Resistencia civil contra los autoritarismos del siglo XXI - Dejusticia - E-Book

Resistencia civil contra los autoritarismos del siglo XXI E-Book

Dejusticia

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Beschreibung

En todo el mundo, el activismo por los derechos humanos atraviesa hoy momentos críticos debido a la acción de gobiernos populistas autoritarios de derecha y de izquierda: restricciones al financiamiento extranjero para las ONG, campañas de desprestigio, cooptación de sectores de la sociedad civil y restricciones a los derechos fundamentales están debilitando su legitimidad y su eficacia. Sin embargo, los tiempos difíciles son también de resistencia y creatividad. Así lo muestran, por ejemplo, la movilización masiva en las calles de la India, las protestas periódicas contra los ataques de Bolsonaro a las libertades constitucionales en Brasil, el activismo valiente de las ONG venezolanas y sudafricanas, la movilización contra los agrotóxicos en la Argentina, la defensa del derecho a la privacidad en México y del derecho al olvido en la era digital en Chile y una nueva narrativa política en Turquía. Este libro, que reúne textos de jóvenes defensores de derechos humanos a lo largo del Sur Global, muestra las formas en que los movimientos de la sociedad civil trabajan para crear y mantener espacios de resistencia cívica bajo la amenaza de gobiernos, empresas y avances tecnológicos. Forman, en conjunto, una historia de acción cívica que desafía el miedo, y hace propio el consejo de Saul Alinsky, el célebre activista estadounidense: para sostener la movilización por los derechos humanos en el largo plazo, tal como se requiere para revertir la ola populista actual, es indispensable pasar de la rabia a la esperanza.

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Índice

Cubierta

Índice

Portada

Copyright

Introducción. Reabrir los espacios para los derechos humanos en contextos de populismos autoritarios (César Rodríguez Garavito)

1. Un preso político sin rostro. Viaje al drama de las detenciones arbitrarias en Venezuela (Ezequiel A. Monsalve F.)

2. Heroínas ignoradas. La penalización de la comunidad de las trabajadoras de la salud (Ektaa Deochand)

3. El lado oculto de la industria alimentaria. En búsqueda del silencio de la sociedad civil (Slavenska Zec)

4. ¿Cómo contamos historias duras en tiempos difíciles? Kerem Çiftçioğlu

5. Venezuela: el temple de la civilidad (Jennifer Peralta)

6. La insurgencia de Lalgarh y la sociedad política. India oriental y la ira contra el gobierno del Frente de Izquierda (Rajanya Bose)

7. Derecho al olvido en internet. El caso de Sergio (Sebastián Becker Castellaro)

8. Derecho a la privacidad y a la protección de datos personales. La sensibilización de los operadores públicos en México y el rol de la sociedad civil (Natalia Mendoza Servín)

Acerca de los autores

Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad (Dejusticia)

RESISTENCIA CIVIL CONTRA LOS AUTORITARISMOS DEL SIGLO XXI

La defensa de los derechos humanos en el Sur Global

Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad (Dejusticia)

Resistencia civil contra los autoritarismos del siglo XXI / Dejusticia.- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2021.

Libro digital, EPUB.-

Archivo Digital: descarga

Traducido por: Sebastián F. Villamizar Santamaría

ISBN 978-987-801-023-6

1. Derechos Humanos. 2. Cooperativismo. 3. Derecho Internacional. I. Villamizar Santamaría, Sebastián, trad. II. Título.

CDD 341.48

Este libro contó con el apoyo financiero de Dejusticia con recursos del programa Sigrid Juselius Foundation

© 2021, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

<www.sigloxxieditores.com.ar>

Diseño de colección: Eugenia Lardiés

Diseño de cubierta: Departamento de Producción Editorial de Siglo Veintiuno Editores

Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

Primera edición en formato digital: agosto de 2021

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-023-6

Introducción

Reabrir los espacios para los derechos humanos en contextos de populismos autoritarios

César Rodríguez Garavito

Desde México hasta Turquía, desde Venezuela hasta India y otros países analizados en este libro, los derechos humanos enfrentan momentos críticos a manos de gobiernos populistas autoritarios de derecha o de izquierda. Para entender estos retos, y pensar cómo responder a ellos, es indispensable comenzar por una aclaración conceptual. ¿Cuál es la lógica de los populismos autoritarios del siglo XXI? ¿Y cómo ponen en vilo los logros de los derechos humanos del siglo XX?

En un libro fundamental, Jan-Werner Müller (2016) muestra lo que tienen en común los gobiernos contemporáneos de este tipo, que acceden al poder por la vía democrática y luego desmantelan las instituciones democráticas que los limitan, incluidos los derechos humanos. Los populismos autoritarios no comparten un color ideológico (vienen de la izquierda y la derecha por igual) ni una política económica, sino una afirmación moral tan categórica como excluyente: que existe un “pueblo real”, que ellos son sus únicos representantes legítimos y que los demás son enemigos de ese pueblo. Es la división entre un “nosotros” y un “ellos” convertida en plataforma política y jurídica.

“Chávez es pueblo” solía ser lema de campaña en Venezuela, una frase de insuperable parsimonia que captaba la identidad entre un líder y un pueblo supuestamente uniforme y unificado. Desaparecido el líder, el madurismo la reemplazó por otra de similar extensión: “Seamos como Chávez”. En la lógica populista, la política es un juego de todo o nada, un conflicto entre patriotas y enemigos de la madre patria, como suele decir el presidente venezolano Maduro.

