Romances y cuernos reales - Santiago Ogando Pérez - E-Book

Romances y cuernos reales E-Book

Santiago Ogando Pérez

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Beschreibung

En algunos de los grandes momentos de nuestra historia, los reyes y reinas encontraban en el amor el sosiego, la pasión y la inspiración necesaria para tomar las decisiones más importantes. Santiago Ogando, divulgador histórico detrás de la popular cuenta de Instagram @historiasporlahistoria, nos sumerge en un magnífico y original recorrido a través de las vidas de los reyes y reinas de España. Desde Gala Placidia hasta Alfonso XIII, pasando por Leovigildo, los Reyes Católicos, Carlos I y Fernando VII, esta obra no solo repasa los grandes hitos de sus reinados, sino que con un estilo divulgativo inconfundible pone el foco en los amores de estos monarcas para mostrar al lector la faceta más romántica y pícara de aquellos que un día ostentaron el trono hispánico. Un viaje apasionante por la historia de nuestro país repleto de curiosidades, secretos, líos amorosos y poder. «Este es un emocionante viaje a través de seis historias de amor muy diferentes entre sí, pero que comparten un elemento común: haber reinado sus protagonistas sobre parte o sobre la totalidad de lo que hoy en día es España. Vamos a conocer a partir de ahora a muchos monarcas de nuestra historia. No obstante, también descubriremos en estas líneas las vidas de algunas personas que, sin haber nacido en grandes dinastías ni ser soberanos ellos mismos, lograron hacerse un hueco en la historia de diferentes maneras que iremos poco a poco descubriendo. A fin de cuentas, por muy azul que creyeran en otros tiempos que fuera su sangre, los miembros de la realeza eran (y son) tan humanos como el resto de los mortales, aunque unos lucieran ricos trajes de seda y púrpura y los otros prendas de humilde sayal o telas remendadas. Sentían y padecían de similar manera, aunque, en el caso de los reyes, viviendo en sus jaulas de oro. Eso sí, la mayor parte de las veces, con más poder y menos amor». @historiasporlahistoria

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Seitenzahl: 383

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harpercollins.es

 

Romances y cuernos reales. Historias de amor y poder de los reyes y reinas de España

© 2025, Santiago Ogando Pérez

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

 

Diseño de cubierta: CalderónStudio Imágenes de cubierta: Alamy

 

ISBN: 9788410642126

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

 

Índice

 

Dedicatoria

Introducción

1.Gala Placidia y Ataúlfo. El matrimonio que quiso unir al Imperio Romano con el pueblo visigodo

2.Leovigildo, Gosvinta, Hermenegildo e Ingunda. La lucha entre abuela y nieta que sacudió la Hispania goda

3.Isabel y Fernando. El matrimonio prohibido que unió los destinos de Castilla y Aragón

4.Carlos I e Isabel de Portugal. Un amor imperial con aroma de claveles

5.Fernando VII y sus cuatro matrimonios. Las desdichadas esposas del rey deseado

6.Alfonso XIII y Victoria Eugenia. Un desamor marcado por la sangre

Epílogo

Dedicatoria

 

 

 

 

A mi familia, a mis amigos y a todo aquel que haya confiado en mí.

Introducción

 

 

 

 

Amor es rey

que iguala con justa ley

la seda con el sayal.

El burlador de Sevilla y

convidado de piedra, TIRSO DE MOLINA

 

 

Romances y cuernos reales. Este es el título de la aventura que vamos a vivir tú y yo viajando a través de las hojas de este libro. Las vidas de sus protagonistas, reyes y reinas de nuestra historia, nos llevarán a descubrir cómo la sangre azul se puede teñir con los tonos rojos de fuertes pasiones, con los férreos brillos grisáceos de la bélica espada o con el negro de un luto demasiado temprano; y otras veces incluso, por qué no decirlo, ser esa misma sangre que corría por sus venas la propia causa de contar esa historia.

Va a ser una travesía hacia multitud de lugares, experiencias y sentimientos. No quiero que sea solamente un cúmulo de palabras vacías, relatos llenos de nombres y nombres y más nombres de los que, quizá no mañana, pero sí muy pronto, tanto vosotros como yo nos olvidaremos. No. Quiero que esto sea una verdadera expedición a través de la historia, lo más fiel a la realidad que nos permitan las fuentes existentes y la niebla que tantas veces empaña el pasar de los siglos.

¿Y qué es la historia?, podríamos preguntarnos. Pues es esa intrépida ciencia que ejerce de testigo del paso del tiempo, y que va a ser nuestra fiel compañera en este periplo que ahora emprendemos. Un emocionante viaje a través de seis historias de amor muy diferentes entre sí, pero que comparten un elemento común: haber reinado sus protagonistas sobre parte o sobre la totalidad de lo que hoy en día es España.

Vamos a conocer a partir de ahora a muchos monarcas de nuestra historia. No obstante, también descubriremos en estas líneas las vidas de algunas personas que, sin haber nacido en grandes dinastías ni ser soberanos ellos mismos, lograron hacerse un hueco en la historia de diferentes maneras que iremos poco a poco descubriendo.

A fin de cuentas, por muy azul que creyeran en otros tiempos que fuera su sangre, los miembros de la realeza eran (y son) tan humanos como el resto de los mortales, aunque unos lucieran ricos trajes de seda y púrpura y los otros prendas de humilde sayal o telas remendadas. Sentían y padecían de similar manera, aunque, en el caso de los reyes, viviendo en sus jaulas de oro. Eso sí, la mayor parte de las veces, con más poder y menos amor.

Démonos cuenta de que, por un lado, luchar por ser amado por quien uno quiere y, por otro, conseguir dominar lo que es propio (y, a veces, lo ajeno) son, desde el principio de los tiempos, dos de los motores de la vida de la humanidad. ¡Cuántas veces ambos deseos cumplidos han sido fuente de alegres fiestas y momentos felices! Pero también ¡cuántas han dado lugar a crueles enemistades y guerras al resultar fallidos!

