Corporación Mundial - Matt D. Ivansky - E-Book

Corporación Mundial E-Book

Matt D. Ivansky

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Beschreibung

En un futuro muy cercano, el mundo está gobernado por un grupo dominante concentrado en una única Corporación. Mientras tanto, las mayorías viven cruzadas por el trauma después de la guerra, por el hambre y por una pandemia sin fin. La resistencia internacional a este orden pasa por "hermandades" repartidas por el mundo: agrupamientos que tienen que luchar en condiciones casi imposibles, apenas equipadas con algunos buenos recuerdos y visiones de lo que desean para las generaciones venideras. Una novela distópica bien actual que nos mantiene pendientes de lo que vaya a suceder en la siguiente página.

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Seitenzahl: 437

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Matt D. Ivansky

Corporación Mundial

 

Saga

Corporación Mundial

 

Copyright © 0, 2022 Matt D. Ivansky and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728062227

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Introducción

Para mediados del siglo XXI la humanidad había alcanzado niveles de descomposición inimaginables para cualquiera que hubiera vivido los comienzos del mismo. Estos, si bien estaban ya plagados de dificultades en cada sector de la actividad humana, para muchos eran todavía tiempos buenos, prósperos y felices, en comparación con lo que vendría después.

A fines de 2020 y con el estallido de la gran pandemia mundial que trastocó en un todo la vida de los países, la escena mundial comenzaría a complejizarse cada vez más.

Esta crónica es mi relato de alguien que participó directamente en muchas acciones que intentaron lograr una chance de algo mejor para las sociedades arrasadas de los cinco continentes.

Antes de empezar, solamente diré que el ser humano ha logrado demostrar que, cuando la angustia, la desesperación, el agobio y el agotamiento extremos lo empujan al borde del abismo y amenazan con lanzarlo al vacío, aún todavía está a tiempo de tomar algo de esa reserva oculta y divina que vive en cada uno de nosotros, y así realizar un último acto que lo impulse a la realización de su auténtico destino.

Ojalá este testimonio sirva para darle crédito a esa sagrada posibilidad.

 

Desde la ex Sudamérica, Noviembre 23

 

M.

Capítulo 1

La ciudad que acecha (y el final de una década)

Una ciudad enorme y gris en algún lugar del orbe. Igual que muchas, distintas a casi todas, pobladas por incontables almas que recorren perpetuamente los mismos senderos cotidianos para alcanzar algo más, un poco más, y así permitirles continuar el juego.

Una gran hondonada cerca del mar en una extensa llanura de viento y polvo, cercada hacia el oeste por un cordón de chimeneas que sueltan día y noche vapores y humores pestilentes, poblando el cielo de tonos antinaturales. De noche, antorchas perpetuas rugen aquí y allá en la punta de muchas de esas chimeneas quemando un no sé qué; supuestos residuos industriales que nadie puede o quiere definir. Mejor así, mejor no definirlo, ni siquiera nombrarlos. ¡Cuánto más habría que explicar en ese caso!

Las calles serpentean largas, interminables, y son tragadas por altísimos edificios de algunas ventanas iluminadas, allá, muy arriba, donde las cúspides de esas moles de cemento y acero suelen desaparecer entre las nubes.

Al norte y al sur dos vastos desiertos resoplan nubes de tierra que traen recuerdos y voces distantes, seguramente infelices, Dios sabe salidas de cuáles gargantas. ¿Habrán gritado como yo, cientos de veces, sus verdades –sus medias verdades- y habrán desaparecido también, una tarde como cualquier otra, sin que nadie lo advirtiese? No creo que un día lo sepa.

Sí sé, en cambio, que la ciudad enorme y hostil me llevó de aquí para allá errabundo y un poco loco durante los años que empiezo a recordar mientras escribo estas líneas con mucho escepticismo, porque muy pocos pueden saber cabalmente lo que ocurre en los resquicios del alma del otro. Muchos son, en cambio, los que aseguran saberlo desde un cóctel de “versión libre” hecho de ideologías, teologías y “experiencia de vida”; se les vuelve casi obvio (como automatismo que se perpetua sin fin) ponerle cuerpo y mente ajenos y luego aplicar la “lógica”, el “análisis”, los “conceptos”, las “categorías”, y llegar a una conclusión, un diagnóstico infalible.

Pero, ¿cuántos pueden afirmar conocer cabalmente las profundidades de una yoidad que se debate por tiempo indefinible en un campo de batalla incendiaria que jamás parece terminar? ¿Y quién, menos aún, puede decir con relativa certeza haber podido realmente socorrer al otro hundido en la ciénaga sin fondo del drama personal que, a primera vista, no muestra salida alguna para escapar del laberinto del dolor?

Los carteles de neón parpadeando tenues o estridentes castigaron mi retina una y otra vez durante las largas noches de insomnio en las cuales mi cuerpo parecía vagar solo, sin mi consenso (¿ni conciencia?), yendo de aquí para allá, pisando algún charco que reflejaba el disco de la luna recortado por las nubes de la medianoche, olfateando los vapores que desde las plantas industriales llegaban en toxicas oleadas hasta la zona urbana, en medio de las sirenas que ululaban como una bestia marítima escapada de un mito. Sirenas del puerto viejo, sirenas de los barcos moribundos, los pocos pesqueros que sobrevivían aún, flotando sin rumbo en un mar cada vez menos vital, cada vez más infértil; sirenas de las mismas plantas industriales que anunciaban el recambio horario de las 3 a.m., la hora fatal, el tiempo de los demonios que se ríen de la santa trinidad.

Sobre el centro de la enorme urbe, justo en medio del cordón circular de edificios macizos y más antiguos de la ciudad, la torre octogonal inmensa y única se levantaba muy arriba del resto, tocando con su frente altiva el aire más puro que allá arriba, a salvo de la pestilencia y la polución negra, todavía nuestro agotado planeta lograba producir. Qué enorme y gran ironía; lo pensé tantas veces en esas noches de deambular como un ánima sin tiempo, mientras, a lo lejos, la inalcanzable torre de la Corporación ganaba los estratos aireados, puros, limpios, del cielo de la bahía. Y más me atacaba la certeza de que en aquellos últimos pisos, más arriba o más abajo, en grupo o en solitario, pensando eufóricos alguna nueva estrategia de “participación de dividendos”, “capitalización de la inversión”, o “acreditación de un nuevo paquete accionario”, cenando y bebiendo como los césares, gritando frente a la pantalla del superclásico deportivo, teniendo sexo ilícito con la amante de turno, o buscando activación neuronal extra con alguna sustancia de difícil refinamiento, los ocupantes de esa gigantesca columna, los mismos que mantenían en pie este mundo inferior de contaminación y caos, eran los únicos que tenían al alcance de la mano el oxígeno más puro que el planeta estaba dispuesto a entregarles gratuitamente, sin ningún acuerdo por derechos de coparticipación, de absorción o fusión de compañías; sin seguros por accidente de por medio. Sobre esa cima que terminaba en punta roma articulando formidables reflectores que recorrían con haces potentísimos los más lejanos confines de la ciudad hacia los cuatro puntos de la brújula, también descendían pequeñas naves y remontaban su vuelo nuevamente tras el descenso de ignotos personajes oscuros vestidos de infalible elegancia.

