Relatos de la conquista de América - Gonzalo España - E-Book

Relatos de la conquista de América E-Book

Gonzalo España

0,0

Beschreibung

Duelos, venenos, traiciones, perros sanguinarios y aborígenes altivos, entre otros, conforman el marco escogido por Gonzalo España para estos ocho relatos, concebidos magistralmente como un homenaje a la valentía y audacia de aquellos que dieron forma a nuestro legado histórico.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 113

Veröffentlichungsjahr: 2021

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Segunda edición, octubre de 2021

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda.

marzo de 1999

Primera edición Digital en Panamericana Editorial Ltda.

octubre de 2021

© Gonzalo España

© 1999 Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 1) 3649000

www.panamericanaeditorial.com

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Edición

Miguel Ángel Nova

Ilustraciones

Jorge Alberto Ávila

Diagramación

Precolombi EU, David Reyes

Diseño de carátula

Jairo Toro

ISBN 978-958-30-5887-5 (impreso) ISBN 978-958-30-6476-0 (epub)

Prohibida su reproducción total o parcial

por cualquier medio sin permiso del Editor.

Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A.

Calle 65 No. 95-28, Tels.: (57 1) 4302110 - 4300355

Fax: (57 1) 2763008

Bogotá D. C., Colombia

Quien solo actúa como impresor.

Impreso en Colombia - Printed in Colombia

Contenido

Presentación

Gloria e infortunio en Petén

Guatemala

Demostración

Colombia

La negativa de Hatuey

Cuba

El lebrel de Peñalosa

México

Un trueque lastimero

Panamá

Duelo en el Gran Tunal

Norte de México

Partida inconclusa

La Florida

El desengaño de mamá Totonqui

México

Presentación

La conquista de América fue reseñada por un tipo muy particular de corresponsales de guerra: los llamados cronistas de Indias. Ellos acompañaron las expediciones que tocaron el Caribe y las que se adentraron en tierra firme, y al paso que marchaban iban tomando notas y consignando los hechos. No hubo crónica aborigen, o fue muy escasa: la historia siempre ha sido escrita por los vencedores. Pero si los indígenas hubieran reseñado aquel episodio habrían anticipado la invasión marciana ideada por H. G. Wells: la llegada de seres a quienes creían dioses, que suponían inmortales, que imaginaban parte corporal de los caballos en que venían montados, de los cuales, sin embargo, podían separarse a voluntad, como la lagartija de su rabo. Seres insólitos, barbudos, aviesos, sedientos de oro, que llevaban las piernas vestidas, que navegaban en casas flotantes y que a ratos, en momentos de distracción o descanso, metían las narices en unas pequeñas talegas de hojas cosidas y amontonadas que llamaban libros, para comunicarse con otros seres invisibles y ocultos que les hablaban bajito y les decían cosas. Seres, en fin, a la vez poderosos y estúpidos que poseían el poder del rayo y del trueno, pero que pedían adoración para un dios macilento, crucificado y vencido.

El encuentro de estos dos mundos constituyó un episodio brutal. Algunos investigadores han calculado en 60 millones la población americana al momento del descubrimiento: toda ella fue arrastrada al holocausto de las guerras de conquista en el curso de un periodo relativamente breve. Centenares y aun miles de pueblos acudieron al palenque con sus armas rudimentarias, con sus emblemas guerreros pintados sobre sus cuerpos desnudos, con sus particulares concepciones de guerra. Estas últimas fueron factor decisivo en el choque. Gran parte de los aborígenes lucharon haciendo gala de formalismos ingenuos, alardeaban para intimidar, pregonaban sus planes y no tenían por objetivo en la batalla el exterminio del enemigo en el campo, sino su captura para ofrendarlo a los dioses. El europeo, en cambio, era despiadado y cazurro. Sus armas resultaron sorprendentes y demoledoras: las corazas donde rebotaban las flechas, los caballos, los dientes de los perros carniceros —bárbara tortura para las carnes desnudas del indio—, pero ante todo la pólvora, definieron el conflicto. Por contera, los invasores hallaron un mundo dividido, un magma de pueblos en pugna buscando acomodo y poder, donde les fue fácil contar con aliados. Por esta razón, las principales civilizaciones precolombinas, la azteca y la inca, que eran las más fuertes en número y las que pisaban un estadio superior de organización social, cayeron con relativa facilidad.

No obstante, la conquista se prolongó mucho más allá de las fechas convencionales en que se ha querido delimitar el proceso. Paradójicamente, mientras los conquistadores consolidaban con rapidez su dominio sobre populosas naciones, los pueblos más atrasados y periféricos, que dependían en menor grado de una agricultura estable y sabían moverse con habilidad por parajes inhóspitos, opusieron una resistencia prolongada y tenaz por décadas y aun siglos. Los guerreros del norte de México y de los actuales Estados Unidos, cazadores por naturaleza, no miraron al caballo como un amenazante monstruo mitológico, sino como un suculento banquete montado en cuatro patas. Muy pronto, el solípedo fue incorporado a su arsenal ofensivo, donde se le honró con una nueva y singular forma de ser cabalgado, y recibió el regalo de la típica silla india de montar, que solo tiene una argolla por estribo para engarzar los pulgares.