Por eso un populista autoritario de signo político contrario como Jair Bolsonaro suena tan parecido. Para él, no hay opositores, sino “enemigos de la patria” o instrumentos de las ONG internacionales que en teoría quieren apoderarse de la Amazonía brasilera.

También son enemigos los medios y las instituciones que se interponen entre ellos y el pueblo. Son conocidos los ataques de Trump a los medios independientes por publicar “noticias falsas” que rectifican los “hechos alternativos” que el presidente fabrica. “Nosotros somos el pueblo; ¿quiénes son ustedes?”, le espetó Erdoğan a sus críticos en Turquía, mientras avanzaba en su purga de más de cien mil funcionarios, maestros, jueces, académicos y periodistas independientes.

De ahí que una prueba confiable para reconocer a un populista sea ver si altera la constitución o la ley para tomar las instituciones y los medios. Los populistas, en definitiva, son antidemocráticos. Es más: se valen de elecciones acomodadas y del lenguaje de la democracia para minarla. Por eso no son lo mismo que los autoritarismos del siglo XX, sino “dictaduras del siglo XXI”, como concluyeron antes que muchos otros los analistas de Provea, la conocida organización de derechos humanos venezolana.

La conclusión de Müller queda como advertencia: el mayor peligro para la democracia hoy en día “viene desde adentro del mundo de la democracia: los actores políticos que la amenazan hablan el idioma de los valores democráticos” (Müller, 2016: 6).

Los desafíos para los derechos humanos y la sociedad civil

Los gobiernos populistas más recientes, como el de Bolsonaro, siguen un guion bien afinado por sus predecesores durante la última década. El desafío se presenta en forma de narrativas políticas, reformas legales y medidas coercitivas encaminadas a debilitar una de dos características (o ambas): la legitimidad y la eficacia de los actores de derechos humanos y de la sociedad civil en general (Rodríguez Garavito y Gomez, 2018). Estas medidas se pueden clasificar en cinco tipos:

restricciones al financiamiento extranjero para las ONG;campañas de desprestigio;restricciones a los derechos fundamentales que asestan un golpe al corazón del trabajo de los medios independientes y las ONG;cargas severas sobre la capacidad operativa de los actores de derechos humanos y la sociedad civil en general, ycooptación de secciones de la sociedad civil.

Pero el desafío más profundo tiene que ver no con las estrategias, sino con los valores centrales para los derechos humanos. La visión populista autoritaria es, por definición, incompatible con estos derechos. Dividir las sociedades entre “nosotros” y “ellos”, entre patriotas y enemigos, implica reconocer derechos a unos y negarlos a los otros.

Si el contraste suena demasiado tajante, basta ver lo que sucede hoy en la India del reelecto Narendra Modi. Desconociendo los derechos protegidos por la Constitución de 1949, que fue herencia de precursores del movimiento contemporáneo de derechos humanos como Mahatma Gandhi y B. R. Ambedkar, el gobierno impulsa una plataforma fundamentalista hindú que busca dejar sin derechos a millones de ciudadanos musulmanes, a través de medidas como la Ley de Reformas a la Ciudadanía de 2020.

Reabrir los espacios

Pero los tiempos difíciles son también de resistencia y creatividad, como lo muestra la movilización masiva en las calles de India contra las medidas de Modi, o las protestas periódicas contra los ataques de Bolsonaro a las libertades constitucionales y los derechos de sectores como los pueblos indígenas, las comunidades afrobrasileñas y la población LGBTI. Esto se repite en Venezuela, donde la persecución del régimen de Maduro llevó a las ONG de derechos humanos a hacer un activismo tan creativo como valiente, que salió a las calles y se unió con los jóvenes que se movilizan en espacios tan inusuales como conciertos de rock. Como muestra este libro, los esfuerzos por reabrir los espacios para los derechos humanos son diversos y dinámicos.

En Turquía, otro de los países representados en los estudios de caso de este libro, le preguntaron al estratega político Ateşİlyas Başsoy, director de la campaña que le ganó la alcaldía de Estambul al partido del todopoderoso presidente Erdoğan en 2019, cuál era su receta. “El amor radical”, contestó Başsoy, que sonaba más como un líder espiritual que político. Pero los resultados le dieron la razón. Su candidato, el ahora alcalde Ekrem İmamoğlu, le ganó nítidamente al ungido por Erdoğan.

Si se lee el manual de campaña de Başsoy y se ve lo que hizo su candidato, la respuesta es menos emocional, pero igualmente elocuente. En lugar de imitar la estrategia populista de atizar el odio y las divisiones, los líderes proderechos como İmamoğlu están mostrando que el antídoto son los mensajes de empatía y esperanza. En vez de alimentar el matoneo ególatra de las redes sociales que divide a la sociedad entre “ellos y nosotros”, la fórmula antipopulista puede ser reconocer y tender puentes con los temores, las preocupaciones y la forma de vida de la otra mitad de la población. Por eso İmamoğlu no descalificó a los votantes religiosos de Erdoğan, sino que apeló elocuentemente a su descontento por el impacto de la crisis económica turca que afecta a toda la población.

El caso turco es uno más que demuestra que hay que enfrentar la política de odio con otras herramientas. La misma lección surge de los estudios recientes de sicólogos sociales y neurocientíficos, que muestran cómo los seres humanos nos parapetamos detrás de las murallas de nuestra tribu ideológica cuando el otro bando transmite mensajes de miedo y división. Las turbas antipopulistas que se encienden en redes sociales generan el mismo efecto que los trolls de internet: activan el temeroso chimpancé que llevamos dentro y redobla nuestras defensas y nuestros prejuicios. El resultado está a la vista: la polarización política degenera en la tribalización social de la que se alimentan los populistas autoritarios del mundo.

Todo lo cual recuerda un consejo brillante y ya antiguo de Saul Alinsky, el célebre activista social estadounidense. La rabia y la indignación ante la injusticia son un buen comienzo para el activismo político, porque encienden la voluntad de hacer algo. Pero la rabia es un combustible que se consume pronto; y para sostener la movilización por los derechos humanos en el largo plazo, como la que se requiere para revertir la ola populista actual, es indispensable pasar de la rabia a la esperanza. Esperanza es otra palabra para el amor.

Nuevas narrativas sobre los derechos humanos en tiempos de populismo autoritario

Este libro y la iniciativa de Dejusticia que lo originó buscan promover respuestas a los desafíos a los derechos humanos. Para ello, proponen una nueva mirada que se caracteriza por tres rasgos. En primer lugar, se trata de una escritura reflexiva, cuyos autores son los propios activistas que trabajan directamente en las organizaciones y en el terreno, y se detienen a pensar sobre el potencial, los logros y los desafíos de su conocimiento y su práctica.

En este sentido, el libro trata de amplificar la voz de los defensores de derechos humanos en las discusiones académicas y prácticas sobre el futuro del campo, que tienden a estar dominadas por investigaciones hechas desde la academia. Los textos combinan las fortalezas metodológicas y analíticas de la investigación académica con la experiencia práctica de los autores y las organizaciones y comunidades con las que trabajan. El objetivo es promover un género híbrido que contribuya a mantener y ampliar la ventana de reflexividad y de discusión dentro del campo de los derechos humanos.

Un segundo componente del género que se propone en este libro y en la serie de la que hace parte es la escritura narrativa. En parte por el dominio del lenguaje y el conocimiento jurídicos en el mundo de los derechos humanos, la escritura predominante es la de los informes técnicos y alegatos legales. Si bien ha obtenido logros notables durante décadas, este género les impidió a las organizaciones y a los activistas compartir de manera eficaz la realidad que conocen de primera mano: la de las víctimas, las campañas, los dilemas morales, las injusticias, las victorias, etc. Abrir el campo de los derechos humanos a otros actores, saberes y audiencias implica contar estas historias, y hacerlo bien.

En tercer lugar, las historias provienen del Sur Global, desde los países y las regiones que han sido más objeto que sujeto del conocimiento y las decisiones en los campos de los derechos humanos. En este sentido, los capítulos del libro intentan responder a los desafíos de un mundo más multipolar, a fin de contrarrestar las asimetrías organizativas, económicas y epistemológicas entre el Sur y el Norte que le restaron eficacia y legitimidad al movimiento global de derechos humanos. Los autores y autoras de los estudios son activistas-investigadores que pertenecen a organizaciones de derechos humanos y escriben desde ese ángulo geográfico y profesional para enriquecer el diálogo global sobre el futuro del campo.

Agradecimientos

Este libro forma parte de un proyecto de largo plazo, organizado por Dejusticia como parte de su trabajo internacional, que gira alrededor de un taller anual de investigación-acción para jóvenes defensores de derechos humanos. El taller desarrolla herramientas de investigación-acción, es decir, la combinación de investigación rigurosa e incidencia práctica en causas de justicia social. El propósito es fortalecer la capacidad de los participantes para producir textos en estilos híbridos que sean tanto rigurosos como atractivos para audiencias amplias.

Una iniciativa de largo aliento como esta requiere no solo un trabajo colectivo, sino el de toda una organización. Este texto y la apuesta de largo plazo que representa son un esfuerzo institucional de Dejusticia, que involucra, de una u otra forma, a todos sus integrantes. En el taller de 2017, reflejado en esta publicación, y en todo el proceso de los talleres y los libros, fue esencial la contribución de Meghan Morris, quien coordinó el proyecto del taller y del libro. Fueron igualmente importantes los tutores y mentores del taller y del libro: Nelson Fredy Padilla, Diana Rodríguez Franco, Krizna Gomez, Sebastián Villamizar Santamaría y Claret Vargas. Cualquier proyecto de esta naturaleza requiere un apoyo logístico considerable, que William Morales asumió con su usual eficiencia y solidaridad.

En la fase de publicación, Carlos Alberto Arenas, Ruth Bradley y Sebastián Villamizar Santamaría fueron traductores y editores ejemplares. Claudia Luque, desde Dejusticia, y Carlos Díaz y Federico Rubi, desde Siglo XXI, fueron los artífices del proyecto editorial y quienes, en suma, son responsables de que los lectores tengan este libro en sus manos.

Referencias

Müller, J.-W. (2016), What is Populism?, Filadelfia, University of Pennsylvania Press.

Rodríguez Garavito, C. y K. Gomez (eds.) (2018), Encarar el desafío populista: un nuevo manual de estrategias para actores de derechos humanos, Bogotá, Dejusticia.

