Todos necesitamos la belleza - Samantha Walton - E-Book

Todos necesitamos la belleza E-Book

Samantha Walton

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Beschreibung

Un ensayo en el que Samantha Walton indaga sobre la forma en que pensamos la naturaleza, nuestra relación con ella, y sobre los orígenes y el futuro de la «naturaleza curativa». «Una prosa exquisita, un libro muy cercano e intelectualmente fascinante». NATHAN FILER, autor ganador del Costa Book Award a la Mejor Primera Novela Samantha Walton explora cómo la cura natural podría conducirnos hacia una forma de vida más justa: un verdadero medio de recuperación para las personas, la sociedad y la naturaleza. Desde hace décadas, la sociedad occidental busca las propiedades curativas de la naturaleza. Los hospitales y las escuelas se reinventan al incluir jardines o huertos y los bosques se transforman en centros de bienestar. Nacen los «paisajes terapéuticos», potentes benefactores para la salud mental y física. En Todos necesitamos la belleza Samantha Walton acude a la historia, la ciencia, la literatura y el arte para mostrarnos que la cura natural tiene raíces tan hondas como antiguas. Sin embargo, en estos momentos en los que afrontamos una crisis sin precedentes en el terreno de la salud mental y de la devastación medioambiental, buscar y propiciar espacios para esa cura es más urgente que nunca. A lo largo de esta obra, erudita y personal, Walton nos invita a reflexionar sobre nuestra relación con algunos de los elementos más primigenios y salvajes de la naturaleza, tales como el agua, los bosques y las montañas, pero también nos acerca a jardines, granjas, parques y naturalezas virtuales, espacios donde la mano del hombre está más presente. Así, ahonda en el innegable vínculo entre naturaleza y salud, al tiempo que analiza las nocivas modas de una industria del bienestar que solo pretende sacar provecho de nuestra relación con el mundo natural.

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Seitenzahl: 517

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Edición en formato digital: junio de 2022

Título original: Everybody needs beauty

En cubierta: ilustración de Renoir (Perfumes) 1945 Guirlandes, Pierre Pàges

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Samantha Walton, 2021

© De la traducción, Lorenzo Luengo

© Ediciones Siruela, S. A., 2022

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-19207-93-7

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Introducción

Agua

Montañas

Bosque

Jardín

Parque

Granja

Naturaleza virtual

Lugares perdidos

Bibliografía

Agradecimientos

INTRODUCCIÓNUn antiguo ritual

Me pongo en marcha a las siete de la mañana. Ya ha pasado el solsticio de verano, así que el sol ha salido hace horas y brilla intensamente en el cielo, sobre mi cabeza, cuando enfilo la bicicleta hacia el camino. Por lo general me encanta el calor. Como le sucede a tanta gente que vive sometida al húmedo y cambiante clima de una isla, me apresuro a salir en cuanto percibo el primer atisbo de sol. Pero ahora mismo estamos en medio de una larga y persistente ola de calor, el verano más cálido del que se tiene constancia en todo el hemisferio norte. A lo largo de seis semanas las temperaturas rebasarán los 30 oC durante el día. Las flores de las jardineras se están secando. La ropa se pega a la piel. El césped de Castle Park, el lugar favorito de la gente de Bristol para reunirse a beber, está totalmente pelado.

Mientras acelero por la red de carriles bici de la ciudad, que se despliegan como arterias de este a oeste, trato de hacer caso omiso a las plantas marchitas, al humo y al tráfico de la hora punta que abarrota las calles para acudir una jornada más al trabajo. Dejo atrás bloques de oficinas y centros comerciales, y luego pasos elevados y complejos industriales. Por fin llego a los límites de la ciudad. Pese a que el campo está desteñido por el sol —otra víctima de la ola de calor—, me siento agradecida. Abandono el cemento y el asfalto, y a mi espalda quedan el olor a gasolina y a alquitrán recalentado.

Desde los límites de la ciudad, tardaré otra hora más en llegar a mi destino. Según el mapa que tengo en mi teléfono móvil la ruta me hará trasponer granjas, campos, a lo largo de la orilla de un río, antes de adentrarse en el norte de Somerset culebreando tras las vías de los trenes. Ya estoy empapada de sudor, pero ahora no puedo volverme atrás. Al escapar de la ciudad, estoy dando comienzo a un ritual que es a un tiempo asombrosamente antiguo y absolutamente moderno. Acudo a la naturaleza en busca de salud.

No es porque me encuentre mal, de momento. Pero llevo un tiempo advirtiendo el interés que despierta en todas partes la naturaleza curativa. Los colegios están sacando sus clases a la calle. Los hospitales se están viendo engalanados, un poco a la antigua usanza, de jardines y espacios verdes ideados para esparcimiento y relax de los pacientes. Las instituciones benéficas en pro de la salud mental nos aconsejan tomar nuestra «dosis diaria de vitamina N», buscar una manera de desconectar en los bosques y las reservas naturales. Los consultores naturales ofrecen a las empresas excursiones a entornos silvestres bajo la promesa de que sus empleados serán más productivos, más creativos y flexibles. En el pequeño archipiélago escocés de Shetland, ya es posible acudir a la consulta médica con síntomas de depresión, ansiedad y estrés y salir de allí con una «receta natural», en la que no falta el consejo de reconectar con ese mundo repleto de vida que hay en las costas de Shetland, sempiternamente barridas por el viento.

Por repentina que parezca esta moda, no hay nada nuevo en la noción de que la naturaleza pueda ser curativa. Durante mucho tiempo nos han rodeado las historias de gente que recupera la salud, que encuentra alivio y sentido, en los entornos naturales. Podemos atribuir a los poetas románticos la invención de una naturaleza curativa, benéfica: un lugar de inocencia que nos enseña a ser buenos, y donde podemos entrar en contacto con lo mejor de nosotros mismos. Pero si echamos la vista todavía más atrás, veremos que nuestros recuerdos culturales más profundos, los mitos y las leyendas más antiguos de las culturas occidentales, ya referían que la naturaleza podría curar la mente y el alma. Los antiguos griegos y romanos tenían la poesía bucólica, relatos de las granjas y los bosques que incitaban a los ciudadanos a que abandonasen los muros de la ciudad, con la promesa de que allí encontrarían un tipo de vida más puro, más sensual y emocionante. La alargada sombra de lo que para aquellos individuos era un paraíso rural, la Arcadia, planea sobre el arte y la literatura. Lo bucólico apunta a un enclave áureo donde personas, animales, plantas, y tierra, agua y aire (las fuerzas elementales de la medicina ancestral) coexisten en feliz armonía.

Como a tantos otros, la naturaleza no ha dejado de tentarme durante buena parte de mi vida para que abandonara las ciudades, las oficinas y la comodidad de mi hogar. Nunca he llegado a considerar esos viajes como una búsqueda de salud, ni siquiera como un remedio médico. Mis primeras influencias fueron literarias, no científicas. Crecí leyendo libros que hablaban de la naturaleza: me entusiasmaba con Los animales del bosque, vivía aventuras con Los Cinco, después pasé a los parajes desolados de las Brontë y a los extáticos bosques y montañas de Wordsworth y Shelley. Sus historias me enseñaron a desear intensamente los lugares libres y salvajes. Aprendí a ver mis estados de ánimo proyectados en la naturaleza, y a responder a la sutil influencia emocional de las plantas, los animales y el clima. Los paisajes literarios se convirtieron en una parte de mi propio paisaje psicológico, y dieron forma y nombre a las enrevesadas y complejas emociones que el paso de los años traía consigo. Pero al crecer en los suburbios, a tiro de piedra de la autopista M25, los bosques y las montañas no eran parte de mi realidad cotidiana. Trataba de encontrar esos lugares «salvajes» entre el mosaico de los trabajados labrantíos que transformaban el cinturón verde de Londres en un laboratorio para las emociones sobre las que había leído en los libros. ¿Podía participar también yo de aquellos sublimes sentimientos? A veces, las esquirlas de naturaleza que me era dado alcanzar me hacían sentir mejor. A veces me otorgaban un lugar en el que sentirme irritada, perdida y confundida.

