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Cuaderno de apuntes de un titiritero recoge más de una decena de textos del autor donde reflexiona y dialoga con los conceptos, representantes y espectáculos de actuación y trabajo con títeres. Figuras como Dora Alonso, los hermanos Camejo, Stanislavski y Obraztsov, confluyen para armar las pautas y cimientos sobre los que Rubén Darío Salazar funda su obra y su convicción de titiritero.
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Seitenzahl: 163
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Edición / Yudarkis Veloz Sarduy
Diseño de colección y cubierta / Annelis Noriega
Foto de cubierta / Sonia Almaguer
Composición / Lisandra Fernández Tosca
Conversión a E-book: Ediciones Cubanas
© Sobre la presente edición:
Ediciones Alarcos, 2019
ISBN Versión E-book e-Pub: 9789593051507
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EDICIONES ALARCOS
Casa Editorial Tablas-Alarcos
Consejo Nacional de las Artes Escénicas
Línea y B, El Vedado,
La Habana 10400, Cuba
(53) 7833 0226
Pasa el tiempo y Teatro de Las Estaciones ha persistido. Lo que fuera el sueño inicial de Zenén Calero y Rubén Darío Salazar ha crecido como una casa que alberga sueños, suma bienvenidas y adioses, dejando sitio para los nombres mayores del arte titiritero de Cuba y el mundo.
Norge Espinosa, 2015.
Teatro de Las Estaciones es un colectivo regido por la creatividad de los componentes del suceso escénico, ellos constituyen los puntales de un grupo que continúa marcando el paso en la búsqueda del infinito encuentro con los títeres.
Armando Morales, 2013.
Las Estaciones dialoga, como casi nadie en el teatro cubano, con todos los elementos del variado y complejo mundo de la escena.
Amado del Pino, 2009.
Pocas veces en nuestra cultura teatral, se ha dado en tan corto tiempo un ascenso tan evidente y valioso como el de Teatro de Las Estaciones.
Gerardo Fulleda, 2009.
Teatro de Las Estaciones demuestra cómo el trabajo creador y la investigación son los mejores aliados para el talento, y cómo la cultura es la base más sólida para el buen gusto.
Vivian Martínez Tabares, 2014.
No se puede recluir a Teatro de Las Estaciones en ese muestrario de sus más de treinta espectáculos, que lo ubica hoy en la vanguardia teatral de la isla. No es suficiente.
Yudd Favier, 2014.
La relación actor-director, un juego donde se apuesta todo
En busca de Dora Alonso
Carucha Camejo, nuestra reina titiritera
Stanislavski, Obraztsov, los Camejo y los títeres
En el camino de La virgencita de bronce
El patico feo: Un proyecto entre el riesgo y la reafirmación
Federico de noche: la puerta lírica hacia el niño Lorca
El alma titiritera de Bola de Nieve
Apéndice fotográfico
Este no es el Pinocho que yo soñé
Buster Keaton volvió a pasear por Cuba cincuenta años después
En un reino oscuro y revelador
Del talento, la presunción, la inconformidad y el tiempo en el oficio titiritero
Teatro de títeres en Cuba. Decir lo que nos toca aquí y ahora
Jugando de adulto mi propio juego de niño
Apéndice fotográfico
Cronología de espectáculos
Nuestro teatro de títeres no ha tenido una academia pedagógica que haya funcionado de manera permanente, tampoco una tradición milenaria como la de otros países. Los actores titiriteros, diseñadores, dramaturgos, y directores de este tipo de teatro e incluso los teóricos que han querido profundizar en este arte, se han hallado frente a un sinuoso río plagado de los más escabrosos meandros.
¿Qué deberíamos asumir o rescatar de la relación actor-animador o de la dirección del teatro de títeres realizado hace cincuenta años, cuando comenzó la historia del género titiritero profesional en Cuba? Pues creo que mucha información, cuantiosa experiencia legada de generación a generación, más las acciones imprescindibles y definitorias de escuelas como las de Güira de Melena y el Parque Lenin en los años sesenta y setenta, respectivamente, el diplomado del Instituto Superior de Arte en el Periodo 1999-2006 y, sobre todo, las escuelas potenciales que han sido los grupos de teatro de toda la isla.
