Solavaya - Raúl Pomares Bory - E-Book

Solavaya E-Book

Raúl Pomares Bory

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Beschreibung

Se trata de un acercamiento a una personalidad muy querida por el pueblo cubano: el actor de cine, teatro y televisión Raúl Pomares. Es en este libro suyo donde quizás tengamos la oportunidad de saborear algo de su plenitud, siempre que se tenga en cuenta la advertencia del inicio: Mantener fuera del alcance de personas que no creen en el poder de la fantasía y la imaginación

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Seitenzahl: 105

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Edición: Yudarkis Veloz Sarduy

Diseño de cubierta: Dieiker Bernal Fraga

Diagramación: Lisandra Fernández Tosca

Conversión a E-book: Ediciones Cubanas

© Raúl R. Pomares Bory, 2021

© Sobre la presente edición:

Ediciones Alarcos, 2021

ISBN Versión E-book e-Pub: 9789593051491

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Ediciones Alarcos

Casa Editorial Tablas-Alarcos

Consejo Nacional de las Artes Escénicas

Línea y B, El Vedado, La Habana 10400, Cuba

[email protected]

(537) 833 0226

Índice

Algo que debería alcanzar la categoría de prólogo

Nací en Omaja...

Pensamientos

Raúl Pomares, de vuelta a la semilla

Filmografía

Sobre el autor

A Belkis, mi compañera de toda la vida.

A mis hijos: Chago, Chicha y el Güiro.

A la memoria de Marcelina Patterson.

A la memoria de Joel James.

Agradecimientos:

A LA VIDA.

A todos aquellos que lucharon por mí.

A Rosy Rodríguez, Augusto Blanca y Carlos Padrón.

ADVERTENCIA:

Mantener fuera del alcance de personas que no creen en el poder de la fantasía y la imaginación.

Algo que debería alcanzar la categoría de prólogo

Me llamó una tarde de agosto de 2014: “acabo de mandarte las memorias”. Me pidió que las revisara; le prometí escribir un prólogo y encontrar una editorial. Pocos días después ingresó al hospital en el que fallecería tras intensos meses de sañudo combate. Precisamente, la noche del lunes 19 de enero de 2015, escribí:

Amigos: Su última pelea con la Muerte duró muchos rounds. Quizás, al final, cuando Ella lo tenía en la lona, él —ya sin aliento— le sonrió: “Te jodiste, socia, porque más nunca te vas a librar de mí”.

Hablo de mi hermano, y de mi maestro, el que sin poses de profesor ni de esteta, me abrió los caminos de la verdadera cultura popular.

Los noticieros y los diarios dirán o no dirán, pero si hay un actor que expresó con acierto una síntesis de esa entelequia a la que muchos llamamos “lo cubano”, en el teatro, el cine y la TV, ese es Raúl Pomares.

Y que los puristas no se equivoquen: tenía una cultura casi enciclopédica y una mente brillante.

Confieso que hoy estoy llorando y no puedo inventar nada más. Les remito algo que escribí —y leí delante de él, ante mucha gente— en ocasión de un homenaje, hace unos años:

Si me preguntaran qué me ha unido a ese ser de apariencia desaliñada que es Raúl Pomares, res­pondería sin pensarlo que me complace ser amigo de una de las personas mejor aliñadas de este mundo: su picante burla de la solemnidad, el frescor de sus ideas y la aguda salsa de su palabra, son elementos constitutivos de una personalidad criollísima, olorosa a finas especies y —como el ajiaco— presentada en lujosa cazuela, de las que se reservan para caldos de suculento espesor.

Metáforas culinarias aparte, cuarenta y tres años al lado de Raúl me han permitido conocer la fijeza de sus proyectos más íntimos, saborear sus prístinas ocurrencias y gozar como nadie de su magisterio actoral, avalado por ser uno de los intérpretes cubanos de más fecunda filmografía. Pero, alerta, amigos: no reduzcan a Pomares solo a su carismática proyección y a su excelencia como artista escénico. Nuestro hombre ha sido siempre un espíritu fundacional, realizador de originalísimas propues­tas culturales y un versátil interlocutor del que nadie quisiera despegarse nunca.

Nacido en Omaja, paraje perdido en las sabanas tuneras y devenido santiaguero reyoyo por su amor al lomerío serpenteante, los sones matamorinos y el más caliente ron del universo; el lustre que Poma­res ha dado a la cultura nacional se advierte en los delitos de haber pertenecido a la Sociedad Nuestro Tiempo, ser fundador de los Conjuntos Folclórico y Dramático de Oriente, los Cabildos de Santiago y Guantánamo, la Casa del Caribe y la Casa de las Tradiciones, confesarse escriba de ese clásico que es De cómo Santiago Apóstol puso los pies en la tierra, y ser señor del humor donde mayorea en ese género reinventado por él, “la conversada”. Inventor, más valedera que creador, es la palabra que lo define.

Palabras y enumeraciones me faltan, pero no quiero aburrir a los lectores y mucho menos granjearme la afilada ojeriza del amigo más remiso a los homenajes. Solo quiero desearle al muy bien aliñado Papi, ese cubanazo, que continúe de andarín e inventor por esos mundos que le envidio.

Se trataba, por supuesto, de un muy limitado acercamiento a una personalidad que yo hubiese querido conocer más y mejor.

Es en este libro suyo donde quizás tengamos la oportunidad de saborear algo de su plenitud, siempre que se tenga en cuenta la advertencia del inicio: Mantener fuera del alcance de personas que no creen en el poder de la fantasía y la imaginación. A quienes les caiga el sayo, asúmanlo como un anatema, porque Papi era implacable con tres especímenes: el engreído, el charlatán y el cuadrado. A propósito, estas “memorias” se resisten a ser catalogadas como tales: porque su inventor, intuyendo que su presencia física entre nosotros amenazaba con seguir viaje, no tuvo recato en pergeñar la más grande de sus humoradas, quizás la más fina y original de sus fantasías.

No, estas páginas no pertenecen a ese maltratado género, perseguido sobre todo por chismosos y voyeurs; tampoco constituyen, felizmente, una pedante e inapropiada autobiografía (creo que Papi Pomares jamás redactó una en su divertida vida); y aunque un joven actor —o incluso un viejo como yo— pueda encontrar aquí alguna moraleja que lo ayude en su bregar creativo, no es para nada un aburrido manual de lecciones para convertirse en estrella. Guárdese usted, señor editor, de cualquier intento de encasillar este libro para situarlo en una u otra colección. O usted, señor crítico, de endilgarle el ropaje de género que estime más adecuado para luego lanzar un diagnóstico, pretendidamente inapelable.

Hay, claro, evocaciones. Abundan aquí referencias a las raíces del autor, su familia originaria y su entorno; a veces bucólico: entre lo escarpado y lo llano; a veces alborotado y trepidante: del Santiago en lucha contra la tiranía al Santiago victorioso de los primeros sesenta. Nos enteramos sí, de alguna primicia que puede satisfacer la voracidad de los chismosos: por ejemplo, Raúl “Papi” Pomares es pariente cercano —por vía materna— del catalán fundador de la mejor fábrica de ron del mundo, Facundo Bacardí. Solo que nuestro actor proviene de la rama de los menos agraciados por el destino.

No faltan sus mejores cuentos, los que hacía durante “las conversadas”, aderezados con sabrosos sorbos de ron, ante auditorios generalmente pequeños. Aunque algunos pertenecieron originalmente al imaginario popular, a ese anonimato propio de la oralidad, todos fueron pasados por su fértil imaginación y, en rigor, todos le corresponden. De hecho, nunca escuché alguno en boca de otro decidor: era un riesgo pretender tal atrevimiento. No obstante, también rinde culto a uno de los maestros —Francisco Martínez Hinojosa—, porque este nunca dejó de celebrarle la novedosa interpretación de uno de sus cuentos más conocidos.

Sobre su trabajo actoral, Pomares parece burlarse de sí mismo cuando establece como referente a Marlon Brando: desde la comparación entre los sitios de nacimiento respectivos —Omaja y Omaha— y su anhelo de “actuar como Marlon Brando” —de la manera en que este lo hacía en el filme Un tranvía llamado deseo—, hasta la aparente frustración —cuarenta años después— de no haber podido reproducir el estilo e interpretar como ese indiscutible astro del cine.

En realidad, Papi está soltando trompetillas tanto a su ingenuo arrebato juvenil como a las decenas de actores y actrices que en su fuero interno añoran “actuar como…”. Y nos invita a recapitular sobre una enseñanza universal: aprende a conocerte, sé siempre tú mismo, fiel a aquello que encuentres dentro de ti y hazte de un oficio que te permita expresarlo.

Por supuesto, no abriguemos la esperanza de que el autor pondere en estos apuntes la calidad que mostró en cualquiera de sus trabajos. Por su culpa, entonces, reproduzco aquí algunas confesiones que me hicieron:

Omar Valdés: Yo me quito el sombrero, como actor, ante Raúl Pomares.

Adolfo Llauradó: Yo soy muy bueno, pero Pomares es un salvaje.

Reynaldo Miravalles: ¿Pomares? Ese guajiro es un monstruo. Hay que cuidarse de él.

José Antonio Rodríguez: Raúl Pomares es un tron­co de actor. Lo respeto mucho.

Rine Leal: Pomares es un león.

Me asaltó el deseo de incluir aquí una selección de críticas publicadas en periódicos y revistas, siempre lisonjeras con su labor, pero concluí que iba a distorsionar el sentido de estas líneas. Solo añadiré mi personal visión, formada desde que lo disfruté en el Gerónimo, de Magia roja, de Ghelderode, en 1967, hasta que en mezcla de goce y llanto lo admiré en el abuelo de la telenovela La otra esquina, entre 2014 y 2015.

Amo de un desempeño interpretativo marcado por la originalidad y, sobre todo, por una increíble organicidad, Pomares deja un difícil y delicado reto a las generaciones que lo suceden: “evita repetirte, evita que se te vean las costuras de la técnica, resguárdate del mareo que suele causar la fama y, sobre todo, húyele al aburrimiento en el trabajo”. Esto último es sumamente importante para conocer a Pomares: jamás se consideró a sí mismo un trabajador; no, él siempre estaba divirtiéndose, en el teatro, en el cine, la TV o la radio. Solía decir que le pagaban por jugar, por entretenerse. Y esa es la forma más adecuada de tomarse en serio ciertas profesiones: si usted no se divierte jugando pelota, tocando violín, operando a corazón abierto, haciendo un poema o tratando de encontrar la génesis de un virus, su oficio lo va a matar.

Sobre su espíritu fundacional y sus caprichos de andarín, a los que me referí antes, me limitaré a contar que estuvo casi cuatro años desligado de la profesión —en tiempos en que promediaba dos novelas de TV y tres filmes por año y vivía con su familia en un pequeño pero confortable apartamento de la Víbora.

Acicateado por su proyecto “El pájaro de la Bruja”, en el municipio costero-montañoso de Guamá, en el extremo suroriental de la isla, logró —no sin terca resistencia de dirigentes locales del partido y el gobierno— instalarse allí: trabajó en Cultura por un salario de 200 pesos, se cobijó en un albergue de Chivirico; concibió, dirigió y animó un singular e inédito espacio radial —vieja deuda con el medio que había llegado a dominar de la mano de José Soler Puig, Antonio Lloga y Rolando González—; organizó exposiciones de pintura naify guateques, dirigió grupos de aficionados y veladas conmemorativas. Todo para satisfacer su obsesión de estar lo más cerca posible de la comunidad de La Bruja, revitalizar la leyenda de la mujer convertida en ave siniestra, darle a aquel asentamiento —cuarenta kilómetros más allá de Chivirico— un sentido de vida que lo hiciera importante y proporcionara bienestar económico, cultural y social a sus vecinos. Allí dio aliento al trabajo de sociólogos, sicólogos, economistas, titiriteros, músicos, pintores, actores, que a su llamado acudieron de todo el país.

Llegó incluso a comprar un terreno, en las afueras de Chivirico, para construir la casa que había soñado toda la vida —heredaba una aspiración de su padre.

Pero que la burocracia entendiera la pertinencia de desarrollar la zona donde palpita uno de los mitos insulares más trágicos del Caribe, era demasiado pedir. Hizo innumerables reclamos en Santiago y en La Habana, en el Partido, el Gobierno, el Ministerio de Cultura y la Uneac. Fue blanco de recelos y suspicacias de dirigentes de todos los niveles. ¿Qué hacía un primerísimo actor a quien le llovía trabajo en La Habana metido en la Sierra Maestra? Lo único que Pomares consiguió del gobierno fue que represaran el río e instalaran lo necesario para generar electricidad.

Quizás también ayudó la negativa de la oriental familia a “virar hacia atrás”. Su tenacidad fue en parte doblegada: dejó su paradisíaco terreno, al que ya había echado los cimientos y regresó a la capital, desde donde le sería aún más angustioso defender el más hermoso de sus sueños.

Así y todo, logró llamar la atención de algunas instituciones cubanas y extranjeras, y en La Bruja, donde cuando Pomares llegó no había electricidad, y solo dos cepillos de dientes y un radio para casi trescientos habitantes, hoy hay un centenar de esos aparatos, televisores, celulares, bicicletas, puesto médico, y algunos de sus vecinos, mujeres y hombres, trabajan en talleres particulares de artesanía. Pero La Bruja sigue sin aparecer en el mapa de los planes de desarrollo social.

Este “loco” —como lo calificaron algunos— dejó su impronta en más de cincuenta largometrajes y unos veinte seriales de TV. El cachumbambé (de ¿la vida?) le negó el premio nacional de Cine. Y también, afirmo, el de Teatro.