Resistir - Eduardo Milán - E-Book

Resistir E-Book

Eduardo Milán

0,0

Beschreibung

Eduardo Milán registra la tradición poética latinoamericana a partir de un presente poético integrado por Darío, Huidobro, Vallejo, Neruda, Girondo, Lezama Lima, Paz y Haroldo de Campos. Milán localiza también en el paisaje poético a los herederos de estos autores: Rodolfo Hinostroza, Raúl Zurita, Néstor Perlongher, Antonio Cisneros, José Kozer y David Huerta.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 230

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



TIERRA FIRME

RESISTIR

EDUARDO MILÁN

RESISTIR

Insistencias sobre el presente poético

Primera edición, 2004 Primera edición electrónica, 2014

Diseño de portada: R/4, Vicente Rojo Cama

D. R. © 2004, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2286-0 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

Agradezco la generosa lectura de Felipe Vázquez y Salvador Gallardo, quienes me alentaron a la reedición de este libro

ACLARACIÓNSobre la necesidad

Escribir para desencantar al lector parece ser una empresa inútil. Escribir para encantarlo parece una empresa similar. Intentar la escritura como ajuste de cuentas con una biografía más o menos angustiosa o más o menos feliz puede resultar en territorio lírico: se trataría de buscar un empate—el empate con la realidad—que alguna vez funcionó como una victoria inesperada o envidiable. El caso de Pablo Neruda es un paradigma luminoso de lo que digo. Casos de escrituras extraordinarias que empatan con desdichas extraordinarias recuerdo, en el siglo pasado, dos: las de César Vallejo y las de Paul Celan. Pero no por eso se ha creado un “espacio de justicia lírica” a donde van a dar los que logran tan oportuna convergencia. Joao Cabral de Melo Neto era contundente: “escribir solamente cuando ya no se puede más (dejar de escribir)”. Lo que no garantiza ninguna gracia especial, ninguna felicidad apropiada a eso mismo: la angustia insuperable que, una vez controlada, nos vuelve otra vez ciudadanos democráticos. En cualquier caso, nadie puede plantearse seriamente la necesidad de la escritura poética desde la necesidad que tiene el mundo de la poesía. Sin embargo, ese mundo que es el lector exigirá siempre y todavía una escritura necesaria para el mundo. Ya que lo haces, hazlo útil—se diría. Y no parece haber quien escriba que no espere, guardado bajo su secreto más íntimo, no tocar, no meter la mano allí en la fibra más tensa del que no necesariamente espera pero que por una razón y otra encuentra. Esto es una sorpresa: sorprender con la incomunicación donde sólo la comunicación es posible.

En América Latina la poesía siempre se parece a una actividad de emergencia. En el doble sentido: en el de aparecer y en el de llamado de atención sobre situaciones límite. Después vienen los diálogos con el poder, después las fundaciones de movimientos, las justificaciones de las regularidades o de las transgresiones. Se manifiesta como recuerdo permanente de que todo está por hacerse—aun en un mundo donde todo parece haber sido hecho—. O dicho, que se le parece. Es una de las razones, creo, por las cuales es tan difícil aplicar a la poesía en América Latina una lógica formal evolutiva. Las formas de fachada son igualmente válidas que las formas dinámicas o que el intento de búsqueda de formas orgánicas. Un coup de dés nunca podría haber sido escrito en América Latina. No porque haya incapacidad de caída honda en el vacío o incapacidad de reconocer la escritura poética como una ausencia milenaria que pueda volverse resplandor tocable en el pecho de la página—en sus pechos, habría que decir—. Ha habido eso y más. Se ha tocado fondo en Girondo, en Huidobro, en Neruda, en Vallejo, en Gelman. Pero salvo en el caso muy especial de Huidobro, tocar ahí no era condición de entrada a Europa por la puerta de adelante, algunos centímetros más arriba. El poema de Mallarmé no se escribió en América Latina porque no había necesidad de Un coup de dés. Nadie quiere el refrendo de esa ausencia por acá. Aunque el poema sea, dejando toda metafísica al costado o todo nihilismo al costado—según se quiera ver—, una de las más profundas críticas a la opulencia—o sea: a la injusticia—que la poesía moderna pueda registrar.

Hay excepciones a lo que digo en el gran amor de los poetas de São Paulo por el poema de Mallarmé. Pero se trataba allí de la última vanguardia, o sea, de la última tentación de reingreso al espíritu universal. Octavio Paz toma a dicho poema como modelo de Blanco por fascinación cultural, no por afinidad con ese esqueleto que, inexplicablemente todavía, consigue edificarse cada tanto desde su base de cenizas.

Historia tratando de construirse siempre, entonces, la nuestra. Tenía que coincidir con el devenir de nuestra poesía. Lenguajes fallidos cantando deseos fallidos de revolución; mimesis de formas eurocéntricas de los integrantes de las élites culturales, intentos continuos de rebajar los niveles de comunicación estética al entendimiento del hombre medio; deseos de estar en otra parte, tal vez allí. Críticas violentas a todo fracaso. El sobreentendido de la imposibilidad voceado después de los hechos. Esto importa. Pero no son los temas urgentes. En América Latina los temas siempre son: el hambre, la discriminación, la intolerancia, la represión, los modelos imposibles de crecimiento, los niños dejados a la buena del destino. Y una empecinada, central, ineludible necesidad de esperanza. No hay demasiada necesidad de búsqueda de la palabra original como fundamento de purificación del lenguaje poético. Es un arqueo demasiado amplio en términos de civilización. Aquí la palabra poética no busca la originalidad como proyecto. Es muy arduo el camino de vuelta. Si sucede es por epifanía. Aquí la palabra poética es inmediata. Yo escribo por todo esto.

UNO

In memoriamJuan Carlos Macedo, poeta

ERRAR

DECÍA: escritura es superficie. Pero no decía que era superficie reflejada, superficie refractada, doble superficie. Plano y de una plenitud de espejismo, este desierto señala una nueva condición vacía. Señala también su margen, un margen que comienza a contarse por la posibilidad de oír una voz. Entre esa voz—posibilidad emergente de una entrada de mar en la escritura—y el desierto como metáfora de una soledad muda hay un vagabundeo de alguien que, por falta de otro nombre, llamamos “poeta”. Ahí está, en un espacio virtual y transitorio, no como un pez en el agua. Habría que insistir en el desierto ya que en el desierto lo único posible es insistir. Insistir: estar en estado de absoluta disponibilidad. No es posible clamar en el mar, pero es posible reclamar en el desierto. Reclamar: estar en estado de escucha. Estado de escucha es también estado de alerta, estado de alas levantadas en el medio, un estado por volar—sin jamás aspirar a pájaro, esa figura sin raíz. Ninguna libertad sin la raíz, el pájaro es libertad aparente, producto de un valor que encuentra su uso en la separación de todo suelo. Alas son alejamiento, promesas de rupturas con la tradición. “El valor de volar” no es un coraje libertario: es un simple juego de metátesis, un intercambio de letras en el comercio de la frase, la instalación de una economía de trueque, el medioevo del discurso. Escribir es no alejarse de la posibilidad de la voz por venir y bienvenida. Escribir es escribir después de Auschwitz, es asumir la suma de las cenizas en el viento del desierto sin temer al humor de las palabras, la ironía del creador. Es ser judío de día y esperar bajo el sol. Es tener historia. “Is to have or nothing” (Wallace Stevens).

Leer a Edmond Jabès. Y tomar contacto con la liviandad de la arena, con la aridez de una propuesta desolada que encuentra consolación al asumir su propia ausencia. La propia ausencia es la ausencia del poeta que ahora no lleva comillas porque ya no es titular de su habla. El vacío ya no es el vaciamiento ni del cuerpo ni del alma, sino el vaciamiento del propio nombre, el vaciamiento de la función. Dejar de ser para ser hablado. Ésa sería la forma de reencontrarse con el origen que está más allá del nacimiento, encontrar el origen hacia atrás. Escribir sería entonces retroceder infinitamente hacia el final. Sería alejarse hasta el principio, una manera de morir antes. Esta forma de viaje al revés es una manera de reverse, de cortar de un solo tajo la propia vida en el momento de la palabra. Escribir es siempre plantearse una estética de negación de la propia vida, reafirmar una suerte de no seguimiento. Deteniendo la duración, escribir es resistir. Toda escritura nace de una herida que nunca cicatriza porque su abertura es la posibilidad de la escritura.

¿Es este discurso una forma más de mixtificación? ¿Responde a una propuesta de empezar de nuevo, de tirar la escritura del mundo por la borda del abismo? Tal vez sería una propuesta de comienzo pero nunca de final, una propuesta de repoblación. Sucede justamente allí, en el desierto, ese lugar o no-lugar donde la posibilidad de la analogía es total o no existe. No es una propuesta de creación de la nada porque supone siempre un sujeto, no de la escritura sino del mundo. El hombre está y es errante. Sólo que no tiene palabras y su continuo vagabundeo permite eludirlas, dejando pasar solamente las palabras que no le pertenecen. Rechaza entonces el lugar de la apariencia, porque la apariencia impide la llegada de las palabras. ¿Rechaza el mundo? No, rechaza una forma del mundo donde las palabras en apariencia están encarnadas secularmente. Es sólo un gesto: la gesticulación de la mano cuyo vaivén parte aguas. Es un hombre alimentado por un deseo principal, el deseo del desierto, cuya posibilidad de satisfacción es sólo un sueño de escritura.

TRANSICIÓN

DESDE LA EXPERIENCIA de mayor interioridad posible (la experiencia del vacío) pasar a la mayor posibilidad de evidencia exterior del lenguaje. O sea: el pasaje evidenciado del conocimiento de la materia (conocimiento límite) al límite de posibilidad referencial, dejando testimonio puntual del proceso. Es decir: si matas algo dentro también lo matas fuera. Es imposible escribir poesía sobre un cardenal sin mancharse las manos de cardenal. Si hay un pudor, una timidez o un pequeño miedo al apoderarse de la palabra, ese sentimiento es correlativo al acercamiento con el referente. Mallarmé no esperaba noches enteras (las noches blancas de Valvins) la llegada de la palabra justa (como una esposa) para exterminar el mundo. La palabra justa, esa palabra que se espera, una palabra en tránsito por el túnel del tiempo, no es una palabra pura por no contaminada. Es pura por haber mantenido intacto su sentido original, atravesando todo un Sahara de significaciones, la tentación del silencio bajo un golpe de cúpula, escapando al águila de Góngora (la mirada del águila), un siglo de oro, El Dorado. Ese sentido original es su secreto, un secreto que se revelará al mundo cuando logre fundirse al objeto de su deseo.

Entonces bodas. ¿Y cómo será ese sentido? ¿Será un sentido feliz? Feliz o infeliz, se trata del único sentido posible: el sentido de la encarnación, que huye de la desesperada situación de vivir en dualidad. El poeta es sólo un medio, un agente de coincidencia. El amor sólo es posible entre desconocidos, pero la encarnación sólo es posible entre antiguos pares del reino: un conocimiento ocurrido debajo del árbol del Paraíso. La traición del poeta es gesticularse, interferir con su imagen o su nombre en el proceso de un rito al cual no fue invitado, un rito iniciado mucho antes de su aparición como mediador. Mallarmé o Villa-mediana son sólo palabras en el aire, rumbo a la inmediata evaporación. Son máscaras transitorias impuestas al tiempo por la palabra original. Son palabras elegidas por la palabra: antenas. No hables, no señales, quítate: recibe.

Keats: “Los poetas no tienen identidad”. Esa falta que señala Keats es la condición necesaria para no interrumpir el proceso de unidad entre la palabra y el mundo. Si el poeta tiene identidad abre una zona de interdicción, una dicción alterna que impide la verdadera dicción, la otra. Separa, amplía la falla que tiempo e historia han abierto entre la palabra y el objeto de su deseo. El yo poético debe desaparecer, esfumarse. Una considerable paradoja es la del romanticismo: tan cercano al mito, exaltó al yo poético como figura totémica. Excepciones: Novalis y la locura de Hölderlin. Lezama lo sabía: “Para llegar a Montego Bay”. Para llegar a la boda y verificar el lugar de la fiesta hay que dejar testimonio del camino recorrido. De lo contrario ¿para qué tanta peregrinación? Una mala escritura se reconoce inmediatamente: es la escritura que produce apariciones súbitas, donde el largo proceso de búsqueda está eludido, relegado al silencio en calidad de desecho. En la escritura nada es desechable. Todo adquiere significación en el largo camino a la fusión. La súbita aparición de la palabra encarnada se justificaría como una epifanía de lo real. Para eso hay que dejar testimonio de ese silencio de siglos de espera. Elegir: dibujar las pisadas que te llevan al banquete (sentando así las bases de tu propia tradición, posibilitando un seguimiento) o crear espacios de silencio que evidencien tu otra condición: la condición muda. A ese vaivén no escapa la escritura del mundo.

DESVÍO

ACERCARSE por la palabra a un pájaro o a cualquier otro referente no volador entraña un miedo: el miedo de matar. Así, nombrar es detener, cortar un acto del referente que te es ajeno. Si ese referente además de volador es un referente cantarino, el peligro es doble: cortar un vuelo y cortar un canto. No basta eludir el crimen trasladando el mundo a la escritura y recordar, una vez más, que todo esto es un juego de palabras, una simple figuración sin figuras, un ejercicio de traducción. Es y no es: “el mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”. Si hay una paz posible, una tranquilidad de escritura en el escriba, ella radica en mantenerse erguido en ese puente, en ese lugar de tránsito desde donde se señala la distancia entre mundo y escritura. Ese punto es el lugar de la atención, el lugar alerta donde un paso en falso significa la pérdida de un estilo, el derrumbe de la elegancia. Ese paso en falso figuraría el robo de la antorcha, la apropiación del fuego o el rapto de la llama señalada: la promesa de Prometeo. Prometeo menor en el centro de una naturaleza en ruinas, el escritor guarda la distancia como si guardara el agua en el desierto. Porque la distancia es su único atributo, su distinción. Esa diferencia es lo que lo instala en su zona de goce, ese estar entre, en el lugar medio que es él mismo. El escriba es el guardián de la frontera.

“Je est un autre.” La frase de Rimbaud es el reconocimiento pasmoso de la conciencia de la alteridad, de la diferencia, de la línea que demarca la ausencia de titularidad. Es también el arte de la fuga, una huida sin precedentes y la constatación de que toda identidad es fingida. Pero, en la escritura, es fundamentalmente una desesperada declaración de inocencia. Es declararse inocente de la función depredadora de la escritura. No soy el responsable de este crimen: sólo he sido hablado. A partir de ahí la escritura abre sus piernas a la modernidad, para que en ella penetre un río textual que no tiene nombre porque esenombre, justamente, señala el lugar del crimen y al criminal, confundido con su escenario. La expresión ha muerto. El yo, sacerdote de un oficio por demás sospechoso, yace sepultado en el subterráneo textual. El texto sigue su curso pero es un río tatuado, un río que lleva en el lomo la marca de una huella. Ese tatuaje no es fonéticamente inocente. Señala un tú, una desviación de las aguas hacia su espejismo primario: lo que ves es tu reflejo. Escribir será mirarse y, al mirarse, reconocerse. Pero al reconocerme siento las bases de mi identidad, vuelvo al yo. Regreso a lo mismo, el texto ha transferido al lector su falla original. Todo lector es culpable. Leer es escribir. Las aguas se cierran.

Y se abren. A la crisis de la modernidad y del pensamiento lineal (ese texto que fluye como un río) corresponde el (re)nacimiento del lector para la escritura. Ya no hay titular de la escritura; hay titular de la lectura. El lector se ocupa del texto, se sumerge en él, interrumpe su fluir, se baña tres veces en esa agua, tres veces y las que quiera. El lector es quien puede fijar, detener, retener el curso. ¿Y quién se ocupa de los referentes del mundo? Naturalmente que el texto, ese pulpo multidimensional que atrapa y traga lo que le rodea. Y así navegamos como inocentes por un agua contaminada pero sin mirar atrás y sin reconocer nuestra culpa. El pensamiento de la posmodernidad constituye la más alta irresponsabilidad frente a los muertos y, en términos textuales, la mayor traición a ese muerto, el Yo o hablante textual. Vivir ahora es vivir entre una ausencia, en una suerte de cráter o herida temporal que jamás cerrará. Frente a ese yo o lugar vacío que te señala con su ausencia sólo es posible la instalación de una política de simulacro, de simulación de un estado de plenitud por demás inexistente. Ahora más que nunca todos somos “creadores”, todos somos nuestro propio demiurgo. Pero escribir ahora es todavía llorar la muerte del creador.

SOBREVIVIR

NO HAY NOVEDAD: los poetas escriben para sobrevivir. La retirada de Rimbaud anunció: “la verdadera vida está en otra parte”. Pero ya no hay verdadera vida para el poeta en el crepúsculo del siglo. Y lo que es peor: no hay otra parte. Y las paradojas continúan. Una de Novalis: “El paraíso está en todas partes o en ninguna”. Tal vez haya que concluir, desgraciadamente para aquel fino espíritu del romanticismo alemán, que, bueno, en realidad, no hay paraíso. Y así vamos por delante, negando aquí y desconfiando allí de una serie de propuestas que el ser humano poético se tomó el trabajo de concebir para hacernos un poco más felices. Todo lo que tenemos es el presente: sofocante, implacable, filoso como una lámina, pero esto es todo, al menos por ahora. Los abanderados del presente no pensaron, no pudieron haber pensado qué significa exactamente vivir encerrados entre las cuatro paredes del presente, como si hubiéramos sido pintados. La cuadratura de nuestra vivencia tiene algo de arte, de artificio: por algo se dice, y no sólo en alusión a la representación de nuestra existencia, que vivimos en la sociedad del espectáculo. Esto es un escenario: estamos encuadrados. La posibilidad de salirnos del marco, de desmarcarnos, era, en un sentido temporal, la utopía. Era una promesa de devenir no solamente lineal sino también hacia arriba, hacia abajo o hacia el costado. El arte de nuestro siglo intentó el gran desmarcaje: la unión arte-vida, que era una forma de salirnos del cuadro. Fracasó: el regreso a las formas de fachada niega, entre otras cosas, el movimiento de la vida, el error, lo imprevisible, lo incontrolable. El regreso a las formas canónicas en arte no sólo significa el relativo agotamiento del repertorio formal de la vanguardia: significa, antes que nada, que todo está bajo control, que nuestra visión del mundo está controlada, que nada queda librado al azar, ni siquiera librado a la parte de lo fortuito estético que tiene el azar: lo sublime.

Por eso decía que no hay novedad: los poetas escriben para sobrevivir. Sobrevivir, para un poeta, es simplemente ser. Ya casi se trata de una cuestión de dignidad, de luchar por no convertirse en una especie en extinción, como un tigre o un esquimal. Más allá de ser, esto es, escribir para producir cambios, para acompañar el ritmo de la vida, ya es imposible. El retroceso controlado de las formas en arte atenta directamente contra el avance—también controlado—de las formas en la ciencia. Pero mientras esta última se permite experimentar (muchas veces con el lenguaje de los poetas), el arte occidental actual se prohíbe la experimentación. Vivimos una época de arte cerrado, de poesía cerrada. Las nuevas posibilidades expresivas están bloqueadas porque parecería que, en un arrebato por la salvación de la especie, el arte teme su propia extinción. Y el arte retrocede por no alejarse demasiado, porque sabe que, al caer las posibilidades de la utopía en el pensamiento y en la vida, corre el peligro de terminar (peligro no muy lejano) hablando para sí mismo. Abrir un claro en la selva, poder imaginar, son empresas que no tienen más interlocutor que los pares del oficio. Así, se escribe para los que escriben. Y ya nadie se atreve a cuestionar el valor performativo o la actitud de lo hecho porque eso sería dar un paso adelante que no podemos dar. ¿A quién le importa que un poeta plantee nuevas posibilidades expresivas si el arte mismo de la poesía está en vías de desaparición? Sería una propuesta que cae en el vacío. Y aquí viene la paradoja, la gran paradoja: en las épocas de gran tiniebla, de gran cerrazón en cuanto a lo posible estético, aparecen nuevas formas. Todo consistiría en ver cuáles son los mecanismos contextuales que posibilitan su aparición. Luego, dejarlas fluir. Y la pregunta es: ¿estarán nuestros ojos preparados para lo verdaderamente nuevo?