El reciente auge del interés en la naturaleza curativa invita a pensar que la ciencia está contagiándose de las viejas historias... o que por fin ha encontrado las pruebas que demuestran lo que desde hace mucho tiempo se considera natural y de puro sentido común. Pero es mucho más complicado que eso. Para empezar, ¿qué significa «ir a la naturaleza»? ¿Dónde está, al final del jardín, más allá de los límites del asfalto urbano, al final del camino, en la cima de una montaña, o en las embarradas huellas que se pierden entre fincas, caminos y campos? Son preguntas que importan, porque la mayor parte de la gente (alrededor del 55 por ciento de la población mundial) vive en las ciudades, y esta cifra solo se espera que aumente. La vieja definición de la «naturaleza» como algo alejado de la humanidad puede no significar demasiado en un mundo de microplásticos, crecimiento urbano y cambio climático.

¿La naturaleza curativa puede sobrevivir a la pérdida de un mundo puro, verde y virgen? Quizá nos cueste mucho despegarnos de la idea de esa frondosidad luminosa, y por ello simulamos mantener con la naturaleza una intimidad mayor de la que nunca hemos mantenido con ella, por más que se encuentre sumida en una crisis. O tal vez el regreso de la naturaleza curativa sea un indicativo de que está surgiendo una forma nueva y emocionante de conciencia medioambiental. El movimiento por la conservación de la naturaleza ha sido acusado, a veces con justicia, de priorizar lo natural a las personas; de anteponer la vida salvaje a las redes de transporte, o de proteger especies carismáticas como elefantes y leones, pero no a las comunidades que viven en una peligrosa proximidad a ellas. Lo cierto es que no debería tratarse de elegir una cosa o la otra. El conflicto de lo «humano frente a la naturaleza» es una falsa dicotomía, y es tan necesario como urgente dejar eso atrás. ¿Y si la naturaleza curativa sirviera de ayuda? ¿Y si pudiera contribuir a que cuidásemos un poco más ese otro mundo de la vegetación y los océanos, la atmósfera y el hielo, la vida salvaje y los microorganismos al que estamos intrínsecamente unidos, con el que entreveramos salud y destino de un modo absolutamente interdependiente?

Este vínculo nos aleja de ese lustroso sesgo de autoayuda propio del movimiento del bienestar, que no ha tardado en explotar el resurgir de la naturaleza curativa. Las compañías encargadas de vendernos productos de belleza, vacaciones y prendas de vestir saben lo vulnerables que somos a los encantos de una naturaleza sanadora, y cuánto la ansiamos. Las mismas revistas de papel satinado y las influencers de Instagram que nos aseguran que nuestra felicidad se encuentra en el consumo y la meditación nos venden ahora retiros campestres y excursiones a lugares salvajes: frases que nos traen a la mente una frondosidad prístina, un entorno rural áureo, y unos océanos ondulantes y balsámicos.

Lo cierto es que nadie puede comprar la felicidad ni vender un vínculo con la naturaleza, y las promesas de la cultura del bienestar hacen más daño que otra cosa. En nuestro afán por medirnos contra la dudosa senda de la iluminación a la que nos invita algún desconocido, todo aquello a lo que damos valor y significado en nuestras vidas puede empezar a parecernos un mero relumbrón, y a veces ni tan siquiera algo bueno. Al poner a prueba nuestras ansiedades, el «bienestar» puede convertirse en otro palo más con el que flagelarnos, una manera de transformar un verdadero estar bien en un arma con la que apuntaremos a todos aquellos que no estén, a nuestro parecer, tan saludables o felices como deberían.

Algo sucede, sin embargo, cuando «vamos al campo», algo que no se puede comprar ni vender. A lo mejor solo estamos atravesando el bosque u holgazaneando junto a un lago. A lo mejor estamos paseando hasta nuestro trabajo por un carril bici cubierto de hojas secas, o cortando a través de una carretera que rodea a la urbe, donde las semillas de rastrojos resecos se esparcen por el cemento. Si de algo nos damos cuenta es de que ha descendido nuestro ritmo cardíaco, de que la mente empieza a divagar, o de que ese dolor de cabeza que no le ha dado respiro a nuestras sienes empieza poco a poco a remitir. Cuando hablamos de cómo nos influye la naturaleza, probablemente nos referimos a momentos como estos. Momentos en que por fin nos relajamos, en que nos dejamos llevar, respiramos profundamente y desconectamos. Resulta un tanto caprichoso, y dudoso en términos históricos, utilizar la ciencia moderna para darle sentido a las creencias del pasado, pero es muy posible que la naturaleza curativa surgiera en la antigüedad a partir de sensaciones similares. Los sentidos reverdecen una vez más y la incansable adrenalina que nos ha mantenido casi al borde del pánico comienza a diluirse en la sangre.

La pregunta más simple es ¿por qué? Uno de los primeros científicos que la formularon fue el biólogo americano E. O. Wilson. Desde la década de 1950, Wilson viajó por el mundo para estudiar la vida de las plantas y de los insectos. Pese a que su cometido era recopilar información, durante aquellos viajes fue dando forma al núcleo de su «hipótesis de la biofilia». El amor por la naturaleza en los seres humanos es algo innato, aseguraba Wilson, un producto de milenios de evolución en los que hemos vivido en estrecha relación con los elementos, las criaturas y los hábitats naturales. Nuestros instintos, nuestro físico y nuestros sentidos están perfectamente sintonizados para percibir las amenazas naturales, y para encontrar seguridad, refugio y los nutrientes que proporcionan la vida en los entornos donde esta se halla presente. Más que eso, la naturaleza es el sustrato de nuestras fantasías, que se entreveran en nuestros lenguajes, y cuyos elementos y vida animal aparecen de manera recurrente en fábulas y religiones. «La naturaleza es la clave de nuestra satisfacción estética, intelectual, cognitiva e incluso espiritual», escribió Wilson. La biofilia expresa, por decirlo de manera sencilla, nuestro amor por la vida. No solo nuestra propia vida, sino la vida intensa, vibrante, de los organismos, especies y lugares salvajes con los que, en palabras de Wilson, sentimos una innata «e imperiosa llamada a vincularnos».

Wilson puso nombre y un trasfondo psicoevolutivo al aprecio por la naturaleza; más tarde, desde 1990, otros científicos procedieron a desentrañar la mecánica. Gracias a la compilación de datos obtenidos a partir de muestras de sangre, de la monitorización del pulso cardíaco y de la información que aportan los pacientes, comienzan a acumularse los estudios científicos que intentan demostrar que los lugares verdes y azules, ya sean parques, bosques o zonas costeras, pueden aliviar el estrés, devolver la capacidad de atención, reducir la tensión y mejorar el estado anímico.

Estos hallazgos resultan muy convincentes, y me han urgido a ser un poco más sincera acerca de mi propia relación con la naturaleza, especialmente cuando era más joven. Por mi parte, yo no me limitaba a representar el estereotipo del adolescente medio al adentrarme en lo que nos imaginábamos como un páramo en pleno Metroland, y más bien me veía a mí misma como una heroína gótica afligida de malditismo. Lo que sentía era lo que hoy reconozco como depresión, aunque por entonces carecía de las palabras que la definen o permiten comprenderla. Mi devoción por las caminatas bosque a través se solapaba con mi temperamento cambiante, que los traumas y las experiencias que suscitan los prejuicios de las ciudades pequeñas contribuyen a aumentar. Es solo al echar la vista atrás como puedo apreciar por completo lo vivificantes y vitales que eran aquellos tranquilos y comprensivos espacios de bosques y campos.

Todavía padezco constantes rachas de insomnio, de pensamiento autocrítico y de ansiedad, y debido a ello dependo enormemente de los entornos naturales para controlar el estrés y mantener la cordura. Ciertas rutas aseguran la calma y arrancan mis pensamientos de sus pequeños y agitados laberintos. Me he familiarizado muy íntimamente con los senderos que se inician en mi casa, en las afueras de Bristol, y se desgranan en dirección al río, y con los caminos que reptan desde mi despacho en la universidad hasta los tranquilos campos verdes donde la señal de mi móvil y la invasiva 4G no alcanzan a penetrar.

Me impresiona lo que la ciencia nos cuenta acerca de la naturaleza curativa, e instintivamente me identifico con muchos de sus hallazgos. Pero también soy escéptica acerca de algunas osadas afirmaciones realizadas por los investigadores. Es peligroso asumir que un tratamiento puede funcionar igual para todo el mundo, y que todos experimentamos la salud y la enfermedad de la misma manera. Nuestra excitación por el modo en que la luz, el color o los aromas naturales afectan a nuestro estado de ánimo nos lleva irresponsablemente a tratar a la gente poco menos que como a plantas que necesitan un arreglo: una gota de magnesio, ocho horas de sol y cinco centímetros de agua cada semana, y floreceremos tal y como tenemos prometido. ¿No será que nuestra cultura, nuestras creencias, las historias que compartimos, así como nuestros traumas personales y nuestros deseos, esculpen la manera en que sentimos y la clase de interrelaciones que aspiramos a conseguir? ¿Y qué hay de la gente con enfermedades crónicas, o persistentes, o difíciles de tratar, que pueden pasarse años probando la mezcla adecuada de medicinas y tratamientos con el único fin de aliviar los síntomas, llegar a la remisión o simplemente dar con la manera de vivir sin dolor? La naturaleza curativa a menudo se nos vende como medicina alternativa, o se la publicita como algo que nos ayudará a reducir poco a poco la medicación. Hay muchísimas y muy buenas razones para ser críticos con la industria farmacéutica y su ansia de beneficios, pero no es menos cierto que muchos medicamentos salvan vidas. El lenguaje de la «cura» puede resultarle alienante a aquellas personas que quizá nunca se vean «curadas,» o quieran cortar de raíz con las prescripciones médicas. ¿Existe algo parecido a una naturaleza curativa que no sea capacitista, pero que a su vez le resulte accesible a cualquiera que aspire a la belleza, y a conectar con la naturaleza?

Hoy he salido con la esperanza de ahondar en estos interrogantes. Pero ahora mismo me siento perdida. He dejado el carril bici y debo recorrer la retícula de carreteras comarcales que me conducirán a mi destino. Es una tarea endiablada, y por dos veces he tomado la dirección equivocada y me he visto obligada a rehacer el camino a oscuras, por unas carreteras flanqueadas de setos. Cada vez estoy más desorientada, y no quiero retrasarme. Al final, subo el volumen de mi móvil al máximo, me paso al navegador y aseguro el auricular en mi bolsillo superior. Me pongo nuevamente en marcha, dirigiendo el oído hacia mi pecho para escuchar la voz robótica que barbota las indicaciones. Por fin, las hileras de setos se desvanecen a ambos lados, y la ruta comarcal que he estado recorriendo termina abruptamente en un aparcamiento con vistas a los bosques y los campos de la lejanía. Saco el teléfono del bolsillo para comprobar una vez más mi ubicación. Un vistazo al puntito azul que parpadea sobre el mapa lo confirma: he llegado a mi destino.

Una hora más tarde estoy sentada en un calvero del bosque junto a unos veinte desconocidos. La mujer que dirige el grupo tiene el cabello largo y cano, recogido en una trenza. Está vestida con una prenda suelta de algodón, sin adornos, muy adecuada para el calor, y todo en torno a ella exuda quietud y sentido de pertenencia.

Formamos un círculo y vamos de uno a otro para presentarnos y contarle a todo el mundo por qué estamos aquí. Cuando este ejercicio, un tanto violento, toca a su fin, la líder del grupo nos dice que nos tendamos y cerremos los ojos. La gente que tengo alrededor se deja caer sobre la hierba como pétalos sueltos. Me cuesta un rato darme cuenta de que también yo debo hacer igual. La líder encuentra mi mirada y sonríe, y entonces me tumbo. Me había preparado para tomar notas, para observar y tener una actitud crítica. Pero mi bolso ya descansa bajo mi cabeza, y dejo de lado mi cuaderno y mi teléfono móvil.

Pasa otro rato, y entonces la guía procede a hablar con una voz exageradamente confortadora.

—Escuchad. ¿Qué es lo que oís?

Las moscas zumban alrededor de mis oídos. Puedo oír un viento muy suave que agita las hojas. En alguna parte, a un kilómetro o así, bajando la colina que hemos subido para llegar aquí, pasa un camión.

—¿Qué podéis oler?

Puedo oler hierba fresca, y el aroma de los pinos. Nada más. El aire sorprende de tan fresco. Permanezco tranquilamente tendida, tomando aire hasta lo más profundo de mis pulmones.

—¿Qué podéis saborear?

Abro los ojos un milímetro y miro a la mujer por entre mis pestañas. ¿Es una pregunta trampa? Me está sonriendo con expresión plácida. Cierro enseguida los ojos. Pero pasan unos instantes y mi respiración vuelve a ser uniforme. Dejo que transcurran los segundos, sin más, sin preocuparme por la mirada que la mujer me dedica, o por el ignoto sabor que supuestamente debería estar paladeando.

—¿Qué sentís? —pregunta.

¿Qué siento yo? No lo sé. Aplano las manos en la hierba, a mis costados. La hierba está alta y enmarañada, es más parecida a un prado que al suelo de un bosque. Cuando me senté al llegar, vi un largo gusano de tierra arrastrándose por la hierba, y lo que ahora espero es que no esté a punto de subírseme encima. Es emocionante, eso sí, imaginar toda esa vida frenética que bulle bajo nuestros cuerpos.

Después de formular la última pregunta, la líder del grupo guarda silencio. Quedamos a solas con los trinos de los pájaros, el vivo aroma del bosque y, presumiblemente, nuestros pensamientos. Pero me está costando concentrarme. El sol es como una diana en el cielo, allá en lo alto, y aun teniendo los ojos cerrados, la intensidad de la luz resulta casi mareante. Siento arder la piel del lado derecho de mi rostro, pero no puedo evitarlo. Seguimos allí tendidos cinco largos minutos, y entonces la líder del grupo habla en voz baja. «Ya podéis levantaros, tan despacio como os parezca. Y si queréis habrá tiempo de hablar de lo que habéis experimentado».

Acabo de participar en mi primer ejercicio de mindfulness, una meditación guiada. No estoy segura de que haya salido bien, pero se supone que me ayudará a centrarme en el aquí y el ahora, y a reconectar con la naturaleza. De eso tratará todo el día de hoy: un festival de naturaleza y bienestar impartido en un bosque durante una sola jornada. Más concretamente, nos hemos reunido en un área de actividades consagrada por lo general a la naturaleza curativa, o lo que los terapeutas llaman «cuidado verde». Una sencilla cocina exterior, un aseo que sirve también de abono orgánico, una cabaña para las reuniones y la inevitable yurta son indicativos de la ocupación humana. Quitando eso, todas las terapias externas que aquí se ofrecen dependen de los conocimientos de los orientadores, y del propio bosque. ¿Qué más puede uno querer?

Buena pregunta. La mayor parte de la gente que se ha dado cita en el bosque, cite a científicos o no, cree en la biofilia de Wilson. Somos animales naturales. Los espacios verdes nos complacen de manera instintiva, sin necesidad de un motivo. «La naturaleza es nuestro hogar», respondió una mujer cuando nos presentamos, y todo el mundo asintió como por un resorte. Es algo tan cierto y tan evidente que uno lo dice sin pensarlo. Incluso el término que empleamos para referirnos al estudio de los sistemas naturales —ecología, del griego oikos, que significa «hogar»— es una afirmación del legado que los humanos hemos dejado como creadores evolutivos de hogar.

Si bien todos compartimos algunos valores comunes, no hay entre nosotros un «buscador de la naturaleza» típico. Una mujer se describe a sí misma como bruja, y es una entusiasta de la magia natural. Otra practica la sanación chamánica, inspirada por su herencia caribeña. Dos hermanas han venido porque acaban de adquirir una pequeña franja de tierra boscosa en las afueras de Birmingham. Tienen la idea de utilizarla como lugar de acogida de niños en situación vulnerable y jóvenes delincuentes procedentes de los barrios deprimidos de la ciudad. Hay miembros de una organización benéfica en favor de la salud mental que van a dar una charla acerca de las terapias que imparten en exteriores, y grupos para la conservación del medioambiente que han visto la posibilidad de animar a la gente a visitar sus reservas naturales promoviendo los beneficios que estas tienen para nuestra salud. Hay miembros de organizaciones comunitarias, un grupo que lleva un huerto cuidado por refugiados y algunos manifestantes antiglobalización que luchan por la justicia social. Hasta hay un médico del Colegio Real de Psiquiatras, el grupo de profesionales por la salud mental más serio y adusto de todo Reino Unido, que ha afirmado en su charla que es tan necesario un Servicio Nacional de Salud como un servicio de salud natural.

Algunas de estas personas están aquí porque tienen una historia personal, como el veterano del Ejército que explica que las terapias al aire libre le ayudaron a gestionar su estrés postraumático. Le temblaban las manos mientras mostraba una técnica que encontró muy útil para enfrentarse a sus trastornos disociativos. Sosteniendo la hoja de un árbol entre los dedos, recorría la trama de sus vetas, poniéndola a contraluz para ver la delicada matriz de verdes y amarillos revelada por el sol. La finalidad del ejercicio era centrar la atención, comprender que más allá de la vida humana existe otra clase de vida que pasa igualmente por sus propios procesos de creación y destrucción, y cuando aquel hombre se veía sumido en sus peores momentos de desesperación, hacer aquello le resultaba a un tiempo reconfortante y cautivador.

El interés en la naturaleza y el bienestar consigue unir a personas de muy distintas creencias acerca de la salud y la enfermedad, y todas ellas se encuentran hoy en este bosque. Hay personas interesadas en mejorar su bienestar general ayudando a los demás a sentirse más felices, más seguros y confiados en sus vidas cotidianas. Otros trabajan con gente que padece gravísimas enfermedades mentales. Bienestar no es exactamente lo mismo que salud mental, e incluso el significado de «bienestar», así como la manera de obtenerlo, es más flexible de lo que se cree. Si bien las medidas objetivas para lograr el bienestar tienden a pesar sobre la mayoría de las investigaciones que se realizan en esa área (e integrando igualdad, acceso a la educación y cuidados médicos), las teorías de lo que existencialmente significa bienestar abarcan dos amplias categorías. Lo «hedónico», que concierne a lo que individualmente entendemos como felicidad y satisfacción vital. Y lo «eudemónico», que se centra en la forma adecuada en que un individuo ha de funcionar en términos sociales (por ejemplo, al disponer de las habilidades y los recursos necesarios para vivir una «buena vida», autónoma, provechosa y con un objetivo determinado). La «jerarquía de las necesidades», del psicólogo americano Abraham Maslow, también influye en términos holísticos, filosóficos y enfocados en el individuo. En las investigaciones realizadas entre 1940 y 1970, Maslow estableció una diferencia entre nuestras necesidades básicas para la supervivencia y la obtención de sustento, nuestras necesidades psicológicas de pertenencia y afecto, y nuestras necesidades, más elevadas, de autorrealización y trascendencia. El deseo de conectar con la naturaleza a menudo responde a esta última categoría, aun cuando nuestra supervivencia básica depende, como es obvio, del entorno natural. Pero sentir esa «trascendencia» significa alcanzar la versión más creativa, más altruista y más sabia posible de nosotros mismos, tanto en nuestro comportamiento hacia los otros como hacia «las restantes especies, la naturaleza y el cosmos».

Los practicantes de la «naturaleza curativa» que he conocido en el bosque se inclinan por entender el bienestar como una mezcla de diferentes cosas, y hablan de ello como de algo que es al mismo tiempo personal, social, espiritual y político. Muchos también se definen como «ecoterapeutas», y se inspiran en ideas desarrolladas por el asesor pastoral americano Howard Clinebell a mediados de los años noventa. La ecoterapia, como su mismo nombre indica, urge a tener un mayor respeto por la naturaleza y a entenderla como una vía para la recuperación holística de la psique, desde una suerte de activismo medioambiental práctico y socialmente comprometido. Hacerlo era vital, observó Clinebell, porque la psiquiatría convencional había fracasado a la hora de «comprender las complejas interrelaciones entre la salud y la enfermedad del individuo y la frágil totalidad de la biosfera, y a tantas instituciones beneficiosas para el individuo que provocan un gran impacto en nuestro bienestar diario». El examen de los pacientes y sus problemáticas en un aislamiento estéril hacía que los médicos se centraran «únicamente en preservar la salud mental, pasando por alto los orígenes sociales de buena parte de las enfermedades del mundo actual». Pero la salud de la naturaleza y de la sociedad no pueden separarse de la salud del individuo. Los enfoques terapéuticos que aislaban a las personas de la sociedad y de la biosfera, y se limitaban a abordarlas como un problema médico por solventar, iban mostrándose cada vez más inadecuados.

Esta forma de entender la salud nos lleva más allá de una simple «naturaleza curativa» para apelar a algo más radical y transversal: una auténtica búsqueda de la recuperación ecológica, tanto para la gente como para la naturaleza y la sociedad. Quizá este renacido interés en los remedio naturales, y las amplísimas cuestiones que plantea, sea un indicativo de que estamos despertando a la necesidad urgente de cultivar desde ya esta clase de pensamiento holístico. Atravesamos una crisis de salud mental, injusticia social y devastación medioambiental que son terribles por sí solas, y que se hallan inextricablemente unidas. La depresión es una de las principales causas de discapacidad en todo el mundo, y el suicidio, la segunda causa de muerte global en individuos de 15 a 29 años, según la Organización Mundial de la Salud. Los principales causantes de la enfermedad mental son los traumas y las desigualdades, lo que significa que el aumento de los casos de enfermedad mental han de ser contemplados en sus aspectos sociales, y relacionados con la violencia psicológica que suponen la pobreza, el racismo, el sexismo, la homofobia y demás formas de intolerancia y marginación. La opresión económica se encuentra también en la raíz de buena parte de los padecimientos y de las enfermedades globales. La mayor parte del mundo vive bajo un sistema económico que concentra la riqueza en manos de una minoría y niega a la mayoría los medios para vivir con salud, dignidad o un entorno próspero. Se ha hecho oídos sordos a tantas décadas advirtiendo sobre el cambio climático, y el crecimiento económico y las exigencias de las industrias contaminantes han prevalecido frente a la supervivencia del planeta y sus pueblos. Quizá este renacer de la naturaleza curativa sea un indicativo más de que la gente se está levantando contra la narrativa habitual, para enfrentarse a la crisis desde el punto más cercano de contacto: allí donde nos sumamos al mundo, y donde lo que esté por sucedernos pueda actuar como un catalizador para el cambio.

La gente a la que he conocido en el bosque profundiza en estos puntos de contacto por medio del trabajo que desempeña cada día. En los talleres, o mientras tomamos una taza de té, escucho conversaciones que abordan los recortes a la financiación de los servicios médicos y las desigualdades sociales que afligen a las personas que recurren a esos servicios. Existe otro gran problema, y es el de encontrar lugares tranquilos y seguros en los que puedan realizar sus proyectos. Esto pone de manifiesto que el acceso a la naturaleza es algo terriblemente desigual en Reino Unido. Pasar un día en el bosque es un placer que no todo el mundo se puede permitir, y «retirarse» supone tanto tiempo como dinero. En 2019, un informe de Natural England reveló que el 70 por ciento de los niños de familias blancas pasaba algún tiempo al aire libre una vez por semana, comparado con el 56 por ciento de los niños de familias negras, asiáticas y otras minorías étnicas. Un similar informe acerca de la relación con la naturaleza entre adultos demostraba que el 25 por ciento de los adultos negros, asiáticos o de otras minorías étnicas mayores de dieciséis años nunca había visitado un parque o algún otro enclave natural, o lo hacía menos de una vez al mes, comparado con el 18 por ciento de la población blanca. En lo que respecta a los lugares visitados, los espacios urbanos verdes predominaban entre los jóvenes de familias asiáticas y negras: el 75 por ciento de los niños negros encuestados había visitado recientemente un parque de la ciudad, mientras que solo el 20 por ciento había estado en el campo y el 5 por ciento en la costa (comparado con el 40 y el 19 por ciento, respectivamente, de los niños blancos). Estas estadísticas, independientemente de su precisión, dicen mucho acerca de quiénes sienten que la naturaleza es su hogar, y cuentan con los medios para hacer uso de ella. Son un recordatorio de que las campañas en pro de la «naturaleza curativa» han de ser transversales: si realmente esperan abordar las razones por las que la gente enferma, y los contextos en los que puede sanar, han de tener en cuenta factores coincidentes tales como raza, riqueza, clase social, sexo y discapacidades.

Esto tiene también consecuencias en lo que consideramos «bienestar». El bienestar, cuando se convierte en una industria, puede asemejarse a una obligación de ser felices, una orden que nos impele a estar de buen humor. Pero la naturaleza puede ser, de igual modo, un lugar donde practicar el cuidado personal en un sentido absolutamente radical, como un gesto de autoconservación y de «guerra política», en palabras de la escritora y activista de los derechos de los negros Audre Lorde. Si bien la «naturaleza curativa» ha sido asimilada y reelaborada por los negocios, estoy convencida de que tras la espléndida fachada de la cultura del bienestar hay historias más radicales y esperanzadoras, donde los individuos pueden encontrar fuerzas para defenderse y hacer del mundo un lugar mejor.

En este libro hablaré de gente cuya búsqueda de la salud ha estado social y medioambientalmente comprometida y además ha resultado personalmente transformadora. Gente como Bessie Head, escritora y refugiada que unió la recuperación psicológica a las cooperativas agrícolas de Botsuana; Robin Wall Kimmerer, indígena americana y botánica que investigó de qué modo la jardinería podía despertar en nosotros la animacidad del mundo viviente; y Beryl Gilroy, que llevaba a los niños a buscar la naturaleza en sus paseos por los lugares bombardeados y reducidos a escombros del Londres de la posguerra, y les enseñaba empatía y compasión en un mundo ecológica y socialmente fracturado. Sus historias —y las de tantos otros que han abanderado la defensa de la naturaleza y han abogado por la salud mental— abren inmensas posibilidades a la existencia de un movimiento en pro de la naturaleza y el bienestar que no sea una moda pasajera, sino que nos conduzca a una forma de vida más justa y radical, que ahonde en la raíz de lo que significa existir —y coexistir— bien.

Mi búsqueda de la naturaleza curativa me llevará también a lugares a los que, a través del tiempo y las culturas, les ha sido conferido un característico poder sanador. El geógrafo Wilbert Gesler acuñó el término «paisajes terapéuticos» para describir esos enclaves especiales —bosques, parques, laboratorios y granjas— en los que las características físicas y los significados vinculados a un lugar se unen para crear un efecto que es a un tiempo curativo, sedante y transformador. Quiero descubrir cómo han hecho esos lugares para reputarse durante tanto tiempo como benefactores de nuestra salud mental y nuestro bienestar. Y quiero comprender si funcionan, y cómo lo logran si tal es el caso.

La mejor manera de hacerlo es mediante la experimentación de primera mano: sumergiéndome en las aguas sagradas de Lourdes, «bañándome» en un bosque shinrin-yoku de Finlandia, y —en una habitación atestada en el mismo corazón de Bristol— sumiéndome en la naturaleza experimental de la realidad virtual, que hoy abre nuevos caminos y paisajes a la búsqueda de la salud. En cada capítulo presentaré un entorno terapéutico, pasando de las aguas a las montañas, los bosques, los jardines, los parques, las granjas y la naturaleza digital, antes de llegar a las costas de un «lugar perdido» en ciernes para abordar el impacto en nuestra salud mental de las playas y ecosistemas en proceso de desaparición. A veces, estos viajes serán libres y desinhibidos. En otras ocasiones (aunque esto es algo que yo misma ignoraba la mañana en que salí con mi bici de la ciudad), tendrán lugar bajo las condiciones del confinamiento producido por el coronavirus.

Sea como sea, el objetivo sigue siendo el mismo: descubrir si la «ecorrecuperación» puede funcionar de las dos maneras, no solo empleando la naturaleza como medicina, sino también creando relaciones mutuas de curación y atención entre la gente y los ecosistemas. Tendré en cuenta las explicaciones científicas que se han dado acerca de la naturaleza curativa, y también formularé preguntas difíciles en torno a las culturas tóxicas que tanto daño nos hacen: hablaré del exceso de trabajo en mi visita a una granja terapéutica, y cuestionaré las buenas cualidades de los espacios urbanos verdes. Este libro recorrerá el jardín de hierbas medicinales de Chelsea y esas «pequeñas máquinas de bienestar» que son los parques ajardinados de Bath en el siglo XVIII y la Nueva York contemporánea para hablar de la larga historia global de la naturaleza curativa. También pondrá la mirada en el futuro, a fin de intentar hallar un nuevo y más saludable paradigma: la búsqueda de un verdadero bienestar para la gente y la naturaleza.

AGUAUn medio de transformación

Todavía recuerdo la primera vez que nadé en un lago. Era por la tarde, en un embalse rodeado por un bosque de pinos. Había hecho calor todo el día y ya empezaba a caer el sol. La superficie del lago oscilaba con un color entre azul medianoche y rosa humo. Su aspecto era cálido y tentador, pero cuando puse un pie en el fondo el agua estaba tan fría que no creí que fuera a atreverme a entrar. Nuestros cuerpos están acostumbrados a las duchas de agua tibia, a los baños calientes y a las piscinas a temperatura «perfecta» (que se sitúa entre los 25 y los 28 oC). En el mes de junio, en buena parte del norte de Europa los lagos alcanzan poco más de 16 oC. Entré en el agua muy poco a poco. Tuve que controlar mi respiración y cerrar los ojos mientras introducía lentamente el cuerpo, resistiéndome a la necesidad de salir de golpe. Tuve que hacer uso de todas mis fuerzas para obligar a mi cuerpo a luchar contra sus impulsos y zambullirme. Pero en cuanto me sumergí, parecía que me había crecido una segunda piel. Cuanto más me alejaba de la orilla y más fría era el agua, más quería gritar y reír. Después, al secarme en la hierba, mi cuerpo parecía temblar de placer, y una sensación eléctrica, cosquilleante, me acompañó durante horas.

Anteriormente había nadado en piscinas y había chapoteado en las turbias aguas de la costa sur inglesa, pero nadar en un lago es otro mundo. No hay corrientes, y si eres la única persona que está allí nadando o la primera que cruza esas aguas en calma, la superficie se te va abriendo en ondas a medida que la atraviesan tus manos. Además, la sensación que deja en la piel no cesa de cambiar. El agua templada es muy incitante, pero cuando hace calor se vuelve tan densa como una sopa. Durante los primeros días de verano el calor puede penetrar la capa más superficial, pero al avanzar a menudo sentimos el agua que rodea nuestros pies maravillosamente fría. En días así resulta tentador hacer el muerto en esas aguas balsámicas, conscientes de que nos aguarda una sorpresa fría y punzante tan pronto comencemos a hundirnos.

Aquella primera zambullida me cautivó. Ahora nado al aire libre en cuanto se me presenta la oportunidad, y si el agua está demasiado fría, me pongo un traje de neopreno y hago unas brazas. Cualquier extensión de agua —aguamarina, azul cerceta, gris, negra azulada— me reclama. Me cuesta horrores dejar atrás un entorno acuático, o sentir que realmente he estado en un lugar si no he nadado. Me da igual si estoy sola, pero he tenido la suerte de hacer amigos que piensan igual que yo. En las corrientes agitadas, en los lagos color verde botella o en los estanques de un negro acerado, rodeados de frenéticos carteles que exclaman NO NADAR, hemos chapoteado en nuestros trajes de neopreno o nos hemos apresurado a lanzarnos de cabeza para emerger momentos después, impactados, con el cabello mojado y la piel punzante. Es más que un atrevimiento, que un modo de demostrarnos algo los unos a los otros. Nadar entreteje las sensaciones físicas, la experiencia colectiva y la personal, y a menudo tiene un significado muy intenso, muy íntimo, para cada uno de nosotros. Todo gira en torno a las sensaciones corporales, pero también en torno al ritual. Al concluir un viaje o un paseo con unas brazadas en el agua tenemos la impresión de haber logrado un cumplimiento, un propósito, que no requiere de nada más.

Hay algo muy atractivo y al mismo tiempo absolutamente misterioso en el agua. Cautiva la imaginación y embelesa los sentidos, nos envuelve la piel cuando nos sumergimos en ella y titila en los confines del pensamiento cuando la tenemos lejos. Yo divido el año en dos estaciones: la temporada en la que nado, y la temporada en la que sueño con nadar. Y eso que ni siquiera soy buena. El único estilo que puedo decir que domino es la braza. Lo que quiere decir que soy lo bastante competente como para evitar el peligro, pero también lo bastante débil como para ponerme de vez en cuando en problemas, como sucedió en cierta ocasión en la que no calculé bien la altura de un pontón y tuve que nadar estilo perrito contra la corriente, y salir a duras penas de aquellas aguas heladas por una sucísima y resbaladiza orilla.

Pero aunque nadar me haga pasar frío, me deje sin aliento y cubierta de lodo, cuando no enredada en hierbajos, hay algo en ello que hace que desaparezcan las banalidades de la vida cotidiana, y nunca dejo de desearlo. Según me han dicho, es muy parecido a dar a luz: el dolor y las molestias se olvidan y aparece un «efecto halo» que te persuade de que el parto ha sido un acontecimiento eufórico y trascendente. No me lo creo ni por asomo (conozco a muchos padres), pero si se parece a nadar, entonces puedo llegar a entender por qué uno podría olvidar la peor parte y quedarse tan solo con los recuerdos felices.

No soy la primera que relaciona la natación en aguas abiertas con el bienestar. Abruma echar un vistazo a las librerías y reparar en la cantidad de libros que se han escrito acerca de las aguas abiertas y sus efectos en los nadadores. «Una vez en el agua, nos sumimos en un mundo extraordinariamente íntimo, como cuando estábamos en el útero», escribe Roger Deakin en Diarios del agua (1999). De un modo similar se expresa Tessa Wardley en Nadando en aguas abiertas. Una forma de meditación (2017): «Cuando nadamos, nuestra mente abandona toda agitación [...] y en este estado de sosiego, nuestros cuerpos se ven absorbidos por esas aguas balsámicas». Cada vez son más las investigaciones que se realizan en torno a los efectos psicológicos de la natación en aguas abiertas, destinadas a estudiar su valor terapéutico en la depresión y la ansiedad y la posibilidad de que su práctica pueda mejorar nuestro bienestar. A mí me fascina este punto de vista, en el que confluyen el interés científico y el literario, y supone una invitación a comprobar algunas de las afirmaciones hechas por tantos escritores, doctores y sedicentes «gurús de la salud» en lo que concierne al agua. Resulta tentador verla como un medio de transformación, y precipitarse en ella como si de un proceso de purificación, renacimiento o cura se tratase. También admito mi inclinación a ver en el agua una especie de remedio para el estrés y la ansiedad, consciente como soy de que tan pronto sumerjo la cabeza en agua fría, desaparecen todos mis pensamientos e inquietudes. Pero ¿no es esto demasiado sencillo, demasiado idealista? ¿Tiene alguna lógica? ¿O estamos limitándonos a buscar una respuesta fácil, la promesa de la transformación mágica y la salud instantánea que subyace en el trasfondo del agua curativa?

Para averiguarlo, he viajado en el tren nocturno desde París a la frontera con los Pirineos para sumergir las manos en esa agua conocida en todo el mundo por sus supuestas propiedades curativas. Desde mediados del siglo XIX, los peregrinos no han dejado de visitar los santuarios sagrados de Lourdes, desde que una muchacha occitana de catorce años aseguró que había visto a una dama de blanco surgiendo de un cúmulo de rocas situado junto a las orillas del río Ousse. La chica, Bernadette Soubirous, volvió allí cada día para hablar con aquella misteriosa mujer. Al principio estaba aterrorizada. Lanzó piedras y agua bendita al nicho que había en la roca, lo que hizo que la figura desapareciera. Pero Bernadette no tardó en entablar una conversación con la mujer y confiar en ella (o así al menos se cuenta la historia). Quince días más tarde, las visiones de la joven eran la comidilla de todo el pueblo. Había quien pensaba que Bernadette estaba loca y que debía ser internada en un manicomio. Otros estaban convencidos de que la joven había sido testigo de una visión de la Virgen María, y esta convicción hizo crecer la leyenda de Lourdes.

Hoy, cerca de 25.000 visitantes acuden a Lourdes cada día para seguir las instrucciones que Bernadette recibió de la dama de blanco: «Beber el agua de la fuente y lavarse en ella». El agua de Lourdes tiene fama de que cura a los enfermos, de modo que los peregrinos que buscan aliviar sus dolores o recuperarse de ellos llegan aquí cargados de botellas vacías de Evian, contenedores de plástico de tres litros y cálices de cristal muy kitsch moldeados con la forma de la Madona. Pacientemente, aguardan junto a un muro salpicado de grifos para recoger esta reliquia sagrada de tan pausado manar. Después, si tienen tiempo, se unen a la larga hilera que dirige sus pasos hacia los rectangulares baños de piedra construidos en el curso de la corriente descubierta por Soubirous, los cuales, según la leyenda, no han dejado de hacer brotar desde entonces sus aguas transparentes.

No soy religiosa. Más bien soy todo lo contrario, para ser sincera, alguien impermeable a la espiritualidad y a la fe organizada del tipo que sea. Pero he venido a Lourdes porque quiero comprender si el agua es ese medio de transformación que promete ser, y no hay agua curativa más poderosa en el imaginario cristiano que esta. Además, se encuentra a día y medio de viaje desde mi casa, en el suroeste inglés, y estoy sumando la huella de carbono de cada uno de mis viajes en una página web llamada EcoPassenger, evitando en lo posible los aviones. Vacilé unos instantes antes de reservar los billetes. Aun comparados con las brutales emisiones de CO2 del avión, el impacto y el coste medioambiental del tren parecían excesivos, teniendo en cuenta que vivo cerca de Bath, una de las ciudades balneario más célebres de Inglaterra. Pero las aguas de Bath hace mucho que perdieron cualquier connotación espiritual. La piscina de la azotea tiene filtraciones y ha sido tratada con cloro, y es más probable que uno la comparta con borrachas en plena despedida de soltera que con los adoradores de Sulis Minerva, la diosa británico-romana a la que fueron consagrados los baños. Por toda Europa hay balnearios similares, aguas termales veneradas desde tiempos inmemoriales, y cuyos contenidos minerales se asocian, no sin optimismo, a todo tipo de remedios. He visitado un par de balnearios así y siempre salgo de ellos medio dormida y como en pleno delirio, con la piel suavísima. Pero para averiguar el motivo por el que el agua nos afecta tan profundamente tenía que venir aquí, donde el poder espiritual del agua es todavía legendario.

En sí, el agua física de Lourdes no contiene nada de especial. Atendiendo a los análisis científicos llevados a cabo a mediados del siglo XIX, se trata de un mejunje inerte, inofensivo, con los rastros habituales de hierro, potasio, sodio y ácido carbónico. Sumergirse en las aguas de Lourdes no es un acto de ciencia, sino de fe. Los registros del siglo XIX abundan en historias que testimonian la curación «perfecta» de Lourdes: recuperaciones instantáneas de enfermedades tales como la tuberculosis, fracturas de huesos, tumores y heridas supurantes, que sanan poco después de cada inmersión. Las pruebas médicas existentes sobre estas curas son dudosas y escasas. Tras una «edad dorada» que tuvo lugar a principios del siglo XX, con casi 140 curaciones al año documentadas entre 1890 y 1915, los casos han ido reduciéndose hasta ser hoy día casi insignificantes. Eso no impide que la gente peregrine hasta este lugar. Lourdes sigue siendo un enclave donde el contacto con el agua promete suscitar un poderoso cambio, y para algunos esto puede antojarse un asunto de vida o muerte.

¿Funciona? Tal vez esa no sea la pregunta correcta. «¿En realidad hace algo?», sería una pregunta más adecuada. Los científicos que estudian la «cura de Lourdes» hacen cábalas sobre la experiencia neuropsicológica que sucede al visitar los baños y los efectos curativos y reconstituyentes que eso podría tener. Aseguran estar en presencia no tanto de un placebo como de un poderoso guiso emocional que mezcla expectación y esperanza, fe y convicción, emoción y éxtasis. ¿Acaso esa andanada de emociones podría, por sí sola, curar? Todavía se sabe muy poco de la relación existente entre cuerpo y cerebro. A lo mejor no es más que el enorme peso de la expectación espiritual lo que afecta de un modo tan profundo a la gente cuando en Lourdes toca el agua con su cuerpo.

En lo que confío, mientras me uno al final de la cola en este caluroso día de finales de agosto, es en que sea algo más que eso. Por lo que me han dicho, la espera puede alargarse hasta cinco horas. Cuando me dirigía a la zona cubierta en la que aguardamos he visto gente con bastones y sillas de ruedas. He visto que abrían paso a un hombre subido a una litera, y a unos niños terriblemente frágiles apoyados en sus familias. Todo esto me hace sentir muy incómoda. Los más críticos activistas de los discapacitados advierten que lo que más incapacita es la propia sociedad, y no las limitaciones físicas. En una sociedad completamente accesible, donde los minusválidos no tuvieran que enfrentarse constantemente a obstáculos físicos y burocráticos, me pregunto cuánta gente de la que veo a mi alrededor seguiría acudiendo a Lourdes en busca de una cura.

No todo el mundo viene aquí en pos de una transformación física. Antes de mi llegada, vi algunos vídeos de YouTube sobre el santuario de Lourdes, escenas en las que aparecían americanos arrasados de lágrimas y desconcertados británicos que describían la experiencia de su inmersión como si se les hubiera abierto dentro algo, un «espacio», y les quedase una profunda y perfecta sensación de paz. Lo que más me llamó la atención al ver los vídeos era que ninguna de esas personas parecía estar enferma, ni hablaba de la experiencia en relación con algún tratamiento médico. Los peregrinos que miraban soñadoramente más allá de la lente del iPhone habían venido a experimentar una transformación personal, un sentido de aceptación y bienestar, y al parecer lo habían encontrado. La antigua tradición cristiana de purificación por el agua los había cubierto de arriba abajo, y se sentían limpios, renovados.

De un modo tanto elemental como evolutivo tiene sentido. Nuestros cuerpos son agua en un 60 por ciento, y la mayor cantidad se encuentra en nuestros órganos, cabeza y corazón. El agua regula nuestra temperatura, transporta oxígeno por todo el cuerpo, lubrica las articulaciones, la digestión y el sistema nervioso. Es la piedra angular de todas nuestras células. Por enorme que sea nuestra deuda con el agua, apenas somos conscientes de todo cuanto hace en nosotros hasta que nos vemos privados de ella. Sin agua, los seres humanos duraríamos poco más de tres días antes de que nuestras funciones vitales comenzaran a apagarse.

No es baladí que el concepto de bienestar, en el idioma inglés, provenga del término agua. «Estar bien» puede traducirse por «florecer»: ser como el agua o tener agua. En inglés y escandinavo antiguo, wel significaba abundancia. Del sajón occidental proviene la palabra wiellan, que significa burbujear, surgir y elevarse. Es de wiellan de donde tomamos el nombre de la fuente subterránea de agua fresca que conocemos como well (pozo), pero hacia el siglo XVI esa palabra ya había sufrido una transformación radical. Representaba el epítome de la buena salud, un sentido holístico de confort, satisfacción y entereza, donde el cuerpo, la mente y la posición que uno ocupaba en la vida convergían en pacífico acuerdo.

El acto de sumergirse en la sustancia que nos permite la vida tiene muchísimas connotaciones ancestrales. Es difícil encontrar una cultura o religión, ya sea antigua o moderna, sin su propia deidad del agua: un espíritu de las fuentes, de los ríos o de las costas que concede la salud. La lluvia y las aguas salvadoras de vidas recorren todo el Corán, mientras que el acto de darle agua a otra persona es una de las más profundas muestras de caridad existentes. «Todas las cosas vivas estamos hechas de agua», enseña el islam, subrayando la condición líquida del cuerpo, más que la de haber sido creado a partir de la tierra, como los mitos griegos y cristianos sobre la creación nos explican. En la Meca, los peregrinos del Hajj visitan el pozo de Zamzam para lavarse y recoger un agua cuyas propiedades medicinales y espirituales son tan vehementemente debatidas como las de Lourdes. Según la tradición, el agua no ha cesado de fluir de esta fuente milagrosa desde que H¯ajar y su hijo Ismail sufrieron una sed insoportable en el desierto. Al tocar hoy día el pozo de Zamzam, los visitantes se hacen lenguas de la pureza del agua, y llenan botes para compartirlos con aquellos que no pueden emprender un viaje tan largo y a menudo tan disuasoriamente caro en el mes de las peregrinaciones.

Como metáfora primordial de limpieza, alimento y renovación, el agua está presente en muchas creencias y cosmologías. Señala las entradas a los santuarios sintoístas que recorren Japón, donde las pilas temizu proporcionan la materia necesaria para la limpieza espiritual y física. En el judaísmo, los aljibes mikveh se emplean en el baño ritual tras el parto y el sexo, y también como parte de la conversión. Las normas que regulan el fluir del agua en un mikveh son complejas y meticulosas. El agua debe llegar a su interior desde una fuente natural —lluvia, fontanas, grifos o pozos— y salir de nuevo para asegurar las propiedades purificadoras del baño. De origen antiguo, el significado de los mikveh, así comosus usos, continúan cambiando y transformándose. «Durante mucho tiempo, antes de mi transición, tuve un sueño en el que me encontraba en mi cuerpo, siendo yo mismo, en el seno de un lugar hermoso, limpio y claro, un espacio abierto lleno de agua», dice Mel King, un judío transgénero que ahora realiza tareas de voluntariado en un mikveh inclusivo, el ImmerseNYC del Upper West Side de Manhattan. «El mikveh es un lugar donde ritual y significado pueden adoptar un nuevo aspecto».

La creencia de que el agua corriente es especialmente sagrada se extiende por todo el mundo, y confiere un significado particular a ciertos lugares, hasta el punto de que algunas vías de agua se equiparan a lo Divino. Para los defensores indígenas del agua en el territorio de la costa Salish de Norteamérica, la contaminación y las perturbaciones causadas por la expansión de las arenas de alquitrán y los antiguos oleoductos no solo conculcan los derechos de los indígenas. Además, son actos de violencia: violencia contra el agua, contra la comunidad y contra la propia vida. Como explica Will George, conservador de la Primera Nación Indígena Canadiense Tsleil-Waututh, «somos un pueblo de ensenadas, y esas aguas fluyen a través de nosotros».

En otras vías de agua, las creencias religiosas, paradójicamente, pueden ir a la contra del mensaje medioambiental. En el Ganges, los hindúes se bañan, arrojan flores y encienden lámparas diya en esa corriente que simboliza la pureza, si bien es uno de los ríos más contaminados de la tierra. ¿La contaminación contribuye a que las aguas sean menos sacras o curativas? La socióloga medioambiental Sonya Sachdeva ha hecho un amplísimo trabajo de campo en el Ganges, y lo que allí sucede es más bien lo contrario: en su opinión, «las creencias sagradas pueden inmunizar a los participantes contra los efectos dañinos de la contaminación del río Ganges». Algunos de los adoradores a los que Sachdeva entrevistó creían que el río se podía limpiar a sí mismo, mientras que otros sentían que «un lugar sagrado, en virtud de su estatus sacro, representa el epítome de la pureza», y por tanto «podemos considerarlo protegido de los contaminantes». Pese a sus inmundicias, era de todo punto imposible que el río no estuviera limpio.

Desconozco lo que es nadar en el Ganges, ya sea espiritual o físicamente. Pero sé lo que se siente al darse un chapuzón en un agua que sabes que está a rebosar de químicos, vertidos de las alcantarillas y residuos líquidos agrícolas. Sé que todos los ríos de Inglaterra están contaminados... y que solo el 14 por ciento mantiene un buen estándar ecológico, aunque ninguno está libre de productos químicos en 2020. ¿Acaso esto me detiene? La verdad es que no. Cuando un nadador amigo me envió un enlace para ver un detallado mapa interactivo en el que aparecían los lugares en donde los sumideros desbordados y las compañías de agua vierten sus inmundicias, por ser la forma más económica de deshacerse de sus residuos, vi que mis lugares favoritos destacaban sobre el resto, y me apresuré a apagar la pantalla. No tengo ninguna fe en la que apoyarme, pero mi creencia en un agua pura y sanadora, en la naturaleza inmaculada, en un reino vivo y sagrado es tan terca como difícil de erradicar, aun cuando existe una realidad que es preciso admitir, y yo no quiero enfermar. Con esa mentalidad impermeable vuelvo una y otra vez a sumergir mi cuerpo vulnerable en el agua vulnerable.

Por supuesto que la inmersión en el agua no siempre es un placer, y que lagos y ríos no siempre nos reciben sin mostrar resistencia. El cuerpo, o el agua, pueden mostrar su oposición. Por toda el África sur, central y occidental, los pueblos adoran desde hace mucho tiempo un panteón de divinidades del agua llamadas Mami Wata. Célebres por arrastrar a los marineros de paso bajo la superficie para mostrarles un oscilante atisbo del paraíso, los Mami Wata otorgan visión, belleza, protección y seducción, y solo exigen un sacrificio para entrar en su reino translúcido. Las corrientes y los ríos que ocupan pueden ser lugares sagrados, una fuente necesaria de vida, pero sus aguas también son sustancias cambiantes y resbaladizas, tan capaces de crear como de destruir.

Al examinar todas esas creencias con el distanciamiento de una atea, siento una especie de ansia visceral por experimentar las transformaciones que describen: la misma ansia que me trajo a Lourdes, y que me induce a no desesperar mientras aguardo hora tras hora en los duros asientos de madera mi prometida inmersión. Sospecho que estas experiencias están definidas por la fe, lo que significa que podrían estarme vedadas. Pero ¿no es ya de por sí el culto de la naturaleza —el ansia por el vínculo— una suerte de espiritualidad secular? ¿Por qué la experiencia transformativa del agua habría de enmarcarse únicamente en el seno de la religión y de la fe?

Cuando nado ya atesoro en mi interior numerosas historias. En mi adolescencia me fascinaban los mitos de la Antigüedad griega y romana, especialmente como los relata Ovidio en sus Metamorfosis (en el año 8 d. C.). Las ninfas del agua se escurren a lo largo de esos relatos: nereidas del mar, o náyades, que ofrecen a los dioses y mortales un encuentro con una belleza tan exquisita como amenazadora y vulnerable. Estas niñas hermosas e hipersexualizadas recorren las aguas de las pinturas prerrafaelitas, cuyos lienzos míticos y ornamentados conformaron otras de mis obsesiones adolescentes. Por todas las paredes de mi dormitorio pegué postales de Hylas y las ninfas, de John William Waterhouse (1896), y de la Ofelia de John Everett Millais (1852), y me pasaba las horas intentando dibujarlas. Trazaba así los perfiles de la seducción, aprendía a experimentar la sexualidad y el tira y afloja entre la naturaleza, el cuerpo y el yo. Pero también ansiaba el agua, la manera fría y verdosa con que se aferra a la piel desnuda, el roce de los lirios y las algas, y el escalofrío plateado de algún pez veloz y pasajero.