Simios melancólicos y perros sin hogar - Laura Brown - E-Book

Simios melancólicos y perros sin hogar E-Book

Laura Brown

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Beschreibung

«Un sofisticado ensayo que se propone restaurar las dimensiones más desatendidas de la relación entre humanos y animales».Times Literary Supplement En la Inglaterra del siglo XVIII, la relación entre el ser humano y los animales cambió para siempre con el descubrimiento de los grandes simios y la popularización de los animales de compañía entre la burguesía. Esta transformación dio lugar a un nuevo contexto cultural e intelectual que propició una mayor comprensión del resto de las criaturas del planeta, fomentando así su representación en la literatura moderna. Laura Brown analiza algunas de las más destacadas ficciones narradas o protagonizadas por perros, a la vez que ahonda en la doble percepción que se tenía de los simios. Objeto de fascinación, los primates eran calificados de violadores, a la vez que se les atribuían las sensibilidades más delicadas, como el pudor o la justicia. Este ensayo propone, pues, una perspectiva novedosa sobre la intimidad, la diversidad y la diferencia, una esclarecedora mirada sobre el modo en que las obras literarias se sirvieron de los animales para trasladar a la experiencia cotidiana las más variadas cuestiones filosóficas y metafísicas.

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Seitenzahl: 387

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Edición en formato digital: enero de 2025

Título original: Homeless Dogs & Melancholy Apes. Humans and Other Animals in the Modern Literary Imagination

En cubierta: © rawpixel

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Cornell University, 2010

Publicado originalmente por Cornell University Press, 2010

© De la traducción, Lorenzo Luengo

© Ediciones Siruela, S. A., 2025

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-10415-43-0

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Prefacio

1 Espacio especulativo: El auge del animal en la imaginación moderna

2 Ante el espejo: El orangután, los antepasados y el culto a la sensibilidad

3 Amor desmedido: La dama y el perrito faldero

4 Intimidad violenta: El mono y la trama matrimonial

5 Narrativa canina: Itinerancia, diversidad y el Elíseo de los perros

 

Para Walter

 

«Pienso en bisontes y ángeles, en el secreto de los pigmentos perdurables, en los sonetos proféticos, en el refugio del arte».

VLADÍMIR NABÓKOV, Lolita

Prefacio

Este libro comenzó a partir de un seminario universitario titulado «El concepto de la mascota en la literatura y la historia», curso que impartí en el Departamento de Filología Inglesa de la Universidad de Cornell. Comparado con nuestros debates en torno a «la mascota en la literatura», describir ante ese grupo el estatus de «la mascota en la historia» fue una tarea fácil. Mi programa interdisciplinar aumentaba de por sí las complejidades. Comencé por los estudios históricos acerca de las estrechas relaciones entre humanos y otros animales en Europa occidental, desde los albores del periodo moderno hasta la actualidad, a lo que añadí información y materiales procedentes de la Facultad de Veterinaria de Cornell (en especial, el manual An Introduction to Veterinary Medical Ethics [Introducción a la ética veterinaria], de Bernard E. Rollin), más un debate con una colega de Cornell, la profesora Katherine Houpt, doctora en Medicina Veterinaria y conductista del comportamiento animal, y una figura clave en la vanguardista Clínica de Conducta Animal de Cornell.

En este contexto, nuestras lecturas literarias curiosamente tenían una fuerza y una prioridad irrelevantes. Los animales concebidos por William Wordsworth, Matthew Arnold, Jack London, Albert Payson Terhune, James Merrill y Paul Auster a los estudiantes les resultaban conmovedoramente próximos, tanto que ni siquiera las mascotas más necesitadas de Rollin y las más incomprendidas de Houpt conseguían despertar en ellos sentimientos parecidos. No obstante, por supuesto —con los ejemplos de Houpt y Rollin ante nosotros—, nos vimos continuamente obligados a reconocer la casi insalvable diferencia que hay entre Colmillo blanco o Lad y los animales reales que habitan nuestro mundo. A mis estudiantes les resultaba una tarea tan infructuosa como extenuante calcular la distancia exacta que media entre las criaturas no humanas imaginarias y las de verdad. Este seminario puso a prueba mi capacidad para comprender y expresar el valor de los animales puramente literarios, la vitalidad con la que viven en nuestra imaginación y la importancia que tienen para nuestra experiencia. ¿Qué animal literario encarna más plenamente la pura alteridad de las especies animales? ¿Cuáles representan de manera más clara a personas con apariencia animal? Nuestras conclusiones fueron, en primer lugar, que ni la alteridad ni el antropomorfismo per se sirven para explicar la versatilidad y la compleja naturaleza del animal imaginario, y, en segundo lugar, que ningún juicio que individualmente se haga de la representación de animales puede afirmar de manera taxativa que se trata de una puerta de entrada a la existencia verdadera de todos esos animales reales que Rollin y Houpt se han afanado en documentar.

Este libro parte de las conclusiones a las que llegamos acerca del poder y el efecto que tienen sobre nosotros los animales puramente imaginarios. No critico los supuestos, centrados en los aspectos humanos, del antropocentrismo, ni tampoco me ocupo del antropocentrismo que subyace en la utilización de otros animales con objeto de considerar o comprender asuntos exclusivamente humanos. Este estudio no se centra en la alteridad esencial de los animales, ni pretende servir como vía de acceso para abordar las especies animales sorteando el abismo de la alteridad, ni como testimonio de las vidas o los sufrimientos de los animales del mundo real. Tampoco asume el tópico posestructuralista de la aporía de la diferencia no humana, ni adopta el postulado de los llamados poshumanistas de que lo no humano se encuentra en el núcleo o el origen de lo humano, como un rasgo exterior que ya está en el interior y que, por tanto, genera un método radical de pensamiento que trasciende al sujeto humano y abarca a todos los seres vivos. El análisis que llevo a cabo a lo largo de este estudio se centra en el terreno de la representación. No es que menosprecie a los animales del mundo real que penetran el ámbito de la experiencia humana; este proyecto parte de la condición histórica de que el encuentro con animales reales en el siglo XVIII genera una nueva forma de interaccionar y relacionarse con el mundo animal que continúa impregnando el discurso literario durante la época moderna. Lo que yo defiendo es que los animales imaginarios creados por dicha forma de relación e interacción proporcionan una nueva óptica a través de la cual nos es dado examinar el significado de las criaturas no humanas en relación con la identidad humana, la experiencia humana y la historia humana. Dentro del ámbito de las formas y los textos literarios, estos animales nos brindan la oportunidad de abrir brechas, innovar e incluso trascender. Crean nuevos géneros, producen extrañas afinidades y rompen con las jerarquías y las normas establecidas.

Así, el curso que impartí sobre «El concepto de la mascota en la literatura y la historia» y los estudiantes que acudieron a él me mostraron la problemática principal de este proyecto, esto es, la cuestión del significado crítico del animal imaginario. Quisiera expresar aquí mi agradecimiento por haber tenido la oportunidad de impartir dicha clase y manifestar mi deuda con la entidad que lo hizo posible, el Instituto John S. Knight de Escritura en las Disciplinas de la Universidad de Cornell. Además, entre 2008 y 2009 fui miembro del Mellon Humanities Seminar, que dedicó su seminario a «Lo humano», bajo el patrocinio de la Fundación Andrew W. Mellon y gestionado por la Facultad de Artes y Ciencias de Cornell. No quiero dejar de dar las gracias a Harry Shaw —en aquella época, decano adjunto de la institución— por permitir este prolongado intercambio intelectual sobre dicho asunto, así como a los colegas que participaron en el seminario a lo largo de un año de estimulantes debates. Estoy igualmente en deuda con la Facultad de Artes y Ciencias por otorgarme una beca de investigación que ha facilitado la edición de este libro.

Aparte de todo lo dicho, varias veces he tenido la oportunidad de presentar diferentes versiones de estos materiales en el Departamento de Filología Inglesa de la Universidad de California en Davis, en el Departamento de Filología Inglesa de la Universidad de Pensilvania, y en el seminario Long Eighteenth Century que ampara la Biblioteca Huntington, con el patrocinio conjunto de la Universidad del Sur de California y la Universidad de California en Los Ángeles. Quisiera dar las gracias a los asistentes de dichos eventos por sus valiosos comentarios y preguntas, y en especial a Margaret Ferguson, Chi-ming Yang, Emily Anderson y Felicity Nussbaum por extenderme cada respectiva invitación a sus centros.

Dos capítulos de este libro han aparecido ya impresos en versiones distintas a las que aquí se presentan. Una versión del capítulo 3 se publicó como «The Lady, the Lapdog, and Literary Alterity» [La dama, el perrito faldero y la alteridad literaria] en un número especial de la revista Eighteenth Century: Theory and Interpretation (2010) titulado «Brute Enlightenment: Humans, Animals, and Souls in the Eighteenth Century» [Iluminación bruta: Humanos, animales y almas en el siglo XVIII], editado por Lucinda Cole. Una versión del capítulo 4 apareció con el título «Shock Effect: Evelina’s Monkey and the Marriage Plot» [Efecto de choque: El mono de Evelina y la trama matrimonial] en un número especial de The Eighteenth-Century Novel (7: 2010), de homenaje a John Richetti, editado por George Justice (2009, AMS Press). Agradezco a ambas revistas que me hayan concedido el permiso para publicar aquí unas versiones ligeramente modificadas de sendos artículos.

Quisiera dejar constancia también de la deuda que tengo con el equipo y los recursos de la biblioteca veterinaria Flower-Sprecher de la Universidad de Cornell, la Colección de Literatura Infantil Mary L. Schofield, de la sección de Libros Raros de la biblioteca de la Universidad de Stanford, y la biblioteca del American Kennel Club. Gracias igualmente por los comentarios, sugerencias y ayuda que he recibido de las siguientes personas: Bryan Alkemeyer, Felicity Nussbaum, Ana Brown-Cohen, Jonah Brown-Cohen, Wendy Jones y Mariam Wassif. La mayor de las deudas, no obstante, la tengo con Walter Cohen, que siempre es mi primer lector y siempre será el último y el mejor.

1Espacio especulativoEl auge del animal en la imaginación moderna

En la novela sentimental Melincourt; or, sir Oran Haut-ton (1818), Thomas Love Peacock describe un dramático rescate. Anthelia, la joven heroína, que está a punto de sellar su compromiso matrimonial, disfruta de la plácida soledad de un paseo por el puente que se extiende sobre un arroyo espumoso cuando, de pronto, se ve atrapada en una roca en mitad de la corriente a causa de una repentina inundación. De una arboleda cercana surge entonces un desconocido que, «con sorprendente velocidad, corre hasta el borde del abismo».

Anthelia nunca había visto una fisonomía tan singular […]. El desconocido pareció interesarse por la situación en que ella se encontraba […]. Se detuvo un momento, como si midiera con la mirada el ancho de aquel abismo, y luego regresó a la arboleda. Muy pausadamente, procedió a arrancar un pino del suelo […] y lo cargó hasta el abismo sobre los hombros: allí colocó un extremo en una elevación de la orilla y apoyó el otro en aquella roca aislada, y después corrió como un relámpago por el tronco, tomó a Anthelia en sus brazos y la puso a salvo en un instante.1

Esta criatura benévola, de ágiles movimientos e inusualmente fuerte, es el personaje que aparece en el subtítulo de la novela, sir Oran Haut-ton, baronet, cuyo extraordinaria incidencia irradia mucho más allá del momento del rescate, y más allá también de su relación con la bonita protagonista femenina de la novela. «La llamativa fisonomía de aquel desconocido, así como su incomparable fuerza, produjeron en Anthelia no poca sorpresa, y también una cierta aprensión, entremezcladas con su gratitud, pero los excelentes modales que caracterizaban la conducta del hombre suavizaron la inquietud de la joven, al tiempo que aumentaban su sorpresa ante la hazaña que este acababa de ejecutar» (pp. 106-107).

Por esas habilidades inquietantes, cautivadoras y extraordinariamente útiles que muestra a lo largo de este entretenido texto, sir Oran se convierte en el más destacado representante de los animales imaginarios de la cultura literaria del siglo XVIII. Tomando elementos de un amplio abanico de precedentes de su tiempo —imágenes, tópicos, argumentos e ideas en torno a los animales que ya circulaban por diversos textos, de The Anatomy of a Pygmie (1699), de Edward Tyson, a Keeper’s Travels in Search of His Master (1798), de Edward Augustus Kendall—, sir Oran reúne todas las características históricas y las complejidades formales de ese periodo experimental que señala el auge del animal no humano en la imaginación moderna.2 Más allá de su época, sir Oran también nos proporciona un punto de vista acerca de los debates que tenían lugar sobre la naturaleza de las relaciones entre animales y humanos.

Este capítulo profundizará en la extraordinaria flexibilidad del retrato que Peacock hace de sir Oran, con el fin de proporcionar una prueba concreta del modo en que el animal imaginario se resiste a una posición simplista o una única interpretación. Sir Oran nos ayudará a ver que la imaginación literaria moderna representa a los animales de un modo que no termina de encajar en ninguna de las dos posturas principales que han esgrimido los críticos en el tema de la relación entre humanos y animales desde finales del siglo XX hasta los inicios del XXI: las posturas contrapuestas del antropomorfismo y de la alteridad. Lo que aquí sostengo, apoyándome en una selección de obras críticas acerca de los animales según la tradición angloamericana, es que esas afirmaciones contrapuestas que ven el animal ya sea a través de las lentes del antropomorfismo o de la alteridad han contribuido en buena medida a dar forma a un entendimiento crítico de la especie animal. La ficción literaria proporciona un modelo alternativo. Este capítulo concluye describiendo el modo en que la nueva y decisiva experiencia moderna respecto al animal no humano, generada por el inconfundible contexto histórico del siglo XVIII, ha alumbrado unas complejas y flexibles fantasías literarias que convergen en lo discordante, lo no convencional, lo aberrante y lo rebuscado.

Sir Oran Haut-ton

El lector ya ha conocido a sir Oran en un capítulo anterior de la obra de Peacock, cuando es presentado como el amigo de mister Sylvan Forester, quien terminará por ser el prometido de Anthelia y portavoz en la novela de las bondades de la naturaleza frente a las corrupciones de la civilización, así como de las virtudes superiores del hombre original. Sir Oran se une al señor Forester y su invitado, sir Telegraph Paxarett, en una elegante cena que tiene lugar en la mansión de Forester, Redrose Abbey, una propiedad próxima al castillo de Anthelia Melincourt, a la que Forester ve como futura esposa. Al término de la cena sabremos que sir Oran es un protegido de Forester, y que pasó a su cuidado de manos de un capitán de la marina que lo compró «a un inteligente negro». Sir Oran había sido «atrapado […] muy joven, en los bosques de Angola […] y lo criaron […] en la cabaña [de una familia angoleña] como compañero de juegos de niños y niñas» (p. 54). Como afirma Forester, «se trata de un espécimen del primer hombre natural, el salvaje de los bosques, al que, en el lenguaje de los nativos más civilizados y sofisticados de Angola, se le llama “pongo”, y en el de los indígenas de América del Sur, oran outang» (p. 52).

Sir Oran es un ser dotado de una sensibilidad natural y una adorable simplicidad; es ingenuo, reflexivo, invariablemente educado, con tendencia a la melancolía, y le anima un profundo apego hacia sus amigos. También tiene un talento instintivo para tocar la trompa y la flauta, y se siente del todo cómodo en el mundo elegante. Forester lo ha presentado a lo más granado de la sociedad, y, afirma, «con el fin de asegurarle un trato respetuoso […] como el que siempre reciben el rango y la fortuna, le he comprado una baronía, y también le he legado una mansión» (p. 61). Forester, asimismo, «ha adquirido del duque de Rottenburgh la mitad de los derechos electorales conferidos al señor Christopher Corporate, ese gordo, libérrimo y subordinado burgués del antiguo y honorable condado de Onevote que lleva dos miembros al Parlamento, uno de los cuales pronto será sir Oran» (p. 61). Sir Oran, baronet, parlamentario, sentimental, caballero de los grandes salones y rescatador de damas en apuros, no tiene más que una manía: una inclinación natural a emborracharse. Así, al término de una señorial cena con Forester y sir Telegraph, en la que se ha comportado con la mayor educación y el trato más circunspecto para agrado de este último, «sir Oran […], que había bebido más de la cuenta, se retiró repentinamente de la mesa, tomó impulso y salió por la ventana, y se puso a bailotear por el bosque como un arlequín» (p. 40).

Si, al menos de momento, tomamos a sir Oran Haut-ton, baronet, como un compendio de los muchos materiales y efectos que crearon el animal imaginario de la literatura inglesa del siglo XVIII, podremos servirnos de él para generar una enciclopedia virtual de referencias eclécticas. En primer lugar, sir Oran nos permite ver la manera en que los escritores del siglo XVIII interpretaban el mundo animal para definir y expresar conceptos dominantes de las virtudes humanas; en este caso, la idea de la sensibilidad natural, con su inseparable guarnición de compasión, honor, dignidad, amistad, reflexión y melancolía y su sistemática separación de las actitudes artificiales o estructuras civilizadas. Estas buenas cualidades hacen de sir Oran «un hombre mucho mejor que tantos de los que nos encontramos en los países civilizados» (p. 71). Al mismo tiempo, sin embargo, podríamos considerar que sir Oran sirve de modelo para el uso lúdico, burlesco o incluso satírico del animal imaginario con la finalidad expresa de debilitar dichos ideales. Esa discordancia, como veremos, es un atributo ineludible de este prototipo. Por otro lado, las alusiones clásicas de Peacock ejemplifican las diferentes maneras en que las nuevas representaciones de los animales no humanos pueden sustentarse en tradiciones antiguas o establecidas. He aquí, pues, el dominio mitológico propio de los primeros compases del humanismo moderno. Sir Oran aparece representado como una versión actualizada del semidiós Silvano de la mitología clásica, una criatura «perteneciente a la estirpe a la que los antiguos adoraban como divinidades bajo los nombres de faunos y sátiros, de Sileno y Pan» (p. 64). Aquí ya se percibe una tensión entre sir Oran en el rol del noble y contemplativo individuo sentimental, por una parte, y, por otra, el sir Oran entendido como criatura mitológica sumida en su característico «ensueño báquico», al seguir el ejemplo de «nuestro amigo Pan y su amor por la botella» (p. 66).3

Pero el catálogo de roles de sir Oran es todavía más amplio y diverso. Si bien la escena del rescate en el río es compatible con el género de la aventura romántica y recupera el romance en prosa del siglo XVIII, la escena de la elección de sir Oran como representante parlamentario del condado de Onevote (con sus peroratas políticas, su notoria ebriedad y la reyerta heroico-burlesca del final) es pura y simple sátira social. Las filiaciones genéricas de sir Oran pasan por una constante revisión, y a lo largo de la novela su personalidad fluctúa en torno a una dimensión paródica. Mientras tanto, aunque a sir Oran —en su condición de «hombre natural y original, el salvaje de los bosques»— se le define en relación con una simplicidad precivilizada, también es, por naturaleza, un caballero y un hombre de muy buen gusto (p. 52): «Los teatros [de Londres] le encantaban, en especial la ópera, la cual no solo se adaptaba admirablemente a sus gustos musicales, sino que, además, era allí donde, al verse entre los ornamentos del mundo civilizado, parecía estar particularmente cómodo y sentirse como en casa» (p. 60). Y sin duda es así: a sir Oran lo vemos por primera vez en la mesa de Forester, donde ayuda a sir Telegraph «con suma destreza» a cortar el pescado, y «se inclina con perfecta gracia» mientras toma el madeira «con la habitual ceremonia» (p. 39). Aquí, haciendo alusión a numerosos relatos de viajeros contemporáneos suyos acerca del comportamiento de los hominoides en entornos humanos, el personaje de sir Oran nos invita a pensar que una criatura no humana puede manejarse a la perfección en las artes esenciales de la civilización humana, en especial, en aquellas que conciernen a las mesas del té y la cena.

Al menos en dos ocasiones, el aspecto de sir Oran genera un choque ontológico, una especie de crisis de identidad que sustancia la idea de que hay una cercanía muy estrecha entre animales y humanos, o la noción, todavía más asombrosa, de que una criatura no humana podría resultar indistinguible de las criaturas humanas. Cuando lo vemos a través de los ojos de sir Telegraph parece «un caballero, sentado bajo aquel enorme roble con su chaqueta verde y su pañuelo al cuello, y esa expresión meditabunda» (p. 37); y, de nuevo, la primera vez que se presenta ante Anthelia, esta lo describe como un «desconocido» de «singular fisonomía», «incomparable fuerza» y «excelentes modales». Por otra parte, sir Oran le ofrece a Peacock la oportunidad de apelar a la anatomía comparada, esa ciencia moderna cuyos mayores descubrimientos en lo relativo a la proximidad entre los humanos y los hominoides allanaron el camino para la llegada del pensamiento evolutivo. «La anatomía comparada nos demuestra que sir Oran tiene […], en todos los detalles esenciales, la forma humana y la anatomía humana» (p. 68). Muy distinto, aunque exista una relación, es el uso que Peacock hace de sir Oran para evocar y apoyar una interpretación particular de la cadena platónica del ser; en concreto, el debilitamiento de la idea de las gradaciones inmutables de la cadena en favor de la posibilidad de la transformación de las especies. Así, sir Telegraph exclama: «Tu Oran asciende rápido en la escala del ser: de baronet y miembro del Parlamento a rey del mundo, y ahora a dios de los bosques» (p. 65). Sir Oran también le brinda a Peacock la oportunidad de mencionar a los más importantes taxónomos del siglo XVIII, Carlos Linneo y Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, y sus conocimientos acerca de la clasificación biológica de los antropoides (pp. 62-63).

Además, sir Oran encarna la cuestión moderna del papel que desempeña el discurso a la hora de definir lo humano o, más genéricamente, la naturaleza del lenguaje en relación con el ser humano y no humano. El texto de Peacock sigue a pie juntillas los debates contemporáneos sobre el lenguaje al relatar que sir Oran muestra una absoluta incapacidad para el habla, pese a tener los órganos fisiológicos y todo el potencial necesario para aprender a hablar; que aún no habla porque el habla es un logro «sumamente artificial» y difícil propio del hombre civilizado; que es un músico experto porque la música es «más natural para el hombre que el habla», y que Forester desea, e incluso ansía, «llegar a poner unas cuantas palabras en su boca» (pp. 68, 57 y 61). Sin embargo, en otro orden de cosas muy distinto, la incapacidad para el habla de sir Oran es interpretada como una dimensión de su «talante contemplativo», una alusión al carácter del «filósofo mudo», y una referencia grosso modo a las tradiciones clásicas del silencio desde los estoicos a los pitagóricos (p. 37).4 Para estas tradiciones, por supuesto, el silencio es un desiderátum, más que un defecto que remediar.

La benévola protección y adopción del orangután por parte de Forester es un reflejo de los movimientos humanitarios contemporáneos que abogaban por la protección de los animales y que derivaron en diferentes propuestas para la implantación de leyes contra la crueldad animal y, a la larga, en la fundación de la Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Animales. Por otro lado, el amor que sir Oran siente por Anthelia y el hecho de que la coja en brazos en la escena del rescate en el río reproducen fielmente la turbadora fantasía contemporánea del cruce entre simios y humanos, fantasía según la cual se decía que los orangutanes se llevaban a las mujeres a «sus moradas en los bosques para disfrutar de ellas».5 Ciertamente, el texto apunta de forma específica a esta angustia cuando describe la «aprensión» que siente Anthelia hacia el orangután. Aunque dicha aprensión se vea «atenuada» por el comportamiento tranquilizador de sir Oran, la idea de un cruce entre especies y de la violencia que lo acompañaría es una imagen contemporánea esencial cuya vigencia afecta intensamente al sentido del animal imaginario. Además, la evidente atracción que sir Oran siente por Anthelia a lo largo de la novela —particularmente notable en la escena en que la sigue durante el paseo que la joven da por el bosque, «mientras la observa entre los árboles» (p. 102), y en ese clarísimo alarde de «ilimitada» ira contra sus secuestradores en la escena final en Alga Castle— lo convierte en un rival por el amor de Anthelia (p. 449). Una vez más, el texto de Peacock minimiza las consecuencias de esa rivalidad; sir Oran no es sino un representante de Forester, el futuro marido de Anthelia, su perfecto esposo sin rival. Pero la noción de que un animal pueda ser un sustituto del amante humano es otra imagen contemporánea muy gráfica, especialmente relevante para las mujeres que tenían animales domésticos, imagen a la que apunta directamente el orangután de Peacock.

En pocas palabras, el sir Oran de Peacock es una demostración perfecta de la flexibilidad de la representación de la especie animal en el periodo moderno. Tan solo en este animal imaginario ya encontramos la proyección antropomórfica de las virtudes humanas, así como una visión temerosa de una alteridad violenta. Podemos interpretar que el orangután es un experimento en tono de comedia sobre la transformación de especies donde el humano adopta la identidad de la criatura no humana y viceversa. O podemos entender el relato de Peacock sobre el animal no humano en términos de una lección práctica sobre el método taxonómico contemporáneo y la práctica anatómica, una aportación a las diversas teorías de la naturaleza del lenguaje o una materialización de esas nuevas doctrinas de las ciencias biológicas que abrieron más de un camino al pensamiento evolutivo. Sir Oran encarna el positivismo moral de los benévolos custodios de los animales, mas también la brusca e inquietante incertidumbre ontológica inherente al descubrimiento por parte de los humanos del hominoide. Al final, sir Oran frustrará cualquier intento de encontrar un significado coherente en el animal imaginario, o de atribuirle un único sentido a la apariencia del animal en la representación literaria.

En este libro examinaré muchos de esos precedentes de animales imaginarios que fueron apareciendo en el siglo XVIII que dieron forma directa a los múltiples sentidos de sir Oran o los anticiparon; entre ellos, los representantes de un antropomorfismo en ocasiones extremo propuestos por Jakob de Bondt, Edward Tyson, Richard Blackmore y Thomas Boreman; las turbadoras o incluso aterradoras alteridades evocadas por Alexander Pope, Jonathan Swift, John Arbuthnot y Edward Long; los fenómenos de la gestión de la identidad, el intercambio y la transformación planteados por Jonas Hanway, Sarah Scott, Frances Burney, Susanna Centlivre y Francis Coventry; las taxonomías concebidas por Linneo y Buffon; la defensa moral de la protección de los animales desempeñada por Edward Kendall; y las teorías lingüísticas desarrolladas por James Burnett y Lord Monboddo. Como veremos, Peacock crea muy conscientemente su orangután imaginario a partir de los temas y formas que acabo de enumerar. Sir Oran es a este respecto fiel a la experiencia que el siglo XVIII tenía del animal imaginario en toda su complejidad. No obstante, sir Oran también proyecta esta experiencia en el futuro. Ciertamente, los sucesores de sir Oran son incontables; todos ellos constituyen una amplia gama de representaciones literarias (populares y canónicas) que hacen su propia interpretación de esta característica relación moderna con imágenes de tipo animal. Entre los simios antropoides, por ejemplo, una rápida lista de primeros espadas debería incluir al Sylvan de El conde Robert de París (1832), de sir Walter Scott, al orangután asesino de Los crímenes de la calle Morgue (1841), de Edgar Allan Poe, a Peter el Rojo de Informe para una academia (1917), de Franz Kafka, a Tarzán de los monos (1914) de Edgar Rice Burroughs, y por supuesto a King Kong, personaje de la mundialmente influyente película del mismo nombre (1933). La semblanza del antropoide, sin embargo, representa una única corriente en un flujo de relatos líricos, narrativos, de autobiografías y anécdotas personales en torno a la íntima y estrecha relación contemporánea con los animales. Todos estos relatos abundan en la prensa, tanto en la canónica como en la popular, a partir de principios del siglo XIX, desde Fabulous Histories: Designed for the Instruction of Children, Respecting Their Treatment of Animals (1796), de Sarah Trimmer, a General Character of the Dog (1804), de Joseph Taylor, con sus secuelas Canine Gratitudeor (1806) y Four-Footed Friends (1828); y desde «Fidelity»(1805), de William Wordsworth, y To Flush, My Dog (1844), de Elizabeth Barrett Browning, a la explosión de diversos subgéneros narrativos que abarcan desde las historias de perros rescatadores o de perros detectives a los relatos sobre concursos de perros pastores, pasando por los perros de los thrillers sobrenaturales, por no hablar de las memorias de perros, junto al repertorio paralelo de tantos y tantos géneros en torno a los gatos, o a la prolija bibliografía existente donde se recogen las obras imaginarias acerca de cerdos, caballos, lobos, osos y aves.6 Este amplísimo acontecimiento cultural —el auge del animal no humano en la imaginación literaria moderna— toma forma en el siglo XVIII, en la literatura que comprende a los inmediatos predecesores de sir Oran. Esas primeras obras, tan escasas como aventuradas para su época, nos ayudarán a examinar algunas de las principales formas en que los animales se incorporan a la imaginación moderna y alteran sus producciones. Como el orangután de Peacock, estos retratos experimentales de criaturas no humanas son flexibles y complejos, y se resisten a un único entendimiento de la condición o el sentido que posee el animal. Así, no es fácil contenerlos en el abanico de posicionamientos típicos en que se sostenían muchos de los puntos de vista vigentes en torno al asunto de la relación entre el ser humano y el animal, puntos de vista que con frecuencia oponen el antropomorfismo a la diferenciación, o que arrojan una perspectiva de lo no humano en función de su vínculo con lo humano o de su completa diferenciación de lo humano.

Antropomorfismo y diferenciación

La interpretación moderna de la criatura no humana se asienta a menudo sobre esta oposición entre antropomorfismo y diferenciación, esto es, sobre la larga tradición occidental de establecer una dicotomía entre lo animal y lo humano. Richard Sorabji nos ha brindado una historia completa de «los orígenes del debate occidental» en su exposición sobre el tratamiento de la razón que la filosofía clásica del pensamiento establece en lo referente a los animales no humanos. Sorabji afirma que el rechazo de Aristóteles a conferirles una razón a los animales condujo a una crisis en la interpretación de la percepción, y ello, a «un nuevo y vasto análisis de las capacidades psicológicas: la capacidad de observación, o para asimilar los elementos perceptivos, para sostener una creencia, entender un concepto, memorizar, planificar y ejecutar una idea, para mostrar ira y otras emociones, y también para el habla».7 Por otro lado, como Sorabji demuestra, el prolongado debate que originó el punto de vista aristotélico se vio ampliamente rebatido por el posicionamiento de los pitagóricos, los cínicos y los platónicos. El sempiterno interés que Platón mostró en la noción de que los animales podían ser humanos reencarnados tendía a sugerir que poseían un alma racional (Sorabji, p. 10). De modo similar, los pitagóricos, y en particular Empédocles, al oponerse a comer carne y al sacrificio animal rebatían la diferenciación que el pensamiento aristotélico planteaba entre lo animal y lo humano. Sostenían que «estamos hechos de los mismos elementos», que «un hálito permea todas las cosas», y que «somos literalmente familia, porque el perro al que pateas podría ser un amigo, si acaso no un pariente reencarnado». Por su parte, el filósofo cínico Diógenes de Sínope, que se hacía llamar «perro», afirmaba que los animales eran superiores a los hombres, una postura que adopta igualmente el platónico Plutarco (Sorabji, pp. 173, 131 y 160).8

En los albores de la Edad Moderna, las influyentes posturas que mantuvieron Descartes y Montaigne han sido habitualmente utilizadas para establecer los polos opuestos de todo subsiguiente debate en la modernidad. Para Descartes, cuya categoría central es el alma racional, el animal se mueve únicamente en virtud del «principio corporal y mecánico», que el filósofo opone al «principio incorpóreo» o «sustancia mental» que define lo humano; los animales son «autómatas naturales», y en ellos «no podemos, de ninguna manera, probar la presencia de un alma pensante».9 Para Descartes, la piedra de toque de dicha diferencia es la capacidad del habla. «No hay ningún otro animal, por perfecto y dotado que esté, que pueda [hacer que sus pensamientos se comprendan por medio del habla] […]. Esto es prueba, no ya de que las bestias tienen menos razón que el hombre, sino de que no tienen razón alguna […]. Sus almas [son] completamente diferentes en su naturaleza de las nuestras». Y la consecuencia crucial es la exclusión de la especie animal de la vida de ultratumba:

[El alma racional] en modo alguno puede ser sacada de la potencia de la materia, sino que debe ser expresamente creada […]. Dejando aparte el error de los que niegan a Dios […], no hay nada que aleje más a los espíritus débiles del recto camino de la virtud que el imaginar que el alma de los animales sea de la misma naturaleza que la nuestra, y que, en consecuencia, no tenemos nada que temer ni que esperar después de esta vida como nada tienen las moscas y las hormigas, mientras que, cuando se conoce la diferencia que existe entre el alma de los animales y la nuestra, se comprenden mucho mejor las razones que prueban que la nuestra es de una naturaleza enteramente independiente del cuerpo y, por lo tanto, que no está condicionada a morir con él.10

En opinión de Montaigne, por el contrario, los humanos y los animales no humanos siguen un mismo camino convergente. Profundamente comparables en sensibilidad, sentido del juego e incluso en la comunicación, a veces estas criaturas son para Montaigne hasta difíciles de distinguir entre sí. «Cuando juego con mi gata, quién sabe si es ella la que pasa el tiempo conmigo más que yo con ella […]. El defecto que impide la comunicación entre ellos y nosotros ¿por qué no está en nosotros tanto como en ellos?».11 Y, de manera harto significativa, Montaigne, al describir su empático vínculo con los animales, también recurre a la noción del alma:

Pitágoras adoptó la metempsicosis de los egipcios; pero después la aprobaron numerosas naciones […]. La religión de nuestros antiguos galos comportaba que las almas, al ser eternas, se movían y desplazaban incesantemente de un cuerpo a otro […]. Cuando encuentro, entre las opiniones más moderadas, los discursos que tratan de mostrar nuestra estrecha semejanza con los animales, y cómo participan en nuestros mayores privilegios, y con cuánta verosimilitud los asocian a nosotros, ciertamente rebajo en mucho nuestra presunción, y renuncio de buena gana a la imaginaria realeza que se nos atribuye sobre las restantes criaturas.12

La tendencia a la diferenciación o a la relación es más que evidente en el estudio moderno del mundo natural, desde la revolución darwiniana en la historia natural (que generó una nueva ciencia de la cercanía entre el animal y el ser humano) hasta el auge de la etología y la formulación de los estudios del comportamiento animal (cuya metodología inductiva alza una barrera infranqueable entre el animal y el ser humano). En El origen del hombre, de Darwin, Sorabji ve el equivalente moderno a las ideas pitagóricas de la reencarnación, «la reivindicación del parentesco literal» entre los humanos y los animales. Darwin, explica Sorabji, «defiende su tesis de que el hombre proviene del mono […] haciendo hincapié en que los animales se diferencian del hombre solo en una cuestión de grados. Ninguna característica, afirma […], es única en el hombre, ni ninguna emoción, curiosidad, imitación, atención, memoria, imaginación, razón, mejora progresiva, uso de herramientas, abstracción, autoconciencia, lenguaje, sentido de la belleza, creencia en lo sobrenatural o sentido moral» (p. 131). Por otra parte, en su defensa de los estudios modernos del comportamiento animal, el manual esencial de biología de William T. Keeton advierte de que «nunca hemos de bajar la guardia ante las atribuciones injustificadas de las características humanas a otras especies».13 Finalmente, la polémica declaración que John S. Kennedy hace del argumento contra el antropomorfismo en The New Anthropomorphism (1992) exhorta de este modo a sus lectores: «Si queremos que el estudio del comportamiento animal madure como ciencia, el proceso por el que nos veremos libres de los delirios del antropomorfismo habrá de seguir su curso».14

Separar lo humano de lo animal es algo que también defenderá, aunque en un tono muy distinto, el problema filosófico de la privacidad de la mente —el escepticismo de llegar a conocer lo que ocurre en una mente distinta de la nuestra—. Por ejemplo, al tratar el problema de la privacidad del dolor en «Knowing and Acknowledging Others» (1969), Stanley Cavell ofrece una noción personal acerca de la verdadera naturaleza de esa incapacidad que siente el escéptico al encontrarse ante los sentimientos de otra persona. El resultado es el «gesto hacia el yo»: «Se apodera de mí el sentimiento […] de nuestra lejanía […] y quiero que tú también lo sientas».15 El propio Descartes alude a este callejón sin salida al reflexionar sobre su negativa a aceptar la existencia de la razón en la especie animal: «Aunque considero demostrado que no podemos probar si los animales piensan, no creo que pueda demostrarse tampoco lo contrario, dado que la mente humana no es capaz de llegar a sus corazones».16 Aunque para Descartes la privacidad de la mente no avala (ni refuta) su personal conclusión de que los animales son autómatas, sí respalda emocionalmente la separación entre lo humano y lo animal que el principio cartesiano expresa desde la lógica.

Así, tanto en el seno del discurso filosófico moderno como mucho más allá de él, la mente animal ha sido un foco de intensa especulación y una piedra de toque para reflexionar acerca de la subjetividad de la mente ajena. El célebre ensayo de Thomas Nagel sobre la importancia de la subjetividad, «Qué se siente al ser un murciélago» (1974), aborda la experiencia de un ser no humano específico con el fin de examinar la divergencia entre lo subjetivo y lo objetivo. Por un lado, como mamífero que es, el murciélago tiene cierta proximidad con lo humano por el hecho de que «creemos que los murciélagos tienen experiencias». Por otro lado, los murciélagos se encuentran en las antípodas de lo humano por el uso que hacen de la ecolocalización; a este respecto son «una forma de vida fundamentalmente distinta». Así, Nagel afirma que no podemos «proyectarnos hacia la vida interior del murciélago», dado que tiene «un carácter subjetivo específico que no podemos concebir». Pero, por otra parte, no podemos saber si «hay algo que es cómo es ser murciélago».17 El ejemplo animal escogido por Nagel proporciona así un paradigma que permite explicar la importancia del carácter subjetivo de la experiencia, importancia que radica en el hecho de saber que la experiencia existe y que a la vez es inconcebible.

La teoría crítica, cultural y ambiental de finales del siglo XX y principios del XXI que aborda el asunto de la especie animal también puede analizarse bajo los términos de esa dicotomía existente entre el punto de vista de lo que concierne a lo humano y lo que se aleja radicalmente de lo humano. Un resumen muy somero de esta clase de escritos ayudará a dar una idea de la fuerza de la que ha gozado, de manera ininterrumpida, dicha dicotomía. En el contexto de la teoría crítica angloamericana, el enfoque de lo que es distinto de lo humano a menudo se indica mediante la designación del ser no humano como el «otro». Ciertamente, el animal-como-el-otro se ha convertido en una extrapolación común de esa misma categoría de lo humano tan influyente derivada de la antropología y la teoría cultural del siglo XX. La idea del «otro» refleja el desarrollo y manejo —a menudo a través del psicoanálisis o de la teoría marxista— de la dialéctica hegeliana entre lo subjetivo y lo objetivo, entre idea y naturaleza, o entre amo y esclavo. En todos estos contextos de reciente cuño, el otro, por lo general, tiene una función constitutiva en relación con el no-otro —el yo psíquico, o la identidad del colonizador, se produce a través de la proyección o sometimiento del otro—. Este concepto del otro, que inicialmente había sido ideado para definir el yo humano o el supuesto poder del sujeto humano, se ve pues concebido dentro del territorio de la conciencia humana.

The Others: How Animals Made Us Human (1996), de Paul Shepard, recurre a esta idea para defender una ética del medio ambiente. Shepard escribe «desde el respeto hacia lo que supone un abismo insalvable entre nosotros y los animales», y describe su postura como «una aceptación de nuestra distancia». Pero tiene el propósito de demostrar que lo humano ha sido creado, tanto desde un punto de vista ecológico como evolutivo, cognitivo, cosmológico y físico, por medio de su relación con los animales no humanos y a través de ellos. Sus comentarios sobre la inmersión de lo humano en todos estos reinos sirven para «confirmar las diferencias de un modo que nos relaciona con los animales, pero que no garantiza que los comprendamos». La carta firmada por «Los otros» que cierra el libro de Shepard adopta así la forma de un discurso epistolar del todo humano para lanzarnos esta advertencia: «Cuando hayamos desaparecido, vosotros ya no sabréis quiénes sois».18

La reivindicación de autenticidad es un sello distintivo de la idea de distinto a lo humano por parte del animal-como-el-otro. Partiendo del importantísimo concepto de «convertirse en animal» introducido por Gilles Deleuze y Félix Guattari en Mil mesetas (1980), Steve Baker sostiene que un estudio del papel que desempeña el animal en la cultura visual posmoderna puede aportar una definición tanto de la relación entre el ser humano y el animal como de la estética del posmodernismo. Según el análisis de Baker, el arte posmoderno es un «despensar y deshacer lo convencionalmente humano». Esta clase de creatividad resulta evidente en las representaciones posmodernas de los animales, representaciones que conllevan la fórmula representativa de «convertirse en animal» y que resultan asimiladas «por algo que reside en la diferenciación animal y en la distancia respecto a lo humano», lo cual genera una «radical deshumanización de los animales» que «disuade de [toda] interpretación antropomórfica» y toda noción antropocentrista. Valiéndose de estos medios, afirma Baker, dichas obras de arte pueden abrir una vía de acceso a «la verdad y la importancia de estos animales» y servir, pues, como un recordatorio directo, «precisamente, de la realidad del animal en sí». Debe, por tanto, entenderse que representan un «sentido» literal «de responsabilidad hacia lo animal».19

El sentido de responsabilidad, según Donna Haraway, sin embargo, es exactamente lo contrario del escenario de lo que es distinto de lo humano. De maneras muy variadas, las obras de Haraway se oponen a los paradigmas de la diferenciación radical. Visiones primates (1989) emplea los métodos de los estudios poscoloniales para exponer el sometimiento que se ha hecho en la época actual del animal a los propósitos del capitalismo, el imperialismo, la tecnología y el patriarcado. Con tintes del orientalismo de Said, Haraway afirma que la primatología moderna —el «orientalismo simiesco»— puede entenderse como una apropiación del simio bajo la forma del otro, una apropiación que ha servido para construir la cultura moderna. La sumaria afirmación de Donna Haraway pone de relieve hasta dónde llega su dependencia de la noción del otro poscolonial, que opera en un abanico de repetidos contrastes:

La primatología se ha centrado en la construcción del yo desde la materia prima del otro, la apropiación de la naturaleza en la producción de cultura, la maduración de lo humano a partir del suelo de lo animal, la claridad del blanco desde la oscuridad del color, el asunto del hombre a partir del cuerpo de la mujer, la elaboración del género desde el recurso del sexo, el surgimiento de la mente por medio de la activación del cuerpo.20

En este libro, Haraway manifiesta a las claras su «desagrado por esos dualismos a los que socialmente nos vemos sempiternamente abocados» (Haraway, Visiones). En When Species Meet (2008), prosigue su cruzada a favor de una visión de los «compañeros», «amigos» o «colegas» de los humanos entre las especies animales que esté asociada a lo humano. Aquí, Haraway toma otro concepto más de los estudios poscoloniales, el de los paradigmas intermediadores de la zona de contacto o de transculturación, que adquirió una notable influencia gracias a las obras de Mary Louise Pratt y James Clifford. Haraway designa esta asociación de lo humano con lo animal a través de la noción de «cotransformarse», expresión que apunta a una «coformación» de identidades y comportamientos, y que aglutina complejidad, reciprocidad, «intra- e interacción» y «nudos multiespecie».21 «Cotransformarse» se basa en el tacto, en «invitar a estar disponibles los unos para los otros en los acontecimientos», así como en el legado de un relato común, lo que deriva en «la responsabilidad mutua, en el cuidado por el otro, en la empatía y en no dar la espalda al sentido del deber» (Haraway, Species, pp. 36 y 27). En la práctica, para Haraway, la piedra de toque y la prueba de esta clase de relación se encuentra en el entrenamiento conductual de los animales, «el arte naturocultural de entrenarse, por deporte, con un perro» (Haraway, Species, p. 226).

Cabe destacar que Haraway desecha tanto el «convertirse en animal» de Deleuze y Guattari como «el animal que luego soy» de Derrida, tanto en un caso como en el otro, por lo que implican de distinto de lo humano. Para Haraway, si bien Deleuze y Guattari persiguen, como ella, «trascender la línea divisoria entre los humanos y las demás criaturas para localizar las enormes multiplicidades y topologías de un mundo conectado heterogéneamente y no teológicamente», los dos fracasan de forma sintomática en sus propósitos, de todas las maneras posibles, por su incapacidad de «tomar en serio […] a los animales terrestres», por su desprecio, su burla e incluso su espanto hacia las domésticas, ordinarias, cotidianas y afectuosas vidas de los animales (Haraway, Species, pp. 27, 29 y 30). A su vez, para Haraway también Derrida, por acertado que sea su rechazo a la «ramplona y básicamente imperialista […] postura de afirmar que nos ponemos en el lugar del otro», se detiene demasiado pronto y no alcanza a considerar «una forma alternativa de relación e interacción», para mantenerse, en cambio, en el lado de lo que él mismo define como «el límite abisal de lo humano».22 Derrida, pues, «incurría en el problema de convertir al animal en especie de compañía: no le producía la menor curiosidad averiguar qué era lo que en realidad estaba haciendo, sintiendo, pensando o tal vez incitándole a hacer el gato al devolverle la mirada por la mañana» (Haraway, Species, pp. 21 y 20).

La crítica de Haraway demuestra su plena comprensión de que el punto de vista posestructuralista —desde el cual al animal se le valora en términos de aporía, autodiferenciación o multiplicidad antifundacional— es una postura que diferencia lo humano y que rechaza cualquier forma directa o simple de interacción, de comunicación o de proximidad entre el animal y el humano. Al igual que Haraway, otros críticos culturales y literarios angloamericanos recientes han recurrido, a su vez, a la tradición continental para defender otras versiones de este posicionamiento radicalmente alejado del animal. Animal rites