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Figura señera de las letras españolas de entre siglos y del siglo XX, Ramón del Valle-Inclán (1866-1936) cultivó todos los géneros -novela, teatro, poesía, crónica...- y en todos dejó la huella de su genio innovador. Las "Memorias del Marqués de Bradomín", más conocidas como "las Sonatas" -cuatro, distribuidas según las estaciones del año-, son posiblemente la cumbre de la narrativa modernista española, así como las primeras grandes obras que escribió el autor. Divididas para la presente edición en dos volúmenes, este primero recoge "Sonata de Primavera" y "Sonata de Estío", que se corresponden con los dos primeros episodios -juventud y plenitud- del arco amoroso y vital del protagonista, ese Don Juan «feo, católico y sentimental». Edición de Javier Serrano Alonso
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Seitenzahl: 267
Veröffentlichungsjahr: 2017
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Ramón del Valle-Inclán
Sonata de PrimaveraSonata de Estío
Memorias del Marqués de Bradomín
Introducción y edición de Javier Serrano Alonso
Introducción. El mundo modernista de Valle-Inclán: las Sonatas de Bradomín
Bibliografía
Nota a la edición
Sonata de Primavera. Sonata de Estío
Sonata de Primavera
Sonata de Estío
Créditos
Sonata de Primavera y Sonata de Estío son los dos primeros episodios de los cuatro que forman las Memorias del Marqués de Bradomín, más conocidas como las Sonatas, de Ramón del Valle-Inclán, tal vez la cumbre de la narrativa modernista española. Su trascendencia histórica va mucho más allá del hecho de ser las primeras grandes obras que escribió el autor gallego. Con ellas creó un modelo para la hasta entonces dubitativa prosa del Modernismo, ejemplo estilístico supremo para infinidad de escritores que le sucedieron, y paradigma temático de cómo tratar con una pretendida elegancia los temas más escabrosos del decadentismo.
Estas son las obras que, desde su publicación, más fama le han concedido a su autor y, sin lugar a dudas, una de las más importantes creaciones narrativas en lengua española del siglo XX. Sumergirse en el mundo de las Sonatas supone afrontar el basamento esencial de la creación del escritor. Por supuesto, acaso sea más reconocido por Luces de Bohemia o Divinas Palabras, entre los que se inclinan por su faceta escénica, o por Tirano Banderas o El Ruedo Ibérico, entre los que privilegian su creación narrativa. Y a nadie se le puede discutir que estos títulos están entre las más grandes creaciones literarias españolas de su época, y de la historia literaria del país. Sin embargo, la obra esencial de don Ramón fue la creación de estas Memorias de Bradomín. Y no porque sean sus textos de más calidad, los más sorprendentes o los más innovadores, que también lo son, sino porque con la redacción y publicación de estas cuatro entregas, su autor alcanzó el reconocimiento más unánime y duradero de toda su producción artística.
Valle-Inclán siempre fue, por encima de todo, el «creador de las Sonatas». Sólo hay que revisar los cientos de trabajos que se escribieron acerca de él en vida del escritor para encontrar continuamente esta referencia. Luces de Bohemia, al lado de las Memorias, fue una obra totalmente ignorada. Valle no era el creador de Max Estrella, sino el de Xavier de Bradomín. El prestigio del gallego, hasta su fallecimiento en 1936, se sostuvo sobre el hecho de haber creado estos recuerdos selectos del perverso marqués.
Y es que su Sonata de Otoño fue la obra que, desde la aparición ante el público en los primeros meses de 1902, deslumbró por su estilo, por la belleza formal y musical de una prosa única, pero no menos por lo sorprendente de su temática, por lo atrevido en cuanto a la voz narrativa y a la construcción de los personajes, y por lo rupturista que resultaba con respecto a la obra novelística precedente. La sucesión de las siguientes tres entregas vino a confirmar estas impresiones, a ratificarlas y a sentenciar que don Ramón del Valle-Inclán (quien, hasta entonces, sólo era tratado simplemente de «Valle») era un gran maestro de la literatura.
La fama de estas narraciones, que convirtieron a su autor en consumado estilista, fama que le persiguió toda su vida (por ello lo trataban de «Cellini del estilo» y apelativos diversos del mismo cariz), que si bien no deja de ser un rasgo más que cierto, también lo ha descapitalizado de otros méritos tan o más importantes, como el de ser un gran creador de personajes, acaso inigualado en su época. Pocos recuerdan caracteres de otros grandes escritores, como Unamuno, Baroja o Azorín; ante un buen conocedor de la literatura española del siglo XX se levantan sin dificultad seres como Bradomín, don Juan Manuel Montenegro, Mari Gaila o Max Estrella.
Sus historias son breves, concentradas, a veces morosas, con un desarrollo ajustado cuya relectura resulta inagotable, porque continuamente se localizan más detalles que enriquecen la lectura como muy pocos escritores han logrado conseguir. Y este es el gran secreto de las Memorias de Bradomín. Leerlas una y otra vez siempre es una lectura nueva, porque hallamos rasgos nuevos como si nunca hubiésemos puesto los ojos en ellas.
Cualquiera que se haya interesado en la vida y obra de Ramón del Valle-Inclán sabe que el orden de lectura, u orden cronológico de la vida del marqués de Bradomín, no se corresponde con el de la cronología de la historia creativa de las cuatro Sonatas. La primera que editó, en 1902, fue Sonata de Otoño, que en el concierto de la lección es la tercera entrega en el seguimiento de su peripecia. En 1903 dio a conocer Sonata de Estío, que constituye la segunda en su orden, mientras que en 1904 entregó a la imprenta la Sonata de Primavera, novela con la que es preciso dar comienzo al seguimiento de las memorias del héroe, y, finalmente, en 1905 publica Sonata de Invierno, que cerró el ciclo de Bradomín. Si la disposición cronológica en la edición fue Otoño, Estío, Primavera e Invierno, el de su lectura es Primavera, Estío, Otoño e Invierno.
Un editor de estas novelas se tiene que plantear cómo hacerlo, y el primer paso es decidir en qué manera se debe facilitar al público el conjunto narrativo de las Sonatas. Hoy, por lógica, las vemos como un grupo unitario, como una gran novela dividida en cuatro partes. Pero Valle-Inclán no estaría de acuerdo con nosotros. Para él, las Memorias del Marqués de Bradomín no eran una novela, sino cuatro, y diferenciadas, que requieren la lectura independiente. Él mismo nos lo dijo en una entrevista de 1927:
– Leí ayer, en un periódico, que usted rechazó la oferta que le hizo una casa editora de Estados Unidos...
– Es verdad. Imagine que, después de todo preparado, de todo acordado, de estar casi firmado el contrato, me informaron de una cosa que es, sobre todo, importantísimo: editar, en uno solo, los cuatro libros de mis Sonatas de las estaciones. (...)
Cuando un escritor divide su obra en volúmenes, es porque necesita que haya, entre uno y otro ejemplar, una pausa para la reflexión, o intervalo, puntos suspensivos. El período de cinco segundos, o incluso menos, para pasar una hoja, es pequeño, pequeñísimo para ciertos asuntos (Caváco, 1927).
Esto nos aboca a hacer algo que nunca se ha procurado realizar: adentrarse en las opiniones, confesiones y estimaciones que las Sonatas provocaron en su autor. Se hizo famosa la supuesta declaración que, en sus últimos días de vida, le hizo al doctor García-Sabell cuando se le preguntó de nuevo por su valoración de las novelas de Bradomín. Según el informador, don Ramón sentenció: «¡Las Sonatas! Olvidémoslas. Son “solos de violín”. “Solos de violín” –repetía–» (García-Sabell, 1961: 19). Esto provocó que muchos manifestasen que Valle-Inclán había perdido, con el tiempo, cualquier interés por estas creaciones. Gran error. No se duda que el escritor dijese tal cosa en presencia del doctor García-Sabell, pero jamás mostró ni desprecio ni minusvaloración por las narraciones bradominescas, todo lo contrario. ¿Cómo lo iba a hacer, si no sólo estas novelas le concedieron la estima y fama más alta que se podía alcanzar, sino que, además, fue su obra más productiva en términos económicos? Tales libros fueron los más reiteradamente editados, superando la decena de emisiones distintas de cada una de las entregas a lo largo de su vida (al margen de reimpresiones, tiradas y ediciones especiales de coleccionista), sin contar con las múltiples impresiones piratas que sangraron sus derechos de autor en Hispanoamérica, donde se vendieron millares de ejemplares de este modo.
De ninguna de sus restantes obras se habló tanto como de esta. En varias ocasiones manifestó que la obra inaugural de la serie era su obra favorita entre todas las que creó. Así lo afirmaba en 1908 («prefiero Sonata de Otoño. No sabré explicar la causa de esta predilección: ni la creo superior a otros de mis libros, ni me ha valido mayores plácemes que los demás. Sin embargo, a ella me inclino: Sonata de Otoño es mi obra predilecta», Olmedilla, 1908: 75), aunque aún no tenía muchos otros textos entre los que elegir. En 1916 todavía afirmaba que las Sonatas eran sus textos predilectos, aunque entonces reconocía que «Romance de Lobos lo creo mejor hecho» (Caballero Audaz, 1915).
Al margen de las manifestaciones emotivas que pudo expresar sobre sus creaciones literarias, más interés tiene la información que nos brindó acerca de su construcción y sentido. En este orden, es esencial conocer el origen de tal obra literaria. Sabemos que los primeros apuntes de lo que llegarán a ser las novelas de Bradomín aparecieron muy tempranamente, en 1892 y encontrándose el escritor en México, fragmentos que conocemos como los «pre-textos» de Tierra Caliente, libro proyectado y múltiples veces anunciado. Estos adelantos se fueron editando en la prensa a lo largo de más de una década (de 1892 a 1902) sin que nunca concluyese de concretarse la obra mayor. Sabemos que terminarán siendo aprovechados por Valle-Inclán en 1903 con el objeto de redactar la segunda entrega de las Memorias, Sonata de Estío.
Algo similar, pero en un periodo de tiempo más breve, ocurrió con la narración inaugural de la serie: Sonata de Otoño empezó a conocerse a partir de julio de 1901, cuando edita en un diario madrileño un breve relato titulado «¿Cuento de amor?», y con un subtítulo que podríamos calificar de histórico y germinal: «Fragmento de las Memorias íntimas del marqués de Bradamin (sic)», primera ocasión en la que aparece el personaje en la historia literaria de nuestro escritor, y que ya quedó asociado a la elaboración de una obra memorialista que se va presentando por medio de segmentos. Entre esta ocasión, en el verano del primer año del siglo, y principios del mes de diciembre, edita en la prensa de la capital hasta ocho de estas piezas de un puzle todavía indeterminado, el cual empieza a presentarse de forma unitaria a partir del 30 de diciembre en un folletín en la revista Relieves, publicación que dejó inconclusa en febrero de 1902, pues en este mes salió a la venta y ya en forma de libro la primera de las Sonatas.
Valle-Inclán llegó a ofrecer hasta dos versiones distintas de la génesis de su obra, pero no por ello contradictorias, sino complementarias. En un caso se ajusta a estos datos objetivos: afirma que inició su construcción durante su estancia en México entre 1892 y 1893: «Me cansé y vine a España. Traje algunas notas sobre Yucatán; algo así como los viajes de Pierre Loti... Méjico, realmente, era desconocido, y reuní mis impresiones en lo que compone La sonata de estío», afirmaba en una entrevista de 1912 (Duende de la Colegiata, 1912: 3).
La segunda versión es bastante distinta. Según afirma en varias entrevistas, de 1915 o de 1926, cuenta el hecho biográfico, no comprobado por cierto, de un accidente que sufrió al ir a investigar en una mina, cuando se le disparó una pistola en un pie; a consecuencia de ello tuvo que permanecer en cama entre tres y cuatro meses:
Para contar a usted por qué escribí las Sonatas, tengo que contarle primero un episodio que me ocurrió hace años. Fue un día de invierno, en que había caído una copiosa nevada. Yo, por aquella fecha –que no me acuerdo qué año era–, sentía vivos deseos de ver una mina, y acompañado de Ricardo Baroja, fui a satisfacer mis deseos. Pero cuando ya estábamos junto a la boca de la mina, se me disparó una pistola que llevaba y resulté herido. Como es consiguiente, me trasladaron a Madrid y tuve que estar cuatro meses en la cama, hasta que se me cicatrizó la herida. Durante aquel tiempo, para no aburrirme, empecé a escribir las Sonatas... (Castellón, 1926: 2).
Digo que no son contradictorias, sino complementarias, porque en el primer caso Valle-Inclán está hablando del origen de una narración de recuerdos (entonces protagonizada por otro personaje, de nombre Andrés Hidalgo), que en realidad iba a ser otro libro, Tierra Caliente, y que sólo tras la construcción de la Sonata de Otoño decide reconvertirlo en la segunda parte de estas evocaciones amorosas de Bradomín, el cual en realidad surge en el segundo momento de la génesis de estas novelas, durante ese supuesto reposo forzoso de 1901.
Sobre el esfuerzo creativo, el escritor fue siempre muy reservado, poco inclinado a dar explicaciones acerca de lo que podemos llamar su «taller literario». Sobre el trabajo que le supuso redactar algunas de estas novelas, sólo tenemos dos declaraciones suyas, una bastante explícita (pero que merece credibilidad, al encontrarse en una carta íntima a su amigo y maestro Jesús Muruais), y otra, que al ser dirigida al público general, resulta poco verosímil, lo cual no quiere decir que sea falsa. A Muruais le decía, unos días después de ponerse a la venta la primera narración de las Memorias, que la «Sonata de Otoño está escrita en un mes y veintisiete días» (carta del 23 de abril de 1902, en Valle-Inclán, 2008: 154), mientras que en la declaración que le hace a la periodista y escritora sueca Birgit Sparre, muchos años después de la escritura de tales obras (pues la realiza en 1933), le dice que «Escribí la Sonata de Primavera en tres días y hay libros que he escrito en dos días, pero entonces no duermo ni como» (Sparre, 1933: 14).
Interesaron en su tiempo, y mucho, las posibles influencias y modelos que pudo utilizar Valle-Inclán a la hora de redactar las Sonatas. Famoso es el caso de la denuncia que Julio Casares lanzó en 1916 contra el creador de Bradomín, al localizar unos fragmentos de las memorias de Giacomo Casanova incrustados en la Sonata de Primavera, algo que nunca negó don Ramón, todo lo contrario, lo reafirmó y lo defendió como técnica literaria legítima:
Cuando escribía yo la Sonata de Primavera, cuya acción pasa en Italia, incrusté un episodio romano de Casanova para convencerme de que mi obra estaba bien ambientada e iba por buen camino. El episodio se acomodaba perfectamente a mi narración. Shakespeare pone en boca de su Coriolano discursos y sentencias tomados de los historiadores de la antigüedad; su tragedia es admirable, porque, lejos de rechazar esos textos, los exige (entrevista con Luis Calvo, 1930: 6).
En lo que se mantuvo constante el autor fue en reconocer dos influencias muy directas y esenciales. Y debemos creerle ya que lo expuso tanto en público como en privado, y a lo largo de muchos años, en conferencias, entrevistas y cartas personales. Estas influencias directas fueron Ramón de Campoamor y François René de Chateaubriand. Sobre la influencia del poeta asturiano Valle-Inclán expresó que esta era general, no concreta en ningún aspecto o pasaje.
Muchos años antes había afirmado en una conferencia en Buenos Aires (1910) que estas novelas nacieron de las disputas entre Campoamor y Valera, aunque no aclaró en qué manera pudo inspirar tal hecho biográfico de estos escritores decimonónicos sus obras sobre Bradomín, pero sí dejó bien explícito «que su Marqués de Bradomín estaba inspirado en el gran poeta, y que muchos de sus rasgos tienen origen en la veneración tributada al autor de las Doloras (...) de quien puede decirse que no se sabe si se dolía de pecar o de pecar se reía»1.
La influencia del famoso político y escritor Chateaubriand sí queda más explícita en las manifestaciones de Valle-Inclán. Al tiempo que negaba el tan reiterado peso que sobre su primera producción literaria pudo tener Jules Barbey d’Aurevilly, defendía la ascendencia que sí había tenido y que jamás fue señalada del vizconde francés: «Encuentra una estupidez de los críticos que vean en sus obras a Barbey D’Aurevilly, (no andan muy lejos los críticos) admitiendo que solamente Chateaubriand ha influido en las Sonatas con su primera parte de Las Memorias de Ultratumba, en el sentido de la prosa rítmica» (Cuchí Coll, 1935: 18).
En una epístola dirigida al crítico Eduardo Gómez de Baquero, Andrenio, le transmite impresiones realmente magníficas:
Ahora, viejo y enfermo, entreveo lo que puede ser la novela española. He perdido dolorosamente mi tiempo, en llenar vacíos. Las Memorias del Marqués de Bradomín llenan un vacío de nuestra literatura en el albor romántico. Son Memorias que en Francia las pudo escribir cualquiera, después de Juan Jacobo. Ni en el estilo, ni en el morbo sentimental, tienen cosa que no pueda hallarse en las Memorias de Ultra-Tumba. Como no existía este tránsito en la literatura española, tuve que construirlo (Carta del 18 de marzo de 1924).
Acaso de mayor interés para lectores y estudiosos han sido los aspectos relacionados con su estructura, técnicas y género narrativo. En alguna ocasión Valle-Inclán se sintió inclinado a desmitificar su trabajo, relativizando el esfuerzo dedicado a la creación de sus obras. Así lo hizo en una conferencia autocrítica expuesta en Madrid en 1907, con las Memorias aún muy recientes:
Pero ninguna de ellas [de las Sonatas], como ninguno de sus libros, ha sido pensado antes que escrito. Hace vivir a sus personajes como vive él, al día, sin pensar en lo que hará el año ni la semana que están por venir. Gusta del azar que trae sorpresas y emociones frescas, tanto como le horroriza la monotonía de un vivir, siempre igual y siempre reglamentado.
Y como amontona los días sobre los días en su vida, así amontona las páginas sobre las páginas en sus libros, sin saber bien al escribir la primera lo que harán sus héroes en la segunda.
Pero ni mucho menos el escritor gallego actuó de manera tan improvisada al escribir estas novelas. Don Ramón era plenamente consciente de su creación, de sus técnicas y decisiones. Es bien conocida su extraordinaria preocupación por el componente estructural de sus escritos, su a veces obsesiva tendencia por crear obras con una distribución compleja, matemática, a la que no se llegaba de forma improvisada, en absoluto. Él mismo explicó cómo se preocupó de crear una de estas novelas desde un punto de vista constructivo:
yo afirmo de la línea recta que carece de sentido, de arabesco... La línea recta no tiene forma. Es lo infinito. Por eso en la Sonata de Primavera (sic) [Sonata de Estío] ve usted que el marqués de Bradomín sale de la fragata y se encuentra a la niña Chole; la convence y embarcan en el bajel. Son dos ramales que se unen. Y los capítulos se corresponden: si el primero tiene un aire sentimental y dramático, el último es sentimental y dramático también. A un capítulo dramático sigue otro descriptivo; luego alguno irónico... Así queda el nudo, en el medio, entre dos broches que armonizan. Lo que hagan los personajes no me preocupa. Desvélanme la línea y el color. Es lo que Ticiano busca cuando pinta. Por lo demás, un pavo real o una virgen, en el lienzo, le da lo mismo. Mi conclusión es impensada. En la vida, el final es una consecuencia de ella. Y los novelistas hacen la obra, después de tener un final. Ahí está el error (Salaverri, 1918: 45).
Pero si hay un aspecto interesante acerca de este asunto es el del modelo genérico que escogió para la elaboración de estas obras. La elección no sólo del título de «Memorias», sino del tipo de narración con el que desarrolla los episodios de la historia de Bradomín, es una cuestión que ha interesado a la crítica valleinclaniana, pero nunca se han empleado las opiniones del autor para intentar dilucidar qué sentido quiso darle don Ramón a este concepto. Cierto es que en los primeros años del siglo XX no existía una caracterización teórica de términos como «Memorias», «Autobiografía» o «Diarios», y, por tanto, era indiferente emplear una forma u otra, porque siempre se entendería lo mismo: la descripción de una vida relatada desde la perspectiva de una primera persona que, a su vez, es el protagonista del relato. Valle-Inclán nunca utilizó, para referirse a las Sonatas, el término «autobiografía», pero sí el de «diario», y sobre este término teorizó él mismo, justificando la elección de «memorias». Seguramente, Valle optó por la forma «memorias» por razones puramente estéticas, y no será hasta la década de los veinte cuando nos presente sus argumentos técnicos que avalarían una opción adoptada casi treinta años antes. En 1926 ofrece, en tres ocasiones al menos, explicaciones de su preferencia terminológica. En una entrevista con José Castellón (1926: 2), en mayo de dicho año, destacaba que en la figura de Don Juan él encontraba un poder que no se hallaba descrito en la tipología clásica del mito literario; por ello, en vez de concederle a su Bradomín el tópico valor de la belleza, prefirió «hacerle feo y darle, en vez de la belleza corporal, la ironía... que es la gracia del verbo. Así, su seducción venía a ser como la de la serpiente: la sutilidad de la palabra»; de esta manera, si su valor seductor se encuentra en su expresión, lo lógico era hacerle «hablar en todos los momentos, y por eso adopté la forma de memorias; porque así hablaba él siempre».
Unos pocos meses después, en una serie de conferencias que impartió por Asturias y Málaga (septiembre-octubre de 1926), presentaba otras razones distintas para justificar su elección genérica, distinguiendo entre «Memorias» y «Diario». En Avilés manifestaba, según el cronista de su disertación: «Completa la valoración de sus Sonatas estableciendo la diferencia entre Diario y Memorias, el primero como relación de hechos actuales y las segundas como acciones asociadas al recuerdo y en las que interviene la experiencia, norma seguida por Campoamor y que él eligió como más interesante para escribir la vida del Marqués de Bradomín».
Valle-Inclán está estableciendo una diferencia esencial entre «Memorias» y «Diario» que aún especificará más un mes después en un discurso en Málaga: «Esta nueva visión –manifiesta– la ofrecí en forma de memoria dialogada. Las memorias tienen siempre la ventaja de tener perspectiva, la que proyecta el período de tiempo que separa la época de la acción narrada con el del momento en que se narra».
Esta diferenciación, según la perspectiva del autor, radica única y exclusivamente en la distancia temporal que media entre el momento en el que el narrador relata los episodios de su vida y en el que tuvieron lugar dichos acontecimientos. Si la distancia es corta o próxima, hablaría de «Diario»; si se remonta mucho en la retrospección, la analepsis se ajusta a las «Memorias». Y el marqués de Bradomín nos narra su vida amorosa desde la ancianidad, es decir, muchos años después de que esos hechos hubieran tenido lugar. Hay que tener en cuenta que la opción que adopta el escritor se ajustaba, además, a la impronta renovadora del Modernismo que deseaba apartarse del objetivismo realista excesivamente protagonizado por un tipo de narrador omnisciente, que todo lo conoce y domina.
Fue muy habitual en su tiempo, y casi más en la actualidad, la identificación de marqués de Bradomín con su creador. Evidentemente, nunca se consideró que los hechos de su Don Juan los hubiese vivido ciertamente Valle-Inclán, acaso soñado. Pero ha existido una tendencia que resulta incomprensible por considerar a Bradomín como un trasunto de don Ramón, y por ello se vio a veces forzado a aceptarlo o negarlo. A finales de su vida, cuando una joven periodista le preguntaba por este asunto, tronaba: «me dijo que tampoco era verdad que el Marqués de Bradomín fuera su persona, cual él lo imagina. “¿Pero de dónde se habrán sacado eso?” –me decía indignado» (Cuchí Coll, 1935: 18). En realidad, Valle siempre se refirió a él como «viejo» o «antiguo amigo», como a don Juan Manuel Montenegro lo trataba de «tío». Pero nunca se reconoció como el diabólico marqués. Lo cierto es que, al menos en alguna que otra ocasión, sí admitió que de todos los personajes que llegó a crear, este fue su predilecto, o la «creación que ha perfilado con más cariño» («Valle-Inclán en la Habana», 1921: 134): «tal vez el personaje más amado por su autor de todos los admirables que ha creado», decía en la conferencia que impartió en 1921 en Guadalajara (México).
Es hora de entrar en el aspecto más sustancioso de la construcción de las Sonatas, pero también el más complejo y analizado con mayor detenimiento por los estudiosos de Valle-Inclán. Me refiero a la caracterización esencial del marqués de Bradomín como un nuevo modelo de Don Juan. Lo cierto es que la figura donjuanesca es, sin lugar a dudas, el mito de creación más fecundo de la historia de la literatura universal (véase sobre este aspecto, Becerra, 1997). Al margen de sus posibles orígenes, discutidos sin fin y aplicados a cualquier momento de la historia humana, el arquetipo quedó construido en la obra de Tirso de Molina El burlador de Sevilla o Convidado de piedra (publicada en 1630, pero cuyo original pudo ser escrito entre 1612 y 1625). Si Don Juan es un producto nacional hispánico, o no, tampoco tiene aquí especial interés. Es español porque el modelo que utilizarán centenares de creadores de todas las artes, especialmente de las literarias, fue el que estableció el fraile mercedario madrileño. Indiscutiblemente, este paradigma es el que diseña su configuración definitiva, y será el que continúen escritores y poetas en las miles de versiones que ya se han construido sobre él. La inmensa mayoría de ellas apenas modifican un ápice sus rasgos esenciales; se limitan a re-escribir el motivo tirsiano, a añadirle aventuras, a burlarse del burlador, a moverlo por diversas épocas o a cambiarle el sexo. En definitiva, la atracción por la figura diabólica, seductora, desafiante e insensible del conquistador sevillano fue siempre considerada un reto irresistible para cualquier creador. Y aquí entra en escena uno de los tratamientos del arquetipo más revolucionario que se haya dado entre sus múltiples seguidores: el de Valle-Inclán.
El autor era plenamente consciente del paradigma sobre el que iba a erigir su personaje donjuanesco, y desde el primer momento lo imaginó como un ser distante de los rasgos esenciales del burlador tirsiano, pero no lo suficiente como para dejar de ser un Don Juan. Para empezar, le negó el nombre de la casta seductora, y no fue Juan su patronímico, sino Xavier; e incluso le arrebata la importancia de su nominación de pila, dándole prioridad al título nobiliario que inventa para él: el Marqués de Bradomín. Así, su nombre se convertirá en sinónimo de Don Juan, como lo empleó, por ejemplo, Antonio Machado en su poema «Retrato»: «Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido».
Famosa es la brevísima nota que antecedió a las Memorias, y que es imposible obviar porque en ella se concreta gran parte de la filosofía bradominesca de Valle-Inclán:
Estas páginas son un fragmento de las Memorias Amables, que ya muy viejo empezó a escribir en la emigración el Marqués de Bradomín. Un Don Juan admirable. ¡El más admirable tal vez!...
Era feo, católico y sentimental.
Estas líneas tienen un valor totémico similar, salvando las distancias, al inicio del Quijote cervantino. En especial, ese «feo, católico y sentimental». Muchas vueltas se le han dado a estos calificativos, y creo no equivocarme al decir que jamás le han preguntado los estudiosos al autor por su sentido. Sí se le ocurrió a un poeta y periodista argentino en una visita que le hizo a Valle-Inclán en su retiro gallego, allá por los años veinte. En realidad, Francisco Luis Bernárdez le interrogó sobre el rasgo estilístico más característico de don Ramón, el empleo de grupos adjetivales consecutivos, y el escritor no sólo respondió a la cuestión que se le planteaba, sino que por añadidura le justificó la definición triadjetival con la que describió a Bradomín:
Al emplear los tres adjetivos puede ser conveniente dirigir cada uno de ellos a un sentido distinto, y, si se trata de calificar, pongo por caso, las manos de una mujer, decir que son blancas, olorosas y ardientes. Enderezadas a la vista, al olfato y al tacto, esas palabras darán al substantivo calificado por ellas una realidad física sencillamente insuperable. Pero si además de la sensación material se hace preciso transmitir una imagen más o menos psíquica de tal o cual sujeto (agregó mi anfitrión), quizá resulte mejor proceder como yo procedía al decir que mi Marqués de Bradomín era un Don Juan feo, católico y sentimental, esquema en el cual el primer adjetivo define, con nota pintoresca, la exterioridad física de la criatura, mientras el segundo y el tercero señalan, por orden de importancia, los aspectos fundamentales de su persona interior (Bernárdez, 1967: 63).
