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¿A quién no le gusta que le cuenten una buena historia? La historia, por ejemplo, del admirable viejo loco de un pueblito. O la de un amor inesperado. Como dice la nota del autor, "esta colección reúne 13 cuentos de una vasta gama de estilos, temas e intereses. El drama, la comedia romántica, el relato fantástico, el cuento de terror, la comedia negra y hasta un encuentro de fuerte devoción espiritual, se dan cita en este concentrado de relatos que pretende satisfacer los muy variados gustos de los ocasionales lectores".
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Seitenzahl: 142
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Matt D. Ivansky
Saga
Relatos probables e improbables
Copyright © 2022, 2022 Matt D. Ivansky and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728062210
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Esta colección reúne 13 cuentos de una vasta gama de estilos, temas e intereses. El drama, la comedia romántica, el relato fantástico, el cuento de terror, la comedia negra y hasta un encuentro de fuerte devoción espiritual, se dan cita en este concentrado de relatos que pretende satisfacer los muy variados gustos de los ocasionales lectores
Muchos decían que eran un viejito medio raro, y la mayoría se compadecía. Unos pocos, como no podía ser de otra manera, ahogaban carcajadas maliciosas y llenas de sorna, en charlas casuales de vereda o reuniones familiares de ineludible chatura.
El pueblo era chico y eso sin duda contribuía a que el rumor creciera sin ninguna gestión un poco más humana para con el viejo Francis. Pero más chica era la mente y corto el rango de visión de aquellos ocasionales testigos que se quedaban con la imagen externa, especular, de ese anciano de unos ochenta y tantos que por las tardes y luego de una siesta breve, agarraba su bastón y comenzaba a recorrer los rincones menos valorados del pueblo de Nieva.
Hacia el oeste, sobre la vía del tren que separaba el campo de las primeras cuadras del pueblo, una tarde otoñal lo vieron a Don Francis tocando algo con su bastón finito de caña, algo que apenas se movía junto a los durmientes de la línea ferroviaria. El viejo había encontrado un pequeño armadillo con su cría y, al creerlos muertos, primero los tocó y luego los llevó hasta un lugar más seguro, lejos de las vías, en una pequeña hondonada llena de vericuetos cercanos al río manso que pasaba por allí.
Otro día –recuerdo que era primavera- lo vieron salir cuando el sol caía entre las serranías, rumbo a la entrada del pueblo, hasta casi llegar a la ruta principal que, no obstante, nunca había sido muy transitada. Alguien en la radio había dicho que la noche iba a estar despejada y clara, sin luna, y por lo tanto el cielo nocturno prometía un espectáculo grandioso. Allá fue Francis, con su pantalón color tierra y su campera de lana, sus zapatos prolijos y su gorra de visera con red. Caminando pausado con su bastón que a veces ni apoyaba, se fue alejando del pueblo hasta perderse de vista. A la mañana siguiente, alguien comentó en el café central que lo había visto al viejo apuntando su bastón al cielo abarrotado de constelaciones, a eso de las 11 p.m., junto a la ruta y riendo sonoramente.
Mateo era un niño sobrino de un amigo que un día vino con el cuento de que había tenido una larga charla con Don Francis en la plaza del pueblo. Antes de escuchar la historia, todos dábamos por hecho que el viejo estaría sentado en un banco, y que el niño se habría sentado junto a él para platicar. Pero no. El viejo, en realidad, le había pedido al niño sentarse en un banco y luego él, con una sonrisa divertida, se había alejado unos metros para sentarse directamente en el suelo y desde allí mirar al niño a la vez que la conversación no decaía en ningún momento. Mateo, si bien estaba algo desconcertado, destacaba a cada rato que aquella conversación con Francis había sido divertida como pocas, y que le gustaría volver a hablar con el peculiar anciano. Por supuesto, ningún adulto tuvo demasiado en cuenta lo que el niño dijo entonces.
Otra ocasión la trajo a comentario una de las mujeres mayores de Nieva, la misma que colaboraba en la sacristía del párroco del pueblo, el padre Mario, quién, cada tanto, solía dialogar con Francis luego de la misa, compartiendo largas charlas en las cuales el anciano señalaba con su bastón las pinturas temáticas del cielorraso de la pequeña iglesia, formulándole al cura ciertas preguntas y sugestiones que este apenas si intentaba responder. Pero en una versión de interpretación muy libre, la mujer en cuestión diría que el sacerdote, fastidiado, guardaba silencio frente al viejo, dejando que la charla llegase a su fin tan naturalmente como había comenzado.