Y aunque podríamos encontrar, como es natural, historias de amor y de poder en todo tiempo y en todo lugar, nos vamos a centrar en algunas de las ocurridas en nuestra monarquía a lo largo de más de un milenio y medio, pasando por numerosos lugares y épocas, así como tiempos históricos y estaciones del año…

Empezaremos a finales del Imperio romano, cuando el rapto de la hija de un emperador por los invasores bárbaros del norte terminó convirtiéndola en esposa del rey de los visigodos, aunque ese no fuera su destino final. En este mismo pueblo, siglo y medio después, ocurre la segunda de nuestras historias, en la que el heredero del rey se casa con la nieta de su madrastra y acaba todo en una sangrienta guerra familiar que puso patas arriba la Hispania de la época.

Avanzando mucho después de la caída de los godos, en plena Edad Media, llegamos a nuestra tercera pareja, una reina y un rey cuyo matrimonio, a pesar de tener a todos y todo en contra para casarse, no solo logró unir los reinos de Castilla y Aragón, sino que también consiguió ampliar sus reinos allende el océano descubriendo para Europa un Nuevo Mundo.

Con los protagonistas de la cuarta historia, nietos ambos de los anteriores, viviremos un amor tan intenso como doloroso, en el que la distancia física nunca logró ser capaz de separar sus corazones, unidos para siempre por la esencia de un clavel. En la quinta, descubriremos a un descendiente lejano de los anteriores, conocido por ser uno de nuestros reyes más controvertidos, explorándolo a partir de sus cuatro complicados matrimonios.

Y concluiremos con una historia más cercana, situada ya en los albores del siglo XX, en la que otros reales novios, que parecían destinados a vivir un cuento de hadas, terminaron desde su misma boda manchados de sangre, elemento que acabaría siendo principio del fin de su amor.

Como en todo viaje, además de empezar a conocer a la tripulación, como hemos hecho en estas últimas líneas, debemos saber también cuál es el medio en el que nos transportaremos, o sea, este libro en el que estamos comenzando a introducirnos.

Mi ilusión es, a través de estas páginas, además de descubrir los amores y desamores de distintos reyes y reinas de nuestra historia, más o menos lejanos en el tiempo, también explorar algunos de los momentos más emocionantes de la historia de España y, de paso, algunas curiosidades interesantes al respecto. Esto no lo hago solo por ampliar nuestros conocimientos, que también, sino porque creo que, para entender bien las vidas y motivaciones de nuestros protagonistas, es necesario tener un breve contexto que nos ayude.

Ahora que ya estamos preparados para zarpar, te confieso que, al igual que probablemente te ocurra a ti, siento un poco de vértigo ante tantos siglos de historia que tenemos por delante. Sin embargo, la ilusión por descubrir todas estas fascinantes historias es muy poderosa, y nuestros protagonistas están esperándonos para acompañarnos a lo largo de estas páginas para vivir con ellos sus tristezas y alegrías que, junto con otros muchos sentimientos y emociones, han ido poco a poco tejiendo lo que llamamos la Historia.

Ya solo me queda desearte que disfrutes de este viaje que, a través de estos dieciséis siglos, vamos, por fin, a emprender. Y claro, cómo no, también quiero darte de antemano gracias por haberme elegido como guía. ¡Te prometo que no te arrepentirás!

1Gala Placidia y Ataúlfo. El matrimonio que quiso unir al Imperio Romano con el pueblo visigodo

 

 

 

 

Cuando Ataúlfo se convirtió en rey, volvió a Roma y arrasó como una plaga de langostas lo que había quedado después del primer saqueo. Se apoderó también de todas las propiedades de Italia y no solo de las particulares, sino también de las del Estado, sin que el emperador Honorio pudiera hacer nada para impedirlo, llevándose de Roma como esclava a su hermana Placidia, hija de la segunda esposa del emperador Teodosio. Sin embargo, en atención a su noble linaje, su belleza física y su casta pureza, se unió a ella en legítimo matrimonio…

Origen y gestas de los godos, JORDANES, siglo V

Año 414.

El cierzo, un fuerte viento llegado desde el noroeste, abrasa con su gélido soplar la ciudad de Narbona. Como cada enero, el Mare Nostrum cambia su brillante esmalte turquesa por un profundo añil grisáceo, besando con sus agitadas olas la costa meridional de la provincia romana de la Galia. Será a través de este mar, entre tempestades de emociones y brisas de sueños, por donde iremos navegando para adentrarnos en nuestra fascinante historia.

Este enero del año 414 no era un enero cualquiera. La bella ciudad portuaria estaba, desde la pasada vendimia, dominada por unos invasores muy preocupantes: los visigodos. Este pueblo guerrero, originario del norte de Europa, había saqueado la Ciudad Eterna cuatro años atrás, amenazando de muerte la civilización que llevaba siglos dominando el mundo conocido. Después de tal hazaña, estos bárbaros, como los romanos los llamaban por ser extranjeros, abundantes en almas pero pobres en tierras, habían puesto camino hacia el oeste: primero, hacia la Galia, donde ahora nos encontramos; y poco después, habrían de llegar a Hispania.

El otrora próspero puerto de Narbona estaba ahora cercado por la flota romana, tratando de vencer a los nuevos señores de la ciudad; la población asolada por la peste, que diezmaba sin piedad a propios y extraños; y la hermosa campiña costera del Languedoc, como un pasillo entre las nevadas cumbres de los Pirineos y el Macizo Central, dejaba pasar el seco cierzo entre sus vides, ya sin racimos ni hojas, fiel testimonio de la llegada del frío invierno.

En medio de esta situación, una fastuosa ceremonia iba a tener lugar por aquellos días en la capital narbonense: se trataba de la confirmación de un matrimonio muy especial, protagonizado por dos de las personas más importantes de la época. Pero, además, era una unión llena de polémica que, por muchos y muy diferentes motivos, puso en su contra a casi todo el Imperio romano.

Esta fue la boda entre dos novios muy particulares: por un lado, nos encontramos al ya veterano Ataúlfo, rey guerrero de los visigodos, unas veces oportuno aliado y otras muchas feroz enemigo de Roma y de su soberano; y, por la otra parte, a la nobilissima Gala Placidia, una joven y bella dama que era ni más ni menos que la hermana del mismo emperador romano.

