Relatos de vida, conceptos de nación - Raúl Moreno Almendral - E-Book

Relatos de vida, conceptos de nación E-Book

Raúl Moreno Almendral

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Beschreibung

La historia comparada de los procesos de construcción nacional británico, francés, español y portugués durante la era de las revoluciones construida a partir de un corpus de relatos de vida, constituye una óptica novedosa. Aunque las fuentes autobiográficas utilizan la palabra «nación» y sus términos asociados con diferentes sentidos, se pueden inferir una serie de patrones comunes de significado en los lenguajes nacionales empleados antes, durante y después de la revolución liberal. Asimismo, se aborda la relación entre la diversidad cultural territorializada y los conflictos políticos de la época, incluyendo los procesos de secesión acontecidos dentro de estas monarquías transatlánticas en su problemática transformación en naciones imperiales. Los resultados revelan un uso de la nación recurrente y relativamente transversal en la codificación de las trayectorias vitales, e incluyen la propuesta de un modelo de historia conceptual alternativo a la oposición binaria entre «naciones modernas» y «naciones premodernas» en este momento clave de transición semántica.

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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HISTÒRIA / 195

DIRECCIÓN

Mónica Bolufer Peruga (Universitat de València)

Francisco Gimeno Blay (Universitat de València)

M.ª Cruz Romeo Mateo (Universitat de València)

CONSEJO EDITORIAL

Pedro Barceló (Universität Postdam)

Peter Burke (University of Cambridge)

Guglielmo Cavallo (Università della Sapienza, Roma)

Roger Chartier (EHESS)

Rosa Congost (Universitat de Girona)

Mercedes García Arenal (CSIC)

Sabina Loriga (EHESS)

Antonella Romano (CNRS)

Adeline Rucquoi (EHESS)

Jean-Claude Schmitt (EHESS)

Françoise Thébaud (Université d’Avignon)

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© Raúl Moreno Almendral, 2021© De esta edición: Universitat de València, 2021

Publicacions de la Universitat de Valènciahttp://[email protected]

Coordinación editorial: Amparo Jesús-María RomeroIlustración de la cubierta: Alegoría del regreso de Fernando VII.Biblioteca Digital Hispánica. Biblioteca Nacional de España.

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la FigueraCorrección: David LluchMaquetación: Celso Hernández de la Figuera

ISBN: 978-84-9134-786-6 (ePub)ISBN: 978-84-9134-787-3 (PDF)

Edición digital

ÍNDICE

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

ABREVIATURAS, SIGLAS Y SÍMBOLOS

1. MARCOS E INSTRUMENTOS ANALÍTICOS

La historia de los fenómenos nacionales y sus problemas

La nación desde el individuo: identidad, experiencia y memoria

Los relatos de vida como fuentes

Un corpus de relatos de vida para la era de las revoluciones

Un modelo teórico

2. BRITÁNICOS

Británicos e ingleses en un mundo de naciones

Escocia, Gales, Irlanda y la estructura del Reino Unido

Britannia abroad, caracteres morales y el honor nacional

El pueblo más libre del mundo en la isla más envidiable bajo el cielo

3. FRANCESES

Nación civilizada, nación soberana

Entre la patria en peligro y la Francia universal

Las guerras franco-francesas en un crisol de países

4. ESPAÑOLES

Divisas de españolidad, rasgos de nacionalidad

La nación por su independencia y su constitución

La territorialización del patriotismo y la naturaleza de las Españas

«Españoles de ambos hemisferios»: la cuestión americana

5. PORTUGUESES

El reino de las llagas de Cristo

Recuperar las libertades, honrar las glorias, restaurar Portugal

Una nación lusobrasileña

6. PROCESOS COMPARADOS

Conceptos y categorías de pertenencia grupal

Líneas de fractura: conflictos, uniformización y diversidad

Nacionalización, indiferencia y transnacionalidad

7. CONCLUSIONES

8. FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA

Fuentes

No editadas

Editadas

Bibliografía

PRÓLOGO

No hace aún demasiado tiempo, cuando los estudios sobre los nacionalismos se estaban convirtiendo en uno de los ejes fundamentales de la producción historiográfica en España, los balances sobre dicha producción encontraban a menudo en ella al menos dos inconvenientes. El primero, la historiografía española sobre la materia, como en tantos otros campos, estaba demasiado ensimismada en la contemplación de nuestro propio pasado, sin ampliar la mirada a otras realidades territoriales, ni siquiera para comprender mejor la más cercana. El segundo, quienes observaban con alguna reticencia la abrumadora hegemonía alcanzada en España por el paradigma modernista, que subrayaba el carácter estrictamente contemporáneo de las naciones, añadían a esa primera crítica la incapacidad de este modelo interpretativo para integrar en una explicación coherente las relaciones entre naciones premodernas (o precontemporáneas) y modernas (o contemporáneas), relaciones despachadas demasiado apresuradamente al terreno de los «precedentes» en el primer caso frente al de las «realidades» en el segundo. Este es «hoy, seguramente, el debate más importante entre los teóricos del nacionalismo: la antigüedad de las naciones», escribía Antonio Morales Moya todavía en 2011, desde una comprensión de las naciones no como meras «construcciones», «invenciones» o «comunidades imaginadas», sino, en términos de Anthony Smith, «comunidades inmemoriales o evolutivas que hunden sus raíces en una larga historia de vínculos y cultura compartida». Morales sostenía que no podía «excluirse a priori la existencia de naciones premodernas, no soberanas».1

El panorama ha cambiado mucho en los últimos años y no solo a partir de una acumulación empírica de trabajos incrementada exponencialmente. El autor de este libro, Raúl Moreno Almendral (2018b), ha hablado en alguna ocasión de las diferentes generaciones académicas que han conformado el ya muy considerable corpus de estudios españoles sobre la materia: la que lo introdujo hacia los años ochenta del siglo pasado, educada en los sesenta y setenta; la de los formados en los ochenta, que en gran parte llegaron a los estudios sobre nacionalismo desde otros temas; la de los años noventa y primeros dos mil, que por lo general ya hizo sus tesis en estudios sobre nacionalismo, y la perteneciente plenamente al siglo XXI. Cada una de ellas ha actuado en contextos diferentes, se ha planteado problemas distintos y ha ofrecido respuestas propias a dichos interrogantes. La más joven de esas generaciones, a la que Moreno Almendral pertenece, ha heredado –y vuelvo a utilizar sus palabras– «la ventaja y el desafío de un campo ya labrado». Pero quizá haya hecho más que eso: superando aquellas deficiencias indicadas más arriba, creo que puede afirmarse que ha conseguido por fin la institucionalización definitiva de un ámbito de estudios que hoy ya presenta perfiles muy similares al de otras historiografías.

El libro que prologamos tiene su origen en una tesis doctoral impensable en su planteamiento y resolución en otros tiempos, significativa de la maduración de esta tradición historiográfica y homologable a las más ambiciosas que hayan podido plantearse en otras comunidades académicas. No es un trabajo de historia de España, aunque se ocupe parcialmente de España, ni al ampliar su mirada a otros contextos territoriales (Reino Unido, Francia, Portugal) está intentando responder exclusiva o preferentemente a interrogantes surgidos de la historia de España; por el contrario, se trata propiamente de un trabajo de historia comparada, de esos que hace años se reclamaban como indispensables en nuestra historiografía. Por otro lado, es una investigación que centra su atención en uno de los elementos y etapas claves de toda la reflexión académica sobre los nacionalismos: el problema de la relación entre los conceptos de nación moderna y premoderna, en el decisivo momento bisagra de la «era de las revoluciones», entre finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. Este tema majeur se aborda aquí con las herramientas teóricas y metodológicas que se han ido imponiendo en su generación, las que en este momento están demostrando ser más fructíferas: las surgidas del «giro hacia el individuo», las del estudio de los lenguajes y las experiencias de nación, que arranca de la consideración de las naciones no como algo que «es», sino no como algo «que pasa» u «ocurre», es decir, como «fenómenos» sociales que dependen de las experiencias, percepciones y prácticas de los individuos que las conforman en cada momento. Este enfoque –ocioso es decirlo– sintoniza con las corrientes historiográficas más interesadas en dar cuenta de la «experiencia humana», lo que hace inevitable el recurso a fuentes que constituyan «relatos de vida», formas de discurso autobiográfico en las que los individuos consignan sus trayectorias vitales.

