidente de la Federación Estudiantil Universitaria. Carlos Gutiérrez Menoyo había nacido en España y la decisión de designarlo como jefe de la acción recayó en sus dotes de líder, su integridad moral y valentía personal; pero sobre todo, en la experiencia militar adquirida en los campos de batalla de Europa durante la Segunda Guerra Mundial, siendo casi un adolescente.

El tan esperado anuncio de la misión a emprender entusiasmó a algunos y cayó a otros como un ladrillo en la cabeza. Uno levantó la mano:

—Conmigo no cuenten. Eso es un suicidio.

Otro corrió a ponerse al lado del anterior:

—Tampoco yo voy en esa. ¡Ustedes están locos! Pensé que se trataba de otro tipo de acción.

—¡Cobardes! —gritó alguien—. ¡Deberíamos fusilarlos!

—¡Bajen la voz, caballeros! —expresó uno de los responsables del comando—. Si nos oyen los vecinos se jodió la cosa. Aquí nadie va a fusilar a nadie. Esto es voluntario… ¡Que se queden!

Tan solo en minutos se repartieron las armas —automáticas casi en su totalidad— y las bajaron envueltas dentro de las propias colchonetas utilizadas para dormir sobre el piso de mosaicos. En los bajos, confluían con los restantes jóvenes acuartelados en la primera planta. Entre todos, sumaban cuarenta y seis hombres. Se había puesto en marcha la operación Casa de los tres quilos, clave que identificaba el propósito verdadero del levantamiento.

La mayoría de aquellos muchachos, con Ricardo Olmedo Moreno al frente, subieron a un camión de pequeñas dimensiones, rojo y chato como un bulldog con cara de hambre, que acogió en su vientre a treinta y seis de los asaltantes, descontando al chofer y al propio Olmedo, sentados en la cabina. «Íbamos como sardinas en lata», rememora Valdés Burgo a la distancia de cincuenta y ocho años de los sucesos de aquella tarde.

En todo caso, quienes vieron correr al furgón por la calle 17 en busca del Malecón durante su paso incógnito hacia el Palacio Presidencial, no asociaron la prisa de su conductor con una acción de guerra urbana, sino con la entrega inmediata de servicio de tintorería anunciado en su rótulo de habla anglosajona: Fast Delivery.

A corta distancia delante del vagón iba el auto guía conduciendo al jefe del comando, quien viajaba acompañado por Luis Felipe Almeyda, José Castellanos Valdés y el suertudo Luis Goicochea, único del grupo que saldría con vida para poder contarlo.

Antecedido por el rojo camión de la Fast Delivery, cerraba la pequeña caravana el vehículo en que viajaba Faure Chomón, segundo jefe del asalto, junto a José Gómez Wangüemert, Abelardo Rodríguez y Waldo Díaz Fuentes.

Arribaron a las afueras del Palacio por la calle Colón y el auto delantero frenó ante la puerta sur del edificio ejecutivo. Eran alrededor de las 3:22 de la tarde. Todos los asaltantes vestían camisas de mangas cortas para ser reconocidos en mitad de la refriega por sus restantes compañeros. Los habituales visitantes de la mansión gubernativa y miembros de los servicios secretos del régimen comprometidos con la seguridad presidencial, lo hacían vestidos de cuello y corbata o con guayaberas de mangas largas.

El valor de Carlos Gutiérrez Menoyo y su trío acompañante nadie lo hubiera desmentido, pero lo que sorprendió realmente a partidarios y hasta a sus enemigos fue la increíble rapidez de acción iniciada por ellos. Mucho se había discutido, y hasta surgió la duda por parte de algunos con relación a que el comando pudiera penetrar al interior del edificio antes de que los soldados de la guarnición cerraran las rejas, aislando al grupo atacante en las afueras para convertirlo en tiro al blanco de los guardias, haciendo honor a la fecha: el 13 de marzo se conmemora el Día de San Rodrigo, patrón de los cazadores. Menoyo aseguró siempre que él no les daría a los custodios la menor oportunidad de hacerlo.

