Teatro y diplomacia en el Coliseo del Buen Retiro 1640-1746 - Ignacio López Alemany - E-Book

Teatro y diplomacia en el Coliseo del Buen Retiro 1640-1746 E-Book

Ignacio López Alemany

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Beschreibung

Durante el Antiguo Régimen era frecuente que el monarca invitase a los embajadores a participar en celebraciones teatrales que festejaban bodas reales, nacimientos, tratados de paz e importantes victorias militares. Estas representaciones pronto se convertirian en instrumentos de la maquinaria diplomática española para proyectar una imagen de fortaleza militar y económica ante sus rivales y aliados. De esta manera, se llevarán a cabo grandes desembolsos económicos y complicadas operaciones internacionales para atraer a Madrid a los mejores ingenieros, compositores, instrumentistas, libretos y –más adelante– también cantantes italianos. El objetivo era, naturalmente, deslumbrar a Europa con la imagen de una Monarquía aún vigorosa y pujante a pesar de su progresiva pérdida de influencia internacional. El presente volumen estudia el uso diplomático y propagandístico del teatro protocolario que se representó en el Coliseo del Buen Retiro desde su construcción, en 1640, hasta el fallecimiento de Felipe V, en 1746.

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Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© Del texto: el autor, 2022

© De esta edición: Universitat de València, 2022

Coordinación editorial: Maite Simón

Maquetación: Celso Hernández de la Figuera

Cubierta:

Ilustración: Composición a partir de Intriga contra don Francisco de Quevedo y Villegas en los jardines del palacio del Buen Retiro, hacia 1876, Antonio Pérez Rubio, óleo sobre lienzo, 55 x 90 cm (P005931). Madrid, Museo Nacional del Prado.

Diseño: Celso Hernández de la Figuera

Corrección: David Lluch

ISBN: 978-84-1118-064-1 (papel)

ISBN: 978-84-1118-065-8 (ePub)

ISBN: 978-84-1118-066-5 (PDF)

Edición digital

ÍNDICE

NOTA PREVIA

INTRODUCCIÓN

SIGLAS

1. EL PALACIO DEL BUEN RETIRO

Construcción y reconstrucciones del Coliseo

2. EL DIFÍCIL CONTROL DEL COLISEO

Felipe IV: la superintendencia del marqués de Eliche

Carlos II: entre el mayordomo mayor y el alcaide

Felipe V: del Ayuntamiento a la Casa de la Reina

Fernando VI: la nueva dirección de Farinelli

3. EL REINADO DE FELIPE IV

El giro diplomático de la Corona

El auto El nuevo palacio del Retiro y la política exterior del rey

Primeros espacios teatrales en el Buen Retiro

Inauguración, cierre y reapertura del Coliseo

El valor diplomático del teatro mitológico

La escenificación de la paz: La púrpura de la rosa

Suerte posterior de la ópera de corte en Francia y España

4. EL DRAMA CORTESANO DE MARIANA DE AUSTRIA Y CARLOS II

La Paz de Nimega y el primer matrimonio de Carlos II

La mirada sobre Viena

5. FELIPE V Y EL TRIUNFO DE LA ÓPERA ITALIANA EN ESPAÑA

El contexto de la Cuádruple Alianza y la Paz de Cambray

Preámbulo a las negociaciones de paz

Matrimonios reales y la ilusión de la paz

El breve reinado de Luis I (1724)

Segundo reinado de Felipe V (1724-1746)

CONCLUSIONES

APÉNDICE

BIBLIOGRAFÍA

ÍNDICE ONOMÁSTICO

NOTA PREVIA

Este libro es el resultado del trabajo de muchos años y de la paciencia y confianza de muchas personas. Fundamentalmente, de Amy Brabeck, que es quien se ha llevado la peor parte. Para muestra queda en los anales de la infamia una mañana de verano en la que ella pasó horas encerrada en un baño subterráneo del parque del Buen Retiro mientras su marido perdía toda noción del tiempo enfrascado en la lectura de una novela en un soleado banco junto a la Fuente de la Alcachofa. Cuando el calor comenzó a resultar excesivo levantó la vista para averiguar en qué podría haberse entretenido su mujer, solo para descubrir que la puerta del baño se había roto por dentro y había quedado atrapada. Así terminaba tanto nuestro viaje de novios como mi recalcitrante rechazo a los teléfonos móviles. Al día siguiente emprendíamos nuestro regreso a los Estados Unidos. Con este párrafo cumplo, no sin cierto retraso, la penitencia que entonces me fue impuesta.

Es de justicia reconocer aquí también a otros muchos amigos y colegas que, si bien nunca sufrieron pena de prisión en baños públicos, han hecho posible la investigación de este libro. Isabel Colón Calderón (Universidad Complutense de Madrid) guio mis primeros pasos en el estudio de la corte durante la elaboración de mi tesis doctoral, Margaret R. Greer (Universidad de Duke) me animó a adentrarme en las entrañas del teatro palaciego del tiempo de Felipe V y Anne J. Cruz (Universidad de Miami) ha sido un constante apoyo en prácticamente todos mis proyectos de investigación hasta hoy.

El Instituto Universitario La Corte en Europa (IULCE), que dirige Manuel Rivero Rodríguez en la Universidad Autónoma de Madrid; el Centro de Estudios de Literatura Española de Entresiglos (XVII-XVIII) (CELES), que dirige Alain Bègue en la Universidad de Poitiers, y, más recientemente, también el Seminario de Estudios Literarios y Culturales de la Universidad de Jaén, que coordinan mis buenos amigos Eduardo Torres Corominas, David González Ramírez y Juan Ramón Muñoz Sánchez, han sido los foros preferidos para presentar mis investigaciones cuando aún se encontraban en un estado primigenio. Igualmente tengo una deuda de gratitud con los editores y evaluadores anónimos de las revistas Anuario Calderoniano, Bulletin of the Comediantes, Dieciocho: Hispanic Enlightenment e Hispanófila, en las que versiones preliminares, parciales, resumidas o tangencialmente relacionadas con los contenidos de este libro han aparecido o lo harán próximamente.

INTRODUCCIÓN

A primera vista, no resulta evidente la relación entre el arte dramático y la política exterior de las naciones. Desde luego no lo es en nuestro siglo XXI. Hoy, las relaciones diplomáticas entre los distintos estados se encuentran sometidas a los dictados de acuerdos y tratados que en mayor o menor medida comprometen la acción exterior de los gobiernos tanto en el ámbito político, como en el militar, económico, comercial o judicial.