Desde los cuatro costados la torre inmensa dominaba la ciudad costera. Desde toda ventana, de día o de noche, la columna octogonal cortaba en dos mitades la postal urbana siempre perpetua en la retina de los habitantes de la ciudad. Y sin distinción de clima o de estación, los reflectores se encendían cada noche, recorrían de punta a punta cada rincón durante las horas más oscuras, y recién con los primeros rayos del sol se apagarían. En las horas diurnas, un patrullaje continuo de vehículos de las fuerzas de seguridad harían el trabajo idéntico, yendo y viniendo, entrando y saliendo de los suburbios y rincones más inaccesibles de la urbe. Por las noches, los oscuros vehículos de la Corporación también circulaban pero con una modalidad más silenciosa y quirúrgica; era usual ver o tomar conocimiento de breves “operaciones” o “controles de rutina” que en distintos círculos más o menos públicos tenían lugar varias noches a la semana, con especial predilección por aquellos donde algunos individuos aún sentíamos poder ejercer cierta libertad de opinión y de acción.

En ese año que no recuerdo ya exactamente, la escena mundial era –desde hacía mucho tiempo- crítica. La población en los continentes había alcanzado niveles dramáticos, los gobiernos eran una caricatura burda de los poderes que décadas antes se disimulaban detrás de la escena, los niveles de contaminación ya eran imposibles de medir, las grandes ciudades, superpobladas, eran realmente vastos campos de indigentes con un pequeño oasis de desvergonzada fastuosidad en algún sector a salvo del resto, y hacía mucho que los gobiernos se habían declarado incompetentes para hacer frente a los problemas globales.

Lo que otrora fuera una organización mundial de naciones intentando terciar en guerras y otras cuestiones de geopolítica, había quedado reducida a un aparato diplomático enorme pero relleno con burocracia y propaganda sin nada agudo que ofrecer, incapaz de intervenciones realmente decisivas en los innúmeros problemas que la humanidad soportaba año tras año. Además de alguna campaña ambientalista o recurrentes colectas globales para enviar fondos a los países –ya no digamos “países pobres”, porque todos lo eran-, la organización de naciones solía repetir una y otra vez “el decálogo de la década”, los “principios de sana convivencia y fraternidad internacional”, los “acuerdos ecológicos” que nadie respetaba, o proponía unirse a foros de opinión para que “todos los interesados pudiesen hacer escuchar sus voces, haciendo llegar luego las propuestas a los responsables en los distintos gobiernos”. Frases de falsa empatía que quedaban en la nada misma; y si, por alguna razón de fuerza mayor, algún gobierno se veía forzado a recibir el pliego de propuestas, a la vez sabía que su no-cumplimiento ni puesta en marcha no le traería ningún tipo de consecuencia.

Había además un aspecto muy peculiar por entonces. Largo tiempo se había anunciado el emerger de un nuevo paradigma de hiper-tecnologización de casi todo. Luego del 2030, se dijo, iban a ser obsoletos cientos o quizás miles de servicios, recursos y sobre todo la asistencia de personas físicas en variados rubros. Y así, por ejemplo, las gasolineras, los supermercados, los locales gastronómicos, los transportes urbanos (para los muy pocos que seguían viajando), los ahora minúsculos locales de esparcimiento (accesibles a los también escasos que tenían algo de dinero digital extra para beber una copa o pagar algo de sexo) y la inmensa mayoría de los edificios de la repartición publica destinados a tramites de papeleo y regulación de las cuestiones civiles, estaban absolutamente controlados por veloces software omniscientes que resolvían las consultas mediante modernos soportes digitales. Solamente tres sectores seguían siendo controlados por seres humanos: los gobiernos, las fuerzas de seguridad y los minúsculos sistemas de salud que las elites usaban para ellas mismas.

De cualquier manera, nos encontrábamos en una brecha por el momento insalvable y que no hacía más que perpetuar el terrible dolor de la escasez y el barbarismo que las poblaciones humanas venían soportando durante las últimas largas y penosas décadas. Mucho se había hablado del nuevo “tecno-paradigma”; un nuevo orden de cosas que emergería en un mundo cercano y automatizaría toda la civilización, desde oriente hasta occidente. Así, los muchos y graves problemas de contaminación, sobrepoblación, analfabetismo, hambrunas y pestes, serían corregidos en un par de años por una super Inteligencia Artificial que haría continuos ajustes estadísticos poniendo luego en marcha las variables necesarias para bajar niveles de natalidad, producir más alimentos, regularizar planes de vacunación, mandar construir enormes predios de viviendas cien por ciento ecológicas y autosustentables, y asegurando a sus habitantes una educación virtual completa para sus hijos, y el bienestar de las sociedades del planeta todo. El trabajo remunerado sería cosa del pasado y las personas harían un mínimo aporte diario (en cuestiones netamente de mantenimiento, higiene o transporte), teniendo luego todo el tiempo disponible para emplearlo como mejor quisieran. Los servicios de recreación personal, actividad física y aprovisionamiento, estarían total y absolutamente cubiertos por el estado. La vida toda sería un enorme logro de ingeniería informática donde cada detalle estaría pensado y resuelto de antemano.

Sonaba hermoso; un futuro perfecto, una vida de ensueños. El fin del sufrimiento; el salvaje sistema de competencia y eliminación de los menos afortunados que durante tantos siglos se había impuesto sobre la faz de la tierra, finalmente habría muerto. Y sobre esa inmensa mayoría que sería la segunda clase social del futuro –una colosal clase media pero igualitaria como nunca antes-, se ubicarían pequeñas “islas de poder y conducción global”, la clase alta, dirigente y todopoderosa pero magnánima. Estaría asentada en sectores inaccesibles del planeta, aislada por completo y más invisible que nunca en la historia. Tendría contacto con el resto de la población en las festividades anuales, y no mucho más. Aun así, no le haría faltar nada a sus miles de millones de hijos alrededor del mundo; la justicia social y la equidad serían sus sellos distintivos.

Pero nada resultó así. Ni siquiera nos acercamos a eso en los años menos convulsivos de los últimos que recuerdo. Por el contrario, fuimos cayendo a pique en una interminable espiral de disturbios y progresiva descomposición del tejido social, al punto que, como mucho tiempo se había anunciado, la clase media y la clase baja se fueron fundiendo en una sola, única clase indiferenciada en todo el planeta. La clase media se empobreció cada vez más hasta caer y confundirse con la baja, que a la vez siguió siendo más y más carente de todo.

