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En Tiempo de preguntar (Volumen II) y aprovechando sus 40 años de experiencia, el autor responde a otras 150 preguntas sobre la doctrina católica, los sacramentos, la vida moral, la oración y las devociones. Completa así los temas ya tratados en el volumen I. Las respuestas de ambos volúmenes fueron publicándose en un semanario de Sydney. En un estilo cercano y accesible para cualquier público, contiene información de especial utilidad para padres, sacerdotes, maestros, catequistas, conversos recientes...
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Veröffentlichungsjahr: 2013
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Prólogo
Introducción
I. La doctrina católica
Profesiones de fe
La Revelación
Dios y la creación
Jesucristo
La Iglesia
Los novísimos
II. Los sacramentos
Los sacramentos en general y el bautismo
La Misa
La presencia real y la sagrada comunión
La Penitencia y la unción de enfermos
Las sagradas órdenes y el matrimonio
III. Cuestiones de moral cristiana
Cuestiones de moral fundamental
Las relaciones con Dios: los tres primeros mandamientos
Las relaciones con el prójimo: los siete últimos mandamientos
IV. La oración cristiana
La oración y las devociones
Las fiestas y los tiempos litúrgicos
Las canonizaciones y los santos
Las apariciones y las imágenes sagradas
Créditos
En memoria de san Josemaría Escrivá,
que me enseñó a amar a la Iglesia
Contrariamente a los estereotipos que circulan en nuestra sociedad actual, en realidad la vida de los cristianos está sometida de continuo a la apremiante necesidad de reflexionar y de cuestionarse muchos interrogantes. A medida que vamos leyendo más la Biblia y conocemos mejor a Dios; a medida que profundizamos más en aquellos problemas de la vida diaria que parecen desafiar nuestras creencias cristianas y las enseñanzas católicas, más preguntas nos vamos haciendo. Rezar y meditar de modo habitual suscita muchos interrogantes. Hace que nos preguntemos por la misericordia y por el amor de Dios, por sus promesas, así como por el mal y por ese sufrimiento que, con tanta frecuencia, sale a nuestro encuentro en la vida diaria.
Esta obra de John Flader, Tiempo de preguntar-150 cuestiones sobre la fe católica, constituye una estupenda reflexión y una ayuda para todo aquel fiel católico que se haya preguntado alguna vez por la fe o por nuestra vida de relación con Dios. El libro recopila las preguntas y respuestas que Flader publicó en su columna semanal de The Catholic Weekly. Pone de manifiesto la fascinante atemporalidad que presentan algunos interrogantes para los cristianos de todo tiempo y lugar. Y la variedad y relevancia de los temas es grande: ¿Podemos hacer daño a Dios? ¿Qué piensa la Iglesia sobre la Evolución? ¿Cometieron incesto los hijos de Adán y Eva? ¿Todos los hombres se salvan? ¿Qué significa la infalibilidad? ¿Existe el limbo? ¿Qué es una indulgencia?
Flader aborda interrogantes sobre la vida y las enseñanzas de Jesús, sobre los sacramentos de la Iglesia, la Misa, María y la oración. También trata cuestiones morales como el suicidio, la pena de muerte, la homosexualidad y el juego.
Tiempo de preguntar puede ser una magnífica obra de referencia. Ante las dudas que se pueden plantear en diferentes momentos del año y en diversos momentos de la vida, estas páginas contribuyen a resolverlas. En las elegantes a la vez que breves explicaciones de la fe y de la enseñanza católica, los lectores encontrarán no solo una información pertinente, sino también impulso, seguridad y claridad. Y a partir de ahí probablemente se les ocurran otras preguntas que desearían hacer.
Al reunir aquí aquellas columnas semanales y publicarlas recopiladas en este libro, Flader presta un magnífico servicio a todos. He disfrutado leyendo estas páginas y he aprendido mucho. Espero, querido lector, que tú también.
+ CARDENAL GEORGE PELL
Arzobispo de Sydney
Marzo de 2008
Poco después de comenzar a escribir la columna Tiempo de preguntar para The Catholic Weekly, me llegaron noticias de que algunos recortaban los artículos y los coleccionaban como material de consulta. O los fotocopiaban, para dárselos a otras personas. En estos años bastante gente me ha preguntado si tenía pensado publicar un libro recopilando esos artículos.
Ahora, pasados tres años, ha llegado el momento de satisfacer los deseos de esa gente y de publicar los primeros 150 artículos.
Las cuestiones y respuestas de este libro se han agrupado de modo sistemático, por temas, y siguiendo la estructura general del Catecismo de la Iglesia Católica. El capítulo I trata sobre cuestiones referidas a la doctrina de la Iglesia; el capítulo II, sobre sacramentos y sacramentales; el capítulo III, sobre la vida moral en Cristo; y el capítulo IV trata cuestiones relativas a la oración y a las devociones cristianas.
Quiero agradecer aquí la valiosa ayuda que me ha prestado Joanne Lucas, al leer la mayoría de mis artículos antes de enviarlos a The Catholic Weekly. Sus comentarios sobre el estilo y el contenido de los textos me han sido de gran utilidad. Mi agradecimiento también a Peter Joseph y a Edgard Barry por sus valiosas sugerencias para mejorar el texto final.
También quiero expresar mi agradecimiento a Anthony Capello, de Connor Court Publishing, que amablemente se ofreció para publicar el libro.
Rezo para que Tiempo de preguntar ayude a quienes lo lean a comprender mejor su fe y a llegar a un amor más profundo de Jesucristo, de Nuestra Señora y de la Iglesia.
Deo omnis gloria!
JOHN FLADER
En un curso al que he asistido recientemente se hizo referencia de pasada al Credo Atanasiano, del que no había oído hablar hasta entonces. ¿Puede decirme algo al respecto?
El Credo Atanasiano se remonta a la Iglesia primitiva y contiene una exhaustiva declaración de fe en la Trinidad y en Jesucristo. Aunque en líneas generales todos los Credos son trinitarios en su estructura y manifiestan la fe primero en el Padre, luego en el Hijo y, por último, en el Espíritu Santo, la primera parte del Credo Atanasiano se refiere a la Santísima Trinidad y muestra el modo en que las tres divinas Personas están relacionadas entre sí. Pese a llevar el nombre de san Atanasio, Padre de la Iglesia del siglo IV, es casi seguro que no fue escrito por él. En primer lugar, porque ni Atanasio ni ninguno de sus contemporáneos lo mencionan nunca; pero, sobre todo, porque la teología trinitaria del Credo pertenece a una época posterior, probablemente el siglo V. El Credo utiliza parte de la terminología de la obra de san Agustín De Trinitate, publicada en el 415, y contiene una teología similar a la de la obra de san Vicente de Lerins (en torno al 445). Suele decirse que se originó en el sur de Francia y fue escrito en latín.