1. Un preso político sin rostro

Viaje al drama de las detenciones arbitrarias en Venezuela

Ezequiel A. Monsalve F.

Este Juzgado de Control en lo Penal, de la Circunscripción Judicial del Estado Bolívar, en nombre de la República Bolivariana de Venezuela y administrando justicia, ordena decretar al ciudadano Fray Lacava,[1]de 18 años, prisión privativa de libertad. Se ordena su inmediato encarcelamiento en la máxima de la Colonia Penitenciaria del Dorado, Estado Bolívar, con sede en el Municipio Sifontes.[2]

Mientras esta decisión se dictaba a viva voz en una de las pequeñas y calurosas salas de audiencia del Palacio de Justicia de Puerto Ordaz, en el Estado Bolívar de Venezuela, afuera una turba reclamaba la libertad de otro estudiante universitario que, pese a haber obtenido su libertad bajo fianza, el tribunal no la ejecutaba y lo mantenía recluido desde hacía ocho días en una estrecha celda de cuatro metros cuadrados, en evidente estado de hacinamiento, junto a varios sujetos que habían cometido delitos comunes.

Aquel gentío, integrado en gran medida por dirigentes estudiantiles y compañeros de clases del segundo chico, estaba sumamente ofendido; sus rostros así lo delataban. De esta manera se consumaba una de las miles de omisiones del sistema de justicia venezolano que a diario ocurren en el país. Soportar días en prisión, sin una orden judicial, rompía toda regla de la lógica jurídica del derecho penal contemporáneo.

A pesar de ello, este episodio es recurrente en Venezuela. De hecho, con el arresto de estos dos jóvenes (al 15 de mayo de 2017), se llegó a un total de 2977 en solo cuarenta y cinco días de protestas contra las políticas gubernamentales de Nicolás Maduro Moro (Foro Penal, 2018), de los cuales 82 se habían registrado en la ciudad de Puerto Ordaz.[3]

En medio de este escenario, y finalizada la audiencia de Fray, se acercaron los abogados asignados a su defensa y me susurraron al oído: “Ezequiel, tenemos oficialmente al primer preso político de la ciudad”. En ese instante, me puse pálido, mi boca estaba reseca y las manos, sudorosas. También sentí un extraño hormigueo en la espalda y cabeza, como cuando el ambiente se torna muy tenso. Hice una pausa, respiré y apunté en mi libreta. Estaba seguro de que esa noticia iba a afectar la situación en las afueras del tribunal. Pasadas las 17 horas, las cincuenta personas concentradas fuera del Palacio de Justicia, enteradas del resultado de la audiencia de Fray y ante la ausencia de respuesta oportuna sobre el otro chico, decidieron bloquear los accesos al personal administrativo del tribunal.

Nervioso, me acerqué a una valla metálica y desde ahí intenté explicar la situación, pero me respondieron: “Pues lo sentimos, doctor, usted también queda encerrado”. La vigilancia interna del tribunal se comunicó con las fuerzas de control de manifestaciones del comando operacional nº 65 de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), y se aproximaron tres tanquetas blindadas modelo VN4 4x4, unas diez motos modelo KLR 650 cc y un camión con decenas de funcionarios, todos equipados con armas y equipos antimotines para el control y dispersión de manifestaciones.

De una de las tanquetas se bajó un hombre de tez oscura, con uniforme verde oliva; a un lado de su pecho tenía el escudo nacional y en el otro, su rango de capitán. El hombre, con una sonrisa irónica, se acercó a la multitud (que, por la hora, estaba exhausta) y solicitó en voz alta que alguien le explicara la situación. Una nueva voz surgió, y sin temor alguno, exclamó: “Que explique el abogado”.

El militar, valiéndose de la respuesta ruda de aquella voz colectiva, se acercó a la valla metálica y, con soberbia, preguntó: “¿Qué pasa aquí?”. Yo, con voz calmada, le expliqué los motivos de la protesta y la situación irregular que ocurría dentro del juzgado con decenas de detenidos por motivos políticos. El funcionario, desafiante, volvió a preguntar: “¿Y quién carajos es usted?”. A lo que respondí: “Soy el abogado del joven que está detenido de forma injusta, y de otros varios que por la misma situación están siendo encarcelados”. Además, le indico que represento en el Estado Bolívar a la organización no gubernamental Foro Penal, encargada de promocionar y difundir los derechos civiles y políticos de los perseguidos políticos en Venezuela. Tanto yo como el resto del equipo jurídico y activistas asistimos en calidad de abogados defensores a una muy buena parte de ellos.

El capitán indicó que la manifestación debía acabarse y que todos teníamos que volver a nuestros respectivos hogares, o de lo contrario haría uso de la fuerza pública para disolver a los manifestantes. Después de varios minutos, la manifestación no cesaba, por lo que las tanquetas encendieron sus sirenas y el pelotón militar procedió a cargar las armas. Por otro lado, los manifestantes se apostaron con más convicción ante los tribunales, temerosos de lo que se avecinaba.

Se escucharon las escopetas calibre 12 mm que en tono casi melodioso se cargaban con cartuchos de balas de goma. Por su parte, las mortales lanza lacrimógenas M79 (responsables de numerosas muertes en Venezuela por su uso indebido) apuntaron al pecho de los manifestantes, como si se tratara de un fusilamiento del siglo XVIII. Su verdugo, desde la seguridad que brinda el interior de una de las tanquetas, se preparaba para la orden de iniciar la represión de la protesta nº 9787 (Observatorio Venezolano de Conflictividad Social, 2017).