El motivo por el que te hablaré de estos dos esposos en este libro, que, como vamos descubriendo, versa sobre reyes y reinas de la historia de España, es porque, al año siguiente de esta curiosa boda, se convirtieron en los primeros reyes godos en reinar sobre Hispania o, al menos, parte de ella. Más adelante, aclararemos bastante más este tema…

Volviendo a nuestros protagonistas, debemos ver que, en su época, estas nupcias ya resultaron bastante controvertidas por la «desigualdad» entre los contrayentes, pues la milenaria sociedad de Roma veía con muy malos ojos la unión entre sus habitantes y los extranjeros, a los que llamaba bárbaros. Sin embargo, hay que sumar a esto el hecho de que la novia, Placidia, había sido secuestrada por los visigodos cuatro años atrás, al saquear Roma que, entre inmensas riquezas, se habían llevado consigo cautiva a la hermana del emperador Honorio.

Este, consternado ante tantas calamidades políticas y familiares, había enviado a uno de sus más prometedores generales, Constancio, a rescatar a Gala Placidia, con el compromiso de que, si la traía de vuelta y lograba restaurar su honra, se la daría en matrimonio, enfrentándose a quien se tuviera que enfrentar para, él también, llegar un día a alzarse con el poder…

De hecho, aunque hubo numerosísimos intereses políticos por parte de todos los implicados, hay que decir que, quizá, esta historia no fue solamente una unión de conveniencia para afianzar el poder del rey godo y desafiar el de la ya decadente Ciudad Eterna, sino que pudiera haber también un importante componente emocional que uniera a estas dos personas tan diferentes por un extraño amor…

¿Cuáles eran los orígenes de cada uno? ¿Se convirtió realmente el secuestro en amor? ¿Consiguió Constancio eliminar a Ataúlfo y casarse con Gala Placidia?

Son muchas las dudas que ahora nos acechan. Para resolverlas, descubramos ya las interesantísimas vidas de estos hombres y mujeres que, con sus acciones y decisiones, protagonizaron algunos de los momentos más importantes de la historia. Así pues, nos adentramos ahora en este viaje por un mar un poco tenebroso, guiados por las crónicas que han sobrevivido hasta nuestros días y que, con su testimonio, nos aportarán la luz que necesitaremos para emprenderlo.

 

 

EL NAUFRAGIO DE UN IMPERIO

 

Antes de conocer en profundidad las vidas de nuestros protagonistas, igual que iremos haciendo a lo largo de los siguientes capítulos, exploramos primero, someramente, cómo era el mundo en el que vivían.

Nos encontramos, pues, a caballo entre los siglos IV y V después de Cristo. Una época convulsa, llena de hambrunas y cambios, en la que la civilización imperante hasta entonces se sacudió, o, más bien, la hicieron sacudirse, hasta sus cimientos. La ciudad de Roma, que entonces tenía ya un milenio de historia a sus espaldas, había sido el brillante centro del mundo conocido durante centurias.

Desde siete pequeñas colinas ubicadas a las orillas del río Tíber esta urbe había colocado todos los territorios que circundaban el mar Mediterráneo (llamado por ellos Nostrum o Internum, ya que toda su costa permaneció durante medio milenio bajo el yugo romano) a sus pies. A través de él, fueron extendiendo su rica lengua latina, el brillante derecho romano y, cómo no, sus imponentes obras de ingeniería a sus inmensos dominios.

Sin embargo, aquel esplendor tan duradero empezaba a oscurecerse. Gran parte de la culpa la tenían los continuos conflictos internos por el poder, que fueron poco a poco minando el prestigio y la integridad de Roma. Del mismo modo, los frecuentes intentos de invasión desde el exterior que, por rachas, trataban de violar sus fronteras se hacían cada vez más exitosos, poniendo en peligro el aura de invencibilidad que el Imperio romano llevaba siglos amasando.

A fin de cuentas, una extensión de terreno tan inmensa, constituida por cientos de pueblos y regiones ubicados en Asia, África y Europa, era muy difícil de defender. Entre estos numerosos dominios, se encontraba la provincia que en este libro nos ocupa: Hispania, esa tierra en la que el sol moría, siendo fin del mundo conocido y fuente de leyendas sin fin.

Hispania había tenido siempre un importante papel estratégico. Además del oro, el aceite y el vino que, entre otros muchos bienes, enriquecían desde nuestros ríos y campos el patrimonio de Roma, en nuestras costas se encontraban las dos columnas mitológicas (a Hispania también pertenecía el actual norte de Marruecos) que, según ancestrales relatos, Hércules había colocado marcando el final del mundo. Al ser el paso entre el manso mar Mediterráneo y el agreste océano Atlántico, su control era importantísimo para la navegación internacional.

Pero antes de centrarnos en Hispania, como sí haremos en el resto de los capítulos, tratemos ahora con claridad el todavía vigente poder romano.

El Mare Nostrumera, pues, el ombligo del Imperio. Pero, lógicamente, tenía que haber también fronteras que lo separaran y protegieran de los peligrosos enemigos. Desde sus inicios, los romanos buscaron limesclaros y bien defendibles para evitar problemas, como altas cordilleras o caudalosos cursos de agua difíciles de cruzar. Entre ellos, en la porción más septentrional del territorio romano, destacaban los ríos Rin y Danubio, que los separaban de los llamados pueblos germánicos o, para ellos, «los bárbaros del norte».

Este concepto tan difuso englobaba una gran cantidad de tribus de orígenes y costumbres muy diversas, ajenas a las latinas, que, de vez en cuando, realizaban ciertas incursiones y pactos con los romanos. Entre ellas, junto a suevos, vándalos, alanos y un sinfín de pueblos más, encontramos a los visigodos, que, aunque en épocas remotas habían poblado la gélida Escandinavia, se hallaban ahora en las cercanías de la desembocadura del Danubio, el gran río que cruzaba Europa desde el centro hasta el Oriente, ocupando las estepas del norte de la Dacia (actual Rumanía).

Este pueblo, siempre más obediente a la tradición que a la ley, había mantenido desde los inicios del Imperio una relación bastante ambivalente con Roma. Si bien las incursiones y las batallas eran lo más habitual, hay que decir que, allá por el siglo III, llegó incluso a haber un emperador romano de origen godo. Sin embargo, la tónica solía ser más bélica que pacífica, manteniéndose fuera de las fronteras a este pueblo, como un tapón frente a otros bárbaros más peligrosos, pues para los romanos, el «malo» conocido solía ser mejor que el bueno por conocer.