Pero toda investigación se justifica por sus resultados y los que esta ha obtenido son, me atrevo a afirmarlo abiertamente, de gran relevancia. A partir tanto de la literatura disponible como de las fuentes estudiadas (un impresionante corpus documental procedente de los cuatro grandes ámbitos territoriales considerados en la investigación), Moreno Almendral sostiene que en aquel tiempo convivieron cinco conceptos distintos de nación: el «genético» (en su acepción genealógica de relativo a la génesis u origen de las cosas, es decir, entendido como lugar o estirpe de nacimiento, un concepto de origen muy antiguo), el «etnotípico no politizado» (que parte de lo anterior y lo supera para vincularse fundamentalmente a la existencia de un carácter atribuible a la nación en su conjunto), el «etnotípico politizado» (que suma a la idea de los caracteres nacionales una idea de comunidad política formada por el rey y las corporaciones del reino), el «liberal» (que sostiene el principio de soberanía nacional, inicialmente entendido en términos revolucionarios) y el «romántico» (que ya en el siglo XIX convierte el carácter nacional en un espíritu metafísico particular y superador de cualquier voluntad general que identificaría personas y territorios). Estamos desde luego ante una tipología de mucha mayor carga analítica que la vieja dicotomía entre nación premoderna y nación moderna. Y, en particular, al demostrar la extensión de usos politizados de la idea de nación anteriores a la aparición del nacionalismo liberal revolucionario, así como su pervivencia posterior, nos encontramos ante una impugnación abierta de propuestas ortodoxamente modernistas que siguen contando entre nosotros con apasionados seguidores.

Prologar este libro, fruto de una investigación apasionante que tuve el honor de dirigir y el placer de acompañar en su desarrollo, constituye un comprensible motivo de orgullo para quien firma estas líneas. Y al felicitar calurosamente a su autor no puedo dejar de felicitarme a mí mismo y a una comunidad académica capaz de generar obras de este nivel de excelencia.

Mariano Esteban de VegaUniversidad de Salamanca

1 En versión más extensa, Morales Moya (2013).

INTRODUCCIÓN

La capacidad de la idea de nación para moldear la comprensión del mundo de tantos seres humanos en circunstancias tan diferentes y formas tan diversas aún sigue fascinando a los especialistas. Como tema de investigación, también lo hace su capacidad para interactuar con otros asuntos y justificar nuevos estudios, a pesar de la enorme cantidad de publicaciones producidas en las últimas décadas.

Esto es algo particularmente visible para cualquier historiador formado en España y que por lo tanto esté al corriente del estado de una historiografía influida por la preocupación por la «anormalidad» de la trayectoria histórica del país. En el caso del nacionalismo, la tesis de la débil nacionalización española, la crítica al concepto de «Guerra de la Independencia» y la afirmación categórica de que no hay identidad nacional antes de ese momento fueron ideas que marcaron mi primera aproximación a este tema y a la vez sirvieron de base a una insatisfacción intelectual. Esta condujo a un interés por el periodo estudiado, así como una fascinación por su a veces poco reconocida complejidad interna y el peso específico de sus problemas en épocas posteriores.

Volviendo a la supuesta singularidad española, con frecuencia se insistía en la necesidad de comparar, de conocer otros casos desde la investigación para poder valorar adecuadamente la experiencia española en contexto (Townson, 2010), pero sistemáticamente se seguía haciendo historia de España; cierto es que ya mejor conectada con los estándares y las corrientes de las historiografías más punteras, hasta el punto de la equiparación efectiva en algunos casos. Sin embargo, en muchos otros, «España» sigue siendo el sujeto colectivo, y la atención hacia realidades «externas» se hace en virtud de sus conexiones con ella.

Irónicamente, esto no es ninguna singularidad de la historiografía española, pero lo que en los historiadores dedicados a Francia, Estados Unidos o Inglaterra apenas genera problemas, en España se sufre como una prueba de excepcionalidad negativa. La historia como relato nacional puede haber caído en desgracia en la historiografía occidental, o al menos eso es lo que se proclama en público. Sin embargo, la nacionalización de los instrumentos analíticos del historiador es un problema que todavía no hemos logrado resolver del todo. En realidad, y salvo los departamentos de historia de América, el interés genuino dentro de la Universidad española por conocer «otras historias» es todavía infrecuente.

Consecuentemente, el trabajo que aquí se presenta no es exclusivamente una investigación sobre historia de España y, más en concreto, sobre historia de la identidad nacional española y del proceso de construcción nacional español. Cuando comenzó a finales de 2014 con el propósito de integrarse en la discusión sobre las problemáticas señaladas, una de las partes más claras del diseño era su carácter comparativo, y esto implicaba considerar el caso español como uno más, no partir de un «problema español» y espigar referencias en otros espacios, culturas y estructuras políticas de una manera completamente condicionada por unas preguntas fabricadas desde unas coordenadas concretas. En su lugar, se parte de una problemática más general, en la que el caso español es una experiencia relevante, pero analizado en igualdad de condiciones con los del Reino Unido, Francia y Portugal.

Dadas la importancia del debate sobre los orígenes del nacionalismo contemporáneo y la mencionada insatisfacción ante sus respuestas, el planteamiento general de la investigación se compuso a través de una combinación de la historiografía existente y la literatura teórica sobre naciones y nacionalismo. Pronto se perfiló la realización de un estudio de lenguajes y experiencias de nación, según los había definido Ferran Archilés (2013), en el marco de los procesos de las revoluciones liberales y las reacciones que estas desataron a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Posteriormente se desarrolló una metodología caracterizada por la voluntad de hacer una historia sintonizada con esas corrientes historiográficas interesadas en dar cuenta de la «experiencia humana», en un tema donde la clave es precisamente esa; una historia que, por debajo de la documentación oficial y administrativa, de los ensayos de teoría política y de la prensa, consiguiera abordar de forma mucho más directa y personal cómo hombres y mujeres de carne y hueso vivieron su nación (o no) en un pasado tan lejano y tan cercano a la vez.

Para ello, las fuentes de esta investigación son «relatos de vida»,1 diversas formas de discurso autobiográfico en el que los individuos consignan sus trayectorias vitales. Estas proporcionan al historiador de las identidades un material particularmente fértil para su propósito, a la par que poco explorado hasta la fecha. Creemos que dichas fuentes no solo permiten observar cómo los grandes problemas ya señalados por la historiografía funcionan a una escala micro, a veces completamente circunscrita al ámbito privado, también pueden revelar nuevas dimensiones, cuestionar modelos asentados y redefinir los problemas generales.

De esta forma, el trabajo tiene un interés específico por la historia de la era de las revoluciones como momento bisagra, pero a la vez se ve interpelado por la repetida llamada a la innovación teórico-metodológica en el campo de los estudios sobre nación y nacionalismo. En cierto modo, toda su construcción ha estado dominada por el espíritu de que la propuesta resultara objeto de reflexión útil a otros nationalism scholars en general y no solo a historiadores.

