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Figura señera de las letras españolas de entre siglos y del siglo XX, Ramón del Valle-Inclán (1866-1936) cultivó todos los géneros (novela, teatro, poesía, crónica...) y en todos dejó la huella de su genio innovador. Las "Memorias del Marqués de Bradomín", más conocidas como "las Sonatas" (cuatro, distribuidas según las estaciones del año), son posiblemente la cumbre de la narrativa modernista española, así como las primeras grandes obras que escribió el autor. Divididas para la presente edición en dos volúmenes, este segundo recoge "Sonata de Otoño" y "Sonata de Invierno", que se corresponden con los postreros episodios (decadencia y últimos años de actividad) del arco amoroso y vital del protagonista, ese Don Juan «feo, católico y sentimental». Edición de Javier Serrano Alonso
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Seitenzahl: 272
Veröffentlichungsjahr: 2017
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Ramón del Valle-Inclán
Sonata de OtoñoSonata de Invierno
Memorias del Marqués de Bradomín
Introducción y edición de Javier Serrano Alonso
Introducción. La cumbre de la prosa modernista: las Memorias de Bradomín, por Javier Serrano Alonso
Bibliografía
Nota a la edición
Sonata de Otoño
Sonata de Invierno
Créditos
El conjunto de las cuatro novelas que conocemos por el título genérico de Sonatas (1902-1905) supuso un gran avance en el desarrollo de la narrativa española, y también de la universal, y por ello son obras reiteradamente estudiadas en sus muy diversos recursos. Narraciones tan ricas en componentes heterogéneos e, incluso, inusitados para el momento en que fueron impresas, han provocado la tentación de buscar justificación a todos y cada uno de sus rasgos. Así, se han hecho infinidad de interpretaciones simbólicas acerca de sus innumerables elementos, pasajes, palabras, metáforas, personajes, etc., lo que ha dado como resultado múltiples lecturas, válidas o no, discutibles o de consenso, llegando, en todo caso, a una lección a veces excesivamente compleja, hasta el punto de que nos puede dar la sensación de que Valle-Inclán no pretendió escribir una gran novela, sino una explicación cosmológica del mundo, del arte, de la religión, de los mitos, y de demasiadas cosas. Esto está motivado por la infinidad de materiales que empleó, por su perspectiva culturalista y libresca, por el extraordinario cuidado y la inigualable riqueza estilística que desplegó en las cuatro obras. Todo ello es cierto, pero quizá contemplando los árboles... no percibimos el bosque.
Lo que realmente convirtió a las Memorias del Marqués de Bradomín en la obra de referencia del modernismo hispánico es que, con estas creaciones, Valle-Inclán consolidó un nuevo tipo de novela, no sólo en oposición al vigente del realismo-naturalismo, sino como modelo original para la renovación novelística del siglo xx, que se caracterizó fundamentalmente por la reducción de la fábula, la ruptura del desarrollo cronológico, con una importante restricción en el número de personajes, y en la que la trama de acontecimientos diversos se sustituyó por la evocación de los estados anímicos de los personajes, así como por el discurrir del pensamiento íntimo del narrador. En las Sonatas, a través de esta reflexión del protagonista, vamos a ir conociendo su pasado, al tiempo que nos muestra su presente, y el efecto que en su alma han ido provocando tanto las vivencias experimentadas como la meditación que el protagonista ha hecho sobre ellas. De esta forma, el tipo de narración se construye, esencialmente, mediante un ir y venir en los diversos tiempos del personaje-narrador, que transita por diversos instantes de su vida, desde el momento en que redacta el texto en la ancianidad, a su infancia, juventud, plenitud, madurez y primera vejez. Esto provoca que la cronología se rompa de continuo debido a las retrospecciones y saltos en el tiempo, creando una nueva realidad que resulta ser la de la conciencia del marqués de Bradomín, y no la de los hechos fidedignos.
El protagonista no relata su vida, sino la creación literaria que hace de la misma y de su propia persona (Celma Valero, 2002). Aquellos críticos que afirman que el personaje muestra carencias es porque acaso no advierten que Bradomín no es, ni pretende ser, un ente real, ni siquiera una ficción literaria al uso, sino la recreación no mimética de un ideario estético. Es decir, un lector no debe entender que la figura del marqués valleinclanesco, y sus selectivas memorias, son la crónica de un ser real, que ya de por sí mostraría deficiencias y contradicciones.
Acerca del personaje de Xavier Aguiar, narrador y centro esencial de estas novelas, ya se ha hablado en la introducción a las dos primera entregas editadas en esta colección (véase Sonata de Primavera. Sonata de Estío, Alianza, 2017), pero de una manera muy genérica, y, sobre todo, desde la perspectiva de su creador. Hora es de que nos adentremos en una interpretación del protagonista de las Sonatas desde lo que él mismo dice, y desde lo que significan sus acciones. De esta manera, podemos intentar conocer algo de su vida familiar, de sus orígenes, de su formación, si nos preocupamos en reunir y ordenar las informaciones que va salpicando el narrador a lo largo del relato de su vida.
Bradomín es, ante todo, un aristócrata decimonónico, no cortesano (es decir, no pertenece a la nobleza que «vegeta» en la Corte de Madrid), de origen rural y periférico, pero que se ha formado de una manera especialmente cosmopolita desde la niñez, primero en el monasterio de Sobrado (A Coruña), y luego en el Seminario de Nobles en Italia. Este traslado a la península italiana desde muy joven le abre el camino para foguearse en el mundo y desprenderse del posible provincianismo que le hubiera supuesto quedarse en su rincón gallego, en el pazo familiar. Su aristocratismo no sólo es debido a su título, sino a la amplia estirpe de nobles de la que procede, y gracias a la cual conocemos que entre sus antepasados se han distribuido títulos y honores abundantemente. Antes de hacer un repaso a la alcurnia bradominesca, debe entenderse que aunque el marqués no se molesta especialmente en mostrar su genealogía (qué mejor ejemplo que el hecho de que no ofrece una sola palabra sobre su padre, del que sólo podemos suponer que también fue marqués de Bradomín), sí va salpicando datos sobre la panoplia de antepasados, casi siempre con la intención de dar mayor lustre a su árbol familiar. Entre sus ancestros más remotos, citados por el propio narrador, están Gonzalo de Sandoval, al que atribuye la fundación del reino de Nueva Galicia (fundación con la que nada tuvo que ver, aunque fue un personaje real y uno de los capitanes más importantes de Hernán Cortés en la conquista de México; eso sí, no era gallego, sino extremeño), y un Inquisidor General, supuestamente en México. Menciona, sorprendentemente, a sus cuatro abuelos. En Sonata de Primavera se refiere a una de sus abuelas, italiana, hija del príncipe Máximo de Bibiena, y de nombre Julia Aldegrina Bibiena di Rienzo. En Sonata de Estío nos da más información sobre sus restantes abuelos: otra madre de sus progenitores también ostenta un título, condesa de Barbazón (en Sonata de Otoño sabemos que esta dignidad también la ha heredado Xavier, aunque entonces se corrige por Barbanzón)1. Por supuesto, su abuelo paterno es también marqués de Bradomín, y de él se nos dice que estuvo por México, donde hizo la guerra cuando la sublevación del cura Hidalgo (en 1810). Finalmente, el otro abuelo puede ser el mariscal Bendaña, como afirma en Sonata de Otoño, pero, y en la misma novela, le atribuye esta ascendencia después a su prima Concha. Lo cierto es que podía serlo de ambos. Don Juan Manuel Montenegro, en esta obra, compara al marqués con su abuelo, pero sin aclarar cuál de ellos, por tener la misma manía en leer libros, hábito al que le atribuye la locura que supuestamente sufrió. Muy bien puede tratarse del mariscal Bendaña, posiblemente padre de la madre de Bradomín, que lleva tal apellido y a quien Concha trata de tía.
De sus padres sólo se menciona a la madre. El padre, literalmente, no existió, al menos en el recuerdo del narrador. La madre es objeto de atención en Sonata de Otoño, a la que analiza con una perspectiva ciertamente crítica. María Soledad Carlota Elena Agar y Bendaña, aunque descrita como una santa, no deja de mostrarla como una mayorazga gallega de pura estirpe, «guerrera y fanática»: «Era una señora de cabellos grises, muy alta, muy caritativa, crédula y despótica». También se refiere a varios de sus tíos, aunque en un caso sólo se da por supuesto que lo puede ser, pero Bradomín lo duda: don Juan Manuel Montenegro. El viejo mayorazgo así lo establece, pero en realidad lo que parece es que el vinculero es primo de su madre, por lo que no es tío carnal del protagonista. No es el caso de la relación familiar entre Concha y el marqués, que son primos, por lo que la madre de su amante, Águeda, es tía carnal del narrador. Por otro lado, los marqueses de Tor (más títulos para su linaje) también son tíos del protagonista, pues así lo afirma en Sonata de Otoño con una simple mención al marqués de esta divisa, y en Sonata de Invierno, donde la marquesa de Tor es personaje, y quien, al parecer, hace la famosa definición por la que es mundialmente famoso Bradomín: «Eres el más admirable de los Don Juanes: feo, católico y sentimental». Finalmente, un último tío del dandi que se menciona es el obispo de Mondoñedo (Otoño), «¡Aquel santo, lleno de caridad, que había recogido en su palacio a la viuda de un general carlista, ayudante del Rey!».
Entre sus demás familiares se mencionan algunas primas, como la misma Concha, sus hermanas Fernandina e Isabel, e Isabel Bendaña, con la que comparte el último acto erótico en la Sonata de Otoño. Sin aclarar la relación de parentesco, aún parece añadirse otro título al árbol genealógico bradominesco, cuando se habla, de entre sus familiares, de «aquella pobre Condesa de Cela, enamorada locamente de un estudiante», lo cual nos remite a la novela corta recogida en su primer libro, Femeninas (1895; «La condesa de Cela»).
Sobre su familia aún nos queda un último dato relevante. Hasta ahora hemos visto su ascendencia y parentela, pero no su descendencia. Se da por supuesto, y lo hace el propio autor, que Bradomín, como Ángel Rebelde que es, monstruoso, no puede engendrar, ya que, al ser eterno no tiene la capacidad de reproducirse. Sin embargo, y en un último ajuste a su modelo donjuanesco y en su acción de desmontar el patrón clásico del mito literario, le concede en su ancianidad lo que le debía resultar imposible: una hija. Es decir, engendra vida, pero acaso con el fin malévolo de que esta descendiente deba ser el sujeto pasivo que reciba el castigo a la existencia disoluta del padre, sufriendo primero la acción perversa del Don Juan, y luego sacrificando su existencia.
Si seguimos profundizando en el significado arquetípico del personaje de Bradomín, nos encontraremos continuamente sorpresas que o bien nos alejan del sentido donjuanesco del protagonista de estas novelas, o bien nos aproximan a él. Este juego de ambigüedades fue, sin lugar a dudas, procurado por el autor, y con el fin de que ningún lector sufriese la tentación de asociar inmediatamente al marqués con el amplio linaje del Tenorio. Teníamos que ver a un Don Juan, pero no al propio patrón de Don Juan. Esto es lo que permitía alzar la imagen de Bradomín sobre el fárrago de tópicos, ideas preconcebidas y maneras de actuar de un personaje literario infinitas veces reencarnado.
El aristócrata gallego que nos cuenta algunos de los sucesos de su vida sólo tiene, por otra parte, dos obsesiones, que tienden al mismo objetivo: crear una doble imagen de sí mismo. Por un lado, continuamente nos sumerge en su gestualidad, en que nos hagamos una idea de su imagen exterior, porque él es un maestro de la «pose», actitud artística que para un esteta como Bradomín es prioritaria, lo cual lo convierte en un dandi, más que en un bello conquistador. Y, por otra parte, no deja de defender otro rasgo de carácter, pintura interior del ser que es y que, sin lugar a dudas, es la idea que tiene de sí mismo: el orgullo.
Cuando hablamos de pose no sólo nos referimos al gesto que adopta ante el mundo que lo rodea, sino a la imagen que intenta generar en el lector. Por ejemplo, cuando habla de su juventud, se muestra a través de una caracterización propia de la literatura romántica. En especial emplea el modelo de Goethe, algo que él mismo afirma cuando establece que su paradigma es Werther:
Consideraba la herida de mi corazón como aquellas que no tienen cura y pensaba que de un modo fatal decidiría de mi suerte. Con extremos verterianos soñaba superar a todos los amantes que en el mundo han sido, y por infortunados y leales pasaron a la historia (Primavera).
Como su idea no es precisamente sufrir por amor, más bien todo lo contrario, esto es, tener todas las conquistas posibles y gozarlas, esa actitud wertheriana no pasa de ser una simple pose, siempre bien fundamentada en reminiscencias literarias: «era yo joven y algo poeta, con ninguna experiencia y harta novelería en la cabeza (...) y libre de escepticismos, dábame buena prisa a gozar de la existencia. (...) era feliz, con esa felicidad indefinible que da el poder amar a todas las mujeres» (Estío).
A Bradomín, en este sentido wertheriano, le gusta adoptar una estampa victimista y sentimental. Asume una imaginería adecuada a un sino fatal, luctuoso, doliente, cuando estima que es una estrategia apropiada para la seducción, que prioritariamente emplea en su juventud:
Mi corazón estaba muerto, y desde que el cuitado diera las boqueadas, yo parecía otro hombre: Habíame vestido de luto, y en presencia de las mujeres, a poco lindos que tuviesen los ojos, adoptaba una actitud lúgubre de poeta sepulturero y doliente (Estío). Hay mártires con quienes el diablo se divierte robándoles la palma y, desgraciadamente, yo he sido uno de ésos toda la vida. Pasé por el mundo como un santo caído de su altar y descalabrado (Estío).
El marqués posa, con plena consciencia, algo que a otros personajes no les pasa desapercibido. Estos ademanes a los que continuamente hace referencia, los construye para generar una figuración a la cual quiere conferir la función de transmitir un mensaje a aquellos que le rodean. Por ejemplo, sentimientos:
Ninguno de nosotros quiso recordar el pasado y permanecimos silenciosos. Ella resignada: Yo con aquel gesto trágico y sombrío que ahora me hace sonreír. Un hermoso gesto que ya tengo un poco olvidado, porque las mujeres no se enamoran de los viejos, y sólo está bien en un Don Juan juvenil. (...) con ella me parece criminal otra actitud que la de un viejo prelado, confesor de princesas y teólogo de amor (Otoño).
Por supuesto, como todo en su vida, la literatura y el arte funcionan siempre como modelo e incentivo en su actitud expresiva. La imaginería artística e histórica le sirven a menudo para generar una estampa de sí mismo que resulte muy a propósito para la circunstancia en la que se encuentra:
Y nos besamos con el beso romántico de aquellos tiempos. Yo era el Cruzado que partía a Jerusalén, y Concha la Dama que le lloraba en su castillo al claro de la luna. Confieso que mientras llevé sobre los hombros la melena merovingia como Espronceda y como Zorrilla, nunca supe despedirme de otra manera. ¡Hoy los años me han impuesto la tonsura como a un diácono, y sólo me permiten murmurar un melancólico adiós! (Otoño).
Bradomín, como Don Juan en perpetua actividad seductora, se ve forzado a adaptarse a las circunstancias y al paso del tiempo. Y las circunstancias siempre son una ocasión para su creatividad. Así le sucede cuando deben amputarle el brazo izquierdo en la Sonata de Invierno, pues al comprender lo que le iba a suceder, lo primero en lo que piensa es en la pose que debía construir con esta merma de su físico:
Leí en sus ojos la sentencia, y sólo pensé en la actitud que a lo adelante debía adoptar con las mujeres para hacer poética mi manquedad (Invierno).
Ya sólo me estaba bien enfrente de las mujeres la actitud de un ídolo roto, indiferente y frío (Invierno).
Pero, como se decía antes, otros personajes perciben sus amaneramientos y gesticulaciones, e incluso pueden recriminárselo, como hace Sor Simona en Sonata de Invierno («Comprendiendo que por su buen talle ya no puede hacer conquistas, finge usted una melancolía varonil que mueve a lástima el corazón»), o la misma Concha, en Sonata de Otoño, que le reprende por su dandismo postural: «No te permito que poses ni de Aretino ni de César Borgia».
En definitiva, Bradomín es realmente más un dandi que un seductor Tenorio, más preocupado por su imagen y el efecto que provoca con ella que por sus hazañas donjuanescas, mucho más vulgares que el spleen de un petimetre decimonónico. El propio Valle-Inclán lo deja claro en un manuscrito aún inédito, guion o plan para una de sus conferencias (conservado en el Legado Valle-Inclán Alsina-Cátedra Valle-Inclán de la USC), en el que trata sobre las Sonatas en su conjunto, y allí leemos: «Actitud estética del Marqués de Bradomín. Este viejo aristócrata no parece haber dado a su vida una más alta trascendencia. Más Brummell que Don Juan».
Cuando, en Sonata de Invierno, el rey Carlos VII solicita al marqués que se suba a una silla y recite un soneto contra Alfonso XII compuesto por el propio Bradomín, y ante el jolgorio que entre los cortesanos se genera, el noble gallego responde con una sentencia: «Señor, para juglar nací muy alto». Y es que si el protagonista-narrador de estas novelas se puede definir por un rasgo es, sin duda alguna, por su orgullosa altanería (Santos Zas, 1993). La principal divisa en su vida es su irrefrenable engreimiento, incluso más que su afán conquistador. El orgullo bradominesco tiene mucho que ver también con su imagen exterior, con la pose, pero va mucho más allá. La gestualidad es un instrumento, una de sus principales herramientas en el juego de fascinación (y la otra es su verba, su capacidad lingüística para convencer a los demás). Pero la arrogancia es su esencia, su legado. Es más, si algo confiesa en verdad en estas Memorias es su pecado de orgullo, que no de soberbia. Este sentimiento procede de su estirpe, es altivez de casta, que aunque sólo sea por razones de sangre, le hace superior a los demás. Es una vanidad individualista, de exaltación personal, que le hace ser grande por una única razón: él es Bradomín, y por ello ya está por encima de casi todos los demás, al margen de su valor personal. El marqués no parece darle excesiva importancia a su vida, parece querer mostrarse modesto y humilde, y así cuando le incitan a escribir un libro de recuerdos, no se ve ni con el interés ni con la capacidad para enseñar nada a nadie, y por ello sólo alcanza a entender un objetivo para una obra literaria de este estilo (que, en definitiva, es lo que luego hará): «Yo no aspiro a enseñar, sino a divertir. Toda mi doctrina está en una sola frase: ¡Viva la bagatela!» (Invierno).
Aun así, Bradomín es un hombre sometido a su orgullo, acaso lo único que le domina por encima de cualquier pasión o sentimiento («¡El orgullo ha sido siempre mi mayor virtud!», Primavera). Esta pasión se transforma en ocasiones en poses que pretenden manifestar lo que él tiene no por defecto, sino como su mayor valor: «Quería mostrar a la princesa que cuando suelen otros desesperarse, yo sabía sonreír, y que donde otros son humillados, yo era triunfador» (Primavera). Esta perspectiva personal tan positiva del sentimiento de honor quintaesenciado procede, como decía, de un sentimiento de casta («He conseguido dominar todas las pasiones menos el orgullo. Debajo del sayal me acordaba de mi marquesado», Invierno), pero también de la vanidad personal, pues si de algo está realmente satisfecho, incluso por encima de su blasonada sangre, es de ser él mismo: «Yo estoy íntimamente convencido de que el Diablo tienta siempre a los mejores» (Primavera).
Como este engreimiento característico del marqués está tan enraizado en él, y es tan personal, a veces se convierte en el motor de sus acciones, como cuando le impulsa en un ardor guerrero que, en realidad, está lejos de sentir realmente, o por mejor decir, es un ímpetu que, en condiciones normales, está totalmente apagado en su alma: «Yo sentí alzarse dentro de mí el ánimo guerrero, despótico, feudal, este noble ánimo atávico, que haciéndome un hombre de otros tiempos, hizo en estos mi desgracia» (Invierno). Y lo mismo le sucede, siendo joven, cuando debe enfrentarse al furor de la decidida princesa Gaetani («Luchaba inútilmente por dominar mi orgullo y convencerme que era más altivo y más gallardo abandonar aquella misma noche, en medio de la tormenta, el Palacio Gaetani», Princesa).
Claro que el orgullo es un estímulo esencial en su vida y en su comportamiento, pero en ocasiones es su mayor problema, y necesita dominarlo, acomodarse a una circunstancia en la que el sentimiento de dignidad y arrogancia es inconveniente, como le ocurre en Sonata de Estío cuando el general Bermúdez le arrebata a la Niña Chole: «por hija y por esposa, pertenecía al fiero mexicano, y mi corazón se humillaba resignado acatando aquellas dos sagradas potestades (...) Yo sentía una fiera y dolorosa altivez al dominarme». En alguna ocasión, Bradomín quiere mostrarse manso, pero su altanería se lo impide, y no cede porque ello supondría alterar la imagen que tiene de sí mismo («Hacía mentalmente examen de conciencia, queriendo castigar mi alma con el cilicio del remordimiento, y este consuelo de los pecadores arrepentidos también huyó de mí», Invierno).
En la configuración del personaje, su orgullo tiene un efecto directo al provocarle resistencia a la hora de confesar debilidades. Difícilmente se puede encontrar a lo largo de la tetralogía un momento de sinceridad que nos lo muestre como un ser humano. Manifiesta dolores, sinsabores, decepciones, incluso ser víctima de alguna infidelidad, pero todo son circunstancias de la vida peregrina que lleva, no debilidades personales. Sólo en una ocasión encontramos algo parecido a una confesión de este cariz: en la Sonata de Estío, cuando viajando hacia sus posesiones mexicanas, tiene que cruzar una zona pantanosa infectada de cocodrilos, y uno de ellos le amenaza con el ataque. Esta amenaza le hace sentir pavor, y lo excepcional es que lo manifieste: «¡Aquellos ojos me miraban, estaban fijos en mí!... Confieso que en tal momento sentí el frío y el estremecimiento del miedo». Y una sensación similar, la del espanto, y aunque no lo confiese tan abiertamente, la siente también en la misma novela cuando se enfrenta en una playa con un indio que quiere robarle («Tuve horror a morir apuñalado... (...) Otra vez volví a tener miedo de aquella faca reluciente»).
Otro tópico a la hora de hablar de Bradomín es mencionar a cuatro mujeres, los cuatro objetos amorosos de cada una de las entregas de sus memorias: María Rosario, la Niña Chole, Concha y María Antonieta. Aún podríamos añadir una quinta figura, la de la postrera conquista del galán gallego: Maximina. Sin embargo, y pese a que con cierta frecuencia el narrador menciona que ha tenido muchas enamoradas, como hace al inicio de Sonata de Invierno («Como soy muy viejo, he visto morir a todas las mujeres por quienes en otro tiempo suspiré de amor: De una cerré los ojos, de otra tuve una triste carta de despedida, y las demás murieron siendo abuelas, cuando ya me tenían en olvido»), prefiere centrar su atención en esas mujeres mencionadas, lo cual no quiere decir que sean las únicas a las que recuerda. Así hace, por ejemplo, alguna breve mención a enamoramientos esporádicos y sin trascendencia, como el recuerdo melancólico de una mujer apenas percibida en las tinieblas nocturnas («no puedo recordar sin melancolía un rostro de mujer, entrevisto cierta madrugada entre Urbino y Roma», Estío), hasta la presencia, como personaje, de una antigua amante con la que no revive viejos amores (como sí hace con Concha y con María Antonieta), pero que es esencial en la vida de Bradomín, pues es la única mujer que le da descendencia. Esta mujer, Carmen, duquesa de Uclés, rompe el mito donjuanesco de su infertilidad, algo a lo que no parece dar crédito el propio marqués. En los demás casos en que se localizan conquistas del dandi, o bien son encuentros ocasionales (y acaso sólo sexuales), como con su prima Isabel Bendaña en Sonata de Otoño, o son simples datos biográficos, como la primera mujer a la que sedujo Xavier, niño de sólo once años, que enamora a la tía de Concha, Augusta.
Pero sí hay un recuerdo trascendental entre esas queridas pasadas: Lili. Esta es la amante de la que rara vez se habla cuando se analizan los amores bradominescos, pero no deja de resultar sorprendente que, junto a María Rosario, sea el único recuerdo profundo en su alma. Lili es la tentación, la confusión de sentimientos, el referente erótico por excelencia (que sólo puede ser suplantado por la desbordante sensualidad de la Niña Chole) y, sobre todo, el caso más antidonjuanista de Bradomín: la mujer que le es infiel y que lo abandona. De ahí que en la Sonata de Estío haya múltiples referencias a esta desleal amante, y ciertamente con un tono vergonzante por parte del marqués. A él no le molesta que sus enamoradas ya abuelas le hayan olvidado, sino no poder silenciar en su memoria a la mujer que lo sedujo a él y lo maltrató, y que su recuerdo sea una amenaza ante otras posibles relaciones similares:
Tuve miedo de aquella sonrisa, la sonrisa de Lili que ahora se me aparecía en boca de otra mujer. Tuve miedo de aquellos labios, los labios de Lili, frescos, rojos, fragantes como las cerezas de nuestro huerto, que tanto gustaba de ofrecerme en ellos (Estío).
Y es que estos «amores desgraciados» con esa «mujer [que] tiene en la historia de mi vida un recuerdo galante, cruel y glorioso», que provocó en él «una época lejana donde lloré por muerto a mi corazón: Muerto de celos, de rabia y de amor», esa Lili, «no sé si amada, si aborrecida», provoca en Bradomín un sentimiento de desolación como no se lo genera ninguna otra mujer en sus Memorias. Esta emoción no surge por el anhelo de una sensualidad perdida, sino por el dolor que para un Don Juan supone que una amante le engañe con otro hombre: «En la soledad del camarote edificaba mi espíritu con largas reflexiones, considerando cuán pocos hombres tienen la suerte de llorar una infidelidad que hubiera cantado el divino Petrarca» (Estío).
El marqués es un Don Juan católico, pecador y con conciencia de ello. Si no fuera católico, estaría más libre de remordimientos, de debates interiores, incluso de arrepentimientos. Pero sus Memorias no son un examen de conciencia, sino una crónica selecta de sus actividades, crónica cuyas consecuencias y reflexiones son propias del anciano que narra su vida, no del joven, u hombre maduro, que interactúa con una pléyade de seres muy diversos y de intereses muy variados. Es decir, lo que nos ofrece Bradomín es la consecuencia de su meditación sobre su vida a la que ha llegado ya casi centenario.
La perspectiva general que tiene el marqués de su biografía está sazonada de un continuo machismo triunfante; pero no se puede esperar otra cosa de un héroe decimonónico de tinte donjuanesco. Sin embargo, su machismo, como su donjuanismo, están muy matizados, contenidos e, incluso, pueden ser discutidos. Todo depende del momento vital de Bradomín que esté recordando. Sin lugar a dudas, y si tenemos que hablar de un protagonista, cuyo sentido de superioridad masculina lo domina todo, este es el que encontramos en la Sonata de Estío, y, en efecto, es en esta novela donde se manifiesta claramente con un discurso machista:
A las mujeres, para ser felices les basta con no tener escrúpulos, y probablemente no los hubiera tenido esa quimérica Marquesa de Bradomín. Dios mediante, haría como las gentiles marquesas de mi tiempo, que ahora se confiesan todos los viernes, después de haber pecado todos los días. Por cierto que algunas se han arrepentido todavía bellas y tentadoras, olvidando que basta un punto de contrición al sentir cercana la vejez.
Al margen de cierto maltrato psicológico al que somete a la Niña Chole, de su actitud de propietario de la joven criolla, que continuamente va mostrando («Esta mujer es mía, y su deuda también»), el marqués sólo cede su dominio sobre la mujer cuando considera que quien se lo arrebata tiene aún más derecho que él sobre su posesión, como le ocurre con el general Bermúdez.
El marqués es un «pecador» tanto por lo que hace como por lo que desea. Y a veces no tiene mayor dolor que no poder hacer lo que ambiciona. Aun así, en el desarrollo de sus Memorias también se preocupa por no generar una imagen de sí mismo excesivamente depravada o «decadentista». El término «decadentismo», en el diccionario bradominesco, siempre quiere decir desviaciones sexuales hacia lo que se denomina eros negro. Su gloria erótica está más en lo cuantitativo, y en especial cuando su supuesto poder sexual puede estar en entredicho. Así, sus triunfos amorosos se localizan en su capacidad de resistencia y en lo hiperbólico de sus aptitudes, como le ocurre con los «siete copiosos sacrificios» que practica con la Niña Chole, y sus reiterados embates amorosos, ya próximo a la ancianidad, con María Antonieta Volfani. Las desviaciones no están en su catálogo galante, y así reiteradamente niega seguir el eros negro: «Los decadentismos de la generación nueva no los he sentido jamás» (Estío):
Hay maridos y hay amantes que ni siquiera pueden servirnos de precursores, y bien sabe Dios que la perversidad, esa rosa sangrienta, es una flor que nunca se abrió en mis amores. Yo he preferido siempre ser el Marqués de Bradomín, a ser ese divino Marqués de Sade (Otoño).
Claro que hablando de perversidades, aunque en general no le tienten, alguna sí le llama la atención e, incluso, le tortura el hecho de no poder inclinarse hacia la práctica de ciertas «decadencias». En concreto, la homosexualidad. Famoso es el elogio que pronuncia acerca del «amor de los efebos», manifestado por extenso en Sonata de Estío. Allí lo llama «pecado desconocido», «sagrado misterio», «jardín de los amores perversos», pero: «¡Felices y aborrecidas sombras: Me llaman y no puedo seguirlas!».
Podríamos decir que todo esto lo formula en el momento en el que se halla en la máxima plenitud física, y que, acaso, «las rosas de Venus» que florecen en su alma no sean suficientes para calmar su ímpetu. Pero en Sonata de Invierno, cuando vuelve a reencontrarse con el adolescente ruso del episodio mexicano, que entonces le provocaba celos y deseo impracticable, ahora convertido en un gigante ya mayor y acompañado de un bello joven, le hace recordar esa inclinación imposible, y deplorar de nuevo que su naturaleza no le haya llevado por ese camino, sin lugar a dudas apetecido:
Viendo juntos a los dos prisioneros, lamenté más que nunca no poder gustar del bello pecado, regalo de los dioses y tentación de los poetas. En aquella ocasión hubiera sido mi botín de guerra y una hermosa venganza, porque era el compañero del gigante el más admirable de los efebos. Considerando la triste aridez de mi destino, suspiré resignado (Invierno).
Este elogio del pecado imposible para él se une a otras apologías con que va salpicando las páginas de sus Memorias el marqués, como la loa de la mentira, o la exaltación del sexo, pero será en otro, acaso más sorprendente, el de la extinción humana, condenándose a la no reproducción (mal que, como ya se ha dicho, se le atribuye al mito de Don Juan), cuando hace un último y críptico elogio de la homosexualidad:
Un día llegará, sin embargo, donde surja en la conciencia de los vivos, la ardua sentencia que condena a los no nacidos. ¡Qué pueblo de pecadores trascendentales el que acierte a poner el gorro de cascabeles en la amarilla calavera que llenaba de meditaciones sombrías el alma de los viejos ermitaños! ¡Qué pueblo de cínicos elegantes el que rompiendo la ley de todas las cosas, la ley suprema que une a las hormigas con los astros, renuncie a dar la vida, y en un alegre balneario se disponga a la muerte! ¿Acaso no sería ese el más divertido fin del mundo, con la coronación de Safo y Ganimedes?... (Invierno).
El dandi Bradomín, como vemos, se mueve siempre al borde del sacrilegio y de la mentira. Mentir a los demás es, en definitiva, embellecer la vida de los seres humanos, vulgares y tristes. A veces la mentira no es tal, sino un juego irónico donde la literatura tiene un protagonismo extraordinario; mentira a través de metáforas, alegorías y juegos lingüísticos equívocos. Buen ejemplo de ello es la conversación con la inocente María Rosario en Sonata de Primavera, donde el marqués le confiesa que su paternidad espiritual está en la figura del libertino Casanova, haciéndole creer que se trataba de un santo hombre, y que mantenía relaciones íntimas, aunque no le aclara que nada espirituales, con una monja carmelita, al estilo de la que sostuvieron san Francisco de Asís y santa Catalina de Siena. La mentira es un don para el protagonista, porque es la que produce la Leyenda, frente a la Historia, que es siempre «un relato menos interesante, menos ejemplar y menos bello» que el producto de la invención falaz (Invierno). Y esto, que se transforma en el mencionado elogio de la mentira que se encuentra en Sonata de Invierno («¡Salve, risueña mentira, pájaro de luz que cantas como la esperanza!»), es pauta y norma de vida para un Bradomín que tiene que ir construyendo su vida no con el engaño artero, sino con la invención elegante. No menos debe hacer un Don Juan que se precie.
El sacrilegio es un pecado cometido bien conscientemente por el católico marqués, pero es que no deja de ser, por otra parte y al margen de su fe religiosa, un burlador, y su burla a la vida tiene que incluir, también, a las creencias religiosas. Como Don Juan gallego que es, y como Valle-Inclán meditó en diversas ocasiones, tiene que ser impío, retador de la muerte y sacrílego. Por eso, cuando se retrata como un amador sempiterno en la Sonata de Primavera,