Justo cuando pensaba que el día iba a terminar fatal, con heridos y detenidos, se estacionó en medio de la multitud una camioneta Toyota Hilux con placa militar, de la que descendió otro funcionario rodeado por varios escoltas. Este era el comandante de un destacamento de suma importancia en la zona. Se notaba que su uniforme, a pesar de ser igual al resto, tenía un aspecto distinto, como si lo cuidara mucho mejor; sus rasgos faciales daban a entender que probablemente dormía y comía mucho mejor que sus subordinados, con el semblante de esas personas que no se ven afectadas por la crisis social y económica del país. Era el jefe de todos los militares de la zona, lo protegían con recelo y en cierta manera su llegada hizo que en el pelotón cambiara la actitud y se quedara más callado o sumiso.

A su llegada pude hablar con él, siempre rodeado de otros funcionarios que utilizaban sus cámaras para filmarme directo al rostro. Se hicieron algunas llamadas desde el interior del tribunal y se prometieron resultados favorables para la situación del joven detenido. Es asombrosa la influencia de los militares sobre el Poder Judicial, lo cual es propio de los gobiernos totalitarios. La persona que atendió la llamada se oía bastante nerviosa por la presencia del comandante en el tribunal. Era la primera vez que yo lo veía, pero sí tenía conocimiento de que él comandaba todas las represiones registradas en el Estado Bolívar. Ese día la situación tuvo un final feliz; no hubo heridos, ni detenidos, pero tampoco resultados para los manifestantes que hacían uso de su derecho constitucional a la manifestación pacífica sino hasta unos cinco días después, cuando se firmó la boleta de excarcelación de aquel joven.

Desde hace varios años, en Venezuela se utiliza el Poder Judicial como arma política para criminalizar las protestas y legitimar la persecución del disidente. Desde el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) y los demás tribunales del país se han tomado las decisiones más aberrantes que ha conocido la historia de Venezuela. Gonzalo Himiob (2009), director vicepresidente del Foro Penal, indica que los tribunales son usados para fomentar la persecución al margen de la ley y afianzar los cuestionamientos que se hacen al país respecto de la violación sistemática de derechos humanos.

El Estado violenta los derechos de los disidentes al criminalizarlos e instrumentar diferentes modalidades de actuación institucional que solo pretenden disfrazar de legitimidad y de legalidad la tenaz intolerancia del gobierno a la disidencia (Himiob, 2009).

Las dos caras de la persecución

Es probable que Fray y yo no tuviésemos mucho en común, pero ambos conocíamos la cara de la intolerancia y, con matices muy distintos, sabíamos qué era y cómo reaccionaba. Ese monstruo al que yo vi a los ojos en 2013 fue el mismo que le hizo vivir el episodio más triste a Fray en 2017.

Fray era un preso de conciencia, producto de las consecuencias nefastas de la intolerancia estatal. Son hechos espeluznantes, con humillaciones y trato denigrante, que terminaron con un joven trasladado a una cárcel de alta de seguridad en la que compartió celda con sujetos condenados por delitos graves. En esa “tierra de nadie”, el Estado no tiene la capacidad de garantizar la vida, no solo por la violencia de los pranes o “líderes negativos”, sino que tampoco están cubiertas las mínimas normas de salubridad e higiene. Muchos de los presos llegan a contraer enfermedades letales como el paludismo, epidemia que azota al sur del país y que, por falta de fármacos, ha cobrado la vida de muchísimas personas.

Al igual que los cuatrocientos treinta y un presos políticos que se registraban a la fecha de la detención de Fray, todos vivían las mismas penurias en mayor o menor medida. Estos venezolanos, e incluso extranjeros, son vistos por el derecho penal venezolano como enemigos, y como tal, el objetivo es aniquilarlos. Yo me pregunto, ¿cuántos enemigos puede tener un joven de 18 años? Fray es un muchacho sencillo, recién se había graduado como bachiller y, como muchos de su edad, estaba concursando para obtener una vacante en una universidad pública. Hijo menor de una mujer divorciada, introvertido, de pocas palabras y expresiones, o al menos así se dejaba conocer.

En mi caso, egresé de una universidad de derecho en 2012, para 2017 ya había cursado mi primer posgrado y desde que comencé a trabajar ahorré dinero para mis estudios en el exterior; esa era mi meta a mediano plazo. Desde los 22 años me había desempeñado como activista de derechos humanos en el Foro Penal, asumiendo responsabilidades similares a las ya comentadas. Siempre fui una persona que, desde las aulas, apostó a un derecho ético y correcto; se podría decir que soy un soñador. Inspirado en la letra de mi abuelo paterno y en la humildad de mi abuelo materno, formé un perfil profesional bastante diferenciado de la litigación del momento.

Quizás el episodio más trascendente en mi vida profesional fue el dakazo, que me hizo cuestionar si seguir siendo abogado o retirarme del derecho. El dakazo fue el resultado de una serie de acciones tomadas a finales de 2013 por el presidente Nicolás Maduro Moros, mediante las cuales coaccionó a las tiendas de electrodomésticos (entre otras, a la empresa líder del momento, Daka) para que hicieran rebajas. Para ello, el gobierno dispuso de cientos de funcionarios adscritos a distintos organismos del poder público nacional: fiscales del Ministerio Público, procuradores, Fuerzas Armadas, Policía, entre otros, a quienes llamó el “Frente Francisco de Miranda”. Este frente fue el responsable de cerrar miles de negocios, lo que llevó a la aniquilación del capital privado y a la huida masiva de empresas trasnacionales por temor a represalias en su contra.