A mediados del azaroso siglo IV, los godos se vieron amenazados por unos peligrosos jinetes procedentes de Oriente, conocidos como los hunos. Si bien los godos del este, llamados ostrogodos, fueron vencidos y hubieron de presentar su cerviz a estos terribles nuevos bárbaros, los godos del oeste o visigodos huyeron hacia el sur, cruzando la espina dorsal de Europa, el gran pasillo azul que separaba Roma de la barbarie: el Danubio.

Es en este punto, avanzando la sexta década de la cuarta centuria, donde nos encontramos por fin con las familias de nuestros protagonistas. Como veremos, los sentimientos y la política se enredarán formando un lío de muy difícil solución, quedando los destinos de Roma ligados a ellos durante casi un siglo entero. Vamos a descubrirlos.

 

 

LA FAMILIA DE PLACIDIA: ENTRE REGALOS Y VALIENTES

 

Ahora, haciendo un lapsus en la parte más política, te voy a presentar, partiendo de su familia, a la nobilissima Gala Placidia. Como ya hemos entrado en confianza, nos vamos a permitir sumergirnos en los orígenes de nuestra protagonista con este título que, a pesar de ser fiel a la realidad de manera aparente, también lo es mediante un doble sentido: el nombre de su padre, Teodosio, significaba «don de Dios»; y el de su abuelo materno, Valentiniano, y sus diferentes tíos procedía de «valer», con sus derivados de valor, valentía…

Como antes veíamos en la introducción del capítulo, ella era la hermana pequeña de Honorio, el emperador romano de Occidente. Aunque esto, naturalmente, indica una gran importancia en la sociedad de la época, lo cierto es que, dado que el Imperio romano no era hereditario, no tenía por qué significar que fuera, necesariamente, hija de un soberano. De hecho, el título de su soberano oficialmente no era emperador, sino augusto.

Sin embargo, en el caso de Placidia, sí que podemos considerar que por sus venas corría una sangre totalmente imperial. Para encontrar su nacimiento, tenemos que dirigirnos, atravesando las mansas aguas de nuestro ya familiar Mediterráneo, hacia la zona este del Imperio. Fue en la magnífica capital oriental, Constantinopla, donde esta interesante mujer llegó al mundo, formando parte de una familia muy particular.

Resulta que su padre era el emperador Teodosio, amo de todo el Imperio romano, y su madre era la noble Gala, hija de otro emperador anterior, llamado Valentiniano, que, junto a su hermano Valente, dominaba el mundo romano en la época en que los visigodos cruzaron el río Danubio. El emperador Teodosio, padre de Placidia, fue el último de la larguísima lista de césares y augustos romanos que dominó la totalidad del Imperio romano hasta su fallecimiento en el año 395 d. C.

Este recordado emperador es especialmente célebre por haber convertido Roma de manera oficial al cristianismo. Además, tiene una peculiaridad, compartida tan solo con dos de sus predecesores: había nacido en la provincia de Hispania. Para ser más específicos, en la ciudad de Cauca (actual Coca, provincia de Segovia). Por lo tanto, Placidia era, al menos parcialmente, hispánica.

Flavio Teodosio, que así era su verdadero nombre, había llegado al poder de una manera bastante curiosa: él era hijo de un comes (traducible por conde) del mismo nombre, veterano de las guerras de Britania y jefe de la caballería imperial de Valentiniano, así como de su rica esposa Termancia, abuelos paternos de Gala Placidia. Ambos eran descendientes de ciudadanos romanos que se establecieron en la provincia tras la conquista, estando los orígenes de sus antiquísimos linajes emparentados ni más ni menos que con la célebre familia de los Julios.

El caso es que, como decía, el comes Teodosiotenía un origen hasta cierto punto modesto, ya que no dejaba de ser uno de tantos nobles de provincias. Sin embargo, había sido un importante general a las órdenes de Valentiniano, consiguiendo grandes victorias que les concedieron buenas recompensas tanto a él como a su hijo, que había participado con él en sus campañas. Sin embargo, cuando su carrera parecía fulgurantemente prometedora, falleció el dicho augusto en el año 375, por lo que Teodosio el viejo cayó en desgracia y fue ejecutado.

Teodosio Junior tuvo, pues, que refugiarse en sus propiedades de Hispania. Sin embargo, los graves sucesos ocurridos en la batalla de Adrianópolis (que en unas líneas descubriremos) llevaron a que el nuevo augusto Graciano, hijo de Valentiniano, llamara a Teodosio de su retiro hispánico para convertirse en el nuevo emperador romano de Oriente.

Era un hombre inteligente y piadoso, aunque a veces vacilaba demasiado en la toma de decisiones. Además de ser un estratega brillantísimo, era un hábil administrador, preocupado por la seguridad de sus estados: destaca especialmente por haber erigido las dobles murallas de Constantinopla.

Teodosio, por cierto, estuvo casado en primeras nupcias con otra dama de la nobleza provinciana de Hispania, llamada Elia Flacila. Fue un matrimonio bastante feliz. Con ella, había tenido a sus dos hijos mayores y futuros herederos: Arcadio, que se quedaría con Oriente (germen del llamado Imperio bizantino), y Honorio, que se había de quedar con Occidente.

No obstante, cuando enviudó, decidió casarse en segundas nupcias con la hermana pequeña de su colega y protector (Graciano), ya difunto, llamada Gala, que tenía cerca de veinte años. Con ella, además de otros dos niños que no habían de llegar a la edad adulta, Teodosio (que ya rondaba los cincuenta) tuvo una hija, la cual, a pesar de no estar destinada a ser una figura esencial en la política romana, terminaría teniendo en sus manos durante medio siglo el destino del Imperio.

 

 

LA NOBILISSIMA Y SU PRIMER COMPROMISO

 

Esta niña, que fue llamada Gala Placidia, nació alrededor del año 390. Su nacimiento generó una gran alegría tanto en sus padres como en los súbditos del Imperio. Se celebraron grandes fiestas y carreras en su honor, y se le otorgó la dignidad de nobilissima puella, lo cual le daba un estatus especial en la familia y en la sucesión. Sin embargo, esta alegría se torció con el pronto fallecimiento de su progenitora, dejándola huérfana de madre sin haber cumplido aún los cinco años.