El libro se organiza en seis capítulos. En el primero exploro la situación actual en la historia de la construcción de naciones y me pregunto por una manera de abordar en una misma investigación dos problemas paralelos: por un lado, el de la modernidad y, por otro, el de la creación y reproducción. Adoptando un enfoque fenomenológico a través de los conceptos de «identidad», «experiencia» y «memoria», asumo que lo importante es reconstruir la historia de cómo la nación como concepto era empleada por los individuos de cada momento, o sea, una verdadera historia de las semánticas y los usos de la nación como categoría de práctica.2 Después trato las potencialidades y posibles complicaciones que tiene la utilización de un corpus de relatos de vida para llevar a cabo esa tarea, concreto los rasgos específicos de las ciento setenta narrativas utilizadas y c ontextualizo la era de las revoluciones como el momento histórico en el que fueron producidas. Finalmente, adelanto la propuesta teórico-conceptual que preside el trabajo, elaborada a partir de la literatura disponible y de las fuentes estudiadas. El objetivo de ofrecerla en este punto y no esperar al capítulo de comparaciones es facilitar al lector la valoración propia en la interpretación de las fuentes.

Los cuatro capítulos siguientes (del 2 al 5) conforman ese núcleo empírico. En ellos desarrollo cada uno de los casos dentro de sus particularidades y con sus preguntas específicas, utilizando una selección de materiales extraída del corpus. Dado que toda traducción es una interpretación y que los cinco idiomas de las fuentes aquí manejadas –inglés, francés, castellano, catalán y portugués– no resultan extraños al lector culto castellanoparlante, he optado por mantener las citas originales, sin perjuicio de aclaraciones puntuales y de algunos cambios cuando la mejora de la comprensión era sustancial. También he intentado mantener la extensión del trabajo en unos límites razonables. Este esfuerzo ha sido particularmente complejo en esos capítulos empíricos, pues la inclusión de todos los materiales del corpus probablemente habría triplicado el número de páginas que ocupan. Cada estudio de caso comienza con una breve introducción histórica particular y una consideración de la historiografía disponible en cada uno.

Respecto a los casos en sí, no cabe duda de su relevancia. La monarquía británica, la francesa, la hispánica y la portuguesa eran las más importantes de Europa occidental en la era de las revoluciones, con una dimensión transoceánica innegable en cada una de ellas. Junto con las Provincias Unidas de los Países Bajos, habían sido los principales poderes europeos en la primera fase de la globalización. En su carácter atlántico, fueron el epicentro de las primeras grandes revoluciones liberales y también, en algunos casos, de las primeras grandes contrarrevoluciones. Además, el interés de su consideración comparativa se ve justificado por otros elementos, como el nivel de interacción de los procesos desarrollados en los espacios que estas monarquías controlaban, las conexiones entre sus culturas y trayectorias institucionales, las migraciones y los intercambios de ideas, la participación e influencia mutua en los ciclos políticos particulares y la implicación conjunta en guerras y otras operaciones militares.

Es importante señalar que la organización de las unidades de la comparación en casos refleja las propias tendencias individuales de los sujetos y las estructuras políticas contemporáneas bajo las cuales vivían. Como se indica en otros lugares, no supone ningún apriorismo en la asignación de sentimientos o pensamientos, ni tampoco es un anacronismo contradictorio con la voluntad de desnacionalización de los marcos analíticos. En los casos en los que un sujeto no expresa ninguna identificación nacional o lo hace con una nación diferente a la hegemónica en el contexto en el que vive, se indica convenientemente.

El primer estudio de caso es el británico, correspondiente al segundo capítulo. En él se aborda la flexibilidad y fuerte presencia de los conceptos «nación» y «carácter nacional» ya en el siglo XVIII. Con ello se estudia la ambigüedad «inglés/británico», así como el papel de lo escocés, lo galés y lo irlandés. Se analiza también la reacción producida ante el advenimiento de la Revolución francesa y la conformación de una idea de superioridad civilizacional basada en las ideas de libertad y excepcionalidad política positiva.

El tercer capítulo trata el caso francés. Se estudia cómo la conciencia de superioridad de la «civilización francesa» existente en el siglo XVIII convivió con el universalismo liberal surgido en el periodo revolucionario. También se trata el efecto de la vivencia de la «patria en peligro», el papel del Imperio Napoleónico, y el de las resistencias a las transformaciones revolucionarias, donde se pusieron de manifiesto formas alternativas de nación francesa.

El cuarto capítulo está dedicado al mundo hispánico. En él se tratan los usos de «nación española» antes de 1808, el papel de la guerra de 1808-1814, las líneas de fractura territorializadas bajo una misma españolidad común (donde se presta especial atención a narrativas de catalanes) y la cuestión americana como parte inicialmente integrante del proceso de construcción nacional español.

En quinto lugar, se estudia el caso portugués, condicionado por su peculiar historia política de revolución y contrarrevolución. Se exploran los usos de las ideas de «reino» y «restauración» así como el lugar asignado a Brasil dentro del imaginario nacional portugués. Como en el caso de los hispanoamericanos, se utilizan relatos producidos a uno y otro lado del Atlántico.

El capítulo sexto es un ejercicio de comparación que desarrolla lo ya avanzado en el primero y amplía otras cuestiones. Apoyado en las singularidades detalladas en cada uno de los estudios anteriores, privilegia las similitudes y los patrones comunes. El objetivo es responder a las preocupaciones planteadas en el primer capítulo de una manera más holística y efectiva. De esta forma, desarrolla el interés por la historia conceptual en términos más abstractos y completa la formulación del modelo teórico; también pone en valor el papel esencial del conflicto político como motor de la construcción nacional y considera los conceptos de nacionalización y transnacionalidad desde la evidencia empírica de los relatos personales.

Confío en que las limitaciones que toda investigación tiene resulten en este caso posibles vías de profundización y ampliación futura, más que deficiencias que puedan minar el resultado final. La utilización de narrativas personales puede combinarse con el uso de otros egodocumentos para ampliar el panorama. Pueden hacerse más observaciones o combinar el estudio de los lenguajes de nación aquí practicado con otras fuentes más convencionales. Igualmente, se podría aducir que la era de las revoluciones no está completamente cubierta, ni espacial ni cronológicamente. Valga como descargo que incluir la Guerra de Independencia de los Estados Unidos o las revoluciones europeas de 1848 añadiría casi tres décadas más a una horquilla cronológica que ya era por su extensión casi inmanejable. Igualmente, no creo que la ausencia de narrativas de australianos, haitianos, filipinos, macaenses, amerindios o afrodescendientes, entre otros, impida la extracción de conclusiones significativas sobre los problemas principales, que se refieren a procesos de construcción nacional eminentemente europeos. Por supuesto, tal ampliación enriquecería las partes relativas a la nación imperial y debería entenderse sin perjuicio de lo sucedido en otras sociedades no occidentales, de las cuales este trabajo nada puede afirmar. También soy consciente de que la experiencia histórica del mundo germánico y sus interacciones con el ámbito eslavo participa completamente de muchas de las problemáticas aquí planteadas (especialmente en lo referente al modelo teórico). Una incursión en sus fuentes, empero, con seguridad habría acabado por desbordar las posibilidades materiales del estudio.

Esta monografía está basada en algunos trabajos ya publicados (Moreno Almendral 2013, 2016, 2017a, 2017b y 2018a) y, sobre todo, en una tesis doctoral leída en el año 2018.3

Sin duda, la primera persona destinataria de mi agradecimiento debe ser su director, Mariano Esteban de Vega, por su apoyo durante todo el proceso. Además de ayudarme por encima de lo exigible a la responsabilidad académica, ha estimulado en mí una forma de ser historiador libre, crítica y comprometida con un espíritu epistémico cuyos beneficios me acompañarán siempre.

Gracias a todos los profesores de la Universidad de Salamanca con los que he aprendido, y a los compañeros que han estado conmigo en el camino. Gracias a aquellos que me permitieron vivir experiencias tan necesarias para el desarrollo de la tesis como transformadoras para mi vida. Gracias a John Hutchinson por acogerme en el verdaderamente interdisciplinar Department of Government de la London School of Economics, y por toda la ayuda posterior. La agradable sensación de familiaridad que Londres despierta en mí se apuntaló durante aquellos meses y creo que no me abandonará nunca. Gracias a Jordi Canal por la estancia en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, en la que pude disfrutar por primera vez del Colegio de España de París. Espero que no sea la última. Gracias también a José Manuel Sobral, que hizo posible que mejorara mi portugués en el Instituto de Ciências Sociais y aceptó ser uno de los informantes de la tesis. En Lisboa confirmé mi intuición de que los (historiadores) españoles tenemos que atender más a Portugal de lo que lo hacemos. Gracias a Thierry Lentz, quien me recibió en la Fondation Napoléon, y a Sérgio Campos Matos. Asimismo, tengo que dar las gracias al personal de administración y servicios, archivos y bibliotecas que ha facilitado mi labor, en especial a Yolanda López Bermejo y a la sección de Reservados de la BNP.