Al graduarme del Instituto Superior de Arte de La Habana (ISA), en 1987, en la especialidad de arte dramático, había pasado cinco años bajo la tutela de la profesora Ana Viñas1 y fui a formar parte, por decisión personal, del prestigioso grupo Teatro Papalote de Matanzas. Ya había estado un par de veces en la ciudad yumurina para ver sus puestas en escena, en viajes organizados por el Instituto, también los había visto en sus presentaciónes en La Habana, durante los festivales de teatro para niños de 1983 y 1985. René Fernández, director artístico y general de la referida agrupación, era reconocido entre el alumnado y los profesionales del retablo como un joven maestro, portador de un talento natural y una imaginación sin límites, que había resurgido con una fuerza descomunal, tras las vicisitudes padecidas en el quinquenio gris.
Teatro Papalote era considerado el mejor sitio del país para que un egresado, en este caso yo, realizara una especie de postgrado sobre la manifestación titiritera. Ese fue, en principio, el proyecto ideado por Mayra Navarro —por entonces especialista del Departamento de Teatro para Niños del Ministerio de Cultura—, pero nunca llegó a materializarse… al menos, de aquella manera. Después de mi trabajo actoral como estudiante junto a Ana Viñas, mi único intercambio de trabajo junto a un director profesional ha sido al lado de René Fernández, durante doce años como actor del elenco artístico de su agrupación.
Okín pájaro que no vive en jaula, resultó el nuevo montaje unipersonal que Fernández comenzó a levantar conmigo y, paralelamente, asumí varios roles del repertorio habitual del conjunto yumurino y este fue el preludio de lo que constituiría mi aprendizaje técnico como actor titiritero. Primero interpreté una jutía juguetona y de breves apariciones en Historia de lo que ocurrió en un huerto escolar; fui la piedra Kisimba de la obra Nokán y el maíz; el personaje Agueíto de la obra de títeres para adultos El gran festín y, finalmente, el camaleón de la puesta La nueva mensajera, personajes todos con técnicas de animación diferentes, las que iba aprendiendo durante los ensayos de reposición de esos montajes. La jutía era un títere de guante, Kisimba un elemento escénico manipulado, Agueíto un títere gigante de técnica mixta: parte marote, parte varilla y tambiénbunraku y el camaleón, un guante parlante. Yo era osado —lo sigo siendo— como casi todos los jóvenes, y siempre supe que lo que quería hacer era teatro de títeres, por tanto, no me fue difícil aprehenderme a la piel de estos roles, tan lejanos a mi formación académica.
Me divertía tanto en los ensayos como cuando jugaba con mis títeres de infancia, esos que construía y animaba yo mismo. René me apuntaba siempre los detalles necesarios sin coartar mi libertad de imaginación. Aquello que yo iba asumiendo en escena, con los recursos de mi formación de actor en el ISA, lo trabajaba luego en solitario o molestando a René después del horario de ensayos. Trabajaba una y otra vez sobre la pauta que él como director me marcaba, sin asumirlas como acciones dramáticas rígidas o inamovibles. Le agradeceré toda la vida haber actuado conmigo de esa forma, pues le dio rienda suelta a toda mi desenfrenada pasión y me permitió irla domesticando por mí mismo, al sumergirme en la historia del Teatro Papalote desde su fundación en 1962 hasta el presente. Nunca he dejado de asistir a sus estrenos, porque siguen siendo referencia obligada para mí y, creo, para todos los titiriteros. Después de seis meses de mi entrada al grupo, me impliqué en acciones de superación teóricas y prácticas para el colectivo teatral e impartí clases de expresión corporal. La experiencia durante el montaje de Okín…, escrito específicamente para mí, resume la relación actor-director que se extendió por un total de diecisiete montajes. Okín… fue un gran reto: debía cantar en vivo y en lengua africana, bailar danza contemporánea con influencia de los bailes folklóricos, animar títeres inventados por Fernández y Zenén Calero, tan bellos como se hayan visto jamás, y actuar durante cincuenta minutos en soledad, semidesnudo y sin retablo. No hubo un día de ensayo en que no llegáramos al destino deseado. Yo estaba maravillado con las pautas de Fernández y él experimentaba con mis energías y mis aportaciones, hasta el mismo día del estreno, un 6 de enero de 1988. Yo tenía veinticuatro años, él cuarentaicuatro; pero nos convertimos, aun siendo tan diferentes, en una sola fuerza. Él tenía mucho que darme a nivel de vivencias y yo estaba dispuesto a aceptar el reto que me había atraído del Teatro Papalote, de Matanzas. Con ello dejé atrás las prerrogativas de trabajo en la capital que me había garantizado mi graduación con título de oro.
Tras ese riquísimo proceso de trabajo ya nadie podría romper la cofradía existente, ni siquiera los expertos que darían el sí o el no a lo que René montaba conmigo para representar a nuestra isla en Europa del Este; una cofradía aderezada —y es necesario decirlo— con las voluntades creadoras de Zenén Calero, Ángel Luis Servía, Fabio Hernández y Oscar Jorge Marrero. Hice mi presentación para los especialistas que venían de La Habana, con muñecos provisionales y vestuario de ensayo, en el pequeño salón del segundo piso del Teatro Papalote. No aplaudieron, yo debí retirarme pues el debate era entre ellos y René. Nunca entendí por qué debía estar excluido de esa discusión que me implicaba como creador, así que me quedé escondido para escuchar. Votación dividida: tres maestros estaban impresionados con la propuesta y su carácter novedoso y de-constructor de las leyendas afrocubanas y los otros estaban perplejos ante aquel montaje inusitado, alejado de la ¿tradicional? escuela cubana. En sus “experimentadas” opiniones, aquello no calificaba para representar a nuestro país, pues de seguro no tendríamos éxito. La especialista debía decidir sumándose a los dos que estaban dudosos o a los tres que estaban a favor para aprobar la presentación de Okín… en el extranjero. Y votó, convencida, a favor. Tras la decisión final René pronunció unas palabras a manera de conclusión que me marcaron para siempre: “Yo, con ese muchacho, me las juego todas”.
Y esa confianza me hizo asumir el teatro de títeres como una apuesta total que extiende sus dominios hacia lo artístico y lo humano. Desde entonces fue mi premisa de trabajo: con ese director también me las jugué todas.
El periplo de giras nacionales e internacionales que cumplimos con Okín…, durante diez fructíferos años, nos demostró la validez del intercambio creativo que poseía nuestro equipo. Donde quiera que el espectáculo se representara, ya fuese en Barcelona, en lenguaje castellano o en Estocolmo, para público sueco, los resultados siempre eran los mismos y, a la vez, diferentes, lo que nos preparó para asumir nuevos trabajos.
Obiayá fufelelé fue un montaje de 1990, donde René no solo dirigió y escribió el texto, también actuó al retomar el espectáculo con un segundo elenco. En cada función yo interpretaba a un Elegguá mixturado, según sus pautas, dotado con las características del orisha guerrero del panteón yoruba con visos contemporáneos de una Cuba en el preámbulo del Periodo Especial. René siempre se preguntaba cómo se había metido en aquello si él no era actor. Yo, culpable del embullo, le decía que tras la máscara se convertía siempre en otro y eso le daba la posibilidad de ser un desconocido para él mismo y para todos. Su máscara y mi máscara disfrutaban del rito del teatro, y mucho nos divertimos con aquel juego donde él mismo desafiaba todo, yendo más allá de sus propias coordenadas dentro de la puesta en escena. Para seguirlo, continuarlo o superarlo, como corresponde a cualquier diálogo generacional, había que montarse en el inmenso carro de su imaginación, un automóvil que aceleraba a cien revoluciones por minuto.
Romance del Papalote que quería llegar a la Luna (1990), Otra vez Caperucita y el Lobo, Una cucarachita llamada Martina (1991), Los ibeyis y el diablo, Disfraces (1992),El poeta y Platero, Divertimento Moderato (1993), Historia de burros e Ikú y Elegguá (1994), conformaron una nueva etapa donde cada producción se constituyó en una escuela de conocimientos para el equipo artístico y realizador, un disparo escénico de fisicalidad y buen gusto, marcado por el cuestionamiento de la realidad que se vivía en los convulsos años noventa. Lo que vivimos al lado de René es algo irrenunciable para nuestras vidas. Trabajábamos con un hombre enfebrecido de creación y eso nos planteaba, al menos a mí, estar siempre a la altura de su ritmo de producción, a no consumir ni un minuto de mi existencia teatral en el fuego fatuo de la desidia. Los escalones en ascenso del maestro René Fernández merecían subirse conscientemente. Trabajábamos desde la luz, con un hombre que iluminaba a su tropa con paletazos perennes de color y fantasía.
Tuve toda la confianza para plantear mis criterios como actor, y hasta la osadía de sugerirle títulos para algunos espectáculos (Otra vez Caperucita y el Lobo, Una cucarachita llamada Martina, Historia de burros, ¡Tierra a la vista!, Feo) y proponerle, a través de mis estudios escénicos durante el montaje, los caminos de la futura puesta en escena que sería Ikú y Elegguá. La relación actor-director, a la que yo sumo la mano imprescindible del diseñador, se volvió imbatible. Cada acción cultural del grupo pasaba por ese fuego noble de la creación en conjunto que se traducía luego en espectáculos, exposiciones, publicaciones y eventos socioculturales.
En 1995 René estrena —en calidad de dramaturgo, director y diseñador— el espectáculo unipersonal Convocando a Carilda, producción que inaugura, según mi consideración, una nueva etapa de trabajo de René. Por entonces yo me había estrenado como director artístico con los cuatro espectáculos fundacionales de Teatro de Las Estaciones, y con otros montajes de pequeño formato, producciones que de muy buena gana habría hecho en Teatro Papalote. El diseñador Zenén Calero construía su galería-estudio El Retablo. Mis restantes trabajos en dueto con Fernández fueron ¡Tierra a la vista! (1995) y Tropisolshow (1997).2
Como he referido, a esta relación entre actor-director se sumó también la figura del diseñador, y se había desarrollado tanto que, con tan solo mirarnos podíamos ponernos de acuerdo. Recuerdo la lectura y análisis de la versión de René sobre el más famoso cuento de Andersen. Yo estaba acostado en el piso del vestíbulo de acceso del público y le propuse a René que la nueva obra debería llamarse Feo, pues la versión tan especial que se avecinaba, estrenada finalmente en 1999, no merecía el largo nombre que tenía. Zenén Calero sugirió algunas ideas para el final de la historia y garabateó unas propuestas de color para cada escena de aquel espectáculo que nunca llegamos a realizar juntos. En 1997, Zenén se consagra de lleno a la fundación de El Retablo, mientras yo me preparaba para viajar a España con La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón, como Teatro de Las Estaciones, y René estrenaba, con su Estudio-taller de jóvenes actores, el espectáculo Jueguipayasos.
En 1998 organicé una despedida teatral de Okín, pájaro que no vive en jaula como espectáculo en activo, durante la tercera edición del Taller Internacional de Títeres. Había cumplido treintaicinco años y tenía sobre mis espaldas la responsabilidad de una nueva agrupación. Fue una de mis últimas funciones como actor del Teatro Papalote, la cual tuvo lugar en el Teatro Mirón Cubano. Un año más tarde, en el noventainueve, cuando se anunció la reposición de Los ibeyis y el diablo en la salita de la calle Daoíz, yo no aparecía en el personaje del diablo, había sido sustituido sin previo aviso. De esta forma terminó una etapa de mi vida mientras recibía un claro y definitivo adiós sin palabras.
Soy un heredero directo de la manera en que René Fernández trabaja y piensa el teatro, es uno de mis mayores orgullos dondequiera que voy. Creo que es un privilegio que no todos han sabido aprovechar bien. René sabe más de lo que expresa, pero hay que saber abrir esa puerta que posee todos los tonos del arco iris.
En 2006 realicé mi propia versión de su texto Historia de burros, pensada para Yerandy Basart, el más joven integrante de Teatro de Las Estaciones en aquel entonces. Cada vez que lo veía en el escenario me veía a mí mismo y a la vez veía en mí a la figura de René, como el ciclo de la vida. Yerandy me preguntó tantos porqués como los que yo le pregunté a René. Le apoyé para que estudiara en el Instituto Superior de Arte de La Habana, al igual que estudié yo, es un derecho que un actor debe tener siempre, derecho a superarse y vivir otras experiencias necesarias; eso los trae siempre de regreso a casa, de una manera renovada, con mucho que aportar a la relación director-actor a que me refiero. Me complace verlo impartiendo talleres y hablando a veces con mis palabras prestadas y enriquecidas por las suyas. Su virginidad en algunos temas prácticos e incluso sus malcriadeces me recuerdan a mí mismo y a René, consintiéndome a su manera, jugándoselas todas conmigo.
Trato actualmente de continuar el magisterio que recibí, intento hacerlo como me enseñaron e, incluso, trato de mejorarlo. La relación actor-director es una tarea que la vida nos plantea de manera infinita.
1 Ana Viñas fue una destacada actriz de Teatro Estudio, graduada de Máster del Instituto Teatral Lunarcharski de Moscú.
2Tropisolshow es una versión reducida de Divertimento Moderato con tan solo dos actores y a la que se le agregaron nuevos números musicales. Fue una puesta en escena pensada para representar en el Festival Mundial de Marionetas de Charleville-Mezieres, Francia, en 1997, y nunca se representó en Cuba.
Nací en Santiago de Cuba en 1963, muy lejos de la Matanzas querida de Dora Alonso. Para entonces ella había escrito sus primeras obras de teatro. En La hora de estar ciegos, de 1955, abordaba los conflictos raciales en Cuba.3 Vibraba sobre el cielo azulísimo de nuestra isla el texto Pelusín y los pájaros, concebido en 1956 y Pelusín frutero, de 1957, sus primeras piezas para teatro de títeres, surgidas a petición de los hermanos Camejo y Carril. En ambas sobresale su especial sentido del humor, su genuina cubanía y esa conexión que logró siempre con los niños de cualquier generación. La casa de los sueños (1959) es su segunda obra de teatro para adultos, y con ella obtiene el primer premio del concurso nacional de la Dirección General de Cultura del Ministerio de Educación. No pude ser testigo de la alegría infantil que provocaron en todo el país las transmisiones, entre 1961 y 1963, deLas aventuras de Pelusín del Monte por CMQ Televisión, aún no estaba sobre la tierra. Justo cuando vine al mundo se estrenaba en el Teatro Nacional de Guiñol Pelusín del Monte o El sueño de Pelusín, uno de sus textos para retablo más hermosos e imaginativos, realzado —según reseñan las críticas y quienes lo aplaudieron en aquellos tiempos— por la magia infinita del trío conformado por Pepe Camejo, Pepe Carril y Carucha Camejo. También en ese año Dora escribiría su última pieza de teatro para adultos bajo el título Los santos, donde criticaba la falsa moral religiosa.
Estuve entre los niños que leyeron Aventuras de Guille y me asombré con los descubrimientos de aquel muchachito en la península de Hicacos. Desde entonces Matanzas, como un misterio a desentrañar, gravitó en mi universo personal. No pude ver, viviendo tan distante, su