Desde niña, fue educada con pulcritud en las buenas maneras y en la fe de su padre, el cristianismo, así como en los idiomas latín y griego, la lectura clásica y la afición al arte. Sin embargo, en la corte iban poco a poco creciendo las intrigas dirigidas por su medio hermano mayor, Arcadio, deseoso de afianzar su posición en la sucesión.

Para ofrecerle una infancia un poco más tranquila, fue enviada junto a su medio hermano mayor Honorio con su padre (que ya se había hecho con el Imperio occidental) a la corte, atravesando el mar desde la Perla del Bósforo hasta la nueva capital, Mediolanum. Ubicada en el norte de Italia, pasó junto a su padre en la actual Milán el último año de su vida, ya que este falleció en el 395.

Así, Placidia quedó huérfana de padre y madre con poco más de cinco años. Bajo la autoridad de su débil medio hermano Honorio, nuevo emperador de Occidente (que tenía todavía once años), fue puesta al cuidado de su ambiciosa prima Serena, sobrina del difunto emperador, y de su poderoso y hábil marido, el general de origen vándalo (otro pueblo bárbaro, como los visigodos) Estilicón, quien ejercía el verdadero poder en Roma. Con ellos vivió una infancia más o menos tranquila, algo alejada de la corte de su hermano, que se habría de situar en la hermosa ciudad adriática de Rávena.

Los días se fueron haciendo meses, y los meses, años. Aquella niña iba poco a poco creciendo, convirtiéndose para la sociedad romana en un modelo de belleza y virtud en medio de la decadencia de su sociedad y gobierno. Los bárbaros atacaban cada vez con más fuerza las fronteras, los usurpadores se sucedían en los alzamientos contra el poder, y los miembros más tradicionales de la sociedad romana, los pocos que mantenían aún la religión pagana, observaban con recelo la explosiva expansión del cristianismo amparada por la familia imperial.

Un mal augurio fue observado por la familia imperial, la urbe y el orbe a finales de octubre del año 402. Aquel mes de abril, por las fiestas de Pascua, su padre putativo, el general Estilicón, había logrado una gran victoria en las faldas de los Alpes contra los visigodos. Placidia, que ya contaba con la feliz edad de doce años, observó atónita cómo el sol, de repente, desaparecía del cielo de la Ciudad Eterna. Por unos larguísimos minutos, el Tíber perdió sus reflejos, el mármol, su blancura y Roma, su valentía.

A partir de aquel eclipse, su vida empezó a cambiar a pasos cada vez más agigantados: Gala Placidia fue nombrada augustapor su hermano Honorio y, por la misma época, comprometida con un poderoso joven romano llamado Euquerio, con una prometedora carrera política y militar por delante. Sin embargo, tal y como se habría de ver unos años después, la nobilissima puella no estaba muy de acuerdo con su compromiso ni con su futura familia política, que, como ahora descubriremos, también la había criado.

Hay que tener en cuenta que, en realidad, este era un mero matrimonio de conveniencia, ya que Euquerio era el hijo (y aparente heredero) de sus tutores, Serena y Estilicón, que ya habían casado a su otra hija, María, con el emperador Honorio.

Y dada la falta de herederos de este (que, tras enviudar, se casó con otra de las hijas de Serena, llamada, como su bisabuela, Termancia, con la que tampoco tuvo descendencia), Gala Placidia empezaba a cobrar cada vez más importancia en la futura sucesión imperial, puesto para el que Euquerio tenía cada vez más «papeletas». Ambos se prometieron y el compromiso fue celebrado. Sin embargo, el matrimonio no llegó a consumarse dada la corta edad de los esposos.

Aunque su vida parecía ya resuelta, hubo un giro dramático de los acontecimientos: las intrigas en la corte de Honorio eran cada vez más preocupantes, ya que los visigodos amenazaban Rávena e Italia entera, poniendo en peligro la ya maltrecha integridad del Imperio. En este contexto, fue aumentando entre los romanos un odio visceral hacia lo bárbaro.

Y dado que el magister equitum Estilicón, el padre de Euquerio, era de origen bárbaro (vándalo), siempre estaba respaldado por estos (uno de sus principales apoyos era un godo llamado Saro) y defendía una política de negociación con los godos, fue el primero depuesto de sus responsabilidades políticas. Finalmente, temeroso Honorio de que lo derrocara para colocar en el trono a su hijo y a Placidia, Estilicón fue ejecutado en el año 408 por orden del emperador al que tanto había defendido.

Toda su familia quedó entonces proscrita. Inmediatamente, Euquerio trató de defenderse en Roma en una iglesia, pues, en teoría, sus perseguidores no podían violar el recinto sagrado. Su matrimonio con Placidia quedó legalmente roto y, sin su protección, fue ejecutado por los eunucos del emperador, que, para entonces, ya había apartado a su esposa Termancia de su lado.

Ahora que Placidia volvía a ser una mujer soltera (y a contar con la simpatía y la admiración de los romanos), solo quedaba en la familia su prima Serena, viuda ya de Estilicón. No debía de ser mucha la simpatía que la augusta le tenía a su madre putativa y exsuegra cuando, poco tiempo después, aprobó junto al Senado la ejecución de Serena en una maniobra que ponía de manifiesto su amplio peso político.

La acusación oficial era que había colaborado con los visigodos para planificar un asedio de Roma. Estos estaban dirigidos por dos valientes reyes: Alarico y Ataúlfo, que pronto entrarán en la vida de la joven Gala Placidia, marcándola para siempre.

 

 

ALARICO Y ATAÚLFO: DOS CUÑADOS A LA CONQUISTA DE ROMA

 

Hace ya casi medio siglo que dejamos a este pueblo y a sus reyes, si me permites la expresión, un poco de lado en unas condiciones realmente terribles. Los hunos, aquel peligroso pueblo guerrero venido del este, los habían forzado a dejar las fértiles (y frías) llanuras de la Dacia para atravesar el Danubio en busca de nuevas tierras donde establecerse, a pesar de que ya tenían un dueño: (sus rivales pues, literalmente, estaban del otro lado del rivulus): Roma.