Como uno de los últimos hitos que recuerdo de las décadas que pasaron, puedo citar la supuesta pandemia que asoló al planeta a comienzos del 2020, entre rumores y acusaciones que las potencias de entonces se hacían de un supuesto boicot y terrorismo bacteriológico que nunca llegó a quedar muy claro. Los EEUU y China de entonces cruzaron ataques políticos durante varios años, pero luego se diluyeron ante la inminencia de los nuevos problemas emergentes. Era un tiempo de locura, el peor de los momentos de aquella década que terminaba; había rumores de guerras, continuos supuestos fraudes electorales, lobbys corporativos que causaban la caída de gigantes empresariales casi todas las semanas, bancos de renombre mundial que cada mes anunciaban su quiebre definitivo con la consecuente pérdida de empleos y, peor aún, la desaparición de los fondos de los ahorristas.

La pandemia, mientras tanto, seguía su curso; primero se hablaba de miles de muertos; luego, de millones, pero tampoco los números estaban claros. Algunos decían que los números estaban inflados, otros, que se los recortaba, y todo ello por intereses políticos encontrados. La supuesta salida de esa encrucijada era una vacuna anunciada durante al menos dos años, y que las grandes potencias estaban desarrollando en una carrera desesperada. Alemania, EEUU, Rusia, Israel, entre otros, decían tenerla lista para unos pocos meses después de anunciarla, a lo sumo, un año. Sin embargo eso no ocurrió, o si ocurrió, también quedó tapado bajo el espeso manto de confusión que se extendía sobre la entera humanidad. Tampoco acá había acuerdo; se alzaban voces a favor y en contra de las vacunas fabricadas “en tiempo record”, se manifestaban escepticismos y desconfianzas, muchos anunciaban no estar dispuestos a vacunarse, pero otros tantos pedían a gritos la vacuna lo antes posible. Hasta este tema se politizó hasta niveles extremos; se hablaba de un intento de reducir la población inoculándola con elementos dudosos que más que eliminar el virus matarían a su potencial portador, y llego un momento que ni siquiera podíamos estar seguros de conocer la verdadera naturaleza y comportamiento del agente patógeno que circulaba por el planeta.

Supuestamente, la salida de esa pandemia para fines del 2022 y comienzos del 2023, representaría al mismo tiempo la implantación gradual pero veloz del nuevo paradigma tecnológico. Según los principales voceros de la comunidad científica de las potencias mundiales, “el proceso sería rápido” y en el plazo de una década la humanidad estaría viviendo como nunca antes, con la total garantía de haber dejado atrás y de manera definitiva, ciertos problemas o amenazas hasta entonces sin solución. Los basurales a cierto abierto habrían desaparecido en enormes complejos de reciclado perfecto y sin margen de desperdicios nocivos, la automatización y las nuevas innovaciones en ingeniería nutricional habrían logrado la dieta perfecta con la ayuda de ciertas pastillas respaldadas por una cuasi fantástica nanotecnología, y, finalmente y como broche de oro, la energía libre –aquella tan largamente visionada desde los tiempos de Nikola Tesla- sería al fin una realidad; enormes antenas diseminadas por todo el orbe lograrían la libre circulación de la energía presente en la atmosfera terrestre y cada hogar, local comercial y hasta ciertos vehículos la recibirían al instante, con lo cual los combustibles fósiles y sus efectos colaterales serían cosa del pasado.

Pero nada siguió este cauce, este sueño feliz, esta promesa de un Nuevo Edén. La pandemia mundial nunca terminó del todo, no por lo menos como se anunciara durante tanto tiempo; los casos de contagio mundial descendieron a fines del 2021 luego de una cadena de nuevos brotes, y, cuando muchos creían que se trataba del fin del virus, a principios del 2022 los medios masivos de comunicación y las redes sociales estallaron nuevamente con la noticia –terrible pero anunciada por muchos- de un cuarto rebrote y, lo que fue peor, ya se hablaba de una nueva cepa, un segundo o tercer tipo diferente al que supuestamente había aparecido en la ciudad de Wuhan, en China, allá hacia fines del 2019. La nueva cepa era tanto o más agresiva que la primera, resistía las vacunas hasta entonces creadas, y tenía mayor letalidad. Los contagiados y muertos se siguieron multiplicando, los sistemas de salud volvieron a colapsar, y el sistema económico y financiero mundial siguió en caída libre –aun peor de lo que ya estaba. Más quiebre de empresas, más despidos en todos los países, pobreza creciente en proporciones geométricas, estallidos sociales a repetición, violencia desatada y la tensión en continuo aumento entre las grandes potencias de entonces.

No se llegó a una conflagración mundial como tanto tiempo se había anunciado y temido; no hubo detonaciones atómicas que arrasaran países enteros, pero, quizás hoy, viéndolo en retrospectiva, me animo a decir que si hubiéramos muerto abruptamente en medio de una mega explosión de fuego, vientos huracanados y radiación desatada masivamente, quizás nuestro sufrimiento como especie hubiera sido menor, al menos en lo relativo al tremendo impacto y deterioro psíquico que tuvimos que resistir década tras década, en una tortura lenta pero interminable y absolutamente desesperanzadora.

Mis largas noches deambulando sin rumbo por la ciudad oscura, de vapores pesados y pestilencia por doquier, se habían transformado casi en una rutina. A veces, pasando por algunos callejones o callecitas perdidas, solía escuchar retazos de canciones de otros tiempos y hasta algunas voces tarareándolos en medio de escenas familiares de dicha momentánea que hasta me costaba creer. Algunas pequeñas familias, parejas o personas solas habían logrado que sus almas subsistieran y siguiesen creyendo en algo en medio de aquel panorama de ruina y definitivo final de toda una civilización, tal cual millones de nosotros -y la larga línea de nuestros antecesores- la conocimos. Esas pequeñas almas habitantes de esos hogares anónimos, habían logrado mantener algún medio de subsistencia a través de las décadas posteriores a 2020. Habían improvisado huertas caseras, almacenado alimentos no perecederos, guardado toda el agua posible, y, además, conservaban algún ingreso de lo que quedaba del sistema de gobierno, o, quizás, pequeños alquileres, rentas de acuerdo personal con otros que las necesitaban tanto como ellos. Los que lograban sobrevivir sabían que la única manera de hacerlo era ayudándose mutuamente de la manera que pudiesen, y para eso toda idea o iniciativa era bienvenida. Los centro de trueque de mercadería reaparecieron como nunca antes en el pasado, al igual que la confección de ropa o el trabajo remunerado con alimentos o medicinas básicas –otra forma de trueque. En los lugares alejados de las ciudades se multiplicaron lo que algunos grupos de corte espiritualista denominaron “islas de salvación”, aptas para el refugio de cientos de miles de personas, aunque incluso esas unidades comunitarias, en determinado momento, tuvieron que poner un límite y restringir el acceso. Por esto también se las cuestionaría duramente, ya que, de acuerdo a sus propios principios e ideología, decían estar abiertas a todos aquellos que necesitaran asistencia y abrigo en aquellos momentos tan agudos.

Capítulo 2

Las Hermandades

Recuerdo en particular esta charla entre muchas que mantuve con diferentes personas en aquellos días en que el tiempo parecía no transcurrir. Tuvo lugar en un pequeño sótano donde, de manera furtiva, un grupo evangélico milenarista mantenía sus reuniones de culto, aun a riesgo de ser descubiertos y duramente censurados por alguna de las muchas falanges de las fuerzas de seguridad que respondían a la nueva ideología que querían implantar las elites del poder mundial.