Este grupo adjetival es, como queda dicho, lo más notorio y llamativo de la nota, pero tal vez no lo más significativo. Acaso lo sea cuando afirma que es un Don Juan admirable, «el más admirable tal vez». ¿Por qué es admirable su personaje en la tradición donjuanesca? ¿Por qué el que más? La respuesta simple es por su carencia de belleza física, principio básico del Tenorio, cosa que sentencia con su «Era feo». Pero todo va mucho más allá. Valle-Inclán meditó mucho la caracterización de su protagonista, pero lo analizó, bastante después de concluir la redacción de las Sonatas. Acaso por ello se convertirá en un personaje recurrente en el resto de su obra, como ningún otro, reapareciendo en las novelas de La Guerra Carlista, en Una Tertulia de Antaño, en Luces de Bohemia y en las obras que conforman El Ruedo Ibérico. Pero antes de dilucidar qué pudo querer decir cuando lo califica como el más admirable de los donjuanes, es preciso comprender cómo quiso armar los mimbres de su galán.
Según explicó el autor en varias ocasiones, y aunque pueda resultar sorprendente, en la filosofía de la caracterización de Bradomín está Goethe. Lo explica detalladamente en la entrevista con José Castellón (1926: 2). Allí dice: «Había yo leído poco antes las conversaciones de Goethe [se refiere al libro de Johann Peter Eckermann, Conversaciones con Goethe (1836-1848)] y recordaba que, en una de ellas, aconseja a los escritores que escojan siempre temas eternos para sus novelas... Yo escogí un tema eterno: el Don Juan... (...) Un Don Juan feo, católico y sentimental». Le explica que la totalidad de las versiones donjuanescas lo dotaban de belleza física, y que por esa razón creyó que era un matiz nuevo hacerle poco agraciado, lo cual le permitía dotarle de una inflexión nueva, la ironía, «que es la gracia del verbo». La ironía era, pues, esencial en un Don Juan que debía contar de viva voz su propia vida amorosa, lo cual le une a otro modelo confesado incluso en la propia creación narrativa: las Confesiones, como las llama en la Sonata de Primavera, del caballero veneciano Giacomo Casanova. Sobre el segundo rasgo, el de ser católico, asevera que la totalidad de «los Don Juanes son ateos. Si yo hacía al mío católico, conseguía dar a su impiedad una mayor emoción: el sacrilegio» (Castellón, 1926: 2). En efecto, si el Tenorio es ateo, poco le cuesta ser impío, y no tener conciencia del pecado; su Bradomín es católico, y poseedor del discernimiento teológico de la culpa, sus acciones impías son por ello sacrílegas. Pero será en la explicación del tercer adjetivo donde Valle-Inclán profundice en lo que, para él, es la verdadera esencia de su Bradomín. Para ello debemos retornar al concepto que tenía el escritor gallego del pensamiento, a su juicio platónico, de Goethe. En una conferencia que pronunció en Bilbao en 1923 afirmaba lo siguiente:
Dice Goethe que la misión del artista es ver en todas las cosas el sentido con que nacen, y que por impedimentos exteriores, o por falta de fuerza generadora, no llegan a concretarse y definirse. Y así, ve en las cosas el intento y no la realización. Por lo tanto, viene Goethe a ser aquí un Platón que va en peregrinación sobre el arquetipo, sobre la idea primera de las cosas, sobre Platón el divino.
Queda, no obstante, un concepto un tanto inconcreto que tres años después, y de nuevo en otra conferencia (Avilés, 1926) vendría a clarificar hablando de otra novela, coetánea a las Memorias de Bradomín:
En Flor de Santidad hay un sentido de ver las cosas como si el tiempo las modificase; y hay también en esta obra una idea platónica del paisaje, respondiendo al concepto de Goethe, para quien el arte debe ser una exaltación de la naturaleza; no una copia, ni siquiera una idealización, sino una exaltación, es decir, una agudización de la potencia creadora, un prolongar el punto en que la naturaleza se quedó, permaneció, se limitó.
Pues bien, unos pocos meses antes de exponer la idea precedente ante el público asturiano, le explicaba al periodista del diario valenciano, en estos términos platónicos interpretados por el gran escritor alemán, qué significado tenía el tercero de los vocablos que formaban el grupo triadjetival definidor de su Don Juan. Y como siempre será mejor escuchar la voz de Valle-Inclán, lo hace de la siguiente manera:
