Resignación infinita - Eugene Thacker - E-Book

Resignación infinita E-Book

Eugene Thacker

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Beschreibung

El pesimismo no tiene más que un efecto: introducir humildad en el pensamiento. Ese es el intento de Eugene Thacker en este libro, de la mano de una constelación de autores como Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche, Philipp Mainländer y Søren Kierkegaard, Fernando Pessoa y Franz Kafka, Albert Camus y Emile Cioran, entre muchos otros. El pesimismo y el nihilismo, el suicidio y el problema de la extinción humana son algunos de los grandes temas del libro. Resignación infinita es una obra tan humilde como fundamental de uno de los grandes autores de la filosofía contemporánea, un refugio de pensamiento para una época difícil de transitar, un intento de llegar al otro lado. Un libro que busca ser, como dice Thacker, "el punto luminoso en el que la lógica se transforma en contemplación. Abismados en el pensar. Dormidos sin soñar. A la deriva en el espacio profundo".

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Seitenzahl: 427

Veröffentlichungsjahr: 2024

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EUGENE THACKER

Resignación infinita

Traducción de

Alejo Ponce de León

ÍNDICE
Portadilla
Legales
Presentación, por Tomás Borovinsky
Una suerte de prefacio
Sobre el pesimismo
Los santos patronos del pesimismo
Acerca del autor
Otros títulos

Thacker, Eugene

Resignación infinita / Eugene Thacker

1ª ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Adriana Hidalgo Editora, 2024

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

Traducción de: Alejo Ponce de León.

ISBN 978-631-6615-24-4

1. Filosofía Contemporánea. I. Ponce de León, Alejo, trad. II. Título.

CDD 191

Título original: Infinite Resignation

Traducción: Alejo Ponce de León

Autor: Eugene Thacker

Concepto: Tomás Borovinsky y Carlos Huffmann

Editor: Tomás Borovinsky

Coordinación editorial: Gabriela Di Giuseppe

Diseño de identidad y editorial: Vanina Scolavino

Arte de tapa: Carlos Huffmann

Infinite Resignation

All Rights Reserved

Design and typography copyright © Watkins Media Limited 2018

Text Copyright © Eugene Thacker 2018

First published in the UK and USA in 2018 by Repeater, an imprint of Watkins Media Limited

www.repeaterbooks.com

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2023

www.adrianahidalgo.es

www.adrianahidalgo.com

ISBN 978-631-6615-24-4

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Disponible en papel

PRESENTACIÓN

Por Tomás Borovinsky

Eugene Thacker es un filósofo estadounidense, profesor de la New School for Social Research de Nueva York, autor de numerosas obras y artista. Recientemente se publicaron en castellano libros como el breve Pesimismo cósmico en 2015, editado por Melusina, una especie de trailer de Resignación infinita. También la trilogía subtitulada El horror de la filosofía, que dio inicio con En el polvo de este planeta (2011), siguió con Rutilante cadáver especulativo (2015) y que cerró con Tentáculos más largos que la noche (2015), publicada por Materia Oscura. Esta trilogía explora el misterio, el horror y el vínculo con lo no-humano de la mano de autores y temas como la teología política, John Milton, William Blake, H. P. Lovecraft, Carl Schmitt y series como X-Files o Fringe por nombrar solo algunas de las incontables referencias que utiliza Thacker. Además, como artista, sacó dos discos. El primero en solitario en 1998, de música noise, Sketches For Biotech Research [Bocetos para la investigación biotecnológica]. Y recientemente, en 2022, junto a Siavash Amini, Songs for Sad Poets [Canciones para poetas tristes], un homenaje a poetas como Gérard de Nerval, Giacomo Leopardi, Mario de Sá Carneiro y Alejandra Pizarnik, entre otros. Un disco de darkambient que el autor denomina “anti-música”. También dejó sus marcas en la cultura de masas. Nic Pizzolatto, creador y autor de la serie True Detective, señala a Eugene Thacker como una influencia fundamental, junto a otros como Thomas Ligotti y Ray Brassier, para crear la historia en general y el personaje nihilista de Rust Cohle, personificado por Matthew McConaughey, en particular.

La aparición de Resignación infinita no podría ser más adecuada. Vivimos una época que cruza la peor combinación posible de positividad y depresión. Puede sonar a contradicción, pero es lógico. Es un tiempo que demanda una pura aceptación de lo existente, que convive con una insatisfacción generalizada. Estamos atravesados por una disforia anímica y material. La positividad está de moda. Florecen aquí y allá libros de autoayuda con técnicas para hacer más dinero en menos tiempo o avanzar en el campo de la lucha por la vida. También proliferan los nuevos gurúes positivos a través de videos en redes sociales con el objetivo de levantarnos el ánimo y conectarnos para seguir andando. Pero si pululan filósofos del entusiasmo y todo eso existe es en parte porque a mucha gente le funciona. La llamada autoyuda sirve para atravesar existencias sufrientes. Encuentran ahí algo que les permite atravesar una cultura que nos exige demandas contradictorias y dolorosas. La proliferación de optimismo confirma las premisas del pesimismo de Thacker. La preocupación por no caer en las garras de lo absurdo de la existencia va más allá de los asuntos pesimistas. La diferencia es que mientras los optimistas operan en la superficie del problema, los pesimistas tienen una respuesta netamente existencial al hundirse en el problema. La salida del laberinto es por abajo.

El pesimismo tiene antecedentes que este libro recupera, homenajea y a los cuales rinde tributo. Resignación infinita es un libro tan contemporáneo como a contracorriente de la época. Si decimos que hoy vivimos un tiempo de pleno crecimiento exponencial de diversas filosofías del entusiasmo y el optimismo, es porque hay una tácita coronación del contra-pensamiento en aras de la funcionalidad social. Como dice Fernando Pessoa, “si el corazón pudiera pensar se pararía”. Este libro, en línea con el poeta portugués, nos invita a dejar de funcionar y pensar.

Para Thacker, los filósofos pesimistas son los de pensamiento más tranquilo. Hay una búsqueda de desempoderamiento autoinfligido. Porque de haber tenido más voluntad de poder, más seguridad en sí mismo, el pesimismo hubiera transformado todo su desencanto en una especie de religión laica. Pero su foco está en otro lado, y prefiere ser una constelación dispersa de ideas unidas por una red de plena conciencia de la derrota inexorable. Cuando la complacencia impera y la autocelebración es la norma, el pesimismo tiene mucho para dar incluso sin proponérselo. Solo por el hecho de estar e irrumpir. Un punctum de negatividad en un continuo de entusiasmo y positividad. Por suerte, sin tener ni la voluntad de ser religión, ni la potencia quizás para ser una filosofía, al menos el pesimismo puede tener claridad de ideas. No es poco.