Me siento igualmente agradecido de los colegas con los que pude hacer evolucionar mi idea en congresos, seminarios o meras conversaciones. En muchos de ellos la admiración intelectual fue previa al aprecio personal. Por supuesto, agradezco especialmente los comentarios y las críticas de los miembros del tribunal de tesis, María Dolores de la Calle Velasco, Alejandro Quiroga y Fernando Molina, quienes fueron los primeros en contribuir a la mejora del manuscrito original. Mil gracias a Ferran Archilés, que, con enorme generosidad, me permitió exponer mi proyecto en Valencia cuando todavía se encontraba en estado germinal. Gracias a José María Faraldo y a Xosé Manoel Núñez Seixas. Gracias a Manuel Alcántara por la oportunidad en el Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca, así como a Patricia Marenghi y a Fernando López-Alves por su ayuda. Gracias a Alvin Jackson y a Roy Foster, por cosas que superan una tesis doctoral. Gracias también a Gregorio Alonso y a Tomás Pérez Vejo, que con enorme amabilidad aceptaron informarla. Gracias al Seminario de Historia Santos Juliá del Instituto Universitario Ortega y Gasset, particularmente a Javier Moreno Luzón y a José Álvarez Junco. Gracias también a María Cruz Romeo y al equipo editorial de Publicacions de la Universitat de València, así como a los informantes anónimos por sus observaciones de fondo y forma. La transformación de la tesis primigenia en este libro también participa de su trabajo. Gracias finalmente a Tamar Herzog por su supervisión posdoctoral en Harvard, estancia que se benefició del apoyo de la Comisión Fulbright España y en la que llevé a cabo la última revisión.

El grueso de la financiación que ha hecho posible la investigación fue proporcionado por un contrato predoctoral del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España, en el marco del Programa para la Formación del Profesorado Universitario (FPU13/00339). La Escuela de Doctorado de la Universidad de Salamanca y la dotación económica del Premio Nacional de Fin de Carrera también contribuyeron a financiar las estancias internacionales y las diferentes visitas a archivos y bibliotecas en España, Francia, Reino Unido y Portugal. Además, la investigación forma parte del proyecto I+D con referencia HAR2017-87557-P, perteneciente al Programa Estatal de Fomento de la Investigación Científica y Técnica de Excelencia, así como del proyecto HAR2015-65760-P.

Suelen terminar estas secciones de agradecimientos con una mención a familia y amigos (debo confesar, muchos de estos últimos también colegas). En mi caso no podría tener más claro que lo que soy hoy es gracias al amor, dedicación y esfuerzo que mis padres han proyectado siempre sobre mí. Gracias a mi madre, María Jesús, y a mi padre, Carlos, quien me inculcó la pasión por la historia y al que una prematura y terrible enfermedad le impidió ver culminado un proyecto a cuyo inicio contribuyó y que tanta ilusión le producía. A ambos va dedicado este trabajo.

1 En este trabajo utilizo «relato de vida», «relato personal» y «narrativa personal» como sinónimos pertenecientes al campo del discurso autobiográfico. Igualmente, «narrativa personal» se emplea en el sentido de «narración autobiográfica», por su contenido y/o su perspectiva.

2 En este trabajo tomamos una distinción que suele utilizar Rogers Brubaker (2012), supuestamente elaborada a partir de la obra de Pierre Bourdieu, entre categorías de práctica y de análisis. Las «categorías de práctica» son las utilizadas por los sujetos que estudiamos en el mundo social. Las «categorías de análisis» son las que los analistas emplean para aprehender cognitivamente la realidad humana. En el ámbito de las Ciencias Naturales, el hecho de que en el lenguaje cotidiano hablemos de «lobo» o «sal» no condiciona sustancialmente al zoólogo o al químico para la categorización de «Canis lupus» o «cloruro de sodio». En el ámbito de las Ciencias Sociales y las Humanidades, estas categorías no pueden ser independientes, sino que se solapan, lo que genera gran cantidad de problemas. La nación es una de ellas.

3 Como en la primera versión del texto, mantengo la elección de los autores al manejar los términos «tomos» y «volúmenes», pese a las diferencias que hay entre ellos stricto sensu. Los corchetes con contenido indican añadidos. Los autores con título nobiliario se han citado, como norma general, por el nombre que utilizan en sus obras. También me gustaría indicar un uso del masculino genérico en el trabajo, por lo que, salvo indicación contraria, al decir «mis profesores» incluyo también a «mis profesoras», «mis compañeros» a «mis compañeras», etc.

ABREVIATURAS, SIGLAS Y SÍMBOLOS

ANF

Archives Nationales de France, Pierrefitte-sur-Seine, París

BHUV

Biblioteca Històrica, Universitat de València

BL

British Library, Londres

BNP

Biblioteca Nacional de Portugal, Lisboa

BRIT

británico

BUZ

Biblioteca Universitaria, Universidad de Zaragoza

E

élites

F

mujeres

FRA

francés

HISP

español

LSEA

London School of Economics and Political Science, Archives

LUS

portugués

M

militares

ms./MS.

manuscrito

NA

The National Archives, Kew

NC

área no central

NLW

The National Library of Wales, Aberystwyth

s. f.

sin fecha

1. MARCOS E INSTRUMENTOS ANALÍTICOS

LA HISTORIA DE LOS FENÓMENOS NACIONALESY SUS PROBLEMAS

La pregunta por los orígenes ha venido marcando los estudios sobre nación y nacionalismo desde su consolidación académica en la segunda mitad del siglo XX. Averiguar desde cuándo hay naciones y cómo surgieron se consideraba, en un ejercicio más o menos discreto de teleología historicista, la mejor manera de entender su naturaleza. Esta forma de encarar el problema ha condicionado profundamente el trabajo de los historiadores de los fenómenos nacionales hasta que nuevos intereses y enfoques, desarrollados mayoritariamente en los años noventa del siglo pasado en el ámbito de las Ciencias Sociales, iniciaron un proceso de renovación.1 Con todo, no es de extrañar que, en un campo tradicionalmente tan plagado de creyentes, quizás equiparable a la historia religiosa o a la clásica historia del movimiento obrero, el interés por las «raíces» o «la larga historia de la nación» que tanto atrae a los nacionalistas haya resultado tan absorbente.

Si consideramos a todos aquellos que emiten asertos sobre los fenómenos nacionales con pretensión de cientificidad, una buena forma de agrupación es la combinación de dos criterios y dos asunciones. Los criterios son claros; de las asunciones, a semejanza de una condición de verdad foucaultiana, apenas se habla explícitamente.

Los dos criterios que podríamos distinguir son la actitud del investigador hacia el objeto de estudio y la postura que toma respecto al «problema de los orígenes». Como indica José Álvarez Junco (2016: 1-52), el paso durante el siglo XX de una actitud «esencialista», frecuente en los nacionalistas y que asume la existencia de elementos inmanentes ajenos al devenir humano concreto y por lo tanto inalterables, a otra más histórica, en la que las naciones se conciben como construcciones humanas resultado de procesos potencialmente descifrables por las Ciencias Sociales, supuso una auténtica «revolución científica» en la academia.

