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¿Cómo sería una novela negra disparatada, entretenida, llena de personajes sórdidos pero también de humor? ¿Cómo podrían conjugarse en una novela que se lee de un tirón la violencia, la ternura y varios elementos típicamente argentinos? La respuesta a esas preguntas tan específicas llega con "La torre de Sandro (Una historia con mentiras y café)", nuevo libro de Matt D. Ivansky. En esta oportunidad el prolífico escritor, conocido por la variedad de las temáticas que trata, se adentra con éxito en la parodia.
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Seitenzahl: 221
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Matt D. Ivansky
(Una historia de mentiras y café)
Saga
La torre de Sandro
Copyright © 2022 Matt D. Ivansky and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728062241
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Eso de andar escapándose, no habla bien de uno…
La pequeña sala de la comisaría le generaba los peores sentimientos. No solamente porque era fea, despojada, llena de un desagradable olor a humedad y a papeles viejos, amarillentos, sino porque, además, tenía sobre su cabeza un ruidoso tubo de luz fluorescente que no paraba de zumbar como una abeja gigante y que, sin duda, tenía la chocante virtud de agudizar aún más su hastío hasta la máxima irritación. Como ingrediente infaltable, algún milico desagradable había colgado un poster de su club de barrio sobre la pared que tenía justo frente a él, y al lado lo había rematado con una estampa de Nuestra Señora de Luján y un rosario. “Pobre la virgencita…”, pensó, mordiéndose el labio inferior y meneando la cabeza, “…por lo menos la hubiera puesto al lado de San Lorenzo…Al menos estaría acompañada por un santo y no tan amargo como esos, que apenas ganaron un par de torneos de la primera nacional…”. En medio de estas cavilaciones entre futboleras y devocionales, entró el cabo 1° Olaya, el mismo que alguna vez lo interrogara en el pasado. Medio flaquito, de mediana estatura, bien gringo, colorado y de ojos azules, con bastante cara de asustado. Por un lado, se alivió. En un par de preguntas, volvería a sus asuntos y no tendría que ponerse amenazante ni, mucho menos, tener que ponerse a negociar con el cana.
-Sargento Olaya, buenos días.
-Sí, sí. Me acuerdo de vos…
-Su nombre, por favor.
-Sandro.
-Nombre y apellido, por favor.
-Manzi. Sandro Manzi. Sí, como el tanguero, pero no soy familiar…Antes de que preguntes.
Olaya simplemente lo miró y no dijo más nada. Quizás, debido a sus veinte y tantos, ni sabía de quién le hablaba. En cambio Sandro, con sus cincuenta y cuatro, tenía otras memorias de barrio, de futbol y también de tango. Y Manzi, su apellido, sí que tenía que ver con el gran Homero, pero Sandro no tenía ganas de ponerse a explicar, y menos a Olaya, a quien, sin conocerlo, ya consideraba un verdadero hincha pelotas desabrido.
El cabo 1° ajusto la hoja en el rodillo grasiento de la Remington vieja y despintada, y comenzó con el estruendoso repiqueteo de las teclas que Sandro Manzi odiaba con toda su alma. Levantó los ojos al techos y respiró profundo. “Aquí vamos, la puta que lo parió…”, pensó.
-Usted está acusado de haber amenazado a una señora de barrio Norte…A ver, déjeme ver el legajo…Sí, amenaza con arma blanca, extorsión…Esto fue, en la noche del viernes…Usted está demorado acá desde entonces…
-Así es, mi estimado Olaya, soldadito de la patria.
Olaya lo miró por arriba de la Remington pero no dijo nada.
-¿Con quién se encontraba?
-Solari, yo y mi alma.
-Acá dice que estaba con dos individuos más. Un hombre y una mujer…
-No es así…Esa gente se acercó a preguntarme algo cuando la vieja gritó, diciendo que yo la había amenazado, y bla, bla, bla…Pero no fue así. Vieja mentirosa…Esa gente se acercó, amablemente, y después se fue. Yo estaba solo.