A veces el Credo se conoce como Quicumque o Quicumque vult, las primeras palabras latinas con que comienza: «Todo el que quiera salvarse, es preciso, ante todo, que profese la fe católica». Empieza resumiendo nuestra fe trinitaria: «Que veneremos a un solo Dios en la Trinidad Santísima y a la Trinidad en la unidad. Sin confundir las personas, ni separar la sustancia». Luego continúa diciendo que cada una de las Personas divinas es una Persona distinta, aunque tienen «una sola divinidad, igual gloria y majestad eterna». Cada Persona es increada, infinita, eterna y omnipotente, y solo existe un ser increado, infinito, eterno y omnipotente. Cada Persona es Dios y Señor, «pero no son tres dioses, sino un solo Dios», y «no tres señores, sino un solo Señor».
El Credo rechaza de modo manifiesto la herejía del subordinacionismo, que afirma que el Hijo y el Espíritu Santo están subordinados al Padre en naturaleza y en ser, así como el error del triteísmo, que concluye la existencia de tres dioses. Por lo que se refiere a las relaciones entre las Personas, el Padre «no ha sido hecho por nadie, ni creado, ni engendrado»; el Hijo «no ha sido hecho, ni creado, sino engendrado por solo el Padre»; y el Espíritu Santo «no hecho, ni creado ni engendrado, sino procedente del Padre y del Hijo». Esta última afirmación incorpora la expresión «filioque» (el Espíritu Santo procede del Padre «y del Hijo»), añadida al Credo Niceno en Occidente y motivo de fricción con Oriente (cf. Flader, J. Tiempo de preguntar. Ediciones Rialp, 2008, preg. 14). A continuación afirma que en la Trinidad «nada hay anterior o posterior, nada mayor o menor, pues las tres Personas son coeternas e iguales entre sí».
La segunda parte del Credo, que se refiere a la Encarnación del Hijo de Dios en Jesucristo, afirma entre otras cosas que Jesús, en cuanto Dios, «fue engendrado de la misma naturaleza del Padre, antes del tiempo» y, en cuanto hombre, «engendrado de la sustancia de su Madre Santísima en el tiempo». Es «perfecto Dios y perfecto hombre, que subsiste con alma racional y carne humana», «igual al Padre según la divinidad», pero «menor que el Padre según la humanidad». Además, «es uno, no por conversión de la divinidad en cuerpo, sino por asunción de la humanidad en Dios». Y «es uno absolutamente, no por confusión de sustancia, sino en la unidad de la persona».
Nos vendría bien meditar de vez en cuando el Credo Atanasiano para reafirmar nuestra fe en la Trinidad. Santa Teresa de Jesús nos habla de su experiencia a este respecto: «Estando una vez rezando el salmo de Quicumque, se me dio a entender la manera cómo era un solo Dios y tres Personas tan claro, que yo me espanté y consolé mucho. Hízome grandísimo provecho para conocer más la grandeza de Dios y sus maravillas, y para cuando pienso o se trata de la Santísima Trinidad, parece entiendo cómo puede ser, y esme mucho contento» (Vida, c. 39, 25).
De vez en cuando –en el Catecismo de la Iglesia católica, por ejemplo– me encuentro con referencias al «Credo del Pueblo de Dios». ¿Puede decirme en qué consiste?
El Credo del Pueblo de Dios es una profesión de fe proclamada por el Papa Pablo VI el 30 de junio de 1968, festividad de los apóstoles Pedro y Pablo. ¿Por qué necesitaba la Iglesia un nuevo Credo cuando ya se disponía –entre otros– del antiguo Credo de los Apóstoles y del Credo Niceno del siglo IV? Hay que tener en cuenta que a lo largo de los 2.000 años de historia de la Iglesia ha habido numerosos credos, algunos de los cuales proceden de los concilios y otros de los Papas.
A este respecto dice el Catecismo de la Iglesia católica: «A lo largo de los siglos, en respuesta a las necesidades de diferentes épocas, han sido numerosas las profesiones o símbolos de la fe: los símbolos de las diferentes Iglesias apostólicas y antiguas, el símbolo Quicumque, llamado de san Atanasio, las profesiones de fe de ciertos Concilios (Toledo, Letrán, Lyon, Trento) o de ciertos Papas como la “fides Damasi” o el “Credo del Pueblo de Dios” de Pablo VI» (CIC 192).
En los años posteriores al Concilio Vaticano II, que concluyó en diciembre de 1965, se produjo una enorme confusión en materia de doctrina, moral, sacramentos, etc. No hay que olvidar que, tres meses antes de la clausura del Concilio, el Papa Pablo VI escribió su encíclica Mysterium fidei ratificando la enseñanza de la Iglesia sobre la Eucaristía frente a los errores que circulaban por entonces. Fue en buena medida esa confusión la que llevó al Papa a convocar dos años después un «Año de la Fe» desde el 29 de junio de 1967, festividad de san Pedro y san Pablo, hasta la misma fiesta del año siguiente. Ese Año de la Fe conmemoraría también el 1900 aniversario del martirio de los apóstoles.
En 1968, concluido el Año de la Fe, Pablo VI hizo público su Credo. Durante su presentación explicó en la homilía su razón de ser: «Bien sabemos, al hacer esto, por qué perturbaciones están hoy agitados, en lo tocante a la fe, algunos grupos de hombres. Los cuales no escaparon al influjo de un mundo que se está transformando enteramente, en el que tantas verdades son o completamente negadas o puestas en discusión. Más aún: vemos incluso a algunos católicos como cautivos de cierto deseo de cambiar o de innovar. La Iglesia juzga que es obligación suya no interrumpir los esfuerzos para penetrar más y más en los misterios profundos de Dios, de los que tantos frutos de salvación manan para todos, y, a la vez, proponerlos a los hombres de las épocas sucesivas cada día de un modo más apto. Pero, al mismo tiempo, hay que tener sumo cuidado para que, mientras se realiza este necesario deber de investigación, no se derriben verdades de la doctrina cristiana. Si esto sucediera –y vemos dolorosamente que hoy sucede en realidad–, ello llevaría la perturbación y la duda a los fieles ánimos de muchos».
Y añadía: «Queremos que esta nuestra profesión de fe sea lo bastante completa y explícita para satisfacer, de modo apto, a la necesidad de luz que oprime a tantos fieles y a todos aquellos que en el mundo –sea cual fuere el grupo espiritual a que pertenezcan– buscan la Verdad».
A continuación venía el texto del Credo. Es el más largo (unas 2.500 palabras frente a las 220 del Credo Niceno) y más detallado que cualquiera de los otros que nos son familiares. Después de una profesión de fe en la Santísima Trinidad y en cada una de las tres Personas Divinas, hace referencia a María y a su perpetua virginidad, su Inmaculada Concepción y su Asunción al cielo. Luego menciona el pecado original y nuestra redención a través del sacrificio de Jesucristo, y la necesidad de bautizar a los niños para que puedan participar de la vida divina.
También habla por extenso de la Iglesia, incluida la infalibilidad del Papa y de los obispos en comunión con él; de la necesidad de la Iglesia para la salvación; y de la posibilidad de salvación para quienes se encuentran fuera de sus límites visibles. Entre otras verdades, se refiere a la Misa como el sacrificio de Cristo que se hace sacramentalmente presente en el altar y a su Presencia Real en la Eucaristía, así como a la Transustanciación. Y finaliza con una consideración de las realidades de la vida eterna, entre otras, del purgatorio y el cielo.
Sería estupendo que de vez en cuando leyéramos y meditáramos este espléndido regalo del Papa Pablo VI a la Iglesia. Es sin duda una proclamación providencial de nuestra fe católica.
¿Cuáles son los orígenes de la Biblia? ¿Por qué era necesaria? ¿Podría existir la Iglesia católica sin ella? ¿Cómo se compuso y por qué se eligieron en concreto los libros que la forman?
La cuestión que planteas es crucial y muy importante; y, sin embargo, suele darse por sentada. Nos limitamos a leer la Biblia con mucha fe, pero no nos preguntamos de dónde viene. Intentaré responder brevemente.
Antes de nada, recordemos que la Biblia está dividida en los 46 libros del Antiguo Testamento, que recibimos del pueblo judío antes y en tiempos de Cristo, y en los 27 del Nuevo Testamento, formado por los escritos que se refieren más directamente a Cristo y a la Iglesia primitiva.
En cuanto al Antiguo Testamento, tanto Jesús como los apóstoles solían utilizar los libros sagrados de Israel, que consideraban de inspiración divina. Por ejemplo, hablan a menudo del cumplimiento de «lo que está escrito» en esas Escrituras (cf. Mt 21, 42; 26, 24) y sienten un inmenso respeto por ellas. San Pedro manifiesta su fe en la inspiración divina de las Escrituras judías cuando dice a la comunidad de creyentes: «Hermanos, era preciso que se cumpliera la Escritura que el Espíritu Santo predijo por boca de David acerca de Judas...» (Hch 1, 16). Estas Escrituras se leían los sábados en la sinagoga durante el culto y se trataban con sumo cuidado.
La Iglesia primitiva adoptó todas las Escrituras judías contenidas en la Septuagésima versión, la traducción griega de los textos hebreos realizada en los siglos III y II a.C. y usada por los judíos en tiempos de Jesucristo. Dicha versión contiene los 46 libros que conocemos como Antiguo Testamento. Aunque en tiempos del Antiguo Testamento circulaban entre los judíos otros textos, de un modo misterioso el Espíritu Santo llevó a la gente a aceptar como de inspiración divina solamente algunos de ellos.
El Catecismo de la Iglesia católica dice del Antiguo Testamento: «Los cristianos veneran al Antiguo Testamento como verdadera Palabra de Dios. La Iglesia ha rechazado siempre vigorosamente la idea de prescindir del Antiguo Testamento so pretexto de que el Nuevo lo habría hecho caduco (marcionismo)» (CIC 123).
Los textos del Nuevo Testamento se fueron escribiendo poco a poco, la mayoría de ellos en los años 50 o 60 d.C. Los escritos de Juan, incluido el Apocalipsis, se redactaron hacia finales del siglo I. Aunque –como ocurre con el Antiguo Testamento– en el siglo I circulaban también entre las iglesias otros textos como la Didaché y la Carta de Bernabé, el Espíritu Santo guió a la Iglesia para que reconociera como inspirados solo algunos de ellos. Los textos considerados inspirados se copiaban cuidadosamente, se repartían entre las comunidades y se leían en la Misa igual que hoy. Pese a que durante los primeros siglos existió cierta controversia sobre la inclusión o no de unos cuantos textos en la lista de las obras inspiradas, en torno al año 382 el decreto De explanatione fidei confirmó la lista de los 27 libros que hoy conocemos como el Nuevo Testamento.
¿Era necesario crear la Biblia? Obviamente, durante los 20 primeros años las Escrituras cristianas no existían y, no obstante, la Iglesia fue capaz de crecer y funcionar con normalidad basándose en la tradición transmitida oralmente. Aunque Cristo no mandó a los apóstoles que escribieran nada –o al menos las Escrituras no lo han recogido así–, era totalmente lógico que tanto ellos como otras personas quisieran dejar escritos para la posteridad sus recuerdos de lo ocurrido y sus reflexiones en torno a los hechos. Y podemos estar seguros de que fue el Espíritu Santo quien los movió a hacerlo así y los guió mientras lo hicieron.
Con estos textos sagrados la Iglesia es inconmensurablemente más rica. Y nosotros hemos de leerlos con regularidad y suma reverencia, sabedores de que Dios nos habla a través de ellos.
Cuando era niño, en las casas de todas las familias católicas había una Biblia, pero daba la impresión de que no la leía nadie. Hoy percibo entre los católicos un interés mucho mayor por su lectura. ¿Podría explicar qué ha sucedido y por qué?
Yo también tengo la experiencia de haber crecido en una familia católica que tenía una Biblia en casa –una Biblia grande, si no recuerdo mal–, pero por lo que a mí respecta no la leí nunca. Y, que yo sepa, tampoco la leía nadie más. El hecho de que la Biblia fuera tan gruesa y pesara tanto no animaba a leerla. Muchas Biblias familiares se usaban para consignar en ellas las fechas de bautismos, primeras comuniones y confirmaciones en las páginas reservadas para ello. Aparentemente, esa era su principal función.
La Biblia, situada en un lugar destacado de la casa, era una de las señas de identidad de las familias católicas, al igual que el crucifijo o las imágenes de la Virgen o del Sagrado Corazón. En realidad no hacía falta leerla. Estaba ahí simplemente para recordarnos a nosotros y a las visitas que éramos católicos. La mentalidad que acabo de describir –en tono de broma, por supuesto– ha sido para muchos católicos una realidad durante siglos.
No cabe duda de que esa forma de proceder debe mucho a los reformadores protestantes del siglo XVI. Al oponerse tanto a la Iglesia –que consideraban corrupta, y en cierta medida lo era– como a su Tradición viva a lo largo de los tiempos, recurrieron a la Biblia como única fuente para comprender lo que Dios quería del hombre. Este es el principio de sola scriptura: solo las Escrituras son la fuente de la fe y de la Revelación divina.
Por supuesto, los católicos sabemos que por sí mismas las Escrituras no son suficientes. Al fin y al cabo, ha sido la Tradición viva de la Iglesia la primera en transmitirnos la Biblia. Y es la autoridad del Magisterio de la Iglesia la que, con la guía del Espíritu Santo, realiza para nosotros la auténtica interpretación de las Escrituras. Cuando la gente interpreta la Biblia por su cuenta, acaba en interminables controversias sobre su significado. Esta es sin duda una de las razones por las que hoy en día existen decenas de miles de denominaciones cristianas que reclaman la misma Biblia como fundamento de sus creencias. Por otra parte, en su versión alemana de la Biblia, Martín Lutero tradujo algunos pasajes sin preservar la fidelidad a los textos originales con el fin de incorporar y sustentar sus ideas erróneas.
La reacción en contra de los errores de los reformadores del siglo XVI fue animar a los católicos a seguir la doctrina de la Iglesia, que interpretaba la Biblia por ellos y enseñaba lo que Dios quería que supieran. De ahí que durante los cuatro siglos siguientes la lectura directa de la Biblia por parte de los fieles no fuera especialmente alentada, a pesar de que la imprenta difundió Biblias libres de inconvenientes. En 1898 el Papa León XIII animó a conocer la Biblia concediendo una indulgencia a quien leyera los Evangelios durante al menos quince minutos, con la debida reverencia a la Palabra divina y como lectura espiritual; e indulgencia plenaria, bajo las condiciones habituales, a quien la leyera a diario durante un mes.
No obstante, incluso los católicos que no leían la Biblia directamente estaban muy familiarizados con sus enseñanzas a través de las lecturas de la Misa dominical, en la que se leían pasajes tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento y se comentaban en el sermón –como se solía llamar por entonces a la homilía–. Al mismo tiempo los niños aprendían los relatos bíblicos más importantes en la escuela o de boca de sus padres.
El Concilio Vaticano II celebrado en Roma entre 1962 y 1965 alentó positivamente la lectura de las Escrituras. En el capítulo final de la Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación Dei verbum se lee: «De igual forma, el Santo Concilio exhorta con vehemencia a todos los cristianos... a que aprendan “el sublime conocimiento de Jesucristo” (Fil 3, 8) con la lectura frecuente de las divinas Escrituras. “Porque el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo” (S. Jerónimo, Com. a Isaías, prólogo)... Así, pues, con la lectura y el estudio de los Libros Sagrados, “que la palabra de Dios se difunda y resplandezca” (2 Ts 3, 1) y el tesoro de la Revelación, confiado a la Iglesia, llene más y más los corazones de los hombres» (Dei verbum, 25-26).
Más recientemente, en la Exhortación Apostólica Verbum Domini (2010), el Papa Benedicto XVI pedía encarecidamente «que cada casa tenga su Biblia y la custodie de modo decoroso, de manera que se pueda leer y utilizar para la oración» (nº 85).
En las últimas décadas ha crecido no solo el número de grupos de estudio de la Biblia y de laicos que asisten a cursos para adultos sobre las Escrituras, sino también la lectura personal de las mismas. Ojalá todos los católicos leyeran diariamente la Biblia por lo menos unos pocos minutos, especialmente el Nuevo Testamento. Sería una gran bendición para ellos, para la Iglesia y para la sociedad.
¿Cómo se explican ciertas prácticas inmorales que formaban parte de la ley del Antiguo Testamento y que Dios parece aprobar, como la poligamia, el divorcio, la matanza de todos los habitantes de una ciudad, etc.?
Un principio básico que no debemos olvidar es que Dios fue revelando su verdad solo gradualmente y teniendo en cuenta lo que la gente de cada época era capaz de vivir. Por eso vemos cómo la ley moral predicada por Jesucristo era mucho más sublime que la ley básica que Dios dio a su pueblo a través de Moisés más de 1.200 años antes. Esto resulta particularmente evidente en el Sermón de la Montaña, donde Jesús recuerda a sus oyentes qué decía la Antigua Ley y, a continuación, dicta la suya, mucho más positiva y exigente (cf. Mt 5, 17-48).
La ley de Cristo podía ser más exigente no solo porque desde los tiempos de Moisés el pueblo judío había recorrido un largo camino en la comprensión de su relación con Dios y en su vida moral, sino sobre todo porque la Nueva Ley daba la gracia de los sacramentos para hacer a la gente capaz de cumplirla. Por otra parte, conviene recordar que la Ley de Moisés iba muy por delante de las costumbres morales de los pueblos de su entorno.
En cuanto a aspectos concretos de la Antigua Ley, uno de los principios que puede parecer cruel es el castigo aplicable a aquel que causa un perjuicio a otro: «vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, contusión por contusión» (Ex 21, 24-25). Este principio de igualdad entre el castigo y el delito suponía de hecho un gran adelanto comparado con otros castigos mucho más duros que infligían en época de Moisés los pueblos en guerra en Oriente Próximo. Estos, movidos por un espíritu de venganza, a menudo respondían con un castigo mucho más severo que la ofensa original, de modo que el principio de igualdad de la ley de Moisés era en realidad bastante más humano. En el Sermón de la Montaña Jesús se refiere al «ojo por ojo» y exhorta a la gente a ir más allá poniendo la otra mejilla (cf. Mt 5, 38-39) e incluso amando a los enemigos (cf. Mt 5, 43-45).
Otro ejemplo de práctica aparentemente inmoral era la de desear el mal a quienes ofendían a Dios y a su pueblo (cf. Sal 35, 3 y ss.; Sal 55, 16; Sal 83, 9-18). Esta actitud, aunque alejada del amor y el perdón predicados por Jesús, se puede ver como el deseo de que Dios, en su justicia, castigue a los pecadores. El castigo que se deseaba era por lo general algún mal físico, no el mal espiritual de la condenación eterna.
El consentimiento del divorcio bajo condiciones muy restrictivas es otro ejemplo de un código moral que quedaba muy por debajo de la sublime enseñanza de Jesús (cf. Mt 19, 3-9), pero que sin embargo era muy avanzado al lado de la inmoralidad de los pueblos restantes. La ley de Moisés, más que aprobar el divorcio, regulaba su uso. El divorcio exigía motivos graves como el adulterio, junto a un acta de separación dictada por la autoridad. Además, el marido no podía volver a tomar a esa mujer como esposa, de manera que debía pensárselo mucho antes de divorciarse de ella (cf. Dt 24, 1-4). Con leyes como esta se protegía el estatus de las mujeres de aquella época.
En cuanto a la poligamia, la ley de Moisés ni la permitía ni la prohibía, pero al lado de la poligamia sin condiciones de los pueblos de su alrededor sí imponía ciertas restricciones. Al rey, por ejemplo, se le prohibía tener «gran número de mujeres» (Dt 17, 17) y el sumo sacerdote solo podía casarse con una mujer (cf. Lv 21, 13-14). En cualquier caso, Dios siempre podía dispensar a su pueblo de los preceptos secundarios de la ley natural, como hizo en este caso, quizá porque para la supervivencia y el crecimiento del pueblo de Dios era sumamente importante tener muchos hijos. Al restringir la poligamia, la Antigua Ley fue preparando gradualmente al pueblo para la monogamia predicada por Jesús.
La destrucción de ciudades enteras con todos sus habitantes (cf. Nm 21, 2-3; Dt 7, 1-5) puede verse como un medio empleado por Dios para castigar a los pueblos extranjeros por sus pecados, así como para evitar que los israelitas se vieran contaminados por su idolatría y sus prácticas inmorales.
A una amiga mía le entusiasma conocer todos los mensajes que reciben del Señor y de la Virgen personas del mundo entero, y le extraña que yo no sienta interés por ellos. ¿Debería sentirlo?
Es una pregunta muy interesante y que suele formular mucha gente. ¿Cuál debe ser la postura de un católico ante estas «revelaciones privadas»?
En primer lugar, ¿qué entendemos por «revelación privada»? Empezaremos distinguiéndola de la «Revelación pública», es decir, la Revelación transmitida por Dios a través de la Escritura y de la Tradición de la Iglesia, y dirigida a toda la humanidad. Esta Revelación se considera concluida con la muerte del último apóstol. Por otra parte, la Constitución Dogmática sobre la Revelación Divina del Concilio Vaticano II, Dei verbum, dice que «no hay que esperar otra Revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor» (DV 4).
Además, al enviarnos a su Hijo unigénito, la Palabra encarnada, Dios nos ha comunicado todo lo que necesitamos saber para nuestra salvación. En palabras del Catecismo de la Iglesia católica, «Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que esta» (CIC 65).
El Catecismo cita a san Juan de la Cruz, que expresa muy gráficamente esta idea: «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra y no tiene más que hablar... porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en Él, dándonos al Todo, que es su Hijo... Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o Revelación, no solo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad» (Subida del Monte Carmelo 2, 22, 3-5; cf. Hb 1, 1-2; CIC 65). En este pasaje san Juan de la Cruz responde a tu pregunta: nos dice que debemos fijar nuestra mirada enteramente en Cristo, que es la única Palabra de Dios, y no buscar novedades.
¿Significa eso que las revelaciones privadas carecen de importancia? En absoluto. El Catecismo comenta: «A lo largo de los siglos, ha habido revelaciones llamadas “privadas”, algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Estas, sin embargo, no pertenecen al depósito de la fe. Su función no es la de “mejorar” o “completar” la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia» (CIC 67).
Como explica este texto, las revelaciones privadas no añaden nada a la definitiva Revelación de Cristo: más bien ayudan a los fieles a vivirla con mayor plenitud. Entre las revelaciones privadas admitidas por la Iglesia figuran, por ejemplo, la revelación de la devoción al Sagrado Corazón transmitida a santa Margarita María Alacoque, la de la medalla milagrosa de santa Catalina Labouré, la recomendación del rezo del rosario hecha a santa Bernardita en Lourdes y a los tres niños de Fátima, y la devoción a la Divina Misericordia difundida por santa Faustina Kowalska. Todas estas revelaciones ayudan a los fieles a vivir más plenamente distintos aspectos de las enseñanzas de Cristo.
En los últimos tiempos han circulado muchas noticias acerca de mensajes, signos y milagros recibidos por personas del mundo entero. Algunos de ellos parecen de origen sobrenatural, como evidencia el hecho de ir acompañados de fenómenos carentes de explicación natural. Otros no ofrecen signos tan manifiestos de autenticidad, pero contienen mensajes en consonancia con las enseñanzas de la Iglesia y serán provechosos para quienes los reciben y quizá para otros.
No obstante, en general debemos recordar que Dios ya ha revelado a través de la Iglesia todo lo que es necesario saber para salvarse. Por eso es preferible permanecer en territorio seguro aceptando esas verdades y no yendo en busca de novedades, muchas de las cuales podrían ser ardides del «enemigo». No conduce a nada bueno querer conocer cada una de las nuevas revelaciones privadas cuando Dios ya nos ha dicho en su única Palabra cuanto necesitamos conocer.
A veces oímos referirse a Dios como «ella» o como «madre». A mí no me suena bien, pero ¿está admitido?
En primer lugar, es evidente que Dios, como espíritu puro y eterno, no es ni hombre ni mujer en el sentido humano. Es simplemente Dios, por encima de cualquier categoría humana de género. Al mismo tiempo, al crearnos a su imagen y semejanza hombre y mujer (cf. Gn 1, 26), Dios parece sugerir que, en cierto modo, la feminidad y la masculinidad juntas reflejan la plenitud de la divinidad. Además, Dios se revela como poseedor de cualidades tanto paternales como maternales.
El Catecismo de la Iglesia católica aborda este tema tan delicado en la sección dedicada a Dios Padre. Por lo que se refiere a Dios «Padre», dice: «En Israel, Dios es llamado Padre en cuanto Creador del mundo. Pues aún más es Padre en razón de la alianza y del don de la Ley a Israel, “su primogénito”. Es llamado también Padre del rey de Israel. Es muy especialmente “el Padre de los pobres”, del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección amorosa» (CIC 238).
El Catecismo continúa aclarando que, al llamar a Dios «Padre», «el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad trascendente, y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos» (CIC 239). Es decir, igual que en la generación de una nueva vida el padre toma la iniciativa y es en cierto sentido, junto con la madre, el «origen primero» del hijo, así Dios Creador es el origen primero de todo y puede ser llamado justamente «Padre». Al mismo tiempo, en la familia el padre, aun poseyendo la misma dignidad que la madre, es figura de la autoridad. También en este sentido Dios, que es «autoridad trascendente», puede ser llamado justamente «Padre». Y si el padre de familia muestra su bondad y solicitud amorosa hacia sus hijos, Dios lo hace de un modo eminente, y también por esa razón se le llama «Padre».
Pero Dios muestra también cualidades maternales. Dice el Catecismo: «La ternura paternal de Dios puede ser también expresada mediante la imagen de la maternidad, que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura» (CIC 239). Como una madre siente una maravillosa ternura por sus hijos y mantiene con ellos una intimidad especial, así le ocurre a Dios con sus hijos.
Eso es lo que revelan numerosos pasajes de la Escritura. En la profecía de Isaías Dios habla a su pueblo: «Como alguien a quien su madre consuela, así Yo os consolaré» (Is 66, 13). Y en otra ocasión: «¿Es que puede una mujer olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas? ¡Pues aunque ellas se olvidaran, Yo no te olvidaré!» (Is 49, 15). En el libro de los Salmos el salmista se refiere al consuelo recibido de Dios como el que un hijo recibe de su madre: «He moderado y acallado mi alma como un niño en el regazo de su madre, como niño satisfecho está mi alma» (Sal 131, 2).
El mismo Jesús emplea una imagen maternal para describir la hondura de su amor hacia el pueblo de Jerusalén: «¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados. Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste» (Mt 23, 37). Si «Dios es amor», como escribe san Juan (1 Jn 4, 8), y nosotros estamos hechos a su imagen y semejanza, ¿quién ama más que una madre? Del mismo modo, los cuidados y sacrificios de una madre reflejan la naturaleza de Dios.
Por eso podemos decir con absoluta seguridad que Dios, en su plenitud de ser, tiene características a un tiempo paternales y maternales. No obstante, no es correcto referirse a Dios como «ella» o como «madre». A lo largo de las Escrituras, Dios se llama a sí mismo «Padre». El mismo Jesús nos enseña a llamar a Dios Padre nuestro y sería una falta de respeto nombrarle de cualquier otro modo.
El Catecismo concluye su enseñanza sobre la paternidad de Dios diciendo: «Conviene recordar, entonces, que Dios trasciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Trasciende también la paternidad y la maternidad humanas aunque sea su origen y medida. Nadie es padre como lo es Dios» (CIC 239).
En el Credo de los Apóstoles profesamos nuestra fe en «Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra»; sin embargo, en su Evangelio san Juan afirma que «todo se hizo por la Palabra». ¿Quién ha creado el mundo: el Padre o el Hijo?
Me haces una pregunta muy interesante que se plantea mucha gente y que atañe a un principio muy importante de la teología de la Santísima Trinidad. Como bien dices, en el Credo de los Apóstoles llamamos a Dios Padre «Creador del cielo y de la tierra», de modo que es evidente que creemos que el Padre es el Creador. Pero, al mismo tiempo, en el prólogo de su Evangelio san Juan dice lo siguiente de la Palabra, segunda Persona de la Trinidad: «Él estaba en el principio junto a Dios. Todo se hizo por él y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (Jn 1, 2-3).
San Pablo se hace eco de esta enseñanza y, refiriéndose al Hijo, dice que «en él fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra, las visibles y las invisibles... Todo ha sido creado por él y para él» (Col 1, 16). De donde se deduce que el Hijo también se halla implicado en la obra de la creación. Y lo mismo sucede con el Espíritu Santo, como manifiesta el título del himno Veni, Creator Spiritus: «Ven, Espíritu Creador». En su primera estrofa el himno atribuye al Espíritu Santo el papel de creador: «llena de la divina gracia los corazones que Tú mismo creaste».
¿En qué quedamos? ¿Es el Padre el creador o lo son las tres Personas divinas? La respuesta la hallamos en el principio general de que todas las obras de la Trinidad que están dirigidas fuera de la misma Trinidad son comunes a las tres Personas divinas. Este principio fue desarrollado por los primeros Padres de la Iglesia y se enunció en latín: opera trinitatis ad extra indivisa sunt («las obras “ad extra” de la Trinidad son indivisibles»); es decir, no pueden separarse en obras de una u otra Persona, sino que son comunes a las tres.
Dichas obras deben distinguirse de las obras internas a la Trinidad misma tales como las procesiones trinitarias, que son propias de cada una de las Personas de forma individual. Por eso solo el Padre engendra al Hijo y solo el Hijo es engendrado. De modo similar, solo el Padre y el Hijo espiran al Espíritu Santo y solo el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.
Algunas veces las obras de la Trinidad fuera de la esencia divina reciben el nombre de «economía divina» y, como hemos visto, son comunes a las tres personas. El Catecismo de la Iglesia católica lo explica así: «Toda la economía divina es la obra común de las tres Personas divinas» (CIC 258). Entre las obras de la economía divina figuran la creación del universo, la Revelación, la providencia, la redención, la santificación del hombre, etc.
Por eso, a la pregunta que se formula en el catecismo para los niños («¿Quién ha creado el mundo»?) respondemos: «El mundo ha sido creado por Dios»; es decir, Dios en su unidad y su trinidad, o las tres divinas Personas actuando conjuntamente, han creado el mundo. El Concilio de Florencia (1442) enseña: «El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de las criaturas, sino un solo principio» (DS 1331; CIC 258). Y un concilio anterior, el II Concilio de Constantinopla (553), profesaba su fe en «un Dios y Padre de quien proceden todas las cosas, un solo el Señor Jesucristo por el cual son todas las cosas, y uno el Espíritu Santo en quien son todas las cosas» (CIC 258).
Hacia finales del siglo II, san Ireneo decía que el Hijo y el Espíritu Santo son las «manos de Dios» –por decirlo de algún modo– en la obra de la creación (cf. Adversus haereses 2, 30, 9; CIC 292). Y, en definitiva, el Catecismo afirma: «La creación es la obra común de la Santísima Trinidad» (CIC 292).
Entonces ¿por qué llamamos a Dios Padre Creador? Aunque las obras externas de la Trinidad son comunes a las tres Personas, se ha convertido en tradición atribuir o asignar algunas de esas obras a una u otra de las Personas divinas, por ser obras que parecen más propias de esa Persona. De ahí que tradicionalmente se haya atribuido la creación al Padre, porque Él es «el origen de todo y autoridad trascendente» (CIC 239). Igualmente, atribuimos la redención al Hijo y la santificación al Espíritu Santo. Aunque se puede hablar de este modo, siempre se debe entender que todas estas obras son comunes a las tres Personas divinas actuando como una sola.
¿Puede decirme qué diferencia hay entre los ángeles y los arcángeles? Y, en segundo lugar, ¿hay alguna alusión a los arcángeles en la Escritura?
Empecemos por los ángeles. El término «ángel» (del griego aggelos) significa «mensajero» y, por lo tanto, se refiere a la misión de los ángeles antes que a su naturaleza.
En las Escrituras los ángeles aparecen muchas veces como mensajeros de Dios. Por ejemplo, un ángel se le aparece a Jacob y le dice que vuelva a su tierra natal (cf. Gn 31, 11-13); un ángel se le aparece también a la mujer de Manóaj para anunciarle el nacimiento de Sansón (cf. Jc 13, 3); un ángel se le aparece en sueños a José para decirle que el hijo concebido en María es obra del Espíritu Santo (cf. Mt 1, 20) y, además, en otras dos ocasiones (cf. Mt 2, 13 y 2, 19); y el ángel Gabriel se le aparece a Zacarías para anunciarle el nacimiento de Juan el Bautista (cf. Lc 1, 11) y a María para anunciarle el nacimiento de Jesús (cf. Lc 1, 26-31).
Si bien solo algunos ángeles actúan de mensajeros para comunicar la voluntad de Dios en la tierra, o bien acompañan a los hombres velando por ellos –como es el caso del ángel Rafael y el joven Tobías (cf. Tb 3, 17 y ss.)–, todos se hallan constantemente en la presencia de Dios en el cielo (cf. Mt 18, 10), donde adoran a Dios en la corte celestial.
En lo tocante a su naturaleza, los ángeles son espíritus puros dotados de inteligencia y voluntad, y fueron creados por Dios desde el principio. El Catecismo de la Iglesia católica los describe así: «en tanto que criaturas personales e inmortales, superan en perfección a todas las criaturas visibles. El resplandor de su gloria da testimonio de ello» (CIC 330). «La existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama habitualmente “ángeles” es una verdad de fe. El testimonio de la Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición» (CIC 328).
Desde su creación, a los ángeles se les concedió la gracia santificante y se les sometió a un periodo de prueba que acreditase si eran dignos o no de entrar en el cielo. Algunos rechazaron a Dios y se convirtieron en ángeles caídos o demonios. A este respecto escribe san Pedro: «Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que al arrojarlos en el infierno los entregó a las cavernas tenebrosas, donde están guardados para el juicio...» (2 P 2,4).
El libro del Apocalipsis describe una batalla entre el ángel Miguel y los ángeles caídos: «Y se entabló un gran combate en el cielo. Miguel y sus ángeles lucharon contra el dragón. También lucharon el dragón y sus ángeles, pero no prevalecieron, ni hubo ya para ellos un lugar en el cielo. Fue arrojado aquel gran dragón, la serpiente antigua, llamado Diablo y Satanás, que seduce a todo el universo. Fue arrojado a la tierra y sus ángeles fueron arrojados con él» (Ap 12, 7-9).
Algunos ángeles reciben el nombre de arcángeles, que significa «principal» o «jefe». En la Biblia aparecen mencionados en dos ocasiones. La carta de Judas alude al arcángel Miguel (cf. Jds 1, 9) y la primera carta a los tesalonicenses únicamente se refiere a un arcángel cuya voz anunciará la segunda venida de Cristo (cf. 1 Ts 4, 16).
En las Escrituras se asignan a los ángeles distintos nombres, lo que sugiere la existencia de cierta jerarquía entre ellos. San Pablo, por ejemplo, habla de «los tronos o las dominaciones o los principados o las potestades» (Col 1, 16), de «principado, potestad, virtud y dominación» (Ef 1, 21) y de «principados y potestades en los cielos» (Ef 3, 10). El Génesis, por su parte, menciona a los querubines (cf. Gn 3, 24) y el libro de Isaías a los serafines (cf. Is 6, 2). Partiendo de esta variedad de nombres, a lo largo de los siglos la idea de una jerarquía de ángeles formada por nueve filas o coros ha sido desarrollada por autores como san Ambrosio, san Cirilo de Jerusalén y san Juan Crisóstomo en el siglo IV; en el siglo V, Dionisio Areopagita en su obra Sobre la jerarquía celestial; y en el siglo XIII santo Tomás de Aquino en la Suma teológica.
Una de las listas de la jerarquía de los ángeles que cuenta con mayor aceptación, y que recogen tanto Dionisio Areopagita como santo Tomás, presenta tres grupos de tres coros cada uno: en orden descendente, serafines, querubines y tronos; dominaciones, virtudes y potestades; principados arcángeles y ángeles. Quede bien entendido que esto no forma parte de la doctrina oficial de la Iglesia. Los arcángeles y los ángeles, los más involucrados en los asuntos de los hombres, ocupan el último puesto de la jerarquía.
Mientras que Miguel aparece expresamente mencionado como arcángel en la carta de san Judas (cf. Jds 1, 9), ha sido la Tradición la que también ha llamado arcángeles a Rafael y a Gabriel. El nombre Miguel significa «¿quién como Dios?», Rafael quiere decir «Dios sana», y Gabriel «fuerza de Dios». La fiesta de los tres arcángeles se celebra el 29 de septiembre.
Llevo años oyendo historias de gente que ve «espíritus», oye ruidos extraños, ve moverse objetos sin ninguna causa aparente, etc. ¿Cómo interpretan los católicos fenómenos de este tipo?
Yo también he oído contar a gente a la que conozco y en cuyo juicio confío plenamente que ha visto «espíritus» o ha oído ruidos extraños, incluida la voz de personas ausentes. De hecho, el fenómeno de las «casas encantadas» parece tener alguna base, especialmente cuando se da el caso de que más de una persona ha visto u oído lo mismo. ¿Qué debemos pensar de ello?
Por lo que yo sé, la Iglesia no se ha pronunciado acerca de esta cuestión, de modo que no pretendo dar una respuesta «definitiva», sino que esta se deducirá de lo que conocemos por experiencia, así como de nuestra fe católica. En el libro Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el cielo, en el que se aborda el tema de los espíritus, Peter Kreeft reconoce que en todas las culturas existen notables evidencias de su existencia y distingue tres tipos de espíritus que se corresponden con la experiencia común de la gente con la que he hablado.
En primer lugar está el tipo de espíritu que tú mencionas en tu pregunta: espíritus visibles pero difusos, sin cuerpo material, que aparecen y desaparecen repentinamente, y a quienes a veces se identifica como hombre o mujer, o reconocer su edad aproximada, e incluso si son niños. Kreeft sugiere que estos espíritus pueden ser las almas de las personas que continúan en el purgatorio y tienen algún «negocio pendiente» en la tierra. Quizá vivieron o murieron en el mismo lugar en el que se aparecen. No causan ningún daño en particular, pero sí un temor comprensible en quienes los ven.
No podemos explicar por qué se les permite aparecer en la tierra, pero estas historias son demasiadas para descartarlas de un plumazo. Tal vez Dios tenga sus razones para permitirles aparecer. Una de ellas puede ser que su aparición mueva a quienes son testigos de ella a rezar por ellos, o quizá les enseñen alguna lección.
En segundo lugar, existen espíritus más dañinos que pueden proceder del infierno. He oído decir a algunas personas que han visto al demonio en formas distintas, y no tengo razón alguna para dudar de la verdad de sus afirmaciones. A este tipo pueden pertenecer también los espíritus invocados en las sesiones de espiritismo o mediante otras prácticas paranormales. Como es posible que Satán esté involucrado en ellas, la Iglesia, basándose en la Escritura (cf. Dt 18, 9-13) aconseja a los fieles no tomar parte en las mismas.