En los filósofos pesimistas hay, en general, un cierto distanciamiento de las luces del poder y muchas veces una indiferencia o reacción frente a los grandes sistemas filosóficos establecidos. Por eso Georg Wilhelm Friedrich Hegel ha sido un clásico adversario del pesimismo. Y Arthur Schopenhauer, filosofo pesimista por antonomasia y maestro de filósofos pesimistas, tuvo como gran némesis al autor de las Lecciones sobre la filosofía de la historia. Hegel era un pensador del progreso humano que leía la historia de Occidente como una historia universal que iba de Este a Oeste: de China a Europa. Filósofo de Estado, para Schopenhauer no era más que un charlatán o una “bolsa de viento” [Schwätzer]. La influencia de Schopenhauer rindió sus frutos. Søren Kierkegaard, Friedrich Nietzsche, Philipp Mainländer, presentes en este libro, son algunos de ellos. Nietzsche, otro enemigo de Hegel, quien se llevó El mundo como voluntad y representación de Schopenhaueren un arrebato de una librería de segunda mano en Leipzig, que sintió su influencia para luego alejarse, dijo: “desconfío de todos los sistematizadores y los evito. La voluntad de un sistema debe ser una falta de integridad.” El autor de Así habló Zaratustra, productode sus dolencias y condiciones médicas, elementos que se exploran en este libro, debió abandonar la escritura más sistemática camino al aforismo, que es a su vez la metodología de escritura de Resignación infinita. Como dice Thacker, “el pesimismo renuncia a toda pretensión de sistema, a la pureza del análisis y a la dignidad de la crítica”. En resumidas cuentas, la filosofía pesimista puede ser profunda y sólida sin ser sistemática.

Dice Lev Shestov, citado en este libro, que “ser irremediablemente infeliz es vergonzoso. Y como, tarde o temprano, todo individuo está condenado a una infelicidad irremediable, la última palabra de la filosofía es la soledad”. Sin embargo, el vínculo entre pesimismo y misantropía es complejo. ¿Todo pesimista es un misántropo, pero no necesariamente al revés? Pensemos en Henry David Thoreau. El autor de Walden era capaz de instalarse en una cabaña a escribir, reduciendo al mínimo sus interacciones con otros humanos, lejos de la ciudad, experimentando y reconectándose con la naturaleza. Se puede abandonar la civilización y el mundo moderno sin que esto implique un giro pesimista. De hecho, dejó testimonio de su compromiso político y público. Thoreau es autor de Walden pero también de Desobediencia civil. Ningún pesimista de estricta observancia se interesaría por los asuntos públicos del modo en que lo hizo alguien como Thoreau. El coraje pesimista pasa por otro lado.

El suicidio es un problema clásico del pesimismo. Como dice Thacker, “uno se suicida no porque quiera morir, sino porque ya está muerto... en cuyo caso suicidarse ya no vale la pena”. Por eso va a decir que el pesimista es incapaz de suicidarse. Irónicamente, es su misantropía la que lo aleja del suicidio. No por nada la sociología científica nace pensando el suicidio como hecho social de la mano de Émile Durkheim. Para el pesimista, el suicidio no resuelve nada: el suicidio es demasiado humano. Además, Thacker dice que hay dos tipos de pesimismo: el que dice que el fin está cerca y el que se pregunta si acaso esto nunca va a terminar. Pero también advierte que “el pesimismo sería más noble si no fuera por su derrotismo. En cierto sentido, los pesimistas son en realidad místicos fracasados”.

Resignación infinita rinde tributo a los que llama los “santos patronos del pesimismo” (Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, Cioran, etc.). Dice que “los santos patronos del pesimismo velan por nuestro sufrimiento. Lacónicos y huraños, nunca parecen hacer un buen trabajo protegiendo, defendiendo o intercediendo en nombre de los que sufren. Quizás ellos nos necesiten más de lo que nosotros los necesitamos a ellos”. Sin embargo, “no hay filosofía del pesimismo, tan solo el reverso”, dice Thacker, el filósofo pesimista no se proclama como tal. Es más una acusación que una filosofía. Autoproclamarse “filósofo pesimista” sería una especie de contradicción o falla, como condecorarse a sí mismo por haber perdido una batalla. Al final del arcoíris oscuro del pesimismo no hay redención, pero quizás sí un tesoro. El desencanto puede ser también un premio. El pesimismo no defrauda porque nada promete. Quien salga defraudado es porque ingresó al laberinto por error. Como dice Thacker, “el pesimismo también tiene su propio argumento ontológico: la existencia es aquello más allá de lo cual no se puede concebir nada peor”.

Dijimos que el suicidio es un tópico pesimista clásico. Si bien Albert Camus consideraba al suicidio como un asunto filosófico fundamental, que nos permitía tomar control de nosotros mismos, y creía que debía ser superado “heroicamente” asumiendo las contradicciones y lo absurdo de la vida, otros como Philipp Mainländer pensaron la posibilidad de un suicidio a nivel especie. Por eso Thacker va un paso más allá de reflexionar sobre el suicidio e intenta pensar, con total radicalidad, el problema de la extinción humana. Todos los animales tienen el don de la hostilidad, pero solo los humanos somos capaces de despreciarnos a nosotros mismos como especie. “Desprecio, luego existo.” Si la guerra de todos contra todos de un Thomas Hobbes podía ser un ordenador político y social, y la muerte un punto límite para pensar el sentido de la vida para el existencialismo filosófico y literario, la extinción humana será para pensadores como Thacker el gran horizonte ordenador para el verdadero y extremo punto límite que nos permite pensarnos a nosotros mismos en tanto que humanos.

La extinción futura es un hecho, un final que es un punto de partida para la especulación existencial. No hace falta ser pesimista para considerar la extinción como un horizonte o destino, hasta los más realistas lo toman como un futuro al menos remoto. Una realidad que los más optimistas pueden querer combatir a base de experimentos prometeicos como la conquista del espacio exterior y la expansión interplanetaria de la especie humana. Thacker piensa el lugar de la especie humana en relación con la Tierra e intenta contribuir a pensar lo que él denomina como un “mundo espectral y especulativo” denominado “un-mundo-sin-nosotros”. Ya decía en su trilogía mencionada al principio que “el mundo-sin-nosotros es la substracción de lo humano del mundo, y decir que es el antagonista del ser humano es intentar reconducir esa ecuación a unos términos más humanos, a los términos del mundo-para-nosotros”. Sostiene que, en un tiempo en que la metafísica fue reemplazada por la física resulta irónico que el cosmos sea indiferente tanto a nosotros como al pensamiento mismo. Además, dice que “nuestro monopolio sobre la superioridad especista es tan grande que estamos dispuestos a llevarlo a su conclusión lógica. Nos vamos a encargar de que nada pueda venir a destronarnos. La extinción demuestra la superioridad de la especie”. Nos recuerda que Jean Baudrillard llama a esto un verdadero “humanismo salvaje”.