Con todo, aún podemos encontrar importantes manifestaciones de lo que la ciencia política –en acuñación de Joseph Nye– denomina soft power (poder blando). En su definición más benévola, este concepto se refiere al intento de una nación de ganarse la buena voluntad de otra a través de métodos que no impliquen la coerción (hard power). Los instrumentos más habituales son el halago, el agasajo y la construcción de una imagen como nación defensora de unos valores e intereses que se consideran comunes con los de los pretendidos aliados. El objetivo de estas herramientas no es otro que el de provocar una cierta fascinación o un sentimiento de agradecimiento u obligación en el estado cuya adhesión se intenta ganar para predisponerlo favorablemente para otros propósitos. Por tanto, como cualquier otra forma de poder, este poder blando tiene como fin último el que otras naciones actúen de la manera más propicia para el estado que desea ejercer su influencia. La obra de Nye coincidió con el giro historiográfico de los años ochenta que planteó nuevas preguntas a las que las meras descripciones de los grandes acontecimientos históricos internacionales no podían dar respuesta y que el materialismo histórico había ignorado. Para encontrar respuestas a estos interrogantes, los historiadores no dudaron en buscar la ayuda de otras disciplinas como la sociología o la antropología. Así, fue «en la historiografía norteamericana cuando comenzó a repensarse la acción exterior mediante el despliegue de múltiples agentes y actores no gubernamentales como alternativa a la guerra».1

En términos prácticos, la manera en que el poder blando se manifiesta en la escena internacional varía en gran medida dependiendo de los objetivos y la coyuntura del momento. Puede manifestarse a través de la organización de grandes eventos internacionales como competiciones deportivas o reuniones de organizaciones internacionales. Igualmente, cuando se trata de un encuentro bilateral, no es extraño que, tras el trabajo técnico desarrollado por los representantes y funcionarios, se concluya con un banquete en el que los anfitriones hagan un guiño culinario a la nación invitada o, por el contrario, un alarde de la cocina patria. Asimismo, una invitación al palco de honor de algún espectáculo artístico o competición deportiva de prestigio es una oportunidad para agasajar y demostrar la fortaleza de la amistad entre dos naciones. Pero ya hemos dicho que el soft power no se emplea únicamente para atraer la amistad de otras naciones. En otras ocasiones su cometido es el de reafirmar o agrandar la fortaleza de una nación mediante la promoción internacional de ciertos discursos narrativos, artistas, industrias o deportistas con los que atraer la simpatía internacional.

En el Antiguo Régimen, no obstante, las relaciones internacionales eran, en realidad, de una naturaleza prácticamente familiar. Los soberanos formaban parte de una única familia simbólica y, con frecuencia, también biológica. La tarea del embajador, entonces, no era la de ser la voz de entidades políticas, sino la de actuar en nombre de sus monarcas. De esta manera, como teorizaba en el siglo XVI Alberico Gentili, la tarea más importante del diplomático consistía en asumir la personalidad del monarca para poder representarlo como si fuera él mismo –quoroum personam legati gerunt–.2 Por este motivo, las embajadas recaían habitualmente en miembros de la alta nobleza o, al menos, en algún alto dignatario palatino, si bien en muchas ocasiones estos no estaban versados en leyes o carecían de la preparación política adecuada. Esta sería la tónica general hasta, por lo menos, los primeros intentos de creación de un cuerpo profesional, como la «Academia política» francesa, fundada por el marqués de Torcy en 1712 para formar a diplomáticos. A pesar de la corta vida de esta iniciativa, supone una temprana constatación de la necesidad de un cuerpo especializado y profesional que pueda comprender la creciente complejidad política de Europa en el siglo XVIII. El fracaso de la «Academia política» ha de entenderse por el rechazo que causó en la nobleza, que veía en este servicio a la Corona un escalón necesario para sus aspiraciones cortesanas en forma de prebendas, mercedes y títulos, y no como una profesión.3 Cabe interrogarse aquí, como hace Hanotin,4 sobre los límites de la cultura del servicio en los casos en los que los intereses del soberano entraran en conflicto con los de la familia o la casa de su representante.

La costumbre iniciada en el Renacimiento italiano –y posteriormente adoptada por el resto de las naciones europeas– de intercambiar embajadores permanentes con otros príncipes trajo como consecuencia que los monarcas multiplicaran su presencia en las capitales europeas mediante una figura delegada. En el siglo XVII esta práctica ya había sido institucionalizada y jerarquizada a través de la asignación de sueldos y mercedes, y el establecimiento de un cuerpo de servidores de la embajada y todo un ceremonial de entradas, salidas, fiestas, audiencias, etc.5 De esta manera, en las cortes europeas se encontraba un gran número de delegados reales procedentes de varios países a los que era necesario atender y entretener conforme a su calidad para ganar su amistad y, en la medida de lo posible, explotarla. Asimismo, estos mismos embajadores se veían obligados a corresponder de manera proporcional a los agasajos tanto de sus anfitriones como de sus homólogos, y procuraban competir con ellos para influir en la política internacional de los monarcas que los habían recibido. Se trata, por tanto, de una labor propia del moderno cortesano inicialmente analizado por Castiglione. Es decir, un individuo obligado a vivir en una suerte de esquizofrenia para verse constantemente a sí mismo como si fuera una tercera persona y así predecir la manera en que sus comportamientos serán juzgados por sus rivales. Las virtudes del cortesano moderno –sagacidad, discreción, capacidad de observación, escucha y vigilancia– eran también características necesarias de todo embajador (o equipo diplomático) para complementar los canales oficiales de información con una diplomacia subterránea que se desarrollaba en el teatro, las calles y los salones, y que, en no pocas ocasiones, se acercaba a tareas propias del espionaje.

Tal y como se puede ver en el primer capítulo, acerca de la construcción del Real Sitio del Buen Retiro, aunque la función principal de este palacio era la del ejercicio de la majestad, también se le quería dotar de algunos usos de tipo práctico, tales como el alojamiento ocasional de príncipes extranjeros y otros enviados internacionales, algo que, no obstante, ocurrió únicamente de forma muy ocasional. La incapacidad de Madrid para alojar dignamente a una comitiva como la del príncipe de Gales en su visita de 1623 había quedado patente, lo cual significó una humillación nacional. La construcción de palacios suburbanos se había convertido en una práctica común en las monarquías europeas y la reputación de la Corona no podía permitirse que otras naciones marcaran la pauta del continente, por lo que la edificación del Palacio del Buen Retiro, además de considerarse una necesidad, era también un objetivo estratégico.

Muy pronto, el Buen Retiro y –tras su finalización– su coliseo teatral se convertirán en importantes herramientas de la maquinaria de poder simbólico de la Monarquía. Inmediatamente después, como es natural, su control desencadenaría una disputa de décadas entre todos aquellos que pensaban tener razones legítimas para cuestionar su jurisdicción. Así, como recogemos en el segundo capítulo, los mayordomos del rey y los alcaides de aquel real sitio se enfrentarían durante largos años para intentar incorporar la gestión de este espacio a su área de control.

Efectivamente, el teatro no era un mero entretenimiento. Las comedias que se celebraban en el Buen Retiro procuraban influir en los embajadores, que, a su vez, después trasladaban sus impresiones a sus correspondientes cortes mediante relaciones o cartas. Sin lugar a dudas, la suntuosidad del Coliseo del Buen Retiro y su ubicación dentro del propio palacio tendrían una cierta capacidad de persuasión sobre los embajadores a los que se procuraba deslumbrar mediante la riqueza de los decorados y los vestidos de los actores, la suntuosidad de la música o, ya en el reinado de Felipe V, también la calidad de los cantantes.

