Teoría del conocimiento - Josep Lluís Blasco Estellés - E-Book

Teoría del conocimiento E-Book

Josep Lluís Blasco Estellés

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El trabajo sistemático de problemas relativos al conocimiento humano es una característica sustantiva del pensamiento moderno. No obstante, históricamente, la tradición filosófica en las universidades españolas se ha mostrado muy deficitaria en este campo. La introducción de la epistemología moderna, y de la modernidad en general, en el pensamiento español ha sido un proceso complejo y lleno de obstáculos. A partir de los años setenta del siglo XX se inició un período de renovación muy intenso que cambió radicalmente el panorama. En el ámbito de la teoría del conocimiento, la aportación de Josep Lluís Blasco fue de las más destacadas. Este libro ofrece una aproximación sistemática a los problemas filosóficos que plantea el conocimiento humano. Dividido en cinco grandes apartados, que recogen los temas más importantes de la epistemología actual -método, definición y posibilidades de conocimiento, justificación, base empírica del conocimiento y relación entre semántica y epistemología-, se dirige a los estudiantes del ámbito de las humanidades, pero también de las ciencias básicas y, en segundo término, a un público general interesado en los problemas epistemológicos.

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Seitenzahl: 455

Veröffentlichungsjahr: 2015

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TEORÍADEL CONOCIMIENTO

Educació. Materials 73

Josep Lluís BlascoTobies Grimaltos

TEORÍADEL CONOCIMIENTO

Traducción de Lino San Juan

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA2004

Colección: Educació. Materials

Director de la colección: Guillermo Quintás Alonso

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© Los autores, 2004

© De la traducción: Lino San Juan, 2004

© De esta edición: Universitat de València, 2004

Producción editorial: Maite Simon

Fotocomposición y maquetación: Ligia Sáiz

Cubierta:

Diseño: Pere Fuster (Borràs i Talens Assessors SL) Tratamiento gráfico: Celso Hernández de la Figuera

Corrección: Pau Viciano

ISBN: 978-84-370-8937-9

Índice

PRESENTACIÓN

NOTA DEL TRADUCTOR

PRIMERA PARTE

EL MÉTODO EN EPISTEMOLOGÍA

Capítulo 1.    El problema del método

Capítulo 2.    El naturalismo

Capítulo 3.    El transcendentalismo

Capítulo 4.    El análisis

SEGUNDA PARTE

EL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO

Capítulo 5.    Qué es el conocimiento?

5.1  La definición clásica de conocimiento

5.2  El problema Gettier

5.3  Soluciones al problema Gettier

5.4  Los casos Gettier reexaminados

5.5  Otras expresiones de conocimiento

5.6  La especialización del término conocimiento

5.7  No hay que desesperar: la necesidad de la justificación

Capítulo 6.    Es posible el conocimiento? El problema del escepticismo

6.1  Descartes y el problema de la epistemología moderna

6.2  Del cartesianismo a la epistemología contemporánea

6.3  La hipótesis de los cerebros a la cubeta

6.4  Las conseqüencias de la hipótesis escéptica

6.5  Escepticismo y justificación

TERCERA PARTE

EL PROBLEMA DE LA JUSTIFICACIÓN

Capítulo 7.    El fundamentalismo

7.1  La concepción arquitectónica del conocimiento

7.2  El rechazo del regreso al infinito y del círculo vicioso

7.3  Distinción de dos tipos de creencias

7.4  Otros fundamentalismos

Capítulo 8.    El coherentismo

8.1  ¿Qué es la coherencia?

8.2  Críticas al coherentismo

8.3  Coherencia y experiencia

Capítulo 9.    Internismo/externismo

9.1  Ventajas e inconvenientes del externismo

9.2  Ventajas e inconvenientes del internismo

9.3  Internismo y externismo en la justificación del conocimiento

CUARTA PARTE

LAS FUENTES DEL CONOCIMIENTO EMPÍRICO

Capítulo 10.  El problema epistemológico de la percepción

10.1  El fenomenalismo

10.2  La teoría causal

10.3  Crítica de los sense-data

10.4  Hacia un realismo directo

Capítulo 11.  La inducción

11.1  El problema de la justificación de la inducción: el rompecabezas de Hume

11.2  Hempel y la paradoja de lus cuervos

11.3  Goodman y el problema de la proyectabilidad

11.4  El método hipotético-deductivo

11.5  La inferencia a la mejor explicación

QUINTA PARTE

SIGNIFICADO Y CONOCIMIENTO

Capítulo 12.  El problema del significado

Capítulo 13.  Términos, enunciados, teorías

Capítulo 14.  El dualismo analítico/sintético

Bibliografía

Índice analítico

Índice onomástico

PRESENTACIÓN

HISTORIA

La primera edición, en catalán, de este texto aparecía en 1997, y en ella sus autores nos lamentábamos de la poca tradición con que contaba la teoría del conocimiento en España. Mientras que en países como Gran Bretaña o Alemania, esta parte de la filosofía gozaba de una tradición académica que arrancaba del siglo XIX, en las universidades españolas había que esperar hasta la década de 1960 para encontrarla presente y aun de modo precario y en conflicto con la filosofía oficial de corte escolástico. Desde entonces y hasta la fecha de aparición de nuestro Teoria del coneixement, sólo unos pocos textos sistemáticos en torno a esta disciplina estaban disponibles en cualquiera de las lenguas del estado: algún original en castellano y muy pocas traducciones de obras extranjeras.

Dados los pocos años transcurridos, se podría pensar que tales reproches resultan todavía hoy pertinentes y ajustados. Por suerte, el panorama filosófico en nuestro país ha variado mucho en muy poco tiempo. No es que la producción o traducción de textos haya aumentado mucho, pero sí que ha experimentado un incremento visible (sobre todo la primera). Quizá más que cuantitativo, el cambio haya sido cualitativo: cada vez más, la teoría del conocimiento suscita el interés y la dedicación de los profesionales de la filosofía en nuestro país, y la investigación en esta área ya no es (o no lo es tanto) la carrera de fondo solitaria de individuos aislados, sin conexión, con más voluntad que recursos y posibilidades. Es en este sentido donde más notorio ha resultado el transcurso de estos pocos años.1 La discusión y el intercambio de ideas en torno a esta materia ya resulta posible y la calidad de los trabajos producidos se ha beneficiado de ello. No podemos ser optimistas en exceso, pero es justo reconocerlo.

En el 2003, nuestro texto era editado por segunda vez en una versión corregida y aumentada y es esa segunda edición la que se traduce ahora al castellano. El texto pues ha sido reiteradamente puesto a prueba en clases, ha sido reseñado en diversas ocasiones y se ha beneficiado de los comentarios de muchos colegas. Todo ello nos sirvió para intentar mejorarlo en su segunda edición. Es necesario advertir, no obstante, que no todos los cambios planeados han podido ser finalmente efectivos. Mientras preparábamos la mencionada nueva versión, Josep Lluís Blasco, maestro y amigo, nos dejó para siempre. Como coautor no me atreví a llevar a cabo en solitario algunas de las modificaciones proyectadas que requerían de su inestimable competencia. Así, la presente versión difiere de modo considerable de la primera edición catalana, pero no tanto como habíamos planificado. Para despejar posibles prevenciones, no obstante, he de decir que dichas modificaciones afectaban más a la forma que a las contenidos, o a lo no dicho que a lo dicho. Se trataba de relacionar cuestiones tratadas en capítulos diferentes e incluso de fundir en uno sólo los capítulos 8 (El coherentismo) y 13 (Términos, enunciados y teorías) o partes de ellos. También habíamos pensado en la posibilidad de introducir en el capítulo 14 (El dualismo analítico/sintético) las nuevas perspectivas sobre el conocimiento a priori y la necesidad metafísica. Los cambios que no han tenido lugar no afectaban, pues, a lo expuesto, sino a lo no expuesto. No se trataba de variar las posiciones que manteníamos, sino de incorporar algún elemento nuevo que consideráramos interesante exponer o debatir. Cuando tuvimos que alterar en algo la perspectiva mantenida en la primera edición, así lo hicimos y así está incorporado en esta edición.

Contenido y destinatarios

El texto fue concebido como un manual universitario para la asignatura Teoría del Conocimiento del primer ciclo de la Licenciatura de Filosofía. Nuestra experiencia docente me permite decir que su estructura y estilo expositivo resultan adecuados. El texto se divide en cinco partes y recoge tanto los temas centrales de la teoría del conocimiento, como otros temas limítrofes entre esta materia y disciplinas afines como la filosofía del lenguaje. Las partes II (El problema del conocimiento), III (El problema de la justificación) y IV (Las fuentes del conocimiento empírio), constituyen su núcleo epistemológico.2 La parte I (El método en epistemología), además de una clara presentación de algunos de los principales métodos con los que se ha abordado la labor epistemológica, puede constituir una introducción histórica a la disciplina, a través de sus representantes clásicos más destacados, que complemente la perspectiva más sistemática de las partes arriba mencionadas. Finalmente la parte V (Significado y conocimiento) remarca la estrecha relación que guardan ciertos aspectos de la teoría del conocimiento con la filosofía del lenguaje (y, en particular, con la semántica). Esta parte pone en conexión dos disciplinas con las que el estudiante de filosofía habrá de tratar en paralelo. Lo cual tiene la doble virtud de mostrarle la relación entre los problemas tratados en asignaturas diferentes, que no tienen por qué ser departamentos estancos, y hacerle ver así mismo los múltiples aspectos, consecuencias y ramificaciones de los problemas filosóficos. Cualquier disciplina filosófica aislada y cerrada en sí misma es una disciplina muerta.

Se trata, pues, de un manual universitario para los estudiantes de la Licenciatura de Filosofía, pero nuestro deseo fue siempre que resultara útil a un público más amplio, que fuese una buena guía para que los estudiantes, tanto del ámbito de las humanidades o las ciencias sociales como del de las ciencias básicas, se adentraran en la reflexión sobre los problemas filosóficos que plantea el conocimiento humano. Quisimos también que, ya fuera del mundo académico, el libro resultara de provecho para todos aquellos que desde sus diversas preocupaciones intelectuales quisieran introducirse en el conocimiento de tales cuestiones. Quizá, y si hemos de juzgar por el hecho de que el texto conociera una segunda edición y vea ahora la luz en su traducción castellana, nuestro deseo fue cumplido en algún grado. Espero que así continúe.

Agradecimientos

Después de estos años, son muchas las personas e instituciones a las que debo agradecer, en mi nombre y en el de Josep Lluís Blasco, su ayuda y sus aportaciones. Los estudiantes que con sus preguntas, sus peticiones de aclaración y sus objeciones han escrutado las entrañas de este libro, tendrán siempre mi agradecimiento, como tuvieron el de Blasco. Gracias al Servei de Publicacions de la Universitat de Valencia y en especial al director de la colección Materials, Guillermo Quintás, por el interés y el cuidado que dedicaron siempre a este texto; a Lino San Juan, que ha realizado una cuidadísima y exigente traducción que mejora en muchos aspectos formales el original catalán. Vicente Sanfélix leyó alguno de sus capítulos y nos hizo sugerencias que son de agradecer. Gracias también a Carlos Moya por sus comentarios –siempre muy útiles– a los capítulos más revisados; a Antoni Gomila y Daniel Quesada por las reseñas de este libro que publicaron en su día y que nos fueron de gran ayuda en el replanteamiento general del libro, aunque, como ya he dicho, no fuera posible llevar a cabo completamente algunas sugerencias que nos hacían y que nos parecieron muy pertinentes. Gracias a Manuel Pérez Otero por los comentarios tan provechosos y detallados que tuvo la gentileza de remitirnos; y, una vez más, a Josep Corbí, paciente y eficiente comentador de siempre. Para terminar, quiero manifestar mi eterna gratitud a Josep Lluís Blasco, mi maestro, que me introdujo en los vericuetos de esta fascinante disciplina filosófica, que me admitió como colaborador suyo en el proyecto de confección de este texto y, sobre todo, que me proporcionó el inmenso honor de contarme entre sus amigos.

  1.  Un ejemplo de esta nueva situación lo constituye la aparición en el 2000 del Compendio de epistemología, editado por Jacobo Muñoz y Julián Velarde que reunió hasta sesenta colaboradores españoles.

  2.  Para nosotros «teoría del conocimiento» y «epistemología» no son sino dos maneras alternativas de referirse a una misma disciplina filosófica, a un mismo conjunto de tópicos o problemas, y bajo ese supuesto hemos procedido a lo largo de todo el texto.

TOBIES GRIMALTOS

NOTA DEL TRADUCTOR

Quizá el lector convenga conmigo en que términos como «observacional» o «estimulativa» distan bastante de ser derivaciones naturales en castellano; no obstante, me ha parecido inevitable preservarlos en la presente traducción, en la medida en que forman parte ya del léxico filosófico castellano, provenientes de traducciones anteriores.

En las citas a obras de otros autores, he procedido a localizar y reproducir literalmente aquellas que ya disponían de traducción castellana, y a traducir del idioma original correspondiente en caso contrario; en consecuencia, a pie de página figuran las páginas reproducidas o traducidas, según el caso, y el año de edición original de la obra, en todos los casos –la notación «a. e. c.», «antes de la era común», como sustituta de la tradicional «a. C.», «antes de Cristo», recoge la tendencia contemporánea a establecer una cronología lo más desprovista posible de preferencias religiosas particulares.

PRIMERA PARTE

EL MÉTODO EN EPISTEMOLOGÍA

1.    El problema del método

Los problemas epistemológicos ya nacen en campos de investigación muy dispersos de la filosofía occidental. En el denominado Corpus Aristotelicum, la obra de Aristóteles (384-322 a.e.c.) que cuando menos codifica el saber filosófico, los problemas relativos al conocimiento humano se tratan, tanto en los escritos que hoy llamaríamos lógicos (Organon), como en los psicológicos (De anima), o en los ontológicos (Metafísica). Esta dispersión no es una casualidad histórica: el problema del conocimiento humano participa conjuntamente de las tres disciplinas, y su propia complejidad hace que tanto los aspectos bio-psíquicos, como los lógicos y los ontológicos, sean relevantes en su análisis.

Es esa complejidad la que exige analizar el problema epistemológico, ya que conjugar psicología, lógica y ontología (tres disciplinas bien diferenciadas en toda la historia del pensamiento occidental), implica un equilibrio de perspectiva y método muy difícil de conseguir: la lógica y la psicología no se avienen, ya que la lógica pretende estudiar y fundamentar estructuras formales y universal-mente válidas del pensamiento, mientras que la psicología estudia los fenómenos empíricos y particulares de los procesos cognitivos de los seres vivos, buscando las leyes más generales. La ontología, por otra parte, estudia la relación que se establece entre los contenidos del conocimiento (lo conocido) y la realidad, y en ese sentido, ha de medir armas con la lógica: ¿hasta dónde llega el imperio de la lógica, en la relación conocer-ser, y hasta dónde llega el imperio de la realidad, de la que sólo podemos hablar en tanto que realidad conocida?

En la modernidad, los problemas de interrelación de estas tres perspectivas son vívidos y recurrentes: asimilar la lógica a la psicología responde a la pretensión de reducir la lógica a generalidades empíricas, y asimilar la ontología a la lógica responde a la pretensión de hacer de la ontología una ciencia formal. Estos problemas constituyen el trasfondo de la cuestión metodológica, cuando la teoría del conocimiento comienza a constituirse como disciplina, como campo unitario de problemas, en la modernidad, a partir de Descartes. En esta primera parte, elucidaremos estos problemas, y expondremos los diferentes métodos.

Si bien es cierto que la razón humana siempre ha reflexionado sobre su propia capacidad cognitiva, que siempre podemos encontrar reflexiones epistemológicas en los inicios de la reflexión racional (se sitúen donde se sitúen), el problema del conocimiento se constituye como núcleo y fundamento de reflexión teorética en la filosofía moderna. Veamos: que la razón humana reflexione sobre su propia capacidad cognitiva, no es sino la manifestación más palpable del carácter reflejo de la razón. Que la razón es refleja quiere decir que siempre, no importa el nivel de consciencia que esta característica adquiera en cada caso, la razón se sabe (se conoce) a sí misma. Este hecho característico del conocimiento nos será muy útil para desentrañar el problema del método, nos permitirá ver por qué no debe sorprender que el conocimiento mismo sea objeto de reflexión en los albores del pensamiento filosófico, del pensamiento reflexivo sobre todo lo que el hombre conoce.

La teoría del conocimiento, sin embargo, necesita que la reflexión dé un paso más. Sólo podemos hablar propiamente de teoría del conocimiento, si el problema del conocimiento, con todas sus interrelaciones, se constituye en objeto de reflexión teórica de la razón humana. Hablemos brevemente del desarrollo y causas de este proceso, que se origina en Descartes y se consolida en Kant.

La tradición clásica vincula la reflexión filosófica al análisis de las estructuras más generales de la realidad y de Dios como fundamento de toda realidad: la ontología y la teología son los núcleos fundamentales de reflexión filosófica, la lógica un simple instrumento de control formal del razonamiento. Las reflexiones sobre el conocimiento todavía no constituyen un núcleo temático propio, son más bien consideraciones derivadas, de la ontología y la teología por una parte, de las estructuras lógico-formales por la otra.

Es la constitución de la ciencia moderna, específicamente la física de Galileo, la que obliga a la reflexión filosófica a plantearse dos cuestiones íntimamente relacionadas: el fundamento del nuevo saber físico-matemático, por una parte, y la ubicación epistemológica de la ontología y la teología, por la otra. Es obvio que estas reflexiones conducen necesariamente a un replanteamiento radical de la función de la filosofía en el conjunto del saber; es evidente que la teoría del conocimiento, como reflexión unitaria y metodológica sobre los fundamentos y límites del conocimiento humano, nace de la mano de la ciencia moderna y de la crisis que ésta provoca en el seno de la filosofía. En este sentido, puede decirse que las reflexiones epistemológicas son producto de la modernidad, si bien tanto la filosofía griega como el pensamiento medieval ya habían reflexionado sobre problemas gnoseológicos, e incluso, especialmente en el caso de la filosofía griega, habían establecido paradigmas, desde los que la filosofía moderna retoma el problema del conocimiento: nos referimos a las doctrinas clásicas sobre la percepción, los conceptos y las ideas, la verdad, y la noción misma de conocimiento (episteme).

Esta vinculación directa de la teoría del conocimiento con la ciencia moderna, es palpable en los momentos cumbre de la evolución de la epistemología en la modernidad. Descartes, Hume, Kant, el Círculo de Viena… en todos estos casos, el problema central es el fundamento de la ciencia (o de las ciencias), el valor epistemológico que puedan tener las disciplinas filosóficas tradicionales (especialmente la metafísica), y el sentido de la reflexión filosófica misma. Un texto paradigmático de este espíritu, es el conocido párrafo que cierra la Investigación sobre el entendimiento humano de David Hume (1711-1776), y dice así:

Si procediéramos a revisar las bibliotecas convencidos de estos principios, ¡qué estragos no haríamos! Si cogemos cualquier volumen de Teología o metafísica escolástica, preguntemos: ¿Contiene algún razonamiento abstracto sobre la cantidad y el número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental acerca de cuestiones de hecho o existencia? No. Tírese entonces a las llamas, pues no puede contener más que sofistería e ilusión.1

Immanuel Kant (1724-1804) abre la Crítica de la razón pura2 afirmando que la razón humana tiene el singular destino de plantearse cuestiones que no puede evitar, porque le son planteadas por su propia naturaleza, pero que no puede resolver.3 De esa forma, se fija como objetivo determinar el alcance y límites del conocimiento humano. Este ejercicio es necesario para determinar el fundamento de los conocimientos científicos (los conocimientos que han tomado «el camino seguro de la ciencia») y también para determinar la función de la filosofía, cuando menos en relación con la posibilidad de un conocimiento de la realidad más allá de la experiencia.

Esta actitud kantiana implica un compromiso con los ideales de la Ilustración: la razón ilustrada, crítica con cualquier pretensión de subyugar la razón a poderes obscurantistas, supuestamente supra-racionales, pretende imponer un tribunal que vigile sus propios excesos, y ese tribunal no es otro que el auto-conocimiento de la razón,4 que no puede olvidar en su crítica, ni la religión, por muy santa que sea, ni la legislación, por mucho que emane de un poder mayestático.5

Este espíritu ilustrado, que permite el nacimiento de una teoría del conocimiento que pretende fundamentar nuestra capacidad cognitiva en la naturaleza humana y sus limitaciones, pervive en todos los tratamientos de los problemas epistemológicos, independientemente del método particular que se adopte. René Descartes (1596-1650) inauguró la modernidad filosófica planteándose un método riguroso para «bien dirigir la razón y buscar la verdad en las ciencias», y la primera regla que formuló, consistía en no admitir como verdadero nada de lo que no se tuviese evidencia de que así lo era y no formular juicios sobre nada que no se presentase al espíritu con tal claridad y distinción que resultase indubitable.6

Al plantear el problema del método, Descartes puso en cuestión la «seguridad» con que la filosofía tradicional admitía las «verdades» sobre Dios, la naturaleza, el alma, etcétera, y propuso que la razón reflexionase sobre ella misma y su forma de proceder. Es esta exigencia la que permite, por una parte plantearse de forma radical el análisis del conocimiento humano, por otra parte cuestionar el método o métodos con que opera la razón; y esto último en un doble sentido: tanto los métodos del conocimiento, los métodos de la razón en los distintos tipos de conocimiento (especialmente las matemáticas y las ciencias experimentales), como los distintos métodos con que se puede analizar el fenómeno del conocimiento mismo, sus estructuras y procesos.

Hemos hablado de distintos métodos, porque cabe destacar que una de las características de la modernidad es la pluralidad metodológica. El pensamiento medieval, con todas sus discrepancias internas, con todas sus diferencias al intentar resolver los problemas (pensemos en el problema de los universales, por ejemplo), mantuvo una unidad metodológica. El debate sobre el método les resultaba ajeno: el método en general no se cuestionaba y se operaba mediante un proceso que iba de lo sensible a lo inteligible, para proceder después deductivamente. Como hemos dicho, ese debate se abre cuando la filosofía tiene que comparar su labor con la de las ciencias. Este nuevo problema trae consigo la discrepancia: no hay un único camino (método) para hacer de la filosofía (y en consecuencia de la teoría del conocimiento) un saber riguroso. Desde Descartes hasta hoy se han probado diferentes procedimientos: racionalismo, empirismo, trascendentalismo... método analítico, dialéctico, fenomenológico... Esta pluralidad de métodos (y propuestas de trabajo para la filosofía) no debe considerarse un efecto disgregador, la expresión última de una crisis, como parece a primera vista. Más bien, lo que ocurre es que la actividad filosófica se cuestiona ella misma, y este cuestionamiento provoca diversos posicionamientos respecto a los objetivos fundamentales de la filosofía y los métodos necesarios para alcanzarlos.

Evidentemente, esta pluralidad metodológica también se refleja primordialmente en las investigaciones epistemológicas, ya que las diferentes respuestas a la cuestión de cuál es el quehacer filosófico, frente al quehacer científico, deben argumentar esa peculiar pluralidad de aspectos en los problemas epistemológicos que referíamos al principio: tradicionalmente, tanto la lógica y la psicología como la ontología, son campos filosóficos donde se plantean los problemas epistemológicos, y evidentemente cada uno de estos campos tiene su propio método (o métodos).

Además, las posiciones metodológicas desde las que se abordan los problemas del conocimiento humano determinan qué problemas se consideran relevantes y/o prioritarios: en la construcción de conocimientos, se puede primar la razón y sus leyes, o las informaciones sensoriales; se puede partir de estructuras lógicas (formales o trascendentales), de estructuras psico-biológicas, etcétera. Así, una perspectiva metodológica no solo establece un método de investigación, sino también un punto de partida y un orden prioritario de cuestiones. ¿Quiere eso decir que un método determinado resuelve las cuestiones mejor que otro? Si así fuese, todo consistiría en encontrar, o bien el método más adecuado para cada problema (la percepción, el concepto, la justificación, la verdad...), o bien el método que más problemas resolviese. Desafortunadamente, no es tan sencillo; vale aquí la conocida metáfora de las cerezas: no es nada fácil coger una sola cereza, ya que cada cereza siempre arrastra un racimillo. Un problema epistemológico, por elemental que sea, lleva consigo un buen número de compromisos teóricos imprevistos; por ejemplo, veremos más adelante que un problema tan aparentemente sencillo como la percepción, no se resuelve reduciéndolo a un proceso foto-neuronal entre el objeto externo y el cerebro –resultaría difícil explicar así, por ejemplo, el carácter consciente de la percepción (sino de todas las percepciones, al menos de muchas) y a fortiori explicar la diferencia entre percepciones conscientes e inconscientes.

Todavía más, pronto veremos que los diferentes métodos no sólo implican una decisión sobre puntos de partida y problemas prioritarios, sino que también conllevan diversas concepciones de la naturaleza de la investigación epistemológica, y subsiguientemente, de la naturaleza y función de la filosofía y su relación con el saber científico. El método naturalista por ejemplo, implica que los problemas filosóficos y los problemas científicos forman una unidad, que entre ciencia y filosofía hay una continuidad, que no hay criterio de demarcación capaz de delimitar ambos campos; en consecuencia, cabe aplicar a los problemas filosóficos, sean epistemológicos u ontológicos, los criterios metodológicos generales de toda investigación científica. El método analítico por el contrario, parte como veremos de una demarcación supuestamente nítida entre ambos saberes, y a la filosofía le corresponde un análisis, bien sintáctico, bien conceptual, de la tarea científica.

La conclusión que nos gustaría extraer de estas observaciones, es que la cuestión del método no es ni trivial ni secundaria: método y concepción de la filosofía son dos caras de la misma moneda.

En esta primera parte hablaremos de tres métodos: naturalista, trascendental y analítico. ¿Por qué hemos decidido exponer estos tres métodos? No es una elección al azar, obedece a dos razones. La primera razón, es que son los métodos que han tenido mayor repercusión en teoría del conocimiento, los que han planteado y todavía plantean más problemas, los que nos parece que aportan mayor rigor a la solución de cuestiones epistemológicas. La segunda razón, es que constituyen los puntos de vista metodológicos desde los que abordaremos los problemas epistemológicos en este libro, y en consecuencia, su discusión previa será útil al lector al seguir nuestros argumentos. Hay otras opciones metodológicas en el ámbito filosófico general, pero quedan demasiado alejadas de los problemas cognitivos –la dialéctica por ejemplo, cuyas aportaciones son relevantes en otros campos del saber filosófico (como la filosofía de la historia, o la metafísica en algún sentido del término), pero escasas en el campo epistemológico.

Mención especial requiere el método fenomenológico. Edmund Husserl (1859-1938) se ocupó en sus primeros escritos de problemas de la matemática7 y de filosofía de la lógica.8 Los problemas centrales de Husserl en estos campos eran epistemológicos, pero la evolución posterior de su pensamiento le alejó de estos planteamientos iniciales, para constituir la triada conciencia-mundo-vida como núcleo temático propio del método fenomenológico.

La razón fundamental para no tratar la fenomenología en este apartado dedicado a los métodos, radica no obstante en el hecho de que no la utilizaremos en el análisis de los diversos problemas epistemológicos que trataremos, y en consecuencia, su exposición resultaría superflua.

Los métodos que trataremos, con sus correspondientes corrientes epistemológicas, están vinculados a filósofos tan emblemáticos como Hume, Kant, Russell, el Círculo de Viena, Wittgenstein, Quine, Putnam, etcétera –por centrarnos en el pensamiento moderno.

Una última cuestión introductoria: ¿es posible un diálogo entre las diferentes posiciones, a pesar de las diferencias metodológicas? Es un problema que arrastra la filosofía en la modernidad: la Academia de Platón y Aristóteles, o los conventos y universidades medievales, fueron lugares comunes de debate filosófico, ya que los problemas permitían un diálogo público. En la modernidad, la dispersión de métodos y tendencias puede dar la impresión de que el diálogo es imposible, o al menos inexistente: es tan difícil encontrar una cita de Heidegger en la obra de Russell como al revés, y cuando encontramos alguna, como en el famoso caso de Carnap citando a Heidegger, es para utilizarla como modelo de discurso sin sentido.9 Un tratamiento profundo de esta cuestión sólo es posible en el seno de un debate sobre la naturaleza de la filosofía, que excede la presente exposición.

Lo que sí podemos decir, es que los tres métodos escogidos dialogan entre sí, sobre cuestiones epistemológicas al menos, y que las referencias mutuas, no sólo son frecuentes, sino fuente de polémica y debate filosófico: los problemas son comunes, aunque cada cual proponga soluciones diferentes, en función de su posición. Por eso podemos decir que estas tres perspectivas son las perspectivas fundamentales, aunque no las únicas, de la teoría del conocimiento contemporánea.

  1.  Hume, 1748, p. 192.

  2.  Kant, 1781. A partir de ahora KrV, según su título alemán Kritik der reinen Vernunft.

  3.  KrV, A VII.

  4.  KrV, A XI.

  5.  KrV, A XI.

  6.  Descartes, 1637.

  7.  Filosofía de la aritmética, 1891.

  8.  Investigaciones lógicas, 1900-1901.

  9.  Cf. Carnap, 1932.

2.    El naturalismo

El naturalismo es un método que, partiendo de la base de que el conocimiento es un proceso de la naturaleza humana, propugna el análisis de los problemas cognitivos como procesos psico-fisiológicos. Trata por tanto de reducir la teoría del conocimiento, a la psicología entendida como ciencia natural.

El naturalismo parte de un supuesto muy evidente: el conocimiento es una función del animal humano tan natural como cualquier otra, por mucho que presente problemas específicos, que en todo caso deberían tratarse como procesos psico-fisiológicos. Si bien el naturalismo ha cobrado importancia en el pensamiento epistemológico de la segunda mitad del siglo veinte,1 el naturalismo, en el amplio sentido de considerar el conocimiento como un proceso de la naturaleza psicofísica del ser humano, proviene de Aristóteles.

Aristóteles se ocupó de problemas del conocimiento en un tratado que nos ha llegado con el título De Anima. Para Aristóteles, alma es sinónimo de vida: los cuerpos vivos se distinguen de la materia inerte, en el hecho de que están animados; el alma es por tanto el principio de vida2 y no puede existir sin el cuerpo, ya que es su forma. El alma no es por tanto una entidad separada del cuerpo, ni puede ser objeto de estudio al margen del cuerpo: el alma es natural y es inseparable del compuesto alma-cuerpo, propio de los seres vivos. De esta forma, la psicología de Aristóteles es el estudio de las funciones de la materia viva (materia animada), sea esta vegetal, animal, o animal-racional (humana). En este contexto, Aristóteles estudia tanto funciones nutritivas, como perceptivas o racionales. Claro que las facultades intelectuales del alma no son meramente corporales, ya que de ser así todos los cuerpos vivos las tendrían, y es evidente que ni los vegetales ni los animales tienen facultades intelectuales; en realidad, son facultades de un alma-forma, de un cuerpo, del complejo alma-cuerpo en definitiva. Como dice Eusebio Colomer (1981) en la introducción catalana a De Anima:

La psicología, para Aristóteles, forma parte de la física, al menos en la medida en que se ocupa de aquella parte del alma que es inseparable del cuerpo. El término psiché, empleado por nuestro filósofo, lo indica sobradamente. Aristóteles contempla desde un comienzo el alma como un principio de vida, común a todos los seres vivos. Más que de psicología en el sentido actual del término, quizá cabría hablar de biología animal y humana. En cualquier caso, el tema central del tratado De Anima es el estudio de los seres vivos.3

Desde esta perspectiva, que hoy denominaríamos naturalista, Aristóteles estudia los procesos cognitivos, desde las percepciones sensoriales y la imaginación, al intelecto. No es momento de exponer la teoría aristotélica del conocimiento, pero conviene advertir que, si bien el carácter naturalista del planteamiento aristotélico es notable, el utillaje conceptual con que Aristóteles desarrolla sus análisis epistemológicos,4 dista mucho del utillaje conceptual del naturalismo contemporáneo. Con todo, hay que tener presente este carácter naturalista de algunos problemas epistemológicos, desde sus inicios en la historia de la teoría del conocimiento

Durante la Edad Media, especialmente en la obra de Tomás de Aquino (1225-1274), al espíritu naturalista de Aristóteles se le añadieron consideraciones teológicas, que hacían del alma, además de sujeto de conocimientos, entidad inmortal y sujeto de responsabilidad moral; una perspectiva que se aleja claramente de nuestros propósitos.

Es sin duda Descartes quien rompe con la tradición naturalista, al proclamar la dualidad de substancias –res cogitans y res extensa: pensamiento y materia. En palabras de Tomás Calvo (1978):

la influencia del Cartesianismo introdujo en la Modernidad un planteamiento nuevo del problema del alma; al afirmarse la autonomía e incomunicación entre las substancias pensante (alma) y extensa (cuerpo), el alma quedaba desvinculada totalmente del cuerpo y el fenómeno de la vida venía a interpretarse desde una perspectiva mecanicista. Se abandonaba así el planteamiento tradicional del tema del alma que siempre se había considerado en relación con la vida.5

Con Descartes se iniciaba una línea epistemológica que propondrá un método específico para abordar los problemas del conocimiento; de ello hablaremos en el capítulo siguiente, aunque no a propósito de Descartes sino de Kant.

El racionalismo iniciado por Descartes coexistió con otra corriente epistémica, el llamado empirismo inglés, uno de cuyos máximos exponentes, Hume, dio paso a lo que podríamos denominar naturalismo moderno. Cabe aclarar desde un primer momento, que no nos referimos a la polémica sobre si el sentido global de la filosofía de Hume puede clasificarse como escepticismo, materialismo, positivismo, o cualquier otro adjetivo; nos referimos exclusivamente a la concepción humeana de las investigaciones epistémicas, aunque tengan intenciones morales más que propiamente epistemológicas, en las que Hume pretende un método naturalista para explicar los mecanismos cognitivos: el análisis de la naturaleza humana. El espíritu del planteamiento humeano se refleja nítidamente en el siguiente texto:

¿Debemos estimar digno del esfuerzo de un filósofo el darnos un sistema verdadero de planetas y ajustar la posición y el orden de aquellos cuerpos lejanos, mientras que pretendemos desdeñar aquellos que con tan gran éxito delimitan las partes de la mente que tan íntimamente nos conciernen?

Pero ¿no debemos esperar que la filosofía, si es cultivada cuidadosamente y alentada por la atención del público, pueda llevar sus investigaciones aún más lejos y descubrir, por lo menos en parte, las fuentes secretas y los principios por los que se mueve la mente humana en sus operaciones? Durante largo tiempo los astrónomos se habían contentado con demostrar, a partir de los fenómenos, los movimientos, el orden y la magnitud verdaderos de los cuerpos celestiales, hasta que surgió por fin un filósofo que, con más felices razonamientos, parece haber determinado también las leyes y fuerzas por las que son gobernadas y dirigidas las revoluciones de los planetas. Lo mismo se ha conseguido con otras partes de la naturaleza: Y no hay motivo alguno para perder la esperanza de un éxito semejante en nuestras investigaciones acerca de los poderes mentales y su estructura, si se desarrollan con capacidad y prudencia semejantes.6

Este texto pone de manifiesto que Hume considera en una misma línea metodológica las investigaciones de Newton sobre los movimientos de los planetas y sus investigaciones sobre los poderes (en el sentido de capacidades) y organización de la mente. Hume reclama experimentos precisos y exactos para el estudio de las capacidades de la mente, así como observar los efectos resultantes en diversas circunstancias; es decir, defiende la aplicación del método científico al estudio de la mente humana. Este espíritu será la principal nota distintiva del proyecto de naturalización de la epistemología del siglo XX.

Antes de pasar al naturalismo contemporáneo, nos gustaría ejemplificar el método humeano en dos tesis, que expondremos y comentaremos brevemente: el principio de copia, y la teoría del asociacionismo.

El principio de copia hace referencia a la doctrina humeana sobre el origen de las ideas. No es fácil desentrañar la noción de idea en Hume, término que no puede relacionarse ni con la tradición platónica, ni con la noción actual, más vinculada a la de concepto. En la tradición británica, concretamente a partir de John Locke (1639-1704), la función de la «idea» es «representar» (stand for) los objetos de conocimiento;7 «idea» es entonces «representación» mental. Desde esta perspectiva, el principio de copia enuncia una tesis bien sencilla: las ideas son copias de impresiones (impresiones sensoriales, se entiende). En palabras de Hume:

En resumen, todos los materiales del pensar se derivan de nuestra percepción interna o externa. La mezcla y la composición de ésta corresponde sólo a nuestra mente y voluntad. O, para expresarme en un lenguaje filosófico, todas nuestras ideas, o percepciones más endebles, son copias de nuestras impresiones o percepciones más intensas.8

Esta tesis tan sencilla tiene dos importantes corolarios, que Hume formula así:

1. […] cuando analizamos nuestros pensamientos o ideas, por muy compuestas o sublimes que sean, encontramos siempre que se resuelven en ideas tan simples como las copiadas de un sentimiento o estado de ánimo precedente. Incluso aquellas ideas que, a primera vista, parecen las más alejadas de este origen, resultan, tras un estudio más detenido, derivarse de él.9

Y a continuación pone como ejemplo la idea misma de Dios.

2. Por tanto, si albergamos la sospecha de que un término filosófico se emplea sin significado o idea alguna (como ocurre con demasiada frecuencia) no tenemos más que preguntarnos de qué impresión se deriva la supuesta idea, y si es posible asignarle una; esto serviría para confirmar nuestra sospecha. Al traer nuestras ideas a una luz tan clara, podemos esperar fundadamente alejar toda discusión que pueda surgir acerca de su naturaleza y realidad.10

Los textos aducidos son lo suficientemente expresivos como para que el lector pueda interpretarlos. Nosotros nos limitaremos a destacar los siguientes aspectos: el principio de copia afirma que el único origen de las ideas son las impresiones sensibles (sean del sentido interno o del externo), de lo que se deriva, en lenguaje más actual, que el proceso de formación de ideas es un proceso neuro-psicológico, una tesis característica del naturalismo. Incluso cuando se trata de las ideas más sublimes o abstractas, que parecen más alejadas de los sentidos, se puede encontrar la impresión o impresiones de las que derivan, si se analizan a fondo y con los procedimientos metodológicos adecuados.

Otro aspecto que cabe destacar, hace referencia al texto citado en último lugar: Hume utiliza «idea» y «significado» casi como sinónimos, y afirma que para probar si un término tiene significado o representa una idea, es preciso determinar de qué impresión deriva, de qué impresión es copia; en caso contrario, se confirmaría la sospecha de que carece de significado. Esta tesis ha influido considerablemente en la epistemología del siglo XX, de la que hablaremos al exponer el método analítico; de momento conviene retener la propuesta naturalista de que el significado de un término es la impresión de la cual deriva –Quine partirá de esta tesis, al presentar su programa de naturalización de la epistemología.

La otra tesis de Hume conectada con el naturalismo, a la que nos referiremos brevemente, es la teoría asociacionista. Hume se plantea mediante qué mecanismos se relacionan entre sí las ideas, ya que el conocimiento humano no es un conglomerado de ideas simples inconexas. Si estuviesen desvinculadas entre sí, sólo las uniría el azar, y entonces tanto el conocimiento como el discurso racional serían imposibles. La naturaleza posibilita que las ideas simples se unan formando ideas complejas, lo que a su vez posibilita la comunicación intra e inter-lingüística. Existen determinadas cualidades naturales que hacen que algunas ideas sean más aptas para unirse con otras. Estas cualidades son la semejanza, la contigüidad espacio-temporal y la relación causa-efecto. Estos principios son las reglas psicológicas de relación entre ideas, que han dado lugar a la psicología asociacionista como principio de explicación de los fenómenos mentales. Obviamente, esta tesis de Hume también constituye un aspecto importante del método naturalista, ya que propugna el estudio de la estructura cognitiva mediante el principio psicológico de asociación de ideas –por más que éste aspecto del método epistemológico humeano haya evolucionado hoy hacia modelos más complejos.

En «Epistemología naturalizada»,11 Willard Quine (1908-2001) replantea el método naturalista en los últimos años. Su perspectiva general sobre las relaciones ciencia-filosofía no dista mucho de la de Hume, pero difiere en importantes matices: mientras Hume pretendía aplicar a la ciencia de la naturaleza humana el método que astrónomos como Newton habían aplicado al estudio de los planetas, Quine sostiene que entre ciencia y filosofía no hay diferencias metodológicas o epistemológicas relevantes, hay una línea de continuidad. Quine lo expresa en uno de los textos más importantes al respecto:

La tarea del filósofo difiere pues de la otra [la del científico] en detalle; pero no de un modo tan drástico como el que suponen los que imaginan en favor del filósofo una privilegiada perspectiva fuera del esquema conceptual que toma a su cargo. No hay un exilio cósmico. El filósofo no puede estudiar ni revisar el esquema conceptual básico de la ciencia y el sentido común sin tener él mismo algún esquema conceptual, el mismo o cualquier otro, que no estará menos necesitado de escrutinio filosófico, y que le es imprescindible para trabajar. El filósofo puede llevar a cabo ese escrutinio y perfeccionar el sistema desde dentro, apelando a la coherencia y a la simplicidad; pero éste es el método del teórico en general. El filósofo recurre al ascenso semántico; pero lo mismo hace el científico. Y si el científico teórico está obligado a salvar, por sus remotas vías, las posibles conexiones con la estimulación no verbal, también lo está el filósofo, aunque sea aún más remotamente. Es verdad que ningún experimento zanjará nunca una cuestión ontológica; pero eso se debe exclusivamente a que estas cuestiones están conectadas con la irritación de las superficies sensibles de un modo particularmente múltiple, y a través del laberinto de la teoría intermedia.12

En este texto conviene retener dos ideas básicas, relevantes para el tema que nos ocupa. La primera es que no hay exilio cósmico: la filosofía no es una contemplación externa del mundo y del conocimiento humano del mundo; la filosofía está dentro del mundo y necesita tanta revisión como el resto de esquemas conceptuales (científicos o de sentido común) con que interpretamos el mundo. La segunda es que la labor del filósofo y del científico difieren en los detalles, pero no en la metodología: ambos han de apelar a dos reglas de oro de la metodología científica, la coherencia y la simplicidad, y preservar la conexión con los datos sensoriales, por remotos que sean.

Esta concepción de la filosofía, constituye el contexto en el que Quine plantea el proyecto de «naturalizar» la epistemología, es decir, de reducir los problemas epistemológicos a problemas psicológicos. Veamos su proyecto, que parte de un modelo epistemológico de las ciencias formales y pretende aplicarlo al conocimiento empírico, o natural como él lo llama.

La epistemología de la matemática contiene dos cuestiones fundamentales: la cuestión conceptual y la cuestión doctrinal. La primera se ocupa del significado, la segunda de la verdad; la primera explica cómo definir unos términos en función de otros, la segunda trata de probar unas leyes en función de otras. Quine piensa que en la epistemología del conocimiento natural se puede establecer la misma división: una teoría de los conceptos (o del significado) y una teoría de la doctrina (o de la verdad). Eso conlleva explicar los conceptos en términos sensoriales (aspecto conceptual) y justificar las verdades sobre la naturaleza en términos sensoriales (aspecto doctrinal). Respecto del aspecto conceptual, recordemos que Hume reducía el significado de un concepto a su contenido sensorial, mediante el principio de copia; Quine piensa que esta explicación sería satisfactoria, pero sólo resolvería la mitad de la cuestión, ya que esta doctrina acerca del origen de los conceptos no permite avanzar en absoluto respecto a la verdad de enunciados generales o de enunciados particulares acerca del futuro. Hume fue capaz de explicar las bases de los enunciados sobre los objetos del mundo físico, pero no sobre su comportamiento y regularidades; por esa razón Quine piensa que Hume no avanzó en el aspecto doctrinal. No es un problema que tenga fácil solución; como dice Quine, «el sino humeano es el sino humano». Esta conocida frase puede ser parafraseada en los siguientes términos: la cuestión doctrinal, la justificación de nuestro conocimiento de verdades acerca de la naturaleza, es la angustiosa situación del ser humano. El método naturalista contemporáneo pretende solucionar ese problema, que Hume no llegó a resolver.

Por lo que respecta al aspecto conceptual, la teoría de conjuntos ha facilitado la referencia a cuerpos físicos en términos de impresiones sensoriales, ya que permite hablar no sólo de impresiones, sino de conjuntos de impresiones; una prueba de este progreso es La construcción lógica del mundo, la obra de Rudolf Carnap (1891-1970) publicada en 1928. Carnap fracasó en el aspecto doctrinal, sin embargo: cualquier generalización requiere más casos de los que pueden ser observados, las generalizaciones no son reducibles a impresiones ni a conjuntos de impresiones. Quine dice al respecto:

Pero el mero hecho de que una sentencia esté expresada en términos de observación, lógica y teoría de conjuntos, no significa que pueda ser probada a partir de sentencias de observación por lógica y teoría de conjuntos. La más modesta de las generalizaciones sobre rasgos observables incluiría más casos de los que su emisor hubiera podido tener realmente ocasión de observar. Se reconoció que el proyecto de fundamentar la ciencia natural sobre la experiencia inmediata de una manera firmemente lógica carecía de toda esperanza. La exigencia cartesiana de certeza había sido la motivación remota de la epistemología, en su doble aspecto conceptual y doctrinal; pero a esta exigencia se la vio como una causa perdida.13

A la dificultad de traducir el lenguaje de objetos a lenguaje de evidencia sensorial, Quine añade una nueva dificultad, fruto de su concepción holista del significado: un enunciado sobre cuerpos físicos no tiene un conjunto de implicaciones experienciales que pueda ser calificado como propiamente suyo. Las conclusiones experienciales, lo son de una teoría en conjunto, no de cada enunciado aislado. Ahora bien, en ese caso, si las consecuencias observacionales nunca derivan de enunciados aislados, sino solamente de porciones sustanciales de teoría, difícilmente puede prosperar una propuesta de traducción término a término, enunciado a enunciado. La situación, tal y como Quine la ve, es poco halagüeña: habría que intentar traducir cuerpos teóricos, pero sería una traducción extraña, ya que tendría que traducir el todo sin traducir ninguna de sus partes. El proyecto empirista clásico llevó a la ruina a la epistemología, entendida como una filosofía que estudia el conocimiento científico mediante la traducción de términos y enunciados teóricos a términos y enunciados de observación.

La salida que Quine propone a esta situación, consiste en considerar la epistemología como un capítulo de la psicología entendida como ciencia natural, es decir, consiste en estudiar los problemas epistemológicos desde dentro de la ciencia natural. Veamos la propuesta en sus propias palabras:

Pero pienso que en este punto puede ser más útil decir, mejor, que la epistemología todavía sigue, si bien con una nueva formulación y un estatuto clarificado. La epistemología, o algo que se le parece, entra sencillamente en línea como un capítulo de la psicología, y, por tanto, de la ciencia natural, a saber, el sujeto humano físico. A este sujeto humano se le suministra una cierta entrada, experimentalmente controlada –por ejemplo, ciertos patrones de irradiación de diferentes frecuencias–, y cumplido el tiempo este sujeto devuelve como salida una descripción del mundo tridimensional y su historia. La relación entre la magra entrada y la torrencial salida es una relación cuyo estudio nos apremia por, en parte, las mismas razones que apremiaron siempre a la epistemología; vale decir, al objeto de saber cómo se relaciona la evidencia con la teoría, y de qué manera la teoría de la naturaleza que uno pueda tener trasciende cualquier evidencia disponible.14

La epistemología como un capítulo de la psicología, es el intento de explicar científicamente la relación entre evidencia (que hay poca) y teoría (que hay mucha). El input es la estimulación de los receptores sensoriales, plasmada en un tipo de oraciones que Quine denomina oraciones observacionales, y son aquellas cuyo veredicto depende de las estimulaciones sensoriales en buena medida, aunque no en toda: la dependencia de las estimulaciones sensoriales no es exclusiva, ya que hace falta información almacenada para poder entender la oración. Este tipo de sentencias, son aquellas a las que una comunidad lingüística daría el mismo veredicto (sí o no) frente a las mismas estimulaciones –por ejemplo «llueve», cuando se producen las correspondientes estimulaciones visuales, auditivas y/o táctiles. Estas estimulaciones son el input. El output más elemental son las oraciones observacionales, que son ocasionales, es decir, verdaderas en unas ocasiones y falsas en otras. Este output, que es el que está directamente relacionado con la experiencia, es muy poca cosa a la hora de justificar el conocimiento teórico.

¿Qué es lo que provoca que de un input magro resulte un output torrencial? Eso es exactamente lo que debería estudiar ese capítulo de la psicología natural que Quine propone. Quine piensa que las oraciones observacionales resuelven tanto el problema conceptual como el doctrinal, es decir, dan cuenta del paso que media entre saber lo que significa una sentencia y saber si es verdadera: las condiciones de estimulación en las que se emite una oración constituyen su significado, lo que queremos decir, y a la vez constituyen el momento de la evidencia de las teorías científicas. Exactamente en este planteamiento confluyen dos problemas epistemológicos: significado y evidencia, dos problemas que desde la perspectiva naturalista pertenecen a la lingüística y a la psicología. De esta forma, la epistemología es la conjunción de lingüística y psicología. Esta propuesta de Quine ha propiciado que, en la historia reciente de esta corriente metodológica, las investigaciones epistemológicas estén presentes, tanto en la psicología cognitiva, como en la sintaxis formal de los estudios sobre inteligencia artificial: psicología y lingüística se funden en la creación de modelos cognitivos que se atienen a las categorías estructurales de la informática para simular el comportamiento cognitivo del cerebro. Esta tendencia, que no podemos desarrollar aquí, está a nuestro parecer plenamente vigente, aunque no cuente todavía con resultados científicos serios.

Se podría pensar que estamos asistiendo al nacimiento de una nueva ciencia, la ciencia cognitiva o como quiera que venga a denominarse en el futuro, que vendrá a repetir los diversos momentos históricos en los que ciertos problemas filosóficos han constituido una ciencia: la física, la biología, etcétera. Podría ser así, pero todavía no hay motivos para proclamarlo. Lo que sí debemos decir, es que esta posible nueva ciencia (que podría no ser más que un capítulo de la psicología) no acabará con la epistemología filosófica. Hay algunos problemas en el programa naturalista que dificultan esta reducción de la epistemología a un apartado de la ciencia natural. Veamos dos: el denominado problema de la circularidad, y el carácter normativo de la epistemología.

El problema de la circularidad puede formularse en términos generales de la siguiente forma: ¿puede dar la ciencia cuenta de sí misma? La epistemología es el intento de justificar o explicar el conocimiento científico, ¿puede llevarse a cabo una justificación del método científico, mediante el propio método científico? En otras palabras, ¿qué es la ciencia, puede ser un capítulo de la propia ciencia? A primera vista, parece que, cuando menos, se comete aquí lo que los clásicos llamaban una petitio principii, en la que es preciso encontrar un principio explicativo que nos permita salir del círculo. Es un problema serio, que siempre hace que las auto-referencias generen paradojas, esto es, situaciones lógicas indisolubles del siguiente tipo: si la ciencia dictaminase que ella misma (en eso constituye la auto-referencia) es falsa, ese dictamen sería verdadero si y sólo si fuese falso, y como la misión básica de la epistemología, como la de todo ejercicio de la razón, es evitar paradojas y ejercer la función explicativa (o justificativa) de los procesos cognitivos, una situación paradójica ha de evitarse siempre: una tesis que aboque a la paradoja es eo ipso rechazable.

Quine llega a esta tesis circular desde su posición acerca de unidad de ciencia y filosofía, y de negación de lo que él denomina «filosofía primera», siguiendo la terminología aristotélica; en palabras de Quine:

[…] mi posición es una posición naturalista; yo veo la filosofía no como una propedéutica a priori o labor fundamental para la ciencia, sino como un continuo con la ciencia. Veo a la filosofía y a la ciencia como tripulantes de un mismo barco –un barco que, para retornar, según suelo hacerlo, a la imagen de Neurath, sólo podemos reconstruir en el mar y estando a flote en él–. No hay posición de ventaja superior, no hay filosofía primera. Todos los hallazgos científicos, todas las conjeturas que son plausibles al presente, son, por lo tanto, desde mi punto de vista, tan bienvenidas para su utilización dentro de la filosofía como fuera de ella.15

Por «filosofía primera» cabe entender aquí una visión de la epistemología desde fuera de la ciencia, y por tanto, más que al sentido que Aristóteles daba a la metafísica como filosofía primera, Quine se refiere a la visión moderna de la labor filosófica a partir de Descartes, como un proyecto de fundamentar el conocimiento humano. La negación de este proyecto, la negación de una filosofía primera en el sentido que Quine da a la expresión, conduciría inevitablemente al escepticismo, cuando la pretensión del método naturalista es bien distinta: integrar la epistemología en la ciencia, hacer que la filosofía (que para Quine es casi exclusivamente epistemología y ontología) quede subsumida en la ciencia como uno de sus capítulos.

Jonathan Dancy (1985) ha visto claramente los problemas que plantea esta posición:

De acuerdo con esta perspectiva quineana, la filosofía es el estudio de la ciencia desde el mismo interior de la ciencia. Pero esto parece plantear problemas de circularidad. Al estudiar la ciencia desde dentro de la ciencia, el filósofo no es capaz de cuestionar de un solo golpe la totalidad de la ciencia: ha de asumir, más bien, la validez general de los procedimientos y resultados científicos para poder encontrar razones en el interior de la ciencia que le permitan cuestionar, aceptar, rechazar o reemplazar aspectos particulares.16

La circularidad consiste en que, para fundamentar el conocimiento científico, labor de la teoría del conocimiento, hay que aceptar los métodos científicos, y en consecuencia, aceptar ya la validez de ese conocimiento.

Al exponer el método naturalista, Quine es consciente del problema, pero lo considera irrelevante, ya que piensa que el objetivo de la epistemología no es fundamentar el propio conocimiento científico, sino entender el nexo entre observación y teoría, y para entenderlo, cualquier información científica disponible vale.17 Merece la pena comentar este argumento: la circularidad es irrelevante, porque el objetivo de la epistemología no es fundamentar el conocimiento científico, sino entenderlo, explicarlo, y como no hay más explicaciones que las científicas, la teoría del conocimiento no es filosofía del conocimiento, sino psicología (o neuropsicología) de los procesos cognitivos –esta posición enseguida nos conducirá al segundo problema, el de la normatividad; de momento, debemos seguir con el pretendido carácter científico de la epistemología. A nuestro parecer, el cambio de objetivo (de fundamentar a explicar) no resuelve el problema de la circularidad. No sólo la ciencia no se fundamenta a sí misma, cosa que acepta el proyecto naturalista, sino que tampoco se explica a sí misma, por mucho que se tuviese un concepto de explicación tan trivial que la redujese a mera descripción. La psicología puede describir los procesos cognitivos, los modelos cibernéticos pueden simular procesos cognitivos y construir modelos de inteligencia artificial, pero estos procedimientos no explican el conocimiento humano, ya que son productos de ese conocimiento, y por tanto lo presuponen. Debemos decir una vez más, que explicar la ciencia desde ella misma es presuponer su validez y por tanto no explicar nada. ¿Es éste el sino humano? Es posible que así sea, pero el no reconocerlo no resuelve la cuestión; muy por el contrario, el reto de la filosofía es afrontar ese sino. Como apunta Dancy con una metáfora comparable a la de la nave de Neurath, podría haber helicópteros que nos permitiesen ver desde arriba las averías de la nave cognitiva, sin hacer «filosofía primera», ya que el helicóptero también es una nave que necesita revisión.

Hilary Putnam (1982) considera que esta posición es fruto del pensamiento neopositivista, que se caracteriza por una visión estrecha de la razón humana:

La dificultad, que aparece en todas las versiones del positivismo, es que sus principios excluyentes son siempre auto-referencialmente inconsistentes. En pocas palabras, el positivismo produjo una concepción tan estrecha de la racionalidad que excluye la propia actividad de producir esa concepción. (Desde luego, también queda excluida una gran cantidad de otros tipos de actividad racional.) El problema es especialmente agudo para Quine a causa de […] su rechazo de un estatus especial para la filosofía.18

La crítica de Putnam consiste, por tanto, en afirmar que el reduccionismo naturalista implica que la razón no puede dar cuenta de sí misma; resolver esta cuestión es el motor del método trascendental, al que dedicaremos el próximo capítulo.

La posición de Ludwig Wittgenstein (1889-1951) en el Tractatus Logico-Philosophicus está más cerca de considerar la teoría del conocimiento como el sino humano, cuando afirma