Olaya escribía cada palabra sin levantar la vista. Una taza de plástico junto a él lanzaba una ondulante columna de vapor de un café recién preparado y, lo peor de todo, era que se lo tomaría él solo porque jamás le ofrecería a Manzi. Este, por supuesto, también lo odiaba por eso. Con lo mal que había comido en los últimos días y encima en pleno invierno, hubiera matado por una taza de café caliente, aunque el cabo a cargo jamás se la daría ni aun pidiéndosela, y Sandro no se pondría a especular ni menos a rogar nada. Su orgullo, a pesar de todo, seguía intacto.
-¿Qué ocurrió después?
-No sé para qué tanta pregunta si tenés el expediente ahí, al lado tuyo…
-Tenemos que tomarle la declaración, Manzi.
-Sí, sí…Ya lo sé…A ver, a ver…-exhaló Sandro, acomodándose en la silla -. La vieja esta, después de gritar, se dio cuenta que todo había sido un malentendido, y nos pusimos a hablar. Yo le explicaba que jamás la lastimaría, que si tenía un cuchillo en la mano es porque acababa de abrir una botella de cerveza con el lomo de la hoja, y que justo la había visto a ella y, al verla una tipa rica, me había animado a pedirle plata para comprar otra botella más. Cuestión que ella, asustada, se imaginó cualquier cosa y comenzó a los gritos, que, como te decía hace un rato, generó confusión y atrajo a esas dos personas.
-A ver, a ver…¿Usted afirma que terminó hablando con la señora y aclaró el malentendido?
-Sí, sí, claro. Ella después entendió perfectamente que yo no quería hacerle nada, y por eso la pareja se alejó. Si yo realmente hubiera estado amenazándola, se hubiera quedado ahí, para defenderla, ¿no?
-¿Qué pasó después?
-Y bueno, mientras yo hablaba con la doña y le mostraba el cuchillo explicándole lo de la cerveza que te dije recién, alguien, algún boludo o boluda, no sé, miró desde la ventana alta de un departamento y se pensó cualquier cosa. Ahí hizo el llamado de emergencia y se pudrió todo. A los quince minutos tus compañeros me estaban metiendo en el patrullero para traerme para acá…Mirá qué cosa más disparatada, ¿no?
Olaya escribía sin parar, y solamente hacía una pausa para darle un sorbo a su café en taza plástica que Sandro no paraba de olfatear ansioso. No resistió más, se tiró el lance.
-¿No me hacés un cafecito, Olaya? ¡Dale, que no te cuesta nada!
-Usted está siendo interrogado, Manzi.
-¿Y qué tiene que ver? Yo no te voy a dejar de responder las preguntas, pero te pido un cafecito para estar más distendido. ¡Hace frío, Olaya!
-Usted está demorado en esta comisaría. No está acá para pedir café.
-Uhh querido…¡Qué poco le enseñan a ustedes de amabilidad en la escuela de policía! ¿No sabés todavía que si a un convicto lo tenés cómodo y bien atendido te va a colaborar mucho más y mejor que si lo tratás para la mierda?
-El lenguaje, señor.
-Bueeno…che…¡A ver! ¡Decime que vos nunca puteas un poco! ¡Si sos tan rígido tu esposa se va a ir con otro, no jodas! Si es que ya no se fue…Ojo.
Olaya abrió los ojos muy grandes y dejó de escribir en el acto. Además, se olvidó de su taza de café. Mirando para los costados y certificando que la puerta estaba bien cerrada, se adelantó sobre el escritorio, y, bajando el tono, preguntó:
-¿Cómo sabe usted eso, Manzi? ¿Me conoce, acaso? ¿Quién le habló de mí?
Sandro, al verlo acercarse y temiendo que le pegara, se había preparado con ambas manos esposadas pero en alto, a la altura del pecho, como quien intenta escudarse. La cara de sorpresa inicial comenzó a trocarse en una risa divertida que le hizo brillar los ojos con un placer indescriptible. Una vez más, como tantas veces en el pasado, había tirado un comentario azaroso y la había pegado, para total desagrado de su interlocutor que ahora, en el caso de Olaya, estaba preso de una inesperada paranoia. “Esta es la mía”, pensó Sandro, y comenzó a disfrutarla.
-Bueno, tu situación es bastante conocida, Olaya…Viste la perra esa, que se te fue con el otro, encima otro cana como vos, pero de más rango e influencia…-aventuró Sandro, continuando con el tanteo de posibilidades. Si no acertaba en este segundo argumento, tendría tiempo de acomodarlo diciendo que era un rumor, nada más, y que a la gente le encantaba hablar de cosas que no sabía. Pero no fue necesario. El cabo Olaya se volvió a conmover, pero, a diferencia de la primera vez, ahora ya no estaba enojado sino profundamente avergonzado.
-No me diga que hasta eso dicen…¡Por qué no se meten en su vida esos hijos de puta!
Dos a cero. Sandro había acertado de nuevo. Olaya apretaba las mandíbulas y comenzó a ponerse colorado.
-Y, viste cómo es…Todo se sabe, macho…Pero vos no te tenés que hacer la cabeza. Sos joven, tenés tu laburo…Hacé las cosas bien y olvídate. Hay muchas mujeres en el mundo, maestro.
-¿Qué otra cosa dijeron? Seguro que fue ese gordo de mierda, Lezcano, ese que te atendió cuando llegaste…Me tiene una envidia…
Sandro no podía más en su regocijo. Ahora sí que se estaba divirtiendo. En la situación que lo había puesto –sin querer- al cabo de turno, el escenario se le planteaba fácil de manipular, un verdadero juego de niños.
-Mirá, me parece que no es tanto el gordo, sino la petisita, la morocha que atiende el teléfono…
-Narváez…Esa es una flor de hija de puta que siempre estuvo caliente conmigo y, como no le doy bola, entonces anda hablando mal de mí…
Olaya, a esta altura, estaba rojo como un pimiento, y su café, por el contrario, se había enfriado irremediablemente. En la ira que lo carcomía, ya ni se acordaba de escribir y había olvidado totalmente su rol. Con ambos codos apoyados sobre la mesa, tenía la mirada baja y solamente meneaba la cabeza. Sandro no dejaría que se recupere, y entonces, volvió al ataque. Su experiencia lo precedía, y echaría mano de ella.
-Mirá, Olaya. Tengo un largo historial en las comisarías, te lo reconozco, pero creeme que no tengo delitos graves en mi haber. Y lo que sí aprendí todos estos años, es a estudiar detenidamente a los policías, ¿no viste cómo adiviné lo tuyo con solo mirarte?
Olaya lo escuchaba atentamente. Sandro continuó.
-Ayer, la petisita escribía algo en una hoja de libreta. Luego dobló el papel en cuatro y salió apurada rumbo a la oficina del comisario, al fondo del pasillo. Cuando terminaba de escribir yo justo pasé cerca de ella porque iba al baño, y alcancé a leer tu apellido en la parte inicial de la nota…
Olaya se quedó duro como una tabla. Ya ni respiraba.
-Y encima, para que ya no tengas dudas de que acá todo el mundo sabe todo de vos, te la termino así…
-¿Cómo? ¿Qué más viste?
-A mitad de la nota estaba el nombre de tu ex pareja…
-¿Fueron capaces de poner el nombre de Luciana? ¿Tan hijos de puta son?
Olaya había cantado como un canario, solo, sin que Manzi tuviera que hacer un gran esfuerzo más que echar mano de sus viejas mañas callejeras.
-Tal cual. Luciana, y con letras bien grandes…Y después se lo llevó al comisario.
-No te lo puedo creer…
-Bueno, y todavía tengo un dato más, Olaya, pero acá vamos a tener que negociar…
-¿Qué sabés?
-Algo de la respuesta de tu comisario…
-¡Mentís, no es verdad! ¡Me estás queriendo manipular!
Olaya comenzó a ponerse muy nervioso y se dispuso a retomar el interrogatorio, obligándose a olvidar todo lo oído, tratando de negarlo, de sacárselo de la cabeza.
-Estábamos con su declaración, Manzi. Siga por favor –intentó, con el formalismo de siempre. Sandro no soltaría la presa ni aunque lo mataran a palos.
-¡Olaya, escúchame! ¡No te estoy mintiendo! ¡Es verdad lo que te digo! ¡Hace días que estoy acá, tengo todo el tiempo del mundo, soy muy observador y conozco a la policía! Además, me paso toda la vida igual. Me entero de cosas que vienen a mí solas, sin que yo haga nada por averiguarlas.
Olaya volvió a dudar y volvió a dejar de lado su tarea de escribiente.
-Yo creo que tu cuestión personal está siendo muy mal interpretada, y la están usando para cagarte…Hasta me atrevería a pensar que te quieren remover del puesto, a causa de lo que el otro policía que anda con tu ex, estuvo comentando de vos…
El cabo 1° ahora estaba totalmente conmocionado. Quedó con la boca abierta y apenas pudo articular algo.
-¿Qué más sabés?
-Bueno, como te dije antes, acá tenemos que negociar, Olaya. Si vos conseguís que yo declare en la comisaría sexta donde puedo acceder más fácilmente al abogado que me toca por jurisdicción, entonces ahí te paso el resto de la información…A vos no te cuesta nada llevarme, no perdés nada, y ganás mucho. Ganás al conocer cómo viene el manejo, y encima con algo tan delicado como tu laburo…
Olaya dudó, frunció los labios y tragó saliva. Miró hacia la puerta y enseguida dijo:
-Esperame un minuto.
-Por supuesto –replicó Sandro, estallando de euforia, pero sin manifestarlo.
Lo bueno de tener amigos
Cuando Olaya lo subió al patrullero parado en la puerta de la comisaría, Sandro Manzi se rió para sus adentros, totalmente satisfecho y afirmando rotundamente que, sin lugar a dudas, la reciente gambeta con el cabo 1° había sido de las más fáciles y mejor acabadas en su larga carrera de escapadas furtivas. Adelante, sentado frente al volante, el policía todavía exhalaba nervioso mientras metía las llaves en el tambor de arranque del pequeño Renault destartalado de la comisaría, mientras Sandro, en el asiento trasero, miraba esa tarde invernal y espantosa apagarse lentamente. Las típicas calles de casas similares y en su mayoría de frentes inacabados, las mujeres yendo y viniendo con las compritas de última hora, y los infaltables perros vagabundos rompiendo las bolsas de basura, le daban al escenario urbano un infalible matiz de abandono y carencia. Terrenos olvidados y poblados por almas errabundas, depresivas.
Tratando de no detenerse en recuerdos tortuosos que, de hecho, le sobraban, Sandro se acomodó como pudo en el asiento trasero, intentando ante todo que las esposas no se le incrustaran mucho en los huesos de la cintura y lo dejaran marcado, como tantas veces le ocurriera en el pasado. Se puso un poco de costado y trató, así, de mitigar la incomodidad y el dolor. Todavía recordaba el café humeante de Olaya y además le sonaban las tripas del hambre; el menú de la comisaría de los últimos días, lo había llevado al borde de las náuseas. Esos guisos fríos y sosos con un pedazo de pan enorme y gomoso, un vaso plástico con agua, y, como un lujo, una porción de postre de vainilla como remate digno (o indigno), había sido su dieta obligada. ¡Lo que daría por una porción de asado como el que hacía su compadre, el Julio! ¡Unas mollejas, unos chorizitos jugosos, unas costillitas o un vacío bien cosido y con mucho condimento! ¡Ay, la puta madre! ¡El vinito tinto sería lo más fácil de conseguir! Hasta él se lo podría pedir fiado a cualquier comerciante conocido del barrio…
-¿Y, Manzi? ¿Cómo sigue esto? Te estoy escuchando…
La pregunta imperativa del cabo Olaya desde el asiento delantero y mirándolo por el espejo retrovisor, lo sacó de sus penosas añoranzas, lo cual, por un lado, era mejor. El nervioso de Olaya le había hecho otro favor, sin quererlo.
-No te entiendo, pibe…
-Me dijiste que tenías otro dato de Luciana…Algo que el comisario sabía, que lo viste escrito en un papel ¿Ya te olvidaste?
Efectivamente, Sandro, por unos segundos, se había olvidado de aquella historia vil, y ahora estaba, una vez más, metido en un brete del cual no tenía ni idea cómo iba a salir.
-¡No, no! ¡Che! ¿Cómo me voy a olvidar? ¡Con el favor que me estás haciendo!
Mientras introducía nuevamente la intriga que volvía a captar la atención desesperada del joven y despechado policía, Sandro rogaba que las cuadras pasaran y que pronto llegaran a la comisaría que sería su definitiva salvación.
-Bueno, ¿entonces? ¡Hablá, Manzi! ¡Dale! –se desesperó el cabo.
-Tranquilo, pibe, tranquilo…Mirá, la cuestión es así…-comenzó Sandro, acercándose al apoya cabeza de la butaca del conductor, como queriendo buscar el oído de Olaya. Este, interpretando de inmediato el gesto, acercó la nuca medio de costado y abrió los ojos muy grandes, como quien se prepara para la revelación final.
Mientras pensaba qué nuevo cuento iba a inventarle al conflictuado Olaya, Sandro miraba y miraba las calles y veredas, rogando que el pie del cabo se pusiera, de golpe, pesado como si fuera de plomo macizo, cayendo sobre el acelerador tan brutalmente que las cuadras faltantes pasaran como un rayo frente a sus ojos. Pero no; todavía faltaban unas cuantas cuadras para la Comisaria 6ta, y Sandro tenía que barajar algún juego distractivo.
-Yo estaba en mi celda y el otro cabo, el gordo, que no me sale el nombre…
-Lezcano.
-Ese, claro. Lezcano, luego de traerme la bandeja con la comida, miró de costado y vio que nadie lo veía. Nadie menos yo, obvio, que me hacía el distraído, el que estaba pendiente de si la sopa estaba fría y qué se yo qué más…Pero él no sabía que, en realidad, yo lo estaba estudiando finito…
Otra cuadra más. El conteo mental de Sandro no paraba. Ya faltaba menos.
-Sí, ¿entonces?
-Bueno, cuestión que el gordo, nervioso, me entrega la bandeja, vuelve para adelante, para la mesa de entradas, le dice algo a la petisita, ¿cómo se llamaba?
-¡Narváez! ¡La hija de puta esa! Pero dale, no importa.
-¡Esa! Sí, sí…tiene una mirada de harpía…Bueno, la cuestión que se acercan, el gordo le dice algo (yo creo que le estaba pidiendo que lo cubra), y entonces Lezcano vuelve por el pasillo, pasa frente a mi celda y ahí es cuando lo escucho decir algo de “Luciana”…
Otra cuadra más, y contando. El Renault viejo iba tan lento, y Olaya que parecía demorarlo todavía más…
-Pero, cómo…¿No me dijiste que viste el nombre de mi novia escrito en un papel?
Ay. Error. Sandro metió la pata, pero, ni lento ni perezoso, aprovecharía para –nuevamente- jugar irónico con el despecho del cabo, y eso le daría tiempo para remendar el bache.
-Novia, no…Ex novia, dirás…Si te dejó por otro, ¿no?
-¡Bueno, sí, sí! ¡Dale, que ya llegamos!
-Yo había visto el papel cuando Narváez pasó caminando despacio frente a la celda. Lo llevaba agarrado junto con una carpeta, bajo el brazo, y al cruzarse con uno que venía también por el pasillo, medio que se chocaron, frenaron el paso, y ahí yo pude ver el garabato y el nombre “Luciana”, escrito grande, en un costado. Pero eso fue antes. Ahora, lo que te cuento, es lo que escuché cuando vino el gordo luego de secretearse con la petisa, y pasó frente a mi celda…
Una cuadra y el teatro se termina. Sandro la estira lo más que puede.
-¡Qué escuchaste!
-Perdón, Olaya…Las esposas me están matando. Se me clavan en el culo y ya no sé cómo ponerme. ¿No me las aflojás un poco, por favor?
-¡Pero ya llegamos! ¡Dale, qué oíste!
La vereda de la Comisaría 6ta ya se ve a media cuadra. Sandro suspira aliviado. Ahora, ruega que la suerte lo acompañe, que le sea generosa una vez más.
-El gordo pasa frente a mí, ahí se planta, vuelve a mirar a la petisa que le hace de campana en la otra punta del pasillo, y parece que se olvida de lo que le tiene que decir al comisario. Entonces, medio en secreto pero alzando la voz, le pregunta…
(Sandro mira la vereda de la comisaría. Alguien tiene que aparecer y saludarlo, al menos. Ya está medio de noche, pero todavía se ve).
-¡¿Qué le dijo?!
-Le dice… “Che, la idea sería que le sugiera a Oviedo que lo mueva a Olaya para la zona cuatro de La Matanza…¿no?”
Sandro espera. Espera a que el veneno potentísimo haga efecto. Espera y no dice más nada. Olaya va bajando la marcha lentamente, y, cuando encuentra un espacio entre dos autos, mete la trompa del Renault y para. Se da vuelta, lo mira a los ojos y no lo puede creer. Si bien está oscuro, Sandro está seguro que el cabo 1° está pálido como la teta de una monja. El veneno fue efectivo. La mentira pegó en el blanco.
-No te puedo creer que le pidieron a Oviedo que me traslade a La Matanza…
-Y, eso parece, pibe…Yo sabía que te iba a caer mal…Pero bueno, es tu laburo…Yo te quiero ayudar.
-No te puedo creer…Esos hijos de puta…Y yo que los tenía por buenos compañeros…
-Tranquilo, Olaya…Ahora tenés que pensar, no tenés que actuar en caliente –agrega Sandro, algo nervioso, porque el Renault quedó medio escondido y no se ve nadie en la vereda de la Comisaría 6ta. Empieza a proferir insultos mentalmente, ruega que alguien se arrime al patrullero pero nada, nadie aparece. Solamente una señora vieja pasa con el carrito de las compras y mira curiosa a Olaya. Este, como detenido en el tiempo, suspira y mira hacia adelante, con la mirada perdida. Sin volverla, le pregunta a Sandro:
-¿Dijeron algo más?
A esta altura, Manzi ya siente lástima por el cabo 1° Olaya, pero el plato está servido y ya no hay vuelta atrás.
-Bueno…Ahí me parece que la petisa le dio un nombre…Algo relacionado con Luciana, porque, al preguntarle, le mostró el papel de lejos, como repasando lo que decía la nota…Yo digo ¿no le estaría preguntando por el otro milico, el cana por el que te dejó tu ex novia? No me acuerdo el apellido…Empezaba con S…con R…con L…
Sandro sigue improvisando salvajemente y Olaya, ya sin remedio alguno y totalmente subyugado y pasivo ante su propio tormento, sigue cantando como un ruiseñor.
-No te puedo creer…-se agarra la cara-…Tiene que ser uno de dos…Lucchetti o Láinez…-dice, casi quebrándose.
-¡El primero! ¡Lucchetti! Me acuerdo porque era un apellido italiano.
-Me hizo cornudo con Luchetti, nomás, la desgraciada esa…Con razón que el forro de Lucchetti después andaba como serio conmigo, apenas si me saludaba…Tenía cola de paja, claro…
-Pibe, me matan las esposas…En serio…Bajame, por favor…-aprovecha Sandro.
Olaya da un pequeño respingo y vuelve en sí. Se acuerda que es cabo 1° y que está en servicio.
-¡Sí, sí! Perdón.
Para entonces, la luz se hizo para Sandro. Cuando mira para la vereda, ve la silueta enorme y panzona de un viejo conocido que lo saluda mostrándole ambas manos con las palmas vueltas hacia arriba y los dedos todos juntos en el típico gesto de interrogación bien porteño.