El pastor del lugar (lo llamaré Viktor), con la Palabra bajo su brazo, me miraba con mirada extenuada pero de convicción incólume. Hablamos largamente durante horas, mientras afuera las sirenas del puerto ya se oían, y los haces de los reflectores de la torre de la Corporación cortaban la oscuridad del callejón bajo el cual nos hallábamos.

(Mi nombre aparecerá como “M”)

-Los miembros de esta pequeña iglesia esperamos en Cristo, hermano. Creemos en su promesa de salvación, en su retorno inminente. No sabemos el cómo ni el cuándo, pero tenemos certeza de que Él volverá para instaurar Su reino definitivo.

-¿Cuántos se reúnen acá cada semana, Viktor?

-Cada vez vamos quedando menos…Hace unos años éramos casi mil personas, pero con las nuevas censuras y ataques del estado muchas personas se asustaron, otras perdieron su fe y algunas más fallecieron en medio de la crisis global. Hoy quedamos apenas doscientos y rara vez estamos todos al mismo tiempo…Pero siempre recordamos y afirmamos que, sin importar el número, el Señor nos espera siempre para celebrar el culto y está presente entre nosotros porque así lo dice en la Palabra. Eso nos mantiene unidos y firmes en la fe.

-¿Cómo mantienen la fe cuando todo parece empeorar cada vez más? Y sabés Viktor que lo digo con respeto, pero realmente corren tiempos muy duros y es cada vez más raro ver personas con fe…

-Si perdemos la fe, ¿qué nos queda, hermano? La fe nos mantiene en pié y unidos…la fe es todo…

-Muchos dicen que la fe mueve montañas…Escuché ese comentario muchas veces, creo que se ha vuelto un adagio popular…Bueno, las personas a veces repiten frases porque simplemente suenan bien, o son atractivas.

-Son palabras de nuestro Señor, hermano. Está en el evangelio, aunque dicho de otra forma. Lea Mateo 21:21, y lo verá usted mismo…Trate siempre de hacer eso: no se quede con lo que la gente “dice que la Biblia dice”; la gente, aun teniendo buena voluntad, cita mal la Palabra. ¡No sabe las cosas que he escuchado yo en este terreno! He escuchado supuestos pasajes bíblicos que ni siquiera existen, tal el grado de distorsión con que las personas suelen hablar de las enseñanzas…Imagínese. Siempre vaya a la Biblia y compruebe usted mismo. Y mire ese pasaje de Mateo que le dije recién…

-Ah, no lo sabía…O quizás no lo recordaba…Hace mucho tiempo, tanto que ya no me recuerdo por entonces, fui o intenté ser cristiano. Me decía un católico convencido, iba a misa y comulgaba luego de haber confesado mis faltas…Mis padres me habían criado en esa fe…Por muchos años estuve totalmente a gusto y convencido como católico, y jamás se me ocurría cuestionar las enseñanzas de un sacerdote. En todo caso, solía tener un poco de curiosidad por saber el sentido de las diferentes interpretaciones bíblicas que uno escucha entre la diferentes ramas cristianas, lo cual me llevaba a hablar con pastores, sacerdotes o líderes de otras iglesias (por ejemplo, tenía un tío que era Testigo de Jehová. El me daba libros y solía intentar explicarme muchas cosas). Ese fue un tiempo bastante fecundo para mí en el terreno cristiano, a pesar de ser muy chico todavía…

-¿Qué ocurrió hermano? ¿Por qué te alejaste de la Palabra? Te escucho y realmente te imagino como un cristiano muy fructífero en su aprendizaje, con ganas de entender las enseñanzas. Si yo hubiera sido pastor tuyo en ese momento, jamás te hubiera dejado alejarte de mi iglesia; por el contrario, hubiera hecho todo y más para mantenerte cerca. Realmente, muy lamentable, M…

-Como te decía recién, cuando todo fue empeorando en mi vida y nada resultaba como tanto lo había deseado y soñado, mi fe comenzó a flaquear más y más. Al final, siendo todavía muy joven pero con un matrimonio fracasado, incapaz de tener hijos biológicos (nunca supimos si el problema era de mi esposa o mío) y lleno de dificultades económicas, me pregunté por qué seguía confiando en Dios…Luego, al no tener respuesta y viendo que mis problemas no se resolvían, dejé la religión, me alejé de la iglesia y culpé a Dios de mis pesares…Me enojé profundamente con él…Lo sé…Nunca lo negaría. Hice a Dios el depositario de mis dolores, de mis frustraciones. Era lo más fácil, seguramente.

-Es muy común tu situación. Conozco cientos de personas que están enojadas con Dios. Y cuando uno se entera de algún caso de alejamiento de la fe, la gran mayoría de las veces el motivo es ese. ¿Aun estás enojado con Dios?

-Es una pregunta que me hice mucho tiempo…No la puedo contestar, pero sé que sigo creyendo en Algo superior, no sé si de la misma manera que lo hacía por aquellos años, pero igualmente sé que mi conciencia no resigna del todo ese concepto de lo trascendente…Creo que sigo teniendo mi capacidad de asombro intacta, como cuando era un niño. Entonces, si podemos asombrarnos ante la creación que tenemos frente a nosotros, es muy difícil dejar de creer en algo Superior, ya que cada cosa que existe (grande o chiquita) es demasiado perfecta como para haber aparecido de la nada, como una generación espontánea sin un anteproyecto de nada.

-Nunca es tarde para volver a Dios…Él nos esperará por toda la eternidad, por lo tanto, nunca será tarde nuestro retorno porque Él vive fuera del tiempo ordinario como lo entiende el ser humano. Imagine por un segundo que usted no fuera un ser que viva afectado por el tiempo, sino que estuviera siempre igual, totalmente inafectado por el transcurrir de los días, las semanas, los años. ¿Tendría sentido para usted que alguien le dijera “estoy a tiempo de hablar contigo”?

-Me han planteado eso antes…De hecho, fue un sacerdote católico quien me lo dijo con palabras muy similares hace unos años. Terminé hablando con él por razones un poco extrañas, y también caí en la misma conversación…(supongo que eso tendrá algún sentido)

-Entonces, hermano…¿Qué piensas al respecto? Veo que su alejamiento no es tan frío o indiferente como el de otras personas…-insistía Viktor.

Un aspecto curioso y hasta divertido de nuestras charlas, era que Viktor a veces me “tuteaba” y otras veces me trataba de manera más formal, dirigiéndose a mí con el trato “usted”. Durante las conversaciones alternaba entre uno y otro, y creo que no se daba mucha cuenta. Por supuesto que a mí eso me parecía irrelevante y hasta me entretenía.

