Teorías de la lírica - Gustavo Guerrero - E-Book

Teorías de la lírica E-Book

Gustavo Guerrero

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Beschreibung

El escritor venezolano Gustavo Guerrero reúne tres ensayos que constituyen un amplio recorrido a través de la historia de la poesía lírica y traza la trayectoria del género lírico a través del tiempo, ofreciendo al lector la evolución del concepto de poesía lírica, desde sus orígenes griegos hasta la poética prerromántica.

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SECCIÓN DE OBRAS DE LENGUA Y ESTUDIOS LITERARIOS

TEORÍAS DE LA LÍRICA

GUSTAVO GUERRERO

TEORÍASDE LA LÍRICA

Primera edición, 1997 Primera edición electrónica, 2014

D. R. © 1997, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2426-0 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

INTRODUCCIÓN

Si hubiera tenido que escoger otro título para este libro, me habría gustado tomar el de un texto de Borges: “Historia de los ecos de un nombre”. Creo que evoca con bastante claridad la idea de una narración que va siguiendo, a través del tiempo, las múltiples repercusiones de un objeto aparentemente simple. En esencia, es esto lo que el lector va a encontrar aquí: las huellas que ha ido dejando, en diferentes momentos, un nombre que se erige en denominación genérica: “poesía lírica”. No se le propone, pues, una interpretación de poemas líricos antiguos o modernos, ni tampoco una lectura teórica de la lírica contemporánea. Lo que se le ofrece es un relato que retraza, a grandes rasgos, la evolución del concepto de un género en la teoría literaria, desde sus orígenes griegos hasta la poética prerromántica. Reconozco que semejante tema no puede menos que sorprender, y sin duda no resulta menos extraño el periodo elegido. Ambos exigen algunas explicaciones propias de un prólogo, que me llevan a contar la historia de este libro y, en cierto modo, su genealogía.

Hasta hace aproximadamente dos décadas, hablar de “poesía lírica” en el contexto de la historia y la teoría literaria era aludir por lo general a una de las tres clases ideales que, desde la Antigüedad, se repartían el campo de las letras. Aunque el discurso de la crítica contemporánea tendiese a evitarla, aunque poetas de la talla de T. S. Eliot ya la hubiesen condenado abiertamente, la categoría lírica seguía desempeñando, junto a la epopeya y al drama, un papel principalísimo en la interpretación tradicional de las clasificaciones genéricas. Signo difuso de lo subjetivo, se la concebía a la manera de una “forma natural” que se realizaba especialmente en el poema breve, o bien como una esencial “actitud expresiva” vinculada desde siempre a la enunciación personal del poeta —“género fundamental” la llamaba Austin Warren y Northrop Frye, “forma de presentación”—. Digamos que, al igual que los otros dos miembros de la tríada, la poesía lírica representaba una suerte de arquetipo ideal o archigénero dotado de un carácter atemporal y de una vastísima extensión, lo que le permitía agrupar, a través de los siglos, los textos más diversos.

Dentro del movimiento de renovación de los estudios genológicos que se inicia en los años setenta, los trabajos de Claudio Guillén y Gérard Genette vienen a modificar sustancialmente este panorama. El primero, en Literature As System (1971), consagraba el ensayo que da título al libro a un análisis de la tríada epopeya/drama/poesía lírica y la examinaba como un sistema más entre los distintos modelos que se han sucedido en la historia de las clasificaciones genéricas, sin concederle ya el privilegio de un estatuto ideal. El segundo, en su Introduction à l’Architexte (1979), llevaba aún más lejos la crítica a los principios teóricos e históricos de la clasificación tripartita al mostrar que su origen era básicamente romántico y que su aparente “naturalidad” se fundaba en una confusión entre las nociones de género y de modo de enunciación. “Los grandes ‘tipos’ ideales —escribía Genette— que oponemos tan a menudo, desde Goethe, a las formas pequeñas y a los géneros medios, no son más que clases más amplias y menos especificadas cuya extensión cultural tiene, por esta razón, la posibilidad de ser más grande, pero cuyo principio no es mucho menos antihistórico: el ‘tipo épico’ no es más natural ni más ideal que los géneros ‘novela’ y ‘epopeya’ a los que supuestamente engloba, a menos que se le defina como un conjunto de géneros principalmente narrativos, lo que nos lleva enseguida a la división de los modos, ya que tanto la narración como el diálogo dramático son actitudes fundamentales de enunciación, cosa que no se puede decir del género épico ni del dramático, ni por supuesto del lírico, en el sentido romántico de estos términos.”

Desde puntos de vista diferentes, los dos estudiosos coincidían al poner de manifiesto la mistificación infusa en la entronización de un esquema cuya difusión había acarreado, desde el Romanticismo, un persistente equívoco conceptual y, a la vez, una de las mayores ilusiones retrospectivas en la historia de la poética. Y es que la teoría genérica contemporánea no sólo había aceptado la amalgama de géneros y modos de enunciación bajo la forma de los tres “tipos ideales”, sino que además la proyectaba sin reservas hacia el pasado, atribuyendo su origen a Aristóteles y a Platón. Los ejemplos que Genette citaba al comienzo de la Introduction à l’Architexte denunciaban a las claras este anacronismo que rodeaba a la tríada de una continuidad histórica enteramente ficticia. Por su parte, Guillén trataba de circunscribir la aparición del sistema y sólo encontraba los primeros indicios en el pensamiento literario del Renacimiento. Ambos nos legaban así una revisión crítica de la doctrina de los tres tipos ideales que, al despejar la confusión teórica e histórica entonces imperante, dejaba abierta la posibilidad de una nueva investigación sobre el estatuto de los términos “epopeya”, “drama” y “poesía lírica” antes del Romanticismo.