Mantener abierta aquella entrada era prioridad. Chequeados sus movimientos desde varios días antes, se tenía la certeza de que el presidente Batista se encontraba en la edificación ejecutiva. Él acostumbraba a alternar las horas de trabajo entre el Palacio Presidencial y la Casa Militar del Presidente, en la Ciudad Militar de Columbia, al amparo de los tanques y la aviación de combate. Los fines de semana los pasaba por regla general en la fastuosa finca Kuquine, al oeste de la ciudad, donde una compañía artillada se mantenía en permanente vigilia, y autos de los servicios secretos y de la seguridad del mandatario recorrían de manera constante la estrecha carretera por la que se llegaba a la heredad.

Se conoce que la escolta del presidente estaba integrada por sesenta hombres que se movían junto a él y se sumaban a los setenta y dos de la guarnición del Palacio cuando Batista se quedaba a dormir allí. Aquel día, esa era su intención, pues según él mismo explica en sus memorias, tenía a un hijo de cuatro años con fiebre al cuidado de la madre en las habitaciones privadas de la tercera planta. En su agenda figuraban varias obligaciones que lo mantendrían ocupado ese 13 de marzo, además de la visita de funcionarios de la Cuban Telephone Company, para firmar nuevos contratos que incluían la ampliación de forma extraordinaria de esos servicios y, como era de esperar, el aumento de las tarifas.

De modo que los cuarenta y seis jóvenes que integraban el comando de asalto estaban en franca desventaja frente a los defensores de la mansión ejecutiva, tanto en número como en posiciones estratégicas, calidad del armamento y parque para el combate. Si la pelea se presentaba de león a mono, lo único con que podían contar los atacantes para alcanzar el éxito era el factor sorpresa. Y con la decisión personal, por supuesto.

Tan solo segundos antes de escucharse los tiros, en sus peripecias de chofer acostumbrado a darles la brava a los demás conductores de automóviles de la ciudad, en pro de cumplir con el horario establecido para cada itinerario, un ómnibus del servicio público de la ruta 14 se interpuso entre el auto de Menoyo y el letal furgón con careta de perro, evitando el parqueo inmediato de ese móvil, de la manera que se había establecido en los planes de la acción. Fue una mala decisión por parte del conductor del vehículo del servicio urbano, que lamentaría instantes después. Y uno de esos imponderables que cambian el curso de los acontecimientos sin que alguien los pueda prever.

La reja de gruesos barrotes de hierro que permitía el acceso por la puerta sur se hallaba por fortuna abierta, custodiada por tres soldados, a falta de un cuarto que acababa de dirigirse al baño. Sin dar tiempo a nada, Menoyo y sus hombres salieron del auto en una operación relámpago y a puras ráfagas de subametralladoras Thompson abatieron a los custodios, cobrando las vidas que abrirían paso a la tragedia de aquellos minutos infernales. ¡El camino al interior del Palacio Presidencial quedaba expedito!

—¡Al asalto ahora! —fue el grito de apremio del chofer del camión, detenido detrás del ómnibus de la ruta 14, y por lo tanto algo alejado de la verja. Perdió algunos segundos en simular una rotura, y en abrir la puerta trasera del furgón para que la gente pudiera salir. Entonces, ya sonaban los primeros disparos y la guarnición palaciega, junto a un grupo de soldados que se hallaba a medio centenar de metros en el parqueo, empezó a reaccionar. Una lluvia de balas cayó sobre los ocupantes del vagón, causando las primeras bajas del combate en el bando revolucionario.

Geraldo Medina Cardentey iba al frente de cinco hombres de Pinar del Río cuya misión, unida a otro equipo de asalto, era asegurar el segundo piso, limpiarlo de enemigos, y evitar que arribaran refuerzos para facilitar que el comando conducido por el jefe supremo del ataque, Carlos Gutiérrez Menoyo, ascendiera a las plantas altas, buscara al dictador en su despacho o dondequiera que pudiera ocultarse, y lo ajusticiara in situ.