En un principio, llegaron a un acuerdo con Valente, tío abuelo de Gala Placidia y emperador romano de Oriente (acerca del cual conoceremos un poco más en el próximo capítulo), recibiendo tierras en la orilla sur del Danubio a cambio de ciertas concesiones religiosas y su apoyo militar.

No obstante, una gran época de malas cosechas y hambrunas asoló las provincias orientales por aquellos tiempos. Aunque los jefes tribales visigodos procuraron negociar con los romanos para obtener grano y demás alimentos, les fueron tendidas grandes emboscadas. Iniciada la guerra abierta, el emperador lanzó contra ellos su ejército en la mencionada batalla de Adrianópolis, que se saldó con una derrota estrepitosa del ejército de la Roma oriental y con Valente agonizando entre las llamas.

Gracias a esta victoria, los visigodos alcanzaron un enorme peso político y social en el Imperio. De hecho, el sucesor de Valente, nuestro ya bien conocido Teodosio, demostró una actitud de tolerancia y colaboración con ellos, integrándolos en las legiones romanas y recibiendo a su rey, Atanarico, en Constantinopla como hermano.

Esta magnífica ciudad, donde el gran Mare Nostrum angosta sus saladas olas marcando la frontera entre Europa y Asia, estaba repleta de grandes palacios de suntuosos colores purpúreos y solemnes iglesias bañadas de hermosos mosaicos. Por sus calles y puertos, el comercio fluía entre coloridas telas y olorosas especias en un ambiente casi babélico pero derrochante de prosperidad. Naturalmente, los godos se quedaron asombrados, dejando un fantástico recuerdo tanto en su veterano monarca, que pronto había de abandonar los asuntos de este mundo, como en sus jóvenes guerreros, que nunca lo olvidarían.

Durante el imperio de Teodosio, fueron muchos los godos que se unieron al ejército romano como foederati. Sin embargo, al morir este, temerosos de que se diluyera su influencia o de quedar rotas aquellas ventajosas promesas, eligieron rey a un audaz guerrero de la dinastía de los Baltos, sobrino de Atanarico, llamado Alarico.

El nuevo monarca, tras haber saqueado Grecia, dejó atrás Oriente, poniendo sus miras en Occidente. Trató de invadir Italia desde los Alpes, amenazando de cerca la corte de Honorio y Gala Placidia, quienes, aunque estaban establecidos fundamentalmente en Milán, debieron desplazarse al sur, el uno a la inexpugnable Rávena mientras la otra permanecería a caballo entre Roma y Milán.

Pese a esas altas miras, Alarico fue derrotado en Pollentia por su viejo conocido Estilicón en la Pascua del año 402, poco antes de aquel abrumador eclipse. Sin embargo, esto no le hizo perder la esperanza, y llegó incluso a amenazar tiempo después la corte de Rávena, tan bien protegida por el mar Adriático y por los diferentes brazos de agua dulce, aunque pantanosa, con los que el río Po protegía tan magna ciudad.

Aun así, su objetivo era todavía mayor: lograr que Honorio les cediera una provincia en la que los visigodos pudieran establecerse. Estilicón, su antiguo enemigo, era ahora partidario de negociar con Alarico, pero fue asesinado junto con su familia en el 408, lo que causó una oleada de «godofobia» que logró que la mayor parte de los bárbaros establecidos en suelo romano se unieran a su ejército.

Al mismo tiempo, un primo y cuñado suyo dirigía en las provincias orientales un gran ejército, formado por otros parientes godos y mercenarios hunos. Este hombre, de estatura no muy alta para un bárbaro, era admirado por sus seguidores y sus enemigos por su inteligencia y su gentil aspecto físico; su nombre era Ataúlfo.

Viendo las vicisitudes por las que pasaban sus parientes establecidos en Italia, hacia allí se dirigió este noble visigodo, sediento de triunfos. Al encontrarse con Alarico, compartiendo objetivos, se pusieron camino de Roma, la verdadera capital del Imperio. Aunque el emperador solía residir en Rávena, su autoridad en la ciudad estaba representada por su hermana, nuestra ya conocida Gala Placidia, que acababa de desligarse de su difunto primer marido y su desgraciada familia política.

 

 

DE AUGUSTA A ESCLAVA, DE ESCLAVA A REINA

 

Estos dos bárbaros, deseosos de hacerse con la capital tiberina, fomentaron una rebelión en la Ciudad Eterna, en la que un senador llamado Prisco Átalo usurpó el honor imperial, haciéndose proclamar augusto. Sin embargo, ni el nuevo emperador cumplía sus expectativas ni Honorio terminaba por ceder a sus exigencias, por lo que llegó a ser inesperadamente atacado por Saro, aquel godo que fue un antiguo aliado de Estilicón. Por lo tanto, los visigodos se vieron autorizados a perseverar aún más en su presión sobre Roma, a la cual ya habían puesto un fallido asedio anterior.

Con el brillante sol de agosto lanzando sin piedad sus ardientes rayos sobre las laderas de las siete colinas romanas, Alarico y Ataúlfo pusieron sitio a la misma Ciudad Eterna, una ciudad tan fortificada que no había sido conquistada desde hacía 800 años, y que ni siquiera el gran Aníbal había sido capaz de tomar.

Igual que los romanos habían cerrado a cal y canto las enormes puertas de sus altas murallas, también los bárbaros habían cerrado el tan necesario tráfico fluvial: los barcos cargados de víveres no podían subir el Tíber para abastecer de grano la ciudad, las familias no podían salir para enterrar a sus muertos y los ánimos de los ciudadanos estaban cada vez más soliviantados. Las enfermedades se diseminaban sin control con el calor del verano y la situación era, sencillamente, espantosa.

Finalmente, las puertas de la ciudad se abrieron el 24 de agosto del año 410, dando inicio a tres días de caos y devastación, en los que las matanzas y las estatuas derribadas presidieron el triunfo de la barbarie sobre Roma. Solo las iglesias y los que se refugiaron en ellas, invocando el nombre de Cristo, fueron respetados, y los visigodos obtuvieron un botín realmente inmenso tanto en dinero como en reputación.