Fue así que, producto del dakazo, me tocó la primera audiencia. Se trataba de una familia de italianos que había llegado hacía más de cincuenta años a Venezuela y tenía un negocio de venta y producción de bombas de agua. En el oriente del país eran un referente de una auténtica empresa familiar de al menos dos generaciones, que tenía una envidiable nómina de no menos de sesenta trabajadores contratados. Esta familia, que también conformaba la junta directiva de la empresa, fue detenida. Padre, madre e hijos, todos trasladados en patrullas de la GNB como supuestos criminales, al parecer por tener un par de artículos con lo que el gobierno determinó como sobreprecio. A la fecha de redacción de este texto, no ha habido ningún juicio oral o público en el caso.

Me tocó asistir y defender los intereses de los imputados en la audiencia de presentación. Luego de varios días, el resultado fue una medida privativa de libertad, igual a la de Fray. En ese momento, yo tenía mucha menos experiencia y jamás había visto “la cara del monstruo” responsable de tantas arbitrariedades y de la actual crisis social del país, que ha llevado a más de cuatro millones de venezolanos a migrar a otras naciones. Consternado por la decisión infundada de la jueza, me acerqué al estrado a exigir una retractación de la decisión y ella inmediatamente ordenó cerrar las puertas de la sala y me dijo: “Doctor, disculpe usted lo que le voy a decir. Si yo no meto presas a estas personas, pierdo mi empleo. Espero que usted entienda”.

Escuchar eso fue muy duro, sobre todo en pleno siglo XXI bajo la reiterada y trillada idea que existe acerca de los fundamentos del Estado de derecho y el principio de legalidad, en especial la separación de los poderes. Era una mezcla de desolación con desamor y mucha frustración.

Metamorfosis de la protesta en Venezuela

Las protestas sociales en Venezuela se han desarrollado en un entorno mucho más complejo, por la restricción de las garantías constitucionales como la libertad de expresión. Por ejemplo, en nada se parecen ya a las primeras protestas de 2002 de la era revolucionaria de Hugo Rafael Chávez Frías, en las que, a pesar del resultado letal de muchas de ellas, ciertamente los ciudadanos eran ingenuos y no esperaban tanta violencia ni estaban preparados para lidiar con ella. Dicho de otro modo, la actitud violenta y desproporcionada del gobierno siempre ha sido igual, solo que ha perfeccionado su técnica. Sin embargo, los ciudadanos disidentes han ido adaptándose para continuar la protesta de una forma, digamos, más segura.

Los venezolanos han dejado a un lado los pitos, tambores y la gorra tricolor, y los han sustituido por escudos improvisados, cascos, petos, vinagre o cualquier otro objeto que ayude a tolerar bombas lacrimógenas y protegerse de las balas de goma (o, en ocasiones, munición real). También se han vuelto más precavidos y desconfiados; se resguardan entre sí ante una eventual infiltración de funcionarios de inteligencia y perfeccionaron sus métodos para auxiliar a los heridos o documentar la violación de los derechos humanos. Es simple: manifestar contra el gobierno, más que un derecho, hoy es una misión cuyo objetivo es regresar a casa con vida.

Muchos resguardan su identidad con franelas viejas o con la que llevan puesta cuando salen a la calle. Los más creativos deciden usar máscaras de personajes de ciencia ficción; la más usual es la de Guy Fawkes, el personaje de la película V de Venganza, quien lideró un amplio grupo de protestas y se convirtió en símbolo del grupo hacktivista Anonymous, el Proyecto Chanology, movimientos de ocupación, protestas antigubernamentales y antisistema en todo el mundo (Waites, 2011). Otros iban un poco más allá y modificaban los colores de la máscara, le colocaban la bandera tricolor de Venezuela o la pintaban con dorado, negro o rosa.

Estos jóvenes eran admirados por gran parte del país porque representaban una salida rebelde a la crisis política y económica, pero otros los veían como vándalos. El gobierno los calificó como “guarimberos”;[4] sin embargo, entre las protestas de 2015 y 2017, el calificativo más usado por las autoridades era el de terroristas. Llamar de formas despectivas a los opositores busca estigmatizarlos para transformar la situación en una lucha de buenos contra malos. En estos casos, los malos son los terroristas, es decir, todos aquellos que se opongan a las políticas gubernamentales del gobierno bolivariano.

* * *

Al momento de ser reseñados ante la policía científica de Venezuela, los presos políticos son fotografiados con un cartel identificativo en el que se lee la palabra “terrorista”. Esta fotografía es la que aparece en los antecedentes policiales que son cargados al Sistema de Investigación e Información Policial (Siipol), que pueden ser chequeados por cualquier autoridad policial en territorio venezolano. Era la forma más burda de identificar al enemigo de la revolución.

Sin embargo, ellos se identificaban a sí mismos de otra forma. Hay una diversidad de seudónimos, porque también había una diversidad de grupos o estructuras dentro de esos grupos. En líneas generales, se llamaban “resistencia”, pero también “guerreros de franela”, “escuderos” o “grupo de choque”. A mi juicio, el apelativo que mejor los identificaba es el de “libertadores”.