El pesimismo, contrariamente a lo que se cree, es fuerte. Como dice Thacker en Resignación infinita: “en el pesimismo hay una certeza que ninguna cantidad de fe o de razón puede derrotar.” El pesimismo quizás no sea ni religión ni filosofía, pero puede ser un refugio o fortaleza. Un búnker de cristal.

UNA SUERTE DE PREFACIO

Por definición, no puede haber esperanza alguna para un libro como este: su propia existencia resulta poco confiable. Si todo acaba en la nada, ¿para qué tomarse la molestia de escribirlo en primer lugar? Es como estar atrapado en un círculo vicioso, confinado a la lógica absurda de la autoconciencia más incómoda.

Parece que hay dos opciones: pronunciarse sobre esta situación o permanecer en silencio. El fracaso del escritor reside en el hecho de que sabe que debe elegir lo segundo, pero no puede evitar intentar lo primero. Los escritores (y los lectores... cuando hay lectores...) se consuelan dándole un nombre a este fracaso: disculpa, confesión, testimonio, tratado, historia, biografía, una vida. Pero la continua acumulación de aquello que no se puede expresar con palabras siempre apunta a este entendimiento básico: cuando se trata de los seres humanos, el silencio es la forma de expresión más adecuada.

Hay, entonces, dos caminos. En última instancia, los escritores sueñan con no tomar ninguno de ellos y dejar que se pierdan en el bosque. Pero eso es tan solo un sueño.

SOBRE EL PESIMISMO

Existe una filosofía entre el axioma y el suspiro. El pesimismo es aquello que oscila, lo que está en ciernes.

*

Donde quiera que ocurra, como sea que ocurra, el pesimismo no tiene más que un efecto: introduce humildad en el pensamiento. Socava las incontables conductas autocelebratorias que constituyen al ser humano. El pesimismo es la humildad de la especie que se ha bautizado a sí misma, aquella idea que tropieza furtivamente con sus propias limitaciones, apenas llegando a levantar vuelo gracias a las alas negras de la futilidad (¿acaso esto es útil...?).

*

El pesimismo es la faz nocturna del pensamiento, un melodrama en torno a la futilidad del cerebro, un lirismo redactado en la tumba de la filosofía. Nadie precisa el pesimismo del mismo modo en que se necesitan la crítica constructiva, el consejo, la devolución, los libros inspiradores o una palmadita en la espalda (aunque me gusta imaginar el pesimismo como una forma de autoayuda). El pesimismo es insostenible como posición filosófica. Ningún filósofo que se precie se describiría jamás como pesimista: es más una acusación que una filosofía. Sin embargo, todo el mundo –sin excepción– ha tenido, en algún momento de sus vidas, que enfrentarse al pesimismo, si no como filosofía al menos como queja: contra uno mismo o contra los demás, contra lo que nos rodea o contra nuestra propia vida, contra el estado de cosas o contra el mundo en general.

Lo más cerca que el pesimismo puede estar de la argumentación filosófica es en el jocoso y sardónico enunciado “nunca lo lograremos”, o simplemente: “estamos condenados”. Cada iniciativa condenada a fracasar, cada proyecto condenado a la incompletud, cada pensamiento condenado a impensarse, cada vida condenada a desvivirse.

*

Cuando las soluciones producen problemas, cuando el pensamiento no sabe qué hacer frente a la ausencia de orden, unidad y propósito, cuando el escepticismo más saludable se convierte en un sarcasmo patológico, ahí es cuando el pesimismo entra en escena. El asunto es que cuando el pesimismo ingresa a la discusión filosófica, casi nunca resulta útil. De hecho, empeora las cosas. Sin embargo, en medio de su interminable miserere, sucede a veces algo interesante: el pesimismo sube la vara de la discusión, eleva las cosas por encima de la meseta egoísta de los seres humanos que viven en un mundo humano; pone las cosas más allá de nuestras necesidades y anhelos, más allá de nuestra relativa importancia individual o colectiva. Además, realmente no creíamos que fuéramos a resolverlo, ¿no es cierto? Una filosofía extraña, entonces: la más adecuada, la menos útil.

*

¿Existe alguna filosofía que no esté, de algún modo, basada en el desencanto y que no termine sepultada bajo su peso? El desencanto como canto, como cantar, como mantra: una voz solitaria y monofónica que se vuelve insignificante por la íntima inmensidad que la rodea.

*

Nadie tiene tiempo para el pesimismo. Después de todo, el día tiene un número finito de horas. Ya sea que nos encontremos tristes o felices, concentrados o distraídos, reconocemos el pesimismo cuando lo oímos. Al pesimista se lo suele asociar con la figura del quejoso, ese que se la pasa señalando todo aquello que está mal en lugar de ofrecer, aunque sea alguna vez, una solución. Pero muy a menudo los pesimistas son los más silenciosos de los filósofos, los que encuentran sus propios suspiros sepultados bajo el letargo de su infelicidad. El mínimo susurro que emiten no le interesa a nadie (“eso ya lo escuché antes”, “quiero escuchar algo que no sepa”). El sonido y la furia; cosas que no significan nada.

*

Las cosas deberían estar bien, me digo a mí mismo, pero, bueno, la verdad es que no están tan bien. Nada parece tener sentido, cuando debería tenerlo (¿debería?). De acuerdo, antes las cosas no eran lo que se dice perfectas, pero ahora definitivamente son peores (...o al menos eso parece). Todo esto sumado a lo más simple del mundo: tener que vivir una vida.

*

Al proponer problemas sin soluciones, al plantear preguntas sin respuesta, al replegarse en la hermética y cavernosa morada de la queja, el pesimismo se vuelve culpable del más inexcusable crimen de Occidente: el crimen de no hacer de cuenta que todo tiene un propósito. El pesimismo no está a la altura del principio más básico de la filosofía, el “como si”. Pensar como si fuera útil, actuar como si fuera a generar un cambio, hablar como si hubiera algo que decir, vivir como si, de hecho, no estuvieras siendo vivido por alguna entidad vacante que se la pasa murmurando, una entidad turbia y sombría.

*

El punto luminoso en el que la lógica se transforma en contemplación. Abismados en el pensar. Dormidos sin soñar. A la deriva en el espacio profundo.

*

El pesimismo tiene un estatus dudoso, tanto en la vida cotidiana como en la historia de la filosofía. Por lo general, se piensa en el pesimismo como lo opuesto al optimismo: lo negativo frente a lo positivo, lo peor contra lo mejor, el vaso medio vacío o el vaso medio lleno. Según esta noción, la balanza donde se pesan el optimismo y el pesimismo sube y baja alternadamente de acuerdo a nuestras actitudes, nuestras circunstancias, nuestra suerte y nuestras desgracias. Uno puede buscar en cualquier diccionario de filosofía y probablemente encuentre una entrada sobre el pesimismo que, además de mencionar al filósofo del siglo XIX Arthur Schopenhauer, quizás incluya una de tres definiciones: “La creencia de que este es el peor de los mundos posibles”; “La creencia de que no vale la pena vivir”; o incluso “La creencia de que la no-existencia es preferible a la existencia” (estas definiciones generalmente aparecen acompañadas por el apéndice “Ver también: Optimismo”). Sin embargo, al menos para mí, la definición que mejor refleja el pesimismo está en ese chiste que dice: “Veo el vaso medio lleno, pero de veneno.”