En muchos casos, los mecanismos empleados para mostrar la pujanza del país no eran especialmente sutiles. En el tercer capítulo se analiza cómo hasta el redactor que escribió la crónica de las fiestas celebradas por Felipe IV en febrero de 1637 en el Buen Retiro para las Noticias de Madrid (antecedente de la Gaceta de Madrid y el más tardío Boletín Oficial del Estado), desliza en un tono jocoso y provocativo que «tan grande acción [la fiesta cortesana de diez días] ha tenido otro fin que el de recreación y pasatiempo y que fue también ostentación para que el cardenal Richelieu, nuestro amigo, sepa que aún hay dinero en el mundo que gastar y con que castigar a su rey».6

El dispendio y derroche económico en sus fiestas era una forma habitual de mostrar al mundo la despreocupación económica de la Corona y, por tanto, su poderío. No obstante, esta no era la única manera de hacerlo, ni necesariamente la más efectiva. Otro de los instrumentos empleados para demostrar la fortaleza de la institución monárquica era la extremada atención al protocolo y la etiqueta. Como ejemplo representativo de ello, en el cuarto capítulo referimos una carta del embajador británico, lord Sunderland, a lord Arlington en la que le expresa su asombro por el cuidado y estricto ceremonial de entrada al Coliseo del Buen Retiro antes de la representación de Fieras afemina Amor (1672). Según él, la meticulosidad de este protocolo había logrado la rara hazaña de que todos los embajadores se encontraran satisfechos con el lugar que se les había destinado en el teatro. La distribución se había llevado a cabo atendiendo a la calidad de sus príncipes, pero también a las tensiones entre las distintas naciones, de manera que se evitaran incómodos encuentros entre representantes de monarquías enfrentadas. Asimismo, como argumenta Greer,7 el estricto seguimiento de las etiquetas de la Casa Real mostraba ante Europa que la fortaleza de la Monarquía hispánica residía en la propia institución, con independencia de las carencias de quien ocupase el trono en un momento determinado, algo de especial relevancia durante el reinado del frágil Carlos II.

La construcción del relato que se mostraba a los embajadores, por tanto, podía presentarse de manera abstracta, en forma de una simple demostración de poder económico o institucional. Otras veces, sin embargo, el objetivo era más específico y, por ello, la comedia que se representaba llevaba a cabo una reescritura o reinterpretación de la historia reciente que favorecía a España y justificaba la actuación de sus ejércitos. Por su proximidad temporal entre la comedia y los sucesos que representaba, varios críticos han dado en denominar a este tipo de teatro «crónica representada»,8 teatro «periodístico» o de «reportaje».9 Sirvan como ejemplo de este teatro de vocación periodística las comedias de Pedro de Arce El sitio de Viena y su secuela, Segunda parte del sitio de Viena y conquista de Estrigonia, ambas estrenadas en el Alcázar en 1683, pocos meses después de la victoria cristiana frente a los otomanos. Además de Arce, en estos años también Francisco Bances Candamo probaría suerte en este género teatral en 1686 con La restauración de Buda, que se representaría primero en el Saloncete del Buen Retiro y después en el Coliseo.

En las dos comedias del sitio de Viena, Pedro de Arce utiliza el eje Madrid-Viena de la dinastía de los Austria para justificar que España reclamase como propia una victoria en la que, sin embargo, no participaron sus tropas. En el caso de La restauración de Buda, que celebraba la recuperación de Buda y el presidio de Pest por parte de la Santa Alianza, Bances Candamo exagera la exigua participación de la Corona española en esta importante victoria para considerarla también como un triunfo español.

Además de para defender los intereses nacionales y reescribir los relatos históricos, los festejos teatrales también servían para estrechar lazos a través de la celebración de las efemérides de los príncipes aliados, los tratados de paz y los habituales subsiguientes matrimonios que unían a las familias de los soberanos antes enfrentados. En estos casos, la escenificación de la interacción de los personajesnación permitía imaginar sobre el escenario las nuevas posibilidades que se abrían en el ámbito de las relaciones internacionales.

Ellen Welch ha estudiado la participación de estos personajes-nación en los ballet de cour franceses10 y varias de sus conclusiones son también trasladables a algunas de las loas que precedían a las comedias españolas que estudiamos en los capítulos cuarto y quinto de este libro. Tal es el caso de la pieza que prepara la escena para El sitio de Viena, de Pedro de Arce, en 1683, en la que los personajes que representan a España y Alemania dialogan para expresar su mutua admiración y la fortaleza de su alianza. Lo vemos de un modo aún más patente en la pieza que Pérez Montoro escribió como prólogo para No hay con Amor competencias (1690), en la que los distintos continentes hablan con Océano para celebrar la llegada de la segunda esposa de Carlos II, que augura una nueva era de pujanza para la Monarquía por la promesa que supone respecto al nacimiento de un heredero al trono.

Durante el reinado del primer Borbón el uso de estos personajes-nación se mantuvo sin apenas alteración en las loas con el mismo objetivo de transmitir mensajes de política exterior. En este estudio se analizan dos loas de José de Cañizares: la que precedió a su propia comedia Las amazonas de España en 172011 y la que, dos años más tarde, acompañó a la comedia Angélica y Medoro, de Antonio de Zamora. En esta última encontramos a personajes que representan a los continentes de África, América, Asia y Europa, para proclamar que «en todas [partes del mundo] manda el cetro de Philipo».12 En esta misma loa, además, aparecen también los personajes Madrid y París, que, personificando sus respectivas cortes, aplauden la alianza entre ambas naciones sellada con los enlaces reales del príncipe Luis de Borbón con Luisa Isabel de Borbón-Orleans, tercera hija del regente de Francia, y de la infanta española María Ana Victoria con el heredero francés y futuro rey Luis XV.

Mediante estos personajes-nación se hacía posible la transmisión simbólica de mensajes de armonía internacional, lo que convertía estas piezas teatrales en un instrumento eficaz para promover y representar de manera concreta y visual complejas reflexiones sobre conceptos abstractos relativos al poder político, la soberanía, la resolución de conflictos y, naturalmente, la paz. De esta manera, al auspiciar estas representaciones, la corte mostraba sobre el escenario sus deseos de paz mediante figuras alegóricas que modelaban cómo habrían de desarrollarse las nuevas relaciones internacionales para alcanzar un éxito similar al que todos los presentes podían contemplar sobre el escenario. Era, por tanto, una suerte de diplomacia alegórica que, gracias a la música eufónica y el baile acompasado, proyectaba una armonía creíble entre las naciones.

Más allá de la influencia que las representaciones pudieran tener directamente sobre aquellos embajadores presentes en la función, las monarquías también buscaron otras maneras de rentabilizar diplomáticamente la enorme inversión económica que suponía cada uno de estos festejos. Para ello, se buscaba que estos acontecimientos adquirieran la mayor repercusión posible fuera de los muros del teatro. La forma más común para conseguir estos objetivos era la diseminación de relaciones de fiestas y crónicas, tanto las que se preparaban desde la propia corte como las que escribían los embajadores. Junto a estas relaciones, las valijas diplomáticas llevaban con frecuencia otros documentos como grabados o diseños de telones y escenografía. También podía añadirse alguno de los ejemplares de la comedia en formato de lujo y, tras la llegada de la ópera italiana a España, las partituras de la música que se había escrito para la ocasión.

La creciente complejidad de las representaciones protocolarias en el ámbito europeo crea a su vez un mercado de transacciones diplomáticas. En ellas, ingenieros, artistas, autores, músicos, compositores y cantantes forman parte esencial de lo que Pierre Bourdieu denominó capital simbólico del monarca, y serían de gran importancia en el cálculo de la posición de un rey particular respecto a sus iguales. En los capítulos tercero y cuarto de este estudio se puede ver con claridad que con la dinastía austríaca se le da gran importancia a la importación de ingenieros y artistas italianos, mientras que desde España se exportan a las naciones aliadas los textos de los autores más prominentes. Es el caso de los diseños de la escenografía de Andrómeda y Perseo, que se le enviarían al emperador Fernando III junto con el texto, la partitura y una relación completa de la representación.13 Recordemos que la emperatriz María Ana –hermana de Felipe IV– organizaba regularmente en Viena las llamadas «fiestas de damas», que consistían en representaciones dramáticas, bailes y recitales de música típicamente españoles. Gracias a ello, cuando su hija Mariana llega a España para casarse con su tío, no necesita de ningún tipo de introducción a la comedia española.

La cercanía de la corte de Felipe IV al gremio de actores propició que en más de una ocasión los cómicos departieran con dignitarios internacionales. Ya en 1650, poco después de la llegada de Mariana a la corte madrileña, se representó una comedia en el Salón Dorado a la que se invitó al embajador turco. El monarca español, en una carta dirigida a su confidente y consejera, sor Luisa Enríquez Manrique de Lara, condesa de Paredes, explica: «El [embajador] turco lo vio todo que es muy amigo de comedias y está también hallado con los comediantes que haviendo ido oy a ver el Escorial a llevado por su camarada a Juan Rana y a otro farsante que llaman Mexia».14 Tampoco debe sorprendernos, por tanto, que, cuando más adelante le tocó a la infanta María Teresa abandonar Madrid para desposarse con Luis XIV, su padre se asegurase de que fuera con ella una compañía de actores que llegaría a representar en la corte de París durante diez años.15 No hay duda de que la comedia española le serviría a la nueva reina de Francia de gran consuelo personal,16 pero tampoco debe obviarse que, de forma intencional o no, estos representantes cumplirían también una función diplomática a favor de un mayor entendimiento de la cultura española en el país galo.17

La llegada del primer Borbón y María Luisa de Saboya a la corte española supondría un nuevo movimiento migratorio entre las cortes de París y Madrid, aunque en la dirección contraria. Junto con sus cortesanos franceses, Felipe V también importaría una troupe de comediantes italianos conocida como la «Compañía de los Trufaldines», que llegarían a la corte en 1703 y que, tras numerosos cambios, entradas y salidas, mantendría su actividad en Madrid hasta los últimos años del primer reinado de Felipe V. Igualmente, durante las dos primeras décadas del siglo XVIII se hicieron numerosas incorporaciones de músicos y compositores para satisfacer mejor los gustos franceses e italianos de los reyes. Esta tendencia se aceleraría tras la llegada de Carlo Broschi Farinelli y las remodelaciones del teatro de los Caños y del Coliseo del Buen Retiro en 1738, que son consecuencia del giro de la corte hacia la ópera italiana en detrimento de la comedia española. Por consiguiente, los textos de los dramaturgos españoles también serán reemplazados por la importación de libretos italianos, especialmente de Metastasio, para su representación en los teatros cortesanos.

La producción de estos espectáculos operísticos supondría un enorme sacrificio económico para las arcas de la Corona, pero esto no resultaba una novedad en una corte que estaba acostumbrada a realizar este tipo de gastos de prestigio –«conspicuous consumption», en la vieja terminología de Thorstein Veblen–,18 aunque no pudiera luego afrontar las deudas. No obstante, lo nuevo es el desmedido esfuerzo y el coste diplomático que se ha de realizar para atraer a los mejores músicos y cantantes de la época, como se observará en el último capítulo de este libro a propósito de la puesta en escena de Farnace en el Buen Retiro. Efectivamente, entre los prestigiosos cantantes que se traen a Madrid, rara vez conseguirá abrirse paso algún intérprete español. Quizá sea María Heras la única que logre consolidarse y competir de igual a igual con las mejores divas italianas de su tiempo.

A su vez, también algunos músicos a cargo del rey y las partituras de ópera se convertían en instrumentos diplomáticos al enviarse como gesto de amistad a otras capitales europeas y, sobre todo, a Lisboa, donde la hija de Isabel de Farnesio y princesa del Brasil, María Ana Victoria, las recibía con gran alegría por su afición a la ópera y al coleccionismo de partituras.

En suma, el presente volumen analiza el papel desarrollado por las artes escénicas en la maquinaria diplomática de la Corona española desde Felipe IV hasta la proclamación de Fernando VI. Para ello se utiliza el Coliseo del Buen Retiro como un cronotopo que cataliza la evolución del teatro palaciego barroco hasta la Ilustración. El estudio de este espacio teatral también permite hacer un análisis preciso de la lenta pero inexorable transformación de los espectáculos áulicos españoles a lo largo del siglo, así como de su función en las relaciones internacionales. Por consiguiente, las páginas que siguen buscan servir al lector a modo de butaca desde la que observar el decreciente papel de España en el teatro político europeo, así como el ascenso de la estrella parisina, hasta conseguir el papel protagonista que hasta entonces había representado Madrid.

1. Cristina Bravo Lozano y Antonio Álvarez-Ossorio Alvariño: «Introducción», en íd. (eds.): Los embajadores: Representantes de la soberanía, garantes del equilibrio, 1659-1748, Madrid, Marcial Pons, 2021, p. 15.

2. Alberici Gentilis: De legationibus libri tres, III:6 «Legatus ut sit orator», Londres, Excudebat Thomas Vautrollerius, 1585, p. 102.

3. Manuel Rivero Rodríguez: Diplomacia y relaciones exteriores en la Edad Moderna: De la cristiandad al sistema europeo, 1453-1794, Madrid, Alianza, 2000, pp. 163-164.

4. Guillaume Hanotin: «El embajador de Luis XIV en la corte de Madrid, ¿un ideal del servicio al rey?», en Bravo Lozano y Álvarez-Ossorio: Los embajadores…, pp. 109-123.

5. Bravo Lozano y Álvarez-Ossorio: Los embajadores…, p. 16.

6. MHE [Memorial Histórico Español]. Colección de documentos, opúsculos y antigüedades que publica la Real Academia de la Historia, tomo XIV, Madrid, Imprenta de la Real Academia de la Historia, 1862, p. 65 n. 1. También aparece en la entrada correspondiente al 15 de julio de 1637.

7. Margaret Rich Greer: The Play of Power: Mythological Court Dramas of Calderón de la Barca, Princeton, Princeton University Press, 1991, p. 183.

8. Carmen Sanz Ayán: Pedagogía de reyes: El teatro palaciego en el reinado de Carlos II, Madrid, Real Academia de la Historia, 2006, p. 125.

9. J. E. Duarte Lueiro: «Fuentes y representación de La restauración de Buda, comedia bélica de Bances Candamo», en Felipe B. Pedraza Jiménez et al.: Guerra y paz en la comedia española, XXIX Jornadas de Teatro Clásico de Almagro, Ciudad Real, Universidad de Castilla-La Mancha, 2007, p. 271.

10. Ellen Welch: A Theater of Diplomacy: International Relations and the Performing Arts in Early Modern France, Filadelfia, University of Pennsylvania Press, 2017, pp. 58-81.

11. Esta comedia también incluye un ballet al modo francés coreografiado por «Monsiur Christiani» en el que se hermanaba a franceses y españoles mediante un baile conjuntado entre representantes de ambas naciones.

12. Antonio de Zamora: Drama músico u ópera scenica… de Angeli[c]a y Medoro, Madrid, 1722, p. 5.

13. Pedro Calderón de la Barca: Andrómeda y Perseo: fábula escénica, ed. Rafael Maestre, Almagro, Museo Nacional del Teatro, 1994, pp. 26-28.

14. Carta XV, fechada el 7 de marzo de 1649, en Joaquín Pérez Villanueva: Felipe IV y Luisa Enríquez Manrique de Lara, condesa de Paredes de Nava. Un epistolario inédito, Salamanca, Caja de Ahorros de Salamanca, 1986, p. 121.

15. Entre las actrices que marcharon con María Teresa se encontraba Francisca Bezón (hija de Francisco Zorrilla), que durante aquella estancia conocería a María Luisa de Orleans. Más adelante, cuando esta casara con Carlos II, la actriz representaría el papel de Arminda en la comedia de Hado y divisa de Leonido y Marfisa con que se celebró la boda, precisamente el papel que se supone sería trasunto de la nueva reina (Sanz Ayán: Pedagogía…, p. 120).

16. Parece que el entusiasmo de la infanta por el teatro venía de lejos. Con tan solo quince años fue ella quien se empeñó en que se representase la fábula escénica Andrómeda y Perseo en 1653 para celebrar el restablecimiento de la salud de su madrastra, la reina Mariana.

17. José Checa Beltrán (Demonio y modelo: dos visiones del legado español en la Francia ilustrada, Madrid, Casa de Velázquez, 2014, p. 78) explica cómo en la crítica francesa del siglo XVIII se reconoce sin fisuras «la precedencia cronológica del teatro español, así como su carácter modélico para con los grandes autores del siglo XVII».

18. Thorstein Veblen: The Theory of the Leissure Class: An Economic Study of Institutions, Nueva York, Modern Library, 1934.

SIGLAS

AGP

Archivo General de Palacio

AGS

Archivo General de Simancas

AHN

Archivo Histórico Nacional

AHP

Archivo Histórico de Protocolos

ASG

Archivo di Stato, Génova

AVM

Archivo General de la Villa de Madrid

BDH

Biblioteca Nacional de España / Biblioteca Digital Hispánica

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BRP

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CODOIN

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MAE

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MHE

Memorial Histórico Español. Colección de documentos, opúsculo y antigüedades que publica la Real Academia de la Historia

PARES

Portal de Archivos Españoles

RAH

Real Academia de la Historia

Capítulo 1

EL PALACIO DEL BUEN RETIRO

Los motivos de la construcción de un segundo palacio real en Madrid deben considerarse dentro de un contexto más amplio, el del ascenso al trono de Felipe IV y las aspiraciones que para él tenía su valido, Gaspar de Guzmán. Como podrá verse a lo largo de este capítulo, las ambiciones del conde-duque para el joven monarca se mezclan y confunden con frecuencia con las que el privado tenía para sí mismo. En primer lugar, hemos de considerar su emplazamiento en el extremo oriental de Madrid, junto al paseo del Prado de San Jerónimo, donde se encontraba –y aún continúa– el monasterio de San Jerónimo el Real.

Los reyes habían hecho uso de esta casa de religiosos desde el tiempo de los Reyes Católicos para alojarse temporalmente durante sus estancias en Madrid, reunir a las Cortes de Castilla y realizar juras de príncipes, además de para retirarse a las afueras de la ciudad para la oración en periodos de luto o cuaresma. El establecimiento de la capitalidad en Madrid en 1561 incrementó la importancia de este enclave religioso para la Corona, con lo que ya hubo de hacerse una primera ampliación de los aposentos destinados al rey,1 tarea que llevaría a cabo Juan Bautista de Toledo.2 Por consiguiente, no es de extrañar que Olivares, en su interés por imitar los palacios de placer de carácter suburbano que habían comenzado a proliferar en Europa, se acordara de aquel monasterio y quisiera expandir aquellas habitaciones de acuerdo con el propio crecimiento de la corte real y los nuevos usos que pretendía darles. Por tanto, en gran medida, la elección del entorno del monasterio de San Jerónimo el Real para este nuevo espacio cortesano resulta natural. Esto no quiere decir que fuera la única posible o que estuviera libre de intereses personales. A los históricos vínculos que ataban al monasterio con la Corona española hemos de añadir otro factor quizá menos inocente: los terrenos colindantes con el monasterio –el Prado Alto y la Huerta de San Juan–, en los que finalmente se construiría el real sitio, pertenecían a la familia del conde-duque, que, en un gesto de generosa fidelidad, los cedió al rey, que, a su vez, le recompensaría con aún mayor liberalidad, tal y como corresponde a su majestad.

Así pues, aunque el propósito inicial tal vez no fuera la edificación de un nuevo palacio en Madrid, la donación de Olivares hace que el proyecto se desborde hasta configurar un complejo palaciego de proporción desmesurada para el cual ya no bastará con los terrenos cedidos al rey, sino que el real erario habrá de comprar tierras adicionales a muchos madrileños que habían establecido allí pequeñas huertas o poseían otro tipo de propiedades.3 Para hacerse una idea aproximada de las consecuencias urbanísticas de este palacio en Madrid, baste decir que al término de su construcción la extensión total de la ciudad se había incrementado en un tercio.4 A largo plazo, este desarrollo del polo oriental de Madrid, que anteriormente acababa en el paseo del Prado, alteraría de forma definitiva la disposición urbana de la capital. Si hasta entonces la estructura de la ciudad estaba sometida a la fuerza centrífuga que ejercía el alcázar en el extremo occidental, ahora el municipio iba a continuar su crecimiento a lo largo del nuevo eje oriente-occidente que marcaban los dos palacios del rey.

Las obras comenzaron en 1630 y se sufragaron con fondos previstos para los gastos secretos del rey. Una vez descartada la simple reforma, la primera idea fue construir una residencia semirrural relativamente pequeña, similar a las que algunos miembros destacados de la nobleza española ya tenían en esta zona de Madrid.5De esta forma, el monarca podría utilizar las estancias del Retiro para su recreo, disfrutar de los jardines que se pensaban diseñar y, tal vez, presidir alguna que otra fiesta cortesana de menor importancia.

Los motivos del desvío del modesto plan inicial no son fáciles de resumir puesto que en ellos convergen sólidas razones políticas y diplomáticas con otras de índole cortesana, artística y de rivalidad con otras monarquías europeas: todo ello convenientemente aderezado por la ambición y el carácter personal del conde-duque de Olivares. La falta de control del valido de Felipe IV y una irresponsable ausencia de planificación del edificio hicieron que en más de una ocasión, nada más terminar una fase de la construcción, se hicieran evidentes sus carencias materiales o incluso dimensionales para cumplir la función que se había previsto.6 Como consecuencia, a la primera construcción se le fueron añadiendo sucesivamente nuevos patios, jardines y edificios de una forma casi compulsiva que duplicaban o corregían otras construcciones, o que se incorporaban únicamente por capricho u ocurrencia de última hora del conde-duque, los arquitectos o el propio Felipe IV.7

Había varias razones prácticas para la edificación de un segundo palacio en Madrid y para que este, asimismo, tuviera un carácter suburbano. La construcción de este tipo de palacios se había convertido en una práctica común en las monarquías europeas, lo cual es algo que se debe tener en cuenta puesto que la reputación de la Corona no podía permitirse que otros reinos marcaran la pauta del continente.8 A este motivo de prestigio internacional hay que añadir también algunos argumentos de tipo más práctico, como la necesidad de tener una segunda residencia para la corte, de manera que si al Alcázar madrileño le amenazara alguna epidemia o una peste fuera posible hacer un rápido traslado a un nuevo centro desde el que continuar sin interrupción el gobierno de la Monarquía.

Entre las razones diplomáticas parece que habría tenido un peso significativo –al menos en lo que a justificaciones se refiere– la visita realizada por el príncipe de Gales a Madrid en 1623, cuando la corte española se vio obligada a preparar apresuradamente (y no sin cierto sonrojo) unos aposentos dentro del oscuro Alcázar donde alojar al heredero inglés y a su séquito. Otra de las consecuencias de este viaje del príncipe Carlos fue la del contraste que se evidenció entre el refinamiento y exquisito juicio artístico de este y la falta de preparación del monarca español. Ciertamente, Felipe IV apenas había comenzado con el plan de lecturas que le había preparado Olivares como parte de su ambicioso programa educativo.9 Esta labor pedagógica de Olivares descubriría pronto el sorprendente buen ojo del monarca para la pintura, así como un gran gusto por la música y el teatro, como más adelante quedaría de manifiesto en importantes proyectos de mecenazgo desarrollados, entre otros lugares, en el Buen Retiro. No obstante, este interés en el real sitio como futuro alojamiento de príncipes u otros invitados del rey nunca llegaría a materializarse por completo. Una vez terminada esta segunda residencia, la mayoría de las veces los invitados del rey se hospedarían en otros lugares. Así, la princesa Margarita de Saboya, cuando en 1634 hizo un alto en su camino de Francia a Portugal para asumir aquel virreinato, se alojaría en la Casa del Tesoro, junto al Alcázar, y no en el Buen Retiro. Igualmente, en 1636, la princesa de Carignano, esposa del príncipe Tomás de Saboya (primo de Felipe IV), que tan importante era para las pretensiones españolas en el Imperio, tampoco hizo uso del Palacio del Buen Retiro, sino que igualmente ocupó las habitaciones de la Casa del Tesoro. Durante estos primeros años del Palacio del Buen Retiro, el único dignatario internacional que llegaría a alojarse en sus instalaciones sería Francisco d’Este, duque de Módena, que disfrutó sus espacios durante algo más de un mes entre septiembre y octubre de 1638. No obstante, su llegada al palacio puso otra vez de manifiesto la falta de planificación de los arquitectos españoles, pues se hizo evidente que no se había construido el suficiente número de apartamentos para invitados y, por tanto, el conde-duque, el conde de Villanueva, Carbonel, Antonio de Mendoza y Antonio Carnero tuvieron que desalojar sus propias dependencias para hacer sitio a los huéspedes italianos, con lo que hubo que replantearse su uso como residencia ocasional.10

Como se ha mencionado, además de las razones arquitectónicas, otro de los argumentos más convincentes para explicar el caótico desarrollo del palacio se encuentra en la propia personalidad de Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde-duque de Olivares. La compleja situación de la Monarquía, con múltiples frentes abiertos tanto en Europa como dentro de sus propias fronteras, hizo que la obsesiva personalidad del valido y su hiperactividad se volcaran de lleno en este proyecto. Al contrario de lo que ocurría en la escena nacional e internacional, cuando el condeduque tomaba alguna decisión acerca de los vastos terrenos que ocupaba el real sitio, ya fuera sobre arquitectura, botánica, ingeniería hidráulica o coleccionismo artístico, sus órdenes se ejecutaban casi al instante, lo que indudablemente le servía de fuente de satisfacción con que mitigar las crecientes frustraciones políticas.11 Ciertamente llama la atención el afán obsesivo por controlar todos los detalles concernientes al nuevo palacio: las semillas que debían traerse para los jardines, los árboles que se habían de plantar, los tapices que debían colgar de las paredes, el amueblamiento de los interiores, las estatuas decorativas de los patios, etc. Sin embargo, en la época, el empeño del conde-duque en el acondicionamiento del nuevo Sitio del Buen Retiro no fue considerado un error de gestión de los recursos humanos y económicos de la Monarquía, sino que, muy al contrario, sería pronto reconocido por el rey con la extraordinaria «donación a perpetuidad de la alcaidía de San Jerónimo el Real». De esta manera, el monarca permitía a su valido

perpetuar en vuestra casa, estado y maiorazgo la dicha Alcaldía […] y os concedo y doi facultad a vos y vuestros descendientes y sucesores en la dicha vuestra cassa y mayorazgo, en qualquier manera, para que podáis nombrar theniente y conserje y todos los demás oficiales, jardineros y personal […] y para poderlos remover a vuestra voluntad.12

A pesar de esta concesión «a perpetuidad», tras la muerte del conde-duque se revocaron estos privilegios, con los problemas que todo ello ocasionará, como se verá más adelante.13

Naturalmente, el objetivo del obstinado control por parte del conde-duque de todos los detalles relativos al Buen Retiro no era sino el control del relato y la valoración del reinado de Felipe IV (y, por tanto, también de su valimiento) a través de un continuo examen del valor simbólico que para la Historia había de tener cada elemento del palacio.14 Como es lógico, entre todos ellos, el programa pictórico del Salón de Reinos tenía un valor destacado de acuerdo con la importancia de esta sala dentro del ceremonial cortesano.15 De igual manera, también adquirían especial importancia todas las estancias y los lugares en los que el monarca había de presentarse ante de su corte, embajadores u otros representantes de las potencias europeas. Esto era así no únicamente en las ocasiones más protocolarias, como eran las entradas solemnes, la revista de tropas y las recepciones formales, sino también –e incluso quizá más– en otras de aparente menor importancia, como festejos y puesta en escena de obras de teatro, que le servían al monarca para, efectivamente, representar su poder. Sin lugar a dudas, el Coliseo del Buen Retiro era bastante más que una gran sala para entretenimiento de la corte, los consejeros, los embajadores, los corregidores o el pueblo de Madrid. En muchas de aquellas veladas teatrales también se jugaba el prestigio de una Monarquía que quería mostrarse llena de una energía nueva y revitalizadora ante el mundo.

Con todo, Carmen Blasco ha destacado que, a pesar de la importancia simbólica de este real sitio para la reputación doméstica e internacional del rey, su fachada principal –habitualmente el elemento arquitectónico sobre el que más juicios estéticos podría hacer el visitante– estaba construida, al igual que el resto del palacio, de un modesto ladrillo rojizo con únicamente algunos elementos de piedra de granito gris para enmarcar balcones, esquinas y zócalos. Se trata, pues, de materiales pobres que, además, se encontraban dispuestos sin ninguna atención a los órdenes arquitectónicos definidos por Vitruvio y sin que las distintas partes tuvieran una relación armónica entre ellas. En resumidas cuentas, se trataba de una edificación sin simetría ni concierto, falta de carácter y de cualidades expresivas. Esto se traducía en un exterior que no se correspondía ni en su forma ni en su decoración con el rango de quien lo ocupaba, lo que llevaría a algunos críticos a calificarlo de «palacio de arquitectura campesina».16 Esta humildad de los elementos constructivos, sin embargo, no evitaba que en esta edificación se percibiera una actitud un tanto despreciativa hacia la ciudad de Madrid. El complejo palaciego ignoraba la ciudad, para la que no mostraba siquiera una fachada digna de contemplarse, mientras que intramuros todo serían lujos y dispendios.17

Verdaderamente, el despropósito y la pobreza arquitectónica del exterior quedaban sobradamente compensados una vez que se accedía al interior. Serían los salones, los patios, los jardines y los estanques los que ofrecieran magníficas oportunidades para la demostración y representación de la nueva energía que, según Olivares, el «Rey Planeta» había insuflado en la Monarquía hispánica. El numeroso conjunto de pintores, escritores y dramaturgos atraídos al calor y protección de la corte suburbana eran, a ojos del valido, perfectos instrumentos para trasladar al mundo esta nueva imagen.

La caída del conde-duque trajo consigo también el abandono del Buen Retiro durante un tiempo, si bien tampoco sería esta la única causa, ya que encontramos varias razones que ayudan a explicar el relativo olvido en el que cayó el palacio durante los años siguientes. No obstante, parece haber poca duda de que los principales motivos tendrían que ver, en primer lugar, con la sucesión de desgracias en la familia real y, en segundo, con la fuerte identificación que se había establecido entre el real sitio y el antiguo valido, ahora repudiado, lo que empujaba a la corte a evitar ocupar este espacio. Por último, surgieron también algunas complicaciones de tipo administrativo, ya que el real sitio le había sido concedido al conde-duque y su familia a perpetuidad y, aunque después se revocó este memorial, durante mucho tiempo resultó inevitable asociar este palacio al legado de Olivares.

Sería la llegada de Mariana de Austria en 1649 lo que sacaría al Buen Retiro de su letargo para recobrar un lugar prominente en la vida de la corte. El viejo Alcázar, con sus largos pasillos y oscuras salas llenas de humedad no podía competir con los jardines, las fuentes, las plazas, los estanques y otros lugares de esparcimiento que el Retiro podía ofrecer a la nueva reina, que, a su llegada a Madrid, no era más que una niña. Después, tras la muerte del rey Felipe IV en 1665 y el inicio de la regencia de Mariana por la minoría de edad de Carlos II, el complejo real volvería a caer en cierto desuso y aún menos atención. El Coliseo, además, permanecería cerrado hasta su reapertura el 29 de enero de 1672 con la representación de Fieras afemina Amor, de Calderón de la Barca, con la que se quería celebrar los treinta y siete años de la reina madre, cumplidos el mes anterior.18 Con la mayoría de edad de Carlos II y el inicio de su reinado en 1677, don Juan José de Austria, hijo bastardo de Felipe IV, se instalará en el Buen Retiro en calidad de primer ministro o valido, si bien, en realidad, nunca llegaría a recibir tal título.19 Don Juan se alojaría en estas instalaciones reales hasta su fallecimiento en julio de 1679. En el momento de su llegada, el palacio se encontraba en clara decadencia y es probable que entonces se le hicieran numerosas mejoras, aunque no parece que hayan dejado rastro documental, con lo que quizá se tratase únicamente de reparaciones y acondicionamiento de las estancias existentes. En lo que se refiere al Coliseo, una vez superada la prohibición del teatro en la corte y tras haber abierto sus puertas en enero de 1672, se mantendría en uso de manera regular hasta los últimos días de vida de Carlos II.

Una vez fallecido el último de los monarcas de la dinastía de los Austria, Felipe V hacía su entrada en el Buen Retiro por primera vez el 19 de febrero de 1701 y, tras escuchar un Te Deum en la capilla de Nuestra Señora de Atocha, haría de aquel lugar su primera residencia. Mientras el nuevo rey esperaba en el Retiro a que concluyese la Cuaresma –motivo por el que no se podían hacer grandes festejos en Madrid– la nueva corte y el Ayuntamiento realizaban los preparativos necesarios para su entrada solemne y la presentación pública ante la ciudad. Finalmente, esta entrada oficial tendría lugar el 14 de abril.20 Poco imaginaba el nuevo rey que aquel palacio, por aquel entonces muy deteriorado, acabaría por convertirse en la residencia oficial de los reyes españoles durante los treinta años que median entre el incendio del viejo Alcázar y la construcción de un nuevo palacio en su mismo enclave (1734-1764). El incendio de 1734 daría un nuevo protagonismo al Real Sitio del Buen Retiro, que pasaría a hospedar a tres reyes seguidos: Felipe V y sus hijos Fernando VI (1713-1759) y Carlos III (1716-1788). No obstante, ninguno de ellos llegaría a instalarse en el Retiro de manera permanente, ya que siempre prefirieron otros sitios reales de la periferia madrileña, como los de El Pardo, Aranjuez o La Granja. Carlos III, por ejemplo, en cinco años no llegó a dormir en el Retiro en más de setenta y siete ocasiones. Al abandonar definitivamente sus instalaciones para trasladarse al nuevo palacio construido sobre las ruinas del Alcázar, Carlos III cedería de forma temporal los aposentos de la planta baja del Palacio del Buen Retiro –donde otrora habían estado las secretarías de Guerra, Indias, Marina y Hacienda– a las tropas de infantería y caballería que, llegadas en 1766, ocuparían sus habitaciones durante los siguientes veinte años.21 A los pocos meses de instalarse las tropas, ya en 1767, Carlos III abría también los jardines del real sitio para el público general (si bien aún con muchas restricciones) y, a partir de entonces, la ciudad no dejaría de ganarle terreno al antiguo complejo real proyectado por Olivares para el descanso del rey.

Entre 1808 y 1812, el Buen Retiro volvería a cumplir funciones de cuartel militar, si bien en esta ocasión lo sería de las tropas francesas que, considerando el valor simbólico de este palacio, lo vasto de sus instalaciones y su estratégica ubicación –elevada sobre la ciudad de Madrid–, hicieron de él su primer objetivo militar en la capital. Tras su caída, el Retiro se convirtió en el principal puesto desde el que bombardear la ciudad de Madrid.

CONSTRUCCIÓN Y RECONSTRUCCIONES DEL COLISEO

La construcción de un teatro dentro del complejo palaciego del Buen Retiro, como tantas otras edificaciones que se hicieron, no formaba parte de los planes iniciales del conde-duque. Sin embargo, el valido pronto se dio cuenta de los beneficios que la construcción de un teatro dentro del real sitio podría reportarle tanto a la reputación de la Monarquía, como a su propia persona, así que se entregó al proyecto con su habitual entusiasmo. Las obras se iniciaron el 20 de junio de 1638 bajo la supervisión de Domingo de Susvilla, Juan de Lamier y Juan León, que estimaron para su fábrica un coste total de 23.500 ducados, y el diseño de la traza lo llevó a cabo Alonso Carbonel, que poco antes había concluido con éxito la construcción del Salón de Baile.22 Para esta ocasión, el arquitecto contó con el asesoramiento del ingeniero y escenógrafo italiano Cosme Lotti, cuya influencia es posible que fuera más allá de las meras recomendaciones técnicas para la inclusión de las tramoyas,23 y dejara su huella en otros aspectos del nuevo escenario, como la novedosa utilización de una embocadura con la que a partir de entonces se enmarcarían y separarían las ficciones dramáticas del mundo real.24 Las obras del nuevo y espectacular teatro concluyeron en enero de 1640 y, sin querer esperar más, el nuevo coliseo acogió su primera comedia el 4 de febrero con una representación de Los bandos de Verona (versión de Romeo y Julieta), de Rojas Zorrilla.25 Carmen Blasco considera el Coliseo como el «primer edificio exento con uso exclusivo como teatro de la historia de la arquitectura española»,26 si bien esta afirmación requiere algún matiz ya que nuestro teatro, en realidad, no era una construcción independiente, sino que se encontraba unida al palacio, de forma que los reyes podían acceder a su luneta o balcón directamente desde sus habitaciones. Con todo, esta primera edificación duraría apenas una centuria, ya que después fue completamente transformada para adaptarla a la ópera italiana, sin dejar apenas más que unos pocos restos documentales de la construcción original.27

La propia materialidad arquitectónica del Coliseo y el ingenio de Cosme Lotti28 hicieron posible en España el extraordinario desarrollo de géneros dramáticos como el del teatro mitológico y el de tramoya, a la vez que animaron a autores como Calderón de la Barca a imaginar nuevos límites para sus producciones más allá de lo concebible en España hasta ese momento.29 A partir de entonces, en este singular teatro podrían realizarse las más complejas escenografías. Así, para la elaboración de perspectivas sobre el escenario se empleaban no solo los decorados laterales, que estrechaban las dimensiones de acuerdo con su proximidad al escenario, sino también un suelo móvil que se inclinaba ligeramente hacia arriba. También se jugaba para ello con los bastidores pintados que colgaban del techo del escenario, que se fijaban en el suelo mediante unos raíles sobre el tablado.30 Pero no se trata únicamente de los avances en perspectiva. En el escenario del Coliseo, los dioses podían volar sobre nubes y los guerreros desaparecer bajo el escenario mediante trampillas de hundimiento; las escenas marítimas se representaban con asombrosa verosimilitud y en las bélicas podía simularse la artillería mediante el uso de pólvora real. Para las escenas más plácidas y pastorales, era posible abrir una ventana que se encontraba en el fondo de cerramiento de la escena y que, al dar directamente al exterior, conectaba la ficción escénica con el espacio natural de los jardines del palacio.