Ese último nombre se ratificó en un triste episodio de la historia del país. Fue el 8 de junio de 2017, sobre las 16.40 horas, día en que muere el adolescente Neomar Lander por un impacto de bomba lacrimógena disparada a quemarropa por un funcionario de la Policía Nacional Bolivariana. Esta terrible escena fue grabada por personas que estaban cerca del sitio del suceso. Los voceros del Ministerio de Interior y Justicia, entre ellos el actual fiscal general designado por la cuestionada Asamblea Constituyente, Tarek Wiliam Saab, aseguran que la muerte fue producto de la explosión de un arma de fabricación artesanal (mortero) que manipulaba el joven (González Mendoza, 2017). Sin embargo, los testigos presenciales y los videos que registran la muerte demuestran que fue asesinado por el disparo de una bomba lacrimógena que impactó en su pecho. Neomar se sumó a la extenuante lista de las 102 muertes violentas directas en el contexto de las protestas sociales registradas solo en 2017 (Foro Penal, 2017).

La muerte de este menor de edad, muy querido entre los manifestantes, generó consternación en la opinión pública. Era ocasionalmente retratado por los medios por la energía que transmitía y porque siempre se lo veía saltando en las principales autopistas de Caracas. En la web existe una imagen llamativa sobre lo que acaso representaba su lucha. En la fotografía se lo ve sosteniendo una bomba de fabricación casera (molotov) junto a una rosa roja, y sobre su peto de protección casera el lema “soy libertador”, que representaba la resistencia juvenil motivada por valores patrióticos.

También, horas antes de su muerte, se publicó un video en el que daba sus razones para protestar, donde decía: “Yo tengo 17 años, papá; yo no estoy estudiando ahorita porque yo sinceramente me voy del país por cuestión de mi futuro, pero yo no me quiero ir de Venezuela, este es mi país, yo nací aquí y estoy luchando por él”.[5] Neomar refleja la alta participación de los jóvenes en las protestas, incluso menores de edad, que se debe a la preocupación por su futuro en la desbaratada economía venezolana. Hoy tenemos altos índices de deserción universitaria y una de las más altas cifras migratorias de Latinoamérica.

Fray pertenecía a este conjunto de libertadores, que entre otras cosas fungían como grupo de choque contra el uso desproporcionado de la fuerza del Estado combinado con la irreverencia propia de la juventud. Para bien o para mal, son la voz viva de la disidencia y su receptividad supera los factores políticos de oposición, motivo por el cual representan para muchos la salida más próxima de la dictadura venezolana.

Los detenidos por manifestaciones políticas y sociales se dividen en dos grupos. El primero está compuesto por personas indefensas que no son miembros de ningún grupo de choque y que, por su vulnerabilidad o falta de pericia para cuidarse en las concentraciones políticas, son fácilmente detenidas cuando la persecución se hace sobre masas. Un caso emblemático ocurrió en Puerto Ordaz en 2014, cuando un joven estudiante universitario que padece de asperger fue capturado por la comisión de la GNB, ya que lo vincularon con un cierre de una calle cerca de su vivienda. En realidad, ese día venía de la universidad después de ensayar con la coral, cuando se topó con el cierre y le tocó caminar hasta su edificio. Allí lo abordó un grupo de funcionarios, lo arrestaron y lo montaron en una camioneta junto con otros jóvenes. Este muchacho, por la agresión y la falta de identificación o explicación de su detención, entró en pánico y se lanzó del vehículo en movimiento, por lo que sufrió varias lesiones. Por ello, fue golpeado, le cortaron su larga cabellera con una navaja para humillarlo y al final fue sometido a una prisión preventiva. Hoy es objeto de una investigación penal que parece no tener final.

El segundo grupo de detenidos representa a jóvenes como Fray que, pese a ejercer el derecho a la protesta pacífica como los primeros, suelen desplegar estrategias defensivas contra el abuso policial en la disuasión de manifestaciones sociales. Estos apelan al art. 350 de la Constitución venezolana, que consagra el derecho a rebelarse contra cualquier régimen tiránico que viole los derechos humanos. Pero a pesar de tener cierto grado de organización y habilidades, son capturados en operaciones de inteligencia o sorprendidos por numerosos funcionarios, lo que hace imposible su huida. Fray fue capturado por una mezcla de ambas condiciones: labores de inteligencia y algo de imprudencia por parte del grupo que aquella noche decidió quedarse un poco más de lo acordado. Allí lo capturaron colectivos o funcionarios encubiertos del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin).

La historia relatada por Fray

Fray salió de su casa temprano a hacer gestiones para ingresar a la universidad y había quedado en jugar fútbol con unos amigos en una cancha cerca de su casa por la tarde. En ese momento, una nube de humo lacrimógeno lo cubrió: a escasas cuadras se encontraba la GNB reprimiendo a un grupo de estudiantes universitarios. De inmediato, junto con varios amigos, se acercaron al sitio para apoyar a los manifestantes que estaban allí. Dice Fray:

Llegué al sitio. Ante la urbanización había una universidad, justo en el medio de una avenida principal. Desde 2014 ha sido un lugar donde se ha protestado con fuerza y severidad; las condiciones son óptimas porque tenemos el apoyo de los movimientos estudiantiles que también tienen su grupo de choque. El objetivo es mantener esa avenida cerrada el mayor tiempo posible como símbolo de rechazo al gobierno nacional.