Rara vez Don Francis concurría a misa, pero cuando lo hacía era seguro que luego se quedaría charlando con el padre Mario.
Nuevamente movió a murmuraciones y risas la anécdota siguiente de otra vecina, no tan vieja ella pero sí soltera y cuidadosa en extremo de su jardín, luego de que una tarde veraniega Don Francis se detuviese frente a su casa, contemplando con cierta tristeza los pimpollos que la mujer había podado, tirándolos luego en una pequeña pila en un rincón de la vereda. Francis, silencioso, se había reclinado sobre el menudo montón de flores muertas, y las había mirado sin decir nada. Finalmente, escogiendo una, la había guardado en el bolsillo de su camisa verde, y había seguido su camino no sin antes saludar cortésmente a la dueña de casa.
Un año después, Francis murió. Era un otoño tibio, y junto con las hojas secas y las primeras brisas frías de Mayo, abandonó su hogar corporal y se alejó definitivamente de este mundo.
En la misa siguiente que coincidía con la fiesta anual del santo patrono del pueblo, el padre Mario aprovechó la nutrida concurrencia para sacar un papel de su bolsillo y leerlo en voz alta.
“La Vida se expresa en un sinfín de maneras misteriosas, y siempre está ahí, mirándonos, deseosa que la miremos también a ella. Está ahí, invitándonos a entrar en su maravilloso reino de milagros diarios que duran un instante y luego se esfuman para renacer al día siguiente, en apariencia iguales pero en realidad siempre distintos e irrepetibles.
La Vida habla sin palabras y nos invita a comulgar con ella en la diaria celebración de lo sagrado.
Una vez vi un pequeño armadillo que había abrazado a su cría, rodeándola por completo, al sentir que el paso del tren era aterrador y peligroso. De seguro habría dado su vida por su pequeño si con eso lograba salvarlo.
Las flores del jardín nacen en cada estación y nos regalan su fragancia, su colorido traje perfecto, su arquitectura inigualable, el mundo interior que construyen en sí mismas y del que tantos pequeños seres se benefician.
Los niños andan alrededor nuestro con su ternura y su pureza, sus preguntas perfectas libres de segundas intenciones, de intrigas vanas, de curiosidad maliciosa. Preguntan porque entendieron esta invitación de la Vida, y están siempre dispuestos a sumarse a esta diaria fiesta gratuita que abunda en prodigios por doquier. Siempre quise recordar cómo nos ven los niños, y por eso al menos me di el gusto de mirar el mundo desde la pequeñez física de ellos, desde ese lugar simple y luminoso que ocupan esos cuerpitos que comienzan a vivir. Con tanta razón dijo Jesús: “Dejen que los niños vengan a mí porque el Reino de los Cielos les pertenece”
Ahora que físicamente ya no estaré, les dejo el regalo de estas palabras colmadas de gratitud, para que, al igual que yo al contemplar un cielo nocturno estrellado, se llenen de emoción y alegría ante el concierto de este Cosmos extraordinario que nos dona a cada instante la posibilidad de participar de él.
¡No dejen pasar ni un segundo más la invitación de la Vida!”
Cuando el sacerdote terminó de leer aquella carta breve, el templo del entero pueblo se había transformado en un tributo silencioso a la memoria de Francis, ese viejo loco que hacía cosas sin sentido ante la mirada de todos, y que era absolutamente feliz haciéndolo.
Arkai miró desde la terraza del piso 23. El viento del atardecer le hacía flamear la chalina carmín, junto con sus largos cabellos que despedían el típico aroma a incienso. Estaba agitada, tensa, pero no perdía la vigilancia. Había estado alerta todo el día, desde muy temprano, y eso venía siendo así desde la última semana, cuando supo que el acuerdo no podía continuar, porque ya no lo precisaba, porque el destino había cambiado drásticamente. Había querido morirse y al mismo tiempo se había alegrado como nunca, sabiendo que otra vida comenzaba, y que los oscuros métodos ya no eran necesarios. Ahora, un asunto se había vuelto una pesadilla: ¿Cómo deshacer el acuerdo?