La posición respecto a los orígenes admite numerosas clasificaciones, pero no resulta una simplificación excesiva identificar una dualidad básica. Por un lado, están aquellos para los que los fenómenos nacionales se definen por unos rasgos concretos asociados a la modernidad como tipo específico de desarrollo humano y, por lo tanto, no existen antes de ella (modernismo). Los momentos en los que colocar la separación entre lo premoderno y lo moderno varían, pero la mayoría de los autores señalan el conjunto de revoluciones que tuvieron lugar a finales del siglo XVIII y principios del XIX como momento de surgimiento o, si se quiere, de transición desde lo que ellos llaman «protonacionalismo» (Hobsbawm, 1991: 23-88) o «patriotismo étnico» (Álvarez Junco, 2001a: 31 y ss.) al «nacionalismo moderno». Este último se distinguiría por la afirmación de la comunidad nacional como soberana.2

Por otro lado, están los que de una manera más o menos frontal muestran una insatisfacción ante esta dicotomía. Los críticos del modernismo evitan el criterio de soberanía y llaman la atención sobre las continuidades, aminorando el significado de los momentos de ruptura. Así, la distinción entre una nación premoderna y otra moderna no implicaría un cambio conceptual estructural que requiriera otro término diferente, sino sería más bien una cuestión cualitativa de intensidad y transformación gradual.3

Los primeros suelen tener dificultades en dar cuenta de la evidencia empírica previa al siglo XIX y los usos de la idea de nación que hay en ella, acusando la normatividad inherente a la idea de nación soberana como única forma de nación relevante. Los segundos, frecuentemente tachados de (cripto)nacionalistas y carentes de rigor, con frecuencia son incapaces de resolver la diferenciación entre etnia y nación dado su concepto de nación tan flexible y expansivo, a la vez que suelen ser víctimas de una «ilusión de continuidad» que los lleva a proyectar la permanencia de significantes sobre los significados.

Las asunciones se alimentan de un lugar común: la primera historia de las naciones fue la historia de los nacionalistas. Imbuidos de lo mismo sobre lo que escribían, sus producciones acababan formando parte de la nación en lugar de pensarla críticamente. Ante ello hubo una reacción que expulsó a los márgenes de lo aceptable la instrumentalización política que se hacía anteriormente. Por lo tanto, que haya nacionalistas haciendo la historia del nacionalismo dentro de la academia es algo que parecería darse por superado. No obstante, la realidad es diferente y el nacionalismo académico sigue siendo un tabú. En los casos más innegables, la defensa tiende a ser acusar al interlocutor de ser otro nacionalista, solo que encubierto. El coste de esta situación es enorme; la solución resulta casi imposible, dada la naturaleza de los sistemas universitarios y el peso de los factores políticos y sentimentales.

Como derivación de esto, y de una manera deontológicamente menos espuria, con demasiada frecuencia se minusvalora la influencia del mundo privado del investigador (su educación, sus creencias e ideología, sus circunstancias personales, etc.) en sus categorías de análisis y la manera en que las utiliza. Desde luego, no se suele explicitar, pese a las continuas llamadas a la reflexividad que siempre se hacen. Esto no tiene por qué derivar automáticamente en una manipulación (tener una idea y después intentar que la realidad encaje en ella), pero es innegable que las preguntas de investigación suponen un condicionamiento en la búsqueda y ordenación de la evidencia empírica. Actuar como si en la formulación de esas preguntas hubieran operado factores exclusivamente académicos resulta ingenuo. En último término, el lector acaba aventurando una deducción de ambos elementos desde el propio texto y la información extratextual disponible.

Al final, resulta un tanto contradictorio cómo se afirma la historicidad de las naciones para desmontar el argumento «esencialista» de los nacionalistas y después se utilizan instrumentos de la filosofía o la teoría política para construir una definición de «nación» tácitamente normativa y, por lo tanto, a su manera, igualmente esencialista. Aceptar la naturaleza de los fenómenos nacionales implica asumir que tal cosa no existe sino en plural y a lo largo del tiempo. Por lo tanto, creemos que es la historia en sus diferentes subdisciplinas (historia intelectual, historia de los conceptos, historia del pensamiento político, etc.) la que mejor nos permitirá evaluar en qué medida los conceptos «nación» y «nacional» experimentaron en su utilización durante la era de las revoluciones un Sattelzeit, utilizando el concepto koselleckiano, que transformó radicalmente sus significados pese a la continuidad en los significantes.

En el sentido de esta problemática puede leerse la aportación de Philip Gorski (2000: 1450-1452), quien sostiene, a partir del caso de los Países Bajos, la posibilidad de un nacionalismo (protestante) moderno en el siglo XVII. Tal conclusión sería posible incluso aplicando los propios criterios modernistas en su análisis del concepto «nación»: un nacionalista piensa que el mundo está compuesto de naciones esencialmente distintas entre sí, que la nación de uno tiene un carácter o misión especiales y que debe ser soberana para su realización, tendiendo a equiparar las categorías nación, pueblo y Estado. Además, el nacionalismo puede encontrarse de manera trasversal en términos sociales y se caracteriza por la movilización política frente a otros fenómenos identitarios. Gorski (2000: 1460-1462) señala que más que una única historia del nacionalismo, se deberían explorar las genealogías de cada caso y cómo se invoca la nación en cada uno. Esto puede revelar situaciones muy antiguas de nacionalismo y otras que tienen menos de un siglo, comparando el discurso nacionalista como un lienzo en el que cada hilo puede tener su historia particular.

A nationalist discourse, in this schema, is simply a discourse that invokes «the nation» or its kindred categories, and what distinguishes nationalist discourses from one another is the narratives they employ (the «fibers») and the specific way in which they spin them together (into «threads»). The scholar’s job is to describe and explain the results of this process, to show how and why a particular fabric, thread, or fiber looks the way it does.

Ante este tipo de argumento, Breuilly intenta una acomodación en el esquema modernista de la evidencia que aporta Gorski. Flexibiliza la existencia de identidades nacionales y sociedades en proceso de modernización antes de finales del siglo XVIII, sociedades como la holandesa hacia 1600-1650, en las que, debido a los inicios de esa modernización temprana, habrían comenzado a darse las condiciones para el nacionalismo. Sin embargo, de existir, las identidades nacionales premodernas estarían socialmente circunscritas a las élites e ideológicamente no definidas en términos conflictuales o por una función política específica. Breuilly (2005: 83-85) añade como factor determinante que la nación, entendida como «una sociedad», se convierta en la fuente de legitimidad del poder (principio de soberanía nacional), y no sea solo un simple instrumento empleado por una autoridad ya legitimada por otras vías.

Para este autor, «perennialists have jumped from apparent national identity processes identified in fragmented discourses to construct an over-coherent idea of the nation. I will stress the need to establish processes of producing national identity which go beyond demonstrating that “nation” and cognate terms are found in texts» (Breuilly, 2005: 69). De esta forma, «the recurrence of particular words in pre-modern and modern discourses does not establish significant similarities or continuities between those sources. Similarities in the functions of the words are what matter». Breuilly no entiende «funciones» solo de manera intratextual, sino también en términos sociopolíticos. Hacer esto, el estudio de los usos de la nación y sus significados, siguiendo los criterios anteriores y pese a todos los elementos de continuidad que se quieran ver, vendría a confirmar para Breuilly (2005: 93) la tesis de la modernidad de las naciones.

Una cara diferente de este debate lo proporciona la polémica entre Joep Leerssen y Caspar Hirschi a tenor de una monografía de este último. Hirschi (2012: 47) afirma la existencia de nacionalismo (alemán) en la Baja Edad Media y el Renacimiento, derivado de la gestión intelectual de la descomposición política del Imperio romano y sus remedos en el ámbito del Sacro Imperio. Para él, una nación es una «abstract community formed by a multipolar and equal relationship to other communities of the same category (i.e. other nations) from which it separates itself by claiming singular qualities, a distinct territory, political and cultural independence and an exclusive honour».