Se suponía que las azoteas de los edificios colindantes de mayor altura serían ocupadas por estudiantes en misiones de francotiradores, y otros con ametralladoras pesadas calibre treinta, para batir al enemigo fortificado en las plantas superiores del Palacio, y causar bajas en los soldados de apoyo que sin duda arribarían desde Columbia y La Cabaña, así como a las fuerzas de la policía. Pero esa partida no recibió las armas por una incógnita culpable que la historia no ha logrado despejar, dejándola en el suspenso, y jamás llegó a la escena de la acción ni tomó posición alguna. No existe plan bélico sin márgenes al error, o a los caprichos del albur.

Así pues, el grupo de Cardentey y los demás ocupantes del camión que lograron cubrir la distancia desde el sitio en que quedó estacionado y el Palacio, lo hicieron bajo un vendaval de plomo, dejando muertos o heridos en el camino a varios de sus acompañantes. Todo gracias al favor brindado a los soldados por la imprudencia ingenua del conductor del carro de la ruta 14, quien en lugar de recibir un premio a su desatino por parte del régimen, recibió una rociada de proyectiles disparados desde las posiciones de la guarnición, confundiendo a los inermes pasajeros del transporte público con una cuadrilla más de elementos civiles armados. Falleció horas después en la Casa de socorros más cercana, sitio al que se dirigió el conductor del ómnibus, quien logró sacar el carro de aquel escenario sin que él mismo supiera cómo, en el caos de los autos abandonados en medio de la vía pública y la estampida generalizada de los paisanos de paso por los alrededores del lugar. Sin embargo, llegó al centro hospitalario con la guagua hecha un colador, una pasajera sin vida y seis viajeros más heridos de gravedad. Él mismo sangraba a chorros por el agujero que una bala acababa de sembrar en una de sus piernas.

La máquina en la que viajaban Faure Chomón y sus tres acompañantes quedó detenida detrás del camión Fast Delivery y a ninguno de ellos le resultó fácil aproximarse a la reja abierta del edificio, por la cual ya habían penetrado los tres acompañantes de Menoyo y varios más de los asaltantes. A punto de entrar también, el segundo jefe de la acción fue alcanzado por disparos que lo hirieron y tuvo que mantenerse en las afueras, pegado a una pared del edificio, desde donde hacía uso de su arma con pobres probabilidades de éxito. Sin embargo, sin que la vida le diera tiempo para explicar cómo lo había logrado, al grupo de Menoyo se incorporó José Gómez Wangüemert.

Mermadas las fuerzas de los atacantes por el fuego enemigo, en los bajos el combate se hacía cruento. El soldado encargado de la reja que se había ausentado para dirigirse al baño tan solo segundos antes del comienzo de la acción, tal vez sin haber satisfecho su necesidad apremiante partió a la carrera, se hizo de una ametralladora pesada y junto a un ayudante la plantó en la parte opuesta del patio central, enfilándola en dirección al sitio por el que penetraban los partidarios del Directorio Revolucionario. El fuego nutrido de la poderosa arma detuvo momentáneamente el empuje de los jóvenes enemigos del régimen. Y en el empeño por entrar, Geraldo Medina Cardentey fue alcanzado en el pecho por uno de aquellos proyectiles. Juan G. Valdés Burgo, uno de los cinco bajo su mando, dice al cabo de casi sesenta años de los acontecimientos: «tenía un hueco en el pecho y la espalda, y se desangraba sobre la acera». Y cree rememorar, con la duda que siempre siembran las versiones de las últimas palabras de un moribundo, que dijo a sus acompañantes: «sigan ustedes; yo estoy muerto…»

Pero alcanzaba ya a merodear por el interior de la segunda planta un número reducido de los hombres de Menoyo y Faure, entre los que se hallaban dos de los míticos nombres de la colina universitaria buscados vivos o muertos por la policía de Batista. Ellos eran José Machado: mulato, pobre y empecinado en labrarse un destino universitario, a quien sus compañeros llamaban Machadito, y Pedro Carbó Serviá: veterinario, testarudo luchador clandestino, quien nunca rompió sus vínculos con el Alma Mater. Resguardándose tras las columnas y disparando sus armas con intervalos, insistían en hacer posible la utopía de reducir a fuego vivo la fuerte guarnición de la casa ejecutiva.