Junto con aquel oro y piedras preciosas, se llevaban a dos personajes muy importantes: por un lado, al usurpador Prisco Átalo, a quien no querían perder de vista. Y por el otro, sin duda más importante, se llevaban lo que, por muchos, era considerado lo más valioso de la ciudad: a la augusta Gala Placidia.

Rozando ya las dos décadas de vida, las crónicas coinciden en que la hermana del emperador se había convertido en una mujer realmente hermosa y elegante, que incluso sin sus opulentos adornos de oro y púrpura destacaba entre la multitud. Pero independientemente de eso, era una mujer muy inteligente, que dominaba con pulcritud el habla y la lectura en griego y latín, con unos modales refinados apropiados a su estatus, y con una ferviente fe cristiana, fiel a la Iglesia romana, que la llevaba a participar cada mañana en la eucaristía y, como costumbre que había de mantener toda su vida, practicar la caridad con los más necesitados.

El caso es que, de ser la más poderosa de las mujeres del Imperio romano, se convirtió en una parte más del botín visigodo, como una simple esclava del godo Ataúlfo, ante la atónita mirada de su hermano y su corte. ¡Qué triste destino le espera a la pobre Placidia! ¿O no?

Al salir de Roma, toda esta gran comitiva, integrada por unos 30 000 hombres (sin contar mujeres y niños), se puso camino del sur de Italia, desde donde Alarico tenía previsto partir para tomar África. Ya que Honorio no cedía a sus exigencias a pesar de haberse llevado cautiva a su propia hermana, tuvieron que buscar ellos un país para hacerlo propio.

En el estrecho de Sicilia, varios de los barcos que tenía pensado utilizar para tal empresa naufragaron. Disuadido de su plan, mientras decidía cuál debía ser el siguiente paso que dar, falleció Alarico, dejando huérfano a un pueblo lleno de riqueza pero sin tierra donde utilizarla. Fue enterrado en una tumba secreta, cerca del mar, sobre la cual fue proclamado rey, alzado sobre un escudo, su cuñado Ataúlfo.

Con el mando del reino en sus manos, continuó el estilo de su predecesor, devastando las regiones de Italia por las que pasaba, subiendo poco a poco desde el sur al norte, para así infligir el mayor temor posible a la corte imperial. Astuto como una sierpe, Ataúlfo apoyaba a quien más le convenía, bien a él o a su pueblo: además de llevar en su comitiva al usurpador Prisco Átalo, apoyó a otros en distintas provincias, pero sin terminar de lograr su objetivo.

En este peregrinaje tan multitudinario, destacaba, lógicamente, la presencia de Gala Placidia. Aunque Ataúlfo se la había llevado de Roma cautiva como una esclava, buscando ablandar aún más la voluntad de su hermano, se le otorgaron ciertas prebendas, como la comunicación directa con el rey. Este fue poco a poco prendándose de la augustatanto por interés político como por interés personal.

Una joven refinada, políglota y respetada frente a un guerrero rudo, aunque sagaz y lleno de experiencia: él la había despojado de sus privilegios, expulsado de su jaula de oro y provocado que se adentrase en un mundo en el que no solo no sabía lo que le esperaba, sino que tampoco sabía cuánto podría sobrevivir.

Esta mezcla de caracteres semejante al agua y el aceite, de la cual tendremos una secuela bastante pronto, fue poco a poco, según intuimos por el relato de los cronistas, convirtiéndose en una sorprendente relación amorosa, a la cual Placidia por su fe y Ataúlfo por su significado político quisieron poner bajo el manto sacramental del matrimonio.

En el 411, un año después del saqueo de Roma, en una pequeña ceremonia en Forum Livii (Forlí), en las cercanías de Rávena, para encender todavía más la ira del emperador, celebraron unas sobrias bodas, lo suficiente para poder convertir al godo en cuñado del augusto Honorio, aunque, en lugar de ser por el rito romano, ya que no contaban con el consentimiento del emperador, probablemente fuera según las antiguas costumbres visigodas.

 

 

DOS CONTRA ROMA

 

Lo que pudo ser la degradación definitiva de Placidia con su cautiverio godo parecía estar convirtiéndose en una vida más o menos feliz, aunque con matices. Estaba lejos del constante control de sus familiares y se había convertido en reina de un pueblo incivilizado. Tenía un marido que la había hecho su prisionera, pero al que, por conveniencia mutua, no solo había aceptado, sino que empezaba a querer.

Por aquel tiempo, el usurpador Jovino se había sublevado en Germania y Galia contra Honorio, que había enviado a uno de sus mejores generales, Constancio, para derrotarle. Este, veterano de los ejércitos de Estilicón, tenía una gran ambición política, y deseaba con todo su corazón casarse con la augusta Gala Placidia, a la que veía ahora en manos de su bárbaro enemigo.

Sin embargo, en una estrategia brillante, Ataúlfo se adelantó a Jovino, haciendo ver que lo apoyaba (intentando que cediera a sus exigencias), pero ofreciendo a Honorio su ayuda en vistas de que, en vez de darle el usurpador honores al rey visigodo, se los daba a sus propios familiares.

Durante este periodo, se enteró de que otro godo al que ya conocemos, Saro (oficial de Estilicón, primer suegro y padre putativo de Gala Placidia), que ya había mantenido una vieja rivalidad con Alarico, se había unido a Jovino. Ataúlfo decidió llamarlo con la excusa de que quería reunirse con él para negociar y le tendió una emboscada, deshaciéndose así de él.

Finalmente, del lado de su cuñado, se dirigió al sur de la Galia, tomando una amplia franja de terreno que, paralela a los Pirineos, unía el Atlántico con el Mediterráneo, entre Burdeos y Narbona. Poco después, Jovino encontró la derrota y la muerte a manos de los visigodos de Ataúlfo, quien, como muestra de su flamante victoria, envió la cabeza del usurpador a Honorio en el año 413.

Gracias a esto, el augusto concedió a Ataúlfo y a su pueblo, por fin, su objetivo: fueron establecidos como huéspedes del Imperio en la Galia e Hispania si lograban pacificarlas, ya que Hispania, como veremos más adelante, ya estaba en manos de otros tres pueblos bárbaros: suevos, vándalos y alanos.