-Ahí está el comisario Funes –dice Olaya, y desde adentro del patrullero intenta una venia que el jefe gordo ni siquiera registra. Sandro lo ve, y esboza una sonrisa de júbilo.
-¡Manzi y la puta que te parió! ¿Qué cagada te mandaste ahora, infeliz? –dice Funes, y después se agarra la cabeza con ambas manos en el medio de una carcajada que le hace saltar la panza. A continuación y ahogado por su propia risa, larga una carraspera espesa, bien de tabaco, y le indica a Olaya que lo baje al reo. El cabo, con prontitud, baja de su asiento, va hacia atrás, abre la puerta y hace bajar a Manzi. Luego, le saca las esposas y vuelve a meterse al auto.
-Vení, vení…Vamos para adentro –le dice Funes a Sandro. Y luego, mirando al cabo:
-Gracias, Olaya. Siga nomás, y salude a Oviedo de mi parte.
-Sí, señor. Como usted ordene –responde con prontitud el cabo. Este, antes de arrancar nuevamente el Renault, mira a Sandro por la ventanilla baja y le dice:
-Hasta luego, Manzi…-y viendo que Funes va adelante, hablando solo y a los gritos, agrega en tono bajo -…gracias por la información…
Sandro levanta una mano y con gesto altanero del mentón, replica:
-Por nada, querido. Mucha suerte en lo tuyo…
La Comisaria 6ta no cambió en nada. Sandro ya no recuerda la última vez que estuvo ahí, aunque está casi seguro que fue la última vez que lo agarraron en una movida que había hecho con unos turcos de Avellaneda, logrando meterse en unos depósitos de ropa y otras mercaderías que a su vez eran de unos judíos que las vendían en Once. Un tal Irigoitya estaba metido en el quilombo, recuerda, y otro conocido de él los había vendido con la cana, por algo de guita. No se acuerda bien, pero tampoco le importa.
La entrada de bancos de madera y pared pintada en tono verde chillón, está igual. El olor del tabaco y el café barato impregnan la sala de entradas, y las infaltables luces blancas que tanto odia le castigan los ojos apenas entrar. Sentadas, dos mujeres esperan que la oficial de turno les tome la denuncia; frente a ellas, una señora algo mayor aguarda con un nene dormido en su falda, y en la otra esquina un viejo muy borracho duerme tirado a lo largo, como si fuera su propia cama. Ronca a pata suelta y hasta balbucea algunas palabras imposibles de entender. En la radio, el noticiero de la noche retumba bajito en la voz de un locutor que parlotea monocorde, como una cotorra.
Pasando junto a la tabla alta que hace las veces de mesa de recepción, Sandro Manzi sigue derecho para el fondo, detrás de la pesada silueta de Funes que comienza a canturrear un ritmo conocido. Doblando a la derecha avanzan un trecho más y llegan a la puerta de su oficina, entre olores intensos de yerba lavada, baños no muy higiénicos y el olor inconfundible que larga la tinta de las máquinas de escribir.
“…cómo olvidarte en esta queja, cafetín de Buenos Aires….
….si sos lo único en la vida que se pareció a mi vieja…”
Funes, ya dentro de su oficina, entona el clásico y hasta tiene cara para ensayar un paso de tango, con sus pies enormes y sus caderas recargadas de matrona. Pone una mano en su panza y estira el otro brazo sobre el costado, en la típica postura de quien abraza a la pareja y la toma de la mano. Sus bigotes gruesos se curvan hacia arriba cuando frunce el ceño y aprieta los ojos, sintiendo el compás del bandoneón bien dentro de las vísceras. El uniforme de comisario le queda apretadísimo y las manchas de café, mate y otros líquidos misteriosos lo pueblan del pecho para bajo y son bien visibles, a pesar del azul oscuro de la tela. Las charreteras cuadradas, bordadas en rojo y dorado, le cuelgan insulsas de los hombros –una, medio suelta- y están algo viejas, con algunos hilos cortados.