Romance de Lobos (Comedias bárbaras II) - Ramón del Valle-Inclán - E-Book

Romance de Lobos (Comedias bárbaras II) E-Book

Ramón Del Valle Inclán

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Beschreibung

Bajo la denominación "Comedias bárbaras" se agrupan, por orden de publicación, "Águila de Blasón" (1907), "Romance de Lobos" (1908) y "Cara de Plata" (1923), ciclo que gira en torno a la estirpe hidalga de los Montenegro y la conflictiva relación del patriarca, Don Juan Manuel, encarnación de una sociedad profundamente tradicional, como la gallega decimonónica, que se resquebrajaba ante el ascenso de la nueva y pujante burguesía, con sus hijos. En este enfrentamiento, propiciado por la codicia de éstos y por la desmesura del Mayorazgo, Ramón del Valle-Inclán (1866-1936) pinta con colores tremendos y episodios bizarros que anticipan el esperpento la degeneración moral de una familia y la desaparición de una sociedad. Romance de Lobos hace alusión al carácter salvaje y feroz de los «cinco hijos» desalmados de Don Juan Manuel, se exceptúa al sexto, Miguel "Cara de Plata", alistado en las filas carlistas, quienes lo acosan como una manada hasta desembocar en un trágico final. Edición de Margarita Santos Zas

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Seitenzahl: 196

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Ramón del Valle-Inclán

Romance de Lobos

Comedia bárbara dividida en tres jornadas

Introducción y edición de Margarita Santos Zas

Índice

Introducción, Romance de Lobos (1908-1922): el fin de una raza, el fin de una época, por Margarita Santos Zas

Bibliografía

Nota a esta edición

Romance de Lobos. Comedia bárbara dividida en tres jornadas

Jornada Primera

Escena Primera

Escena Segunda

Escena Tercera

Escena Cuarta

Escena Quinta

Escena Sexta

Jornada Segunda

Escena Primera

Escena Segunda

Escena Tercera

Escena Cuarta

Escena Quinta

Escena Sexta

Jornada Tercera

Escena Primera

Escena Segunda

Escena Tercera

Escena Cuarta

Escena Quinta

Escena Última

Créditos

Introducción

Romance de Lobos (1908-1922): el fin de una raza, el fin de una época

En 1908 Valle-Inclán da a la estampa Romance de Lobos. Es la segunda de las Comedias bárbaras desde el punto de vista de la cronología de su publicación, aunque argumentalmente es la tercera, siendo Cara de Plata (1923) y Águila de Blasón (1907), por este orden, sus predecesoras. Esto significa que el desenlace de Romance de Lobos es, asimismo, el de este ciclo dramático.

Quiero decir que en esta Comedia bárbara, Valle-Inclán lleva a su culminación el conflicto paterno-filial que actúa como nexo entre las tres obras y viene al caso recordar que el propio escritor había considerado cada una de ellas como partes de un todo, respecto del que Cara de Plata sería el acto I, con tres escenas-secuencias (sus jornadas originales), equivalente al planteamiento de la acción dramática; Águila de Blasón, el acto II con cinco escenas-secuencias, correspondería al nudo de dicha acción; y finalmente, Romance de Lobos, el acto III con tres escenas-secuencias, representaría su desenlace. Esta concepción de la trilogía incide en una idea que vengo reivindicando, de acuerdo con Pilar Cabañas (1995: 76-77), que reclama «la plena naturaleza dramática» de estas obras.

Siendo esta una idea recurrente en los estudios introductorios que acompañan las ediciones de estas obras en la presente colección, aprovecho para recordar que mi propósito es seguir ofreciendo caras distintas de esta prismática trilogía en cada nueva edición1. En las anteriores me he ocupado –además de la morfología propia de cada pieza dramática y de su historia textual e implicaciones derivadas– de la discutida unidad de las Comedias bárbaras, la naturaleza teatral de estas obras y el estreno en 1907 de Águila de Blasón, su carácter híbrido, que se sitúa en la frontera entre la narrativa y el teatro, y he prestado atención a temas como el donjuanismo, el ocultismo y las creencias populares, el carlismo, etc. Pero quedan pendientes otros asuntos, de no menor interés, que toca ahora afrontar.

Empecemos por recordar que las vacilaciones observadas en el proceso de construcción de Águila de Blasón atañen en gran parte a la determinación del concepto genérico –su carácter fronterizo entre narrativa y teatro, patente en el título de su edición periodística y en su historia textual, la ausencia de dramatis personae en su editio princeps, y el carácter propiamente literario de sus acotaciones escénicas son algunos de sus indicios–, y denotan el esfuerzo del autor por hallar fórmulas dramáticas nuevas, que se consolidarían en Romance de Lobos, según expone Valle-Inclán a su amigo Pérez de Ayala en carta de 12 de marzo de 1909:

Si mi nombre dura más que mi vida, será por este libro [Romance de Lobos]. Está tan fuera de la manera novelesca usual, que apenas se ha vendido. Estoy en un momento de grandes vacilaciones, y como aquí no hay crítica que oriente al escritor, tardaré en asegurarme en la nueva manera que persigo. Las últimas veces que nos vimos [...] estaba también lleno de dudas. Entonces escribía Águila de blasón, la novela donde dejo el párrafo de orfebrería por el diálogo (en Hormigón, 2006: 180, I).

El modelo ensayado, pues, en Águila de Blasón cristaliza en una fórmula original que hallamos enunciada en el subtítulo de las ediciones por entregas de Romance de Lobos (El Mundo, 21 octubre a 26 de diciembre de 1907) y de Cara de Plata (La Pluma, julio-diciembre de 1922), e igualmente en las sucesivas ediciones aparecidas en librería de las tres obras: todas incorporan el subtítulo Comedia bárbara. Esta designación nos lleva de la mano a abordar dos asuntos clave, mencionados ya en los estudios preliminares de Cara de Plata y de Águila de Blasón, y que ahora es momento de retomar. Me refiero al controvertido asunto de la adscripción genérica de estas piezas, que vinculamos al no menos discutido problema del estatuto de las acotaciones escénicas, cuestiones que remiten una vez más a la naturaleza teatral de estas piezas, que en el caso de Romance de Lobos ha sido interpelada con más frecuencia, si cabe, que en las restantes obras de la trilogía. Abordaré, por lo tanto, la doble dimensión de Romance de Lobos como obra dramática –la literaria y la espectacular–, utilizando como texto base la edición de 1922, última de las autorizadas por el autor (véase la Nota a esta edición).

Las «comedias» que no son comedias

Es sabido que Valle-Inclán aplica de manera sistemática una marca genérica a cada una de sus obras dramáticas y, aunque este hábito no es novedad en el teatro de su tiempo, el caso del escritor gallego destaca por ser uno de los autores que más géneros cultivó y esa pluralidad no es caprichosa, sino que revela su interés por abrir caminos nuevos, experimentando con los códigos conocidos, buscando fórmulas originales capaces de transformar el mediocre panorama teatral de su tiempo.

Si echamos un simple vistazo a la lista de títulos de las obras dramáticas de Valle-Inclán, se aprecia una variedad de designaciones genéricas que comportan atípicas categorías y nos acercan al carácter experimental de su trayectoria dramatúrgica (Santos Zas, 2017: IX-CLXXIII): Tragedia pastoril, Farsa sentimental y grotesca, Farsa infantil, Tragedia de tierras de Salnés, Tragicomedia de aldea, Auto para siluetas, Melodrama para marionetas o Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte. Otras veces acude a denominaciones ajenas a cualquier código estándar, tal como sucede con sus Coloquios románticos, Episodios de la vida íntima o Escenas rimadas en una manera extravagante, igualmente indicativas de su búsqueda de fórmulas nuevas, que alcanzarán su expresión más personal en el esperpento. Ambos mecanismos conllevan un claro propósito de subvertir las categorías genéricas tradicionales, que en su momento pusieron a prueba a actores, directores, empresarios y público. En este mismo orden de cosas, no olvidemos la tendencia del escritor a asignar diferentes denominaciones genéricas a una misma obra, que quieren mostrar la porosidad de sus fronteras (Iglesias Feijoo, 1988: 65-79; Míguez Vilas, 2002), como ocurre en Águila de Blasón (véaseestudio introductorio a su edición).

Detengámonos ahora en el meollo de la cuestión sobre la designación que Valle-Inclán acuñó para Cara de Plata, Águila de Blasón y Romance de Lobos: en el subtítulo común a las tres, el término genérico convencional es «comedia», pero no va solo, sino seguido del adjetivo, «bárbara». Este atributo –y es tendencia del teatro valleinclaniano– modifica la marca de género tradicional, de manera que la etiqueta comedia bárbara es en sí misma signo del proceso de experimentación que define toda la trayectoria teatral del dramaturgo gallego. Pero se impone preguntarnos: ¿qué son las Comedias bárbaras? Y como primer paso invoco las siguientes palabras de Valle-Inclán, recogidas en una entrevista publicada en 1918:

Ahora reanudaré mi obra dedicándome a escribir las tragedias que yo llamo «comedias bárbaras». Este trabajo de dialogar y de acotar artísticamente es el que más me gusta y el que encuentro más fácil. En mis tragedias hay mucho de lo que yo, pájaro alicortado, hubiese querido hacer (en Dougherty, 1983: 97).

Para poder explicar esta aparente contradicción conviene atender primero a la fórmula «Comedia bárbara», que el escritor acuña y utiliza por vez primera como título de un texto periodístico en 1906 (El Imparcial, 18 de junio), que forma parte de la prehistoria textual de Águila de Blasón. No debiera en principio extrañarnos la asociación del concepto «bárbaro-barbarie» con la literatura, porque fue bastante frecuente en el fin de siècle. Giovanni Allegra (1982) y, en particular, Leda Schiavo (1988: 191-203) ha revisado sus acepciones y el juego semántico antitético que mantiene con su opuesto «civilización»2, sobre todo, en coincidencia con otros autores foráneos y españoles (vgr., Leconte de Lisle, Carducci, Eça de Queiroz, Villaespesa, Marquina o Manuel Machado), que exaltaron la fuerza redentora, salvífica, de la «barbarie»; una literatura que enaltece las energías no academizadas y remite a la obra de Nietzsche, que fija el «verdadero alcance del arte y el pensamiento bárbaro» (Schiavo, 1988: 191).

No obstante, ha sido la opinión de Rubén Darío la más interesante a nuestro propósito, porque además de utilizar el concepto «bárbaro» en Prosas profanas (1896) y en El triunfo de Calibán (1898), lo aplicó a las Comedias bárbaras de Valle-Inclán en estos términos:

Bárbaro es lo que en expresión, simbolismo o manera de ser representa una mentalidad medieval, ásperamente expresiva, invasora y gótica; popular en lo fondo del corazón del pueblo, feudal, caballeresca, mística, llena de conocimientos o suposiciones milenarios, y al mismo tiempo ingenua, pagana, en lo mucho que de paganismo tiene la Edad Media; el sentido de fatalidad que había en tiempos de pestes extrañas y fulminantes que supiera comprender un Edgar Poe; y de peregrinos con sus conchas en las caperuzas, y de leprosos que, para atraer o alejar al viandante, tocaban sus esquilas en los caminos, mientras todo el orbe, desde el montículo papal, temblaba por el advenimiento de lo Extraordinario (en Schiavo, 1988: 197).

Rubén Darío, además de la exaltación de lo medieval, comparte la idea finisecular de la necesidad de sangrenueva para revitalizar un mundo demasiado viejo. Los bárbaros invaden entonces la imaginación literaria: «el mundo muere de civilización». Pero, además, la barbarie aparece asociada, en el concepto del «superhombre» nietzscheano, «con la audacia de las razas nobles», frente al mediocre «animal doméstico», cuyo desprecio Valle-Inclán parece compartir y desarrollar literariamente en sus Comedias bárbaras (cfr. Schiavo, 1988). El sentido de su barbarie funde lo arcaico, como sinónimo de lo intemporal, lo milenario, con el presente de unas regiones periféricas, reductos de lo auténtico, que empiezan a desmoronarse por las transformaciones que conlleva la revolución burguesa. Pero en la temática de estas obras, el campo asociativo de «bárbaro» se amplía y comprende también lo descomunal, lo enorme, lo disparatado, lo extraño, lo marginal, lo siniestro, lo violento, lo brutal... Acepciones que hallamos en gran medida en estas «comedias» valleinclanianas, cuyo atributo las dota de nuevos significados.

Comedia bárbara implica, pues, conciencia de algo nuevo y original, de libertad creadora, puesto que el escritor acude a un campo que es ajeno al mundo del teatro; pero no podemos ignorar que asocia «bárbara» a «comedia», es decir, a un marco teatral de referencia convencional, que tiene su propia preceptiva, pero no se pronuncia al respecto (Cabañas Vacas, 1995: 37 y 39). ¿Por qué entonces, como hemos visto, Valle-Inclán se refiere a sus Comedias bárbaras como tragedias? (Ruiz Ramón, 1986).

Se han dado diversas respuestas para explicar esa singular designación genérica: la primera remite al personaje de Don Juan Manuel Montenegro, que se ha considerado como un héroe trágico (Zahareas y Cardona, 1969: 18), porque se ha tenido en cuenta su carácter de representante de una sociedad agonizante, que Valle-Inclán resume en esta declaración hecha a Estévez Ortega (Nuevo Mundo, 18-11-1927):

Mi obra viene a reflejar la vida de un pueblo en desaparición; mi misión es anotarla, antes que desaparezca. En mis Comedias bárbaras reflejo los mayorazgos, que desaparecieron el año treinta y tres. Conocí a muchos. Son la última expresión de una idea, por lo que mis comedias tienen cierto valor histórico (en J. y J. del Valle-Inclán, 1994: 360-361).

Vista así, la trilogía es la «crónica» de la disolución de instituciones y formas de vida propias del Antiguo Régimen, es decir, del mundo que representa la Galicia decimonónica, y su sustitución por la pujante sociedad burguesa (Santos Zas, 1993: 153-182), de manera que la muerte del protagonista simboliza la de su propia sociedad; y ese desenlace –y esto es lo significativo– se presenta como inevitable.

También como rasgo de su dimensión trágica, se ha destacado su vinculación con el mito de don Juan (Becerra, 2006: 115-124; Serrano Alonso, 2010: 247-266) con su inequívoca potencialidad trágica, y además Montenegro tiene los atributos de soberbia, orgullo y desmesura, propios del héroe trágico, que le conducen a la aniquilación (Santos Zas, 1995: 151-163); por último, sus acciones parecen impulsadas por un fatalismo, que comporta el fracaso del que el personaje tiene plena conciencia. A esos rasgos se añade la presencia del «coro» –la hueste de mendigos–, instrumento de la tragedia clásica, que en Romance de Lobos acompaña al protagonista durante el desarrollo de la acción dramática. Por otra parte, las Comedias bárbaras se han visto como «la epopeya de Occidente cristiano expresada en una estructura dramática de género trágico» (Barbeito, 1988: 142).

En suma, la trilogía bárbara supone un intento de elaboración de una forma dramática integradora tanto de elementos propios de la comedia como de la tragedia. «La trilogía queda así suspendida [...] entre lo trágico y lo cómico sin llegar a circunscribirse enteramente ni a una ni a otra esfera poética» (Cabañas Vacas, 1995: 54 y 62). Ahí precisamente, en ese hibridismo genérico, reside su singularidad.

Las acotaciones teatrales: más allá de signos escénicos

La mayor parte de los ensayos dedicados al estudio de las acotaciones dramáticas –didascalias o texto secundario–, han señalado su ambiguo estatuto, sus cambios a través de la historia y su naturaleza singular, pues son textos, escritos en prosa o verso, que como tales desaparecen en la representación de una obra3. Siendo esto así, nadie resta importancia al papel de las acotaciones desde el punto de vista literario y espectacular, y mucho menos en el caso de Valle-Inclán, en cuyas obras adquieren características propias y asumen nuevas funciones que interpelan las habituales. No es extraño que las didascalias valleinclanianas sigan siendo uno de los caballos de batalla de quienes se han ocupado de sus obras dramáticas desde una perspectiva teórica y de cuantos han querido convertirlas en espectáculo teatral.

Las acotaciones valleinclanianas, escritas en prosa o en verso, son abundantes y amplias, se localizan al inicio de cada acto, pero son muy frecuentes las de carácter interescénico. Estas acotaciones son funcionales en la medida en que proporcionan informaciones prácticas orientadas a la puesta en escena de una obra, si bien en no pocos casos exceden su función de signos para la representación. En segundo lugar, su naturaleza híbrida responde a un impulso renovador, frente al teatro canónico que rechaza la coexistencia del modo narrativo y dramático, que es la habitual en el teatro del escritor gallego. De ahí la reticencia a otorgarle esta categoría por parte de quienes defienden un concepto de teatro tradicional. Por otra parte, hay que referirse a la voz que enuncia el contenido del llamado texto secundario que no debe confundirse con el autor histórico, aunque tampoco podemos identificarlo con la figura de un narrador propio del discurso novelesco, sino que se trata de la voz del acotador o hablante dramático, que tiene su propio estatuto (Míguez Vilas, 2002: 26 y ss.). Veamos para comprenderlo mejor algunos ejemplos de las acotaciones de Romance de Lobos:

El Caballero siente que una ráfaga le arrebata de la silla, y ve desaparecer a su caballo en una carrera infernal. Mira temblar la luz del cirio sobre su puño cerrado, y advierte con espanto que solo oprime un hueso de muerto. Cierra los ojos, y la tierra le falta bajo el pie y se siente llevado por los aires (I, 1).

Aquellas puertas de vieja tracería y floreado cerrojo sienten en la oscuridad manos invisibles que las empujan (I, 2).

Hablan en las tinieblas y sus voces, contrahechas por el viento, son de una oscuridad embrujada y grotesca, saliendo de aquel roquedo que finge ruinas de quimera, donde hubiese por carcelero un alado dragón (I, 6).

Oliveros, el mayor, tiene el noble y varonil tipo suevo de un hidalgo montañés. La barba de cobre, los ojos de esmeralda y el corvar de la nariz soberbio, algo que evoca, con un vago recuerdo, la juventud putañera de Don Juan Manuel Montenegro. Allá, en su aldea, la madre y el hijo suelen enorgullecerse de aquella honrosa semejanza con el Señor Mayorazgo. Y Ramiro de Bealo ha conseguido por ello que el viejo linajudo le diese en parcería cuatro yuntas y en aforo las tierras de Lantañón (II, 6).

Un rincón en la iglesia de Flavia-Longa. Llega, como mosconeo, la voz desentonada y gangosa del abad, un exclaustrado sordo, que guía las Cruces en la capilla de Jesús Nazareno. Una mujeruca del pueblo, que lleva el manteo a modo de capuz, suspira al terminar sus rezos y besa la tierra con la lengua. Es muy vieja, toda arrugada, con ese color oscuro y clásico que tienen las nueces de los nogales centenarios. Atraviesa la nave, y el lento arrastrar de sus madreñas cuenta sus años. Aquella mujeruca sirve desde niña en la casa de Don Juan Manuel Montenegro: Es Micaela la Roja, que conoció a los difuntos señores cuando entró de rapaza de las vacas por el yantar y el vestido. Ahora camina apoyada en un palo. Renqueando entra en una capilla con puerta de hierro, toda tristeza y herrumbre, y se acerca a una mujer que reza. Es Sabelita, que fue otro tiempo barragana del Caballero. Con las cabezas juntas hablan quedo en aquella sombra húmeda que parece destilar oraciones, y dos velas se consumen en el altar, dos velas rizadas y pintadas como dos madamas (III, 1).

A la vista de estos casos, espigados a modo de muestrario, que también encontramos en las otras dos Comedias bárbaras4,se observa en todos ellos que, sin perder su tradicional naturaleza funcional –signos para la representación–, se contaminan de rasgos propios de la narrativa de ficción, al tiempo que adquieren un rango literario similar al del texto dialogado. Ese carácter narrativo-descriptivo, su lenguaje marcadamente poético y la subjetividad de la voz del acotador han inducido a considerarlos textos para leer y, en consecuencia, obras limitadas a su recepción textual, ponderando su dimensión estilística, en detrimento de su potencial dramatúrgico.

Pero frente a quienes subrayan la falta de funcionalidad de esas acotaciones, Míguez Vilas (2002: 96) muestra que la innovadora propuesta teatral valleinclaniana, «orienta o sugiere futuras puestas en escena de sus invenciones», tal como la realidad confirma con el estreno de Águila de Blasón y el proyecto de puño y letra del escritor para Romance de Lobos (Santos Zas y Oliva, 2010: 57-109), que veremos después.

El propio Valle-Inclán era «plenamente consciente de la versatilidad de su discurso, capaz de estimular la imaginación del lector y de sugerir a los destinatarios profesionales un amplio abanico de recreaciones» (Míguez Vilas, 2002: 98). Esto explica el malestar que manifestaba siempre que sus obras eran llevadas a escena, montajes que consideraba fallidos:

Yo no conozco tortura mayor para mi sensibilidad estética que ver representada una obra mía. Todo es distinto de lo que había pensado. ¿Tiene algo que ver la representación con las acotaciones que yo pongo? Estoy seguro de que mis acotaciones darán una idea de lo que quise hacer, mucho más acabada que su representación (Schiavo, 1980: 1 y 10).

A pesar de lo dicho, se porfía en considerar las didascalias de estas obras como textos dirigidos al lector, más que a un director teatral capaz de transformarlas en signos escénicos. De ahí también que se haya considerado más apropiada para su «representación» la vía cinematográfica, más dúctil para materializar las arriesgadas apuestas del dramaturgo, que, por su parte, mostró un enorme interés por el cine: «Ese es el Teatro nuevo, moderno. La visualidad [...] Un nuevo Arte. El nuevo arte plástico. Belleza viva. Y algún día se unirán y completarán el Cinematógrafo y el Teatro por antonomasia, los dos Teatros en un solo Teatro» (en Dougherty, 1983: 168).

Hace al caso mencionar la noticia del proyecto de llevar al cine Romance de Lobos (El Diario de Pontevedra, 13-02-1919, en Fernández, 2001: 99-109), y aunque no se llevó a término, el hecho mismo de que se hubiese contemplado esta posibilidad revela su idoneidad para ser adaptada al séptimo arte, con el que comparte el principio de conducir la acción a través de múltiples escenarios, rasgo que caracteriza a las tres Comedias bárbaras.

Queda una pregunta importante en el aire: ¿se pierden en la representación las didascalias de Valle-Inclán?

La respuesta la encontramos en un artículo publicado en El Sol (25-03-1933), con motivo de la lectura previa al estreno de Divinas Palabras en el Teatro Español. El periodista se refería a las acotaciones de esta Tragicomedia de aldea en términos que podríamos trasvasar a Romance de Lobos:

Y la conocen [alude a Divinas Palabras] con el rico y preciso tesoro de las acotaciones que luego, en la representación plástica, habrán de desaparecer por fuerza.

Quienquiera que haya leído Cuento de abril, verbigracia por no ir a otra obra, sabe del valor que don Ramón da a las acotaciones con que abre, o apoya, o rubrica la gracia de sus diálogos. En Divinas palabras las acotaciones adquieren categoría de obra prima (en J. y J. del Valle-Inclán, 1994: 559).

Da en el clavo el periodista al señalar el «rico y preciso [sic] tesoro» que representa en la dramaturgia valleinclaniana el llamado «texto secundario», del que destaca –y es un nuevo acierto– su carácter plenamente literario («adquieren categoría de obra prima») y, por último, señala su «pérdida» parcial o total al llevarlas a escena: «que luego, en la representación plástica, habrán de desaparecer por fuerza» (en J. y J. del Valle-Inclán, 1994: 559).

Con esta tercera e importante consideración, el articulista nos está recordando algo básico cuando hablamos de teatro, a saber: que la escena no es la traducción literal del texto, de modo que toda puesta en escena supone la creación de un universo autónomo con sus propias reglas, que transforma el texto sin que ello signifique traicionarlo. Este principio se ha olvidado muchas veces en el caso de las acotaciones valleinclanianas, que son especialmente ricas en códigos no verbales, que difícilmente se pueden materializar en imágenes; pero de ahí no se puede inferir su falta de viabilidad escénica, como tantas veces ha ocurrido. Así, pues, por más que nos cueste, tendremos que aceptar esa pérdida parcial de los contenidos de las acotaciones como «peaje» al carácter singular de los textos teatrales valleinclanianos (Iglesias Feijoo, 1991b: 29-35) que, ante todo, son literatura, que enfoca –como ha señalado con agudeza Pérez de Ayala– sub specie theatri.

En síntesis, las acotaciones de la obra teatral de Valle-Inclán, como señala Míguez Vilas (2002), cumplen el cometido que tradicionalmente se les asigna a estos segmentos textuales, cuya enunciación no corresponde a los personajes, y proporcionan múltiples informaciones destinadas a directores y escenógrafos, y, por otra parte, estimulan la imaginación del lector para visualizar el universo creado por el dramaturgo. Valle-Inclán confiere a la palabra literaria la excepcional capacidad de sugerir emociones y sentidos, de ahí que haga residir también en ese potencial la capacidad de transmitir al lector su concepción del espectáculo teatral, sea cual sea la pieza dramática de que se trate.

Un proyecto de estreno frustrado: Romance de Lobos

Como se ha explicado en el estudio preliminar a la edición de Águila de Blasón, esa fue la única pieza de la trilogía que se estrenó en vida de su autor, acontecimiento que tuvo lugar en el teatro Eldorado de Barcelona, el 2 de marzo de 1907 por la compañía de García Ortega. Para no repetir lo ya dicho, baste recordar algunos datos relacionados con la controvertida recepción del estreno, de la que se hizo eco la prensa contemporánea (véase Iglesias Feijoo, 1991a: 459-471) y que Valle-Inclán atribuyó a «el mal gusto del público» (La Esfera, 06-03-1915).

Por una parte, la respuesta del público se dividió entre aplausos de cortesía y manifestaciones de disgusto; por otra, las opiniones críticas señalaron –hasta convertirse en perdurables tópicos– la carencia de dotes teatrales del autor, a juicio de muchos, más novelista que dramaturgo; la estructura endeble y falta de cohesión de la obra, calificada como «drama de cuadros sueltos»; y su inmoralidad fueron algunas de las objeciones que se hicieron al estreno. El carácter rupturista del teatro de Valle-Inclán chocaba frontalmente con un público que prefería las fórmulas establecidas, que daban primacía a la acción, la intriga-emoción y el estudio sicológico de personajes.

Acaso fue este fracaso la razón que disuadió a Valle-Inclán de intentar el estreno de Águila de Blasón