Este autor argumenta que la intensa presencia en la documentación en alemán de los términos «nación», «nacional» y «amor a la patria» constituye la prueba del nacionalismo de sus autores. Hirschi define el nacionalismo como «the discourse that creates and preserves the nation as an autonomous value, “autonomous” meaning not subordinate (but neither necessarily superior) to any other community». Leerssen (2014a) critica esta posición y señala que Hirschi cae en un anacronismo retrospectivo, definiciones demasiado amplias y una interpretación sesgada de las fuentes, además de una escasa preocupación por todas las transformaciones posteriores y una confusión entre «tradición» y «recuperación».4

La propuesta de Leerssen coincide con Hirschi, Gorski y otros críticos del modernismo en que los procesos que dieron lugar al nacionalismo no comienzan abruptamente con la modernización política y económica de las revoluciones liberales y el industrialismo. Sin embargo, para este autor no todo discurso de exaltación o fidelidad a la nación es nacionalismo. En la línea de un etnosimbolismo matizado, Leerssen (2006: 25-81) defiende que el nacionalismo es un fenómeno propio del mundo contemporáneo, pero que se alimenta de representaciones colectivas y materiales identitarios previos, que él llama «source traditions». A través de los instrumentos de la historia cultural y los estudios literarios, en especial de la imagología (cf. Leerssen, 2007), distingue entre «pensamiento nacional» y «nacionalismo». Lo primero sería condición para lo segundo, no una manifestación inequívoca.

La base del «pensamiento nacional» está en la tendencia de los sujetos a imaginarse las colectividades a partir del contraste, de las diferencias con un «otro», con independencia de la existencia efectiva o coherencia real que tenga esa comunidad imaginada. Durante la Edad Moderna y de forma paralela a la expansión del Estado monárquico europeo, aparecen sistematizaciones de etnotipos, ya existentes de forma más o menos aislada en la Edad Media e incluso el mundo antiguo.5

La taxonomía de inspiración aristotélica evoluciona hacia una mayor densificación y complejidad de los «rasgos colectivos» de los diferentes «pueblos», «razas» o «naciones» que componen la humanidad. Así, las características que darían sentido a estas divisiones comienzan a llamarse también «caracteres nacionales». Al principio se referían al aspecto y al comportamiento, pero después se ampliaron hacia una suerte de «psicología o temperamento de los grupos», que algunos filósofos como Montesquieu vinculaban con el clima y la configuración institucional. Incluso se llegó a generar un auténtico debate intelectual sobre la relación entre los caracteres nacionales y la modernidad de las sociedades, tanto en un eje Norte/Sur dentro de Europa como Europa/resto del mundo.

La Ilustración supone la culminación de todo este proceso de ordenación y clasificación de la diversidad humana en naciones, que en Europa occidental tendían a asociarse a los Estados existentes. Este fue el primer momento en el que se superpuso comunidad política y comunidad nacional. No obstante, Leerssen (1986: 346) señala que los parámetros en los que esto se produjo responden más bien a una interpretación contemporánea del republicanismo clásico y el tribalismo primitivo. Según él, este patriotismo no es nacionalismo (por mucho que invoque una nación diferente al significado original de natio), sino una forma de «filantropía política» (amor patriae, virtus, defensa del bien público o res publica, etc.).6

El nacionalismo surgió cuando este pensamiento nacional preexistente se vio sometido a la presión de las revoluciones liberales y la expansión napoleónica. Para este autor, fue entonces cuando convergieron en una misma ideología política tres elementos: a) la soberanía popular, sobre todo en su definición rousseauniana; b) la territorialización modular de la cultura, por la que las fronteras estatales se ven también como las demarcaciones naturales y primordiales de diferenciación cultural, y c) el historicismo trascendental, que convierte los etnotipos nacionales disponibles en comunidades radicalmente discretas de esencias íntimas, precipitados de tradiciones históricas conformadas de abajo arriba (Leerssen, 2014b: 38; 2006: 71-136).

Aunque se podría decir que los tres elementos ya habían sido formulados previamente por pensadores ilustrados, para Leerssen (2013: 427) fueron algunos románticos, concretamente nacionalistas alemanes, los que, en respuesta a la invasión napoleónica, llevaron a cabo la transformación del patriotismo ilustrado al nuevo nacionalismo, de la nación como una mera colectividad de rasgos singulares o méritos alabables a la nación como esencia trascendental dotada de un «alma» o «espíritu».7

Desde la consolidación del modernismo clásico alrededor de los años ochenta, este debate sigue vivo y ha quedado configurado como una referencia común a todos los estudios sobre nación y nacionalismo. Cada especialista lo aplicaba a los casos sobre los que trabajaba, pudiendo incluso hacer aportaciones a las teorías generales desde el conocimiento local. Todas las historiografías sobre la construcción nacional del periodo que aquí consideramos están de una u otra manera influidas por él. Sin embargo, en los últimos años nuevos intereses han desplazado de la centralidad este debate y han abogado por algunos cambios de enfoque y unas alternativas metodológicas que, indirectamente, podrían permitirle salir del punto muerto en el que se halla.

LA NACIÓN DESDE EL INDIVIDUO: IDENTIDAD,EXPERIENCIA Y MEMORIA

Los cambios han venido del campo de los estudios sobre la identidad y sus conflictos. La renovación se ha fundamentado en enfoques tanto cualitativos como cuantitativos. Las investigaciones demoscópicas y el análisis cuantitativo a partir de estadísticas o discursos, el mapeo cognitivo e incluso los experimentos sociales se han asentado como opciones disponibles (Abdelal et al., 2009). Estas metodologías permiten la recolección y el procesamiento de cantidades enormes de datos y han alcanzado altos niveles de sofisticación, pero sus practicantes tienden a dar por hecho que su objeto de estudio puede formalizarse y que, de alguna manera, pueden controlar todas las variables significativas de acuerdo con su propio sistema.

Por la parte de los aparentemente menos ambiciosos enfoques cualitativos, también pueden encontrarse progresos. Basándose en la antropología, la sociología y la psicología, las entrevistas, los grupos de discusión y la observación etnográfica se están empleando con buenos resultados, pero son de escasa utilidad para historiadores cuyo periodo y objeto de estudio están más allá de las generaciones que les son contemporáneas.8 Por lo tanto, para el estudio de esos pasados más lejanos será necesario el desarrollo de vías alternativas.

Cualquiera que sea el enfoque, la situación actual parte de la consolidación de dos innovaciones teóricas. Llamaremos a la primera «giro de la acción» y la segunda, «giro cognitivista» o «cognitivo». Ninguna de ellas puede entenderse de forma ajena a los cambios intelectuales más generales ocurridos en la historia del pensamiento durante las últimas décadas (cf. Gunn, 2011).

El «giro de la acción» tiene varios orígenes, pero fundamentalmente procede de la voluntad de algunos autores marxistas, como E. P. Thompson, y algunos académicos ligados a las nuevas historias política y sociocultural, de devolver al primer plano a los sujetos históricos como entes dotados de «agency» o capacidad para actuar. Aunque originalmente esta idea se orientó más hacia la historia social de las clases «populares» (Breuilly, 2012), al final acabó significando el retorno a la habilidad de los individuos para actuar significativamente dentro de estructuras, e incluso de transformarlas a través de sus interacciones. De esta forma, las rutinas, la vida privada o el ámbito doméstico de los sujetos se convirtieron en un objeto de estudio y abrieron un espacio para la recepción y reproducción de las ideas nacionales diferente a la tradicional esfera pública (Billig, 1995; Edensor, 2002; Skey, 2011).

Desafiando o matizando la concepción «desde arriba» de los procesos de construcción nacional, basada en las élites y el Estado, se ha vuelto común hablar de «nacionalismo personal» (Cohen, 1996), «nacionalismo cotidiano» (Fox y Miller-Idriss, 2008; Goode y Stroup, 2015), «experiencias de nación» (Archilés, 2007 y 2013) y «nación desde abajo» (Molina Aparicio, 2013).9 Sería justo decir que al final el interés por las dimensiones «populares» y «ordinarias» de los procesos de construcción nacional ha evolucionado hacia una idea más amplia de «exploración de la experiencia concreta», lo cual tiene importantes implicaciones teóricas y metodológicas para el propio concepto de construcción nacional (Van Ginderachter y Beyen, 2012: 10).