Todas estas nuevas posibilidades, a la vez que lanzaron a los escritores a la búsqueda de nuevos horizontes de representación, también modelaron un nuevo tipo de espectador: un público que, aunque fuera el mismo que podía acudir al corral de comedias, tenía diferentes expectativas cuando accedía al nuevo Coliseo del Buen Retiro. Así, por ejemplo, mientras en los teatros comerciales los diálogos teatrales tenían que hacer explícito cuando llegaba la noche o el día o si una habitación estaba iluminada o a oscuras, en el Buen Retiro esos versos eran prescindibles pues se podía iluminar u oscurecer la escena al antojo del autor. Es decir, el público «antes oía lo que tenía que ver, ahora ve lo que hubiera tenido que oír».31

Por otra parte, la planta rectangular típica de los corrales se transformó en una planta italianizante en forma de «U», lo que permitía una mejor visualización de las mutaciones de escena desde los aposentos. Con todo, para satisfacer el gusto del rey, ávido consumidor de comedias y adepto de la atmósfera de los corrales, se mantuvieron muchos elementos arcaizantes, hasta el punto de que, según Pellicer, en la inauguración del teatro llegaron a soltarse ratones en la cazuela desde la que las mujeres observaban la comedia e incluso se arregló para que los hombres fingieran peleas en el patio durante esta primera representación, con lo que «se hace espectáculo más de gusto que de decencia».32 La crítica ha incidido varias veces en los elementos propios del teatro comercial que aún se encontraban en esta primera representación como testimonio del gusto del rey por el teatro de corral.

No es tan raro por tanto que, a pesar de que el Coliseo del Buen Retiro incluyera numerosas novedades técnicas, la obra escrita por Rojas Zorrilla para abrir por primera vez el telón de este magnífico teatro33 parezca haberse escrito para una representación en un corral de comedias que careciera de los avances escénicos que tan costosamente se habían incorporado a este teatro.34 Efectivamente, tal y como vemos en el texto de Los bandos de Verona, esta comedia prevé una representación sencilla. No obstante, parece harto difícil imaginar que en este momento tan esperado y después de semejante dispendio no se hiciera uso de al menos alguna de las nuevas posibilidades que un escenario a la italiana ofrecía en cuanto a uso de, por lo menos, perspectivas, algo que defienden Fernando Doménech35 y Chaves Montoya36 y también sugieren Pardo Molina y González Cañal, aunque aún no se haya podido demostrar.37 Naturalmente, tampoco se puede descartar completamente que el encargo que recibiera Rojas Zorrilla fuera el de escribir una comedia al modo de las que habitualmente hacía –y con las que triunfaba– para representar en los dos corrales de comedias de Madrid.

Fig. 1. Respectivamente, fachada, sección longitudinal, sección transversal y planta del Coliseo del Palacio del Buen Retiro. Carmen Blasco: El Palacio del Buen Retiro: Un proyecto hacia el pasado, Madrid, COAM, 2001, pp. 119 y 120.

Al fin y al cabo, la primera documentación de la que se tiene noticia se refiere a esta construcción como «Coliseo y corral de comedias»,38 y se sabe que en esta representación se hizo un esfuerzo por reproducir el ambiente habitual de los corrales. Una tercera hipótesis para explicar la puesta en escena de esta representación partiría de que, aunque quizá la construcción del teatro se hubiera finalizado en enero, quizá no todos los elementos estarían ya operativos y la maquinaria de Lotti aún no habría sido instalada o su construcción habría sufrido algún retraso, con lo que no habría llegado a tiempo para esta representación.39

Desafortunadamente, poco después de esta primera representación, las complicaciones políticas de las crisis de 1640 en Cataluña y Portugal, así como la guerra con Francia, hicieron poco aconsejables los festejos teatrales en el Buen Retiro, aunque sí continuaron de forma privada para la corte en el Alcázar y para la ciudad en los corrales comerciales. A estos problemas políticos les seguiría el luto por la muerte de la reina Isabel de Borbón (1621-1644) y después por la del príncipe Baltasar Carlos (1629-1646), con el consiguiente cierre de los teatros. En ese momento, no obstante, Felipe IV decide no reabrirlos tras el prescriptivo duelo, sino que prefiere seguir la recomendación que dos años antes le habían remitido tanto el Consejo de Castilla como su confidente, sor María Ágreda: la prohibición de todas las representaciones dramáticas «hasta que Dios se sirva de dar fin a las guerras tan vecinas con que Castilla se halla».40 Por último, como ya se ha mencionado, la salida de la corte del conde-duque de Olivares –que era realmente la fuerza detrás de toda la actividad del Palacio del Buen Retiro y, por tanto, también de su Coliseo– hizo que palacio y teatro cayeran en cierto abandono. Como ya se ha dicho, la identificación de Olivares con este palacio era tal que, tras su expulsión, da la impresión de que la corte huyó de aquel enclave para alejarse también de la fortuna de su principal promotor.41

Se ha visto en la sección anterior que la situación de dejadez del Buen Retiro se alargaría hasta el matrimonio del rey con su joven sobrina Mariana de Austria, que con su llegada a la corte madrileña en 1649 hizo que se retomara el interés por el palacio suburbano. Asimismo, el espíritu alegre de la reina y las esperanzas depositadas en ella para que diera a Felipe IV un nuevo heredero hicieron que volvieran las fiestas y las celebraciones a la corte y, entre ellas, no podían faltar las representaciones teatrales del Coliseo, a las que ella era muy aficionada.

Cosme Lotti, el gran escenógrafo italiano que construyó la mayor parte de la maquinaria del teatro madrileño, había fallecido en 1643 y, desde entonces, la plaza había quedado por cubrir al no haber habido necesidad de ello. Ahora, ante el nuevo panorama teatral que se abría para el Buen Retiro, Luis de Haro, sustituto del conde-duque en el valimiento, se mueve con rapidez y, con la ayuda del embajador toscano, Ludovico Incontri, consigue contratar y traer a Madrid al ingeniero y escenógrafo Baccio del Bianco en 1650.42 Igualmente fue necesario hacer una restauración de cierto calado en el teatro, así como hacer algunas modificaciones, como la que registra Carmen Blasco gracias al recibo de un pago «para alargarse por la parte del frontispicio hasta la mitad de la calle ancha donde está la estatua del dios Júpiter para el juego de la tramoya».43 Antonio Palomino estimó que, por aquel entonces, el escenario tendría unos 190 metros cuadrados de superficie, logrados gracias a sus 10,92 metros de anchura por 17,36 metros de profundidad, con una altura máxima de 8,30 metros.44 A su vez, el escenario se encontraba a 1,40 metros de altura sobre el suelo, lo que permitía una fácil circulación de personas por su interior, los hundimientos y la instalación de maquinaria. Los estudios más recientes han venido a confirmar las medidas recogidas en el estudio de Palomino.45

Carmen Blasco describe un patio de butacas cuadrado en cuyos laterales se encontrarían tres niveles con cuatro palcos o aposentos en cada lado, en los que ubicarían la nobleza y otros notables. La reconstrucción que hizo Maestre indica que el tamaño de la sala tendría unos 37 metros de largo por 23 de ancho.46