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"Escribía con una letra pulcra, redonda y firme. Una caligrafía cuidada, tinta violeta, en folios y cuartillas de papel grueso que tenían en el encabezado un monograma con sus iniciales, S, Z, convertidas en sello, en divisa. Era educado, cortés, mirada inquieta, y en su rostro, tez clara y gesto relamido, destacaba un flequillo lacio sobre la frente y el bigote poblado, grave, de una formalidad administrativa".
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Seitenzahl: 20
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Jesús Marchamalo
STEFAN ZWEIG, LA TINTA VIOLETA
Escribía con una letra pulcra, redonda y firme. Una caligrafía cuidada, tinta violeta, en folios y cuartillas de papel grueso que tenían en el encabezado un monograma con sus iniciales, S, Z, convertidas en sello, en divisa.
Era educado, cortés, mirada inquieta, y en su rostro, tez clara y gesto relamido, destacaba un flequillo lacio sobre la frente y el bigote poblado, grave, de una formalidad administrativa.
Vestía con frecuencia traje oscuro, zapatos relucientes, camisas de un blanco inmaculado y corbatas en las que siempre brillaba un alfiler con una perla.
Nació en Viena, pocos días antes del trágico incendio del Ringtheatre. El 7 de diciembre de 1881, durante la representación de la ópera de Offenbach Los cuentos de Hoffmann, hubo un escape de gas en las candilejas: una explosión apagada, un fogonazo apenas, tras el que aparecieron llamas, al principio inocentes, cautelosas, que se extendieron por el entarimado y acabaron creciendo convertidas en un monstruo voraz.
Alimentado por los densos cortinajes, el terciopelo rojo, los crespones con los colores patrios que colgaban airosos de los palcos, el fuego saltó, ya desbocado, a la platea, y ardieron faldas de encaje y camisas de blonda; se consumieron en pavesas oscuras las corbatas de lazo, los pañuelos de hilo; prendieron las chisteras, el satén, mientras un humo negro, denso, se adueñaba del aire convertido en cortina irrespirable.
Murieron más de cuatrocientas personas y hubo miles de heridos.
Desde el salón de la casa de los Zweig se veía la plaza del teatro y asomados a las ventanas contemplaron incrédulos cómo el fuego consumía el edificio casi hasta los cimientos. Ese fue el primer recuerdo de Alfred Zweig, que tenía entonces dos años: el caos y los heridos, los coches de bomberos, las llamas amarillas, enormes y en apariencia vivas, reflejadas en los cristales de su casa, tétricas a lo lejos, mientras su hermano Stefan dormía plácidamente en la cuna y a su lado la nodriza, Margarete, canturreaba.