En los bajos, desde una posición hasta cierto punto cómoda para su propósito, el asaltante José Zúñiga le gritó a su compañero Ángel Eros, situado en otro extremo, que le bombeara una granada de mano por encima de la línea de tiro de la letal ametralladora enemiga. Los cubanos sostienen que quien nunca ha jugado al béisbol es porque no tuvo niñez, y él confiaba en sus dotes de pelotero. De modo que recibió con destreza de buen fielder la pesada «pelota» caracterizada por sus múltiples fragmentos de hierro, cual si se hallara en un juego del Almendares contra el Habana en el Gran Estadio del Cerro, y liberando el seguro de aquel mortífero cuerpecito, similar a un diminuto barril de vino, lo lanzó al reducto que ocupaban los artilleros enemigos.

Una explosión horrenda sacudió la planta baja y la ametralladora y sus sirvientes enmudecieron al momento. Ahora se facilitaban los movimientos de los revolucionarios en esa área, lo que no significaba que el piso bajo estuviera libre de adversarios.

Corriendo por uno de los pasillos próximos al patio central, al doblar en una de las esquinas interiores, Zúñiga se vio cara a cara con un soldado que hacía lo mismo en sentido contrario. Casi chocan y ambos quedaron paralizados, mirándose mutuamente el rostro de la muerte, cual si estuvieran frente a un espejo y uno fuera el reflejo del otro. No hubo ninguna frase de ofensa, de súplica o de terror, aunque el semblante lo decía todo. De pronto, ambos parecieron reaccionar; pero el joven Zúñiga tuvo más rápidos reflejos. Sonó un disparo de su fusil, hecho a boca de jarro, y vio al enemigo caer a sus pies con un tiro en la frente. El semblante de aquel desdichado quedó grabado en su memoria cual si fuera el diafragma de una cámara fotográfica. Lo creyó muerto hasta la tarde de 1959 en que sintió hambre y se dirigió a un carrito de fritas para pedir le prepararan un chisbergue con bastante queso, bien derretido sobre la bola de carne embutida en dos tapas de pan crujiente.

En lo que estos sucesos tenían lugar en la segunda planta, Carlos Gutiérrez Menoyo, José Gómez Wangüemert, Luis Felipe Almeyda, José Castellanos Valdés y Luis Goicochea, con las llamaradas de las ráfagas de Thompson se abrieron paso hasta la segunda planta, donde se dieron al empeño de encontrar al presidente. Desde el cuarto piso, los rociaba el fuego enemigo cuando transitaban por los corredores expuestos al exterior. En el bien dispuesto y surtido pantry dieron con unos mozos del servicio y les preguntaron por el sitio donde se hallaba Batista. Uno de ellos, tartamudeando, les respondió:

—Está en el comedor, señor…

Enfilaron rumbo al sitio indicado, arribaron al lujoso comedor de los moradores de la mansión palatina y allí encontraron a varios sirvientes. La interrogante fue la misma: «¿dónde está Batista?»

—Acaba de salir, señor. Mire, sobre la mesa está la taza de café que tomó…

No se ha podido determinar si fue una frase para desinformar a los asaltantes y proteger a quien les daba de comer sin grandes esfuerzos. Una taza de café podía tomarla cualquiera. Y se supone que al presidente se la llevaran al despacho. De un salto felino, Luis Goicochea subió sobre la mesa y observando a través de un balcón los edificios colindantes, dio la alarma: no habían sido tomados por los francotiradores previstos para apoyar la operación. Estaban solos y encomendados a la suerte. Se dirigió a Menoyo informándole la mala nueva y con la misma le espetó:

—¡O encontramos a Batista rápido, o nos matan a todos!