-No me termina de convencer –continué- que una simple cuestión de un dios eterno e inafectado por el tiempo explique o justifique su permisividad a tanta maldad, su aparente indiferencia ante tanto caos, su no intervención en el drama humano…

-No sabemos si Dios no interviene, hermano…Quizás interviene todo el tiempo pero nosotros no tenemos ojos para ver ni oídos para oír…Porque puedo asegurarte que las intervenciones de Dios muchas veces no son como las imaginamos; creemos saber que las entendemos, pero no es así…

-Lo sabríamos, ¿no creés? Deberían verse los efectos, algo debería empezar a mejorar…

-Dios tiene un plan y lo cumplirá. Vuelva a lo mismo que me decía en relación con la creación; si El hizo todo tan perfecto, si cada creación suya es tan perfecta, ¿no crees que Su plan también es perfecto y se cumplirá en tiempo y forma?

-Claro, Viktor. Volvemos al tema de la fe…Ustedes la tienen, yo, en cambio, hace mucho que la perdí…Me volví muy pragmático: si Dios interviene porque le importa la humanidad, tiene que notarse…Entiendo todo lo otro que me explicás, Viktor, pero insisto con lo mismo. La intervención divina tiene que poder verse de alguna manera, en algún aspecto de nuestras vidas…

-Capaz Él está esperando que intervengamos nosotros de una manera más contundente en todo esto…Siempre decimos “Que Dios intervenga, que Dios intervenga”, y muy pocas veces nos ponemos a pensar “¿Cómo puedo intervenir yo de otra manera en este momento o situación de mi vida?”…Seguramente usted también ha pensado en esto, pero no estaría de más que volviese a revisarlo un poco…

Esa última frase de Viktor no pasó inadvertida en mi fuero íntimo. No digo que le atribuí total autoridad o razón, sólo digo que resonó en mi interior de una manera diferente, como marcando un nuevo compás que cada tanto volvería a aparecer.

Viktor miró su reloj, abrió luego una pequeña ventana que daba a la calle y saludo a dos personas algo ancianas que ya comenzaban a descender por los escalones que conducían a la puerta del sótano.

-Mis hermanos comienzan a llegar…Lamento no tener más tiempo, pero me gustaría seguir hablando contigo otro día…

-Sí, sí, lo entiendo…Una última cosa, y la que más me importa preguntarte esta noche ¿Sabes de otros grupos religiosos que se estén reuniendo en diferentes lugares de la ciudad? En otras ciudades conozco muchos, pero me falta conocer más de mi ciudad.

-Sé de algunos, muy pocos, pero podría intentar buscar otros más. En estos tiempos tan convulsionados que vivimos, nos hemos desconectado mucho entre las distintas iglesias, y ese es otro error que debemos corregir. ¿Por qué lo pregunta?

-No hay problema. Ya hablaremos más adelante. Gracias por tu tiempo, Viktor.

-Adiós, hermano. Cuídese, y que Dios lo acompañe. Y recuerde que sin importar lo que uno haga, diga u opine acerca de Dios, Él está siempre ahí, muy cerca nuestro, esperándonos. ¡Recuerde que Él no está apurado ni se le hace tarde! ¡Recuerde que Él lo ama porque Él lo creo!

Luego de saludar a los dos ancianos, salí al exterior. La ciudad estaba húmeda y fría, no había casi nadie en las calles, y las columnas de luz de la torre octogonal iban de un lado a otro en su macabra búsqueda nocturna. Un perro ladraba desde un balcón y algún auto cruzó una calle perpendicular algunas cuadras más delante de donde yo me encontraba. Comencé a caminar entre la brisa de la noche que arrastraba papeles, hojas escritas desechadas por algún frustrado escritor que intentó en vano poner sus mejores impresiones mentales en la letra de la tinta pero que repetidamente fracasó. Al fondo, el ulular de las sirenas del puerto y de las plantas químicas, incansables aquellas en su estruendo agobiante, y estas últimas en su envenenamiento sin fin del poco oxígeno que mermaba día a día en la oscura ciudad.

Recordando las palabras compartidas con el cansado pastor de esos pocos soldados de la fe que persistían en su lucha, en su culto obligatorio pese a todas las adversidades, recordé también a Isabella…Tuve que esforzarme por volver a repasar su rostro, sus gestos más notorios, su silueta esbelta de andar animal. Me angustié al pensar que en otras latitudes tanto o más castigadas que la mía, podría no estar ya de pie a pesar de su intento y su voluntad casi inquebrantable de defender sus principios. Un par de escenas me asaltaron desde la memoria y volví a verla en la lucha, arengando a un auditorio temeroso, desvalido, incapaz de reclamar por sus derechos –de por sí cada vez menos reconocidos por las fuerzas corporativas que no paraban de estrangular a los trabajadores rurales. Estos, que siempre habían sido el desvelo de Isabella, también me vinieron desde el recuerdo con sus caras morenas de profundas arrugas, sus pocas pertenencias cargadas sobre sus hombros, atadas de modo rustico, simple, sus niños junto a ellos caminando largas distancias, cruzando –o intentando cruzar- las fronteras del noreste en busca de algo de pan y trabajo pero encontrando, las más de las veces, el castigo, las detenciones por completo injustas, el encierro y hasta las torturas. Los aborígenes, los gitanos, otras vez las minorías más desheredadas, habían sido el desvelo de Isabella; por ellos había luchado y seguido luchando aun cuando se cuerpo le decía “¡Basta! Hasta aquí llego. No quiero seguir”, y ella, sacando fuerzas de donde ya no las había, encontrando alguna misteriosa reserva escondida, había persistido y aguantado, había levantado la frente y su puño bien en alto cuando su corazón volvía a ordenarle que aquellos pobres olvidados esperaban por ella, esperaban en ella y, muchos, sólo la tenían a ella. No, no le había importado. Volvería a perder su salud las veces que hiciera falta si así lograba poner a salvo aunque fuere a una de esas almas llenas de ausencias e ignoradas por el estado. Me vi luego, abrazado a ella, expresándole cuánto la amaba, así, con el puro lenguaje del cuerpo, ahí cuando las palabras ya no significan casi nada y fueron trascendidas por la mirada más genuina e inequívoca del corazón. Volví a mirar, en el espejo de mi memoria, sus grandes ojos oscuros que decían tantas cosas en un lenguaje difícil de descifrar pero contundente a la vez. Luego siguieron otras imágenes de dolor, desencuentros y…cuando mi memoria quiso acercarme a las escenas del adiós, me revolví fiero, las aparté de mí, saqué mi atado de cigarrillos y encendí uno mientras cerraba la solapa de mi largo sobretodo raído y remendado en varias partes. Recién entonces me percaté de que mis zapatos estaban mojados y también la botamanga de mi pantalón lucía el agua barrosa de una salpicadura que llegaba hasta mi rodilla izquierda.