En escala reducida, las armas de fuego también fueron adoptadas. Al sur del continente, los araucanos realizaron un aprendizaje semejante y libraron una guerra interminable. En el centro de la Nueva Granada, los belicosos pijaos mantuvieron durante décadas enteras amenazadas y temporalmente interrumpidas las comunicaciones entre Santa Fe y Popayán. Infinidad de pueblos lucharon hasta el exterminio a lo largo y ancho de América. Por último, confinados a las selvas y a los desiertos, o apaciguados por la perseverancia de los misioneros, silenciaron sus aullidos de guerra, fumaron por última vez sus cachimbos y enterraron sus hachas.

No resulta difícil imaginar la diversidad de acontecimientos, circunstancias y heroísmos de este agitado periodo. En su día, los cronistas reseñaron la escena como una gran cruzada contra la gentilidad. Algunos de sus relatos gozaron de una gran difusión, como La Florida del Inca Garcilaso. Otros durmieron el sueño del olvido por siglos, y solo han visto la luz gracias al encomiable esfuerzo de los paleólogos. Como fuera, el mundo dobló hace mucho tiempo la doliente página de aquel avatar. Pero ahora que América ha cumplido quinientos años como un nuevo mundo, bien vale poner en escena algunos de los episodios y de los actores de la guerra general que la consumió entonces, salvados de la desmemoria por la pluma de los corresponsales de la época.

El homenaje es merecido, pues en definitiva el resultado de la batalla no desdice para nada la honra de los primitivos americanos. Todo lo contrario: ellos estaban condenados a la derrota, pero fueron lo suficientemente locos y audaces como para enfrentarse a los dioses, para intentar comprenderlos y engañarlos o incluso para burlarse de ellos, y eso es mucho más de lo que se puede pedir a un valiente.

Gonzalo España

Gloria e infortunio en Petén

Guatemala

Marroquí amaneció cojo. Mientras lo vestía, Abelardo alcanzó a percibir que le costaba cierta dificultad apoyar el casco de una de las patas delanteras. El ejército expedicionario estaba entrando en movimiento; no había tiempo de examinarlo con detención, acabó de enjaezarlo y montó. Una hora después, la cojera era manifiesta.

Al confirmar la anomalía, saltó a tierra y auscultó detenidamente el estado del bruto sin esperar a que el camino mostrara un rellano. El continuo roce de cantos y guijarros había descarnado el casco por delante, y dejó el nervio al descubierto. Marroquí notificó a su dueño el fastidio que esto le causaba emitiendo un relincho mujeril. El jinete le acarició la cabeza y maldijo una por una todas las piedras de aquella senda infernal.

—¿Qué opinas? —preguntó a Pacho el Largo, que se había detenido a su lado.

El endurecido compañero sopesó las palabras antes de responder. Decirle a Abelardo lo que estaba pensando le pareció horrible.

—En este desgalgadero, sinceramente no sé.

Levantó la cabeza y contempló el pronunciado perfil de la Sierra del Alabastro, que llevaban tres días remontando. Luego haló las riendas y continuó su camino.

Por lo pronto, Abelardo concluyó que no debía volver a montar sobre Marroquí, y lo tomó de cabestro. Durante la siguiente hora muchos otros jinetes desfilaron a su lado y lo dejaron atrás, sin que él perdiera ocasión de agarrarse a la cola de sus cabalgaduras para ayudarse a caminar sobre el inestable pedregal.

Al mediodía afrontó la verdad. La cabalgata se había detenido para conceder un rato de solaz a jinetes y animales, y Abelardo pudo adelantarse hasta encontrar a Lorenzo Taborda, herrero y sobador. El hombre se agachó a examinar el casco de Marroquí y arrugó la cara hasta pegar los mofletes de las mejillas con las arcadas de las cejas.

—No es nada —comentó—. Con tres días de descanso sanaría. Pero en esta moledera, cada día se irá poniendo más mal.

Después, escupiendo una carrillada de saliva, agregó:

—Tienes que volverlo tasajo, hijo mío. Yo te daré una yegua a crédito. Me la pagarás a la vuelta.

Abelardo estuvo a punto de echarse a llorar. Desde el comienzo, había presentido que las malsanas estribaciones de Petén le harían daño a Marroquí, pero nunca imaginó que pudiera perderlo. El noble alazán lo había acompañado desde su llegada a tierra firme, había vivido con él los rigores de la conquista de México, lo había transportado herido y enfermo en la retirada de la Noche Triste. Como él, había madurado en medio de la guerra. Su imberbe crin juvenil tenía ahora visos de penacho y su pecho abultaba hosco e imponente. Abelardo admiraba sus ojos bondadosos y sus orejas de venado, siempre atentas a sus palabras y silbidos. Una densa carga de afecto pesaba entre ambos; Abelardo la sobrellevaba con la rendida e incondicional lealtad que se tiene hacia un hijo. Como tal, lo encontraba extraordinariamente hermoso. Todos los días, al despertar, su primera mirada era para él. Los tratos que muchos soldados vinieron a proponerle después de conocer la bravura de su carga en medio del combate le enorgullecían, pero hubiera vendido primero sus manos que entregar a su compañero. Ahora todo había concluido. Los diagnósticos de Lorenzo Taborda en materia equina eran más infalibles que la palabra del papa.