*

El pesimismo trata con insistencia de presentarse a sí mismo con las tonalidades graves y sostenidas propias de una misa de réquiem, o emulando las vibraciones tectónicas del canto tibetano. Pero con bastante frecuencia deja escapar notas disonantes que son al mismo tiempo lastimeras y patéticas. A menudo se le quiebra la voz y sus palabras, pesadas, se ven reducidas abruptamente a pequeñas esquirlas de sonido gutural.

*

Si reconocemos el pesimismo cuando lo oímos es porque ya oímos todo esto antes, y no necesitábamos haberlo oído en primer lugar. La vida es lo suficientemente dura así como es. Lo que se necesita es un cambio de actitud, un nuevo punto de vista, un cambio de perspectiva... una taza de café.

No toleramos el pesimismo porque, para el pesimismo, el mundo está rebosante de posibilidades negativas. Es el choque entre el mal humor y un planeta inconmovible. Si el pesimismo tiene ese deplorable prestigio es porque, en general, no se puede diferenciar el “mal humor” de una proposición filosófica (¿pero acaso no todas las filosofías surgen del mal humor?).

*

Historia breve, muy breve, de la filosofía. Siempre sentí que existen básicamente dos tipos de filosofías: las que surgen del asombro y las que surgen de la desesperación. Las filosofías del asombro se maravillan frente al mundo; son atraídas por la presencia brillante del mundo y las comanda una curiosidad que, con euforia, se termina inclinando siempre hacia el conocimiento. Por el contrario, las filosofías de la desesperación se repliegan frente al mundo; los contornos efímeros y frágiles del mundo provocan en estas filosofías sentimientos de perplejidad y cansancio extremo. Las dirige una duda que le abre paso a una duda todavía mayor, hasta que casi no queda nada. Las filosofías del asombro reciben al mundo; las filosofías de la desesperación sospechan de él.

Sería tentador describir las filosofías del asombro como “optimistas” y las filosofías de la desesperación como “pesimistas”, si no fuera por el entusiasmo inherente a estas últimas.

*

El término “pesimismo” en sí sugiere la existencia de una escuela de pensamiento, de un movimiento, incluso de una comunidad. Pero el pesimismo admite un solo miembro, a lo sumo dos (siempre y cuando uno de los dos sea imaginario). Idealmente, por supuesto, no debería admitir a ningún miembro, y consistir simplemente en una nota ilegible dejada olvidada por alguien en un bosque perdido.

*

Hay tantas cosas posibles y tan pocas cosas necesarias. Debemos aceptar, con tristeza, que las necesarias raramente se superponen con las posibles.

*

La gente suele asumir que el proverbio “desear lo mejor y prepararse para lo peor” es un dicho pesimista, pero en realidad no es así. Es optimismo encubierto. Lo mejor a lo que se puede aspirar es a lo peor.*

Anatomía del pesimismo. Las dos principales tonalidades del pesimismo son el pesimismo moral y el pesimismo metafísico, sus polos objetivo y subjetivo, una actitud para con el mundo y una declaración sobre el mundo. Para el pesimista moral, lo mejor es no haber nacido; para el pesimista metafísico, este es el peor de los mundos posibles. Para el pesimismo moral, el problema está en el solipsismo de las personas: el mundo nos asfixia por estar hecho a nuestra imagen y semejanza, es un mundo-para-nosotros. Para el pesimismo metafísico, el problema es el solipsismo del mundo, una construcción acabada y opaca, objetada y proyectada como un-mundo-en-sí. Pero tanto el pesimismo moral como el metafísico están filosóficamente debilitados, dada su imposibilidad de ubicar al ser humano dentro de un mundo superior, no-humano.

Una cruel musicalidad del pensamiento, una huida precipitada hacia un horizonte cuya única promesa es que todo va a ser en vano, una misantropía generalizada pero sin el anthropos. El pesimismo se cristaliza todo alrededor de esta inutilidad.

*

Kierkegaard describió una vez la vida religiosa como atrapada entre dos estados, que caracterizó a través de las figuras simbólicas del “caballero de la fe” y el “caballero de la resignación infinita”. La fe es, para Kierkegaard, algo más allá de toda razón; la resignación, nuestra incapacidad para aceptar o comprender la fe. Aunque uno pueda anhelar la fe, tenemos el presentimiento de que nuestro destino será siempre la resignación (del mismo modo en que todo “salto”, no importa cuán alto sea, finalmente termina en caída).

Sin ser consciente de ello, Kierkegaard esboza así el arco del pensamiento pesimista. Entre la resignación y la tranquilidad tiene lugar el intervalo más ínfimo. El pesimismo habita esa fisura.

*

Melancolía de la anatomía. La lógica del pesimismo discurre a través de una triple refutación: una negación frente al mundo como es (las lágrimas de Schopenhauer); una afirmación del mundo como es (la risa de Nietzsche); y un rechazo a manifestarse tanto por el “sí” como por el “no” (el sueño de Cioran).

Llorar, reír, dormir: ¿qué otras reacciones caben frente a un mundo que parece ser tan indiferente?

*

Pesimismo cósmico. Más allá del pesimismo moral y del pesimismo metafísico aparece un tercer tipo, un pesimismo que no es subjetivo ni objetivo, no es sobre el mundo-para-nosotros ni es sobre el mundo-en-sí. Un pesimismo del mundo-sin-nosotros. Podría definirlo como un pesimismo cósmico... pero esto suena demasiado majestuoso, demasiado lleno de fantasía, demasiado como si fuera el resabio amargo del Más Allá. Las palabras tienden a fallar. Y también tienden a fallar las ideas. Por eso el resultado es este pesimismo debilitado, un pesimismo que es, antes que nada, un pesimismo sobre el cosmos, una sospecha en torno a la necesidad y la posibilidad de que haya un orden. Este pesimismo implica amplificar o reducir drásticamente el punto de vista humano, sentirnos desorientados con relación al tiempo y el espacio profundos. Todo esto, además, se ve oscurecido por un impasse, por una insignificancia primordial, por la imposibilidad de aceptar efectiva y definitivamente la naturaleza azarosa de nuestra propia existencia –lo único que queda al final es la desiderata de los afectos impersonales–: una existencia agonal, impasible, desafiante, replegada, llena de pesar y que azota las piezas de ese ajedrez arquitectónico llamado filosofía. El pesimismo intenta elevar este azote al nivel de un arte (aunque lo que termina resultando sea, por lo general, una payasada).

*

...cómo evitar escribir sobre el pesimismo...

*

Canción de la futilidad. El fracaso es una fractura en el corazón de las relaciones, una fisura entre la causa y el efecto, una grieta que se emparcha apresuradamente siempre que decidimos volver a intentarlo, una y otra vez. Cuando llega el fracaso, siempre hay muchas culpas que repartir: no fue culpa mía, fue culpa de una dificultad técnica, fue culpa de una falla de comunicación.

Para el pesimista, el fracaso es una cuestión de “cuándo”, no de “si”: todo se marchita y es asimilado por una oscuridad más negra que la noche, todo: desde el declive melodramático de la vida de una persona hasta los banales momentos que constituyen, con sus intermitencias, cada día. Todo lo que se hace se deshace, todo lo que se dice o se sabe queda condenado a una especie de olvido estelar.

Llevado a su conclusión lógica, el fracaso se convierte en fatalidad. La fatalidad es el hermetismo de la causa y el efecto. En la fatalidad, todo lo que hagas –hagas lo que hagas–, siempre conduce a un fin determinado, y en última instancia al fin, aunque ese fin, o los medios para ese fin, permanezcan envueltos en la oscuridad. Teniendo objetivos, planificando y evaluando las cosas detenidamente, intentamos, en un prometeísmo cotidiano, que la fatalidad se vuelva una fuerza a nuestro favor; intentamos vislumbrar un orden que parece estar enterrado cada vez más profundo en el tejido del universo.

La futilidad es distinta de la fatalidad, que a su vez también se diferencia del simple fracaso (aunque fracasar nunca sea simple). La cadena de causa y efecto puede estar oculta para nosotros, pero esto es porque el desorden es el orden que aún no vemos; el desorden consiste en un orden complejo, distribuido y que requiere de matemáticas avanzadas para ser interpretado. La fatalidad sigue aferrada a la suficiencia de todo lo que existe... Cuando la fatalidad renuncia incluso a esta idea, ahí es que se convierte en futilidad. La futilidad surge de la sospecha sombría de que, bajo la mortaja de causalidad que echamos sobre el mundo, solo hay una indiferencia de lo que existe y de lo que no existe; el sentido y el absurdo se eclipsan mutuamente y lo que sea que hagas, en última instancia desemboca en un abismo irrevocable entre el pensamiento y el mundo. La futilidad transforma el acto de pensar en un juego de suma cero.

*

Canción de lo peor. En el centro mismo del pesimismo anida el término pessimus, “lo peor”, un término tan relativo como absoluto. Lo peor es el punto más bajo de algo, la fachada de “lo mejor” envuelta por el paso del tiempo o por las vicisitudes de la suerte. Para el pesimista, lo peor es una propensión al sufrimiento que gradualmente va obstruyendo cada momento de la vida hasta dejarla del todo eclipsada, superpuesta a la perfección con la muerte... muerte que, para el pesimista, ya no es “lo peor”.

Lo peor implica un juicio de valor, uno emitido en base a escasa evidencia y poca experiencia. Quizás sea por esto que los verdaderos optimistas son los pesimistas más comprometidos y severos: optimistas que se quedaron sin alternativas. Están como inundados por el éxtasis de lo peor. Nietzsche llama a este fenómeno el “pesimismo de la fuerza”, o el “pesimismo de los fuertes”.

Pareciera como si, tarde o temprano, todos fuéramos a estar condenados a convertirnos en optimistas de este tipo.

*

Canción de la penumbra, canción de la perdición. La perdición no es solo el sentimiento de que todo va a salir mal, sino también la certeza de que todo llega a su fin, independientemente de si en efecto las cosas encuentran su fin o no. De la perdición aflora un sentido de lo no-humano como atractor, un horizonte hacia el cual lo humano se encuentra fatalmente atraído. La perdición es lo humano entregándose a lo no-humano en un acto de autonegación.

La penumbra es atmosférica, un clima, una impresión, y si la gente también a veces se pone sombría, esto es por culpa de una atmósfera anodina que tan solo de cuando en cuando involucra a los humanos, y lo hace de manera incidental. Más climatológica que psicológica, la penumbra es la sustancia de la que están hechos los cielos nublados, brumosos y oscuros, las ruinas y las tumbas cubiertas por la maleza; es la sustancia de una niebla espesa y letárgica que avanza con la misma languidez con que lo hace nuestra manera de escuchar, agazapados y tristes, los susurros de este mundo indiferente.

La penumbra es la contracara de la perdición: lo que la futilidad es con relación a la primera, la fatalidad lo es para la segunda. La perdición está signada por la temporalidad –todas las cosas encuentran precariamente su fin–, mientras que la penumbra es la austeridad de la quietud –cosas tristes, estáticas, flotando suspendidas sobre frías rocas cubiertas de liquen y abetos húmedos–.

La penumbra y la perdición son la mortificación de la filosofía. Me gusta pensar que esta simple idea alcanza para conectar las tumbas a cielo abierto de los Aghori con los poetas de la Graveyard School.

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Canción del fastidio. Dentro del pesimismo hay una intolerancia que no conoce límites. En el pesimismo, el fastidio comienza a partir de una fijación con un objeto particular: alguien que uno apenas conoce, o alguien que uno conoce demasiado bien; fastidio provocado por una persona puntual o fastidio provocado toda la humanidad; un fastidio espectacular o un fastidio apenas mundano; fastidio provocado por un vecino ruidoso, por un perro que aúlla, por un ejército de cochecitos, por el imbécil que camina erráticamente delante de uno sin levantar la vista de su teléfono, por las celebraciones grandes y ruidosas, por las injusticias traumáticas que tienen lugar en cualquier lugar del mundo y que son regurgitadas por el circo mediático; fastidio provocado por las personas ensimismadas y excesivamente histriónicas que hablan demasiado fuerte en la mesa de al lado, por las dificultades técnicas y el diagnóstico técnico a distancia, por la reducción de todo lo que existe a una mera dimensión comercial; el fastidio que produce no poder admitir los propios errores, el fastidio que generan los libros de autoayuda, el que produce la gente que sabe absolutamente todo y se encarga de decírtelo, de contarte algo sobre todas las otras personas, sobre todos los seres vivos, sobre todas las cosas, sobre el mundo, sobre el planeta y el fastidio que el planeta genera, sobre la inanidad de la existencia...

El fastidio es el motor del pesimismo porque es muy igualitario; corre enloquecidamente, se tropieza con esas intuiciones que apenas si pueden ser tildadas de filosóficas. El fastidio no tiene la claridad ni la confianza del odio, del mismo modo en que carece del juicio casi cordial presente en el desagrado. Para el pesimista, hasta el más mínimo detalle puede ser señal de una futilidad metafísica tan amplia y funesta que termina eclipsando al pesimismo en sí: un fastidio que el pesimismo sitúa cuidadosamente más allá del horizonte de inteligibilidad, algo como experimentar las tinieblas del crepúsculo o como la frase “llueven joyas y puñales”.

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Canción del pesar. Alguna vez Nietzsche fustigó a Scho-penhauer por no considerarlo lo suficientemente pesimista. Escribe: “Schopenhauer, aunque pesimista, en realidad tocaba la flauta... Cada día, después de la cena (léase sobre este punto a su biógrafo). Y una pregunta de pasada: un pesimista, un negador de Dios y del mundo pero que se postra ante la moral; alguien que afirma la moral y que toca la flauta... ¿Podría decirse que ese alguien es realmente un pesimista?”

Sabemos que Schopenhauer tenía una colección de instrumentos, así como también sabemos que Nietzsche componía piezas musicales. Pero para el pesimista que le dice que no a todo y aun así encuentra consuelo en la música, la negación inherente al pesimismo solo puede ser una débil forma de decir sí: la más pesada de las declaraciones socavada por la más ligera de las respuestas. Lo mínimo que Schopenhauer podría haber hecho era tocar el bajo.

Yo no soy un fanático de la flauta –ni de los instrumentos de viento para el caso–. Pero Nietzsche no menciona el rol histórico que la flauta tuvo en la tragedia griega. La flauta [aulos] no era un instrumento de levedad y alegría, sino uno de soledad y pesar. El aulos griego no solo expresa el dolor de la tragedia inherente a toda pérdida, sino que lo hace de manera tal que vuelve al llanto y al canto indistinguibles el uno del otro. Los estudiosos de la tragedia griega han denominado este fenómeno como la “voz del luto”. Diferenciada de los rituales de corte civil y oficial en torno al luto fúnebre, la voz del luto de la tragedia griega amenaza permanentemente con disolver la canción hasta convertirla en un lamento, con convertir la música en un llanto y la voz en una antimúsica primordial y desarticulada. La voz del luto demarca el contorno de todas las formas que toma el sufrimiento: lágrimas, llanto, sollozo, lamento, gemido y las convulsiones del pensamiento reducidas a una inteligibilidad elemental.

¿Hemos rescatado a Schopenhauer de Nietzsche? Probablemente no. Quizás Schopenhauer tocaba la flauta para recordarse a sí mismo la función real de la voz del luto: la pena, los suspiros y el llanto vueltos indistinguibles de la música, el desmoronamiento de lo humano en dirección hacia lo no-humano.

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Canción del terror. Una de las mayores intuiciones de Kierkegaard fue entender el terror propio de la experiencia religiosa. Al volver a narrar la parábola bíblica de Abraham e Isaac, Kierkegaard no se concentra en el sacrificio heroico que Abraham está dispuesto a hacer, sino en todo lo que precede a su decisión de hacerlo. De hecho, la conclusión de la parábola es la parte menos interesante, uno de los deus ex machina más grandes de la historia. Lo que le interesa a Kierkegaard es la incapacidad de Abraham para decidir, para actuar y para creer. A Abraham se le ordena matar a su hijo en nombre de un dios cruel, pero no hay ninguna razón para hacerlo, ni siquiera la razón de la fe. Abraham no es un héroe trágico que sacrifica a su hijo en nombre del bien común de su pueblo; al contrario, Abraham se ve trastornado, confundido y aterrorizado por un orden soberano y no-humano, un orden completamente ajeno al mundo humano de la familia, la comunidad y la gestualidad ordinaria que componen lo que entendemos como religión. Para Abraham no hay ninguna decisión que tomar y, si la hubiera, esa decisión no tendría sentido, ni recompensa ni castigo: “sufre todo el dolor del héroe trágico, se extingue la alegría que el mundo podría hacerle sentir, renuncia a todo...” Para Kierkegaard este es el momento clave, esta noche oscura de angustia y abandono: no porque sea el camino hacia una afirmación de la fe, sino porque convierte a la fe en una cuestión improbable, irrelevante, insignificante.

Kierkegaard no llega a esta conclusión a las zancadas sino, como todo buen filósofo, paso a paso. Por un lado, está el terror de la contradicción presente en el hecho de que Abraham sea incapaz de decidir y actuar (la ley religiosa me prohíbe matar a mi hijo y, sin embargo, Dios me lo ordena); también está el terror de lo irrelevante de cualquier decisión (haga lo que haga, estoy haciendo daño y perpetrando un sacrilegio); está el terror de la indiferencia, el de sentirse una marioneta perdida en los laberintos de la teología política (cualquier acción que lleve a cabo ya fue definida previamente por un orden divino que se me oculta); y, finalmente, está el terror que provoca la insignificancia tanto a nivel psicológico como cosmológico, la insignificancia de la acción humana frente a un orden divino que es imposible de conocer.

Abraham no puede soportar esto, del mismo modo en que ninguno de nosotros podría soportarlo: no podemos vivir bajo esta contradicción, bajo esta irrelevancia, bajo esta insignificancia cósmica. Al final Dios interviene, Abraham se salva y la historia adquiere las connotaciones morales desagradables que se asocian con ella hasta el día de hoy. Pero el terror de Abraham no desaparece. Es por esto que Kierkegaard puede decir “Abraham despierta en mí admiración y espanto a la vez”. El hecho de que Abraham se encuentre irrevocablemente perdido, inextricablemente sumido en este horror cósmico, le otorga a su experiencia una cualidad religiosa, pero es una cualidad que rechaza cualquier religión: “Por Abraham no se pueden verter lágrimas: lo que su destino suscita en nosotros es el horror religiosus.”

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Canción de la nada. En la tradición budista, la Primera Noble Verdad está encapsulada en el término del idioma pali dukkha, traducido por lo general como “sufrimiento”, “pesar” o “desgracia”.

Los textos del Canon Pali, también llamados Tipitaka, incluyen además listados de los diversos tipos de felicidad, incluyendo la “felicidad de la renuncia” y la “extraña felicidad del desapego”. Pero el budismo considera todos estos tipos de felicidad también como partes del dukkha, en el sentido de que son pasajeros y efímeros.

Es probable que Schopenhauer, leyendo los textos budistas que tenía a su alcance, haya alumbrado alguna filiación interna con el concepto de dukkha. Pero esta es una palabra multifacética. Sin duda hay un dukkha que refiere al sufrimiento, al conflicto y a las pérdidas inherentes a vivir la vida. Pero al mismo tiempo esta aplicación del término remite a la finitud y la temporalidad, a la existencia siendo determinada por la imperfección y la impermanencia. Más allá de lo peor para mí mismo, más allá de un mundo diseñado para lo peor, hay un tipo de sufrimiento impersonal... las lágrimas del cosmos.

Quizás Schopenhauer entendía mejor el budismo de lo que se le suele reconocer. Sea como fuere, una cosa es segura: en Schopenhauer no encontramos el rostro “siempre sonriente” de Buda, ¿o sí?