Hacía frío y comencé a sentir hambre. Busqué algún negocio, vi una luz amarilla parpadeando sobre la mitad de la cuadra siguiente y allí me dirigí, entre las ventiscas heladas de junio. Pasando por las paredes vidriadas de un viejo local comercial clausurado –como tantos- hacía ya muchos meses, me vi el rostro, la barba desprolija de una semana, las canas en perpetuo avance y grandes ojeras. Claramente, no era yo la excepción al deterioro y la fatiga horrible de los días que, como enormes martillos silenciosos, caían sobre nosotros en cruento compás carente de toda razón. El descanso y la alimentación saludable hacía mucho habían dejado de ser más o menos regulares para la gran mayoría de los que permanecíamos en las ciudades. Más bien nos movía un instinto de supervivencia por completo inconsciente y que, rayando en lo más paradójico, solía obviar todo requerimiento de ingestas regulares y descanso nocturno. Se trataba de sobrevivir, de seguir respirando –aire tóxico, si no había otro-, y en eso se nos iban los días y las noches; en las horas de luz, moviéndonos furtivamente, procurando escapar de las garras largas de las fuerzas de “seguridad”, y por las noches, a veces reunidos en largos debates, tratando de pensar u organizarnos -con otros, o solos- mediante perpetuas e interminables cavilaciones, en medio de espesas nubes de tabaco o tazas de café lavado.

De pie frente a una jovencita pequeña y esmirriada, compré un paquete de un snack seco y algo grasiento, y también una botella de bebida energizante que mis intestinos de seguro no recibirían con el mayor agrado. Al menos les aportaría una dosis de hidratos de carbono y me aseguraría, además, de mantenerme despierto. Antes de irme pedí los indispensables cigarrillos. ¿Qué haría sin ellos? La jovencita me agradeció la mustia propina, la saludé y partí por la calle larga, diagonal, hacia el norte.

Mi reloj marcaba las 11:30 p.m. Las mujeres del grupo “Alma de la Tierra” me habían pedido que no me demorase mucho más; mi teléfono móvil, en un nuevo acto cuasi milagroso, había podido recibir un mensaje de texto en el que me recordaban nuestra cita. Apuré mis pasos mientras metía un puñado de bocadillos en mi boca, al menos para interrumpir la languidez estomacal que hacía largo rato se hacía sentir tornándose más y más molesta. Pensando en la charla que tenía por delante traté de adivinar lo que Carmen y las otras podrían decirme, y, sin poder evitarlo, volví a recordar a Isabella. ¡Cuán mejores y tanto más combativos serían todos esos grupos femeninos con mujeres como ella! Pero no; ahora estaba lejos, demasiado lejos, y no regresaría.

Cuando ya me encontraba a poco más de una cuadra del portón de la Hermandad, me tocó presenciar, una vez más, la espantosa escena de una nueva y bestial detención. Desde el costado de un alto edificio vidriado, la columna oblicua de uno de los reflectores de la torre octogonal cayó sobre una ventana que apenas vibraba con luz naranja desde el interior, y entonces una alarma estridente comenzó a sonar. Se trataba de un piso alto, quizás el cuarto o quinto de un edificio menor, y en su interior podían verse varias siluetas oscuras revolverse nerviosamente, en apariencia buscando o tratando de hacerse de algo que –quise adivinar- valoraban mucho y necesitaban mantener a salvo. Luego, gritos de terror y desesperación porque, al pie del edificio y justo sobre su entrada, cuatro enormes vehículos negros y blindados frenaron con violencia y al segundo siguiente escupieron todo un escuadrón de esbirros armados y enfundados en sus cofias oscuras, con sus bastones, cascos y armas de fuego, sus señas marciales y su despliegue intempestivo, por completo decididos a todo. Se alinearon, patearon la puerta principal, y subieron divididos en dos grupos: uno por las escaleras, el otro por el ascensor cuyo habitáculo era visible desde la calle. Luego, la escena que me negaba a tener que volver a mirar…Más gritos, ordenes amedrentadoras, gritos sin fin, el llanto suplicante de una mujer y luego…un par de disparos…Aterrado, me escondí detrás de una columna de la vereda de enfrente y allí permanecí. El escuadrón volvió a salir, empujando con violencia una fila de jóvenes maniatados y con los rostros tapados; al final de la misma, la mujer que lloraba continuaba en estado de shock. “¡Los mataron!¡Los mataron!”, no cesaba en su clamor. Uno de los soldados la empujó dentro de uno de los blindados que inmediatamente salió chirriando los neumáticos, ahogando con el arranque los gritos finales que quedaron atrapados en la infernal estructura metálica y helada. En otro blindado fueron arrojados tres jóvenes más, y, al poco de arrancar este segundo vehículo, la escena tuvo el remate espantoso que yo también esperaba aun resistiéndome a verlo: los últimos soldados traían a la rastra los dos cuerpos sin vida, horrendamente envueltos en plásticos oscuros que ni siquiera eran las correspondientes bolsas mortuorias. Hicieron un par de señas, cerraron la puerta trasera luego de colocar el fatal cargamento, y se retiraron en dirección contraria a los otros vehículos. Quedé inmovilizado durante varios segundos durante los cuales mi rostro se había contorsionado tanto que ni siquiera había podido sentir las lágrimas; lloraba y no me había dado cuenta. Mi cuerpo temblaba de pies a cabeza, tiritaba por el frío del alma, imposible de ser traducido en palabras del lenguaje ordinario.

Me repuse como pude, me sequé las lágrimas y caminé la cuadra y media que me separaba del portón del grupo.

Cuando llegué, toqué brevemente luego de hacer una señal previa con mi teléfono móvil y esperé unos instantes. Se oyeron algunos pasos acercándose, y al final la enorme hoja metálica se abrió con su característico sonido. El rostro anguloso de una de las mujeres se asomó con su cabellera abundante y desprolija, su mirada firme, y las infaltables botas de caña alta hasta las rodillas. Se trataba de “Carmen” (así se hacía llamar, claro), siempre vestida con su “uniforme” civil, prendas simples y algo gastadas que ponían de manifiesto su inquebrantable fibra de luchadora, de idealista siempre dispuesta a ir detrás de sus convicciones.

Todavía recuerdo su saludo algo molesto…

-Pensamos que ya no vendrías…Te habíamos pedido que no vengas muy tarde…Recién supimos de una detención muy cerca de acá. Es peligrosa esta hora, ¿cuándo vas a entenderlo?

-Lo sé, lo sé…Y pido disculpas…En cuanto a la detención, ni lo menciones…Acabo de verla. Aun no puedo respirar con normalidad…

-¿Qué viste?

-Todo…

-¿Qué es todo?

-Se llevaron a varios jóvenes…Una chica gritaba horrendamente…No me puedo sacar los gritos de la cabeza…Hace años que vemos estos espectáculos de mierda y todavía no los puedo procesar…No me voy a acostumbrar nunca…

-¿No la viste cómo era? ¿Era rubia, alta, algo flaca? Yo y las chicas conocíamos a gente de ese grupo…Imagináte cómo nos cayó el enterarnos…Estamos shockeadas todavía, nos queremos morir…

-No, no…Apenas pude ver el grupo que salía. Yo estaba escondido, tenía miedo que me vieran también a mí…Fue espantoso…

-¿Y qué más viste? –me insistía, subiendo el último tramo de la escalera al fondo del pasillo.

-También pude ver los cuerpos, al final de todo…Los chicos ya se habían ido en los primeros vehículos. Los empujaron peor que a animales…Gritaban, se quejaban…¡Por Dios! Te lo cuento y lo voy reviviendo…¡Qué espectáculo de mierda, repito! –dije, profundamente afectado. Recuerdo todavía la tensión fluyendo a borbotones por mis venas.

-¿Cuántos mataron…?

-Escuche dos disparos y creo que vi dos cuerpos, nada más…y nada menos…Encima ni siquiera tienen la mínima consideración de usar las bolsas cadavéricas correspondientes. Los envolvieron en un pedazo de plástico así nomás, totalmente improvisado…Un horror total, por donde lo mires…

-Hijos de mil puta…asesinos…cobardes…-dijo Carmen, secándose un par de lágrimas llenas de bronca que bajaban por su mejilla derecha -.No sabés cómo los cagaría matando yo a ellos, uno por uno, si pudiese. Sé que está mal lo que digo, que la violencia no se arregla con violencia, y que si lo hiciera, caería al mismo nivel de ellos, pero no lo puedo evitar. Siento tanta bronca, tanta impotencia…

-Yo también siento la misma impotencia, Carmen…No te puedo decir cuánta…

-Te entiendo…Creéme que te entiendo…

-¿Están todas? Hace bastante que no las veo a todas juntas…Recuerdo la reunión en el sur, hace unos años. Cerca de los lagos…Qué lindos momentos de laburo. Eran años mucho más tranquilos, claro…Todo estaba mejor (o menos peor). Pero bueno, recuerdo siempre ese momento, ya me conocés cómo soy.

-Sí, sí, M. Sos el mismo nostálgico maricón de toda la vida –me miró con una sonrisa cansada-. Pero es verdad, fueron años muy ricos y lindos, y yo también los recuerdo con especial cariño. Respondiendo a tu pregunta, no. No están todas. Julia y Melisa ya se fueron, no podían quedarse, pero Paula y Raquel todavía están. Se interesaron en escucharte…

-Ojala sirva de algo…

Entramos al salón pequeño con una ventana ciega que daba a un patio interior. Como siempre pasaba con los salones de las Hermandades (igual también que el sótano de Viktor), el amoblamiento era mínimo, los asientos estaban improvisados con cajones y tablones, la luz era turbia, difusa, y siempre la infaltable radio prendida de fondo. Muy pronto habíamos logrado entender que una frecuencia eléctrica en continua transmisión era un muy buen obstáculo para los sistemas de rastreo de señales que las fuerzas del gobierno operaban día y noche en busca de los reductos donde se reunían los grupos de la resistencia. Además, nuestros “modernos” teléfonos móviles de las últimas décadas habían sido reemplazados por otros más rudimentarios pero menos susceptibles de ser localizados; y por eso, al tener un sistema de señal más primitivo, podía entrar en interferencia con algunas ondas de radio que lograban confundir, a veces, los sistemas del gobierno.

-Hola M. –me saludaron las dos mujeres restantes del grupo cada una sentada en bancos improvisados y formando un semicírculo.

-Pensamos que ya no venías…Es un poco tarde para andar circulando, ¿no te parece? Con las cosas que pasan, no es para andar jodiendo…-me soltó Paula, con su estilo desafiante y sarcástico de toda la vida. La mire ahí sentada, con su cabellera rubia electrizada de toda la vida y sus ojos verdes de mirada inquisitiva. Era una mujer profundamente inteligente y despierta, siempre se lo había dicho. A veces se ponía un poco difícil el debate con ella porque reaccionaba como un terremoto que amenazaba con tragarte bajo tierra, pero, afortunadamente, después el sismo pasaba y podía escuchar y razonar.

-Se demoró porque vio la detención; se llevaron a varios y mataron dos…-intervino Carmen sin demora, mientras organizaba una fila de tasas viejas y algo rajadas para servirnos café. Mientras lo hacía, vi cómo le temblaban un poco las manos y pude entender, más crudamente, cuánto le afectaban esas detenciones tan salvajes sin que importara el no haberlas presenciado directamente.

-¡¿En serio?! No…otra vez…-se agarró la cara Paula y comenzó a sollozar. Así como desplegaba la fuerza de la naturaleza, así también Paula se quebraba y quedaba reducida a un manojo de nervios desechos en apenas un segundo. Era realmente llamativo ver sus cambios emocionales tan vertiginosos en lapsos tan breves.

-Bueno, bueno…Chicas, a ver…¡A esta altura no nos puede alterar ni menos sorprender todo esto! ¡Nos están cazando y van a seguir haciéndolo! ¿Todavía alguien duda de ello? –dijo ahora Raquel, una de las líderes del movimiento -.Por eso tenemos que seguir avanzando en nuestro diseño…Y para eso estás acá, M…Espero que finalmente podamos ponernos de acuerdo en un par de temas fundamentales, básicos, que nos permiten progresar un poco.

-Sí, vine dispuesto a escuchar y ser escuchado, pero bien saben que tengo mis serias dudas de que lo que ustedes proponen sea ampliamente aceptado –argumenté, recordándoles las dificultades ideológicas que aún mantenían ciertos grupos de “la resistencia” entre sí.

Apenas lo mencioné, la atmósfera del lugar comenzó a enrarecerse rápidamente y la tensión aumentó. Era un clásico entre nosotros. Podíamos hablar por largas horas, debatir, enojarnos, tocar todos los temas y no llegar a nada, y después lograr que prevalezca el afecto sobre las ideas. Así y todo, la tensión crecía cada vez que las posiciones encontradas empezaban a alinearse en la “línea de partida”, dispuestas a oír el disparo que las lanzara a la pista una vez más.

-¿Qué es lo que te hace dudar? ¿Hay otra alternativa que golpear al sistema lo más duramente posible? O sino, ¡¿seguir esperando?! ¿A qué? ¿A que nos terminen de eliminar como ratas? –arremetió Raquel, colérica. Escribo estos recuerdos y veo sus ojos abiertos muy grandes a punto de salírseles de las órbitas.

Como Paula, era una mujer fuerte, de gran autoridad, solamente que más cerebral y notablemente más fría en momentos determinados. Tal vez por eso el resto la había elegido como conductora del grupo. Así como se enojaba, también usaba la frase “poner la cabeza en el freezer” para referirse a la necesidad de mantener las pasiones bajo control cuando la situación lo ameritaba.

La miré en silencio y preferí no replicar de inmediato. Sabia, desde hacía mucho, que lo peor que podíamos hacer los sobrevivientes, era comenzar a confrontar unos con otros al punto de no poder aunar ni los mínimos esfuerzos. De hecho, eso era justamente lo que los matones y demás psicópatas de la Corporación Internacional querían. Así, en el mediano o largo plazo, las fuerzas de la resistencia caerían por su propio peso y ya no sería necesario combatirlas.

Carmen recorrió el semicírculo repartiendo café. Luego intervino:

-M. sabe que nuestra idea ha sido siempre golpear al régimen de la Corporación, Raquel, y no está diciendo que no haya que hacerlo…Creo que, en todo caso, duda de la posibilidad de hacerlo al nivel que queremos llegar…-terminó y me miró, como dándome lugar a que yo continuase con la idea. Ese tipo de camaradería era común entre nosotros. También eso se había forjado a lo largo de muchos años de trabajo codo a codo, atravesando un sinfín de dificultades.

-Exacto. Gracias, Carmen. Encontraste las justas palabras…-comencé -. No es necesario que les recuerde que la cúpula del poder global no está acá, y, por desgracia, hoy es casi imposible detectar su principal enclave. Además, mucho del poder que controlan lo regulan con los grandes servidores del software exclusivo que desde hace muchos años han monopolizado. Estos ya no están localizados en un mismo lugar, como pasaba a fines de la década de 2020…-completé la idea y me detuve.

-Mira M…No me importa qué tan posible o imposible sea detectar a esas bestias genocidas…Ni menos me importa si los servidores regulan la geolocalización de las unidades de la resistencia, el espionaje a gran escala, el soborno a algunos líderes que se cruzan de bando por algunos miles de créditos digitales o qué se yo cuánta mierda más…Lo que te puedo asegurar, es que si agarramos a dos o tres de los peces más gordos a nivel Sudamérica, la cúpula va a tener que retrasar su avance. Si logramos recuperar al menos dos de las muchas macro ciudades, podemos empezar a desarticular algo del esquema de la Corporación…-afirmó rotunda Raquel, con la fuerza que la caracterizaba. Como dije antes, ahora ella había aplicado su técnica de “enfriamiento cerebral” y podía hablar de forma totalmente autocontrolada. Sabía bien que, aun intentando provocarla, se mantendría incólume y no perdería el foco de la cuestión que estábamos pensando grupalmente.

-Además, tenemos nuestros hombres y mujeres de confianza que se pueden acercar mucho a los niveles más altos. Y todos sabemos que, llegado el momento, cualquiera de los nuestros sería capaz de dejar la vida en la pista si eso contribuye a acercarnos a la meta. No nos olvidemos de eso…-agregó, recorriendo con la mirada a los restantes.

-Es así, lo sabemos bien. Ni hablar, no es necesario remarcarlo –añadió Paula y miró a Carmen.

-Obvio, claro que sí. Eso está por completo fuera de discusión. No dudamos ni un segundo que, quienes seguimos subidos a esta barca, somos capaces de dejarlo todo por la causa. Y, si todo lo que hemos vivido grupalmente y a nivel internacional, no nos movió de nuestro objetivo, es porque realmente estamos convencidas de lo que queremos –declaró Carmen.

-Por supuesto. Y si el resto del grupo estuviese acá, estoy convencida que ratificaría esta posición. No lo dudo ni un segundo –agregó Paula de nuevo.

-¿Algo más que tengamos que aclarar antes de continuar? –dijo Raquel.

-Por mí, no –respondió secamente Carmen.

-Ídem –señaló Paula.

-Bueno, M. Me parece que vos tenías algo para decir luego de mi última y larga declaración…-me dijo ahora Raquel.

-Sí, sí. Quería esperar a que se despeje un poco la bruma de las tensiones y las voces cruzadas, pero bueno, es parte de nuestras reuniones. Ya lo sabemos…

Me mantuve en silencio unos segundos y miré yo también al resto. Di un sorbo a mi café y entonces decidí avanzar sobre el punto más delicado, ese en el cual solíamos estancarnos largamente por discrepancias ideológicas. Las mujeres que me rodeaban lo vieron venir, ya que ellas como yo, sabían perfectamente que en cierto momento de la reunión íbamos a tener que abordar la cuestión más álgida de todas.

-Ustedes ya saben cuál es mi punto…Ustedes, los grupos de “Alma de la Tierra”, son algunos miles a nivel mundial y en grupos bastante aislados…Sigo creyendo que mientras más seamos, más efectivos podemos ser en nuestro empuje, y para eso es necesario articular esfuerzos con otros grupos, aunque ideológicamente sean muy dispares…

Volví a dar otro sorbo, esperé unos segundos y agregué una sola observación:

-Los grupos restantes, las Hermandades restantes, son harto conocidas por todos nosotros. Algunas están en las antípodas respecto de ustedes, lo sé, pero son las que son. Somos los que somos. No hay otras. Las Hermandades son esas, y después hay dos grupos más: la gran masa pobre de la humanidad, los pobres anónimos e invisibles, y después, la Corporación. Ni con la primera ni menos con la segunda, podemos contar para nuestra lucha. Por eso repito, las Hermandades son las que son. No hay otras…

-¿Vas a empezar con el tema de los grupos de la vieja cristiandad, los ecologistas y después los impresentables del pseudoliberalismo? ¡Esos grupos no tienen nada, no lograron nada! Empezando por los religiosos que siguen esperando al mesías, por favor, M., decinos que no vas a insistir con eso…-se levantó Raquel y avanzo hacia la ventana, dándonos la espalda -. ¡No puedo creer que le des crédito a esa gente! –se volvió enojada, con gesto trabado y mirada torva. En este punto sabía que podía “descongelar” su cerebro por unos instantes, despotricar, enojarse y descargar un rato su rabia, ya que, luego, iba a tener que “enjaular” nuevamente las bestias pasionales que la habitaban, porque el trabajo mental debía continuar. Y así funcionaba Raquel, soltando las bestias y luego volviéndolas a encerrar, para poder soltarlas después, cuando la circunstancia lo permitiera.

-Entre todos, somos varios millones a nivel mundial, Raquel, el asunto sería muy distinto…Yo no entro en cuestiones puntuales de sus creencias. Si los cristianos quieren esperar al mesías, si los neoliberales insisten en que el régimen corporativo se va a caer solo dentro de una década, o si los ecologistas se encogen de hombros y afirman que simplemente podemos refugiarnos en sus eco-aldeas, es una cuestión de cada grupo. Cada cual que elija creer en lo que más le plazca; lo que yo sí sé, es que todos padecemos y vamos muriendo a costa del régimen, y que lo mejor que podemos hacer, lo más inteligente, es aunar esfuerzos en ese punto donde todos confluimos: la no aceptación del actual estado de cosas, la opinión idéntica de que la Corporación es un gigantesco cáncer que nos va comiendo progresivamente y sin detenerse nunca, y, lo peor, la certeza de que a ese sistema bestial le importamos muy poco…

Carmen y Paula se quedaron en silencio y me contemplaron por unos segundos. Luego miraron a Raquel. Esta, otra vez, se hallaba en su centro pero no sabía por cuánto tiempo. Las bestias rondaban muy cerca de la puerta entreabierta de su jaula interior.

-Quizás podemos intentar una nueva conferencia como la que tuvimos hace un año, Raquel…No hay mucho que perder –dijo Carmen, que hasta ese momento se había mantenido algo silenciosa. La miré y la note más demacrada que al principio, con su pelo abundante y sus ojos siempre cristalinos pero más tristes.