Por su parte, el «giro cognitivista» se imbrica fundamentalmente en las tradiciones del análisis lingüístico, la filosofía posmoderna y secciones de la llamada «teoría crítica».10 Esencialmente, consiste en tratar el discurso y los marcos conceptuales no como medios neutrales de transmisión, sino como factores que moldean la realidad e incluso pueden crearla a través de su poder performativo. Por lo tanto, no pueden ser presupuestos, sino objetos de la investigación. En este ámbito destacan dos autores. La visión de Craig Calhoun (1997 y 2007) del nacionalismo como una «formación discursiva», «not just a doctrine, but a more basic way of talking, thinking, and acting», ha ayudado a construir la idea de que las naciones no son nada fuera de las mentes y prácticas de la gente que las encarna.

El trabajo más general de Rogers Brubaker sobre los grupos y la categorización es esencial para una crítica profunda del nacionalismo metodológico y el esencialismo implícito en la academia. Para este autor, el científico social debería ser más consciente de su posible «grupismo», que él define como «to take discrete, bounded groups as basic constituents of social life, chief protagonists of social conflicts, and fundamental units of social analysis» (Brubaker, 2004: 8). Haciendo esto, el investigador está confundiendo las «categorías de práctica» con las «categorías de análisis». Dicho de otra manera, en lugar de descomponer realmente el relato está siendo fagocitado por él.

Teniendo en cuenta todo esto, se puede decir que el desarrollo de un abordaje que dé cuenta de cómo la nación se presenta en las vidas de las personas y cómo sirve de categoría significativa para la comprensión y organización del mundo es ahora más posible que nunca. Para llevar a cabo ese «enfoque personal» de la construcción de naciones, parafraseando una expresión de Anthony Cohen, proponemos una reflexión analítico-conceptual centrada en las categorías de «identidad», «experiencia» y «memoria».

A pesar de no ser una posición unánime (Malešević, 2013: 155-179; Brubaker y Cooper, 2000), sostenemos que «identidad» es una categoría útil para el análisis de fenómenos colectivos, incluyendo los nacionales. Es cierto que también es una categoría de práctica y que «presenta una carga teórica multivalente e incluso contradictoria», lo cual le ha valido una cierta censura. Sin embargo, las alternativas propuestas en Brubaker y Cooper (2000: 5-8) –identificación y categorización, autocomprensión (self-understanding) y localización social, comunidad (commonality), colectividad y grupalidad (groupness)– parecen más explicaciones parciales internas que sustitutos completos que puedan tener éxito.

Este problema ocurre porque «identidad» incluye fenómenos diferenciados que ocurren a la vez, creando un único macrofenómeno, pero que deben ser entendidos en su carácter compuesto y múltiple a la par que interrelacionado. Como escribe Richard Jenkins (2014: 1-16) en su defensa del concepto, «saber quién es quién» incluye procesos tanto individuales («¿quién soy yo?») como colectivos («¿quiénes son ellos?», «quiénes somos nosotros»?); procesos cuyos resultados alimentan recíprocamente su propia reproducción. «Identidad» implica unos paralelismos múltiples de conjunciones entre dimensiones personales e intersubjetivas, estabilidad y dinamismo, pasado y presente, cooperación y conflicto, inclusión y exclusión.

Por supuesto, un fenómeno tan complejo tenía necesariamente que resistirse a una conceptualización clara y rápida. No obstante, cuando uno investiga el mundo social, obviamente formado por seres humanos, las simplificaciones conceptuales no resultan tan exentas de costo como hacer lo propio con expresiones matemáticas. La mayoría de las veces, la mejor opción no es el rechazo de la complejidad, sino intentar encararla tal y como se presenta. Así, para numerosos autores (Jenkins, 2014; Lawler, 2014; Grimson, 2010; McCrone y Bechhofer, 2015) «identidad» sigue siendo un concepto válido para llevar a cabo esto, pese a admitir que no siempre se maneja adecuadamente, dado su claro atractivo de «sentido común».

Aquí proponemos llamar «identidad» al conjunto de instrumentos culturales que los individuos tienen para y desarrollan en sus interacciones sociales. Aunque íntimamente relacionadas, «identidad» no es ni «cultura» ni «ideología». Ciertamente, la identidad necesita de marcos intelectuales, repertorios simbólicos e instituciones materiales y no materiales. No obstante, se refiere específicamente a cómo los individuos usan todo ello para presentarse a sí mismos y categorizar a los demás, creando un sentimiento de pertenencia como subproducto (Grimson, 2010). Por la parte de la ideología, es cierto que las identidades requieren una «visión del mundo», pero siempre como una precondición para una «visión en el mundo», donde el sujeto no es un punto de vista invisible o una voz moral que afirma cómo deberían ser las cosas, sino una pieza intrínseca y autoconsciente que filtra significados, posiciones e intenciones.

La principal herramienta identitaria son las categorías colectivas puesto que, dada la naturaleza intrínsecamente social de la interacción, el mundo humano siempre estará compuesto por grupos (Jenkins, 2014: 104-119). Huelga decir que, aunque con frecuencia estos grupos se perciben como naturales y estables, en realidad son dinámicos, conflictivos y a menudo se superponen y/o entran en contradicción debido a que los sujetos proyectan en los otros supuestos miembros del grupo sus propias expectativas. El mapa cognitivo de cada individuo, así como su utilización, cambian a través de las interacciones sociales y durante estas. La entropía es continua por el simple hecho de que cada «yo» que opera en el mundo social lleva a cabo sus propios procesos de creación simbólica de fronteras y definición dialéctica de contenidos para unas mismas categorías grupales (cf. Cohen, 2015; Bakhtin, 1981).

Evidentemente, las naciones pueden ser uno de estos grupos. Es importante insistir en que, como categorías de práctica, su naturaleza es discursiva y su elemento decisivo es (inter)subjetivo (Seton-Watson, 1977: 5; Ting, 2008). En términos de definición de trabajo podemos afirmar que los grupos nacionales se suelen entender actualmente como una combinación específica de tres factores: población, territorio e historia. En otras palabras, la imaginación nacional combina a) una demarcación espacial, b) una supuesta trayectoria colectiva y c) un conjunto de otredades estereotipadas acompañadas de la creencia moral en unos lazos de cohesión interna entre los miembros de ese colectivo.

La naturaleza de estos vínculos rara vez se discute explícitamente. Siempre se dejan grandes espacios a la ambigüedad, pero hay una tendencia clara hacia la naturalización, o sea, la presentación de sus referentes como algo real, objetivo y natural (Özkirimli, 2017: 208-209; Calhoun, 1997: 4-5). Sin embargo, sin la voluntad explícita de la afirmación como «nación», estos criterios no consiguen diferenciar completamente una nación de una etnia o cualquier otra imaginación grupal asociada a un territorio.

La identidad nacional sería aquel tipo de «yoidad» o selfhood basada en una cosmovisión nacionalizada. Al contrario que las naciones, es empíricamente estudiable a través de los individuos y sus interacciones. El nacionalismo, por su parte, consistiría en la agenda política más o menos explícita que surge cuando la nación se convierte en un eje fundamental en la vida de las personas, tan importante que incluso merecería la pena morir y/o matar por ella. No solo conceptualiza el despligue de su mundo, sino que orienta significativamente su acción de una manera proactiva y expansiva. Es en este caso cuando hablamos de «nacionalistas» y también por ello que, dado el cambio desde una mera percepción personal hacia un programa de acción estructurada, también decimos que el nacionalismo es una ideología.11 El nacionalismo no es una cultura política, sino una actitud hacia las consecuencias políticas de la forma de imaginar grupos nacionales que puede interseccionarse con cualquier cultura política contemporánea.