Los tres ensayos que el lector va a encontrar aquí se adentran por este camino que Literature As System y la Introduction à l’Architexte hicieron posible. Dos motivos estrechamente relacionados me llevan a elegir a la sola clase “poesía lírica”. Por un lado, la importancia que adquiere con el nacimiento de la teoría de la expresión poética y que ha acabado ocultando casi por completo su historia anterior a la revolución romántica. Por otro —factor y producto de este ocultamiento—, ese falso supuesto muy bien asentado en la historia literaria que, basándose en el silencio de la Poética de Aristóteles y en la lectura neoclásica del Renacimiento realizada por Spingarn, nos dice que, antes del Romanticismo, no existe una teoría de la lírica. Y, sin embargo, un sinnúmero de documentos antiguos, renacentistas y dieciochescos se refieren en forma explícita a una poesía que califican de “lírica”. ¿Qué quieren decirnos con este adjetivo? ¿A qué clases, a qué textos, a qué características aluden? ¿En qué ámbitos se le utiliza? ¿A qué problemas responde? ¿Cuál es su finalidad y su sentido? Este libro trata de contestar algunas de estas preguntas, recorriendo un arco de tiempo que se abre con Platón y se cierra con el surgimiento de la teoría expresiva en el siglo XVIII. Sobre este largo periodo, entre mimèsis y expresión, se dibuja una arqueología que indaga la génesis y la evolución del género: “la historia de los ecos de un nombre”.

Por supuesto, nuestra historia ya no podía escribirse bajo la forma de una serie progresiva e ininterrumpida donde se desarrolla y se realiza una noción constante, lo que supondría volver a postular una suerte de “tipo ideal”. Michel Foucault enseña que la arqueología de un concepto no es la de su afinamiento gradual ni la de su racionalidad creciente, sino aquélla de sus campos de constitución y validez, la de sus reglas de uso y la de los contextos teóricos donde nace, vive y, a veces, se disipa. Más allá de los espejismos de la identidad, nuestra historia es así la del juego discontinuo entre variabilidad y permanencia que va transformando a la categoría genérica en los diversos lugares donde surge, en los diferentes discursos que la enuncian y según los fines con que se la emplea. “Poesía lírica” no será, pues, ni un tipo ideal ni una forma natural, ni tampoco esa estructura atemporal que le impone un perfil a las cosas, como hubiese querido el primer estructuralismo. Los análisis del concepto de género realizados en los últimos años por Raible, Fowler y Schaeffer, entre otros, nos invitan a concebirla ante todo como un “nombre” o una “denominación”, es decir, como un signo simple que denota a esos objetos complejos que son los textos literarios, como una etiqueta descriptiva que, al subrayar ciertos rasgos o características, los agrupa en clases de recepción o de producción.

Colocada así en la dinámica entre los modelos de lectura y de escritura, en esa función que Schaeffer ha llamado la “genericidad”, la clase lírica cruza por diferentes horizontes, ya infusa en el silencio de una obra, ya explícita en el discurso de una época. Su historia, como la de cualquier género literario, forma parte de la historia de la cultura y se hace indisociable de la evolución del concepto de literariedad, que modifica su percepción y que ella, a su vez, transforma. Pero es sobre todo en el pensamiento literario, entre la teoría y la obra, donde se teje la trama de su evolución. De ahí que la exigüidad de los documentos antiguos de teoría poética vuelva a menudo ingrata la aproximación al género, aunque es verdad que no resulta menos difícil estudiarlo cuando toca enfrentarse con la profusión de fuentes renacentistas y dieciochescas. Más que una ilusoria exhaustividad, lo que he tratado de preservar es la discontinuidad misma que marca la trayectoria del nombre genérico: su extraordinaria capacidad de adaptación y de renovación.

Evidentemente, acercarse a él, seguirlo a través de sus fluctuaciones en el tiempo, supone llevar nuestro presente hacia el pasado y situar nuestra propia teoría de la lírica en una fase de su historia. Bellamente lo dice Guillén: “Hay un momento que toda interhistoricidad debe admitir por compañero: el momento actual”. Escribir la arqueología de un género conlleva aceptar este diálogo de tiempos que es propio de la perspectiva histórica y que la define siempre en el marco de una relación de alteridad: entre esto y aquello, entre ahora y entonces, entre ellos y nosotros. Y es que interrogamos el pasado con la lengua del presente para saber lo que el presente puede decirnos aún del pasado. En la respuesta que obtengamos, lo que nos acerca en el tiempo no plantea menos problemas que aquello que nos distancia; lo que permanece idéntico no es menos importante que lo que ha cambiado. De ese ritmo está hecha la historia de este libro —la que el libro “cuenta” y la que el libro “es”—; de ese ritmo “hesicástico”, como lo llamaría Lezama, principio y fin de una escritura, el mismo que ahora nos dicta que ya podemos empezar.

I. DE UNA ANTIGUA HERENCIA

Negat Cicero, si duplicetur sibi aetas, habiturum se tempus, quo legat lyricos.

SÉNECA, Cartas a Lucilius

NUESTRA historia comienza entre los siglos VII y VI antes de Cristo, cuando llegan a la Grecia continental, desde Lesbos y las colonias del Asia Menor, nuevas voces y nuevos cantos que vivifican los usos ancestrales de la cultura helénica. Aedos viajeros que, con frecuencia, son a la vez compositores y ejecutantes recorren las ciudades y van dando cuerpo a formas poéticas inéditas que se integran rápidamente en la tradición por medio de los festivales y las fiestas religiosas, las ceremonias públicas y la celebración privada. Admirado por todos, su arte se difunde entre los poetas locales, engendrando una síntesis compleja de palabra, música y danza que, en la monodia y el canto coral o mixto, hace de cada composición una obra única. De muchas sólo conocemos hoy el título o una simple referencia; de otras conservamos un texto a menudo reducido por el tiempo a un rosario de fragmentos que, sin duda, reflejan mal el esplendor de una creación destinada a marcar todo un periodo de la literatura antigua: la Edad Lírica de Grecia.