APUNTES SOBRE LA IMPOSIBILIDAD DE ESCRIBIR

¿Y SOBRE QUÉ ESCRIBO AHORA? Éste no es un testimonio de la impotencia semanal de un columnista, sino la obligada reivindicación de un mutismo siempre latente en todo poeta. Escribir sobre el amor, escribir sobre el mundo, sobre la ausencia de imágenes o sobre un posible manantial de palabras que se suceden llamándose unas a otras son algunas variantes de lo mismo: nada, obligada manera de referirse a ese animal vivo que late amistosamente debajo de las palabras. Los místicos lo saben cuando usan las palabras o su encadenamiento para sugerir que detrás de todo está ella, en su expectativa blanca. Mallarmé la incorporó, la levantó en andas desde el plano mojado de un naufragio: Un coup de dés que no ha acabado, un siglo después, de sugerir posibilidades. Todo poeta, en fin, lo sabe en algún lugar de su conciencia: detrás de todo está ella, la callada, animándonos a distraer nuestra mirada de su imán. Ahora, a fines de un siglo que ha dejado lo mejor de sí mismo en cuanto a sorpresas, la nada vuelve a las suyas, con toda su carga de sugerencias. La nada es como el desierto, la nada creativa es el desierto. Pero no en cuanto a esterilidad ni en cuanto a imposibilidad, sino en cuanto, justamente, a lo posible: el desierto es el territorio de la neutralidad donde todo, absolutamente todo, puede ocurrir dentro de los límites del ser, todo poeta que se precie en algo, que se estime como creador, no sólo debe padecer ese momento de la nada: deberá buscarlo, llegar al límite de decisión de su decir.

Decir es decirse pero no tanto: la precisión, la justeza de ese decir pasa irremediablemente por la conciencia de ese borde, de ese margen que señala que más allá está el vacío. Pero ese vacío, una vez más, está preñado de sugerencias, de posibilidades de totalidad. Frente a ese abismo de completud, valga el oxímoron, el poeta retacea, recorta aquí y allá algunos fragmentos de sentido que tengan una unidad en sí mismos o, por el contrario, aludan a esa falta de completud.

Es la trampa de la poesía cuando realmente está escrita con sabiduría: la nada, imposibilidad o posibilidad del todo, está presente en los grandes poemas contemporáneos aunque sea en la mínima forma de una huella. Los efusivos o los locos—esos seres cada vez menos adorados—la ignoran. Pero sus confesiones, sus alianzas con el espíritu del maligno, sus caídas en la tiniebla de lo terrible, sólo son intentos vanos de escapar al imán de la blanca atracción, subterfugios, coartadas. Aludir a la nada no es—como predican algunos críticos ligeros de paso—la negación del mundo, la negación de los referentes. Y no lo es porque el mundo, con toda su excelente arbitrariedad, no es el todo sino solamente una parte, un medio, un remitente a un antes y a un después. Antes, la nada; después, el universo. Aludir a la nada es el reconocimiento de una presencia que en todo momento sugiere la transitoriedad de una escritura. Esa alusión es contra la posibilidad afirmativa, contra la exclamación y por la necesidad de un matiz que siempre advierte: “no te lo creas demasiado”. A partir del reconocimiento de la nada, escribir en el siglo xx—escribir poesía—es el arte del titubeo, de la duda; es la proliferación del equilibrista. Por eso en un poeta verdadero siempre se advierte que la “ansiedad de la influencia” (Harold Bloom), la búsqueda desesperada de un entronque con la tradición, la búsqueda de padres o de abuelos en la escritura deja lugar al único superyó posible: el vacío y la conciencia del vacío. La conciencia del vacío manifiesta en la escritura no es el autorreconocimiento de la imposibilidad de escribir (escribir es siempre imposible y ése es el punto de partida), sino la búsqueda de un lugar en el territorio minado. Sugiere una lucha, un enfrentamiento con el origen, aquel momento donde no había palabras. Toda palabra poética, a partir de ahí, tiene la fuerza de una revelación, de una instancia epifánica. No es extraño que en los grandes poetas del siglo, más allá o más acá de su cortedad en el decir, se presienta una íntima nostalgia por aquel momento original, el momento donde no existía nada que existiese. Siempre está presente el deseo velado de volver a empezar, por la sospecha verdadera de que allí, en aquel origen, ha quedado una posibilidad irremediablemente perdida.

DE TODAS MANERAS NOS VAMOS

ESCRITURA DEL DESASTRE (Blanchot): no escribir el desastre (descriptura) sino ser escrito por el desastre. Se cierra el siglo con sigilo, al margen de los avatares históricos. Se cierra por donde se abre, casi como si se doblara. Son pocos, poquísimos, los escritores lúcidos que no cierran los ojos frente al cierre del siglo ni tampoco desvían la mirada. Para la escritura fue un siglo donde ocurrió todo, desde las utopías escriturales que prometían doblar