RRetos HHumanos - Rosa Allegue Murcia - E-Book

RRetos HHumanos E-Book

Rosa Allegue Murcia

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Beschreibung

¿Cuáles han sido las consecuencias de una pandemia que nos ha distanciado a los unos de los otros? Los trabajadores de Green Technology y su directora de Recursos Humanos han tenido sus propias vivencias, con sus luces y sus sombras. A veces sin que las sombras dejen espacio a la luz. RRetos HHumanos recoge doce historias de personajes muy diferentes, basadas en situaciones casi reales, que hacen que cualquiera de ellos pueda ser tu compañero, tu vecino… o tú mismo. A través de las experiencias de nuestros protagonistas caminamos por escenarios a veces desoladores compartiendo sus sentimientos más sinceros para llegar a comprender cómo el camino personal y el profesional al final suelen unirse en uno solo. En este libro, el tercero de esta saga temática, volvemos a constatar que la esencia de las empresas la forman las personas y sus sentimientos y emociones. Tanto si has leído las dos entregas anteriores como si es la primera vez que te adentras en el universo de Green Technology, este texto único creado por once directores de Recursos Humanos y su coordinador literario te hará reflexionar sobre todo lo que hemos vivido en tiempos de pandemia y cómo estos extraordinarios acontecimientos nos han marcado para siempre. ¿Qué lecciones nos llevamos de esta época, tanto las personas como las empresas?

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RRetos HHumanos

TIEMPOS DE PANDEMIA

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Rosa Allegue, Juan Antonio Esteban Bernardo, Luis Expósito Rodríguez, Aurora Herráiz Águila, Astrid Nilsen de la Cuesta, Tomás Otero Pino, Manuel Pozo Gómez, Lorenzo Rivarés Sánchez, Enrique Rodríguez-Balsa, Julio Rodríguez Díaz, Beatriz Soriano Muñío, Juanjo Valle-Inclán Bustamante

 

Categoría: Directivos y líderes

Colección: Gestión de personas y del talento

Título original: RRetos HHumanos.

Tiempos de pandemia

 

Primera edición: Septiembre 2021

© 2021 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

 

Autores: Rosa Allegue, Juan Antonio Esteban Bernardo, Luis Expósito Rodríguez, Aurora Herráiz Águila, Astrid Nilsen de la Cuesta, Tomás Otero Pino, Manuel Pozo Gómez, Lorenzo Rivarés Sánchez, Enrique Mª Rodríguez Balsa, Julio Rodríguez Díaz, Beatriz Soriano Muñío, Juanjo Valle-Inclán Bustamante

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

Colaboradora: Mercedes Galán García

 

ISBN: 978-84-18811-27-2

Impreso en España

 

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Por Lourdes.Por Juan Antonio.

 

 

 

 

 

 

 

 

Prólogo

 

Es realmente curiosa la obsesión que tienen los seres humanos por ser humanos y la cantidad de consejos y sugerencias que se les hacen en este sentido para alcanzar la excelencia en la materia. A lo mejor bastaría con convencerlos de que los seres humanos son siempre forzosa e inevitablemente humanos «velis nolis» y cualesquiera que sean sus talentos, virtudes o capacidades.

Prologar un libro de relatos o retratos humanos no es por ello cosa sencilla. En los dos primeros volúmenes, Paolo Vasile y Carme Chaparro lo han hecho con decisión y sin darle más vueltas de las necesarias. Yo pretendo hacerlo con dudas de todo género y dándole revueltas hasta el límite del mareo porque ellos ya han ocupado todo el terreno por cubrir y todas las ideas sensatas aplicables. Mi propuesta sería hacer una colección de historias inhumanas para que los lectores pudieran comparar los dos extremos y llegar a conclusiones que muy probablemente representarían el término medio entre lo uno y lo otro porque, como dice el refrán romano, «in medio stat virtus».

La humanidad ha dado todo género de ejemplos de comportamientos, incluyendo los más dramáticos y los más brillantes, y ese proceso dual continuará «sine die».

Ojalá algún día acaben siendo un yin-yang en donde las fuerzas distintas sean opuestas pero interdependientes y tengan capacidad para transformarse en sus opuestos.

Sugiero, con otros que lo han hecho antes, eliminar la palabra recursos y sustituirla por activos, o cualquier otra mejor que dignifique a los trabajadores y su función en la empresa. Y ya puestos, seguir perfeccionando las medidas para humanizar el trabajo y no darnos ningún descanso en esta tarea decisiva.

 

 

Antonio Garrigues WalkerPresidente de Honor del bufete Garrigues Presidente de la Fundación GarriguesPresidente de Honor de España con ACNUR

Introducción

 

Muchas cosas han sucedido en nuestras vidas desde que en agosto de 2015 un grupo de profesionales vinculados a los Recursos Humanos decidimos embarcarnos en la maravillosa aventura de escribir un libro. Si hacemos un repaso rápido nos puede parecer hasta mentira cuántas cosas pueden pasar en la vida de once personas en tan pocos años. En lo literario conseguimos publicar aquel primer libro con la editorial LID (RRelatos HHumanos, 2016), y le dimos continuidad con un segundo libro publicado por la editorial Kolima (RRetratos HHumanos, 2019). En lo personal hemos vivido matrimonios, el nacimiento de nuevos hijos, enfermedades severas, el fallecimiento de los seres más queridos, cambios importantes en la trayectoria profesional, la jubilación de algunos miembros del equipo y también hemos sufrido una pandemia.

El grupo inicial se ha modificado ligeramente. En este tercer proyecto no nos han podido acompañar ni Ana López Seisdedos ni Carlos Cid Babarro, pero se han incorporado tres mujeres, Aurora Herráiz, Beatriz Soriano y Astrid Nilsen, con lo que hemos aumentado el grupo a doce personas. Nuevas voces, perspectivas nuevas, que nos han traído como fruto una mayor diversidad. En aquel primer libro hablábamos de las emociones, y tuvimos presente que lo humano está antes que el recurso y que las personas son el valor más importante que tiene la empresa. En el segundo encontramos que el tema de fondo deberían ser los valores, y nos inspiramos en una cita de Albert Einstein, que se extendió por el libro como un hilo conductor perfecto: «Procure no ser un hombre de éxito, sino un hombre de valores». Este tercer libro es más personal, más intimista, pues sus relatos dejan más desnudo que nunca a cada autor. Por fuerza, en este contexto una palabra tenía que brillar más que las demás: sentimiento.

Y esto es lo que se va a encontrar el lector en este libro de doce relatos: sentimientos. Porque no podemos eludir el hecho de que hemos vivido un confinamiento, de que nuestros horarios, nuestras costumbres, el mundo laboral, y también nuestras relaciones personales y familiares, se han visto modificados por esta pandemia. Por ello, porque la realidad no se puede esquivar, el lector se va a encontrar con nuestros sentimientos, que le llegarán a través de los personajes de este libro, y principalmente a través de nuestra protagonista, Irene Díaz de Otazu, directora del departamento de Recursos Humanos de la empresa Green Technology, que con el paso del tiempo y de tres libros se ha vuelto más sensible y más humana, aunque también se ha ganado unos cuantos detractores. Desde luego nuestra Irene es una persona que no pasa desapercibida.

Pero no hemos querido quedarnos bloqueados en una época removiendo nuestras lamentaciones. Hemos querido hurgar en lo más profundo del tiempo de reflexión que nos ha tocado vivir para buscar una salida airosa, positiva y optimista, pensando que después de la pandemia hay algo más, que hay un nuevo tiempo al que nos tendremos que adaptar para afrontar la vida con entusiasmo y fortaleza.

Este tercer libro es ante todo un libro de amor que nace para mantener vivo el recuerdo de Lourdes, la esposa de Juan Antonio Esteban, a quien está dedicado el libro. «El dolor de ahora es parte de la felicidad de antes. Ese es el trato». La cita del británico Clive Staples Lewis no puede ser más acertada para iniciar el primer relato del libro, «La distancia», un auténtico poema de amor que Juan Antonio Esteban escribe en recuerdo de Lourdes.

No puede faltar el homenaje a las personas mayores que con tanta entereza y ejemplaridad han transitado por este tiempo de sombras. «Sourire, toujours sourire», de Manuel Pozo, un relato que toma su nombre de una canción de Joséphine Backer, y «El hada del vergel», de Aurora Herráiz, son el claro homenaje a la generación que tiene ahora alrededor de ochenta años. En este contexto de honrar a nuestros mayores y a la tierra que les vio nacer situamos también el relato «Todos los hombres que fui», de Julio Rodríguez Díaz, que sorprenderá al lector por su lírica, por la belleza descriptiva de sus paisajes... y por algo más imposible de anticipar en esta introducción.

La COVID-19 nos ha puesto las cosas difíciles en lo personal y en lo laboral, obligándonos a sacar lo mejor de nosotros mismos. Hay relatos que describen nuestra inmensa capacidad de superación personal de cualquier obstáculo. Son relatos que emocionarán al lector porque se verá innegablemente reflejado en sus personajes y en su lucha por sobreponerse a las adversidades. «Retazos Humanos», de Lorenzo Rivarés, nos presenta la dignidad de un discapacitado en una empresa llena de hostilidades y luchas de poder. Y «María se hizo invisible», de Astrid Nilsen, nos demuestra que, con tenacidad y astucia, las nuevas situaciones que se han producido en las empresas, que han traído un impulso tecnológico, ocultan herramientas que bien aprovechadas pueden contribuir al desarrollo personal. Este relato tiene continuidad en «La reina multitarea en el embudo del amor», de Beatriz Soriano, en el que la protagonista nos revela las extrañas amistades y alianzas que se tejen a través de las redes sociales y cómo estos nuevos círculos de amistad pueden ayudar a superar los problemas.

Pero si queremos destacar un relato que contiene un verdadero ejemplo de superación personal hay que leer «Una de las ocho», de Rosa Allegue. Estoy convencido de que muchos lectores no se conformarán con una única lectura y una vez terminado volverán al inicio para recrearse en lo emocionante de sus líneas. A estas alturas del libro el lector habrá descubierto la carga personal que hay detrás de cada personaje, y le será difícil separar qué pertenece a los protagonistas de la historia y qué al autor de cada relato.

«El problema eléctrico», de Tomás Otero, viene a incidir en las posibilidades tecnológicas que ha abierto esta nueva etapa y en lo necesario de encontrar nuevas perspectivas y nuevas personas que permitan desbloquear los problemas y las relaciones estancadas.

«Mi mejor año», de Enrique Rodríguez-Balsa y «El club de los siete», de Luis Expósito, son relatos endogámicos, metaliterarios, ya que hablan de nuestro grupo y de las actividades que hemos realizado al margen de estos libros que hemos escrito. Tocando de manera tangencial el mundo de los Recursos Humanos, plantean una visión personal y optimista de cómo afrontar una época de crisis y de cómo ayudar a los demás en momentos difíciles como los que nos ha tocado vivir. Desde la conversación entre dos amigos en un café con tintes literarios que se plantea en «Mi mejor año» hasta los múltiples escenarios que se nos presentan en «El club de los siete», el lector se ve inmerso en una búsqueda personal para abrir nuevos caminos a recorrer en la vida, ya que las viejas sendas por las que transitábamos en el pasado se han cerrado por distintas circunstancias.

Pero hemos dicho que no nos queremos quedar anclados en el presente, que queremos mirar hacia el futuro. No se me ocurre mejor cierre para nuestro tercer libro que un relato futurista y distópico como el que ha escrito Juanjo Valle-Inclán con el título «Jaque mate en tres». Juanjo nos sitúa en la España de 2034, tan cerca y tan lejos, año en el que las cosas en España habrán cambiado de manera significativa. Esperamos que podamos avanzar juntos hacia ese 2034 que está a la vuelta de la esquina y que nuestras historias, lector, te hagan más llevadero el camino.

 

 

Manuel Pozo Gómez Coordinador literario de la obra

I. La distancia

 

«El dolor de ahora es parte de la felicidad de antes. Ese es el trato».

C.S. Lewis

 

En las primeras semanas de la pandemia todos estábamos un poco aturdidos. La empresa nos había mandado a trabajar a casa y nuestro día a día era frenético.

Pasábamos la jornada, y mucho más, enfrente del ordenador y enganchados al teléfono. Los primeros días de tele-trabajo habían transcurrido entre la incredulidad y una mezcla de euforia por la sensación de libertad al quedar fuera del escrutinio físico de compañeros y jefes, y de incertidumbre por lo que significaba la amenaza del virus. Se había generado una necesidad compulsiva de estar activos y en contacto, negando la realidad del confinamiento.

Era extraño mirar por la ventana y ver la calle desierta. La enfermedad aún era un enemigo invisible, una cifra que había que creerse. Lo único tangible eran los aplausos en el frío de la noche. Ver a todo al mundo asomado a las ventanas provocaba la sensación de estar viviendo una película. Éramos prisioneros en una cárcel familiar y nos asomábamos por las rejas de nuestras celdas para aplaudir a los carceleros.

Recuerdo que ese día estábamos en una videoconferencia todos los directores de departamento, con el director general. Era la tercera de la tarde y estaba siendo especialmente complicada. Por alguna razón había un problema en la red y nos escuchábamos con retardo. Un retraso breve, pero lo suficiente para que las conversaciones se solaparan de manera incómoda.

En esas reuniones nadie se mira a los ojos. Todos están observando desde arriba un punto indeterminado, y así es difícil mantener una conversación con un mínimo de humanidad. La mayoría de los hombres se habían dejado crecer la barba, en una inconsciente protesta por el encarcelamiento, o quizás era una señal rebelde de abandono, como si estuvieran de vacaciones.

Recuerdo lo que estaba pensando cuando el teléfono sonó, porque confieso que me fascinan los segundos planos. Me gusta mirar la decoración del hogar, lo que hay detrás de las caras y adivinar –o imaginarme–, algo personal de la vida de los demás.

Era una llamada de la empresa de Mario. Había perdido el conocimiento. El asunto parecía muy grave y una ambulancia con UCI se lo acababa de llevar.

 

***

 

Del hospital recuerdo el silencio.

Las salas de espera de Urgencias parecen haber sido diseñadas especialmente para ser odiadas. Esa noche el panorama helaba el alma. En plena pandemia estaba llena, pero todos allí parecíamos estar solos. Nadie se atrevía a mirar a nadie. Solo se oían las toses. Los enfermos, a la espera de que se les llamara; y los familiares, separados, inmóviles y cabizbajos.

Recuerdo el camino en el coche hacia el hospital. En realidad recuerdo la sensación física que me acompañó. Y si me esfuerzo un poco, aún soy capaz de sentirla de nuevo. Un vacío en la boca del estómago, como si tuviera ahí dentro una mano invisible que hubiera cerrado el puño oprimiendo todo lo que encontraba y una pesadez en la frente que me cerraba los ojos y me nublaba el pensamiento, dejando solo y en primer plano la incertidumbre y el miedo.

Recuerdo, como envuelta en niebla, la primera conversación con el médico: «Su marido ha sufrido un síncope provocado por un ictus frontoparietal derecho. Es grave, muy grave, y estas primeras cuarenta y ocho horas son críticas». Recuerdo la flojedad en las piernas y cómo iba oyendo su voz cada vez más lejos. Recuerdo haberme dejado caer en la silla sin atreverme a mirar a nadie.

Me entregaron sus cosas en una impersonal bolsa gris. Casi con escalofríos guardé en mi bolso su cartera, su reloj y cogí su teléfono. Lo encendí para tratar de entender qué había pasado, pero también, qué absurdo, para sentirme más cerca de él. Abrí su wasap, por si había mensajes. Encontré uno, inacabado. «Cielo, ¿qué tal vas? ¿Y si preparas». Lo último que Mario había estado haciendo antes del ataque era intentar hablar conmigo.

 

***

 

El tiempo en los hospitales es distinto que en el resto del mundo. En la frontera de la sala de espera transcurre con cuentagotas. Imaginas que dentro están pasando muchas cosas, y todas afectan a tu vida. Ves médicos y enfermeras moviéndose con indiferencia, y esa falta de empatía con tu angustia te hiere. Cuanto más tiempo pasa, más te consumes. Cuanto más tiempo pasa, más te convences de que todo está peor.

Recuerdo haber pensado que los prisioneros de los campos de concentración debieron pasar por algo muy parecido. Tanto tiempo sin hacer nada, en una espera programada para destruir poco a poco su esperanza.

Recuerdo haber deseado no tener dos hijas para no sufrir la tortura de tener que llamarlas para ver cómo estaban, decirles que se hicieran la cena y tranquilizarlas como si no pasara nada. Cómo odié a cada miembro de la familia que me llamó o me mandó un mensaje, seguros desde el cobijo de sus casas, para preguntarme. Recuerdo cómo me apuñalaba la envidia cada vez que veía a un paciente irse con el alta.

Recuerdo con una claridad muy vívida cuando me llamaron por segunda vez, la impresión que me produjo el médico tras su traje de protección, lo alejada que sonaba su voz, como la de un robot, y lo sola e indefensa que me sentí.

–Vamos a llevarlo a la Unidad de Cuidados Intensivos… No, no puede quedarse con él… las normas son muy estrictas… Su seguridad y la de todos… Solo le permitimos verle unos segundos, en el traslado... La informaremos por teléfono...

Y recuerdo, sobre todo recuerdo, el esfuerzo que me costó poner mi mejor cara para sonreír a Mario cuando su camilla pasó a mi lado. Tenía los ojos entreabiertos y no sé si miraba; me pareció que hacía amago de levantar la mano para intentar coger la mía sin conseguirlo, y mientras veía cómo se lo llevaban los enfermeros envuelto en máquinas, no pude evitar preguntarme si sería esa la última vez que iba a ver a mi marido vivo.

 

***

 

La gente me pregunta cómo puedo ser tan fuerte.

A mí me parece que todos somos lo suficientemente fuertes si se nos ponen las pruebas adecuadas para demostrarlo.

Hace un año yo tenía una vida plácida. Plácida, sí. Un trabajo llevadero que casi me gustaba, y eso que Green no es una empresa fácil. Un buen marido que me quería y al que amaba, y unas hijas que crecían felices.

Pero la pandemia llegó a escondidas, aprovechándose de nuestra ingenuidad, para cambiarnos la vida para siempre. Para algunos fue una molestia larga e incómoda que puso a prueba su habilidad para adaptarse a cambios que no habían planeado. A otros les arrojó a la cara su incapacidad para estar solos o les enseñó lo que es vivir con miedo. Y a unos cuantos nos ha enseñado que todo lo que nos une a la felicidad está atado con un nudo muy fácil de deshacer, que más nos vale no renegar de lo cotidiano, no vaya a ser que tengamos que usar esa fuerza que mantenemos escondida.

Lo que hacía más irreal la situación era el tener que hablar con los médicos por teléfono. Una llamada al final de la mañana era el parte diario. Apenas unos minutos para escuchar, con mi corazón latiendo tan fuerte que podía oírlo, los avances o retrocesos. Por muy amables que fueran, cuando colgaba me quedaba una sensación heladora de vacío. Las preguntas siempre se me ocurrían después.

Por necesaria que fuera la medida de impedir visitas a los pacientes, era de una crueldad infinita. Es un dolor imposible de compartir. No habría sido capaz de explicarle a nadie lo que se siente al imaginar la soledad de la persona a la que quieres. Se supone que de alguna manera el orden natural de las cosas de pareja te lleva a cuidar del otro hasta el final de sus días. Pero arrancarte de repente a tu ser querido sin posibilidad ni siquiera de verle es tan inhumano, tan animal… Día a día, minuto a minuto, pensando en qué hará, qué sentirá, quién y cómo le estarán cuidando, con la angustia de no poder aliviarlo estando junto a él…

Tener que pensar en la empresa de Mario mientras él estaba ingresado fue un salto al vacío que tuve que dar sin ni siquiera saber si llevaba paracaídas. Al principio los médicos me dijeron que la recuperación iba para largo y que podría haber secuelas severas. Enseguida supe que su ausencia no iba a ser como cuando tienes gripe o coges unas vacaciones, en las que puedes resolver cualquier problema aunque te cueste varias horas de teléfono.

Mario había heredado de su padre una imprenta de barrio en las afueras de la ciudad, que con mucho trabajo había conseguido reconvertir en una empresa de artes gráficas que vendía al mundo de la televisión y la organización de eventos.

Él llevaba esa responsabilidad de manera muy liviana, como si apenas le pesara. Ahora que yo tenía delante la tarea majestuosa y enigmática de cuidar del negocio de la familia, del futuro de mis hijas y de las casi treinta familias a las que daba de comer el negocio, me sentía muy pequeñita, algo así como estar en la base de un enorme rascacielos mirando hacia arriba.

Juan Fran era la mano derecha de Mario. Leal, abnegado y polivalente, era el escudero ideal, un complemento que lo convertía en una ayuda impagable.

Cuando le conté por teléfono que había decidido tratar de cubrir su ausencia, asumiendo el peso de compaginarlo con mi actual trabajo y el cuidado de la familia, pareció sentirse complacido.

–No te preocupes mucho por no conocer el negocio. En el fondo, da igual que imprimas carteles para saraos de la farándula o que vendas naranjas. Lo que hace funcionar a los negocios son las personas. Trata de hacer que estén a gusto y lo demás vendrá solo.

»¿Sabes? Cuando tu marido está en el taller nadie de fuera sabría decir quién es el jefe. De alguna manera él les hace sentir que no son empleados, sino personas. Es una cosa tan simple y que sin embargo hace tan poca gente…

»¿Te ha contado que los días del cumpleaños de sus hijos les da la tarde libre? Sin pedirles que recuperen las horas. Incluso les da dinero de su bolsillo para que les compren un regalo. Pues no te puedes imaginar el efecto que eso tiene. Y muchas cosas así. Luego ellos se lo devuelven con creces.

»Tú solo tienes que ser tú misma; no trates de imitarle. Procura que la gente sepa que hay alguien al frente para que no tengan miedo y déjame a mí el trabajo sucio.

Tan sencillo y tan complicado.

Sí. ¿De dónde salen las fuerzas para llevar una casa, manejar una empresa que no conoces, seguir con tu trabajo y tranquilizar a tus hijas para que hagan vida normal cuando tu marido está grave en el hospital rodeado de muerte?

¿Voy a estar a la altura? ¿Qué va a ser de mí? ¿Cómo me voy a quedar después de esto?

La voz de Juan Fran seguía sonándome en la cabeza. Necesitaba recordar su tono sereno para calmarme.

«Sobre todo, procura estar atenta y tranquila. Todas las crisis, pero esta más, sacan lo mejor y lo peor de cada uno. Va a ser el momento para las personas de verdad».

 

***

 

Sus palabras a lo largo del confinamiento se fueron convirtiendo en una turbadora profecía.

En Green, cada día que pasaba, la distancia nos iba desgastando sin piedad. Parecía que las paredes de las oficinas hubieran sido el dique de contención de una serie de problemas latentes, como si el contacto físico fuera el cordón umbilical que nos unía a la cordura.

La actividad también se multiplicó de manera insólita. Yo creo que en cierto modo muchos se sentían obligados a demostrar que estaban ahí, detrás del teléfono o del ordenador, y las llamadas y las videoconferencias se convirtieron en la razón que justificaba nuestro trabajo. Lo irreal de la situación apenas camuflaba el cansancio que íbamos acumulando.

Clientes, compañeros y directivos estaban confusos y asustados, y pronto se pudo ver que nadie se ponía al frente, por lo que unos y otros parecíamos náufragos que no saben nadar y se mueven de forma frenética para evitar ahogarse.

Debe ser difícil manejar el miedo de los otros cuando parte de tus obligaciones es cuidar de ellos. Los bebés se tranquilizan cuando ven el gesto de su madre u oyen su tono de voz. Pero eso tan mágico se pierde con el tiempo. No todos estaban preparados para manejar ese temor, ni el propio, ni mucho menos el de los demás.

Pero tampoco es tan fácil esconderse. Y la temeridad y la ignorancia, mezcladas con la distancia, pueden ser muy destructivas, como lo fue la torpe intervención de nuestro presidente ya bien avanzado el confinamiento.

Por aquel entonces todos nos preguntábamos, de forma más o menos abierta, adónde iba Green y cómo íbamos a salir de esta.

Nuestra relación con la empresa apenas se limitaba a recibir noticias, casi nunca buenas, desde Recursos Humanos, que además se preocupaban de hacerte ver que estaban trabajando desde la oficina, como para expiar sus decisiones.

Cuando te llamaban, o peor, te escribían un frío correo, solía ser para notificarte que te quedabas en ERTE, o si lo estabas, para decirte que ibas a trabajar aún menos. Hubiera sido de mucha ayuda que alguien explicara cosas básicas como el porqué y el para qué de esas decisiones, para no minar más el estado de ánimo de una plantilla que esperaba las noticias como los legionarios traidores esperaban la señal del centurión para ser diezmados.

Pues bien, el presidente nos convocó a una conferencia multitudinaria un viernes por la mañana a última hora. Se me pasó por la cabeza, como un presentimiento, que todos los despidos mal hechos que he visto durante mi carrera se habían hecho ese día de la semana y a esas horas.

Su discurso causó un efecto devastador. Incómodo tras la pantalla, en un tono tan optimista que parecía irreal e insultante, y con muy pocas ganas, se limitó a agradecer el esfuerzo de todos y a darnos ánimo ante lo que nos quedaba por delante, «que es mucho y desconocido». Ni siquiera tuvo la decencia de ponerse ropa adecuada para la ocasión y se dirigió a nosotros con una camiseta deportiva desde el salón de su casa, un escenario en el que detrás asomaba una bicicleta estática que no se dignó a quitar.

Sin rumbo, sin sensibilidad, con la mitad de los trabajadores de Green agotados y la otra mitad derrotados por el desaliento, no fue de extrañar que a partir de ese momento se abriera la veda para el saqueo de la moral y de los valores, como cuando en una ciudad en toque de queda se apagan todas las luces y los vecinos se lanzan a la calle de rapiña porque saben que no hay nadie al mando.

 

***

 

No sé cómo habría actuado yo en este estado de cosas si no hubiera ocurrido lo de Mario.

Descubrí que hay varios tipos de horror, y que cada uno puede ser más terrible que el anterior hasta el punto de anularlo.

En el hospital me repetían una y otra vez que las visitas estaban prohibidas debido a la pandemia, fuera cual fuera la causa por la que mi marido estaba hospitalizado, y que en este caso además mi presencia no iba a resultar de ayuda para el enfermo y era una práctica de riesgo para él, para mí y para los demás.

Lloré, protesté, supliqué, busqué influencias, quién sabe de lo que hubiera sido capaz para poder visitarlo. Todo en vano.

Y comprendí que la angustia es más que un estado mental: es un lastre físico, como llevar en el estómago un globo lleno de ácido que alguien ha pinchado y que va dejando escapar un hilo que te come por dentro, que no te permite olvidarte ni un segundo de tu tragedia. Tan cruel que aunque no duermas y debieras estar agotado, te mantiene no solo alerta sino en un estado de clarividencia asesino.

Vivir sin noticias cuando la persona a la que quieres se consume en la distancia se parece mucho a morir. Todos los días, al final de la mañana, el médico llamaba puntual para informar de las novedades. Una llamada corta, protocolaria, fría como la sala de urgencias. Si acaso, esa conversación servía para reanimar un poco el espíritu, pero hasta el mediodía el ácido fluía hasta provocar dolor.

Después de hablar con el hospital había una tregua, muy breve, pero que me daba fuerzas para informar a mi entorno y mantener el tipo ante las niñas, guardar una sonrisa para responderles cuando levantaban la cabeza de sus deberes y preguntaban por papá, ajenas a mi tortura.

Todo lo demás era accesorio. Eran miedos anulados por el miedo supremo.

El interés de todos, las llamadas de la familia, los wasaps de los amigos, los despachaba con frialdad inmisericorde. Ellos me decían que admiraban mi fuerza y mi entereza, yo no les contestaba que en realidad era indiferencia.

En Green también había miedo.

Lo vi enseguida en las videoconferencias posteriores al discurso del presidente. Aunque el malestar aún no fuera explícito, los comportamientos se convirtieron en síntomas inequívocos de putrefacción. No era difícil recibir mensajes de compañeros que estaban en la misma reunión, intercambiando memes, o burlándose de cualquier aspecto que se comentara.

Y cada vez más veces el tiempo intermedio se llenaba de llamadas para comentar los saqueos. «Fulanito» se ha cogido una baja por estrés. A «menganito» le han pedido que trabaje aun estando en ERTE. «Zutanito» lleva tres meses sin cobrar del SEPE y parece que ha tenido que pedir dinero a sus propios hijos. La madre de «merengano» ha muerto sola en la residencia.

Dicen que ser valiente no es no tener miedo, sino saber mantener la calma cuando lo tienes. Yo me pregunto cómo se puede tener templanza y cordura en un mundo en el que los padres y los seres queridos mueren solos.

 

***

 

Vivir pendiente de que el silencio se interrumpa; es lo que pasa cuando tu esperanza se asocia al timbre del teléfono.

Mario continuaba sin responder favorablemente. Se había estabilizado y los doctores decidieron sacarlo de la UCI y llevarlo a planta, seguir con las pruebas y determinar con más precisión la gravedad y el pronóstico. Las visitas seguían prohibidas y la información se limitaba a los partes diarios, cada vez más cortos, más monótonos.

Una tarde, el teléfono sonó. Sentí que el corazón se me paraba, como siempre que llamaban a deshoras. Me lancé sobre el aparato, temiendo lo peor. Para alivio mío vi en la pantalla que era el móvil de Juan Fran.

Él solía mantenerme informada de cómo iba el negocio por wasap a diario, y los fines de semana me enviaba un largo correo con detalles. Yo también le informaba cada noche de la evolución de Mario. Por él sabía que la empresa, como casi todas, prácticamente había dejado de funcionar.

La compañía estaba saneada, aunque no había que confiarse. Si la situación duraba mucho más íbamos a entrar en dificultades. Me decía que a pesar de todo había buen espíritu y los trabajadores habían comprendido la situación y estaban respondiendo bien.

En los últimos correos me mandaba cada vez más cifras, señal inequívoca de que estaba preocupado, y me señalaba los temas que requerían mi atención.

Juan Fran tenía siempre un tono de voz tranquilizador:

–¿Cómo estás, Charo?

Dejó que me explicara y me desahogara, pero de alguna manera me pareció que todo lo que le estaba contando ya lo sabía.

–Puedo intentar imaginarme lo que tienes en la cabeza. Aquí ya sabes cómo van las cosas, pero he pensado que podías venir a verlo en persona, y así te distraes. Y la empresa es vuestra; nadie te va a poner problemas para circular por la calle.

»No es imprescindible que vengas, pero harás mucho bien… y probablemente a ti también.

 

***

 

Con el único argumento de la esperanza que me transmitía Juan Fran, me armé con las pocas fuerzas que tenía para acercarme a la empresa en la que Mario dejaba parte de su vida.

Tuve que justificar mi viaje en dos controles. En el segundo estuve a punto de darme la vuelta.

Juan Fran me recibió en la puerta con una sonrisa franca y sincera. A pesar de la mascarilla se le podía adivinar por las arrugas de las comisuras de sus ojos.

–Han venido todos a verte, Charo.

Aquello sí que no me lo esperaba. Yo iba a despachar con Juan Fran la marcha de la empresa, no a someterme a un tercer grado por parte de la plantilla ni a ofrecer soluciones que no tenía.

–No se lo he pedido yo. Han venido ellos a darte su apoyo y su cariño. Están muy afectados. No les he podido convencer de que era más seguro quedarse en casa. Ya ves, la indisciplina tiene a veces un lado amable.

En efecto, estaban todos esperándome en el taller. Algunos habían llevado a sus familias y se podía ver a niños corriendo entre las prensas, ajenos a la gravedad de la situación.

Yo no solía visitar mucho la empresa, pero a la mayoría los conocía de vista. Se me fueron acercando uno a uno, chocando los codos, pero muchos me acariciaban el brazo con calidez. Me presentaron a sus mujeres, maridos e hijos, y todos tenían un gesto o una palabra de ánimo.

Al terminar la ronda de saludos hicieron un círculo espontáneo alrededor de mí y de Juan Fran.

–Bueno, Charo, las cosas están así. Lo que te cuento a ti ya lo saben ellos, porque es lo que solía hacer Mario. Es bueno que todos sepamos cómo está la situación.

»Ya sabes que está todo parado; nosotros llevamos sin pedidos desde el 13 de marzo.

»La mayoría de la plantilla está en ERTE, ya sea total o parcial. Todos sabemos que esto es una empresa familiar y que nuestra capacidad de aguante es limitada. Así que todo va a depender de lo que dure el cierre y del nuevo negocio que seamos capaces de traer.

»Han surgido algunas iniciativas interesantes. Hemos asumido algún pedido de empresas más pequeñas que la nuestra que han tenido que cerrar, y Jorge y Pablo, que están allí –saludaron con orgullo al oír sus nombres–, han empezado a ofrecer servicios de formatos virtuales a productoras de televisión. También estamos buscando otro tipo de clientes; todos están dando ideas sobre ello.

Mientras Juan Fran hablaba, yo miraba a los demás. Vi en sus ojos más determinación que tristeza. Qué difícil se estaba haciendo el mundo con la barrera de las mascarillas. ¿A nadie se le había ocurrido inventar unas que fueran transparentes? Debajo de ellas, una persona podía pensar cualquier cosa sin temor a ser descubierta; ahora era más fácil ocultarse. Pero, afortunadamente, una mirada sincera no podía esconderse tras una mascarilla.

Aun estando físicamente separados en el amplio taller, me pareció que allí existía una conexión muy poderosa. Había algo común en todos ellos, algo que me resultaba familiar. De repente lo entendí: todos tenían la mirada de Mario.

Quise saber de sus familias, de sus mayores, cómo estaban llevando en casa los nuevos hábitos de vida, las compras, el encierro de los niños.

–Donde no alcanza la empresa, Charo, intentamos llegar nosotros. Nos hemos organizado con grupos de wasap para ayudarnos en lo que cada uno pueda.

Nuria, una robusta mujer con aspecto decidido que trabajaba en el taller, había tomado la palabra.

–Unos cuidan a los niños cuando tenemos que venir a trabajar, otros hacen compra para los mayores que viven cerca… Mira, la hermana de Belén, esa que está allí, trabaja en una compañía de teatro y una vez a la semana organiza un Zoom para todos los niños. Ya se han apuntado hasta los primos.

»Somos más fuertes si somos más que una empresa, si nos apoyamos como una familia. Es lo que Mario nos ha enseñado.

»Para que lo sepas, Charo, si las cosas empeoran estamos dispuestos a ajustarnos e igualarnos en el ERTE según la situación familiar de cada uno. Sabemos que cuando Mario vuelva encontrará la forma de compensarnos. Pero seguro que no va a hacer falta. Ya verás, entre todos vamos a sacar esto adelante.

Pregunté, tratando de que no se me notara la emoción, si necesitaban algo de mí.

–Nada, Charo, céntrate en Mario. Él nos ha hecho sentir como si fuéramos su familia. Cuida de él y nosotros cuidaremos de la empresa hasta que vuelva.

Fue solo entonces cuando noté que una preciosa niña rubia, hija de una de las empleadas más jóvenes, se había acercado por detrás y me había cogido con su manita.

 

***

 

Necesitaba asimilar lo que había visto y oído. Tras llegar a casa bajé a dar un paseo con la excusa de hacer algo de compra. Madrid seguía pareciendo una ciudad fantasma y llena de miedo.

Era fácil percibir cómo nos alejábamos los unos de los otros al cruzarnos en la acera, al esperar la cola de la tienda, en el descansillo del portal... Nos mirábamos de reojo y nos sentíamos como amenazas. La distancia había alterado de un tajo la condición humana, pero aún quedaban sitios, y lo había visto por la mañana, en los que a pesar de ello podías sentirte cerca de tus semejantes.

De regreso, las ventanas se abrieron y los vecinos salieron a aplaudir. Después de todo, había vida, agazapada a la espera de poder mostrarse. Los aplausos me caían encima como la lluvia fresca en verano, y pensé que eran para animarme; sentía que me empujaban y me abrían el camino.

El ambiente onírico me había atrapado hasta el punto de que apenas presté atención al sonido del teléfono que salía de mi bolso. Lo cogí con despreocupación, pero al instante el ácido del globo de angustia que llevaba en el estómago salió a borbotones. Mario se había infectado de COVID.

 

***

 

A veces la vida utiliza a la gente insensible para borrar todo el sentido al dolor que causa.

Apenas dos días después de contagiarse, Mario volvió a la UCI con muy mal pronóstico, y a la vez yo fui convocada por Hernán a una reunión presencial. No podía esperar, no podía excusarme.

Encontrarnos en persona era una demostración de autoridad que él disfrazó de preocupación por mantener la confidencialidad del tema a tratar. La indiferencia por mi estado anímico ante el agravamiento de la salud de mi marido solo podía deberse a una bajeza moral imperdonable en quien dirige personas en momentos de normalidad, y letal cuando en una crisis dependes de ellas.

Tras una pregunta personal protocolaria, que yo esperaba, Hernán me lanzó a bocajarro sus órdenes. No había que esperar más, ni siquiera atender los escrúpulos de Recursos Humanos: el negocio estaba parado y tenía que ser radical con los recortes de mi departamento. Despidos donde se pudiera, más ERTEs donde no. Sin piedad, sin prisioneros. Sin proyecto y sin esperanza.

«No es tu trabajo plantear alternativas». «La empresa en esta época no puede entender de personas». «Así por lo menos tienes la cabeza entretenida».

Si no tenía fuerzas para ponerme en pie, ¿cómo iba a tenerlas para despedir a nadie? Ni siquiera discutir o negociar estaba a mi alcance, de modo que me levanté y me fui a casa sin decir adiós, todo lo insensible que se esperaba de mí.

Convoqué al equipo al día siguiente para informarles del agravamiento de la situación. Tenía la extraña esperanza de que finalmente alguien lo fuera a hacer por mí, pero el tiempo me arrastró como arrastra al condenado al patíbulo. Cuando estábamos apenas comenzando, el teléfono sonó. Apagué el micrófono del ordenador, pero no la cámara.

Me han dicho que a pesar de estar en modo silencio casi pudieron oír mi grito, que vieron cómo se me rompía el alma y el cuerpo, que siempre recordarán las caras de miedo y dolor de mis hijas cuando aparecieron, que me olvidé de que estaba conectada a la mitad de mi mundo y que todos lloraron conmigo cuando lloré la vida, por mucho que en esa llamada me dijeran algo que ya sabía.

 

***

 

¿Cómo se llora cuando no se puede llorar?

¿Cómo se puede convivir con un dolor tan grande que siento que ni me pertenece ni cabe dentro de mí?

¿Quién ha puesto esta historia tan macabra en el centro de mi vida? ¿Por qué? ¿Por qué?

Necesito comprender cómo he llegado hasta aquí. Quién o qué me ha arrojado a la puerta de un tanatorio, sola y con el alma helada, después de estar más de dos semanas esperando que me devolvieran a mi marido.

Todavía no me creo que lo que he vivido vaya conmigo. No lo merezco, no lo he pedido, no lo quiero.

¿Cómo voy a ser capaz de convivir con esto el resto de mis días? Sin saber por qué me han arrebatado el derecho a estar con él en su partida, enseñándome con ello el final de mi vida. O sin saber si murió solo o tenía a alguien cogiéndole la mano, y si voy a poder perdonarme alguna vez el pecado que no cometí de no haberle velado.

No puedo llorar. Debería estar haciéndolo todo el día pero no soy dueña de mi pena. Solo a veces, y si tengo la suerte de estar sola, cuando un recuerdo –por leve que sea–, una frase inocente mencionada por alguien o una foto vista de reojo hacen desbordar el caudal de lágrimas retenidas puedo desahogarme. Y eso me da fuerzas durante algo más de tiempo.

Mario, no me conformo con tus recuerdos. Quiero seguir mandándote wasaps con canciones, esas que tú decías que elegía tan bien porque sus letras te explicaban mi estado de ánimo. Quiero seguir recibiendo los tuyos, esos mensajes con los que coqueteabas y que me hacían sentirme deseada.

Quiero seguir intercambiando contigo besos de chocolate y champán. Quiero seguir oyendo cómo me dices que te encanta mi sonrisa, despeinada y sudorosa, porque me convierten en la chica que hace años te enamoró como a un niño.

Nadie te ha llevado, Mario, y sin embargo yo te he perdido, perdido para siempre. Daría todo lo que me queda de vida por pasar un solo día más contigo.

Ahora cierro los ojos y no soy capaz de recordarte, y lo único que tengo de ti es el peso de tus cenizas en una bolsa, el roce de tu anillo de boda en mi mano, y en el teléfono tu último wasap sin terminar de escribir.

 

***

 

Esta mañana, al despertarme, he pasado un largo rato en la ventana, esperando para comprobar la terquedad del sol, ese empeño en demostrarnos que la vida sigue.

Y el sol va a seguir saliendo. Pero eso es lo único de mi vida que no depende de mí. Es duro descubrir que tienes que valerte por ti misma, pero es bueno intuir que puedes hacerlo. Aunque he perdido la poca fe que tenía y sé que la misericordia no existe, presentir que lo que yo haga puede mejorar la vida de otros y que estoy aquí porque Mario me ha puesto en este camino me da fuerzas para vivir por segunda vez.

Hace ya días que dejé Green. No ha sido especialmente doloroso; creo que he hecho lo que debía. Además, tengo que aprovechar que me siento anestesiada para los sentimientos más básicos, buenos o malos.

Irene quería que me lo pensara; creía que era una decisión fruto de la pena. Pero yo le he dicho que el peor ausente es el que tiene el alma en otro sitio aunque físicamente esté ahí. Y ahora hay demasiadas personas así en Green.

Le he deseado mucha suerte; ella seguro que la necesita más que yo porque su trabajo va a consistir en tratar de traerlos de vuelta, y estoy segura de que muchos no van a querer.

Ahora, en la puerta de mi nueva empresa, mi empresa, respiro hondo y por primera vez en mucho tiempo me siento sonreír.

Estamos unidos a las cosas de la vida, la familia, la pareja, el trabajo, por un hilo muy fino. Pero a veces los hilos más finos son los más resistentes.

 

 

II. Mi mejor año

 

«Considerad vuestra simiente: hechos no fuisteis para vivir como brutossino para perseguir virtud y conocimiento».

Dante, La Divina Comedia, «Infierno»

 

Lo encontré mucho mayor. Sin embargo, el brillo había vuelto a sus ojos y la ironía había invadido de nuevo su lengua, algo de lo que me di cuenta algunos minutos después. También eran evidentes los kilos de más que acolchaban aquí y allá su anatomía. Pelo más canoso y un aire más informal. Las gafas eran nuevas.

Gus hoy era una versión muy mejorada de aquella que me inquietó tres años y medio antes, cuando coincidimos en un evento. Me pareció entonces desecado y esquivo. Las conversaciones con él eran un borbotón de ideas e intercambios acerca de todo y de todos, pero en aquel momento no me resistió ni medio asalto. Me miraba y desviaba sus ojos, como en búsqueda de alguien que hiciera sonar la campana. Rehuía el contacto.

Hace dos días me llamó. Me propuso tomar un café. Gus era adicto a la cafeína y a cualquier ritual asociado a ella. Le vi invadir el santuario cafetero en el que habíamos quedado y avanzar hacia mí con una energía poco habitual a esas horas. Su sonrisa –detectable bajo su mascarilla– presagiaba buenos momentos.

–Te veo bien, Gus –le dije tras concluir el baile de saludos de pandemia en el que nos enfrascamos por unos instantes.

–Ahora sí –me respondió–, por eso quería verte.

En aquella ocasión en la que lo vi por última vez, Gus no solo me evitaba. Con su capacidad de adjetivar casi todo y como ausente, me dirigió entonces una retahíla de lamentos que describían una escena recurrente en su vida.

–Estoy jodido. Jodido y agotado. No aguanté más, ¿sabes? Llegué a un acuerdo con la empresa. Me tragué los elogios de buenas personas con mejor voluntad –me explicaba mientras sus ojos apuntaban a un foso imaginario que se abría a sus pies y daba golpecitos en una botellita de agua cerrada– que estaban muy lejos de la realidad. Ahora todo esto me supera.

–Gus, chaval, para el carro –le interrumpí–. Hace solo dos meses que has salido de Green. ¿Quieres frenar un momento y explicarme qué te pasa?

No, Gus no pensaba en parar o detenerse. De hecho, realizó un quiebro por mi izquierda y cuando me quise dar cuenta, vi, tan solo por un segundo, su abrigo persiguiéndolo por la puerta del salón hacia la salida. Anunciaron el inicio del evento y ocupé un asiento, mientras dedicaba unos segundos de atención a la situación que acababa de vivir.

Casi cuatro años después estábamos frente a frente de nuevo. Nos habían servido, con la alabada diligencia del establecimiento, unas tazas de café con canela y unos tentadores bollitos. Le observé con detenimiento: las canas habían acampado con gracia en su cuero cabelludo, la alianza se había mudado a la mano izquierda, su atuendo no era el habitual juego de telas grises o azules que contrastaban con corbatas de colores vivos, sino que tenía un aire británico informal que relajaba su porte. De todos sus rasgos físicos, la mirada aguda y su sonrisa eran los más intensos.

Gracias a la distancia social, la burbuja facilitada por la limitación del aforo permitía una conversación más íntima.

–Me alegro de que me llamaras –comenté.

–Te lo debía.

–Estaba preocupado por ti.

–Lo sé.

Jugueteaba con la efímera flor de Edelweiss que habían delineado en la superficie de su café y tras el peloteo verbal de bienvenida y un sorbo de prueba, que dejó un bigotillo en su labio, entramos en faena.

–En estos largos meses, he sido descartado de un buen número de oportunidades laborales por motivos casi todos fuera de mi control: mi edad, mi sexo, el sector en el que trabajé previamente…

–Ojalá tu historia fuera la única, Gus.

–Cierto; me he encontrado a muchos que han vivido lo mismo. Somos víctimas de una estética social que te convierte en sospechoso de obsolescencia por tener más de cincuenta años y no descansar despreocupado en el regazo de una prejubilación generosa.

–O porque te cuelgan del cuello los vergonzantes sambenitos del arcaísmo tecnológico o la rigidez mental. Sí, lo he escuchado demasiadas veces.

No me gustaban este tipo de conversaciones. Más veces de las que era capaz de aguantar las había tenido con otros «Guses» de mi entorno. Denuncias de la traición colectiva, de los dorados postulados del talento, del reaprendizaje y la reinvención, del mentoring, del elogio de la verdadera experiencia. Gus era en ese momento una encarnación más del fracaso del parloteo de salón y las teorías sin vida. Volví a la conversación cuando alzó un poco su tono de voz y me rescató de mi evasión momentánea.

–¿Cómo decírtelo? –se preguntó mientras lamía su espumoso mostacho–. He obtenido un postgrado vital en estos años. Cuando nos vimos por última vez sentía que empezaba a cumplir una condena sin fecha de terminación. Hace poco me he dado cuenta de que, en realidad, he completado un máster por inmersión.

–Eso es bueno, ¿no? –se me ocurrió apostillar.

–Sí, doloroso pero bueno.

Miró hacia un letrero con la lista de productos que antaño servían en el establecimiento cuando el agua de Seltz o el mosto no sufrían la competencia del «gin-tonic». Uno de esos carteles que te animan a empezar una colección que nunca acabarás. Pero en realidad su vista vagaba por el interior de su memoria e imponía orden a las escenas.

–Fue hace unos días, ¿sabes? –Gus había encontrado el hilo–. Dicen que unos somos autillos y otros somos gallos. A mí se me ve la cresta. Me gustan las mañanas. Me regalan la sensación de una página en blanco, de una oportunidad adicional, de una pequeña victoria sobre una rutina limitante, de novedad ante lo repetitivo. Disfruto del tránsito de lo onírico a lo real.

–Sí, a mí me pasa algo similar –convine.

–Hace unos días –dijo, tras bajarse un poco la mascarilla y esbozar una sonrisa– oficiaba mi liturgia matutina y posé mis ojos en el calendario del Sagrado Corazón.

–Mi abuela tenía uno. Lo recuerdo.

–Cada hoja de ese calendario es una maravilla, con su santoral, sus datos astronómicos y el variado catálogo de temas en su reverso: chistes, notas históricas, estadísticas, reseñas de libros…

–El de mi abuela no lo recuerdo así –le dije.

–Y también citas de celebridades. Olvido con frecuencia leer la frase diaria; mis ojos no siempre están fijos en el «hoy y ahora». Pero aquel día sí la leí: «Cuando nada es seguro, todo es posible», de una tal Margaret Drabble.

–No me suena.

–No me extraña. A mí me resultan desconocidos muchos de los protagonistas de esas frases.

Los compases de «Night in white satin» inundaron de dulzura y armonía el viejo local. La melodía produjo un efecto de frenado en los movimientos de todos los que compartían –alejados entre sí– ese espacio social. Gus se dejó invadir por un momento de ese bálsamo y continuó su relato.

–Casi nada ha sido seguro para mí en los últimos cuatro años. Yo pensaba que sí: tenía trabajo, una familia, una magnífica casa, mi fe asentada, mi dulce rutina, un cierto prestigio… una edad.

–Sí, bueno, ahora hay muchos sin todo eso –apunté–. Aunque la edad no perdona.

–¿Sabes? Tengo que pedirte un favor.