Rumbo a la plenitud - Cipriano Sánchez García - E-Book

Rumbo a la plenitud E-Book

Cipriano Sánchez García

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Beschreibung

Este libro pretende preparar al lector para el Jubileo del 2025, Año Santo proclamado el papa Francisco. A través de una serie de reflexiones sobre diversos documentos católicos, el autor comparte una guía para encontrar la esperanza cristiana, reencontrarse con Dios, y vivir en amor y plenitud.

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Seitenzahl: 225

Veröffentlichungsjahr: 2025

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“Al final de este camino, no somos solo caminantes, sino buscadores de destinos”.

 

Aprende a transformar cada día en una oportunidad para vivir en plenitud. Estás justo en el momento ideal para lograrlo. El 2025 es un año proclamado santo por el papa Francisco y representa un tiempo especial de profunda renovación y esperanza cristiana.

 

Encuentra tu camino acompañándote de reflexiones a partir del Evangelio y de otros documentos clave, y cultiva una actitud esperanzadora gracias a las recomendaciones prácticas que hallarás en estas páginas.

 

Ser peregrinos es mucho más que un simple viaje físico, es una travesía espiritual hacia la confianza, la paciencia y la renovación. Y esta es una guía espiritual para recordarte que, incluso en los momentos más oscuros, se puede encontrar luz y dirección a partir de la fe.

El Dr. Cipriano Sánchez García (Talavera de la Reina, España, 1958) es escritor, doctor en Filosofía, teólogo y miembro de la Legión de Cristo desde 1975.

 

De su vasta trayectoria académica resalta un diplomado en Humanidades Clásicas por el Centro de Humanidades y Ciencias de Salamanca, España; así como estudios de Licenciatura en Filosofía, con especialidad en Antropología Filosófica, en la Universidad Gregoriana de Roma, y un Máster en Teología por la Universidad Pontificia Santo Tomás de Aquino, también en Roma.

 

Además, posee dos doctorados en Filosofía: uno por parte de la Universidad Anáhuac, y otro de la Universidad Pontificia de México, en donde recibió la mención honorífica Summa cum laude.

 

Fue vicepresidente de la Federación de Instituciones Mexicanas Particulares de Educación Superior, miembro del consejo de la Asociación Mexicana de Instituciones de Educación Superior de Inspiración Cristiana, presidente del Colegio de Rectores de la Red de Universidades Anáhuac y miembro permanente de su Junta de Dirección. Actualmente, es Rector de la Universidad Anáhuac México.

 

Ha escrito múltiples publicaciones sobre la formación de valores y el sentido de la vida. Algunos de sus libros más sobresalientes son Construcción de comunidad en tiempos modernos. Dos polacos en diálogo: Zygmunt Bauman y Karol Wojtyla y La catedral tomista de la participación.

 

Rumbo a la plenitud es su primer libro publicado con VR Editoras.

PRESENTACIÓN

En la vida humana hay tiempos que tienen una especial relevancia, como nacer, tomar decisiones vitales, recibir a personas de trascendencia en la propia comunidad familiar o tener que despedirse de quienes amamos. Asimismo, las diversas culturas han establecido tiempos con algo que los llena de significado. Así podríamos pensar en los Juegos Olímpicos de la antigua Grecia, en los cierres de ciclo de la cultura mexica cada 52 años o en lo que hoy nos ocupa, los años jubilares cada 50 años, en el contexto de la Biblia.

El año jubilar se nos presenta en el libro del Levítico, en el capítulo 25, en lo que los cristianos conocemos como Antiguo Testamento, y representa un tiempo especial de perdón y renovación. Los rasgos principales de este año eran la absolución de las deudas adquiridas, la liberación de los esclavos, la restitución de las tierras y el descanso de las tierras de labor. Era, por lo tanto, un año en el que todo era liberado, en el que todo debía volver a su inicio, para tener la experiencia de un nuevo comienzo. El año jubilar le recordaba al pueblo de la Alianza la dependencia del Dios de Israel, el único y verdadero dueño de personas y cosas, en un llamado a la justicia social y la equidad. “Es una exhortación antigua, que surge de la Palabra de Dios y permanece con todo su valor sapiencial cuando se convoca a tener actos de clemencia y de liberación que permitan volver a empezar” (Spes non confundit 10).

Esta misma experiencia se traslada a la comunidad cristiana, pero orientada de modo particular al perdón de los pecados. Así, en agosto de 1294, el papa Celestino V concedió el “gran perdón” a quienes visitaran la basílica Santa María de Collemaggio, en L ’ Aquila, y seis años después, con motivo de la celebración del año 1300, el papa Bonifacio VIII convocó al primer jubileo del Año Santo. En este caso, la principal gracia del Jubileo era la indulgencia jubilar, que es la recepción de la gracia de Cristo para remover los efectos del pecado en nuestras vidas, las consecuencias interiores de los males cometidos, la huella que el pecado deja en cada uno de nosotros.

A lo largo de la historia, cada 50 años, muchos cristianos se ponían en camino como peregrinos para orar, reconciliarse y encontrarse con Dios en los lugares de la ciudad de Roma en los que se concedía la indulgencia jubilar. Para que esta experiencia de perdón y de renovación espiritual pudiera ser vivida por más generaciones, en 1470 el papa Pablo II lo estableció cada 25 años, el intervalo que se mantiene hoy día.

El sentido de las páginas que siguen es que en este 2025, Año Santo, podamos lograr una experiencia de renovación arraigada en una esperanza que nunca es defraudada. Para ello, hemos unido dos grandes documentos del magisterio pontificio que tienen como alma la esperanza. En primer lugar, de manera cronológica, la encíclica Spe salvi, entregada a la Iglesia por el papa Benedicto XVI en el año 2007, y, en segundo lugar, la bula, un documento oficial de la Santa Sede, que proclama el Jubileo del año 2025 y que nos ha dado el papa Francisco.

El peligro de olvidar lo que es importante se manifiesta también en nuestra relación con Dios y los demás. En medio del bullicio diario, la amistad con el Señor y con los otros puede relegarse a un segundo plano. Asimismo, la falta de tiempo para la reflexión espiritual nos priva de la paz que solo puede encontrarse en la presencia divina y la solidaridad con el hermano, de modo que nuestra oración no sea solo un momento de comunicación con Dios, sino un espacio donde podamos reconectarnos con nuestra identidad cristiana y recordar nuestro propósito en este mundo.

El libro que hoy tienes en tus manos quiere ser una síntesis de ambos escritos, para que puedas vivir el Jubileo de la esperanza con mayor fruto. Por eso se abre y se cierra con sendos capítulos que nos invitan a sumergirnos en el gran regalo que es la experiencia de la esperanza del Jubileo. Entre ambos, te comparto nueve reflexiones sobre diversos aspectos que nos permiten ir más a fondo en la encíclica del papa Benedicto, cada una de ellas encabezada con un párrafo de la bula Spes non confundit que nos permite ver la luz común que nos alienta en ambos documentos.

De este modo, recorreremos el valor de la esperanza en los tres primeros apartados, para luego introducirnos, en los siguientes cinco, en la vivencia cristiana de la esperanza, la cual encuentra, en el último apartado, un modelo particular en la presencia de María, la Madre de la Esperanza.

En este camino, seremos acompañados por reflexiones a partir de pasajes de los Evangelios de san Mateo, san Lucas, san Juan y san Marcos, con el deseo profundo de explorar cómo, incluso en los momentos más oscuros, podemos encontrar luz y dirección a partir de la esperanza. Las enseñanzas de Jesús, presentes en los Evangelios, ofrecen un modelo de cómo enfrentar las dificultades con confianza y determinación, pues la esperanza no solo nos sostiene en momentos difíciles, sino que nos impulsa hacia adelante. Al final de cada capítulo, encontrarás recomendaciones prácticas para cultivar una actitud esperanzadora, que van desde la oración hasta actos concretos de servicio hacia los demás.

La esperanza no se presenta solo como un sentimiento pasivo, sino como una virtud que nos impulsa a actuar por el bien. Al recordar nuestras raíces espirituales y alinear nuestras acciones con el amor y la compasión reflejados en Cristo, podemos transformar cada día en una oportunidad para vivir en plenitud. Esto no solo enriquece nuestra vida, sino también impacta positivamente a quienes nos rodean, y contribuye a hacer del mundo un lugar más humano y lleno de esperanza.

Esta es la intención de estas páginas: que todos podamos sembrar y encontrar un mundo más lleno de esperanza, como dice el papa Francisco al final de la bula jubilar:

Dejémonos atraer desde ahora por la esperanza y permitamos que a través de nosotros sea contagiosa para cuantos la desean. Que nuestra vida pueda decirles: “Espera en el Señor y sé fuerte; ten valor y espera en el Señor” (Sal 27, 14). Que la fuerza de esa esperanza pueda colmar nuestro presente en la espera confiada de la venida de Nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la alabanza y la gloria ahora y por los siglos futuros (Spes non confundit 25).

Una de las necesidades más grandes del ser humano es la de tener esperanza. Esta representa la posibilidad de que, lo que hoy es complejo, mañana sea fácil; lo que hoy es oscuro, mañana pueda ser luminoso; lo que hoy no tiene salida, mañana encuentre un amplio horizonte. Sin embargo, para el ser humano no siempre es sencillo saber dónde tiene que poner su esperanza. Esta realidad lo ha aguijoneado desde siempre y por ello ha buscado dar respuesta a la necesidad de esperanza que hay dentro de su corazón. Como afirma el papa Francisco en la bula del Jubileo:

Todos esperan. En el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana. Sin embargo, la imprevisibilidad del futuro hace surgir sentimientos a menudo contrapuestos: de la confianza al temor, de la serenidad al desaliento, de la certeza a la duda. Encontramos con frecuencia personas desanimadas, que miran el futuro con escepticismo y pesimismo, como si nada pudiera ofrecerles felicidad (Spes non confundit 1).

Precisamente, uno de los elementos centrales de nuestra experiencia cristiana radica en la esperanza que, como dice san Pablo, no confunde. Pero ¿de cuál esperanza está hablando? ¿Cuál es la esperanza que está proponiendo?

La esperanza de la que habla san Pablo nace de una experiencia: la de la dificultad, de la tribulación. Es una dificultad en la que se ha experimentado que no se está solo, en la que alguien nos ha acompañado y nos ha dado la fortaleza para ser más fuertes que esa tribulación. La experiencia de la tribulación es algo que acompaña al ser humano a lo largo de la vida; a veces se trata de la dificultad física, en ocasiones de la psicológica y otras de la dificultad ante el mal moral. Todas ellas conllevan el sentimiento de fragilidad y el de incertidumbre. Así lo corrobora el papa Francisco: “san Pablo es muy realista. Sabe que la vida está hecha de alegrías y dolores, que el amor se pone a prueba cuando aumentan las dificultades y la esperanza parece derrumbarse frente al sufrimiento”.

Por ello, escribe: “Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza” (Spes non confundit 4). Lo único que los seres humanos experimentamos como alivio en esos momentos es la certeza de ser amados por alguien. La esperanza que no se confunde es aquella que nace del amor, como lo dice el mismo san Pablo: “… la esperanza no será avergonzada porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”. Es, por lo tanto, la esperanza del que es amado la que nos sostiene.

Como ya lo decía santo Tomás de Aquino: “… en cuanto la esperanza mira al bien esperado, es causada por el amor, pues no hay esperanza sino del bien deseado y amado” (STh I-II 40, 7). Y en otro lugar añade: “… en el orden de perfección, la caridad es anterior a la esperanza. Por eso, cuando aparece la caridad, se hace más perfecta la esperanza, ya que esperamos más de los amigos. En este sentido, dice san Ambrosio que la esperanza proviene de la caridad” (STh II-II 17, 8). La esperanza y el amor están muy unidos, y la certeza de ser amados por alguien que no defrauda es lo que nos permite mantenernos incólumes en medio de las tribulaciones. Como nos recuerda el papa Francisco:

La esperanza efectivamente nace del amor y se funda en el amor que brota del Corazón de Jesús traspasado en la cruz: “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida” (Rm 5, 10). Y su vida se manifiesta en nuestra vida de fe, que empieza con el Bautismo; se desarrolla en la docilidad a la gracia de Dios y, por lo tanto, está animada por la esperanza, que se renueva siempre y se hace inquebrantable por la acción del Espíritu Santo.

Apostar por la esperanza es apostar por el amor que Dios nos tiene, un amor que descubrimos no solo en la hermosura de la creación que nos rodea o en la sabiduría de la palabra que nos entrega la Escritura. Es, sobre todo, un amor que descubrimos en la entrega de Jesucristo por cada uno de nosotros.

Como lo dice el mismo san Pablo al relacionar el don de la esperanza en nuestro corazón con el don del Espíritu Santo en nuestro corazón. El don del Espíritu Santo está profundamente ligado a otro: el don de Jesucristo por cada uno de nosotros. El texto de la carta a los romanos, que nos sirve de marco de referencia, lo deja muy claro: “… el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado. Porque Cristo, cuando estábamos sin fuerza alguna, en el momento oportuno, murió por los impíos”. El don del Espíritu Santo brota de la muerte de Cristo y, en concreto, de una entrega total de Cristo cuando nosotros ya no podíamos más, cuando estábamos ya derrotados, ya que Dios, sin embargo, nos demuestra su amor porque, cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros. Es la esperanza que se basa en el amor que se descubre cuando uno mismo ya no puede dar más. Y es la esperanza que se afianza en la certeza de que no hay mayor amor que el de aquel que da la vida por los amigos. Por eso la esperanza no defrauda, no se ve confundida, no nos deja avergonzados.

Cuando en nuestra realidad actual tantas personas, incluso aquellas que considerábamos de gran altura espiritual, nos han decepcionado, defraudan a la esperanza que habíamos puesto en ellas; sin embargo, la esperanza más profunda, la que nos permite tener una paz que nadie puede arrebatar, sigue en pie, pues ahora que Dios ya nos hizo justos en virtud de la fe, estamos en paz con él por medio de nuestro Señor Jesucristo. Es la esperanza que, como también dice san Pablo, nos permite estar en paz: en paz con Dios porque sabemos que está a nuestro lado en nuestras amarguras, en paz con los demás porque los hemos puesto en su adecuada referencia al amor de Dios y, sobre todo, en paz con nosotros mismos, porque la esperanza verdadera nos permite reconciliarnos con nuestra historia y nos da la certeza de mirar en paz nuestro futuro.

Como dice el mismo san Pablo: “Porque si cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo, con mayor razón, ya reconciliados, seremos salvados por su vida”. Abrir nuestros corazones al Jubileo del año 2025, el de la redención, es por lo tanto estar dispuestos a dar el paso hacia adelante al que nos convoca la esperanza, acompañados por el amor que nos llega desde la cruz y que, iluminado por la resurrección, se nos hace presente por el don del Espíritu Santo.

La esperanza se presenta como un pilar fundamental en la vida del ser humano, una luz que brilla incluso en los momentos más oscuros y desafiantes. Es un recordatorio constante de que, a pesar de las tribulaciones y decepciones, nunca estamos solos: el amor de Dios nos sostiene y nos ofrece una paz que trasciende la adversidad. Al abrir nuestros corazones al jubileo de la redención, nos comprometemos a vivir en esa esperanza activa, que se nutre del amor y nos invita a avanzar con confianza hacia el futuro.

Así, la esperanza se convierte en un camino que conduce a la reconciliación con nosotros mismos, con los demás y, sobre todo, con Dios, quien nos llama a experimentar su amor transformador a través del Espíritu Santo. En cada paso que damos, encontramos la certeza de que seremos salvados por su vida, una promesa que nos impulsa a ser portadores de esa misma esperanza en un mundo que tanto la necesita. Con esta llama en el corazón, comencemos el itinerario de nuestra esperanza.

Resulta triste ver jóvenes sin esperanza. Por otra parte, cuando el futuro se vuelve incierto e impermeable a los sueños; cuando los estudios no ofrecen oportunidades y la falta de trabajo o de una ocupación suficientemente estable amenazan con destruir los deseos, entonces es inevitable que el presente se viva en la melancolía y el aburrimiento. La ilusión de las drogas, el riesgo de caer en la delincuencia y la búsqueda de lo efímero crean en ellos, más que en otros, confusión y oscurecen la belleza y el sentido de la vida, abatiéndolos en abismos oscuros e induciéndolos a cometer gestos autodestructivos (SNC 12).

Los tiempos fuertes de la Iglesia, como la Cuaresma, el tiempo de preparación para la Pascua, nos invitan a sentir esperanza. La esperanza de que podemos ser mejores, de que no estamos condenados a repetir los mismos errores por siempre. Este tiempo lo dedicamos a poner lo mejor de nosotros mismos, a llevar a cabo promesas y propósitos que, por el hecho de que nos cuestan, suponemos que nos van a hacer un poco mejores, porque nos proponemos renunciar a cosas que les duelen a nuestro cuerpo y a nuestra voluntad.

Sin embargo, podemos dejar de lado querer comprobar que solos nada podemos. Constatar el fracaso del ser humano dejado a sí mismo no es condenarse a la desesperación, sino adquirir la certeza de que Dios obra en cada uno de nosotros, con tal de que sigamos su voz, de que nos vayamos abriendo cada vez más a Él, de que permitamos que derrote nuestra indigencia.

Una época del año como la Cuaresma, antes que un periodo de sacrificio en el cual nos ponemos a prueba a nosotros mismos, es un periodo de escucha, de respuesta y de confianza en lo que Dios puede hacer con cada uno de nosotros, para que seamos mejores. El camino de la vida no es la prueba del hombre, es la prueba de Dios. Dios nos prueba que está a nuestro lado para hacernos mejores, para que podamos cambiar, para que podamos ver con más claridad el camino.

Los momentos en que se hace importante la reflexión nos invitan a reconocer que lo que vivimos no es nuestro ideal, sino que anhelamos un nuevo modo de ser hacia el que estamos en camino, como el Pueblo de Israel en el desierto. Un camino que acaba por descubrir “que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2, 12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, solo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando ‘hasta el extremo’, ‘hasta el total cumplimiento’” (cf. Jn 13, 1; 19, 30) (Spe salvi 27).

CIEGOS Y VIDENTES: UN DIÁLOGO DE FE Y DUDA (JUAN 9, 1-41)

El Evangelio del ciego de nacimiento es de los más profundos por su simbología y de los más humanos por el proceso que lleva al maravilloso encuentro con Cristo, como luz de cada uno de nosotros. Jesús no quiere ser simplemente luz del mundo, quiere ser luz para mí. Al mismo tiempo, es un Evangelio que nos muestra con claridad la insuficiencia del ser humano para darse a sí mismo una esperanza válida que llene la existencia de certezas inquebrantables. El fracaso fundamental del ser humano consiste en pensar que él mismo puede ser la propia esperanza, hasta el punto de cerrarse a la pregunta por la veracidad de la esperanza en la que está poniendo el cimiento de la existencia. Recorrer el Evangelio del ciego de nacimiento nos puede ayudar a descubrir el sentido de nuestro éxito o de nuestro fracaso en la vida.

Por mucho que queramos pensar de otra manera, todos somos ciegos. Todos carecemos de la luz para ver de verdad la vida. No por culpa de alguien necesariamente. Sin embargo, en el plan de Dios, la ceguera, es decir, los fallos, los defectos, siempre representa caminos para manifestar la grandeza de Dios en nosotros. Todo lo que se nos presenta en la vida como un reto, como un límite, como una oscuridad, es una llamada a reconocer que solo Cristo es la luz del mundo, que solo él nos puede iluminar de modo definitivo.

El milagro de Jesús se lleva a cabo en una persona que se sabe necesitada de curación. El peor fracaso humano es pensar que no es necesario ser curado. Jesús hace barro, un símbolo de la nueva creación que va a llevar a cabo en el ciego de nacimiento: sacar de un hombre limitado, fracasado, un hombre nuevo, iluminado por la fe que da sentido a la vida. El ciego, una vez curado, puede decir de verdad “soy realmente yo. Ahora sí soy un hombre de verdad, porque alguien ha roto mis límites”. Sin embargo, la obediencia del ciego a Jesús le da la vista, pero no el conocimiento de Su Persona.

El corazón humano puede sufrir la tentación de cerrarse en sí mismo, en los propios planes, los propios caminos. Esto le pasa incluso al ciego que descubre en Jesús solo a un profeta. Todavía no ve al Señor en Él. Los cerrojos del corazón son los propios criterios (los fariseos) o los propios miedos (los padres del ciego). En el fondo, son tan peligrosos unos como otros, pues ambos paralizan, a fin de vencer el círculo de fracaso que implica quedarme cerrado en mí mismo y no abrirme a Jesús.

La apertura del corazón del que había sido ciego le va conduciendo de modo progresivo a la constatación de quién puede llegar a ser Jesús: un maestro que tiene discípulos, alguien que honra y cumple la voluntad de Dios, alguien a quien Dios escucha, alguien que viene de Dios, alguien que no fracasa, que puede hacer todo. Y esto se vuelve una certeza cuando, al estar cerca de quien me ha renovado, me ha quitado la ceguera, ya no tengo nada que temer. Ya no es necesario el aplauso humano, la aprobación de los demás; dejan de ser indispensables los parámetros de éxito y de fracaso que los seres humanos nos ponemos.

Así llegamos al momento final. Jesús plantea el juicio del éxito o del fracaso de los seres humanos. Lo hace, en primer lugar, dando forma y objetivo a la esperanza que ya está en el corazón. Nos hace ver dónde está la raíz de nuestro éxito. Lo hace, en segundo lugar, mostrándose Él como la esperanza que no falla: Su Persona, que podemos experimentar en nuestras vidas, al verlo y oírlo.

Sin embargo, siempre tenemos la libertad de no aceptarlo, solo que esta libertad trae como consecuencia seguir ciegos, pero en este caso es una ceguera que sí viene del pecado y que tendrá necesidad de cambiar no de ojos, sino de corazón para poder encontrar la luz.

RUMBO A LA ESPERANZA VERDADERA (BENEDICTO XVI, SPE SALVI 22-24)

¿Cuál es la raíz de nuestra esperanza y la orientación de nuestras convicciones? Para hallar la respuesta, es esencial descubrir un tiempo que nos conduzca al examen personal, es decir, a la apertura de nuestra conciencia a una verdad objetiva que juzga nuestro bien o nuestro mal. Si nos empeñamos en tener una esperanza cerrada en nosotros mismos, no podemos descubrir si estamos bien o mal, con lo que nos arriesgamos a un fracaso absoluto. El Papa nos invita a considerar los elementos que constituyen el éxito humano y a tomar conciencia de que,solo cuando los abramos a la trascendencia de Dios y los enmarcamos en el reto moral de superación que Él nos propone, podremos evitar el fracaso o, de manera positiva, podremos tener la certeza de estar construyendo lo mejor de nosotros de modo estable y duradero.

¿Cuáles son los criterios que usamos para saber por dónde está caminando nuestra vida? El Papa nos sugiere tres: 1) el progreso, 2) el uso de nuestra razón y 3) el uso de nuestra libertad, es decir, la realización de las facultades más elevadas del ser humano y la consolidación del reino del bien en nuestra vida y en nuestro entorno, por medio de unas estructuras que expresan la presencia de este bien en nuestro mundo. ¿Cómo podemos decir que hemos progresado en nuestra existencia?, ¿cómo podemos decir que hemos llevado a plenitud lo más elevado de nuestras personas?, ¿cómo podemos decir que hemos dejado a nuestro paso un mundo mejor? Las respuestas que Benedicto XVI nos deja no son una reflexión teológica, son una pregunta vital.

El progreso tiene que corresponder a una formación ética del ser humano, a un crecimiento del hombre en su interior, a un desarrollo de sus posibilidades para el bien.

La razón es humana cuando indica el camino a la voluntad, mirando más allá de sí misma, orientándose al bien verdadero o a la verdad buena, por medio del juicio del corazón. Esto implica que la razón necesita de Dios, necesita abrirse a Dios para que Él salga a nuestro encuentro y nos hable. Solos no podemos. La razón necesita la fe, es decir, la apertura a la verdad de Dios para llegar a ser plenamente ella misma.

La libertad es siempre nueva y tiene que retomar sus decisiones, respondiendo a la invitación del tesoro moral que ha adquirido la humanidad en su camino.

Finalmente, hay que tener la convicción de que las estructuras que nos rodean requieren de nosotros una adhesión libre: lo requiere la familia, el matrimonio, la Iglesia, la sociedad, los valores, las relaciones humanas. Todo esto ha de ser conquistado para el bien una y otra vez, la libre adhesión al bien nunca existe simplemente por sí misma.

En conjunto, esto nos invita a meditar sobre nuestra vida en todas sus dimensiones, porque su fracaso o su éxito no se llevan a cabo en un terreno teórico, sino en la vivencia práctica de una opción por el bien, que debe tener como referencia la relación personal con Dios, fuente de bien para nuestra vida.

APLICACIONES PARA LA VIDA

De estas reflexiones tiene que sacarse una serie de consecuencias prácticas que vayan creciendo de tal modo que nuestra vida alcance el fruto moral al que está llamada. Fruto moral que significa que seamos mejores no para nosotros mismos ni por nosotros mismos, sino como respuesta a una persona que nos ha amado primero y que lo ha hecho hasta la cruz y la resurrección.