A toda carrera llegaron al Salón de los Espejos, reservado para las recepciones conmemorativas y fiestas palaciegas, y también lo encontraron desierto. En la planta baja el estruendo del combate se intensificaba. Luis Felipe Almeyda se asomó a una de las ventanas de la gran sala ceremonial, miró por una ventana hacia el parque de la Avenida de las Misiones y vio cómo arribaban en oleadas los autos de la policía para apoyar la guarnición. Les tiró algunas ráfagas, se unió de nuevo al grupo y lo puso al tanto de las ocurrencias: ¡los estaban cercando!

Persistieron en el empeño de buscar al presidente en todo el piso pese a lo desventajoso de las circunstancias. Antes de partir al ataque habían estudiado un plano, pero en realidad se presentaba muy diferente de lo que creían conocer.

Cuando arribaban al final de un pasillo que parecía terminar en forma de baño, descubrieron a una mujer joven, rubia, bien vestida, con una pamela sobre la cabeza, quien corría al encuentro de ellos. La mujer se detuvo, los observó, dio un grito de terror y desapareció por uno de los pasadizos del laberinto palatino. Se la tragaron las paredes y no volvieron a saber de ella.

Próximos a la puerta cerrada de un pasillo interior del ala norte sintieron voces del otro lado. Gutiérrez Menoyo dio el alto y la respuesta fue una andanada de tiros a través de la madera. La réplica revolucionaria no se hizo esperar. Algunas ráfagas de Thompson y el estallido de una granada hicieron saltar la puerta en astillas y se precipitaron al interior. Sobre el piso, los cuerpos de dos soldados se desangraban. Sin embargo, vivían y fueron respetados.

José Gómez Wangüemert penetró a un salón por una entrada situada a la izquierda. ¡Por fin, el despacho presidencial se abría ante ellos! Pero a Batista parecía habérselo tragado la tierra. Definitivamente no se encontraba en la segunda planta.

Sonó un teléfono sobre el buró del mandatario: una reliquia de la marquetería conocedora de los más grandes y escandalosos secretos de la nación. José Gómez Wangüemert descolgó el aparato:

—¿Aló...?

—¿Es el Palacio…? —preguntó una voz del otro lado.

—Sí, —dijo— le hablo desde el Palacio Presidencial.

—¿Es cierto que están atacándolo, quién habla...?

—Es cierto que estamos atacándolo. Hemos ajusticiado a Batista y le habla un miembro del Directorio Revolucionario —respondió Wangüemert y colgó el teléfono. Su respuesta procuraba crear la confusión y retardar en lo posible el arribo de tropas de refuerzo a las afueras del edificio de Gobierno.

Unos dicen que la llamada la hizo el general Francisco Tabernilla, jefe del ejército. Otros, que fue Justo Luis del Pozo, alcalde de La Habana; y hay quienes afirman que fue un ministro. La realidad no se ha confirmado nunca. Cualquiera que haya sido, intentaba corroborar la alocución trunca hecha poco antes a través de los micrófonos de Radio Reloj por José Antonio Echeverría, líder de la Federación Estudiantil Universitaria, mediante la cual informaba al pueblo de Cuba el ataque simultáneo al Palacio y la muerte de Batista.

La muerte de Batista. Esa idea se clavó como obsesión en el cerebro de Menoyo y sus cuatro seguidores. No había escuchado el llamado de Echeverría, pero conocía la alocución y se empeñaba en no quedar mal con su papel de jefe del comando de asalto ni con la palabra del dirigente estudiantil. Un fiasco público podía hacer que el Directorio Revolucionario perdiera credibilidad ante la ciudadanía y el régimen se sintiera fuerte. Y se dio a la tarea de encontrar al inquilino de Palacio en los pisos superiores, pasara lo que pasara. Era apenas un puñado de hombres contra decenas de soldados atrincherados en la cuarta planta y armados con medios potentes. Carlos Gutiérrez Menoyo no lo dudó. Decidió el asalto y se lanzó escaleras arriba.