Recordaba la charla frenética con Laxim, su gran amiga de los barrios del vórtice. Ella, entre otras cosas, era su consejera infalible. Tenía la capacidad de ver “más allá”, y había sido drástica con ella.
-¿Qué vas a hacer?
-No sé.
-Estás jodida, lo sabés.
-Sí.
-Te la mandaste, ¿te das cuenta?
-¿Qué me iba a imaginar yo que Marian iba a volver? ¡Todos la dábamos por muerta!
-Te dije que esperaras, que no estaba dicha la última palabra, que todo es posible en 2050…Todo cambió, mucho…
-Fui una estúpida…Supongo que con la muerte de Marian todo perdió sentido. No quería seguir, estaba harta…Todo se derrumbó…
-Y un pacto con un ángel es la mejor opción que se te ocurrió…¿Vos estás loca?
-No me digas así, Laxim…Necesito tu ayuda.
-Ayuda…Sabés que cuando se trata de un ángel, no hay mucha ayuda que valga…
-…
-Te morís del miedo, puedo sentirlo.
-Ya sé.
-Por lo menos, decime ¿elegiste a uno de los viejos, o a un asistente?
-Qué se yo…¿Cómo me doy cuenta?
-Qué…¿No leíste completo el grimorio? ¡Hay un anexo del color de los ojos!
-…
-No, no…Te quedás muda y se me hiela la sangre…¡No lo leíste entero y te mandaste a hacer un pacto!
-¡Qué sabía yo! ¡Estaba desesperada!
-Dios mío…Te vá a venir a buscar, lo sabés…
Arkai siguió contemplando la inmensa ciudad. El atardecer caía, el viento soplaba más tenue, y el cielo de occidente de a poco se teñía de rojos, dorados y violetas. Abajo, las calles estaban algo desiertas, los autos volaban bajo, los guardianes cibernéticos se detenían en cada esquina con sus lentes-reflectores, y allá, sobre el puerto viejo, la gran plataforma submarina gravitaba sobre las aguas, recalibrando su nueva ubicación.
Cuando ya iba a entrar a su departamento, la visión de la silueta sobre la torre norte de la gran catedral, le heló la sangre. Esbelto, de atuendo plateado, con un cabello rojizo que ondeaba en la brisa y la cabeza gacha, el ángel ya la había detectado, y se dejaba ver. Tenía las manos cruzadas detrás de la cintura, y un fulgor violáceo brotaba de su cuerpo. Arkai se llenó de pavor, retrocedió un par de pasos, cayó de espaldas y comenzó a llorar. Dio medio vuelta, y, como un animal, avanzó como pudo y entró en su departamento. Apagó las luces, cerró las ventanas, se metió en su pieza y sacó el pesado volumen escondido bajo su cama. Abrió la parte final, la de los anexos, como le había dicho Laxim, y buscó. Ilustraciones en tinta mostraban extrañas armas antiguas, signos complejos, caracteres incomprensibles, portales. En otra página, una columna formada por pares de ojos de distintos colores, le dio la pista. En su tope, los tres primeros distinguían a los ángeles viejos, de peor temperamento. Ojos ambarinos, violetas o turquesas. Con respiración agitada, buscó su teléfono y marcó el número de Laxim. “¡Contestá!”, dijo en voz alta, sollozando. Al segundo tono de llamada, la voz de su amiga se hizo escuchar.
-Arkai…Decime…
-¡Lo vi!
-Dónde y cuándo.
-¡Recién! ¡Sobre la torre de la catedral!
-Ay…Suele ser un símbolo eso…
-¿Qué hago?
-No tenés tiempo. Ya sabe que estás ahí.
-¡¿Qué hago?!
-Intentá negociar…
-¿Pero cómo?
Fue tarde. Una actividad eléctrica extraña irrumpió en la habitación, cortando la comunicación, y, desde la puerta que daba a la terraza, la luz violeta comenzó a avanzar en dirección a la habitación de Arkai. Temblando entre sollozos, se acurrucó en un rincón y no quiso mirar. Su pelo le caía sobre el rostro.
-Hola, Arkai –dijo enseguida una voz metálica y grave. A continuación, un dedo de peso imposible le corrió el pelo y la obligo a mirar. Estaba frente a ella, corpulento, inmenso, fatal.
-Lo siento mucho, lo siento mucho…
-¿Qué sentís mucho? Todo está bien…
-Pero, hice un pacto que no puedo cumplir…Yo no puedo ser tu servidora.
-¿Por qué?
-Porque la mujer que amo volvió, y mi vida ahora está bien…
-¿Realmente crees que tu vida está bien?
-Sí, sí, con ella sí. Por eso hice un pacto cuando supe que había muerto…
-Tarde…Ella ya había hecho un pacto antes…Uno con dos pedidos…
-¿Cómo?
-Sí, lo que escuchaste.
-¿Dos pedidos? Pensé que solamente se podía pedir uno...
-Todo es posible…Cuando ya estás muerto, podes hacer dos.
-¿Y qué pedidos hizo?
-El primero, que la devolviese a la vida. El segundo, que yo te indujera a hacer un pacto conmigo.
Los ojos turquesas del ángel la miraron, y una sonrisa siniestra se dibujó en su rostro cristalino.
En su laboratorio oscuro, Chemura completa los últimos detalles de su obra maestra. Siete años la vieron trabajar sin descanso. Bio-Metal, la mega corporación tecnológica, la escogió como la ingeniera más cualificada para tamaña empresa: diseñar un organismo cibernético capaz de realizar tareas imposibles. Un prodigio de la IA que la corporación le ha encomendado sin revelar sus reales propósitos.
Irandolux está conectado al ordenador que testea las respuestas de ese super-cerebro sintético. La armadura azul metálico reproduce la musculatura de algún gigante guerrero del pasado. Chemura, delgada y con profundas ojeras, sabe cercano el día de la culminación. Mientras tanto, los psicópatas de Bio-Metal no paran de presionarla, pero la joven científica no se rendirá.
Sin aviso, Bio-Metal adelanta la fecha programada. Un claro ultimátum que revela la trampa mafiosa. Chemura entiende que no la dejaran con vida. Sabe demasiado, se ha vuelto peligrosa.
Unos matones rompen la entrada del laboratorio y se abalanzan contra Chemura. La golpean y se disponen a ejecutarla. Un zumbido a sus espaldas los hace volverse. Empuñando una lanza de filo acerado, Irandolux mutila a los matones.
Con su creadora en brazos y su turbina encendida, surca el cielo.
A través del vidrio empañado la torre de la vieja iglesia se veía difusa y lejana, abandonada. La bruma de diciembre llegaba casi hasta el primer campanario, y afuera el frío rasgaba la piel, resoplaba implacable. Había llovido intermitentemente toda la noche. Una lluvia que el viejo tejado hacía correr profusa y turbia. Recién comenzaba a amanecer y la ciudad lucía un tono gris, cortado aquí y allá por las grandes farolas de las esquinas. Un hombre en bicicleta se detuvo justo debajo de la ventana de Jacobo, prendió un cigarrillo y siguió. Desde lejos, el ladrido de un perro grande volvía con un eco metálico.
Las sienes todavía le punzaban y el dolor detrás de los ojos no se aliviaba ya con nada. La espalda ardía, las palpitaciones volvían con inusitada frecuencia, y el temblor en las manos era aún imperceptible pero seguí allí. Había sudado profusamente; podía notarlo en su camisa húmeda, como así también sabía que, mientras soñaba, había articulado frases relacionadas con aquello que lo venía acosando desde hacía ya un par de meses. También tenía una conciencia algo nebulosa de que sus pesadillas le habían arrancado algún grito de horror, pero no le importaba demasiado. Después de todo, los días no eran mejores que las noches, y su estómago ya no resistía los fármacos que en sucesión interminable pasaban por la garganta hora tras hora, día tras día. Ya en horas de la tarde la sudoración fría y las primeras jaquecas presagiaban otra noche fatal.
Ya no sentía apetito, y el té negro era casi su único sustento. Estaba delgado y tampoco era esa su aflicción. “Si al menos pudiera dormir bien una noche…sólo una”, decía para sí.
Trató de reconstruir –una vez más- aquel periplo que superaba, con mucho, todo lo que jamás hubiera imaginado. Convencido de que la labor humanitaria con enfermos mentales era la mejor opción para ayudar a los que sufren, un comentario azaroso de una tía política sobre la convocatoria de voluntarios en el manicomio local, lo había lanzado, sin titubear, a la lúgubre oficina del Dr. Baugham, por entonces el viejo director del hospital psiquiátrico estatal.