Pero en la corte imperial de Rávena, el general Constancio, que se había vuelto a ver superado por su rival bárbaro, aumentaba su inquina contra Ataúlfo. Harto ya de los visigodos y de su rey, logró que Honorio se volviera a centrar en la cuestión de su hermana, exigiéndole a Ataúlfo que restaurara su honra y la devolviera a su casa y su familia, o sea, a Roma. El godo se negó, por lo que Constancio pudo iniciar una campaña enfrentándose directamente a los visigodos, con el pretexto de recuperar a la mancillada hija de Teodosio, pero con el verdadero objetivo de ser él su esposo.

Y aquí es cuando, por fin, alcanzamos aquel frío invierno narbonense del año 414 en el que, in medias res, habíamos empezado este primer capítulo.

 

 

UNA BODA, UN VIAJE Y UN FUNERAL

 

Teniendo como invitado de honor al cierzo, el viento que enfriaba los caldeados ánimos de los iracundos romanos, tuvo lugar una grandiosa ceremonia para dar plena validez a la anterior unión de Ataúlfo y Placidia, desafiando tanto a los nobles visigodos que acusaban de tibia la postura de su rey al aliarse con los romanos como a estos últimos, que, todavía estupefactos tras el saqueo de la urbe eterna, veían peligrar su milenaria cultura.

Así, en la villa de uno de los señores más poderosos de Narbona, sin escatimar en gastos ni en ceremoniosos protocolos, ocurrieron las grandiosas nupcias: Ataúlfo, con cierta ironía, se vistió con las mejores galas de general romano, presentándole a su velada esposa cincuenta jóvenes cargados de oro y piedras preciosas, con las que, como arras o dote, le entregaba parte del tesoro obtenido unos años antes en el saqueo de Roma.

Con esto, Placidia y Ataúlfo se convirtieron, a todos los efectos, religiosos y civiles, en marido y mujer para las leyes de ambos, lo cual les permitiría, de manera legítima, concebir un heredero que se convirtiera en heredero de Roma y de los visigodos simultáneamente.

Honorio, lleno de cólera al enterarse de la celebración y consumación del matrimonio, desautorizó por completo a Ataúlfo con el ataque de Constancio. En respuesta, Ataúlfo volvió a proclamar a su «huésped», Prisco Átalo —un títere suyo—, emperador, con poder solo sobre la Galia.

El invierno iba, poco a poco, dando paso a la primavera. El clima se suavizó, las lejanas montañas comenzaban a verse un poco menos blancas y la campiña narbonense empezaba a recuperar su verdor salpicado por miles de flores de infinitud de colores. Durante esta época, el matrimonio entre Ataúlfo y Gala Placidia dio su fruto, quedando la reina goda embarazada.

Sin embargo, Constancio no se daba por vencido. A pesar de su origen periférico, en la actual Serbia, había sido capaz de hacerse un hueco en la rígida sociedad romana, consiguiendo el favor del emperador y de su corte gracias a sus victorias frente a los usurpadores. Decidió, en lugar de luchar en campo abierto, iniciar una guerra de desgaste contra Ataúlfo y sus visigodos, bloqueando sus puertos y vías de comunicación para complicar el abastecimiento de sus miles de hombres, mujeres y niños.

En esta compleja situación de bloqueo, tuvieron que abandonar el sur de la Galia, y atravesaron los Pirineos camino de una nueva patria. A pesar de su estado de gestación, Placidia resistió con valentía el viaje a través de la angosta cordillera, ya pasado el verano, que cruzaron por sus valles hasta instalarse en la que había de ser su nueva patria: Hispania.

En esta provincia llena de misterios y riquezas, los visigodos volvían a tener que empezar de cero. Aunque había estado casi medio milenio en poder de los romanos, llevaba cinco años en manos de tres pueblos bárbaros: suevos, vándalos y alanos, que se habían repartido el territorio y, según cuentan los cronistas de la época, lo habían sometido al pillaje. Sobre este tema trataremos de arrojar un poco más de luz en el siguiente capítulo, pues la presencia de los otros pueblos bárbaros (y de los descendientes de los romanos) en Hispania siglos después condicionaría las vidas de nuestros próximos protagonistas. Sin embargo, todavía queda mucho para eso.

Ataúlfo, por aquel entonces, se estableció con su esposa en la ciudad de Barcino, actual Barcelona, en la Hispania Tarraconense, donde a principios del año 415 Placidia dio a luz a un niño aparentemente sano entre el regocijo de la corte y su nuevo pueblo: le pusieron por nombre Teodosio, como a su abuelo, ya que, como él, había venido al mundo bajo el cielo de Hispania, y quién sabe si sería, como él, el amo del ya maltrecho Imperio romano. Tanto fue así que le dio, incluso, la misma condición que le había sido dada a ella al nacer: nobilissimus puer.

Sin embargo, los cantos de júbilo se tornaron en lágrimas de la antigua augusta, pues su párvulo hijo, en quien tantas esperanzas tenía puestas, falleció con solo unos meses de vida. Desolada, hizo que fuera enterrado con los mayores honores en una iglesia de Barcino. Jamás le olvidarían, ni Ataúlfo ni ella.

 

 

EL OCASO DE ATAÚLFO

 

En Hispania, la posición del pueblo visigodo era débil. Ataúlfo había vuelto a perder el favor de Honorio, romanos y bárbaros los perseguían. Para la aristocracia visigoda, bien parecía que su rey pretendía buscar más laureles para él y su familia que el bienestar de su pueblo, al que quería dirigir a África, como ya había intentado su difunto cuñado, para lograr por fin un país lleno de víveres donde establecerse. Así, en este vaivén emocional de desesperanza personal y política, llegamos al 14 de agosto del 415.

El sol de mediodía embestía con la mayor de sus fuerzas la ciudad de Barcino. Era una tórrida jornada de verano, de esas en las que la ausencia de nubes termina nublando la razón. Tan solo durante algunos instantes, la suave brisa procedente del Mare Nostrum aliviaba con susurros de agua salada el bochorno que asfixiaba la actual Barcelona.