Desgraciadamente, lo que nos queda de ella es un vasto edificio en ruinas cuya lectura, siempre parcial, resulta frustrante aun en el caso del corpus pindárico, la colección más extensa y mejor preservada. Pero la frustración es todavía mayor cuando se trata de analizar la teoría genérica que debía de ir infusa en las diversas composiciones. Es verdad que los fragmentos nos hablan del orgullo de los poetas, guardianes de un saber inveterado y prestos a reivindicar la naturaleza divina de su arte; no es menos cierto que expresan una visión del mundo por medio de temas esenciales como el amor, la vejez y la muerte, el destino de los hombres y los designios de los dioses. Sin embargo, ante la pregunta por su condición genérica original, permanecen mudos y, en este terreno, donde se suele agruparlos calificándolos de “poemas líricos”, sólo la investigación histórica y el estudio de testimonios tardíos permiten sugerir en la actualidad algunas hipótesis. Así, Francisco Rodríguez Adrados, uno de los filólogos que ha llevado más lejos el ensayo de reconstrucción, distingue varios criterios que pudieron haber regido la caracterización genérica, como, por ejemplo, el tipo de fiesta, la finalidad del discurso, la configuración del coro, los metros, los tipos de danza, el dialecto y la música.1 Pero esto no nos lo dicen expresamente los poetas, que obran dentro de una tradición por todos conocida y no necesitan comentar el estatuto de sus composiciones.2 En realidad, hay que esperar prácticamente hasta fines del siglo V antes de nuestra era, cuando ha pasado ya su periodo de mayor desarrollo, para encontrar la primera descripción global de la poesía de la Edad Lírica en la obra de Platón.

ACERCAMIENTO A LOS “MELÈ”

En efecto, a lo largo de los Diálogos, el comentario platónico esboza una primera semblanza de esta disciplina en la que se funden y se confunden la danza, la música y la palabra. Como reformador de la cultura griega, el maestro de la Academia no podía menos que tener en cuenta una práctica artística ya tradicional en el seno de la paideia y que gozaba aún de cierto favor entre sus contemporáneos. En una página del Gorgias (449 d), la define sumariamente como “composición de cantos” (melon poièsis) bajo la rúbrica de mousikè, y en la República (X, 607 a) y las Leyes (III, 700 a), menciona los nombres genéricos de las formas principales —nomos, himnos, peanes, trenos, ditirambos— que parecieran recibir allí un tratamiento privilegiado en claro contraste con las críticas acerbas a los géneros dramáticos y a la epopeya homérica. Platón nos ofrece, además, una serie de referencias a algunos de los poetas más destacados que luego pasarán a formar parte del canon alejandrino. Así, “la bella Safo” y “el sabio Anacreonte” son objeto de un breve homenaje a propósito del discurso amoroso (Fedro, 235 c), Estesícoro da pie a una digresión decisiva en torno al problema de las relaciones entre inspiración y verdad (Fedro, 243 a), y Simónides se hace acreedor a distintos elogios (RepúblicaI, 331 d) y censuras (Protágoras, 339 a). Por lo que respecta a Píndaro, sabemos que la admiración del filósofo le reserva un lugar aparte dentro del grupo, ya que ocupa, junto a Homero y Hesíodo, el sitial que corresponde a los autores más citados en los Diálogos. Y es que Platón no duda en tomarle prestadas muchas expresiones para ornar su discurso y, repetidamente, comenta pasajes de las odas y algunos fragmentos que han llegado hasta nosotros (Gorgias, 484 c; RepúblicaI, 331 a; LeyesIII, 90 b). Pero, sobre todo, el filósofo recurre a los versos del poeta cuando necesita una imagen singular que ilustre con brillo su pensamiento, como en la célebre descripción del vuelo celeste del alma (Teteo, 173 e) y en la exposición de la teoría de la metempsicosis y la reminiscencia (Menón, 81 b). Huelga señalar que la importancia de ambas citas realza aún más la preeminencia de Píndaro en el texto platónico y hace que no parezca del todo descabellada la idea de que su influencia debió haber sido significativa en la actitud indulgente de Platón ante los himnos y los encomios en la República y las Leyes.3

Ahora bien, cuando se trata de dar una interpretación global a este conjunto de citas, alusiones y referencias, el esfuerzo por establecer una perspectiva más o menos coherente, que cifre la visión del filósofo, tropieza de inmediato con el obstáculo primero de toda exégesis de los diálogos: la esencial discontinuidad de un discurso reacio a la sistematización. Como es sabido, este problema se hace más agudo en el terreno literario a causa de los presupuestos mismos en que se funda el comentario platónico y que llevan necesariamente a su diseminación en numerosos pasajes, pues el filósofo no le reconoce a la poesía un estatuto propio ni como forma ni como objeto de conocimiento. Lo que algunos llaman la “crítica literaria” de Platón representa, de hecho, un vasto rompecabezas, un mosaico disperso y fragmentado que, movido a menudo por un afán polémico, cambia con la diversidad de sus contextos. Afortunadamente, para hablar del arte de Píndaro, Safo y Anacreonte es posible encontrar un hilo conductor bastante seguro, ya que los Diálogos constituyen un testimonio capital en la historia de la literatura a la hora de evocar la existencia de dos términos empleados durante el periodo clásico para designar justamente el tipo de poema y de poeta que, más tarde, los filólogos alejandrinos calificarán de “líricos”: melos y melopoios. Ambos surgen como denominaciones prístinas que apuntan a la prehistoria de la categoría genérica hasta tal punto que, en su etimología, se ha querido ver la descripción de un rasgo compositivo primordial.4

En verdad, aunque es claro que melos significa “miembro” o “parte” en los Himnos homéricos, nada se sabe a ciencia cierta de la evolución que condujo al sentido más amplio de “canto” con que hoy se le traduce ni tampoco al compuesto melopoios. Las hipótesis que postulan la existencia de un vínculo con la escansión métrica del verso lírico en estrofas o con la estructura de la frase musical no pasan de ser simples suposiciones, pues la música de la Edad Lírica no ha sido recuperada y, en lo que respecta a la división estrófica, otros versos, como los elegiacos y los yámbicos, no parecen menos articulados en “miembros” o “partes”.5 Las etimologías antiguas poco aportan a la solución de este enigma. Algunas aluden vagamente a la invención mítica de los instrumentos de cuerda por Melia; otras se limitan a relacionar el nombre con la idea de “medida” (metron) o con esa dulzura de la “miel” (meli) que la teoría de los estilos convertirá en una metáfora recurrente.6

Sea cual fuere el camino de la derivación, melos y melopoios cobran ya un sentido genérico para el siglo V antes de Cristo, tal y como lo demuestra Aristófanes al referirse al canto monódico y coral en las Tesmoforiantes (42) y las Ranas (1250, 1324). Pero es sobre todo en la obra de Platón donde se concentra el mayor número de testimonios. El filósofo utiliza los dos términos en un abanico de diálogos que va del Protágoras a las Leyes, pasando por el Gorgias, el Ion y la República y, en todos ellos, los asocia con frecuencia a la noción de mousikè, el arte de las Musas al que correspondía, en la Grecia Clásica, el manejo de instrumentos musicales, el canto y “el ritmo de los pasos” (AlcibiadesI, 108 c). Factor decisivo en la descripción platónica, esta correlación orienta el acercamiento a la poesía de la Edad Lírica, poniendo de relieve constantemente el nexo entre tres realidades que, en la actualidad, tienen una existencia autónoma, pero que es necesario concebir como un todo orgánicamente integrado. Así, en una página del libro III de la República (398 c), que se sitúa a continuación de la famosa clasificación de la poesía según los modos enunciativos, el Sócrates de Platón afirma que melos es un compuesto formado de palabra (logos), armonía (àrmonia) y ritmo (ruthmos). Seguidamente, el filósofo pareciera destacar la importancia de los dos últimos elementos al tratar en detalle el problema de la naturaleza imitativa de las principales armonías y, luego, la cuestión rítmica (398 c - 403 c). Pero la verdadera distinción genérica hay que buscarla más bien en la manera como Sócrates describe el componente verbal cuando, al comienzo del pasaje (398 c), establece una clara diferencia entre un discurso destinado al canto y otro no cantado (mè adomenos logos). Sólo las palabras de un melos entran en la primera categoría de esta división que, basada en un criterio de concordancia entre texto y música, traza una frontera genérica entre lo que se dice y lo que se canta, y quizá, con más precisión, entre el recitativo escandido o salmodiado de la epopeya, la elegía y los yambos, y el canto melódico propiamente dicho.7 Los testimonios de la Antigüedad y, sobre todo, la irregularidad métrica de las composiciones corales subsistentes confirman la existencia de esta nota distintiva, el íntimo comercio entre palabra y música del que Sócrates aquí nos habla.8

El concepto de melos que se desprende de la descripción platónica no se confunde, sin embargo, con la noción actual de “canción” o de “música vocal”. Toda analogía que evoque el predominio de la música sobre el texto o incluso una relación de paridad entre ambos falsea la perspectiva y parece ajena a la condición del arte de la Edad Lírica, pues, dentro del mismo pasaje de la República ya citado, Sócrates insiste tres veces en que es indispensable que la armonía y el ritmo se sometan al dictado de las palabras y constituyan, para ellas, un simple acompañamiento (398 d; 400 a y d). Hacer tal hincapié responde quizás al afán de oponerse a la evolución que entonces se esbozaba en el horizonte artístico y cultural griego, y que conduciría a corto plazo a la independencia de música y verso. No está de más recordar que el ateniense de las Leyes la denuncia con vehemencia como una forma de corrupción (II, 669 d, e). Pero, de un modo más inmediato, lo que la insistencia del filósofo pone de manifiesto es el papel central que debía desempeñar el texto en la composición, tal y como era de esperar de un sistema métrico cuantitativo en el cual la alternancia de sílabas largas y breves creaba un ritmo y, de seguro, lo transmitía a la melodía. Los melè debían de representar así no tanto una especie de “poesía musical” sino una poesía acompañada con música. Para Platón, esta última sólo existía en función del verso y es muy probable que, como señala W. R. Johnson, “melodía, ritmo, voz, danza, lira y aulos, todo conspirara para reforzar y subrayar la separación de las sílabas, y aumentar la claridad de las palabras cantadas”.9 Digamos que lo esencial era preservar la inteligibilidad del texto y sin duda garantizar de este modo su conservación y transmisión. ¿Aquello que los personajes de los Diálogos recuerdan de Estesícoro, Píndaro y Simónides, como de cualquier otro poeta, no es acaso el discurso, las palabras (Protágoras, 339 b), aunque sólo las hayan oído entre los cantos de algún banquete (Gorgias, 451 e)?

Hablar de la inteligibilidad del texto, hablar de la música y el canto supone establecer, además, una diferencia sustancial, una verdadera frontera, entre lo que Platón entendía por melos y el poema y la poesía “lírica” de los alejandrinos y romanos. De un concepto al otro se alza, en efecto, el lindero que separa a la oralidad y la escritura, a una literatura de la voz y otra de la letra, pues sabemos que, como toda la poesía griega de aquella época, los melè se hallan aún en el marco de una tradición básicamente oral donde la ejecución no sólo representa un medio de difusión de la obra, sino que es su modo de existencia primordial. Y es que el poema no se realizaba a plenitud sino en la conjunción del texto, el ritmo, la música, la danza y el espectáculo visual, tal y como es posible imaginarlo en los festivales y concursos de mousikê a los que alude el Ion (530 a) y que reaparecen como un motivo de discusión constante en las Leyes.10 Un buen número de testimonios antiguos destacan esta estrecha imbricación de los diversos elementos al describir la correspondencia entre el esquema de composición ternario del texto —proemio, centro y epílogo— y las figuras coreográficas que los participantes ejecutaban al son de la música y las voces.11 Platón hace otro tanto cuando, siguiendo el mismo principio enunciado al tratar de las armonías, insiste en la necesaria subordinación de la coreografía al texto aunque las danzas variaran según los distintos tipos de poemas.12 Pero, así fuesen versos de Anacreonte, epitalamios de Safo u odas pindáricas, lo importante es que las composiciones monódicas y corales estaban destinadas, desde un comienzo, a la ejecución pública o privada, y constituían por definición una poesía de y para la voz.13 Este hecho es fundamental para entender las dificultades insoslayables con que tropieza cualquier intento de reconstrucción histórica, pues, aunque es posible suponer la presencia de un texto escrito y quizá de alguna forma de notación coreográfica y musical utilizada originalmente por el chorodidaskalos, no habría que olvidar, como bien señala Mullen, que “en esencia, una oda no existe sino mientras está siendo ejecutada”.14 De ahí que la poesía de la Edad Lírica aparezca dominada por ese rasgo mayor de la literatura oral que es el carácter circunstancial del discurso, rasgo que refleja la relación directa del texto con un lugar y un momento precisos, un espacio y un tiempo ritualizados, coordenadas que encarnan en el evento en que se canta o que son el evento mismo; de ahí los índices textuales de un discurso situacional que se expresan a través del empleo de ciertas figuras pronominales y de las marcas del presente, signos que traducen la interacción general entre el sujeto de la enunciación y sus destinatarios.15 Éstos formaban sin duda un público de oyentes y espectadores que, como horizonte de recepción, probablemente poco o nada tenía que ver con los lectores de las odas de Horacio.

Motivados culturalmente en el seno de un sistema de comunicación oral, los melè cristalizaban, pues, en una práctica artística performativa. De ello conservarán aún el recuerdo los intentos de clasificación tardíos de la poesía de la Edad Lírica al referirse a las circunstancias de la ejecución de los poemas o a los diversos destinatarios de sus discursos. Platón, en la enumeración del libro III de las Leyes (700 b), pone también el acento en este aspecto, ya que himnos, peanes, trenos, ditirambos y nomos son mencionados como formas (eidè) y modos musicales y coreográficos (skèmata) de la mousikè.16 El filósofo los presenta, además, a manera de ejemplos loables de los géneros puros y estrictamente regulados que correspondían a la época en que la sociedad ateniense era virtuosa, lo que constituye un reconocimiento notable si se tiene en cuenta la opinión más corriente de Platón sobre la poesía y, en particular, su actitud severa para con la tragedia en el mismo diálogo (VII, 817 a-d). Cabría decir, incluso, que este tratamiento privilegiado que reciben los melè parece una constante en las Leyes, pues, dentro del proyecto educativo de la ciudad ideal, sólo ellos, libres de censura, entran finalmente en el programa de la nueva paideia a través de la enseñanza obligatoria de la lira.17 Sin embargo, hay que reconocer que tanta estima se compagina mal con la escueta descripción de las formas erigidas en modelos de pureza y rectitud. Y es que las distinciones se reducen, en verdad, a poca cosa: se nos dice que las plegarias a los dioses constituían un tipo de canto llamado “himno”, diferente de los “trenos”, que contenían lamentaciones; los “peanes”, por su parte, no suscitan comentario alguno, y de los “ditirambos” apenas se señala que su nombre alude al nacimiento de Dionisos; por último, se menciona a los “nomos”, calificados globalmente de “citarédicos” (LeyesIII, 700 b).

¿Qué se puede inferir de un cuadro tan abocetado? Sin duda, la existencia temprana de una serie de formas distintas y, en principio, independientes, caracterizadas por rasgos disímiles (temáticos, discursivos, de representación, etc.) y vinculadas a un pasado casi legendario, a una tradición ancestral, hasta tal punto que resulta difícil saber si Platón las valora realmente por sus cualidades poéticas o, conservador al fin, por sus lejanos orígenes. Muchas de ellas parecen relacionadas, además, con el culto religioso, y todas forman parte del arte de las Musas, la mousikè, lo que no sólo realza su dimensión performativa, como ya se ha dicho, sino que las asocia también a las diosas de las que provenía tradicionalmente el don de la inspiración. No en vano le corresponde al melopoios la tarea de ilustrar, en el Ion, las características de ese fenómeno psicológico y religioso con que el pensamiento platónico da una respuesta al problema de las fuentes del quehacer poético: el furor divino de la poesía.

En efecto, la descripción del estado de posesión y éxtasis fecundo en que entra el poeta inspirado se apoya fundamentalmente en el ejemplo del melopoios a lo largo de este diálogo. Es verdad que, en el Ion, encontramos uno de los pocos pasajes del comentario platónico que reúne y distingue a los compositores de melè y a los poetas épicos (epòn poiètai), y los sitúa en un plano de igualdad (533 e); pero éstos sólo están presentes por medio del rapsoda, intérprete de intérpretes (535 a), mientras que los melopoioi ocupan un lugar central en la descripción del fenómeno. Así, después de comparar el poder de las Musas con el magnetismo de la piedra imán que comunica su fuerza a un anillo de hierro al ponerse en contacto con él, Sócrates escoge al melopoios para ilustrar los efectos del don divino a través de un retrato escorzado donde se superponen las danzas furiosas de los coribantes, el trance de las sacerdotisas de Dionisos y las imágenes de un viaje al jardín de las diosas (Ion 533 d - 534 b). Y cuando llega el momento de ofrecer la prueba decisiva de que los poetas no componen siguiendo las reglas de un arte, sino gracias a una intervención divina, arbitraria y discontinua, semejante a la que suscita las profecías de la Sibila o la Pitia, Sócrates cita el caso de un melopoios, Tínicos de Calcis, que pone fin a la argumentación con el ejemplo de su peán, el más hermoso de los melè, según el filósofo, una verdadera trouvaille de las Musas (534 d-e).

Si hemos de creer en la descripción del Ion, el melopoios representa así al poeta inspirado por excelencia y, consecuentemente, los melè constituyen, ante todo, una poesía de la inspiración. Tal privilegio no es ajeno sin duda al estrecho nexo del arte de la Edad Lírica con las ceremonias religiosas y a su ubicación entre las disciplinas performativas, ya que, por ambas vías, el poeta y sus poemas se funden en una relación esencial con las armonías y los ritmos, los elementos básicos utilizados para provocar el estado de posesión y alcanzar el paroxismo catártico en cultos como la adoración de la Cibeles o de Dionisos.18 Por lo demás, el propio Platón reconoce expresamente en varias ocasiones que ritmos y armonías tienen el poder de engendrar el delirio y desencadenar las fuerzas irracionales.19 Sin embargo, hay que decir que su descripción del fenómeno de la inspiración poética como “posesión” (enthousiasmos) ha suscitado serias dudas, pues, aunque el ateniense de las Leyes la califique de “vieja historia” o “viejo mito” (IV, 719 c), los testimonios más antiguos no reflejan esa imagen convulsa de un melopoios que canta en pleno rapto extático, habitado por un dios y dispuesto a la profecía. Como lo ha señalado Dodds, este concepto de la inspiración, que se atribuye originalmente a Demócrito y a cierta influencia del culto dionisiaco en el siglo V antes de Cristo, no se corresponde con el proverbial orgullo de los poetas que sólo apelan a las Musas para garantizar la verdad de sus dichos o para ser sus intérpretes entre los hombres, sin que ello suponga el abandono de sus facultades conscientes ni menos aún la renuncia al dominio de un arte y un saber inveterados.20 No parecen ser otras, empero, las consecuencias de las tesis de Ion, pues la semblanza del melopoios como un poeta que está “fuera de sí” arrastra fatalmente a la poesía hacia el mundo de lo insondable, hacia el campo de lo irracional y lo asistemático, donde es imposible defender su condición de auténtico “saber” (sophia) o de “arte” (technè). Indudablemente, en su querella con los poetas, nada podía satisfacer más a Platón que este sutil modo de invalidar cualquier proyecto de una poética a la manera aristotélica o toda crítica metódica de orientación lingüística, como la que entonces se abría paso con los sofistas.

Más allá de una intención polémica que quizá desvirtúa aquí el contenido original del don de la inspiración, lo cierto es que el vínculo privilegiado de la poesía de la Edad Lírica con la doctrina del furor poético se mantiene a lo largo de la Antigüedad y, en la tradición más inmediata, reaparece en la figura del lyricus vates horaciano, que expresa la tendencia latina a asociar la poesía lírica con un vocabulario que se sitúa de preferencia en la esfera del ingenium y la natura.21 Por el contrario, en ningún momento se asoma en los diálogos la idea de que la inspiración pueda abrirle las puertas de una suerte de conocimiento superior al melopoios o a cualquier otro poeta. Platón tan sólo le reconoce al artista inspirado una opinión verdadera (eudaxia) que es muy distinta del verdadero conocimiento (epistèmè), según se lee en el Menón (99 cd). Para que la poesía lírica logre alcanzarlo tendrá que pasar primero por las tesis de Longinus, por el comentario de Proclus a la República y por todo el neoplatonismo de los teóricos renacentistas, antes de llegar a la gran eclosión romántica.22

Sería difícil llevar más lejos la descripción de los melè en los Diálogos sin caer en la tentación de endosarle al filósofo un concepto de la clase genérica mucho más preciso del que, en realidad, posee. Como término englobante, melos permite designar sin lugar a duda una serie de formas poéticas caracterizadas por varios rasgos comunes y bien integradas a una tradición cultural; pero su capacidad para definir y estructurar de manera inequívoca a este conjunto en una categoría genérica parece aún limitada e incipiente. Además, su situación entre los géneros que entonces componen el campo literario griego resulta, en más de un sentido, incierta. Sabemos así que Platón, en el libro X de la República, atribuye un carácter imitativo a los melè y, al hacerlo, los incorpora a una definición de la poesía como mimèsis, que incluye también la epopeya, la tragedia y la comedia. Efectivamente, aunque al final de la discusión sobre el destino del arte poético sólo se admiten en la ciudad ideal los himnos a los dioses y los encomios a los hombres de bien (X, 607 a), es evidente que no se trata sino de dos excepciones a una regla general que expulsa a los melopoioi y a los demás poetas por su condición perniciosa de “imitadores de imágenes” (mimètes eidolon) que los aleja del camino de la verdad.23 Un pasaje de las Leyes que se refiere a la reglamentación del canto coral confirma esta caracterización de los melè al describir los productos de la mousikè como “imitación” (mimèsis) y “representación” (apeikasia), y al señalar los criterios que deben regir en la evaluación de las “imágenes” (eidòla) resultantes del canto, las armonías y los ritmos.24 No obstante, equiparada a una simulación de apariencias visuales, la noción de mimèsis que Platón maneja en todos estos casos sólo tiene un significado vagamente denotativo que resulta muy amplio como para circunscribir en forma estricta el ámbito poético. De ahí que, en otros diálogos, el filósofo pueda calificar también de mimèsis, en un sentido análogo, lenguajes distintos al de la poesía e incluso cualquier tipo de discurso.25

La célebre clasificación modal de los géneros poéticos en el libro III de la República no permite despejar las dudas. Podría decirse que tiende más bien a agudizarlas, pues en ella melos brilla por su ausencia. Es cierto que el espejismo creado por un buen sector de la crítica moderna que convirtió erradamente esta tripartición de los modos enunciativos en el fundamento del esquema de los “tres grandes géneros” —épico, dramático y lírico— alimentó durante mucho tiempo la ilusión de encontrar en la República una categoría genérica definida para englobar la poesía de la Edad Lírica. Pero, después de los trabajos de Irene Beherens, Claudio Guillén y Gérard Genette, no se puede seguir sosteniendo semejante tesis.26 Platón sólo propone una clasificación de los géneros que, de acuerdo con la “manera de decir” (lekteon), los divide en tres clases: la “narración simple” (haple diègèsis), enunciación exclusiva del poeta; la “imitación” (dia mimèsèos), enunciación exclusiva de los personajes, y, por último, la forma mixta, donde alternan uno y otros (RepúblicaIII, 392 d). Al ilustrar con ejemplos las subdivisiones, el filósofo menciona, en efecto, a la epopeya, asignándola al modo mixto, y la tragedia y la comedia, que corresponden al mimético; pero, a la hora de dar un ejemplo de la narración simple, tan sólo se refiere al ditirambo (III, 394 b-c). La ausencia de toda alusión a los melè como tales y la indeterminación de la forma “ditirambo”, que parece haber evolucionado diversamente dentro de la literatura griega hasta el punto que aún hoy es difícil saber qué era exactamente, nos dejan en la más completa oscuridad ante el problema de la integración del término al paradigma genérico de aquella época.27 Si añadimos que, desde el comienzo del pasaje, Platón establece que “todo lo que dicen los poetas y fabulistas (muthologoi) es un relato (diègèsis)de eventos pasados, presentes o futuros” (III, 392 d), no se puede menos que comprobar, paralelamente, el ascenso de un criterio narrativo en la delimitación del campo poético, que constituye sin duda alguna un principio de exclusión para muchas de las composiciones de la Edad Lírica.