—No lo mataré, pero compro la potranca —dijo en tono vidrioso.

Mientras trasladaba las armas de Marroquí a la yegua machorra que le suministró el herrero, el enfado de saber que su noble amigo iba a sucumbir en la miserable persecución de un desertor empezó a consumirlo. Aquello no era ni siquiera una correría de conquista. Era la deplorable búsqueda de Cristóbal de Olid, un lugarteniente de Cortés que había hecho rancho aparte y les había jugado una mala pasada.

Con todo, aunque el buen bruto prosiguió el ascenso de la serranía aliviado del peso de su armadura, que, repartido en distintas piezas metálicas como la testera, la capizana, el petral y la grupera, sumaba casi treinta kilos además de la carga del jinete y los arreos, su dolencia aumentó. A media tarde el casco enfermo no podía ni siquiera rozar una piedra sin el sacudimiento de un feo calambre.

A partir de aquel momento, Abelardo no dejó de otear a lado y lado, en busca de un altosano verde y llano donde pudiera abandonarlo a su suerte. Marroquí se había ganado el derecho a la vida y a la libertad. Unos días en algún paraje donde jaspeara la hierba lo pondrían bien. Lo recogería en el camino de vuelta, si acaso regresaban por aquella misma senda.

En la inquietud de la búsqueda, otra vez quedó atrás. Aburridos con el paso lento y cansino de su caballo enfermo, los demás jinetes se las arreglaron para rebasarlo. Abelardo los dejó alejarse. La soledad convenía a sus planes.

Hacia el caer de la tarde, el sendero que cruzaba se convirtió en un verde glacis cubierto de árboles. Entre las manchas del follaje corría un alto pastizal. Abelardo contempló el lugar a sus anchas. El declive se extendía hasta el fondo de un valle donde provocaba quedarse a vivir. Descabalgó, desató a Marroquí de la silla de la yegua machorra, y lo arrastró consigo como si quisiera presentarle el nuevo hogar. Mientras sus rodillas abrían la hierba jugosa, comenzó a sobarle cariñosamente la crin y a decirle tiernas palabras al lado de la oreja. Era la despedida, le estaba prometiendo que sin falta regresaría a buscarlo.

Los devaneos de su sentimental comunión con el bruto y las lágrimas que empañaban sus ojos no le permitieron distinguir el conjunto de siluetas que escaparon de la sombra de los árboles y comenzaron a rodearlo. Indios, aproximadamente medio centenar de indios semidesnudos y cobrizos, que avanzaron silentes y se postraron en torno. El sol lanzaba en aquellos momentos los primeros destellos rojizos de su despedida. El lustroso pelo bermejo de Marroquí se aborrachó intensamente.

—¡Tziminchac! —clamó en coro la insólita ­concurrencia.

El impacto de aquel grito unísono dejó al pobre Abelardo sentado en la pendiente. Se hallaba desarmado, el mosquete y la espada habían quedado en su cabalgadura; punto más, punto menos, era hombre muerto. Pero a fuerza de reparar en el cuadro terminó por comprender que aquellos indios lo adoraban.

Lo adoraban, así como se escucha; estaban postrados ante él y tocaban con sus cabezas el suelo, pero en realidad a quien rendían humillación era a Marroquí. Tres días antes, al pie de la Sierra del Alabastro, los expedicionarios les habían disparado, tomándolos por indios hostiles. Ellos vieron restallar los fogonazos de las armas sobre las espaldas de los altos cuadrúpedos que tanto los sobrecogían, y concluyeron que se trataba de una versión inédita de Tziminchac, dios del fuego. A partir de entonces, habían estado siguiendo desde el resguardo de la espesura la insólita caravana que remontaba la sierra. En aquel punto, el más alto de la vegetación prolongada desde el valle, se aproximaron al máximo. La fortuna les deparó el placer de que Tziminchac viniera a su encuentro.

Ninguna cosa en la vida causó más emoción a Abelardo que aquella sorpresa. Había encontrado a los mejores enfermeros para su consentido caballo. Si lograba hacerles entender que debían tratarlo bien y prodigarle algunas atenciones, podía seguir su camino con el alma descargada del dolor de dejarlo. Intentó hablar, pero mientras divagaba, escogiendo las palabras adecuadas para hacerse entender, una solemne comitiva de aquellos salvajes se adelantó y colocó en el cuello de la bestia una multicolor corona de flores.