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Cioran describió a la música como una “física de las lágrimas”. De ser esto cierto, quizás la metafísica sea el comentario de las lágrimas. O su apología.

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Agujeros negros, materia oscura, espacio-tiempo deformado, cuerdas y bosones... Irónicamente, la metafísica fue reemplazada por la física. El cosmos es incluso más indiferente de lo que creímos inicialmente (y, además, más indiferente al pensamiento).

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Nos equivocamos si pensamos que el desprecio por alguien o algo implica necesariamente desear su inexistencia. Leopardi: “Los verdaderos misántropos no se encuentran aislados sino en el mundo, entre la gente, porque es la experiencia práctica de la vida, no la filosofía, lo que nos hace odiar.” Y así, curiosamente, el amor a la soledad conlleva el odio a la misantropía. “Y si una persona así se retira de la sociedad, al retirarse abandona su misantropía.”

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El pesimismo sería más noble si no fuera por su derrotismo. En cierto sentido, los pesimistas son en realidad místicos fracasados.

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Un mal humor (I). El pesimismo siempre se queda corto cuando pretende ser filosófico. Me duele la espalda, me duelen las rodillas, anoche no pude dormir, estoy estresado y creo que finalmente me pesqué ese virus que anda dando vueltas. El pesimismo renuncia a toda pretensión de sistema, a la pureza del análisis y a la dignidad de la crítica. Nunca pensamos que de verdad íbamos a poder resolverlo, ¿no es cierto? Todo se trataba simplemente de un pasatiempo, algo que hacer, un gesto audaz expuesto en toda su fragilidad, de acuerdo a unas reglas que decidimos hacer de cuenta que nunca habíamos decretado en primer lugar. Cada pensamiento está marcado por una incomprensión sombría que lo precede, por una futilidad que lo socava. Que el pesimismo hable, con la voz que sea, es el testimonio cantado de esta futilidad y de esta incomprensión: “arriesgarse y salir ahí afuera, dejar que algo te quite el sueño y poder decir que, al menos, lo intentaste...”

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Uno, la noche y la música. En un pasaje sugerente, Scho-penhauer señala que “la música es la melodía cuyo texto es el mundo”.

Dada la perspectiva de Schopenhauer sobre la vida (aquella de que la vida es sufrimiento, la vida humana es absurda, de que el vacío previo a mi nacimiento es igual al vacío posterior a mi muerte), uno se pregunta qué tipo de música tendría en mente Schopenhauer cuando describió a la música como la melodía cuyo texto es el mundo. ¿Sería la ópera, una misa de réquiem, un madrigal o acaso una canción de borrachera? Quizás algo como Eine kleine Nachtmusik, una pequeña música de la noche compuesta para el crepúsculo del pensar, un nocturno deprimido dedicado a la dimensión renegrida de la lógica, una época de arias tristes entonadas por una banshee solitaria.

Tal vez la música que Schopenhauer tenía en mente fuera una música destilada al punto de ser no-música. Tal vez un susurro le bastara. Tal vez un suspiro de cansancio o resignación, tal vez un gemido de desesperación o amargura. Tal vez un sonido apenas articulado, del que solo se oye su disipación.

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Enseñame a reír entre las lágrimas.

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Hay un fantasma creciendo dentro de mí, fallado desde el momento de su concepción. Una cacería surge de la necesidad, elíptica y ahogada. Ahí donde la quietud inquieta de nuestro insomnio nos presenta cada uno de sus pensamientos, hay un campo luminoso de inercia grisácea y sueños de obsidiana, incinerados hasta la raíz.

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Luego de un día largo, me acuesto para dormir. A mi lado, P. dice casualmente: “Lo mejor de los días es que se terminan...”

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Mis momentos favoritos del Cándido de Voltaire son cuando el sabelotodo de Pangloss intenta demostrarle al ingenuo –aunque cada vez más desconfiado– Cándido que este es el mejor de los mundos posibles. Luego de experimentar desdicha tras desdicha, Cándido se pregunta con toda inocencia: “Si este es el mejor de los mundos posibles, ¿cómo serán los otros?”

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Viernes, 13:55. Estoy sentado en una mesa en un rincón del Café Dante. Afuera hace frío y llueve. Frente a mí hay un espresso, un vasito de agua, mi teléfono y esta libreta en la que estoy escribiendo. El café está tranquilo y casi vacío, excepto por un anciano que lee el periódico y una pareja joven, seguramente estudiantes. De vez en cuando escucho el sonido de las tazas y los platos, así como el leve murmullo de lo que sea que esté sonando en la radio. El café tiene una “regla de no usar computadoras portátiles”, que un letrero descolorido escrito a mano y colocado en la ventana le anuncia a los transeúntes y posibles clientes. Gente, bicicletas y autos circulan casualmente por la calle MacDougal. Acabo de almorzar en casa y hoy el espresso está extrañamente bueno. Ojalá pudiera nada más sentarme en esta mesa con mi cuaderno y mi café: un cuaderno que nunca se queda sin papel y un café expreso que siempre está muy caliente. Pero ya saben cómo es. Estuve tan ansioso por tener estos momentos que no se me ocurre que también podría disfrutarlos. Me detengo, me doy cuenta no solo de que atesoro este instante, sino también de que darme cuenta de esto es un cliché tal que empiezo a sentir repulsión. Tengo que escribir esto... ¿y después qué? El tiempo pasa –se siente sin tener que mirar el reloj–. La luz afuera cambia, las luces adentro se encienden, la gente comienza a apurarse y a tocar la bocina, recuerdo que tengo que ir al supermercado, a la farmacia, responder correos electrónicos, y así. Creo que me empieza a doler la espalda otra vez.

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Los incorruptibles. Los teólogos suelen hablar sobre la incorruptibilidad de los cuerpos de los santos, cadáveres alcanzados por la intervención divina que son puestos milagrosamente a salvo de los procesos temporales de la descomposición. Los cuerpos de místicos como Catalina de Génova, Juan de la Cruz y Teresa de Ávila se cuentan entre los incorruptos de la Iglesia católica. Al revés que todos ellos, me gustaría ser profundamente corruptible: que nada quede de mi cuerpo, ni siquiera las uñas, el pelo o la libreta en la que estoy escribiendo. Al final cada palabra y cada recuerdo se desvanecería, sin dejar tras de sí ni siquiera un eco o una resonancia. Es imposible, ya sé, pero no más imposible que los incorruptibles.

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Nunca voy a cansarme de leer y releer Memorias del subsuelo. Es una de las más grandes antinovelas. En ella, Dostoievski prescindió de los interminables, nauseabundos y bizantinos enredos de la grotesca vanidad humana que parecen caracterizar a muchos “grandes libros”; en Memorias hizo desaparecer trama, personajes e incluso motivos, y todo lo que quedó fueron los detritos de un observador confundido que falla en la tarea de darle sentido a un conjunto de acontecimientos que es aún más confuso. Eso siempre me pareció –y me sigue pareciendo– totalmente admirable.