Los amigos estudiantes habían estado mucho antes que yo llegara y por la hora todo indicaba que en unos minutos todo se iba a acabar. Yo me acerqué al medio de la avenida a recoger un escudo de madera que habían dejado tirado en medio del pavimento cuando vi unas luces de varios vehículos que se acercaban a toda velocidad. Me quedé paralizado por segundos y antes que pudiera reaccionar, ya los tenía encima; traté de zafarme de varias manos y golpes que empecé a recibir, como si se tratara de un juego de fútbol americano, pero finalmente me cogieron. Procedieron a montarme a una camioneta Toyota modelo Landcruiser, de color blanca, vidrios opacos, sin placa identificativa y que en su interior llevaba varias personas que no me dejaban levantar la cabeza, me azotaban con golpes y me pisaban con sus zapatos.

Me llevaban en la parte de atrás del vehículo, es decir, en su maletero; y ahí me propinaban los golpes. Yo estaba muy asustado porque pensaba que eran colectivos y me iban a matar. Nuestro recorrido fue muy corto; me bajaron a la fuerza a una zona boscosa. De inmediato pude identificar dónde estaba: se trataba del Parque Cachamay.[6] Era oscuro, y por la hora ya estaba cerrado al público.

Recuerdo que mientras me pegaban, me amenazaban de muerte, me decían: “Te vamos a matar, guarimbero de mierda”. Me preguntaban quién me financiaba, qué monto me daban para estar ahí. Yo les dije que nadie me había pagado, mientras me seguían golpeando; me arrastraban por el piso como si se tratara de un saco de basura.

Recuerdo que uno me sujetó los pies y empezó a correr, y yo arrastraba mi espalda contra el asfalto, sangraba mucho por la espalda y la cabeza, no sé si era por los golpes, no recuerdo cuanto duró ese episodio, pero paró cuando dije un monto en bolívares. Recuerdo que dije una cifra insignificante. Pararon de golpearme, me pidieron que lo dijera en voz alta, entiendo que me grabaron en un celular porque pude notar una luz en mi cara.[7]

Mientras Fray vivía las peores horas de su vida, yo llegaba a mi casa sobre las 12 de la noche. Ese día habíamos tenido varias audiencias y estaba exhausto. Al recostarme recibí un mensaje privado vía Twitter, plataforma en la que doy información pública sobre el estatus de los detenidos, cifras de presos políticos, detenciones y cualquier otra de interés regional. Me escribía una señorita que se identificó como hermana de Fray y señaló que no sabía nada de su hermano y que, según amigos, se lo habían llevado los colectivos.[8] Me estaba reportando una desaparición.

El informe presentado por Human Rights Watch en colaboración con el Foro Penal (2017) ante la Corte Penal Internacional describe la participación de civiles armados en el control y dispersión de manifestaciones y detenciones de manifestantes con la complacencia de las autoridades venezolanas.

Una vez reportada la desaparición de Fray, y a pesar de que desconocía quién lo había detenido, lo usual era que apareciera en un comando de las Fuerzas Armadas de la región ¿La razón? Los colectivos trabajan en abierta colaboración con los órganos de seguridad del Estado, ya que si estos habían encabezado una detención (ilegítima) posterior a practicar torturas y trato cruel, trasladaban a la víctima a un centro de detención del Estado donde se forjaban actas procesales que afirmaban que los funcionarios policiales eran responsables de la detención, y no un grupo colectivo.

Luego del mensaje de Twitter, tomamos nota de los datos personales y características de Fray. Le encomendé al equipo de Defensores Activos del Foro Penal que acudiera a varios comandos policiales a preguntar sobre su paradero. La búsqueda se extendió hasta la madrugada del día siguiente y la detuve porque ponía en grave riesgo a nuestros miembros. Se reanudó en horas de la mañana y pudimos ubicarlo en un comando operacional de la GNB, que por cierto era donde estaba el general que describí al inicio de este capítulo.

Este comando era el epicentro de las detenciones políticas en Puerto Ordaz. Por ahí pasaron 191 de las 293 personas registradas a esa fecha solo en el Estado Bolívar. Allí sucedieron desapariciones forzadas de personas, prohibiciones de conversar con un abogado de confianza, torturas y otros delitos. Por suerte, nunca se registró ningún homicidio, al menos en los casos manejados por nuestra organización.

La dinámica en este comando para los abogados está dotada de extrema complejidad. Había muchas restricciones de toda variedad que podían mejorar o empeorar con los días. Nosotros, por suerte, logramos generar una forma de trabajo provechosa para hacer cumplir con nuestros objetivos en el esquema de una dictadura.

El decálogo de un preso político

Paso 1: Los familiares o testigos presenciales se comunican con la organización a una central (un call center) para denunciar la detención o desaparición de la persona. A veces se omite este paso porque esa persona contacta a algún miembro del equipo de abogados o activista de los Defensores Activos, o porque se notifica por redes sociales. Si eso último ocurre, se invierte el orden del reporte y se notifica a la central para proceder con el registro y control del detenido.

Paso 2: Una vez reportado el detenido, los voluntarios del Foro Penal se despliegan a los principales comandos de policías. Se hace un barrido de las zonas para dar con el paradero del detenido.

Paso 3: