Tirano Banderas: Novela de tierra caliente - Ramón del Valle-Inclán - E-Book

Tirano Banderas: Novela de tierra caliente E-Book

Ramón Del Valle Inclán

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Beschreibung

Filomeno Cuevas, criollo ranchero, había dispuesto para aquella noche armar a sus peonadas, con los fusiles ocultos en un manigual, y las glebas de indios, en difusas líneas, avanzaban por los esteros de Ticomaipú. Luna clara, nocturnos horizontes profundos de susurros y ecos.

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TIRANO BANDERAS

NOVELA POR

DON RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN

© 2022 Librorium Editions

ISBN : 9782383834281

PRÓLOGO

PRÓLOGO

I

Filomeno Cuevas, criollo ranchero, había dispuesto para aquella noche armar a sus peonadas, con los fusiles ocultos en un manigual, y las glebas de indios, en difusas líneas, avanzaban por los esteros de Ticomaipú. Luna clara, nocturnos horizontes profundos de susurros y ecos.

II

Saliendo a Jarote Quemado con una tropilla de mayorales, arrendó su montura el patrón y a la luz de una linterna pasó lista:

—Manuel Romero.

—¡Presente!

—Acércate. No más que recomendarte precaución con ponerte briago. La primera campanada de las doce será la señal. Llevas sobre ti la responsabilidad de muchas vidas, y no te digo más. Dame la mano.

—Mi jefesito en estas bolucas somos baqueanos.

El patrón repasó el listín:

—Benito San Juan.

—¡Presente!

—¿Chino Viejo te habrá puesto al tanto de tu consigna?

—Chino Viejo no más me ha significado meterme con alguna caballada por los rumbos de la feria y tirarlo todo patas al aire. Soltar algún balazo y no dejar títere sano. La consigna no aparenta mayores dificultades.

—¡A las doce!

—Con la primera campanada. Me acantonaré bajo el reloj de Catedral.

—Hay que proceder de matute y hasta lo último aparentar ser pacíficos feriantes.

—Eso seremos.

—A cumplir bien. Dame la mano.

Y puesto el papel en el cono luminoso de la linterna, aplicó los ojos el patrón:

—Atilio Palmieri.

—¡Presente!

Atilio Palmieri era primo de la niña ranchera: Rubio, chaparro, petulante. El ranchero se tiraba de las barbas caprinas:

—Atilio, tengo para ti una misión muy comprometida.

—Te lo agradezco, pariente.

—Estudia el mejor modo de meter fuego en un convento de monjas, y a toda la comunidad, en camisa, ponerla en la calle escandalizando. Esa es tu misión. Si hallas alguna monja de tu gusto, cierra los ojos. A la gente, que no se tome de la bebida. Hay que operar violento, con la cabeza despejada. ¡Atilio, buena suerte! Procura desenvolver tu actuación sobre los límites de media noche.

—Conformo, Filomeno, que saldré avante.

—Así lo espero: Zacarías San José.

—¡Presente!

—Para ti ninguna misión especial. A tus luces dejo lo que más convenga. ¿Qué bolichada harías tú esta noche metiéndote, con algunos hombres, por Santa Fe? ¿Cuál sería tu bolichada?

—Con solamente otro compañero dispuesto, revoluciono la feria: Vuelco la barraca de las Ceras y abro las jaulas. ¿Qué dice el patrón? ¿No se armaría buena? Con cinco valientes pongo fuego a todos los abarrotes de gachupines. Con veinticinco copo la guardia de los Mostenses.

—¿No más que eso prometes?

—Y muy confiado de darle una sangría a Tirano Banderas. Mi jefesito, en este alforjín que cargo en el arzón van los restos de mi chamaco. ¡Me lo han devorado los chanchos en la ciénaga! No más cargando estos restos, gané en los albures para feriar guaco, y tiré a un gachupín la mangana y escapé ileso de la balasera de los gendarmes. Esta noche saldré bien en todos los empeños.

—Cruzado, toma la gente que precises y realiza ese lindo programa. Nos vemos. Dame la mano. Y pasada esta noche sepulta esos restos. En la guerra el ánimo y la inventiva son los mejores amuletos. Dame la mano.

—¡Mi jefesito, estas ferias van a ser señaladas!

—Eso espero: Crisanto Roa.

—¡Presente!

Era el último de la lista y sopló la linterna el patrón. Las peonadas habían renovado su marcha bajo la luna.

III

El Coronelito de la Gándara, desertado de las milicias federales, discutía con chicanas y burlas los aprestos militares del ranchero:

—¡Filomeno, no seas chivatón, y te pongas a saltar un tajo cuando te faltan las zancas! Es una grave responsabilidad en la que incurres llevando tus peonadas al sacrificio. ¡Te improvisas general y no puedes entender un plano de batallas! Yo soy un científico, un diplomado en la Escuela Militar. ¿La razón no te dice quién debe asumir el mando? ¿Puede ser tan ciego tu orgullo? ¿Tan atrevida tu ignorancia?

—Domiciano, la guerra no se estudia en los libros. Todo reside en haber nacido para ello.

—¿Y tú te juzgas un predestinado para Napoleón?

—¡Acaso!

—¡Filomeno, no macanees!

—Domiciano, convénceme con un plan de campaña, que aventaje al discurrido por mí, y te cedo el mando. ¿Qué harías tú con doscientos fusiles?

—Aumentarlos hasta formar un ejército.

—¿Cómo se logra eso?

—Levantando levas por los poblados de la Sierra. En Tierra Caliente cuenta con pocos amigos la revolución.

—¿Ese sería tu plan?

—En líneas generales. El tablero de la campaña debe ser la Sierra. Los Llanos son para las grandes masas militares, pero las guerrillas y demás tropas móviles, hallan su mejor aliado en la topografía montañera. Eso es lo científico, y desde que hay guerras, la estructura del terreno impone la maniobra. Doscientos fusiles, en la llanura están siempre copados.

—¿Tu consejo es remontarnos a la Sierra?

—Ya lo he dicho. Buscar una fortaleza natural, que supla la exigüidad de los combatientes.

—¡Muy bueno! ¡Eso es lo científico, la doctrina de los tratadistas, la enseñanza de las Escuelas!... Muy conforme. Pero yo no soy científico, ni tratadista, ni pasé por la Academia de Cadetes. Tu plan de campaña no me satisface, Domiciano. Yo, como has visto, intento para esta noche un golpe sobre Santa Fe. De tiempo atrás vengo meditándolo, y casualmente en la ría, atracado al muelle, hay un pailebote en descarga. Transbordo mi gente, y la desembarco en la playa de Punta Serpiente. Sorprendo a la guardia del castillo, armo a los presos, sublevo a las tropas de la Ciudadela. Ya están ganados los sargentos. Ese es mi plan, Domiciano.

—¡Y te lo juegas todo en una baza! No eres un émulo de Fabio Máximo. ¿Qué retirada has estudiado? Olvidas que el buen militar nunca se inmola imprudentemente y ataca con el previo conocimiento de sus líneas de retirada. Esa es la más elemental táctica fabiana: En nuestras pampas, el que lucha cediendo terreno, si es ágil en la maniobra, y sabe manejar la tea petrolera, vence a los Aníbales y Napoleones. Filomeno, la guerra de partidas que hacen los revolucionarios no puede seguir otra táctica que la del romano frente al cartaginés. ¡He dicho!

—¡Muy elocuente!

—Eres un irresponsable que conduce un piño de hombres al matadero.

—Audacia y Fortuna ganan las campañas, y no las matemáticas de las Academias. ¿Cómo actuaron los héroes de nuestra Independencia?

—Como apóstoles. Mitos populares, no grandes estrategas. Simón Bolívar, el primero de todos, fue un general pésimo. La guerra es una técnica científica y tú la conviertes en bolada de ruleta.

—Así es.

—Pues discurres como un insensato.

—¡Posiblemente! No soy un científico, y estoy obligado a no guiarme por otra norma que la corazonada. ¡Voy a Santa Fe, por la cabeza del Generalito Banderas!

—Más seguro que pierdas la tuya.

—Allá lo veremos. Testigo el tiempo.

—Intentas una operación sin refrendo táctico, una mera escaramuza de bandolerismo, contraria a toda la teoría militar. Tu obligación es la obediencia al Cuartel General del Ejército Revolucionario: Ser merito grano de arena en la montaña, y te manifiestas con un acto de indisciplina al operar independiente. Eres ambicioso y soberbio. No me escuches. Haz lo que te parezca. Sacrifica a tus peonadas. Después del sudor, les pides la sangre. ¡Muy bueno!

—De todo tengo hecho mérito en la conciencia, y con tantas responsabilidades y tantos cargos no cedo en mi idea. Es más fuerte la corazonada.

—La ambición de señalarte.

—Domiciano, tú no puedes comprenderme. Yo quiero apagar la guerra con un soplo, como quien apaga una vela.

—¡Y si fracasas, difundir el desaliento en las filas de tus amigos, ser un mal ejemplo!

—O una emulación.

—Después de cien años, para los niños de las Escuelas Nacionales. El presente, todavía no es la historia, y tiene caminos más realistas. En fin, tanto hablar seca la boca. Pásame tu cantimplora.

Tras del trago, batió la yesca y encendió el chicote apagado, esparciéndose la ceniza por el vientre rotundo de ídolo tibetano.

IV

El patrón, con solo cincuenta hombres, caminó por marismas y manglares hasta dar vista a un pailebote abordado para la descarga en el muelle de un aserradero. Filomeno ordenó al piloto que pusiese velas al viento para recalar en Punta Serpientes. El sarillo luminoso de un faro giraba en el horizonte. Embarcada la gente, zarpó el pailebote con silenciosa maniobra. Navegó la luna sobre la obra muerta de babor, bella la mar, el barco marinero. Levantaba la proa surtidores de plata y en la sombra del foque un negro juntaba rueda de oyentes: Declamaba versos con lírico entusiasmo, fluente de ceceles. Repartidos en ranchos los hombres de la partida, tiraban del naipe: Aceitosos farolillos discernían los rumbos de juguetas por escotillones y sollados. Y en la sombra del foque abría su lírico floripondio de ceceles el negro catedrático:

Navega velelo mío

Sin temol,

Que ni enemigo navío,

Ni tolmenta, ni bonanza,

A tolcel tu lumbo alcanza,

Ni a sujetal tu valol.

PRIMERA PARTE

SINFONÍA DEL TRÓPICO

LIBRO PRIMERO

ICONO DEL TIRANO

I

Santa Fe de Tierra Firme —arenales, pitas, manglares, chumberas— en las cartas antiguas, Punta de las Serpientes.

II

Sobre una loma, entre granados y palmas, mirando al vasto mar y al sol poniente, encendía los azulejos de sus redondas cúpulas coloniales San Martín de los Mostenses. En el campanario sin campanas levantaba el brillo de su bayoneta un centinela. San Martín de los Mostenses, aquel desmantelado convento de donde una lejana revolución había expulsado a los frailes, era, por mudanzas del tiempo, Cuartel del Presidente Don Santos Banderas —Tirano Banderas—.

III

El Generalito acababa de llegar con algunos batallones de indios, después de haber fusilado a los insurrectos de Zamalpoa: Inmóvil y taciturno, agaritado de perfil en una remota ventana, atento al relevo de guardias en la campa barcina del convento, parece una calavera con antiparras negras y corbatín de clérigo. En el Perú había hecho la guerra a los españoles, y de aquellas campañas veníale la costumbre de rumiar la coca, por donde en las comisuras de los labios tenía siempre una salivilla de verde veneno. Desde la remota ventana, agaritado en una inmovilidad de corneja sagrada, está mirando las escuadras de indios, soturnos en la cruel indiferencia del dolor y de la muerte. A lo largo de la formación, chinitas y soldaderas haldeaban corretonas, huroneando entre las medallas y las migas del faltriquero, la pitada de tabaco y los cobres para el coime. Un globo de colores se quemaba en la turquesa celeste, sobre la campa invadida por la sombra morada del convento. Algunos soldados, indios comaltes de la selva, levantaban los ojos. Santa Fe celebraba sus famosas ferias de Santos y Difuntos. Tirano Banderas, en la remota ventana, era siempre el garabato de un lechuzo.

IV

Venía por el vasto zaguán frailero una escolta de soldados con la bayoneta armada en los negros fusiles, y entre las filas un roto greñudo, con la cara dando sangre. Al frente, sobre el flanco derecho, fulminaba el charrasco del Mayor Abilio del Valle. El retinto garabato del bigote, dábale fiero resalte al arregaño lobatón de los dientes que sujetan el fiador del pavero con toquilla de plata:

—¡Alto!

Mirando a las ventanas del convento, formó la escuadra. Destacáronse dos caporales, que, a modo de pretinas, llevaban cruzadas sobre el pecho sendas pencas con argollones, y despojaron al reo del fementido sabanil que le cubría las carnes: Sumiso y adoctrinado, con la espalda corita al sol, entrose el cobrizo a un hoyo profundo de tres pies, como disponen las Ordenanzas de Castigos Militares. Los dos caporales apisonaron echando tierra, y quedó soterrado hasta los estremecidos ijares: El torso desnudo, la greña, las manos con fierros, salían fuera del hoyo colmados de negra expresión dramática: Metía el chivón de la barba en el pecho, con furbo atisbo a los caporales que se desceñían las pencas. Señaló el tambor un compás alterno y dio principio el castigo del chicote, clásico en los cuarteles:

—¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!

El greñudo, sin un gemido, se arqueaba sobre las manos esposadas, ocultos los hierros en la cavación del pecho: Le saltaban de los costados ramos de sangre, y sujetándose al ritmo del tambor, solfeaban los dos caporales:

—¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve!

V

Niño Santos se retiró de la ventana para recibir a una endomingada diputación de la Colonia Española: El abarrotero, el empeñista, el chulo del braguetazo, el patriota jactancioso, el doctor sin reválida, el periodista hampón, el rico mal afamado, se inclinaban en hilera ante la momia taciturna con la verde salivilla en el canto de los labios—. Don Celestino Galindo, orondo, redondo, pedante, tomó la palabra, y con aduladoras hipérboles, saludó al Glorioso Pacificador de Zamalpoa:

—La Colonia Española eleva sus homenajes al benemérito patricio, raro ejemplo de virtud y energía, que ha sabido restablecer el imperio del orden, imponiendo un castigo ejemplar a la demagogia revolucionaria. ¡La Colonia Española, siempre noble y generosa, tiene una oración y una lágrima para las víctimas de una ilusión funesta, de un virus perturbador! Pero la Colonia Española no puede menos de reconocer que en el inflexible cumplimiento de las leyes está la única salvaguardia del orden y el florecimiento de la República.

La fila de gachupines asintió con murmullos: Unos eran toscos, encendidos y fuertes: Otros tenían la expresión cavilosa y hepática de los tenderos viejos: Otros, enjoyados y panzudos, exudaban zurda pedancia. A todos ponía un acento de familia el embarazo de las manos con guantes. Tirano Banderas masculló estudiadas cláusulas de dómine:

—Me congratula ver cómo los hermanos de raza aquí radicados, afirmando su fe inquebrantable en los ideales de orden y progreso, responden a la tradición de la Madre Patria. Me congratula mucho este apoyo moral de la Colonia Hispana. Santos Banderas no tiene la ambición de mando que le critican sus adversarios: Santos Banderas les garanta que el día más feliz de su vida será cuando pueda retirarse y sumirse en la oscuridad a labrar su predio, como Cincinato. Crean, amigos, que para un viejo son fardel muy pesado las obligaciones de la Presidencia. El gobernante, muchas veces precisa ahogar los sentimientos de su corazón, porque el cumplimiento de la ley es la garantía de los ciudadanos trabajadores y honrados: El gobernante, llegado el trance de firmar una sentencia de pena capital, puede tener lágrimas en los ojos, pero a su mano no le está permitido temblar. Esta tragedia del gobernante, como les platicaba recién, es superior a las fuerzas de un viejo. Entre amigos tan leales, puedo declarar mi flaqueza, y les garanto que el corazón se me desgarraba al firmar los fusilamientos de Zamalpoa. ¡Tres noches he pasado en vela!

—¡Atiza!

Se descompuso la ringla de gachupines. Los charolados pies juanetudos cambiaron de loseta. Las manos, enguantadas y torponas, se removieron indecisas, sin saber dónde posarse. En un tácito acuerdo, los gachupines jugaron con las brasileñas leontinas de sus relojes. Acentuó la momia:

—¡Tres días con sus noches en ayuno y en vela!

—¡Arrea!

Era el que tan castizo apostillaba un vinatero montañés, chaparro y negrote, con el pelo en erizo, y el cuello de toro desbordante sobre la tirilla de celuloide: La voz fachendosa tenía la brutalidad intempestiva de una claque de teatro. Tirano Banderas sacó la petaca y ofreció a todos su picadura de Virginia:

—Pues, como les platicaba, el corazón se destroza, y las responsabilidades de la gobernación llegan a constituir una carga demasiado pesada. Busquen al hombre que sostenga las finanzas, al hombre que encauce las fuerzas vitales del país. La República, sin duda, tiene personalidades que podrán regirla con más acierto que este viejo valetudinario. Pónganse de acuerdo todos los elementos representativos, así nacionales como extranjeros...

Hablaba meciendo la cabeza de pergamino: La mirada, un misterio tras las verdosas antiparras. Y la ringla de gachupines balanceaba un murmullo, señalando su aduladora disidencia. Cacareó Don Celestino:

—¡Los hombres providenciales no pueden ser reemplazados, sino por hombres providenciales!

La fila aplaudió, removiéndose en las losetas, como ganado inquieto por la mosca. Tirano Banderas, con un gesto cuáquero, estrechó la mano del pomposo gachupín:

—Quédese, Don Celes, y echaremos un partido de ranita.

—¡Muy complacido!

Tirano Banderas, trasmudándose sobre su última palabra, hacía a los otros gachupines un saludo frío y parco:

—A ustedes, amigos, no quiero distraerles de sus ocupaciones. Me dejan mandado.

VI

Una mulata entrecana, descalza, temblona de pechos, aportó con el refresco de limonada y chocolate, dilecto de frailes y corregidores, cuando el virreinato. Con tintín de plata y cristales en las manos prietas, miró la mucama al patroncito, dudosa, interrogante. Niño Santos, con una mueca de la calavera, le indicó la mesilla de campamento, que, en el vano de un arco, abría sus compases de araña. La mulata obedeció haldeando: Sumisa, húmeda, lúbrica, se encogía y deslizaba. Mojó los labios en la limonada Niño Santos:

—Consecutivamente, desde hace cincuenta años, tomo este refresco, y me prueba muy medicinal... Se lo recomiendo, Don Celes.

Don Celes infló la botarga:

—¡Cabal, es mi propio refresco! Tenemos los gustos parejos y me siento orgulloso. ¡Cómo no!

Tirano Banderas, con gesto huraño, esquivó el humo de la adulación, las volutas enfáticas. Manchados de verde los cantos de la boca, se recogía en su gesto soturno:

—Amigo Don Celes, las revoluciones, para acabarlas de raíz, precisan balas de plata.

Reforzó campanudo el gachupín:

—¡Balas que no llevan pólvora ni hacen estruendo!

La momia acogió con una mueca enigmática:

—Esas, amigo, que van calladas, son las mejores. En toda revolución hay siempre dos momentos críticos: El de las ejecuciones fulminantes, y el segundo momento, cuando convienen las balas de plata. Amigo Don Celes, recién esas balas nos ganarían las mejores batallas. Ahora la política es atraerse a los revolucionarios. Yo hago honor a mis enemigos, y no se me oculta que cuentan con muchos elementos simpatizantes en las vecinas Repúblicas. Entre los revolucionarios, hay científicos que pueden con sus luces laborar en provecho de la Patria. La inteligencia merece respeto. ¿No le parece, Don Celes?

Don Celes asentía con el grasiento arrebol de una sonrisa:

—En un todo de acuerdo. ¡Cómo no!

—Pues para esos científicos quiero yo las balas de plata: Hay entre ellos muy buenas cabezas que lucirían en cotejo con las eminencias del Extranjero. En Europa, esos hombres pueden hacer estudios que aquí nos orienten: Su puesto está en la Diplomacia... En los Congresos Científicos... En las Comisiones que se crean para el Extranjero.

Ponderó el ricacho:

—¡Eso es hacer política sabia!

Y susurró confidencial Generalito Banderas:

—Don Celes, para esa política preciso un gordo amunicionamiento de plata. ¿Qué dice el amigo? Séame leal, y que no salga de los dos ninguna cosa de lo hablado. Le tomo por consejero, reconociendo lo mucho que vale.

Don Celes soplábase los bigotes escarchados de brillantina y aspiraba, deleite de sibarita, las auras barberiles que derramaba en su ámbito. Resplandecía como búdico vientre el cebollón de su calva, y esfumaba su pensamiento un sueño de orientales mirajes: La contrata de vituallas para el Ejército Libertador. Cortó el encanto Tirano Banderas:

—Mucho lo medita, y hace bien, que el asunto tiene toda la importancia.

Declamó el gachupín, con la mano sobre la botarga:

—Mi fortuna, muy escasa siempre, y estos tiempos harto quebrantada, en su corta medida está al servicio del Gobierno. Pobre es mi ayuda, pero ella representa el fruto del trabajo honrado en esta tierra generosa, a la cual amo como a una patria de elección.

Generalito Banderas interrumpió con el ademán impaciente de apartarse un tábano:

—¿La Colonia Española no cubriría un empréstito?

—La Colonia ha sufrido mucho estos tiempos. Sin embargo, teniendo en cuenta sus vinculaciones con la República...

El Generalito plegó la boca, reconcentrado en un pensamiento:

—¿La Colonia Española comprende hasta dónde peligran sus intereses con el ideario de la Revolución? Si lo comprende, trabájela usted en el sentido indicado. El Gobierno solo cuenta con ella para el triunfo del orden: El país está anarquizado por las malas propagandas.

Inflose Don Celes:

—El indio dueño de la tierra es una utopía de universitarios.

—Conformes. Por eso le decía que a los científicos hay que darles puestos fuera del país, adonde su talento no sea perjudicial para la República. Don Celestino, es indispensable un amunicionamiento de plata, y usted queda comisionado para todo lo referente. Véase con el Secretario de Finanzas. No lo dilate. El Licenciadito tiene estudiado el asunto y le pondrá al corriente: Discutan las garantías y resuelvan violento, pues es de la mayor urgencia balear con plata a los revolucionarios. ¡El extranjero acoge las calumnias que propalan las Agencias! Hemos protestado por la vía diplomática para que sea coaccionada la campaña de difamación, pero no basta. Amigo Don Celes, a su bien tajada péñola le corresponde redactar un documento que, con las firmas de los españoles preeminentes, sirva para ilustrar al Gobierno de la Madre Patria. La Colonia debe señalar una orientación, hacerles saber a los estadistas distraídos que el ideario revolucionario es el peligro amarillo en América. La Revolución representa la ruina de los estancieros españoles. Que lo sepan allá, que se capaciten. ¡Es muy grave el momento, Don Celestino! Por rumores que me llegaron, tengo noticia de cierta actuación que proyecta el Cuerpo Diplomático. Los rumores son de una protesta por las ejecuciones de Zamalpoa. ¿Sabe usted si esa protesta piensa suscribirla el Ministro de España?

Al rico gachupín se le enrojeció la calva:

—¡Sería una bofetada a la Colonia!

—¿Y el Ministro de España, considera usted que sea sujeto para esas bofetadas?

—Es hombre apático... Hace lo que le cuesta menos trabajo. Hombre poco claro.

—¿No hace negocios?

—Hace deudas, que no paga. ¿Quiere usted mayor negocio? Mira como un destierro su radicación en la República.

—¿Que se teme usted una pendejada?

—Me la temo.

—Pues hay que evitarla.

El gachupín simuló una inspiración repentina, con palmada en la frente panzona:

—La Colonia puede actuar sobre el Ministro.

Don Santos rasgó con una sonrisa su verde máscara indiana:

—Eso se llama meter el tejo por la boca de la ranita. Conviene actuar violento. Los españoles aquí radicados tienen intereses contrarios a las utopías de la Diplomacia. Todas esas lucubraciones del protocolo suponen un desconocimiento de las realidades americanas. La Humanidad, para la política de estos países, es una entelequia con tres cabezas: El criollo, el indio y el negro. Tres Humanidades. Otra política para estos climas es pura macana.

El gachupín, barroco y pomposo, le tendió la mano:

—¡Mi admiración crece escuchándole!

—No se dilate, Don Celes. Quiere decirse que se remite para mañana la invitación que le hice. ¿A usted no le complace el juego de la ranita? Es mi medicina para esparcir el ánimo, mi juego desde chamaco, y lo practico todas las tardes. Muy saludable, no arruina como otros juegos.

El ricacho se arrebolaba:

—¡Asombroso cómo somos de gustos parejos!

—Don Celes, hasta lueguito.

Interrogó el gachupín:

—¿Lueguito será mañana?

Movió la cabeza Don Santos:

—Si antes puede ser, antes. Yo no duermo.

Encomió Don Celes:

—¡Profesor de energía, como dicen en nuestro diario!

El Tirano le despidió, ceremonioso, desbaratada la voz en una cucaña de gallos.

VII

Tirano Banderas, sumido en el hueco de la ventana, tenía siempre el prestigio de un pájaro nocharniego: Desde aquella altura fisgaba la campa donde seguían maniobrando algunos pelotones de indios, armados con fusiles antiguos. La ciudad se encendía de reflejos sobre la marina esmeralda. La brisa era fragante, plena de azahares y tamarindos. En el cielo, remoto y desierto, subían globos de verbena, con cauda de luces. Santa Fe celebraba sus ferias otoñales, tradición que venía del tiempo de los virreyes españoles. Por la conga del convento, saltarín y liviano, con morisquetas de lechuguino, rodaba el quitrí de Don Celes. La ciudad, pueril ajedrezado de blancas y rosadas azoteas, tenía una luminosa palpitación, acastillada en la curva del Puerto. La marina era llena de cabrilleos, y en la desolación azul, toda azul, de la tarde, encendían su roja llamarada las cornetas de los cuarteles. El quitrí del gachupín saltaba como una araña negra, en el final solanero de Cuesta Mostenses.

VIII

Tirano Banderas, agaritado en la ventana, inmóvil y distante, acrecentaba su prestigio de pájaro sagrado. Cuesta Mostenses flotaba en la luminosidad del marino poniente, y un ciego cribado de viruelas rasgaba el guitarrillo al pie de los nopales, que proyectaban sus brazos como candelabros de Jerusalén. La voz del ciego desgarraba el calino silencio:

—Era Diego Pedernales

de noble generación,

pero las obligaciones

de su sangre no siguió.

 

LIBRO SEGUNDO

EL MINISTRO DE ESPAÑA

I

La Legación de España se albergó muchos años en un caserón con portada de azulejos y salomónicos miradores de madera, vecino al recoleto estanque francés, llamado por una galante tradición Espejillo de la Virreina. El Barón de Benicarlés, Ministro Plenipotenciario de Su Majestad Católica, también proyectaba un misterio galante y malsano, como aquella virreina que se miraba en el espejo de su jardín, con un ensueño de lujuria en la frente. El Excelentísimo Señor Don Mariano Isabel Cristino Queralt y Roca de Togores, Barón de Benicarlés y Maestrante de Ronda, tenía la voz de cotorrona y el pisar de bailarín. Lucio, grandote, abobalicado, muy propicio al cuchicheo y al chismorreo, rezumaba falsas melosidades: Le hacían rollas las manos y el papo: Hablaba con nasales francesas y mecía bajo sus carnosos párpados un frío ensueño de literatura perversa: Era un desvaído figurón, snob literario, gustador de los cenáculos decadentes, con rito y santoral de métrica francesa. La sombra de la ardiente virreina, refugiada en el fondo del jardín, mirando la fiesta de amor sin mujeres, lloró muchas veces, incomprensiva, celosa, tapándose la cara.