El Catecismo de la Iglesia católica enseña: «Todas las formas de adivinación deben rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la evocación de los muertos, y otras prácticas que equivocadamente se supone “desvelan” el porvenir. La consulta de horóscopos, la astrología, la quiromancia, la interpretación de presagios y de suertes, los fenómenos de visión, el recurso a “médiums” encierran una voluntad de poder sobre el tiempo, la historia y, finalmente, los hombres, a la vez que un deseo de granjearse la protección de poderes ocultos. Están en contradicción con el honor y el respeto, mezclados de temor amoroso que debemos solamente a Dios» (CIC 2116).
Cuando se trata de objetos en movimiento sin causa aparente o de ruidos extraños, muy probablemente sea debido a espíritus relacionados con Satanás. Por las noches san Juan Vianney, el Cura de Ars, solía oír los golpes que daban los muebles de su casa y otros ruidos extraños, y no le cabía duda de que se trataba del demonio trabajando para desbaratar su fructífero ministerio en el confesonario. Si alguien experimenta fenómenos de este tipo en su casa, lo más prudente es pedir a un sacerdote o al exorcista diocesano que la bendiga o exorcice.
En tercer lugar, existen relatos de apariciones de santos y de seres queridos difuntos, con frecuencia miembros de la familia, cuya identidad se reconoce. No provocan miedo, sino consuelo y esperanza. A veces los familiares difuntos, los ángeles o los santos pueden aparecer cuando otro miembro de la familia se encuentra agonizando, quizá para confortarlo o para acompañarlo hasta la vida futura. En tal caso no hay duda alguna de que se trata de almas o de personas que están en el cielo.
En términos generales, cuando la experiencia humana ofrece tantos relatos de apariciones de seres espirituales difusos, a algunos de los cuales se les ha llamado «fantasmas», no hay razón para dudar de su autenticidad. Aunque estas apariciones son bastante raras y solo una pequeña minoría es testigo de ellas, no deberíamos sentir miedo. Si alguien ve un espíritu del tipo que hemos mencionado en primer lugar, conviene encomendar el alma del que se aparece y tal vez rociar el lugar con agua bendita.
¿Podría explicarme qué quiso decir san Pablo cuando escribió que Dios Hijo «se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo»? Hay quienes afirman que Cristo se despojó de su condición divina. ¿Es eso cierto?
La cita completa a la que te refieres dice así: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres» (Flp 2, 5-7). Se da por sentado que san Pablo está hablando de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se anonada a sí misma tomando la naturaleza humana en el seno de María. Es lo que llamamos la Encarnación: Dios Hijo que «se hace carne».
Por supuesto, antes de la Encarnación, la Segunda Persona –o el Verbo, como la llama san Juan (cf. Jn 1, 1-14)–, existía eternamente en la Trinidad junto al Padre y el Hijo. Dice Juan: «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Todo se hizo por él y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (Jn 1, 1-13).
En el Credo Niceno profesamos así nuestra fe en la divinidad de Jesucristo: «Creo en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre». En la Encarnación «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14). Y en la Anunciación el ángel comunica a María: «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús» (Lc 1, 31). Este hijo no es otro que la Segunda Persona de la Trinidad, el Verbo, el Hijo eterno de Dios. Así se lo manifiesta el ángel a María: «Será grande y será llamado Hijo del Altísimo» (Lc 1, 32).
Así pues, Jesús es la Segunda Persona eterna de la Santísima Trinidad que, en un momento dado, nació de una virgen. El padre de Jesús no es José, sino Dios Padre. Algo que María sabía bien cuando preguntó cómo concebiría siendo virgen: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Por esa razón, a María la llamamos justamente la Madre de Dios: porque dio a luz a una Persona divina, Dios Hijo.
Al encarnarse en el seno de María, el Hijo de Dios seguía siendo Dios. Todo el tiempo que pasó en la tierra siguió siendo Dios. Solo así se pueden explicar los numerosos milagros, las profecías y, sobre todo, la Resurrección de entre los muertos. Pero, al mismo tiempo que seguía siendo Dios, conservando su divinidad, se «anonadó a sí mismo» en el sentido de que asumió la naturaleza humana con todas sus limitaciones. Mientras vivió en la tierra conoció el hambre y la sed, el calor y el frío, el rechazo, el dolor y la muerte. Un auténtico anonadamiento. Despojándose de la gloria y la majestad propias de la divinidad, Jesús apareció en la tierra en toda su humanidad, «tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres» (Flp 2, 7). Nació en la humildad de un establo, fue envuelto en pañales y tendido en un pesebre, vivió entre los hombres y a manos de los hombres sufrió, y padeció la muerte ignominiosa de la crucifixión.
Pero no se despojó de su divinidad. Siguió siendo una Persona divina con una naturaleza divina que, además, asumió una naturaleza humana. Únicamente se despojó de las manifestaciones externas, de la gloria y de la majestad, de la «luz de luz» de la divinidad. Solo en la Transfiguración permitió que su divinidad se hiciese visible. Allí, como relata Mateo, «se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol, y sus vestidos blancos como la luz» (Mt 17, 2).
En resumen, Jesús es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que tomó la naturaleza humana en el seno de María, despojándose de la gloria y la majestad de la divinidad, pero sin dejar de ser nunca una Persona divina.
¿Podría usted trazar la secuencia de los acontecimientos posteriores al nacimiento de Cristo: la visita de los Magos, la presentación de Jesús en el Templo, la huida a Egipto y la muerte de los inocentes?
Solo san Mateo narra la adoración de los Magos y la posterior huida a Egipto de José, María y Jesús (cf. Mt 2, 1-23), mientras que san Lucas recoge el nacimiento de Jesús, su circuncisión ocho días después, su presentación en el Templo a los cuarenta días y el regreso de la Sagrada Familia a Nazaret (cf. Lc 2, 1-40). Esto puede generar cierta confusión en torno a la secuencia de los acontecimientos.
El asunto se complica aún más si nos atenemos a las fechas de algunas de las celebraciones litúrgicas. Por ejemplo, si la matanza de los inocentes ordenada por el rey Herodes después de que los Magos se abstuvieran de regresar a informarle se celebra el 28 de diciembre, la adoración de los Magos en Belén, que se produjo con anterioridad, se conmemora el 6 de enero, festividad de la Epifanía. Sin pretender ofrecer una respuesta definitiva a la cuestión, a continuación sugiero una cronología plausible que concuerda con los relatos evangélicos.
Después del nacimiento de Jesús, José y María se quedaron en Belén o en sus alrededores al menos durante cuarenta días. Dentro de ese periodo, al octavo día después del nacimiento (cf. Lc 2, 21) circuncidaron a Jesús, y se dirigieron a Jerusalén cuarenta días después de la presentación de Jesús en el Templo y la simultánea purificación de María (cf. Lc 2, 22-38).