Por supuesto, la maleabilidad conceptual, sin estudios empíricos que pongan a prueba las propuestas, puede aguantarlo prácticamente todo. Siniša Malešević (2013: 176, 158, 168 y 167) utiliza el término «ideología» para el «relatively universal and complex social process through which human actors articulate their actions and beliefs». Este autor argumenta que «there is little empirical evidence to attest the existence of national identity either before or after modernity». Además, propone «solidaridad», «organización social» e «ideología nacional» en lugar de «identidad nacional». Esta última le resulta una «monstruosidad conceptual», atribuyéndole confusión lingüística y reificación. Para este sociólogo, «the fact that more individuals believe in the existence of something does not make it any more real than when this belief was shared by a very small minority».

Por intuitiva que parezca la propuesta de Malešević y dejando a un lado la continua confusión entre nación y Estado-nación en la que cae, su utilidad analítica es bastante dudosa. Como muy bien definieron otros dos colegas sociólogos hace poco menos de un siglo, «if men define situations as real, they are real in their consequences» (Thomas y Thomas, 1928: 572). Si descartamos asunciones normativas en virtud de las cuales un «experto» le explica a los demás si tienen razón o no en creer lo que creen, entonces deberíamos admitir que, si millones de personas piensan en una nación como real, y se comportan en consecuencia, la situación es completamente diferente a si la nación es imaginada por miles, cientos o apenas un puñado de individuos. Lo relevante está en lo que ocurre a partir de y a través de la creencia, con independencia de si las bases son reales o no.

Por otra parte, la utilización del término «identidad nacional» no implica necesariamente aceptar su carácter de «dado, normal y aproblemático», mientras que centrarse en «las organizaciones sociales y los discursos ideológicos que transforman las microsolidaridades en identidades nacionales “virtuosas”» no es ninguna vacuna contra la reificación y la confusión lingüística, pues estos problemas pueden surgir igualmente, pero ahora a partir de esos nuevos conceptos (Malešević, 2013: 175).

En este trabajo argumentamos que la ideología puede formar parte de la identidad de cada uno, pero que su equiparación o la sustitución de una por la otra no es buena opción. También partimos del supuesto, esbozado anteriormente, de que las instituciones y los discursos no tienen capacidad de acción o estatus ontológico autónomo, sino que dependen de los seres humanos que los producen y los utilizan. De esta manera, consideramos que debería ser el individuo, y no las organizaciones o los discursos, lo que debería entenderse por unidad básica en los procesos de construcción nacional.12 Esto no impide que los elementos anteriores puedan proporcionar datos sobre el funcionamiento de los nacionalismos y las identidades nacionales, pero si los separamos de los agentes reales, esto es, personas de carne y hueso, entonces acabaremos cayendo en una trampa esencialista.

Es cierto que aplicar el aserto anterior puede llevar a un peligroso individualismo metodológico si se toma una idea estable y monolítica de «individuo» y se asume un vínculo automático entre el mundo de categorías y significados de cada persona y su despliegue y desarrollo en los fenómenos sociales en los que esta participa. Es evidente que los individuos presentan cierta continuidad y unidad en términos biológicos (aunque alguien podría preguntarse si la paradoja de Teseo o paradoja del reemplazo no podría aplicarse también a sus células). Como categoría de análisis, empero, «individuo» debe ser abordado críticamente como un ente profundamente histórico de acción y conciencia, con frecuencia contradictorio.

Igualmente, poner el foco en esos «mundos personales» en relación no puede ocultar que la interacción es siempre asimétrica. Nunca se realiza con independencia de factores preexistentes e incontrolados por el individuo. Así, se puede decir que hay tantas ideas de nación como personas nacionalizadas, pero es cuando los individuos interaccionan cuando se pone de manifiesto la compatibilidad entre ellas y surgen los consensos y disensos sobre la colectividad. A veces se producen reajustes; otras, imposiciones. Por muy exitosas que sean, las interacciones nacionalizadoras nunca alcanzan la homogeneidad ni la ubicuidad. Los resultados no se separan nunca del proceso que los produce porque este nunca termina (salvo con la desaparición de la nación).

Los modelos que contemplen la identidad nacional como «algo que se tiene», una especie de jarrón que puede estar muy lleno (nacionalización exitosa/intensa), poco lleno (débil nacionalización) o vacío (nacionalización fracasada), no dejan de caer en una reificación en su sentido etimológicamente más puro. Convierten en «cosas» realidades que son procesos de continua actualización y redefinición cuya existencia se demuestra por el mero hecho de acontecer y su intensidad no tiene por qué ser inversamente proporcional a sus conflictos y tensiones internas (véase el capítulo dedicado al caso español para la formulación de la tesis de la débil nacionalización).

Si aceptamos todo lo anterior y concluimos que, de acuerdo con los mencionados «giro de la acción» y «giro cognitivista», el objetivo debería ser estudiar cuándo y cómo la nación juega un papel en esos «yoes en el mundo», entonces las experiencias vitales y su permanencia en el tiempo a través de la memoria parecen realidades más susceptibles de una verificación y abordaje empíricos. Sin embargo, veremos que tanto la experiencia como la memoria carecen de consistencia fenomenológica sin un tercer elemento, que es la articulación narrativa.

La «experiencia» entendida como «lo vivido por una conciencia» no es desde luego una noción aproblemática. LaCapra (2004: 38-39) la describe como una «caja negra», un residuo indefinido que muestra una cara objetiva y otra subjetiva. Algunos autores han disertado sobre la existencia de una experiencia pura no segmentada, completamente independiente de la acción de los individuos que la viven, y han reflexionado sobre sus relaciones con las representaciones del pasado (Ankersmit, 2012). No obstante, la posición dominante en la actualidad rechaza con claridad cualquier posible naturalización y reificación de la experiencia, e incide en que es el procesamiento cognitivo que realizan los sujetos lo que transforma los eventos/acontecimientos en experiencias (Scott, 1991; Maftei, 2013: 61).

Destacando esto y visto desde fuera de la discusión, el problema real es la posibilidad de afirmar una línea permanente de conciencia que garantice una entidad fenoménica al «yo en el mundo» (self); algo que una tiempo, mente y cuerpo; algo que garantice una continuidad mínima sin la cual el «yo consciente» y la «identidad», tal y como aquí los hemos definido, son imposibles (Dainton, 2008). Sea como fuere, «tener una experiencia» siempre significará la colocación de unos agentes, una temporalidad y unos contextos en una red de significados e intencionalidades, así como la fabricación de unas historias que, al final, constituyen el verdadero medio de creación y reproducción de la identidad (Lawler, 2014: 23-44).

Los materiales a partir de los cuales esto se realiza los aporta la experiencia procesada, restos de un pasado siempre desvanecido que constituyen la memoria. Los estudios sobre memoria tienen una larga tradición, especialmente en Francia (Halbwachs, 1994; Namer, 1987). Sabemos desde hace tiempo que la memoria no es nada parecido a una caja fuerte que almacena recuerdos, percepciones y sentimientos. La memoria es un proceso activo, continuamente llevado a cabo desde el presente de cada individuo. Incluye el recuerdo dinámico, el olvido y la transformación.

Los agentes de la memoria son los individuos, pero esta se halla imbricada en marcos colectivos de dos maneras. Primero, «gran parte de la memoria está sujeta a membresías de grupos sociales de un tipo u otro» (Fentress y Wickham, 1992: IX). De hecho, la socialización y la educación pueden transmitirnos recuerdos de cosas que no hemos vivido. Este proceso transgeneracional proporciona identidad tanto como la propia experiencia vivida.

Asumir el carácter diferencial y transformativo de la memoria lleva a la segunda forma de imbricación colectiva. En tanto que la grupalidad es inherente a los instrumentos simbólicos de interacción de los individuos –lo que aquí hemos llamado «identidad»–, cualquier procesamiento intelectual constructor de «experiencias», siquiera la más temprana y simultánea percepción, se realizará siempre desde las categorías grupales del sujeto, las cuales este no ha producido «desde cero» (Brubaker, Loveman y Stamatov, 2004).