En realidad, lo que falta aquí y, en general, dentro del comentario platónico, es una designación nítida de la clase genérica como melikè poièsis, nombre con que las poéticas antiguas sancionarán la presencia efectiva de los melè en las clasificaciones de los géneros. Pero esta denominación no surgirá sino mucho después, con los trabajos de los filólogos alejandrinos. Por de pronto, es quizá demasiado temprano para que la poesía de Píndaro, Safo y Anacreonte acceda a un estatuto unificado, y sin duda demasiado tarde para que, como práctica artística, se le pueda describir aún con lujo de detalles. A menudo, Platón nos habla de ella en pasado, como un viejo recuerdo impreciso y menguante, hombre de su tiempo al fin que expresa un momento en la evolución de la literatura griega. Pues, aunque Sócrates y sus interlocutores sigan citando a los grandes poetas de la Edad Lírica, no es un secreto que, para la época en que se redactan los Diálogos, ese arte no conoce ya el esplendor de antaño. Aún más, por sus orígenes y su propia naturaleza, difícilmente logrará sobrevivir al cambio decisivo de la civilización griega contra el cual se alza en vano el Platón del Fedro y de las Cartas: la entronización de la escritura que marca el paso de una poesía de la voz a otra de la letra.28 Aristóteles no tardará en hacerse eco de esta revolución en la Poética y, al mismo tiempo, llevará hasta sus últimas consecuencias la delimitación del campo poético con un criterio esencialmente narrativo que ya se asomaba en las discusiones de la República. A la pregunta por el estatuto de aquellos viejos poemas que el maestro llamaba aún melè, el discípulo responderá así con un largo y elocuente silencio.

EL SILENCIO DE ARISTÓTELES

Muchas son las explicaciones a las que ha dado lugar esta actitud del estagirita, pero todas parten de la misma comprobación: si dejamos de lado una referencia meramente circunstancial a los ditirambos y a los nomos (1447 b 26) y alguna alusión a los himnos y a los encomios (1448 b 27), los melè, tal y como los describía Platón, no se mencionan en la Poética. Semejante laguna sorprende en un tratado dedicado a los diferentes géneros de poesía y en la trayectoria de un pensador que ha sabido hallar una enseñanza valedera y durable en los versos de los melopoioi, como podemos comprobarlo en otros escritos suyos y, en especial, en la Retórica. Y es que, en el campo de la argumentación, al igual que en materia de ritmo y estilo, Safo y Alceo, Estesícoro y Simónides, están muy presentes en esta obra, demasiado presentes como para que el filósofo no haya sido capaz de apreciarlos.29 Por lo demás, ¿cómo olvidar que la Antología lírica recoge un bello treno atribuido por una tradición aceptada al propio Aristóteles?30

Desde la exhumación de la Poética en el Renacimiento, la omisión de las formas líricas ha sido así, para muchos, un enigma abierto a las más variadas conjeturas, hipótesis que se extienden en una amplia gama de las más simples a las más sólidas. De este modo, no ha faltado quien haya creído a pie juntillas que los poemas de la Edad Lírica ocupaban el famoso segundo libro del tratado, hoy probablemente perdido para siempre; tampoco carecemos de ejemplos de filósofos que hayan visto, en la laguna, un signo de la escasa sensibilidad literaria de Aristóteles. Otros intérpretes, más serios, han apelado a la historia de la cultura griega en busca de respuestas y arguyen la desaparición del lirismo tradicional durante el siglo IV antes de Cristo, o bien su presunta transformación en un arte estrictamente musical o en un difuso género de la retórica.31

Sería una labor ingrata detenerse en cada una de estas hipótesis y examinar la carga de falsos supuestos y malas lecturas que arrastran tanto en lo que atañe a la interpretación de la Poética como en la reconstrucción de su contexto histórico. Sabemos, en efecto, que, después de la muerte de Píndaro a mediados del siglo V, el arte de las composiciones monódicas y corales entra en una fase de franca decadencia y se ve sustituido gradualmente por otros géneros y otras prácticas artísticas y discursivas. Pero es inexacto que se haya convertido en una suerte de música o en una rama de la retórica, y de nada sirve suponer su desaparición en la poesía viva de la época ante un tratado teórico que, lejos de ocuparse de la actualidad de la literatura griega, aborda otras formas entonces no menos extintas, como la epopeya.32 Obviamente, Aristóteles no escapa a las grandes mutaciones culturales de su tiempo y, entre ellas, registra el ascenso de una civilización de la escritura cuando establece, en la Poética, una clara separación entre texto y ejecución, entre obra y espectáculo, pues no es un secreto que, para él, la sola lectura representa ya un medio suficiente para apreciar la calidad de una tragedia (1462 a 10 12). Sin embargo, este hecho, como otros que hacen de la Poética un tratado que mal podía acoger al arte de la Edad Lírica, no explica por sí solo el silencio de Aristóteles ni debe interpretarse de manera aislada, al margen de la teoría de la poesía que, al fin y al cabo, constituye aquí la preocupación fundamental del filósofo. Es ella la que nos dice por qué no se menciona a los melè ni a los melopoioi.

Ciertamente, recordemos que Aristóteles, siguiendo las enseñanzas de su maestro, define la poesía como “imitación” (mimèsis), pero añade que se trata específicamente de una “imitación de acción” (mimèsis praxeos) cuyo objeto no es el mundo de lo particular, sino la esfera más alta de lo general o lo universal. En la traducción de García Yebra:

[…] y también resulta claro por lo expuesto que no corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud o la necesidad. En efecto, el historiador y el poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa (pues sería posible versificar las obras de Herodoto y no serían menos historia en verso que en prosa); la diferencia está en que uno dice lo que ha sucedido, y el otro, lo que podría suceder. Por eso también la poesía es más filosófica y elevada que la historia; pues la poesía dice más bien lo general, y la historia, lo particular [1451 a 36 - b 7].

Situado en el corazón de la teoría aristotélica, este conocidísimo pasaje muestra a las claras cómo el filósofo, alejándose de la condena de los poetas decretada por Platón, rehabilita a la poesía al redefinir el concepto de mimèsis, que no es ya una vaga y engañosa representación de lo particular, sino el vehículo cognoscitivo de una verdad general. El “hacer” del poeta, la poièsis, encierra ahora la manifestación de la verosimilitud (eikos) o la necesidad (anakè), es decir, la posibilidad subjetiva o el imperativo causal cuya lógica nos eleva al plano del conocimiento. Pero, para llegar a él, el poeta debe componer, ante todo, un muthos, término que, aun cuando se traduzca habitualmente al español como “fábula”, tiene en realidad un significado mucho más técnico y preciso. Se trata de la estructuración de los hechos que abarca, a la par, su diseño y su contenido.33 Verdadero “principio” (arkhè) y “alma” (psuchè) de la poesía, según se desprende del análisis de los elementos de la tragedia (1450 a 38-39), muthos no se agota en una idea moderna de “forma” ni es noción de “fondo”. Tampoco se opone ya al logos de la querella platónica. Aristóteles lo vincula con el “hacer” de los poetas y con la “imitación de acción” en tanto constituye una estructuración de los hechos cuya función primordial es hacer inteligibles las relaciones de verosimilitud o necesidad que los encadenan, su lógica inexorable. El acceso a lo general depende en esencia de esta íntima trabazón, pues, como escribe Lucas, “es porque la estructura de la fábula (plot) claramente construida muestra una verdad general sobre el tipo de cosas que hacen ciertos tipos de hombres, es por eso por lo que la poesía, en la famosa frase (51 b 5), es más relevante y más filosófica que la historia”.34 Poco importa que los hechos sean reales o imaginarios, poco importa que se los exponga en verso o en prosa; lo que cuenta es la lógica que organiza la acción y la dota de un nivel superior de inteligibilidad. De ahí la insistencia del filósofo, a lo largo del tratado, en la unidad orgánica que debe reflejarse en la composición de una fábula provista de una acción única:“Es preciso, por tanto, que, así como en las demás artes imitativas una sola imitación es imitación de un solo objeto, así también la fábula, puesto que es imitación de una acción, lo sea de una sola y entera, y que las partes de los acontecimientos se ordenen de tal suerte que, si se traspone o suprime una parte, se altere y disloque el todo” (1451 a 30-34).

Sin esta estructura unificada, sin esta exacta correspondencia entre los hechos, no hay, pues, muthos ni perfecta “imitación de acción”, ni auténtica poesía, ya que sólo la cohesión de una fábula impecablemente diseñada es capaz de denotar una verdad general o universal. Para cerrar este apretado resumen, digamos que la definición de lo poético dentro del tratado reposa en los efectos de un criterio compositivo cuya lógica bien podía aplicarse a los géneros que suponían la organización de un relato, como la tragedia, la comedia y la epopeya, pero que, a todas luces, dejaba fuera del marco de la teoría no sólo las formas líricas, sino también otros tipos de textos no menos ausentes en la Poética. Pues ni la poesía elegiaca ni los mitos de Hesíodo merecen, desde este punto de vista, la calificación poética. Como a las monodias y los cantos corales, les falta la precisa estructuración de un relato que caracteriza al “hacer” del poeta y en la que toma cuerpo la “imitación de acción” como fuente de una verdad general.35Huelga señalar que de nada vale alegar, en este punto, las vastas mitologías de Píndaro ni la belleza de los versos de Safo.36 Aristóteles es categórico cuando escribe que “el poeta debe ser artífice de fábulas más que de versos, ya que es poeta por la imitación e imita las acciones” (1451 b 27-28). Más allá o más acá de las mutaciones culturales, tal hincapié en la estructuración de los hechos explica también por qué, según el estagirita, basta ahora la sola lectura de una tragedia para apreciar su calidad.

La contrapartida evidente de esta definición restringida del campo poético es la incapacidad de la teoría aristotélica para dar cuenta de un buen número de textos que, de diversas maneras, habían sido considerados hasta entonces como formas de poesía. Y el precio que Aristóteles paga aquí es alto, muy alto, pues la Poética sólo contempla tres especies o géneros, y sin duda muchos más son los que quedan fuera del marco de análisis. Pero esto no parece haber planteado un verdadero problema durante la Antigüedad, ya que, aun basándose en principios aristotélicos, los teóricos antiguos no dudarán en ampliar el número de clases textuales para dar cabida a los distintos tipos de textos omitidos.37 Por el contrario, los hombres del Renacimiento, que harán de la teoría genérica una obsesiva paráfrasis de la Poética, sí tendrán que enfrentarse con las limitaciones del tratado y, en especial, con este silencio de Aristóteles que, como veremos, ha de convertirse en un punto clave en la elaboración renacentista del concepto de “poesía lírica”.

LA ENCRUCIJADA ALEJANDRINA

En los tres siglos que separan a la teoría de Aristóteles de los poemas de Horacio se abre un vasto paréntesis en nuestro conocimiento del pensamiento literario antiguo. Este hiato, que traduce la pérdida de un sinnúmero de documentos, resulta hoy tanto más desafortunado cuanto que el periodo parece marcado por una intensa actividad teórica. En efecto, las escasas noticias que tenemos de los trabajos de las escuelas filosóficas y de la filología alejandrina denotan un alto nivel de elaboración conceptual cuyos frutos se prolongan hasta la literatura latina y, por su intermedio, se trasmiten fragmentariamente a la Edad Media y al Renacimiento. La teoría de los estilos, los cánones de autores, las clasificaciones genéricas en árbol, el principio de la tríada poema/poesía/poeta y del binomio ars/artifex, éstas y muchas otras nociones y doctrinas forman parte de un instrumental analítico que se asocia en los testimonios a los nombres de Teofrasto, de Neoptolemo y de los gramáticos y filólogos del Museo. A ellos debemos también la posteridad romana de algunos de los temas más discutidos por la crítica: la dualidad naturaleza/arte o ingenio/arte, el problema de la relación del poeta con la tradición y la cuestión siempre presente de la finalidad de la poesía. Mencionemos, además, el notable desarrollo de la retórica que, durante la época helenística, conduce a la configuración definitiva del arte, dándole una influencia que no cesará de acrecentarse dentro de la teoría y la práctica literaria latina, a tal punto que se asiste a una verdadera “retorización” de la poética.

En el área que nos concierne, la pobreza de las fuentes sobre el periodo nos priva sin duda de un capítulo fundamental, pues, en distintos momentos de estos tres siglos, se producen varios hechos trascendentales para nuestra historia que hoy se nos escapan casi por completo. Del primero es quizá del que menos sabemos. Se trata de la aparición del nombre con que se identifica y se constituye una nueva clase textual: melikè poièsis.

Aunque la mayoría de los testimonios es posterior a la etapa helenística, el término parece provenir originalmente de Alejandría.38Platón y Aristóteles lo desconocen y sólo utilizan melos y melopoios