Me encanta el comienzo, cómo es que Dostoievski fija el registro de inmediato, un registro que es al mismo tiempo poético y ridículo, filosófico y mundano, melodramático y bufonesco: “Soy un hombre enfermo... Soy malo. No tengo nada de simpático. Creo estar enfermo del hígado...” La primera vez que lo leí, de estudiante, me cautivó inmediatamente la primera parte del libro, su monólogo interior, sus ideas abstractas y su rigurosa introspección. Ahora me gusta más la segunda, que deja a un lado casi por completo cualquier intento de acercarse a la discusión filosófica para, en cambio, dedicarse a relatar acontecimientos mundanos que adquieren significados absurdamente profundos: un simple paseo por el parque y las animosidades secretas que yacen enterradas ahí; reuniones sociales y el despliegue performativo de egos; un gesto de ayuda que termina convirtiéndolo a uno en un hipócrita sabelotodo.

Aun así, hay pasajes en esa primera parte, la más “filosófica”, que todavía sigo recordando: “[...] el placer provenía del exceso de conciencia de mi propia humillación; de sentir que había llegado hasta el último extremo; que aunque resultara repugnante, no podía ser de otro modo; que no tenía salida y que nunca podría convertirme en otro hombre; que incluso, quedando tiempo y fe suficientes para convertirme en alguna otra cosa, ni yo mismo, probablemente, deseara ya cambiar; y si lo hubiera deseado, tampoco con eso conseguiría nada, pues puede que, en realidad, ya no pudiera convertirme en ninguna otra cosa.”

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La balanza fatigada del optimismo y el pesimismo: ¿de qué lado están las razones, de qué lado está la fe?

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Hay dos tipos de pesimismo: “El fin está cerca” y “¿Acaso esto nunca va a terminar?”

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El Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, es uno de los libros más profundamente incompletos que conozco. Parece diseñado para garantizar su propio fracaso en la tarea de convertirse en libro. El manuscrito fue descubierto póstumamente dentro de un baúl olvidado en el departamento de Pessoa, dentro del cual había cientos de papeles, algunos encuadernados y otros sueltos, algunos mecanografiados y otros manuscritos, algunos fechados y otros no; cosas en portugués, francés, inglés y traducciones varias; cuadernos, materiales de oficina, sobres, recortes; prosa, poesía, filosofía, crítica literaria, manifiestos, obras de teatro, periodismo e incluso cartas astrales. Textos que abarcan la totalidad de una vida (además, se nos dice que el libro es en realidad el manuscrito de un tal Bernardo Soares, un ignoto asistente contable lisbonés a quien Pessoa conoció una noche por casualidad).

Nada de esto termina siendo una sorpresa, dados algunos de los temas que pueblan el Libro del desasosiego: tedio, sentimientos de inutilidad, negación, pena, cansancio, alienación, duda. No hay una narrativa per se, sino tan solo una serie de fragmentos, algunos de los cuales se cruzan entre sí mientras que otros parecen ser autónomos, pero todos se encuentran vinculados por una poética tenue y ágil que no es del todo literatura ni del todo filosofía.

Uno de los fragmentos ejemplifica muy bien tanto la lógica como el pathos del pesimismo:

Las teorías metafísicas pueden darnos por un momento la ilusión de explicar lo inexplicable; teorías morales que puedan ilusionarnos durante una hora con la convicción de que al fin sabemos cuál, de todas las puertas cerradas, es la de la virtud; teorías políticas que nos persuadan durante un día de que resolvemos el problema, aunque no haya problema soluble, salvo los matemáticos... Nuestra actitud para con la vida puede ser resumida en esta acción conscientemente estéril, en esta preocupación que, si bien no produce placer, evita al menos sentir la presencia del dolor.

El fragmento concluye: “Nada hay que determine tan notablemente el auge de una civilización como el conocimiento, en quienes la viven, de la esterilidad de todo esfuerzo, puesto que estamos regidos por leyes implacables, que nada revocan u obstruyen.”

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El pesimismo es la irrupción de la humildad al interior del pensamiento. ¿Pero cómo hacer para distinguir la humildad de la futilidad?

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El impacto que la música tiene sobre nosotros nos obliga a intentar ponerlo en palabras. Cuando fracasamos, el resultado es un pensamiento entrecortado que podría, en sí mismo, ser considerado una especie de música.

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...arcos luminiscentes de confusión, flotando en algún lugar sobre los bajos fondos acuáticos de las estrellas, tan quebradizas...

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Si un pensador como Schopenhauer posee alguna cualidad redentora, esa es haber podido identificar la gran mentira de la cultura occidental: la preferencia por la existencia antes que por la no-existencia. Como él mismo señala: “quizás no haya nunca un hombre que al final de su vida, cuando es al mismo tiempo reflexivo y sincero, desee pasar otra vez por lo mismo; antes que vivir nuevamente elegiría la inexistencia absoluta.” Y esto también aplica a los muertos: “Si llamáramos a las tumbas y preguntáramos a los muertos si les gustaría levantarse otra vez, nos dirían que no.”

En las culturas occidentales suele aceptarse que hay que celebrar el nacimiento y llorar la muerte. Pero debe haber un error. ¿No tendría más sentido llorar el nacimiento y celebrar la muerte? Resultaría extraño, sin embargo, porque el luto del nacimiento se extendería presumiblemente todo a lo largo de la vida de esa persona, de manera tal que el luto y la vida serían la misma cosa.

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Las proposiciones del pesimismo tienen, todas, la gravitas de un chiste malo.

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Para la mayoría de los pesimistas, el pesimismo no es producto de una formación filosófica sino que se da por accidente.

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A menudo siento que la “filosofía” es simplemente un testamento largo y tedioso de la hybris humana... Envidio al filósofo que es capaz de afirmar, con toda seguridad, que la filosofía es el pináculo de la conciencia, o la cima del saber humano, o aquello que nos permite garantizar la nobleza de la crítica. Para mí no. Para mí la filosofía siempre se puede reducir a tres cosas: una función terapéutica (hacernos sentir mejor, más inteligentes o más sabios); una función explicativa (así es como funciona el mundo, sus leyes y variables); y una función hermenéutica (¡ah! entonces por esto es que las cosas son como son). La filosofía como algo reducible a la autoayuda, a una guía para vivir mejor y a un mapa del mundo hecho a nuestra propia imagen. Claustrofobia.

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Voltaire caracterizó al optimismo como “una filosofía cruel con un nombre esperanzador”, lo que de inmediato sugiere una posible definición para el pesimismo: una filosofía esperanzadora con un nombre cruel.

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Cioran: “No hay aflicción límite.”

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Las historias olvidadas del pesimismo