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1983: Berlín Este, Bogotá, Bucarest, Kiev, Leipzig, Lima, Pekín o Varsovia; en Santiago, la niebla es más espesa. Pero, bajo la misma niebla de la dictadura, memorables fueron El Trolley y El Garage Internacional y, después, en la democracia tutelada por las brigadas de negro que siguieron invocando la muerte bajo su bola de espejos rotos, las fiestas Spandex fueron también irresistibles. Entonces, cuando el sistema universitario había sido desmembrado, la pista de baile semiclandestina fue el lugar donde una nueva generación de jóvenes artistas, sobre todo teatrales, fraguó los repertorios culturales que imaginaron la alegría que jamás llegó. Peor aún, la alegría que la transición fustigó con lacrimógenas y pánico moral.
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Seitenzahl: 515
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Registro de la Propiedad Intelectual Nº 2024-A-5235
ISBN: 978-956-6203-73-5
ISBN digital: 978-956-6203-74-2
Imagen de portada: Gonzalo Donoso, retrato de Fabricio Rozas, 1987.
Cortesía del artista.
Diseño de portada: Paula Lobiano
Corrección y diagramación: Antonio Leiva
© ediciones / metales pesados
© Cristián Opazo
Todos los derechos reservados
E mail: [email protected]
www.metalespesados.cl
www.edicionesmetalespesados.cl
Madrid 1998 - Santiago Centro
Teléfono: (56-2) 26328926
Santiago de Chile, agosto de 2024
Diagramación digital: Paula Lobiano
Impreso por Equipo Gráfico Impresores
En memoria de quienes nunca se aburrieron.
Índice
Prefacio
Introducción. Una bola de espejos rotos
Entre las putas y la cárcel
Un hombre solo en Madriz
Clandestino, incontable
La pandilla de Matucana
«A Dead End World». (un rollo de fotos perdidas)
Pánico a la discoteca
Pedagogía de un bailarín de discoteca
Epílogo. «Un poquito de respeto»
Obras citadas
Agradecimientos
’Cause we were never being boringWe had too much time to find for ourselvesAnd we were never being boringWe dressed up and fought, then thought: «make amends»And we were never holding back or worried thatTime would come to an end
Pet Shop Boys, «Being Boring»
Figura 1. Ulises Nilo, instantánea de un midnight cowboy extraviado en Plaza Italia, 1992.
Prefacio
Berlín Este, Bogotá, Bucarest, Kiev, Leipzig, Lima, Pekín o Varsovia: en Santiago, en 1983, la niebla es más espesa. Al sur de la Alameda o al poniente de la Panamericana, escuelas, frigoríficos, gimnasios, industrias y universidades, por municipalización, quiebra o intervención, mutan en galpones abandonados. Entonces, en las ruinas de esa ciudad sitiada, los primeros jóvenes retornados –acogidos a la Ley de Amnistía nº 2191 (1978), guarecidos en el bilingüismo bastardo del destierro transatlántico– y los otros tantos que crecieron pateando piedras, por aburrimiento y por repulsa, montan una serie de enclaves subculturales, una maraña de discos piratas regida con ética DIY (Do It Yourself).
Bajo la niebla de la dictadura, memorables fueron El Trolley (San Martín 841) y el Garage Internacional (Matucana 19) y, después, en la democracia tutelada por las brigadas de negro que siguieron invocando la muerte, bajo su bola de espejos rotos, las fiestas Spandex (Teatro Esmeralda, San Diego 1035) fueron también irresistibles. Cuando el sistema universitario había sido desmembrado, la pista de baile semiclandestina fue el lugar donde una nueva generación de jóvenes artistas, sobre todo teatrales, fraguó los repertorios culturales que imaginaron la alegría que jamás llegó. Peor aún, la alegría que la transición fustigó con lacrimógenas y pánico moral.
A través de la recolección de materiales precarios –casetes, cintas de VHS, chismes, fotocopias, rumores, recuerdos–, Rímel y gel: el teatro de las fiestas under hilvana una memoria de los desacatos festivos de una constelación de artistas teatrales que desearon sus primeras barricadas en la pista de baile. A medio camino entre la crónica y el ensayo, en este relato, el dramatis personae instala cinco protagonistas: Jorge Díaz (que en una noche de su discreto autoexilio madrileño se extravió en la Movida), Ramón Griffero (que en la new wave de Londres o Bruselas halló los extranjerismos para maldecir la tradición universitaria del Experimental y el Ensayo), Pedro Mardones (que antes que Lemebel y que yegua apocalíptica fue aprendiz en teatros callejeros), Andrés Pérez (que renunció a la noche de París para volver a recuperar la memoria que la tortura quiso arrancar de los cuerpos populares) y Vicente Ruiz (que, seductor como un vampiro, convirtió una pandilla de punks de llanto desconsolado en discípulos de un futuro que por su rareza el porvenir llamaría queer).
Además de Díaz, Griffero, Mardones, Pérez y Ruiz, en este elenco también hay actores secundarios. A ellos, sobre todo, celebra este libro.
IntroducciónUna bola de espejos rotos
«Where’s the party?... must be the epitaph of London [o Santiago].The party was always somewhere else, at someone else’s place».
Derek Jarman, Modern Nature: Journals, 1980-1990
¿La fiesta? Aquí va.
Viña del Mar, marzo 3, 1985
Están lloviendo piedras. El suelo tirita. Deben ser todas las cosas que chocan contra el suelo. Su madre no lo contradice. Pendiente de la boca del estero, le avisa que el mar se está recogiendo; no sabe si con pánico. Al verlo a la deriva, el Cachalote lo agarra de la cintura, lo sube al apa y él, atónito, mira cómo estallan los balcones del Copacabana. Desde el cielo anaranjado como película Kodak, una nube de esquirlas desciende como polvo de estrellas y sus partículas luminosas tajean los párpados de los bañistas que huyen del confeti de cristales que los tatúa a la fuerza. Parecen zombis sobre el puente del casino. A los pies del Cachalote, las baldosas bossa nova se revientan como obleas. La Nenita arranca, pero los tacos calipso charol se le atascan en las grietas. Segura de que la tierra se la traga, se aferra a una palmera. La orina le oscurece las calzas satinadas. Chilla, grita. Y la Nancy, con mueca de torturadora, la cachetea para devolverle la conciencia. Como el día antes de El día después, están lloviendo piedras.
R. no recuerda en qué momento pasaron por la pensión a recoger los bolsos. Tampoco cómo alcanzaron el rodoviario; sí, unas peceras de acrílico rebalsadas de boletos guachos. En una ventanilla, su madre dio el nombre de su padre, un chofer de Turbus popular en el gremio, que, como todos, pasaba las vacaciones en ruta. Con el nombre del padre como santo y seña, ella consiguió cinco asientos contiguos en un Scania que subió por Agua Santa minutos pasadas las diez: el Cachalote, la Nenita, la Nancy, su madre y él, que, como los adultos, reclinó su asiento, cerró los ojos y fingió dormir. Entonces, él quiso que el viaje fuera eterno para apaciguar los pensamientos. No temió por la suerte de su padre, ni por la de su abuela. No, solo pensó que la tormenta de piedras y el remolino de estrellas eran como un castigo divino por todo lo que deseó ese verano del 85 sin una pizca de culpa.
Desde el fondo del pasaje Matilde, R. había visto a las chicas de La Carlina caminar a la matiné dominical del Cine Libertad, con zapatillas de lona, jeans ceñidos, poleras marineras y boinas de terciopelo. Del 1226 al 1564 de Vivaceta iban por La chica de rojo, y cuando era noviembre del 84, él deseó vestirse como ellas. Deseó que el Gonzalo, que ya andaba en catorce y usaba esos shorts verdes como de modelo de Milo, lo llevara a él y le implorara que subieran a la mezanine y que, con la mano cubriéndole la boca, le enseñara lo que él había soñado sin pudor. Deseó que treparan a la azotea de un edificio para hacer piruetas de bicicrós, para dormir tendidos bajo un letrero de neón amarillo que nunca se apagaría (Aluminios el Mono, tintineaba). Deseó una camisa de raso blanca, con vuelos en el pecho y en los puños, y un bolso negro para llevarlo cruzado, como esos vampiros pálidos que divisaba por la ventana de la micro cuando pasaban por el Sindicato de Conductores de Trolebuses en San Martín 841. Deseó tanto que, en la víspera de Año Nuevo, convenció a los demás niños del pasaje (al Christian, a la Karen, al Roger, al Roque, al Toño, a la Xime y a la Yoyi) de hacer un festival de fonomímica después de las doce. Y con afán maniaco ensayó sobre la cama, y su madre, molesta, le preguntó si acaso quería vestirse como Gina Rovira, y él, bajo sospecha, que no, que nada que ver, que quería imitar a la chica que parecía chico, a la española de jopo que en Martes 13 había cantado «sombra aquí, sombra allá»1. Y antes de partir, su padre, el chofer, ¿resignado?, le dejó hecha una tarima de madera, con ampolletas de colores, para que después de medianoche doblara el «Wadu, wadu», como Federico Moura, con una blusa que la Nenita trajo de Palermo, gris tornasolada con prendedor de amatista-fantasía en el borde del cuello Mao. Después de los abrazos, la Nenita les ayudó con el maquillaje y después le ofreció un tatuaje rockero en la muñeca, quizá un aro de calavera a presión en el lóbulo, y R. otra vez que no, que solo rímel y gel.
Al día siguiente, su abuela presagió que acabaría en el teatro, como Eric, su medio hermano al que la tierra se tragó cuando estaba en los huesos. Él se hizo el que no oyó, que depende de lo que sea eso, farfulló. Su madre lo acarreaba a ver las obras del Teatro Q al parque Bustamante y a una sala cerca de la gruta de la Virgen de Lourdes, y a él esos actores con más bigotes que lentejuelas lo desmoronaban. Pero si el teatro era otra cosa, el augurio lo excitaba. Al medio hermano, al casi actor, lo espió tanto que acabó sangrando. Lo vio con esmalte negro en las uñas, con hombreras futuristas, con la cabeza rapada; lo vio dibujando figurines andróginos, recortando moldes de acrílico, descosiendo hombreras; lo vio con un compañero de escuela que parecía un adversario checo de Rocky, trasformando ejercicios de movimiento en pasos de baile. Por cómo le brillaban los ojos, sabía que en las discos piratas, empinado en cubos, resplandecía más que en las audiciones. Ese sí que era puro teatro. Si por mucho, R. estuvo convencido de que hacer funciones con los rostros embetunados como mimos, tropezando con zancos, era el precio que los teatristas debían pagar por vivir en la lujuria promiscua del oficio.
Pero ahora es lunes 4 de marzo del 85, 1:45 a.m. A Santiago llegan recién de madrugada. No corren micros y las que corren lo hacen con rumbo impredecible. Eligen caminar desde el terminal hasta la casa. Según el Cachalote, siguiendo las luces familiares no son ni dos horas: Alameda al este, Matucana al norte, San Pablo al este, San Martín al norte, General Mackenna al este, La Paz, sobre el río, al norte, Artesanos, bajo el neón del mono, al oeste, Independencia al norte, Río Jachal al oeste, Vivaceta al norte, destino, pasaje Matilde 2160. Zigzagueando entre los escombros, el corazón se le enciende. Como nunca, los galpones, donde él intuye que ocurren las fiestas que le iluminan los ojos a su casi hermano y al casi boxeador, están con las cortinas arriba, con los parlantes en la vereda. Suenan los tambores de las noticas, y con ellas la promesa del beat eléctrico de una canción. Su intuición no falla. Pasan a pie por todos los sitios donde los teatristas proscritos despliegan las artes que les fascinan pero que no caben en ninguna de las arruinadas salas universitarias. Pasan por el Garage Internacional, en Matucana, por El Trolley, en San Martín, por el cité de las fiestas de Aluminios El Mono, en Artesanos, y también por La Carlina, en Vivaceta.
Esa noche tibia, la ciudad se olvida de sus casas con living-comedores, de sus televisores, del toque de queda, de los cadetes carapintadas. La promiscuidad está en el aire y él ruega que la brisa no se la lleve; que por favor la oscuridad dure para siempre. Porque en la botillería de Panchito (Matilde con Vivaceta) están todos: con tenida de domingo, están hasta las chicas de La Carlina, que de tanta redada la tienen de guarida; está el Gonzalo, que le pregunta si es verdad que en Viña las olas explotaron como en «Hawaii-Bombay», y él, que no le desdice, confía en que si las réplicas no cesan, si la noche no mengua, tal vez deban acurrucarse bajo las estrellas.
Santiago Centro, diciembre 7, 1984
R. supo después, cuando se atrevió a escribir, que en ese verano del 85 el delito en realidad lo había cometido otro: Vicente Ruiz. Fue Vicente quien deseó primero. (Eso, si es que el deseo es un anhelo desviado de lo que las leyes del arte, el género, la política o la sexualidad prescriben como necesario)2. Rápidamente, sus contemporáneos dijeron que Vicente quería celebrar la inminente derogación del Bando 28, que ordenaba el toque de queda, que por eso, para el 7, convocaba al estreno de su Hipólito en El Trolley3. Jamás, pensó R., que se metía sin reparos en la cabeza de los otros. Escéptico de los bandos, lo que Vicente deseaba era montar un espectáculo que fuera teatralidad pura.
Con las palabras, Vicente era obsesivo. Antes de que lo expulsaran, o se expulsara, del Departamento de Teatro de la Universidad de Chile, seguro leyó lo mismo que todos, que la teatralidad era «esa especie de percepción ecuménica de los artificios sensibles [...] que sumergen el texto [dramático] bajo la plenitud de su lenguaje exterior»4. Discrepó con vehemencia. En los montajes que listaba la cartelera, la teatralidad ni rozaba el escenario. Por censura, presupuesto o decoro, en los camarines los teatristas se deshacían de anillos, abanicos, boquillas, cadenas, emulsiones, pañuelos, postizos, sombreros; hasta de sus voces afectadas. En esos cubículos, oscuros como armarios, sustituían sus estilos callejeros por vestuarios planchados que les pesaban como uniformes5. Para describir su deseo, Jean Genet le resultó más útil que los manuales. Por eso, en las fotocopias de Diario del ladrón (1949) subrayó las notas sobre la vaselina. El 32, en el Raval (Ciutat Vella, Barcelona), Genet cayó en una redada, por atracador, proxeneta y puto. De todo lo que hallaron en su piso de l’Arc del Teatre, lo que más provocó a los policías fue un tubo de vaselina, «una de cuyas extremidades estaba bastante enrollada», es decir, «usado». Morbosos, los oficiales lo inventariaron como la seña de una «abyección personificada»; mejor todavía, como el «signo de una gracia secreta» capaz de atraer sobre sí «los odios, las iras virulentas y [las] mudas». Pese a que las patadas se las clavaron hasta en las axilas, Genet juró que se «habría batido hasta la muerte antes de renegar de este ridículo utensilio»; «también hubiese querido combatir por él, organizar masacres en su honor y engalanar con colgaduras rojas un campo al crepúsculo»6.
Para los policías, el sexo entre ladronzuelos era una práctica nocturna tan ilícita como trivial. Sin embargo, ante sus ojos perforados como sábana nupcial, la yuxtaposición de la tripa de lubricante anal (con las yemas de los dedos de su joven propietario todavía frescas) convertía el delito sumariado en un espectáculo de extravagante artificio teatral: «ahora que estoy escribiendo [...] pienso en mis amantes [...] querría verlos embadurnados con mi vaselina, con esta suave materia, un poco mentolada, querría que sus músculos estuvieran inmersos en esta delicada transparencia, sin la cual sus caros atributos son menos hermosos»7. Porque esa sí que era teatralidad: esa que en la rutina proscrita de los sodomitas del 32 (o de los teatristas del 84) ostenta objetos infectados con los fluidos que secretan los cuerpos de la vida ilícita de los ladrones.
Por eso, R. llegó a pensar que la teatralidad no era más que la forma pudorosa de significar las pruebas que, como un tubo manoseado de vaselina KY o un encendedor Bic, delatan nuestros encuentros, apenas acaecidos, en una oscuridad en que solo me ve «ese otro con el que estoy más ligado que conmigo mismo, puesto que en el seno de mi identidad conmigo mismo es él quien me agita»8. Por eso, para R., y tal vez para Vicente, la teatralidad no era más que la cualidad de los cuerpos de esos teatristas –en este relato de época, teatristas masculinos, pero en ningún caso solo masculinos– que estropean su propia expresión de género cada vez que ostentan los «ridículos utensilios» por los que iniciarían las guerras que mil veces perderían. Por eso también, para R., teatralidad era, a fin de cuentas, sinónimo de la fragilidad, ese estado que alcanza quien tiene heridas, roturas por donde se trasluce la silueta de ese otro que me sabotea desde dentro9.
Convencido como Genet en el Raval, ese viernes Vicente ventiló señas de vidas ilícitas en El Trolley: allí, entonces, bajo el acrílico de un cóndor rampante recortado contra un fondo turquesa, yace el escenario, y sobre él micrófonos cromados y una torre robótica de sintetizadores; en la pista de madera, una batería dorada, perlada, dos piscinas plásticas (122 x 25 cm), y frente a ellas una gradería metálica de cinco niveles. A las 9:10, casi de noche, la brigada de negro las trepa con el frenesí de los recitales. De blusa, bombachos y bototos, casi todos. (Una instantánea captura la excepción: ajena a la proxémica de la «onda», Isidora Aguirre, que nadie sabe cómo llegó, acaba sentada en el suelo).
Mientras caen las luces, estallan los acoples de los instrumentos eléctricos y, después de un juego de perillas, la baqueta golpea la caja con la cadencia del blue-eyed soul10. Intempestivamente, en la mesa de sonido, alguien pincha un vinilo («Si tú no estás», de Cecilia), y antes de que reviente el estribillo se asoma un muchacho que podría ser Querelle de Brest. Baila como yonqui en ansiedad, pero no es Querelle, es Hipólito. Jadeando, dice unas líneas de la tragedia de Eurípides y sus elipsis arbitrarias delatan al adolescente que lee para reconocer su perversión en las palabras de otro que fue antes que él. Cuando se queda mudo, una niña con solera Twiggy coge el micrófono y, fuera de tono, interpreta otra de Cecilia, «Buen día, tristeza». Después, varios actores encarnan la peripecia del héroe trágico: púber de homosexualidad latente, Hipólito huye de su madrastra, Fedra, hacia un estanque con sus compañeros (piel contra piel, se masturban en una de las piscinas); enterado, su padre, Teseo, le impone un acto de expiación (lo desnuda con la torpeza del hombre que dobla en edad a su amante, le da 39 azotes con una toalla de boxeador y lo sumerge en la segunda piscina); humillado, el hijo declama su diatriba contra Afrodita hasta convertirla en querella contra la reproducción heterosexual (aquí, el papel lo asume una chica pelicorta que, como la Cleopatra que será, repite que «me complace odiar a las mujeres»); con la madre ya muerta, condenado al exilio, Hipólito se pliega a una cofradía de voguing y, en el clímax de la noche drag, dobla «Baño de mar a medianoche», de la misma Cecilia la Incomparable: «noche/playa/pena/en el mar». En el epílogo, una Harley-Davidson, no, una BMW, atraviesa la pista: vestido de cuero negro, el hombre de la motocicleta, this charming man, es Teseo. Y, en esa playa de piscinas de hule, fracasa. No consigue que su hijo cambie la viscosidad adherida a los juguetes masturbatorios de los encuentros adolescentes por la grasa de los carburadores. Encolerizado como los policías de Genet, Teseo, el padre derrotado, explota y, de tanto maldecir a su hijo, agota hasta las palabras. Su última línea es el ladrido melifluo de un quiltro famélico11.
Santiago Centro, agosto 27, 2019
Acusado de confuso, desprolijo y excesivo, el estreno de Hipólito tardó 32 años en resultar legible. En 2016, el videasta Enzo Blondel inició la donación de su archivo audiovisual al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos (35 horas de cintas que registran el arte de las fiestas underground del 83 al 92). Del acervo, la cuarta sección contiene tres cintas de VHS con tomas del espectáculo: ensayos (44 min 12 s), cámaras móviles (51 min 1 s) y plano general (1 h 1 min 27 s). Para celebrar la firma del acta de cesión de estas cintas, el 27 de agosto de 2019, el museo invitó a un conversatorio, y allí Vicente confesó su afán: trabajar «sobre las personas», ya que «había desaparecido mucha gente, y siguió desapareciendo», y por eso deseaba terminar con «el secuestro del cuerpo»12. El espacio, sí, ahogó sus palabras: con su intervención habría denunciado las violaciones de los derechos humanos cometidas por el Estado de Chile13. Oída, a R. le pareció que una aseveración tan general rompía la escala de un trabajo que se deshacía en detalles. Encomendado a San Genet, estaba seguro de que los cuerpos que Vicente quería liberar eran los de los teatristas mártires de la extravagancia.
Decirlo no era una alegoría. El 76, los interventores del Teatro Nacional Chileno (TNCh) ratificaron como director a Hernán Letelier: siniestro, empuñó un crucifijo, avisó que cortaría cuarenta y cinco cabezas y, estrangulando al Cristo con su mano derecha, celebró un exorcismo para ahuyentar a los fantasmas extraviados que pudieran permanecer bajo las butacas del Antonio Varas. (Hasta la fantasmagoría de la masculinidad militante de los teatristas de la izquierda popular le provocaba vahídos)14. Pero como exorcista, Letelier demostró tener menos encanto que como teatrista. Desde la platea, los fantasmas le hacían morisquetas con sus labios embadurnados de vaselina. Acabó tan exhausto que el 81 trasladó las funciones del TNCh a un inmueble más seguro: la Escuela Militar. Con él se llevó a Alejandro Cohen, Cecilia Hidalgo, José Soza, Violeta Vidaurre y Pedro Villagra, y parapetado en el coliseo castrense dirigió Otelo: el moro de Venencia. A Letelier el montaje le resultó tan relamido que, en su fugaz temporada, la audiencia solo le prodigó bostezos (en su mayoría asistieron escolares, a quienes los cadetes les habrán trajinado hasta la entrepierna en el foyer)15.
Por eso, para Vicente, la combinación de materiales olvidados era la forma de devolverles sus cuerpos a quienes fueron forzados a guarecerse como fantasmas de armario. Esa noche del 7 de diciembre de 1984, nada fue azar: «The Look of Love (Part 1)», de ABC, era el blue-eyed soul que bailaban en el Bar de Willy; los gestos de Querelle, las señales que lanzaban en el cruising entre el Forestal y el San Cristóbal (hablaban del París-Dakar); los versos priápicos de Eurípides, las consignas que copiaban en sus libretas; las soleras con canesú cuadrillé, las prendas de sus primeros transformismos; el escape cromado de las motocicletas, la extensión prostática de los miembros de los tiras, esos policías civiles que te abrazan cuando te arrestan; sin vergüenza, los vinilos de Cecilia, los compases de una felicidad que nadie les deseó. Como el tubo de vaselina manoseado por el amante de Genet, cada uno de estos objetos guardaba una relación de contigüidad demasiado promiscua con la vida ilícita de su elenco.
Con esta noción de teatralidad, Vicente empezó a conversar con una tradición estética expulsada de las escuelas de arte dramático universitarias desde antes del golpe del 73: además de Genet, las vanguardias, sobre todo las rusas16. Bajo otros autoritarismos, en 1917, los formalistas, tal como Vicente, combatieron los realismos, tanto los burgueses como los socialistas, con una estrategia común: la ostranénie, el extrañamiento. Cuando la mecanización de las prácticas cotidianas «devora» hasta «el miedo a la guerra» –acusaba V. Shklovski–, «la técnica del arte» debe ser la transformación de «lo familiar en extraño»: la dramaturgia, sin más, debe capturar la singularidad que los objetos adquieren en el uso de comunidades extraviadas17. No es el tubo de lubricante KY, es su gollete obstruido por una costra de polvo y bellos púbicos. Por lo mismo, el extrañamiento de la escena –como urgía N. Evreinov, cómplice de Shklovski– no se consigue con la acumulación «ecuménica de artificios sensibles», sino con una teatralidad que se comprende como una estrategia deliberada de «rejuvenecimiento de la escena». El teatro recupera su sensibilidad adolescente cuando los materiales que la pueblan hacen patente que los términos de los binomios actor/personaje y yo/otro no están escindidos por una barra infranqueable, ya que el yo del actor no es más que un precario ensamble de maquillaje y vestuarios modelados según los personajes callejeros que guían sus pasos cuando desea ser otro en el escenario, pero sobre todo en la noche que cae después de la función, cuando huye del mundo que le resulta insoportable18. En la senda de estos precursores, los teatristas no representan, enrostran los objetos en los que se les va la vida con la misma vehemencia con que Genet ostenta su tubito de vaselina: «su presencia sabría sacar de quicio a toda la policía del mundo»19.
Aunque vestía como vampiro, fue Vicente quien, con esta cuña, atravesó los corazones de quienes chupaban la sangre de los jóvenes artistas. Por un lado, con su agitación formalista, les cortó la lengua a esos «maestros» que, cómodos con la intervención militar, habían hallado en el remedo de las vanguardias francesas los tecnicismos para eximirse, con complacencia o temor, del deber de denunciar la barbarie20. Por otro lado, con esta agitación también impugnó la traducción que los maestros del Ensayo o el Experimental imprimieron para el extrañamiento que suscitaba la teatralidad años antes.
Con disciplina militante, ellos diseminaron el neologismo ostranénie de Shklovski a través del arcaísmo alemán del que B. Brecht se sirvió para calcarlo, Verfremdung (en las traducciones disponibles, «distanciamiento»). Devenido letanía, el distanciamiento supuso una lista de procedimientos, ya sea de escritura o de montaje, que perseguían interferir «la ilusión de que lo que ocurre en el escenario tiene lugar en la realidad» por la conciencia de las condiciones de producción de las que depende la representación teatral21. Aunque manidas como ejemplo, las «Indicaciones generales para el montaje» de Los que van quedando en el camino, de Aguirre, dan cuenta de este tipo de procedimientos: «[la obra] fue escrita de tal manera que pueda prescindir de todo aparato escénico [sofisticado] para su representación al aire libre, en plazas o en el campo»22. La seguidilla de traducciones que va desde ostranénie/extrañamiento hasta Verfremdung/distanciamiento conllevó un sesgo: cada vez que se buscaba torpedear la ilusión, se terminaba repitiendo un mismo procedimiento: como si copiaran un inventario, montajes o textos, enumeraban series de objetos precarios, tales como bancas, serruchos, clavos, escaleras, martillos. Con su yuxtaposición se hacía patente que la edificación de la práctica teatral precisaba de las mismas herramientas que otros trabajos informales y precarizados. Sin embargo, en Hipólito, Vicente sumaba otra acepción: cuando la ilusión era el anverso del pánico, para la revuelta de la conciencia, igual de determinantes que los materiales que señalaban las disposiciones laborales eran los objetos investidos con los deseos de los teatristas y con el placer que estos excitaban al convertirse en los fetiches de la tribu rara que bailaba con Cecilia bajo el escudo camp de El Trolley.
Santiago Centro, diciembre 7, 1987
La banda de blue-eyed soul se llama Primeros Auxilios y sus músicos tienen más proyectos que catálogo (apenas, cuatro demos): la chica que imita a Cecilia es Javiera Cereceda (desde Paraíso Perdido, Javiera Parra); sus acompañantes son Rodrigo Alvarado (de un ensemble contemporáneo), Sebastián Levine (de los Pinochet Boys, y antes dupla punki de Jorge González en La Goma de Pegar), Silvio Paredes (de Electrodomésticos), María José Levine (de UPA!) y, en ausencia de Sebastián Piga (también de UPA!) y Pedro Villagra (de Huara), Ángel Cereceda (el Parra de Los Tres), además de Jacqueline Fresard (en una escena, Hipólito, y desde el 86 una de las Cleopatras). No menos imprescindibles son los performers del cuerpo de bailarines: entre los ciudadanos de Trecén se cuentan Titín Moraga (front man de La Banda del Pequeño Vicio), Pablo Alarcón, Consuelo Castillo, Andrea Lihn, Esteban Marió, Carlos Osorio y Siegfried Pohlhammer (primeros artífices del Teatro de Fin de Siglo), Rodrigo Pérez (desde el 89, Teatro La Memoria) y Leticia Kausel (la directora de arte que infiltró la estética tipo Memphis en los estelares de TVN, y también a Daniel Palma como escenógrafo-vestuarista, y que justo antes arrimó a Rodrigo Pérez a la pandilla).
A cada uno de ellos, Vicente lo fichó en casas de régimen okupa, en cines independientes, en galerías de curaduría posmoderna y en recibos de institutos binacionales. Errante, apostó por nombres propios, antes que por espacios23. Tras el crack bursátil del 82, captó que no debía aferrarse a ninguna de esas trincheras. Antes que sus contemporáneos, presagió que la gestión autónoma de centros culturales y discotecas como Riverside Studios o The Scala Cinema Club pronto sería insostenible. Formados en dictadura, los miembros de la brigada de negro podían lidiar con los allanamientos (la DINA los prefería bailando que marchando); también podían prescindir de subvenciones (sabían, por ejemplo, que reemplazar la palabra valor por adhesión en el dorso de una entrada los eximía del pago de impuestos inclementes)24. Sin embargo, la amenaza de captura venía de las hambrientas industrias culturales. Para participar del mercado global, las agencias de publicidad, los canales de televisión, los consorcios periodísticos, las escuelas de comunicación, las estaciones de radio o los sellos editoriales precisaban de una mano de obra calificada que los claustros universitarios, dirigidos por civiles de sensibilidad castrense, no estaban capacitados para adiestrar.
Era mucha la evidencia que respaldaba la corazonada de Vicente. Entre 1973 y 1980, la intervención de las universidades conllevó expulsiones masivas de académicos (25%), administrativos (10-15%) y estudiantes (15-18%)25. Igualmente, la reducción de matrículas de primer año (de 47.214 a 32.954)26. En idéntico periodo, la intervención también menguó los regímenes institucionales: a la caída del 34,2% del gasto público en educación superior –según Cideplan–, se añadió el cierre de reparticiones de tendencia interdisciplinaria y la revocación de medidas tendientes a flexibilizar las mallas curriculares de los programas de estudio27. Sumidas en la ruina, las carreras de arte dramático perdieron la reputación alcanzada en las décadas previas: un estudio de 1980 documentó que, por expectativa de ingreso, de influencia probable y de necesidad en la sociedad, Teatro era el programa universitario que gozaba de menor «prestigio global»28.
Todo esto disparaba el presentimiento de Vicente: más temprano que tarde, los mánagers de las industrias culturales acabarían aterrizando en las pistas para perpetrar el «secuestro del cuerpo» de hasta el último de los bailarines, para emplearlos ya sea como creativos, coreógrafos, directores de arte, diseñadores, escenógrafos, estilistas, maquilladores, profesores, redactores o vestuaristas. Eso sí, lo que observa Vicente no era un calco de la precorporación que Mark Fisher observaría en Estados Unidos y Reino Unido tras el fin de la Guerra Fría: esa lógica preventiva de la cultura capitalista que consiste en producir dentro de sus propias fauces tanto el mainstream como los simulacros saboteables de las revueltas que podrían desmantelarlo29. No, Vicente, más bien, advirtió una coyuntura previa: aquella en que el establishment «secuestra los cuerpos» de la mano de obra calificada capaz de diseñar, producir y montar las escenografías que sostienen las fútiles posiciones alternativas o independientes. Aunque Fisher no lo enfatiza, el de la precorporación, como todo performance, exige un escenario. Tan cruda fue esta circunstancia que, pese a la extravagancia de sus peinados, estos obreros, con vocación de bailarines, rara vez vieron sus rostros estampados en una camiseta de algodón; por el contrario, fueron ellos quienes para sobrevivir acabaron componiendo la paleta cromática que iluminó la figura de otros.
Treinta años después, a R. la corazonada de Vicente le permitió, además de entender el VHS de Hipólito, reconsiderar los relatos sobre la empresa publicitaria más relevante de la década del ochenta, la campaña del No; por ejemplo, lo dejó mirar con ojos tristes el filme de Pablo Larraín que tanto celebraron los presidentes de la transición: No30. Entendió la rabia que le calaba los huesos y que jamás llegaba a ser indetectable. En la antesala del plebiscito del 88, el comando socialdemócrata, además de conseguir votos, debe dar pruebas de poder administrar la infraestructura económica de la dictadura, pues «hay veedores internacionales». Para demostrar su competencia, el comando recluta como director creativo de la franja televisiva a René Saavedra, un retornado, hijo de un socialista exiliado en el D.F. mexicano (Gael García). Despeinado como un skater de Trash Magazine, René diseña una propuesta que superpone, con el ritmo del zapping que promete la TV por cable, clips, gags, noticieros, spots y testimonios. Pero lo más sugerente es que entre los fragmentos, él exige intercalar secuencias de performers en mallas fluorescentes, ensayando en galpones abandonados piezas tipo Hipólito: no es un guiño a Fama, es el sello de autenticidad que imprime para anunciar que su campaña de la alegría full color fue ensamblada por los egresados de la Clase del 84, la que deseó sin pudor el verano del 85; tal como el trabajo más celebrado de su portafolio, el que en la primera secuencia seduce a sus clientes, el spot de Free, la bebida local que imita a Pepsi con la misma trivialidad que Engrupo, la banda-rostro, simula la sensualidad gay que exuda Wham! en «Wake Me Up Before You Go-Go»31.
Es demasiado triste: con el desparpajo del realismo capitalista, No celebra cómo la élite que asume la administración de un Estado fagocitado por el mercado supo, antes que sus predecesores, apropiarse de «una clase nueva y moderna» de jóvenes que, «mientras aprendían publicidad, desarrollaron la música, el cine, el video, el arte»; porque en la noche de performances de toque a toque, ellos «se estaban preparando para [producir] la franja», para transitar desde «la marginalidad a la legalidad». Estos epítetos no son gratuitos: fueron vertidos por miembros del Comando del No en el seminario La Campaña del No: Análisis y Perspectivas, celebrado en plena euforia del triunfo (noviembre 24-25, 1988). El primero pertenece a José Manuel Salcedo y los dos restantes a Juan Enrique Forch32. Literalmente, en esa primavera chilena del 88, la alegría y las burbujas «cola» brotaron de los mismos cuerpos secuestrados.
Los Ángeles, CA, octubre 7, 1990
Vicente entendía que ante tanto secuestro los galpones bajaban la cortina rápidamente. Por eso, la supervivencia de la teatralidad que desplegaba dependía de la capacidad de inocularla en los cuerpos de sus cómplices, para que ellos, como agentes virales, la replicaran de manera indetectable en montajes teatrales, telenovelas o videoclips, después que los performances de función única se esfumaban. Antes que domicilios, deseaba elencos: tal como lo definía, el sustantivo común y colectivo elenco era menos identificable que los nombres propios estampados en contratos o listas negras, y más laxo que la personalidad jurídica revocable de una compañía o sala independiente; por eso mismo, permitía nombrar constelaciones de teatristas que se reconocían afines por los objetos de los que se valían para exhibir sus deseos, más allá de sus paraderos circunstanciales. Sin más filiación que la complicidad que surge en torno a los saberes que bordean una postal de Querelle de Brest (o un tubo de vaselina), los elencos se hacían promiscuos: compartían amantes, canciones, casas, drogas, libros y trajes. Eso era ideal, porque en el loop de cesantía, fiesta y subempleo, sus miembros, en la lucha por la supervivencia, no cesaban de subvertir la máxima impresa en los casetes que intercambiaban: «prohibido su alquiler, canje o préstamo»33.
De las historias de promiscuidad de los elencos, para R., las más notables son las de Vicente. Sin ir muy lejos, el 84 él mismo tijereteó el texto de Eurípides. En los ensayos de su performance le regaló una frase a Jacqueline Fresard: «Me complace odiar a las mujeres». Sobre tres acordes de guitarra, ella la gruñó como Debbie Harry, de Blondie. El 86, Vicente partió a Buenos Aires huyendo del domicilio santiaguino, y ese mismo año, con ese live act como patrón, Fresard fundó su propia banda de art pop: junto con Cecilia Aguayo, Tahía Gómez y Patricia Rivadeneira, Cleopatras. Sus sátiras que adelantaron el feminismo de cuarta ola dejaron en shock a Jorge González, entonces esposo de Fresard; tanto que quiso componerles canciones para que las reventaran. En un ejercicio intertextual, la línea de Hipólito dio pie a la letra de «Corazones rojos», con sus mil insultos que hieren como mil latigazos: «De tu amor de niña sacaré ventaja/ De tu amor de adulta me reiré/ Con tu amor de madre dormiré una siesta/ Y a tu amor de esposa le mentiré». Al grabar el demo, con González como invitado, las cuatro gritaron a coro el estribillo: ¡Hey, Cleopatras!34
Figura 2. Manuel Rojas, retrato de Vicente Ruiz y Jacqueline Fresard, inserto como material de archivo en escena del documental A tiempo real, de Matías Cardone y Julio Jorquera, con producción de Matías Cardone, producción ejecutiva de Vicente Ruiz, Macarena Cardone y Patricia Rivadeneira, y producción asociada de Enzo Blondel, 2022, Archivo de la Escena Teatral UC.
Era una vuelta de manos. El 84, Los Prisioneros cerraron la Fiesta de Francia, organizada en el Instituto Chileno-Francés de Cultura (por gestión de Carlos Fonseca, ese fue su primer show pago). Esa noche de julio 14, González conoció a Fresard y ella, flechada, confesó que, cuando retomó los ensayos de Hipólito, quiso cortar el aire como él. Vicente asintió, pues esa noche también quedó prendado del chico de las North Star. En el estreno del performance, González no apareció en las fotografías. No quiso, no pudo (¿estuvo en la gradería?, ¿se enteró siquiera?)35. Quedó fuera del programa de mano, sí. Del elenco, jamás. Entre octubre del 89 y enero del 90 viajó a Los Ángeles. A solas grabó «Corazones rojos». Desde el 7 de octubre de 1990, la canción rotó como tercer sencillo del disco Corazones en todas las estaciones de rock/pop chilenas. La canción estaba infectada. En el coro, a González se le oye gritar con la misma furia que el Hipólito, (mal)entendido por Vicente, maldijo a Fedra en El Trolley: ¡Hey, mujeres!36
Figura 3. Manuel Rojas, retrato de Vicente Ruiz, Jacqueline Fresard y Patricia Rivadeneira, inserto como material de archivo en escena del documental A tiempo real, de Matías Cardone y Julio Jorquera, con producción de Matías Cardone, producción ejecutiva de Vicente Ruiz, Macarena Cardone y Patricia Rivadeneira, y producción asociada de Enzo Blondel, 2022, Archivo de la Escena Teatral UC.
Maipú, noviembre 29, 1991
En 1991, R. ya no vivía en Matilde 2160. Eso sí, tenía tanta rabia como Hipólito con Afrodita: malditos noventa. Entre ambulancias, camiones de mudanza y furgones policiales, lo que más quería desaparecía: el Gonzalo, y antes que el Gonzalo su medio hermano con el casi-boxeador checo, y por ahí mismo, las niñas de La Carlina con los pelados de franco que se las llevaban a la mezanine del Teatro Libertad; si hasta desapareció el letrero del mono que era la luz que nunca se apagaría. Apenas permanecían dos cosas. El rechazo, lo peor: para su primera fiesta, que no fue en un galpón, sino en una casa pareada con cobertizo y antejardín con pasto y orejas de oso, otro, al que creyó como el Gonzalo, le pidió que llevara sus casetes, y él entendió mal, o bien, como Vicente a Eurípides, y le llevó su torre con 45 cintas y una adicional, virgen y de cromo, para grabarle su estrella más brillante, Hatful of Hollow, de The Smiths, y ese otro le dijo que no, porque son raros y a mí no me gustan los raros. Pero junto con el rechazo, también quedaba la teatralidad: para él, encarnada en un par de bototos Bata, una camisa de raso azul, un anillo con un ojo de vidrio en lugar de piedra y un bolso de microfibra negro al que, con corrector, una plantilla de cartulina y harto despecho, le escribió «It Wasn’t Really Nothing». «How can you stay with a fat girl who’ll say/ “Oh! Would you like to marry me?”» –tarareaba, a veces–. Claro, el rechazo y la teatralidad le resultaban inseparables. En la micro, en el teatro o en las tiendas de Bandera con San Pablo, con su pose, conseguía el santo y seña: «Tú, ¿eres de la onda?». Él era de la onda, era new wave (a veces, new weco, porque así le decía ese otro, en el patio del liceo, cuando se arrepentía de eso que le pedía en lugar de casetes).
Él creía que Vicente no sabía que con sus performances lo había ayudado a traducir el léxico de sus afectos: extrañamiento, teatralidad, por supuesto, new wave. La polisemia era mucha (si New Wave fue hasta el nombre de un gel Wella). Ese anglicismo doble, cuando no designaba un guardarropa atestado de «pendientes gigantes multicolor[es]» y «hombreras descomunales», era «el término universal que definió [...] el pop de los 80»37. Según las Mundo Diners que su madre se robaba de su oficina de cajera-secretaria, en el mercado discográfico angloestadounidense, la new wave permitía señalar el paisaje que sucedía al punk: después de la ira vomitada sobre los tres acordes que perturbaron el verano del 77, la new wave prometía mezclar el rencor con la melancolía, el rasgueo destemplado de las guitarras con las atmósferas envolventes de sintetizadores, la vulgaridad del acento cockney con la sofisticación del léxico palare, los acoples de rock de garaje con la cadencia melódica de la música soul –la misma ola aterciopelada que inunda la pista de baile del Wigan Casino en la periferia del Gran Mánchester, donde anima coreografías acrobáticas que adelantan el break dance; y, también, la del Loft neoyorquino, donde David Mancuso le acelera el tempo hasta convertirla en dance–.
A R., los fanzines le parecieron más confiables que la Mundo. De la new wave, en Inglaterra, las corrientes más reconocibles fueron tres, el dark, el new romantic y el synth pop38: con ayuda de sintetizadores, la primera sumergía las guitarras bajo la muralla sonora de las pesadillas («Lullaby», de The Cure), la segunda superponía voces de terciopelo sobre pastiches de disco y glam rock («Only When You Leave», de Spandau Ballet), mientras que la tercera reemplazaba la tríada guitarra, bajo y batería por máquinas («Thieves Like Us», de New Order). En Estados Unidos, en tanto, con estas corrientes, convivieron otras dos: una cruzó la discoteca psicodélica de los surfers con el disco («Song for a Future Generation», de B-52’s); la otra, el garage rock con el folk («Heaven», de Talking Heads). Eso sí, los ejemplos de esa pureza tan fácil de enumerar escasean ante los de la hibridez.
En efecto, en el vaivén transatlántico todo se trastocó, nada quedó intacto, excepto los estribillos pegajosos. Lo que mutó con mayor radicalidad fue la disciplina de las puestas en escena. La renuncia al virtuosismo del rock progresivo y la irrupción de los sintetizadores liberaron de responsabilidades de ejecución a los músicos. Para ellos, todo fue ganancia: con este «desplazamiento» pudieron comenzar a hacer del escenario un espacio para ostentar los objetos placenteros que encontraban en baños públicos, clubes nocturnos, filmes de culto o tiendas de ropa usada39. Con esto se iniciaba un tráfico de deseos televisados en vivo. Al verlos con el cabello asimétrico, pero corto, los productores de los canales de TV acogieron a chicos y chicas de la onda: les resultaban «eficientes» (mal que mal, su extravagancia iba acompañada de canciones que les parecían pegajosas y de letras oídas como frívolas). No obstante, los ejecutivos no entendieron: en los estelares, las estrellas new wave podían ser reclutadas para hacer el mecánico playback de sus respectivos hits, pero siempre las más atrevidas de estas celebridades aprovechaban de exhibir las pruebas de su fragilidad. A veces, a través de un gesto de amaneramiento ante la cámara; otras, del uso de un accesorio equívoco. Los sencillos de turno podían distribuirse como comida chatarra congelada indistinguible al paladar, no así la teatralidad de sus intérpretes. R. tenía un ejemplo de cómo la fragilidad podía diseminarse. Cuando el jovencito pelicorto como cadete y escondido tras un antifaz dejaba escapar un gallito, él, que miró con devoción su show en la Teletón 91, ya sabía que el amor al que le cantaba no cabía en la lengua y que, de caber, a su madre le irritaría más que el mohicano de un punk: «cierra la puerta/ estamos solos/ traigo dos copas/ baja la luz» –Síndrome40–.
No olvidaba a Vicente porque, a diferencia de los productores de TV, se resistía a presentar a los artistas de la onda como profetas del porvenir41 y sus trabajos «como espectáculos circenses» a la medida de «programas misceláneos»42. Como Vicente, temía que, reducida a un guardarropas o a un mixtape de canciones melódicas importadas e interpretadas por músicos de pose sexualmente ambigua, la new wave fuese fútil en la lucha contra los secuestros de los cuerpos, tal como ya ocurría en EE.UU. o Inglaterra: dado que la new wave chocaba contra el statu quo, allá la industria discográfica optó por subrayar que su atributo era más bien su carácter «moderno», eufemismo para una juventud amnésica: «música moderna llevada a su nivel más accesible y creativo» o «aventuras musicales para la modernidad», rezaron los blurbs que acompañaron la promoción de los discos Vienna (1980) y Rio (1982), de Ultravox y Duran Duran, respectivamente43.
R. suponía que, enfrentado a esta amenaza, Vicente había radicalizado esta yuxtaposición en sus performances. Como en el cortometraje del 86, The Queen Is Dead, de Derek Jarman y The Smiths, Vicente parecía aferrarse a una clase de estética new wave que no era moderna, sino, por el contrario, contemporánea; interesada, por ende, en proyectar el futuro solo si en este los coprotagonistas eran los fantasmas de un pasado donde el Apocalipsis ya había sido. Por eso, suponía él, a Jarman, The Smiths o Vicente, de las prendas de antaño solo les interesaban esas que se adivinaban como las mortajas accidentales de quienes cayeron antes que ellos44.
Para traducir esta utopía extraviada, en tanto, R. prefería volver a ver el VHS de Hipólito, el performance de Vicente. Que un joven homosexual, cosmopolita, casi futurista, hiciera voguing con «Baño de mar a medianoche», de Cecilia, justo antes de ser maldecido por un padre homofóbico, era descorazonador. Los entendidos sabían que en Antofagasta, Pisagua o Valparaíso, a otros los lanzaron al mar, tal como Hipólito a la piscina de hule, aunque con las piernas empotradas en cemento o con los brazos atados a durmientes. El 74, esto lo había escrito otro pupilo remiso del Departamento de Teatro de la U. de Chile, Andrés Pérez. En el mismo mar de la felicidad perdida, la dictadura sumergió los cadáveres de jóvenes izquierdistas y, tal como la idealizada democracia previa, prolongó el método de tortura reservado a los jóvenes homosexuales: lanzarlos a piscinas clandestinas para aturdirlos con chorros de agua a presión45. De madrugada, las figuras acuáticas decían tanto de la intimidad de estos muchachos como la vaselina de la erótica de Genet, el ladrón.
Sin quererlo, Vicente le dejó escrita la máxima que lo acompañó después: para extrañar el remedo de vida que transcurría bajo la niebla de Chile, para que advenga un futuro de veras raro, la furiosa nueva ola debía chocar hasta erosionar las piedras muertas, hasta regresar a la orilla con las pertenencias secuestradas, con los tubos de vaselina KY, de todos los que, en un terrible baño de mar a medianoche, desaparecieron antes que él.
Santiago, noviembre 11, 1999
A Vicente, la fidelidad a su propia máxima le costó caro: «de repente te das cuenta de que vas delante con la guaripola [marchando contra la censura] y atrás no hay nadie». De los que frecuentaron El Trolley murieron varios; los peores «se quedaron viendo tele, dormidos». A ellos los increpa: «quédense con su cartuchismo», porque en «Chile hay más paz social, pero eso no significa que no existan cosas por las cuales protestar». Convencido, en 1998, Vicente abrió la Sala Shakespeare, en Bellavista (Bombero Núñez 289, esquina Santa Filomena); la primavera del 99 la hizo estallar: cada sábado de octubre (2, 9, 16, 23, 30) produjo recitales de Cecilia la Incomparable; el primer sábado de noviembre (cayó el 6) acogió el lanzamiento del álbum Mi destino, de Jorge González; sin pausas, en uno de los camarines, albergó a los becarios del taller de mapudungun que él mismo organizó para jóvenes becarios. Cuando lo entrevistaron advirtió que «el 10% de la población de Santiago pertenece a una etnia [pueblo originario]»; alegó que «tampoco existe reconocimiento constitucional para estos pueblos»46. Vicente estaba harto, no derrotado.
Figura 4. Ulises Nilo, retrato de modelo de elenco de Teatro moda, 1992. Teatro moda o Desfile SIDA fue un evento artístico a beneficio de personas viviendo con VIH organizado por Vicente Ruiz y Roberto Zuloaga en el Museo Nacional de Bellas Artes el jueves 27 de febrero de 1992. Por la iconoclastia de sus cuadros –incluida la performance Por la cruz y la bandera, dirigida por Vicente–, el evento desató la condena furiosa de los sectores más conservadores de la sociedad chilena. «Terremoto por desfile porno», se tituló la edición del domingo siguiente de Las Últimas Noticias. Alentados por la prensa, los hostigamientos se prolongaron por semanas. Ya sin poder volver a casa, Vicente se vio forzado a esconderse, cual delincuente, en la habitación de un amigo anónimo. Tenía razón: «¡Quédense con su cartuchismo!».
Para R., que seguía a Vicente, que todavía vestía de negro, el mundo le era irreconocible. Como Vicente, estaba harto; pero también derrotado. Por eso, la primavera del 99 la pasó encerrado viendo películas. Boys Don’t Cry, de Kimberly Peirce (quiso llorar); Las vírgenes suicidas, de Sofia Coppola (quiso ser una). Dos, tres veces, vio Todo sobre mi madre, de Pedro Almodóvar47. Siempre solo. Sentía pudor. Claro, se identificó con Esteban (Eloy Azorín), el adolescente que lee a Truman Capote, a Tennessee Williams; de seguro, a Jean Genet. Los copia, los mima, los subraya. Esteban vive como devoto, muere como fan; rápido, en la secuencia inicial. Tenía apenas diecisiete cuando le soltó el brazo a su madre para correr tras el taxi de Huma Rojo y su novia yonqui. Cuando de gira paró en Madrid, no le bastó verla de Blanche Dubois en Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams; no, necesitó encontrarla después de la función: la persiguió para verle el cabello, que esa noche escondió bajo un turbante; la persiguió para apenas adivinarle el perfume. De franco, dice la intuición de Esteban, Huma Rojo, su diva, enseña lo que no cabe sobre las tablas: todo lo que desea él, que es todo lo que la censura y el pudor callan.
* * *
Como Esteban y como R., en Rímel y gel: el teatro de las fiestas under, sigo la pista de un puñado de teatristas extraviados (a veces, de las poéticas escénicas en boga; otras, de los circuitos de legitimación artística; casi siempre, de las expresiones convencionales de la masculinidad). Entre ellos, además de Vicente Ruiz, cuento a Jorge Díaz, Ramón Griffero, Pedro Mardones (enseguida, Lemebel), Andrés Pérez y algunos de sus amores cómplices. («No tengo amigos, tengo amores», dijo uno de ellos)48.
Como Esteban y como R., de adolescente seguí a Vicente, y otra tarde también a Pérez: por azar, coincidimos en una micro que bajaba por Bellavista, rumbo a los cines del paseo Huérfanos; al verlo, me senté justo detrás. Lo estudié con la obsesión de un stalker: el cabello negro, la coleta apresurada, el cuello rasurado, la camiseta de estampado lisérgico, muy Happy Mondays, en la banda, a medio coser, la etiqueta de la boutique alternativa, No Name. Debió ser la primavera del 99. No le hablé. Conservé la devoción de fan, por él y por la pandilla. Prueba de ello es que aquí hurgo en los objetos que este elenco de teatristas tan frágiles va dejando a la deriva: afiches fotocopiados, casetes piratas, cintas de VHS, cuadernos de notas, entrevistas en fanzines, servilletas garabateadas, textos dramáticos, sus últimas polaroids. Todos estos materiales me interesan por igual, porque los fans no leemos; con ahínco subrayamos. Peor, garabateamos en los márgenes hasta que nuestras voces se confundan con las que plagiamos. Así, discernir con criterios teatrológicos la dramaticidad inscrita en una escena mecanografiada de un texto dramático nos urge mucho menos que hallar, tal vez inventar, utopías entrelíneas (ya que las utopías son las fábulas de redención que mantienen vivos a los bichos raros que, de tanta soledad, sueñan en plural). Por eso, en la caza de estas utopías, los fans, más aún los raros, acabamos siendo formalistas obsesos, carroñeros viscerales49: a una construcción de género incierta o a una cita equívoca de algún fetiche, nos aferramos como si fuesen las tablas de nuestro último baño de mar a medianoche (y sobre ellas le hacemos hueco a nuestras ansias por vernos representados).
De las fábulas de redención que trazan estos teatristas, las que más me conmueven son aquellas que desembocan en fiestas underground; mejor todavía, en el español de Chile: under, el prefijo a secas. Adjetivadas con este apócope coloquial, under son las fiestas que, desde comienzos de la década de 1980, se yerguen sobre principios intransables: producción acorde a una ética Do It Yourself (DIY), curaduría artística que propicia el encuentro simultáneo de los trabajos de artistas de sensibilidad camp, programación musical leal a la new wave anglo-estadounidense y sus derivas transoceánicas, y, en la pista, proliferación incesante de estilos de baile que, por su promiscuidad, no se subordinan a los códigos de la seducción tan monógama como reproductiva.
Me conmueve constatar que, para Díaz, Griffero, Mardones, Pérez o Ruiz, las fiestas under fueron más que tropos recurrentes en sus ficciones teatrales; fueron trincheras de subversión festiva donde decantaron los repertorios con los que alentaron disidencias tan desdeñadas como frívolas. En sus ánimos de fiesta, estos teatristas urdieron planes para apropiarse o plegarse a espacios residuales (el Garage Internacional, en Matucana 19; el gimnasio del Sindicato de Conductores de Trolebuses, en San Martín 841; o el Teatro Esmeralda, en San Diego 1035). Debajo de esos techos agujereados exploraron tradiciones excluidas de los currículos universitarios menguados por el autoritarismo de las élites (la del butoh, la del kathakali; la de la Bauhaus, la del constructivismo). También allí reconocieron su deuda con el cancionero popular y con los espectáculos de revistas (desde la teatralidad butch de Cecilia la Incomparable hasta el cosmopolitismo travesti de Candy Dubois). Con diversos grados de compromiso, unos abrieron armarios; otros, bibliotecas: al unísono recuperaron historias comunitarias (desde los fondeos, ¿de 1930?, hasta la primera revuelta homosexual, del 22 de abril de 1973). Incluso, desde escenarios improvisados, proveyeron educación sexual (como Cleopatras sin Nilo, «sin privilegios y sin honor», cuando el VIH/sida vaciaba las pistas, cuando vivimos aterrados, hicieron performances para avisarnos que a la pandemia se la enfrentaba con antirretrovirales y profilaxis, siempre con humor y glamur de ropa americana). Por eso, a sus desacatos les cayó la censura, la cesantía, el encierro, y a más de uno el olvido.
Fue mucho lo que hicieron Díaz, Griffero, Mardones, Pérez, Ruiz, y todos sus amores, cuando fabularon el teatro de las fiestas under. Por lo pronto, recogieron las esquirlas de los vidrios reventados por las balas y los temblores; después, las ensamblaron en una bola de espejos rotos. Para quienes los imaginábamos debajo de ella, ellos, a su manera tan raros, transformaron las pistas de baile en escuelas: aunque fuera de oídas, en ellas aprendimos a reivindicar nuestras formas de crecimiento chuecas, reptantes.
Raros ellos, chuecos y reptantes nosotros. En este ensayo, a veces, traduzco queer como raro; otras, mantengo el anglicismo. Con raro quiero evocar la crispación que provoca en la crítica académica la expresión de género de estos teatristas (discernible en sus intervenciones públicas), así como la manera en que los discursos de las disidencias sexuales se cuelan en sus trabajos. Este uso de raro es indisoluble de su realización fonética: cuando se le enuncia con afán de sanción, se exagera la vibración de la consonante r,
se extiende la duración de la vocal a; tanto que con ello una mueca parece unir la comisura del labio con el rictus del locutor que acusa lo que no consigue nombrar. Mi predilección por esta voz está atada al recuerdo de un registro audiovisual. Durante el Festival de Viña de 1989 (martes 14 de febrero), un reportero del programa Aquí Hotel O’Higgins (TVN) capta las impresiones de la audiencia durante el show del cantante mexicano Emmanuel (en el marco de la gira del álbum La última luna [1988] alterna los impermeables, sacos de satín y casacas de cuero con aplicaciones de visón). Entre los entrevistados se cuenta un adolescente, ¿18 años?, que, por facciones, sonsonete y vestuario, es de la élite criolla. Fuera de sí, declara: «Quiero que [Emmanuel] se vaya inmediatamente porque lo encuentro un tipo medio raro, y no me gusta la gente rara». El chico es Luciano Cruz-Coke (más tarde cantante de covers, actor de telenovelas y diputado y senador de la república en representación de la derecha conservadora). Para él, raro es que los repertorios de la homosexualidad masculina inunden el escenario. Y, cuando conservo la expresión inglesa queer, lo hago para evocar un eco también significativo, revés del primero: el de las pronunciaciones periféricas que se desplazan por fuera de los límites del campo de dispersión alofónico (cuir, cuier, cuiha). Para mí, el anglicismo ofrece garantías que con subtransliteración fija se pierde: asegura la perpetuación de enunciaciones erradas y, por supuesto, tributa la fascinación que tantas veces profesamos por esas lenguas extranjeras, aprendidas a fuerza de lip sync y que en su uso bastardo proveen un léxico que permite sobreescribir el rosario de imprecaciones sedimentadas en la lengua vernácula. Por último, recurro a los adjetivos chueco y reptante para enfatizar que niños, niñas y adolescentes queer, o raros, llegan a la adultez de manera zigzagueante, pues deben educarse mediante lecciones oídas a ras de suelo, a través de los cercos de la violencia50. Porque en un pasaje arruinado, el verano de 1985, llegamos a pensar que la masculinidad era el hueco que demarcaba el pañuelo de la cueca sola. Entonces, los niños que íbamos a dejar de serlo, «con una alita rota», para orientarnos, no teníamos más que desear las fiestas que ellos, los teatristas, quisieron siempre en otra parte51.
Notas
1 El 4 de diciembre de 1984, Mecano se presentó en Martes 13 (UCTV). Acompañados de un cuerpo de bailarines en malla Op-art (dirigido por Karen Connolly), Ana, José María y Nacho interpretaron «Maquillaje», «Me colé en una fiesta», «Hawaii-Bombay» y «Barco a Venus».
2 Jacques Lacan, El seminario: libro V, las formaciones del inconsciente (1957-1958), trad. E. Berenguer (Buenos Aires: Paidós, 2006), 96.
3Óscar Contardo y Macarena García en La era ochentera: TV, pop y under en dictadura (Santiago: B, 2005), cap. 17, Google Play.
44 Roland Barthes, «El teatro de Baudelaire», en Ensayos críticos, trad. Carlos Pujol (Barcelona: Seix Barral, 1967), 53-61.
5Poco antes de morir, Andrés Pérez me confesó que lo que más le aterró de su paso por el Teatro Nacional Chileno, el invierno de 2000, cuando dirigió Chañarcillo, de Antonio Acevedo Hernández, fue que sus trapos, sus pilchas, se las planchaba un funcionario encargado, y eso le era inconcebible porque el último goce que le iba quedando era zurcir.
6 Jean Genet, Diario del ladrón, trad. María Teresa Gallego e Isabel Reverte (Barcelona: Seix Barral, 1986), 31-33.
7 Genet, Diario del ladrón, 34. Sobre esta imagen también se explaya Dick Hebdige en Subculture: The Meaning of Style (Londres: Routledge, 1981), 1-4.
8Lacan, «La instancia de la letra en el inconsciente o la razón después de Freud», en Escritos 1, trad. Tomás Segovia, revisada por Juan David Nasio y Armando Suárez (México D.F.: Siglo XXI, 1984), 504.
9Antes de continuar ofrezco una rápida síntesis de las premisas que sustentan la manera en que, en este contexto, concibo la singularidad de la noción teatralidad. En Hipólito –tal como en la glosa del Diario del ladrón–, la teatralidad es la ostentación de los gestos y los materiales que guardan una relación de contigüidad con la vida de quienes conforman un elenco. En las distintas escenas –ya sea en la del montaje de El Trolley o en la del interrogatorio policial en el Raval–, esos objetos se perciben como esquirlas de intimidades castigables.
Etimológicamente, intimidad es la sustantivación del adjetivo latino intimus, donde inti es «interior» y mus la partícula que imprime la propiedad superlativa. Por eso, el psicoanálisis designa, con esta voz, a esa coyuntura interiorísima donde el sujeto se constituye como tal. No obstante, como observa Lacan, lo que define al sujeto en su intimidad viene dado desde su exterior –antes que todo, el nombre propio, pues, cuando este no es impuesto en un acto bautismal realizado por otro, se le escoge de acuerdo con la voluntad de quien, al reconocer un acto bautismal anterior, persigue borrarlo–. Para el sujeto, lo más lejano es, también, lo más cercano.
Así, Lacan subraya que la intimidad es indisociable de la extimidad; es decir, de aquello que, llevando las huellas de lo externo, como las esquirlas que asoman en las escenas referidas, permite que el sujeto –constituido en la intimidad– reconozca, fuera de sí, aquello que lo define con mayor intensidad. Al punto de estar dispuesto a librar guerras con tal de no dejar de reconocerse.
En breve, aquí, R. quiere subrayar que la teatralidad no sería más que una forma superlativa de articulación de la extimidad. Lacan, «El amor cortés en anamorfosis», en El seminario de Jacques Lacan. Libro 7: la ética del psicoanálisis, trad. Diana S. Rabinovich (Buenos Aires: Paidós, 1990), 171.
10El término blue-eyed soul fue acuñado, en Filadelfia, por el DJ estadounidense Georgie Woods, quien lo empleó para describir el sonido de The Righteous Brothers. Rápidamente extendido, el 2 de abril de 1966, la revista Billboard