Trafalgar - Emilio La Parra - E-Book

Trafalgar E-Book

Emilio La Parra

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Beschreibung

El viejo nombre de Trafalgar, «la punta de occidente», sigue resonando hoy en día más allá de las cartas náuticas, topónimo impreso en la memoria colectiva de tres naciones europeas merced al encarnizado combate que allí tuvo lugar el 21 de octubre de 1805 entre las escuadras francoespañola y británica. Más de doscientos años después, nuestros conocimientos y nuestra perspectiva sobre la batalla se han enriquecido gracias al trabajo conjunto de investigadores españoles, franceses y británicos, que, en lugar de intercambiar mortales cañonazos desde sus navíos, ponen en común trabajo de archivo, hipótesis y conclusiones. Una labor colosal de la que se nutre este libro, una obra colectiva que ha conseguido reunir en sus páginas a algunos de los más destacados especialistas de España, Francia y Reino Unido sobre labatalla de Trafalgar para ofrecer una síntesis renovada acerca de las cuestiones más importantes relacionadas con este crucial hecho de armas: desde la política internacional hasta la organización naval, la tecnología, el armamento, la oficialidad y la marinería, para desembocar en la campaña de 1805 y el propio combate. Y no solo eso, sino que el libro se proyecta sobre el legado histórico de Trafalgar, para reflexionar sobre una Europa convulsa, de la que podamos extraer ideas y experiencias que nos ayuden a actuar frente a los desafíos del mundo actual. Un volumen que, además, sirve para reivindicar a hombres injustamente maltratados por la historia como el general Federico Gravina, los brigadieres Cosme D. Churruca y Dionisio Alcalá Galiano o Francisco Alsedo y Bustamante, comandante del Montañés, pero también a sus contrincantes, como el vicealmirante Horacio Nelson, muerto sobre la cubierta del Victory, o Cuthbert Collingwood, capitán del Royal Sovereign. Homenaje y recuerdo extendido a los cientos de marinos sin nombre que, entre astillas, plomo y la mar, tan inmisericorde como los hombres, perdieron la vida en aquella «derrota gloriosa».

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Trafalgar. Una derrota gloriosa

Guimerá, Agustín (ed.)

Trafalgar. Una derrota gloriosa / Guimerá, Agustín (ed.)

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2023. – 336 p., 16 de lám. : il. ; 23,5 cm – (Guerras Napoleónicas) – 1.ª ed.

D.L: M-26983-2023

ISBN: 978-84-126588-7-3

94(460).054 355.49(420:44:460) “1805”

355.013 355.422

 

 

TRAFALGAR

Una derrota gloriosa

Agustín Guimerá (ed.)

© de esta edición:

Trafalgar. Una derrota gloriosa

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-127166-3-4

Traducción (Caps. 4 - 7): Joaquín Mejía Alberdi

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Editor técnico: Agustín Guimerá

Cartografía: Desperta Ferro Ediciones

Coordinación editorial: Isabel López-Ayllón Martínez

Primera edición: octubre 2023

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2023 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Producción del ePub: booqlab

En memoria del contraalmiranteJosé Ignacio González-Aller Hierro,a quien tanto debemos los estudiososdel combate de Trafalgar.

ÍNDICE

Introducción

Capítulo 1. Defensa y crisis de la monarquía tradicional. La política española entre 1793 y 1805

Emilio La Parra

Capítulo 2. La Real Armada en 1805

María Baudot Monroy

Capítulo 3. La Marine Impériale en 1805

Agustín Guimerá

Capítulo 4. La Royal Navy en 1805

Richard Harding

Capítulo 5. La campaña de 1805

Rémi Monaque

Capítulo 6. Los británicos en Trafalgar

Michael Duffy

Capítulo 7. Trafalgar: la perspectiva francesa

Rémi Monaque

Capítulo 8. El combate del 21 de octubre. La perspectiva española

Agustín R. Rodríguez González

Capítulo 9. El día después

Agustín Guimerá

Capítulo 10. Trafalgar. Historia y memoria colectiva

Carlos Alfaro Zaforteza

Anexos

Glosario

Bibliografía

Relación de autores

INTRODUCCIÓN

Siendo como es y debe ser la España potencia marítima

por su situación, por la de sus dominios ultramarinos

y por los intereses generales de sus habitantes,

y por el comercio activo y pasivo, nada conviene tanto

y en nada debe ponerse mayor cuidado

que en adelantar y mejorar nuestra Marina.

Conde de Floridablanca, 1787.

Existe un lugar muy querido por los habitantes de Tánger, que consiste en una colina que domina el océano, donde las familias se sientan al atardecer, junto a unas tumbas fenicias excavadas en la roca. Desde aquella atalaya el visitante disfruta del hermoso espectáculo de la costa europea, que culmina en un saliente en el lado donde se pone el sol: el cabo de Trafalgar, que viene del árabe Taraf-al-garb, «la punta de occidente». Aquellos navegantes del Medievo nunca imaginaron la trascendencia que tendría ese topónimo en la historia del Atlántico, tras el duro combate que tuvo lugar el 21 de octubre de 1805 entre las escuadras francoespañola y británica, que se saldó con la victoria de esta última.

En efecto, Trafalgar da nombre a miles de calles, plazas, barrios, monumentos, empresas, bares y restaurantes, amén de haber inspirado obras pictóricas, poemas, novelas, zarzuelas y hasta un álbum de los Bee Gees. Incluso existe una ciudad de Trafalgar en Indiana, Estados Unidos. En Londres, el vicealmirante Nelson, todo un mito nacional, nos sigue contemplando desde lo alto de su columna en la plaza del mismo nombre. Francia, sin embargo, posee escasos testimonios del combate en su memoria colectiva. El más importante es el nombre de algunos famosos oficiales que lucharon en Trafalgar, inscritos en el Arco de Triunfo de París.

En el caso español, el legado de aquella «derrota gloriosa» se puede palpar en sus ciudades, pues Trafalgar da nombre a calles y plazas en quince capitales de provincia, de un total de cincuenta y dos. Los héroes que murieron en aquel hecho de armas, o a consecuencia de sus heridas –el capitán general Federico Gravina, o los brigadieres Cosme D. Churruca y Dionisio Alcalá Galiano– aparecen respectivamente en trece, once y cuatro calles de estas ciudades. Es curioso que el capitán de navío Francisco Alsedo y Bustamante, comandante del navío Montañés, muerto en el combate, no tenga una vía dedicada a su memoria, aunque haya dado su nombre a cuatro buques de la Armada.

Doscientos años más tarde, nuestros conocimientos sobre el combate de Trafalgar han avanzado mucho, al compás de la construcción de nuestra Unión Europea. Además, nuestra perspectiva ha cambiado, en un intento de superar nuestros nacionalismos. Ahora los tres países forman parte de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y el conocimiento mutuo se ha intensificado en estas últimas décadas del siglo XX e inicios de la centuria siguiente: comercio, turismo, cultura, etc. En el terreno académico se han llevado a cabo interesantes seminarios y coloquios internacionales en España y el Reino Unido, coincidiendo con los bicentenarios de los combates del cabo de San Vicente, Abukir, Copenhague y, en especial Trafalgar. La fruta estaba madura. Todo ello puede verse en este volumen, en el capítulo de Carlos Alfaro Zaforteza, dedicado a la historia y la memoria colectiva.

Este libro da un paso más, al ofrecer al gran público de habla hispana una síntesis de las cuestiones más importantes relacionadas con este hecho de armas: desde la política, la organización naval, la tecnología, el armamento, la oficialidad y marinería, hasta la campaña de 1805, el propio combate, sus resultados y su legado histórico. Cuenta con la participación de profesores españoles, franceses y británicos, pues se pretende ofrecer una imagen internacional del tema. Vaya aquí mi agradecimiento a todos ellos, por haber aceptado el reto de escribir estas páginas, a veces en condiciones difíciles. Agradezco también a Desperta Ferro Ediciones que haya acometido esta empresa con entusiasmo y profesionalidad. Espero que la apuesta haya merecido la pena y que el lector disfrute de este viaje en el tiempo, a una Europa convulsa, de la que podamos extraer ideas y experiencias que nos ayuden a actuar en el mundo actual, escenario de muchos desafíos.

Vaya también mi gratitud al Instituto de Historia y Cultura Naval por todas las facilidades que nos han dado para esta investigación y publicación.

Agustín Guimerá

Instituto de Historia, CSIC

1

DEFENSA Y CRISIS DE LAMONARQUÍA TRADICIONALLA POLÍTICA ESPAÑOLA ENTRE 1793 Y 1805

Emilio La Parra

Y mientras me ocupo de regenerar nuestra Marina, contando siempre con las virtudes militares de sus generales, oficialidad y demás subalternos, recóbrate del todo para poder emprender nuevas glorias.

Carta de Manuel Godoy, secretario de Estado, al teniente general Federico Gravina, con motivo de su herida en el combate de Trafalgar, otoño de 1805

El año 1793 comenzó muy mal para España. El 21 de enero fue guillotinado el rey de Francia. A juicio de Carlos IV, era lo peor que podía ocurrir. De hecho, el atentado contra Luis XVI lo sintió como si hubiera sido perpetrado contra sí mismo. El rey de Francia era el jefe de su dinastía, la casa de Borbón, cuya legitimidad para reinar en los territorios heredados de sus antepasados, originarios de Francia precisamente, era un axioma irrenunciable para el monarca español.

Lo ocurrido en aquel reino, además, podía tener consecuencias insospechadas, pues ponía en duda la continuidad en Europa de la monarquía tradicional, fundada en el orden natural creado por Dios. Los revolucionarios habían transgredido este orden, que de acuerdo con la teoría pactista formulada por la neoescolástica española, se fundamentaba en el convenio o pacto entre el monarca y sus súbditos: estos se obligaban a obedecer y respetar a su rey, dotado de plenas facultades –la potestas absoluta, de origen divino–, y el soberano, por su parte, se comprometía a proteger a sus súbditos y gobernarlos con justicia, lo cual implicaba, entre otras cosas, el respeto a los privilegios y derechos particulares de la nobleza, del clero y de los territorios, jurisdicción señorial, inmunidad eclesiástica y fueros. El rey, dotado de la plena soberanía, era el único legitimado para gobernar en virtud de la historia y del orden establecido por Dios. Al guillotinar a su rey, los revolucionarios franceses no solo habían conculcado este principio sagrado, sino que además habían atentado contra la persona, asimismo sacra, del monarca, y, por consiguiente, contra el orden divino. El crimen de los regicidas –así se refirieron en la corte española a partir de ahora a los convencionales franceses– era inconmensurable, de modo que no podía quedar impune.

Ya desde junio de 1791, cuando Luis XVI y su familia fueron apresados en Varennes, tras su intento frustrado de abandonar territorio francés, Carlos IV recurrió a todos los medios a su alcance para garantizar la vida de Luis XVI y la continuidad de la monarquía en Francia. Con este fin, mantuvo la neutralidad de España ante la Francia revolucionaria, y ordenó a José Ocáriz, representante español en París, que hiciera uso de los medios diplomáticos habituales para dar a entender que las relaciones entre ambos países, y en especial el mantenimiento de los intercambios comerciales, dependían de la suerte de Luis XVI; al mismo tiempo, le concedió completa libertad y medios económicos para influir en el ánimo de los convencionales, sin despreciar el recurso al soborno. Todo fue inútil. En septiembre de 1792 se estableció la República y, a continuación, la Convención abrió juicio a Luis XVI, acusado de traición a la patria. Tras ajustada votación, los diputados franceses acordaron la pena de muerte para Luis Capeto, denominación despectiva utilizada por aquellos, insoportable para la corte española. La noticia de la muerte de Luis XVI y de su esposa debió difundirse en España con gran rapidez, a pesar de que la Gazeta de Madrid, periódico oficial y el más leído, la transmitió de manera un tanto velada para no causar excesiva alarma: se limitó a aludir al testamento del monarca francés, sin mencionar su muerte. Como es natural, el impacto en el ánimo de los españoles fue muy considerable, de modo que coincidieron con su rey en que los regicidas debían ser castigados. Ello implicaba unirse a la coalición de las monarquías que habían declarado la guerra a la Convención francesa.

GUERRA CONTRA LA CONVENCIÓN (1793-1795)

Una confrontación ideológica

Tanto por parte española como francesa, a comienzos de febrero de 1793 la guerra estaba de hecho decidida, aunque las acciones militares no se iniciaron hasta primeros de marzo. La oleada de galofobia suscitada en España por la muerte de Luis XVI fue aprovechada por el poder, deseoso de terminar con la propaganda revolucionaria, cada vez más intensa en España desde 1789, a pesar de los esfuerzos por atajarla de los organismos oficiales, en especial la Inquisición. Se alentó la divulgación de proclamas contra los regicidas; se publicaron comentarios en la misma dirección en la mencionada Gazeta de Madrid, en otros periódicos y en muchos folletos, y se redactaron catecismos que ensalzaban la monarquía y condenaban la república. Los obispos publicaron pastorales, se organizaron rogativas y funciones religiosas, se predicaron sermones –especialmente encendidos fueron los de Fray Diego José de Cádiz–, y los ciegos difundieron por las calles el odio hacia los regicidas. Con violencia y desenfreno verbal se enardeció a la lucha contra el mal –la revolución– y a favor del bien –la monarquía y la religión católica–, es decir, los fundamentos del orden natural divino, conculcado por los revolucionarios. Algunos nobles armaron batallones por su cuenta y el Consejo de Castilla facultó a los municipios a reclutar voluntarios, con ayuda de los párrocos. La Gazeta de Madrid registró con entusiasmó los pronunciamientos contra los revolucionarios por ciudades y pueblos, nobleza, comunidades religiosas, órdenes militares, obispos, gremios y particulares. El Gobierno, por su parte, entabló conversaciones con su tradicional enemiga, Gran Bretaña, para firmar un tratado de alianza contra Francia, formalizado el 25 de marzo.

Esta no fue una guerra al estilo antiguo, motivada por consideraciones estratégicas o territoriales, aunque algunos países comprometidos en ella hicieran cálculos al respecto. En lo concerniente a la posición de España, se trató, ante todo –según Carlos Seco (1988)– de una confrontación ideológica, o en palabras de Jean-René Aymes (1994), del «enfrentamiento entre una monarquía (escasamente reformadora) y una república (ideológicamente expansionista)».

El entusiasmo inicial, sin embargo, no dio los resultados esperados. Hubo que recurrir a los habituales métodos de reclutamiento –quintas, levas forzosas, incorporación al ejército de contrabandistas y bandoleros, etc.– y al endurecimiento de las penas contra la indisciplina y las deserciones, en progresivo aumento con el paso del tiempo. Aun así, el general Antonio Ricardos, primer comandante en jefe del Ejército español, comenzó la campaña con solo 3500 soldados, en lugar de los 32 000 previstos. El Gobierno, por su parte, fue incapaz de imponer planes de campaña, ni una línea política coherente, y quedó a merced de los acontecimientos del frente. No hubo forma, además, de acopiar el dinero suficiente para armar a la tropa, pues a las dificultades hacendísticas arrastradas desde tiempo atrás se sumó el fracaso en la consecución de un empréstito en Holanda.

Victorias francesas y descontento general en España

A pesar de todo, las tropas españolas obtuvieron buenos resultados durante los primeros compases del conflicto armado. Sin embargo, desde febrero de 1794, y más aún a partir de la muerte del general Ricardos el 13 de marzo de ese mismo año, se sucedieron las victorias francesas. Esto generó un acusado descontento general en España. Este descontento se produjo, en primer lugar, entre los habitantes de los territorios próximos a los Pirineos, escenario de los enfrentamientos armados, obligados a proporcionar a las tropas víveres, alojamiento, transporte y utillaje, y alimentar a las caballerías. Los alistamientos hicieron disminuir la mano de obra en el conjunto del país, lo cual provocó el abandono de los campos y el encarecimiento de los productos de primera necesidad. Las dificultades para mantener las líneas comerciales con el norte de Europa provocaron un mayor descontento en las ciudades costeras, y si bien no se interrumpieron las relaciones con América, la dedicación de menos efectivos militares a la vigilancia de las costas favoreció el contrabando de los ingleses. La sensación de escasez y de pobreza se extendió por doquier. Las autoridades informaron de protestas contra los alistamientos y las contribuciones, así como de la aparición de pasquines que expresaban desasosiego ante la ineficacia española y los éxitos de los revolucionarios. En los cafés y plazas de los pueblos se censuró a los mandos militares. Se atacó a los privilegiados, pues como decía una carta anónima, «se usa del pretexto de la Religión; y en eso los que comen son los ricos, frailes y capellanes, y el pueblo quedará arruinado».

Pero, como es lógico, el peor parado fue el secretario de Estado, Manuel Godoy, a quien se le atribuyó la máxima responsabilidad del fracaso. Es llamativo que en algunos de los anónimos contra el ministro se aludiera a los reyes sin guardar el mínimo decoro y, por primera vez, se lanzara la especie de que Godoy había accedido al Gobierno gracias a sus relaciones íntimas con la reina.

¿Fue esta crítica producto de la iniciativa popular? Una respuesta taxativa resultaría aventurada, pues carecemos de un estudio sistemático de los anónimos aludidos y de su difusión, cuyo origen, por cierto, resulta difícil determinar. En una situación crítica no era una novedad censurar sin contemplaciones a un gobernante. A lo largo de los siglos se venían sucediendo protestas y motines contra alguna autoridad, provocadas por actuaciones consideradas injustas o desacertadas. No extraña, pues, que surgieran en un escenario de guerra, con consecuencias calamitosas para muchos, y no solo entre los menos acomodados. Pero lo usual era que la crítica no fuera más allá de la persona de la autoridad cuestionada, en este caso, Godoy. Sin embargo, los reproches –más bien, el vituperio– alcanzaron ahora a los reyes. Por lo que sabemos, el fenómeno no adquirió envergadura por el momento, pues todo quedó en algunos pasquines y en las inevitables conversaciones en calles y tertulias, pero dada la coyuntura –juicio por traición del rey de Francia, desprecio de las monarquías por parte de los revolucionarios–, resultaba muy preocupante para la corte española. ¿Acaso se pondría en discusión la monarquía en España, como había sucedido en Francia? ¿Quiénes alentaban las dudas? Estas preguntas, que quizá se las venía formulando Carlos IV desde 1789, constituyeron en los años de la guerra y en los posteriores, una obsesión del rey y de su hombre de confianza, Godoy, porque el problema no solo lo originaba la situación en Francia, sino también la disidencia en la corte española.

GODOY: EL HOMBRE DE CARLOS IV

Desde el inicio del reinado de Carlos III se disputaban el poder en la corte española dos grupos: el golilla o manteísta, encabezado al acceder Carlos IV al trono (1788) por José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca, y el aragonés o aristócrata, cuyo referente era entonces Pedro Pablo Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea, conde de Aranda. Unos y otros reconocían plenas facultades al rey para gobernar su reino, pero diferían en la forma de ejercerlas. Los denominados «golillas» eran gentes de formación universitaria, favorecidos por el sistema de nombramiento de altos cargos seguido por Carlos III. Su suerte dependía casi por entero del monarca, de ahí que intentaran fortalecer el poder real, e incluso incrementarlo. El grupo aristócrata, por su parte, formado en su núcleo central por nobles de alta alcurnia –titulares de señoríos y acostumbrados a ocupar altos cargos en la corte–, se sintió postergado por esa política. Estimaba que una monarquía como la española, con un vasto imperio que gobernar, debía apoyarse ante todo en la nobleza más cualificada, única en condiciones de ofrecer la suficiente fortaleza a la institución para garantizar su pervivencia y actuar, al mismo tiempo, como punto de equilibrio en las relaciones entre el rey y su pueblo. Ambas facciones eran, en principio, partidarias de la política de reformas auspiciada por la Ilustración, pero la propuesta aristócrata no estaba exenta de sabor feudal, y su pretensión de mantener los privilegios de la nobleza entrañaba el peligro de limitar la potestad del rey.

Al acceder al trono, Carlos IV se halló ante este conflicto, que puede ser calificado de cortesano, pues se trató sobre todo de la disputa del poder en el centro de las decisiones, que en este tiempo de carácter pre político era la corte real. La revolución en Francia trastocó este panorama y exigió nuevas respuestas. Siguiendo el consejo de su padre, Carlos IV había encargado inicialmente la dirección de su gobierno a Floridablanca, pero debido a su escasa fortuna para hacer frente a los problemas derivados de la revolución –el asunto que, como venimos diciendo, más preocupó al monarca español en ese momento–, lo sustituyó por el conde de Aranda en febrero de 1792. Tampoco la gestión de Aranda satisfizo al rey, y unos meses más tarde, en noviembre de ese año, colocó a Manuel Godoy en la Secretaría de Estado.

Godoy no estaba encuadrado en ninguno de los grupos mencionados, de ahí que su designación fuera una sorpresa extraordinaria. En primer lugar, rompía la tradición de medio siglo de alternancia de golillas y aristócratas. Además, era un desconocido de veinticinco años, carente de méritos y títulos para ocupar tan alto cargo. Era un simple hidalgo extremeño, perteneciente a la guardia de corps, que en el capítulo de merecimientos solo podía alegar el favor de los reyes, factor que si bien en una monarquía absoluta era necesario –y suficiente–, resultaba llamativo por ser reciente y por haberse manifestado de forma inusitada. Desde 1789 el rey le había situado en el escalón más alto de dicho cuerpo militar y, a continuación, le nombró mariscal de campo, le armó caballero de Santiago con las correspondientes rentas, le otorgó la Gran Cruz de la Orden de Carlos III, le designó gentilhombre de cámara de su majestad con ejercicio, le regaló la dehesa de la Alcudia y le otorgó el marquesado del mismo nombre. Cuando recibió el nombramiento de secretario de Estado, Godoy no desmerecía por títulos y honores entre los cortesanos, pero para el grupo de los aristócratas no pasaba de ser un simple advenedizo; y, para los golillas, un individuo sin méritos personales, ni la formación adecuada.

Sorprende que un rey como Carlos IV, con un concepto muy tradicional de la realeza y de la sociedad cortesana, pusiera al frente de su gobierno a un hombre así. La elevación de Godoy, como más tarde comentara el escritor Mariano José de Larra, fue portentosa e inusitada. Tal vez por esta razón, desde el primer momento se intentó explicar con argumentos no menos insólitos. El más difundido, desde entonces hasta la actualidad, se centra en la influencia de la reina, obnubilada sexualmente por Godoy, sobre un monarca indolente y escasamente ocupado en los asuntos de gobierno. Carlos Seco ofreció hace años una explicación más convincente, fundada en pruebas documentales. En ella me basaré en las líneas que siguen.

En opinión de Carlos IV, que era la determinante, ni Floridablanca ni Aranda resolvieron el problema capital del momento, que como ha quedado dicho consistía en salvar a Luis XVI y mantener la monarquía en Francia, para garantizar, a su vez, la pervivencia de la española. Una vez la Convención decretó el 10 de agosto de 1792 la prisión de Luis XVI –Aranda estaba al frente del Gobierno–, la situación se hizo insostenible. Las principales monarquías europeas habían declarado la guerra a Francia, el papa había condenado la obra revolucionaria, en particular toda su legislación sobre materias religiosas, y las fuerzas reaccionarias de todos los países incitaban a luchar contra la revolución.

En este escenario resultaba difícilmente comprensible que la muy católica España no se situara en la primera línea de combate, y que ni tan siquiera hubiera roto relaciones diplomáticas con el país causante de tantas turbaciones. Sin embargo, Aranda intentó frenar la apertura de las hostilidades. Los sectores conservadores españoles, dominantes en la opinión pública, apoyados por los contrarrevolucionarios franceses refugiados en España y por los embajadores de las monarquías europeas, acusaron al conde aragonés de hacer excesivas concesiones a los revolucionarios y de tibieza en la defensa de la religión, amenazada en Francia. En este momento, además de los intereses políticos concretos y, sobre todo, de la necesidad por parte de los contrarrevolucionarios franceses de contar con el apoyo militar de España, jugó en contra de Aranda la idea –falsa, como han demostrado Jacqueline Chaumié (1957), Rafael Olaechea y José Antonio Ferrer Benimeli (1978)– de su inclinación personal hacia los revolucionarios. Algunos historiadores han explicado su caída del ministerio por esta razón.

El frente de oposición al ministro no podía ser más potente. El beneficiado fue Godoy, quien se dejó llevar muy a su gusto por la decisión real de prescindir de Aranda, sin que el guardia de corps tuviera parte personal alguna en esta operación. Suponer que Godoy gozaba a esas alturas de ascendiente suficiente sobre Carlos IV y la reina María Luisa como para decidir el cese de Aranda, es tanto como atribuirle una influencia de la que aún carecía, un anacronismo, y al mismo tiempo negar al rey capacidad de decisión en un asunto y momento de suma gravedad y, como venimos diciendo, de su máximo interés.

En realidad –de acuerdo con Carlos Seco (1978)– Carlos IV intentó una vía distinta a la habitual, fundado en la idea de que el nuevo ministro debía estar libre de compromiso con facción o partido alguno, y, sobre todo, ser fiel hasta el extremo a las directrices de la Corona. Godoy reunía estos requisitos. Sus carencias en materia de experiencia y formación quizá fueron un factor positivo en el ánimo de Carlos IV para contar con él, pues sería más fácilmente manejable. No tardó Godoy en ofrecer la primera prueba de fidelidad: puso todo su empeño en cumplir el deseo del rey de hacer la guerra a los republicanos franceses que habían acabado con la vida del jefe de su casa de Borbón.

LA PAZ DE BASILEA (22 DE JULIO DE 1795)

La guerra, como ha quedado dicho, no transcurrió de forma favorable para España. A mediados de 1795 la situación militar era angustiosa. Los franceses habían ocupado el Ampurdán, el 17 de julio se apoderaron de Vitoria, y dos días después, de Bilbao. El temor al avance de las tropas de la República hacia el interior del reino impulsó a las autoridades españolas a acelerar la negociación, para finalizar el conflicto. La paz también interesaba a Francia, pues las protestas contra la guerra iban en aumento en las regiones del sur –el Mediodía–, y, tras la Reacción termidoriana, se había producido un giro político en sentido conservador. Entre febrero y mayo de 1795, la República francesa firmó la paz con Prusia, Holanda y la Toscana, lo cual debilitó la coalición internacional contra la revolución. El acuerdo con una monarquía tradicional como España interesaba al nuevo régimen francés, para reforzar su reconocimiento internacional. Además, España contaba con un imperio que ofrecía perspectivas halagüeñas para el comercio francés, en plena disputa con el británico. Así pues, se apresuraron las negociaciones para acabar con la guerra, y el 22 de julio, Francia y España firmaron el tratado de Basilea.

Este acuerdo resultó más beneficioso para la monarquía española de lo que en principio cabía aventurar, aunque en conjunto favoreció a Francia. La República renunció a las conquistas territoriales efectuadas al sur de los Pirineos y se contentó con la anexión de la parte española de la isla de Santo Domingo –inicialmente había solicitado asimismo la cesión de la Luisiana–, pero consiguió permiso para importar de España ganado ovino y equino, y la promesa de la firma de un tratado comercial entre ambos países, todo lo cual acentuaba la dependencia económica de España respecto a Francia. A pesar de todo, se había salvado la integridad territorial de la monarquía, de manera que la corte presentó el tratado como un claro triunfo propio, extremo solemnizado por Carlos IV con la concesión a Godoy del título de Príncipe de la Paz, un paso inusitado más en el encumbramiento de este último, que alimentó las críticas de los aristócratas contra él.

El tratado de Basilea, y su corolario, la alianza franco-española de 1796, significaron el punto de partida de una nueva situación, la cual caracterizó el reinado de Carlos IV hasta su final y determinó sus objetivos esenciales. A su vez, el alineamiento diplomático de España en la órbita francesa actuó de sostén para las maniobras y conspiraciones cortesanas dirigidas a acabar con el poder de Godoy. Como quiera que su fidelidad y acercamiento a los reyes estuvieron fuera de toda duda, esta ofensiva al final afectó a los soberanos y produjo una profunda crisis interna en la monarquía.

LA VÍA REFORMISTA

Objetivos políticos de la monarquía española

Carlos IV intentó sostener la monarquía heredada de sus antepasados sin alterar su naturaleza, atajar el contagio revolucionario, garantizar la integridad territorial del Imperio español y mantener en sus dominios la unicidad de la religión católica. Estos grandes objetivos, eje de su reinado, fueron completados con otros de carácter estrictamente dinástico, a los cuales este monarca nunca renunció, si bien fue consciente de que su cumplimiento exigía una arriesgada actuación exterior. Eran los siguientes: mantener la influencia de España en Italia, en particular en Nápoles, donde él mismo había nacido, donde reinó su padre, y donde ahora ocupaba el trono su hermano Fernando; el engrandecimiento del ducado de Parma, estado patrimonial de su esposa, M.ª Luisa de Parma, y cuyo heredero, el infante don Luis de Borbón, había casado con su hija M.ª Luisa; y garantizar el acceso al trono de Portugal de su hija mayor Carlota Joaquina, casada con don Joâo, heredero de ese reino y a la sazón regente en nombre de su madre doña María.

Visto desde nuestros días –esta es la postura de no pocos historiadores, para quienes todo fue un despropósito, producto de la corrupción y ambición de unos y de la ceguera de otro– el cumplimiento de tales metas resultaba imposible, debido a la confusión originada en Europa tras 1789, acentuada acto seguido por la irrupción de Napoleón Bonaparte. Sin embargo, en el contexto de la época, Carlos IV no la consideró empresa imposible, si conseguía controlar tres frentes.

En primer término, se encontraba el frente exterior. Debía contar con el apoyo de la potencia que ofreciera mayores garantías a España, la cual era Francia, a pesar de las diferencias ideológicas, pues la monárquica Gran Bretaña constituía una amenaza para el imperio español en América y Filipinas. En segundo lugar, había que paliar los males internos de la monarquía, es decir, superar en lo posible los problemas coyunturales; de forma urgente, la carencia de numerario de la Real Hacienda y el incremento de la deuda pública. En tercer lugar, había que reforzar el apoyo social al trono, con lo cual se podría contener el avance de las ideas revolucionarias en el interior y, al mismo tiempo, comprometer a favor de la corona a los sectores sociales más capacitados. Esto último fue prioritario para el monarca, alarmado ante las manifestaciones críticas surgidas durante los años de la guerra contra la Convención, las cuales eran un signo del debilitamiento del respeto a la persona del rey, que ya no era el mismo que el profesado a su padre, Carlos III. En los años de la guerra llegaron de Francia textos muy críticos hacia las personas de los monarcas españoles, en especial la reina, a la cual se comparó con la muy denostada María Antonieta en un folleto de título expresivo, redactado por Jean-Nicolas Barba y publicado en 1793, que alcanzó notable difusión: Vie politique de Marie-Louise de Parme, reine d’Espagne. Contenant ses intrigues amoureuses avec le duc d’Alcudia et autres amans, et sa jalousie contre la Duchesse d’Albe, etc. etc. (sic.) Recueilli sur des Mémoires authentiques.

En consecuencia, había que extender el apoyo social a la Corona, y el mejor medio para ello consistía en una política ilustrada que favoreciera el desarrollo de los sectores productivos, la enseñanza, la cultura, y las ciencias, e impulsara, a su vez, el crecimiento poblacional, evitando –eso sí– cualquier alteración sustancial de las estructuras políticas, sociales, y religiosas tradicionales. Así pues, durante el reinado de Carlos IV se llevó a cabo una política de claro signo ilustrado que, si bien en buena medida, continuó los planteamientos aplicados durante el reinado de su antecesor, las realizaciones los superaron en muchos campos. Por último, el rey precisaba de gobernantes aptos y fieles a sus directrices. Por esta razón puso al frente de su Gobierno a Godoy, un hombre nuevo, sin plan político propio, libre de compromisos con golillas y aristócratas, dependiente por entero del favor real. Para paliar su inexperiencia, en los primeros momentos el rey colocó a su lado, en calidad de supervisor y consejero particular, a Eugenio Llaguno, un ilustrado experimentado en la administración y bien relacionado con las gentes de letras.

Una administración fortalecida

Carlos IV prosiguió el plan de su antecesor de fortalecer la administración del reino mediante la colocación en los cargos más relevantes de personas con formación universitaria o de procedencia militar de talante racionalista, la mayor parte de las cuales habían nacido en provincias, en el seno de familias acomodadas, circunstancia esta que les permitía el conocimiento del país. Su actividad en las tareas legislativas, en la toma de decisiones administrativas y a través de escritos de todo tipo, se orientó a incrementar las competencias de la monarquía, a controlar las ideas revolucionarias y a transformar el país, mediante una política de reformas. Dicha política, a pesar de los deseos de sus impulsores, siempre estuvo limitada por el peso de los sectores apegados a la tradición, en especial la Iglesia católica. Como ha explicado Antonio Calvo, estos individuos fueron conscientes de su idoneidad para desempeñar su función –se sintieron dotados del tantas veces mencionado «mérito»–, y se distinguieron por su acusado sentido del deber al servicio del rey, cuyo poder no objetaron, al contrario de lo que hicieron algunos de la facción de los aristócratas; antes bien intentaron fortalecerlo, porque entendieron que era su único punto de apoyo para poner en práctica las reformas, evitar la injerencia de las fuerzas retardatarias, e impedir que ganaran terreno aquellos sectores –todavía minoritarios– interesados en seguir las pautas de los revolucionarios franceses.

Desde el establecimiento de la dinastía Borbón al inicio del siglo XVIII, la organización administrativa de la monarquía española se ajustaba al sistema ministerial, basado en la potestad suprema del monarca, auxiliado por el Gobierno –integrado por cinco «secretarios de Estado y del Despacho»– y los Consejos, los cuales se ocupaban de los mismos asuntos que las secretarías de Estado. Las competencias de Gobierno y Consejos no estaban delimitadas con nitidez, pero al Consejo de Castilla se le reconocía primacía sobre los demás, y en el Gobierno ocurría lo propio con el secretario de Estado, en especial porque el ámbito de su jurisdicción no solo comprendía los asuntos del exterior, sino también muchos y muy importantes del interior, sobre todo desde que Floridablanca desempeñara el cargo y ampliara sus competencias, en tiempos de Carlos III.

Godoy, generalísimo de los ejércitos (1801)

Carlos IV mantuvo este sistema durante el primer decenio de su reinado, pero lo alteró tras la irrupción de Napoleón como hombre fuerte de la política francesa. Una vez consumado el golpe de Estado del 18 de brumario –9 de noviembre de 1799–, se promulgó una nueva Constitución en Francia –la del año VII–, que concedía al primer cónsul, Bonaparte, «funciones y atribuciones particulares», que le permitían actuar de acuerdo con su voluntad, a favor de los intereses de Francia. Carlos IV intentó hacer algo similar en su monarquía, y creó el cargo de generalísimo de los ejércitos.

Tal como explicó más tarde Godoy en un texto titulado Un recuerdo histórico del Príncipe de la Paz a los hombres imparciales, publicado en París en 1846, de la misma forma que Bonaparte concentró en sí mismo toda la fuerza de la república francesa para lograr la pacificación interna y la sumisión de Europa, el rey de España pretendió que también un militar reuniera en su persona toda la capacidad de acción de la monarquía, para resolver sus males internos y protegerla ante sus enemigos. Se trataba de adaptar la monarquía española al nuevo tiempo marcado por los acontecimientos de Francia. El resultado fue el mencionado nombramiento de Godoy como generalísimo de los ejércitos en octubre de 1801.

Este paso supuso una notable innovación en la administración española. El decreto que estableció la nueva figura, del 12 de noviembre de ese año, redactado por el propio Godoy, especificó que el generalísimo era comandante supremo del ejército, de manera que ningún militar podría rehusarle obediencia, fuera cual fuere su clase, pues sus órdenes debían ser acatadas como si procedieran del monarca en persona. Además, el generalísimo disponía del derecho de dar opinión al rey «en causas militares o en cualesquiera otros asuntos de la monarquía», sin intermediario alguno. De esta manera, el nuevo puesto político, inédito en el sistema español, pasaba a ser el eje de la monarquía, como el primer cónsul lo era de la república francesa. El generalísimo no formaba parte del Gobierno, de modo que no cabe confundirlo con la figura del primer ministro. Estaba situado –como ha escrito Carlos Seco– un escalón por debajo del monarca y por encima del Gobierno. En este nuevo sistema, el rey, por supuesto, seguía siendo la fuente de la soberanía, pero delegaba sus funciones fundamentales en un hombre dotado de la plena autoridad delegada por el monarca. Formalmente se mantuvieron el Gobierno y los Consejos, pero subordinados al generalísimo, es decir, quedaron en la condición de auxiliares suyos, despojados, en consecuencia, de buena parte de la capacidad de decisión en las cuestiones clave que habían gozado en el sistema anterior. Esto no alteraba la esencia de la monarquía española, pero cambió la forma de administrarla, porque las decisiones fundamentales –reitero– las tomaría un individuo situado al margen del Gobierno y por encima de las demás instituciones, únicamente sometido al monarca.

Creo que se mantiene con cierta precipitación que la creación de la figura del generalísimo respondió únicamente a la ambición de Godoy y a la indolencia de Carlos IV. Ambos factores mencionados debieron influir, pero no parece que fueran determinantes. En realidad, el generalísimo recibió el encargo del rey de proceder a hacer reformas y mejoras para «regenerar» la monarquía, el concepto «regeneración» se utilizó con cierta frecuencia en este momento. Esta tarea solo podría afrontarse –a juicio de Carlos IV, en perfecta sintonía con Godoy– mediante la creación de un centro de poder sólido, que no atendiera más que las sugerencias del monarca y tuviera a sus órdenes a instituciones y cargos personales, para imponerse a los intereses particulares de estamentos y territorios. Tal cosa no era sino la implantación de un sistema absolutista puro, en el que el detentador de la soberanía, el rey, delegaba todo su poder en una persona –el generalísimo–, a quien estaban subordinados todos los demás. Godoy lo expresó con mucha claridad en una de sus cartas al rey, en 1804: «V. M. debe gobernar. Yo no escribo mal para borradores […]; la Reyna es buen consejo de V.; y nada se necesita dar al Público».

El cometido esencial del generalísimo no consistió en impulsar las luces sirviéndose de los empleados de «mérito», como sucedió en la primera etapa del reinado, sino en reformar el ejército. El cambio es apreciable, y más aún lo es la forma de gobernar. A partir de ahora no se cuenta con las gentes de letras, sino que la monarquía trata de consolidarse, mediante el fortalecimiento del núcleo de poder constituido por los reyes y Godoy. La reina María Luisa lo expresó a su manera en una carta a Godoy mediante la famosa fórmula: «[…] en viniendo la Paz, ya nos arreglaremos el Rey, tú y yo, Manuel, siendo nosotros la Trinidad de la tierra» (1806). Un año antes, Godoy había escrito a la reina: «[…] estoy aislado, no consulto a nadie».

La culminación de la Ilustración española

Con todo, a partir de 1801 prosiguió la política reformista, de manera que, en conjunto, el reinado de Carlos IV puede ser calificado con justicia como la culminación de la Ilustración española. La enumeración de las realizaciones es extensa. Me limitaré a consignar algunas.

Se atendieron ciertos proyectos filantrópicos de círculos influyentes, en particular los propuestos por María Francisca de Sales Portocarrero, condesa de Montijo, en cuya tertulia se reunían los intelectuales más destacados de la época –en 1794 se aprobaron los estatutos definitivos de la Junta de Damas de Honor y Mérito de la Real Sociedad Económica Matritense, en la que la condesa venía trabajando con mucho entusiasmo desde años antes–; se acometió la reforma de las cárceles de mujeres y, en 1797, se abrió un asilo para cubrir la reputación de mujeres de distinción dispuestas a abortar. Se favoreció la creación del Real Instituto de Gijón impulsado por Gaspar Melchor de Jovellanos. Se recabó la colaboración de las sociedades económicas de amigos del país para difundir conocimientos útiles, y se nombró para puestos relevantes de la administración a un buen número de sus miembros. Con el propósito de dar a conocer nuevas técnicas en agricultura y artesanía, también se buscó la cooperación de la Iglesia, a la que se le encomendó la difusión del Semanario de Agricultura y Artes dirigido a los párrocos, fundado en 1796, un periódico que respondía por entero a los ideales de la Ilustración, pero la empresa fracasó debido al desinterés de los eclesiásticos. Se impulsó la enseñanza primaria y profesional mediante la fundación de escuelas de artes y oficios: talleres de instrumentos astronómicos y físicos, de grabación, de muebles y de adornos en mármol; fábrica de orfebrería; escuela de tornería; Real Escuela de Relojería; etc.

Hubo un serio intento de controlar la Inquisición, nombrando inquisidor general al jansenista Manuel Abad y Lasierra, y, con el concurso de Juan Antonio Llorente, Godoy pretendió reformar los procedimientos del temible tribunal, propósito fallido, así como el intentado por Urquijo un poco más tarde, debido al poder del bloque conservador y a la intervención de Carlos IV, en modo alguno dispuesto a disgustar a la Iglesia. No obstante, el Gobierno ayudó a muchos autores a escapar de la censura inquisitorial o a soslayar castigos por sus ideas. Casos relevantes fueron el retorno a España de Pablo de Olavide y la publicación en 1794 de la traducción realizada por José Alonso Ortiz del Ensayo sobre la riqueza de las naciones, de Adam Smith.

En el ámbito estrictamente social, se atendió a los marginados para hacerlos productivos. Con este fin, se creó el Real Colegio de Sordomudos de Madrid, que serviría para formar a profesores destinados a extender la actuación por el reino. También se legisló en favor del reconocimiento de los expósitos, con lo cual se pretendía recuperar a un buen número de niños abandonados. Una Real Orden de enero de 1794 establecía la supresión de la tradicional nota de infamia, para que todos quedaran en la clase de «hombres buenos del estado llano general». Dos años después se publicó un reglamento para el establecimiento de las casas de expósitos, su crianza y educación.

Se introdujeron mejoras considerables en la enseñanza universitaria: creación de la Escuela de Veterinaria, reforzamiento de la parte práctica y experimental de los estudios de Medicina, con la obligación para los estudiantes de la materia de seguir las enseñanzas universitarias y realizar prácticas bajo la dirección de profesionales cualificados. Se mejoró el funcionamiento de los colegios de cirugía de Madrid, Barcelona y Cádiz, y se fundaron otros en Burgos y Santiago de Compostela. Se crearon nuevas profesiones, como el Cuerpo de Ingenieros de Caminos y Canales y el de Ingenieros Cosmógrafos.

El apoyo, en general, a la actividad científica fue considerable. Durante todo el reinado se desarrollaron las instituciones culturales y científicas heredadas del tiempo anterior –Real Observatorio, Real Jardín Botánico de Madrid, etc.– y se crearon otras nuevas –Museo Hidrográfico, Jardín Botánico de Sanlúcar de Barrameda, etc. Se respaldó el trabajo de personalidades muy relevantes –Gabriel Císcar, Antonio José de Cavanilles, Casimiro Gómez Ortega, los hermanos Juan José y Fausto D›Elhuyar, entre otras–, se equipó a los establecimientos científicos con bibliografía extranjera en su lengua original, se restableció el uso interrumpido por Floridablanca de enviar becarios al exterior y se facilitó la presencia en España de científicos europeos –William Bowles, Abraham Werner, Louis Proust, etc. Se favoreció el intercambio científico y cultural entre el continente europeo y americano, patrocinando expediciones científicas a Estados Unidos, bien dirigidas por extranjeros –Alexander von Humboldt–, bien por españoles. Por ejemplo, la expedición de Balmis para la propagación de la vacuna antivariólica ha constituido un hito en la historia de la ciencia.

Fue notable, asimismo, el intento de impulsar la economía, para lo cual se estimó prioritario conocer el estado de la producción española. Con este fin se ordenó la formación de un Censo de Artes y Manufacturas (1799), el cual, a pesar de sus imperfecciones, es el primer intento de ofrecer un cuadro de la producción agrícola y manufacturera española. En abril de 1795 se creó en la Aduana de Madrid la oficina de la Balanza de Comercio, que daba cumplimiento al viejo proyecto emprendido por Pedro López de Lerena en 1786, presentado entonces como indispensable para el desarrollo del comercio español. Las funciones de este organismo se completaron y revitalizaron en 1797 con la creación de la Dirección de Fomento. Desde esta oficina, que Godoy concibió como centro de estudios económico-estadísticos destinado a asesorar al Gobierno en las decisiones económicas, salieron muchas propuestas, algunas de importancia capital en la política económica del periodo. Este organismo confeccionó el Censo de población de 1797, asesoró al Gobierno en lo referente a las comprometidas relaciones comerciales con Francia, elaboró el proyecto de Acta de Navegación y presentó distintas sugerencias para incrementar la producción manufacturera. De ahí también surgió la idea en 1797 de la venta de los bienes de hospitales, hospicios, casas de reclusión, de expósitos y otras obras pías, cuya realización fue ordenada por decreto en septiembre de 1798, dando lugar al primer proceso desamortizador de envergadura.

La política reformista respondió al ideario ilustrado, esto es, al intento de modernizar el país de acuerdo con criterios racionales, con el objetivo de reforzar la intervención de la corona en los asuntos públicos. En consecuencia, Carlos IV prosiguió la línea regalista de sus antecesores, fundada en el principio de que el rey de España era protector del Concilio de Trento –esta fórmula encabezaba muchas disposiciones reales– y en la distinción de competencias del poder eclesiástico y del civil, limitando las del primero a la esfera espiritual, y dejando bajo la dirección del segundo los aspectos materiales de la organización eclesiástica –la entonces llamada «disciplina externa de la Iglesia». Los monarcas de la centuria se consideraron facultados para regular los asuntos materiales de la Iglesia, de forma muy destacada los económicos. Surgieron muchas propuestas reformistas, pero durante el reinado de Carlos IV fueron escasos los avances, los cuales se experimentarían más tarde, durante las Cortes de Cádiz y, en especial, en el Trienio Liberal.

ALINEAMIENTO DIPLOMÁTICO CON FRANCIA

El 18 de agosto de 1796, España y Francia firmaron una alianza –el Tratado de San Ildefonso– que, a juicio de Carlos Seco (1988), fue en esencia un acuerdo mutuo de carácter ofensivo-defensivo, dirigido de forma expresa contra Gran Bretaña; o, como ha observado Ainoa Chinchilla, la reproducción del tradicional Pacto de Familia, pero sin familia. A partir de ese momento fueron agobiantes las presiones francesas para que España declarara la guerra a Gran Bretaña, paso que se dio el 5 de octubre siguiente. Desde entonces, y hasta la convulsión de 1808, España estuvo situada diplomáticamente en la órbita de Francia –con independencia de los regímenes que allí se fueron sucediendo–, y, salvo una breve interrupción entre 1802 y 1804, se mantuvo en guerra contra el Reino Unido.

Gracias a los estudios de André Fugier, Carlos Seco y Ainoa Chinchilla, entre otros, conocemos bastante bien el proyecto de Carlos IV. A juicio del rey, las ventajas de la alianza con Francia superaban con creces los inconvenientes. En primer lugar, alejaba el peligro de un nuevo enfrentamiento militar con la nación vecina, circunstancia cada vez más temible, pues tras los espectaculares resultados diplomáticos y guerreros de Bonaparte en Italia a partir de 1796, y la ocupación francesa de varias ciudades renanas, creció la confianza en el potencial militar del país de la revolución. La unión con Francia permitiría, por otra parte, controlar las actuaciones británicas contra el imperio español: contrabando, competencia comercial, posible ataque a ciertos enclaves coloniales, etc. Pero la alianza no solo tendría este carácter preventivo. Los reyes y Godoy interpretaron acertadamente que, sin concertarse con la República, sería imposible salvaguardar los intereses dinásticos españoles en Italia, objetivo dinástico, como se ha dicho, de Carlos IV y su esposa.

La alianza se vio favorecida por el cambio de régimen en Francia en 1795. En agosto de ese año, la Convención fue sustituida por el Directorio, especie de jefatura de Estado colectiva que imprimió un giro político conservador. Francia continuaba siendo una república, pero sus nuevos dirigentes no manifestaron el entusiasmo revolucionario de sus predecesores y, sobre todo, cambiaron su actitud hacia las monarquías. En lo concerniente a la española, consideraron más útil su continuidad –sujeta, como es evidente, a la política exterior francesa–, que la instauración de una república, cuya subsistencia dependería por entero de Francia. Además, la incidencia de un cambio político en América resultaba imprevisible, pues el imperio español se fundaba en la unión de varios pueblos y territorios bajo la misma corona. El rey era el nexo indiscutible, y si este desaparecía, se podría desencadenar un proceso de incierto desarrollo, que aprovecharía Gran Bretaña.

Francia también consideró útil la alianza con España, en especial por su imperio, y por el fuerte arraigo en la política exterior francesa de que necesitaba del concurso de la marina española para hacer frente a Gran Bretaña. Ahora bien, para lograr el máximo provecho de la alianza, los dirigentes franceses estimaron que era preciso impulsar una amplia política de reformas en España, al que se veía como un país atrasado, dominado por el clero. El embajador galo Laurent Jean François Truguet se mostró contundente en 1798: la misión de la diplomacia francesa en España consiste en alcanzar el suficiente grado de influencia como para «llevar la antorcha de la filosofía y de la razón», y lograr –dijo expresamente– la supresión de la Inquisición, la transformación de los clérigos en funcionarios del Estado, y la revitalización de la marina. Dicho de otra forma: Francia no solo debía marcar la orientación internacional de la política española, sino también la interior. Y así se procedió en la práctica, desde el Directorio hasta el Imperio napoleónico. La alianza, conveniente para España en muchos aspectos, y quizá la vía más prudente en esta coyuntura, conllevó una dependencia que determinó la trayectoria de la monarquía de Carlos IV hasta su final, en 1808.

Fiel a las directrices recibidas de los reyes, Godoy, como responsable de la política exterior española, se esforzó por estrechar lazos con las dos grandes repúblicas, Francia y los Estados Unidos. En el primer caso, para garantizar la actuación en Europa y, ante todo, cumplir los planes dinásticos en Italia; en el segundo, para proteger las posesiones americanas frente a las pretensiones británicas. Los resultados no respondieron a las expectativas. Las intensas y permanentes gestiones para lograr el engrandecimiento del ducado de Parma y mantener la histórica influencia sobre el reino de Nápoles desembocaron en un flagrante fracaso, porque lo impidieron las conquistas de Bonaparte en el norte de Italia, y porque la corte napolitana se alineó con Gran Bretaña. En cuanto a la protección del imperio en América, el acercamiento a Estados Unidos resultó estéril.

Estados Unidos en la diplomacia española

Estados Unidos y Gran Bretaña habían firmado en 1794 un acuerdo, el Tratado de Jay, que desvanecía la posibilidad de un enfrentamiento entre ambas potencias y otorgaba a la segunda importantes ventajas comerciales. Godoy pretendió alterar esta situación, mediante la firma con Estados Unidos del Tratado de San Lorenzo el 27 de octubre de 1796. Pero con esta iniciativa España no ganó nada, mientras que Estados Unidos consiguió todo lo que desde tiempo atrás venía reivindicando a la monarquía española: libertad de navegación en el Misisipi, una situación privilegiada de sus buques mercantes en relación con la marina española, la concesión del estatus de puerto franco al de Nueva Orleans, libertad general de comercio y de navegación para los navíos estadounidenses, y múltiples ventajas en el trato con los indios y en cuestiones fronterizas en litigio. El tratado, en realidad, puso en peligro el dominio español sobre Luisiana y Florida y, por el contrario, actuó como garantía de seguridad para Estados Unidos.

Intereses dinásticos de España en Italia

La precariedad del dominio español sobre Luisiana aumentó a causa del otro objetivo de la política de Carlos IV: los intereses dinásticos en Italia. Tras la victoria de Bonaparte en Marengo –junio de 1800–, y la subsiguiente Convención de Alejandría, quedó corroborado el control francés en la península itálica y el retroceso de la influencia de Austria. Los reyes españoles creyeron llegado el momento de cumplir su anhelado deseo de incrementar los territorios patrimoniales del ducado de Parma y firmaron el «Tratado preliminar y secreto entre España y la República Francesa sobre el engrandecimiento del ducado de Parma y la retrocesión de Luisiana» –1 de octubre de 1800–, según el cual, Francia se comprometía a anexionar a Parma territorios de la Toscana, las legaciones pontificias, o cualquier otro lugar próximo al gran ducado, y España, además de proporcionar ayuda naval a Bonaparte, cedería a Francia su colonia de Norteamérica. Tampoco en este caso el resultado fue el esperado por España, pues, aunque pasó a Francia el dominio sobre Luisiana, no se cumplieron sus aspiraciones sobre el engrandecimiento de Parma.

La alianza con Francia conllevó cierta tranquilidad a la monarquía española en lo relativo a la pervivencia de la institución, a pesar de la expansión de la propaganda republicana, más retórica que efectiva. Pero, como se acaba de indicar, en los asuntos exteriores no favoreció ninguno de sus objetivos. Esta política se podría calificar incluso de desastrosa: se perdió Luisiana, no se logró ningún avance en Italia, y, para colmo de males, se complicó en extremo la relación con Portugal.

Portugal y España

Portugal era una pieza importante en la diplomacia de Carlos IV, interesado en garantizar la integridad de ese reino para su hija mayor, Carlota Joaquina, consorte del heredero don Joâo. A su vez, Portugal resultaba de gran importancia estratégica para Francia, pues servía de base de los buques británicos, que impedían la unión de la flota francesa atlántica de Brest con la del Mediterráneo, y desde Brasil proporcionaba a las compañías británicas el acceso al mercado americano. El Directorio intentó utilizar a España como mediadora, para forzar a su vecino a abandonar su casi centenaria alianza con Inglaterra y firmar un acuerdo de paz con Francia. El propósito estaba de antemano abocado al fracaso, pues había que vencer la resistencia del Gobierno británico, muy influyente sobre su homólogo portugués, así como la del regente don Joâo, contrario visceralmente a la revolución y su legado; también la del propio Carlos IV, por los motivos familiares apuntados.

De mal grado y con suma incomodidad, Godoy cumplió su papel mediador, y logró que los representantes franceses y portugueses firmaran un acuerdo de paz el 10 de agosto de 1797, por el cual Portugal se comprometía a ceder a Francia territorios en Brasil, a pagarle una fuerte indemnización de guerra, y a restringir notoriamente sus relaciones comerciales con Gran Bretaña. Como es natural, estas cláusulas eran tan descabelladas que la corte portuguesa se negó a ratificar el tratado. Godoy quedó en una posición sumamente incómoda ante el Directorio y Portugal. Las presiones francesas contra el ministro español arreciaron y, al final, lograron que Carlos IV lo cesara en marzo de 1798. Godoy pasó unos meses de zozobra, pues pensaba que había perdido el favor de los reyes, pero no tardó en recuperarlo y en volver a la primera fila de la política.

Desde el comienzo del Consulado, Bonaparte declaró en diversas ocasiones la necesidad de ocupar Portugal, donde era habitual la presencia de navíos británicos y el desembarco de tropas de esa nacionalidad, con las más diversas excusas. El primer cónsul siempre calculó que contaría con el concurso de España. Sin embargo, los gobernantes portugueses lograron obstaculizar sistemáticamente las amenazas francesas, mediante una acción diplomática no exenta de habilidad, a la que contribuyó la actitud de España que, si bien fue de aparente docilidad ante los planes franceses, siempre se mostró recelosa y no los siguió en el grado deseado por Bonaparte.

El primer cónsul se mostró especialmente molesto contra Portugal por haber auxiliado al ejército inglés en Egipto y en el bloqueo de Malta. El 30 de septiembre de 1800 transmitió a su embajador en Madrid, su hermano Luciano, la orden siguiente: «Es preciso que las tropas españolas sean dueñas de Portugal antes del 15 de octubre». El mandato no se cumplió de inmediato, pero se abrieron negociaciones entre Luciano Bonaparte y Godoy para forzar a Portugal a acatarlo. Carlos IV siempre había sido contrario a la intervención en el otro reino ibérico, pero ahora cambió de opinión, pues Portugal había firmado en 1799 un tratado con Rusia, con quien España estaba formalmente en guerra. Además, los puertos portugueses daban refugio a los navíos británicos que acosaban de continuo a los españoles, ocasionaban pérdidas económicas de importancia y obstaculizaban el comercio, en especial con América, cuyas remesas de metales preciosos eran vitales para España. Así pues, si Bonaparte tenía razones para hacer la guerra a Portugal mientras dependiera de Inglaterra, España no carecía de ellas por interés propio.

En virtud del acuerdo entre Luciano y Godoy –Tratado de Madrid, 29 de enero de 1801–, Francia y España amenazaron al regente don Joâo con declararle la guerra si en el plazo de quince días no rompía sus relaciones con Gran Bretaña y cerraba los puertos portugueses a cualquier navío británico. El acuerdo contemplaba, asimismo, el permiso a España para ocupar militarmente varias provincias portuguesas como garantía para que el Reino Unido restituyese Trinidad y Mahón a España y Malta a Francia; Bonaparte prometía destinar quince mil hombres para ayudar a España en las operaciones militares y Godoy sería designado comandante en jefe de los ejércitos aliados. La guerra, por tanto, estaba decidida, y su dirección militar encomendada a España. Con todo, la finalidad de la campaña no quedó definida, pues mientras Carlos IV solo pretendía romper la alianza de Portugal con Gran Bretaña, Bonaparte contemplaba también la desaparición del reino portugués o, cuando menos, su fragmentación, para utilizarlo como moneda de cambio con el Reino Unido, una vez se llegase a la paz general.

La situación en Egipto y los cambios en el panorama internacional en enero y febrero de 1801 obligaron a Bonaparte a modificar su plan de ataque a Portugal. Fugier no excluye que Portugal lograra paralizar la invasión, mediante la entrega de dinero a Charles Maurice de Talleyrand, pero, en todo caso, al comenzar ese año Bonaparte creyó que Francia podía transportar refuerzos hasta Egipto y derrotar allí definitivamente a Gran Bretaña, de modo que relegó a Portugal a un segundo término en sus planes. Además, por esas fechas se produjo un acercamiento entre el zar Alejandro I y Bonaparte, y parecía inevitable la guerra contra Gran Bretaña por la coalición de neutrales formada en diciembre de 1800 –Rusia, Suecia, Dinamarca y Prusia. La ocupación militar de Portugal podría turbar este panorama, favorable a Francia y, sobre todo, indispondría a Europa contra el Primer Cónsul, en especial a los países neutrales mencionados. En cuanto a España, ni Carlos IV se mostró de primeras dispuesto a embarcarse en la invasión de Portugal –la razón de parentesco entre las dos cortes tuvo su peso–, ni estaba en condiciones de armar un ejército con ese fin. En ese momento, una grave epidemia de fiebre amarilla afectaba al sur del país y la Real Hacienda carecía de recursos económicos. No obstante, Godoy seguía siendo partidario de intervenir en el reino vecino, aunque para ello era preciso el beneplácito del primer cónsul. No tardó en llegar.

La Guerra de las Naranjas (1801)

A finales de abril de 1801, Bonaparte cambió de política. Convencido de la imposibilidad de enderezar la situación en Egipto, donde el general Jacques-François Menou estaba a punto de capitular ante Gran Bretaña, decidió proseguir las hostilidades contra esta potencia desde Portugal. Esto es lo que deseaba España. En mayo, sin esperar la llegada de las tropas francesas, Godoy ordenó la penetración del ejército español en territorio portugués.

La campaña fue breve –duró poco más de diez días– y victoriosa para los invasores, pero en contra de los deseos de Bonaparte, Godoy se limitó a ocupar una reducida franja del territorio portugués limítrofe con España, sin llegar hasta Lisboa. Siguiendo las órdenes de Carlos IV, deseoso de acabar cuanto antes el conflicto y, convencido Godoy de que la victoria sobre Portugal era suya en exclusiva, y que las tropas francesas habían quedado reducidas a la condición de meros auxiliares a los que no hubo necesidad de recurrir, se apresuró a sellar la paz por su cuenta, sin esperar las indicaciones de Bonaparte, pero con el consentimiento de su hermano el embajador.

La paz que puso fin a la llamada Guerra de las Naranjas, el Tratado de Badajoz, el 6 de junio de 1801, comprendía dos protocolos. El referido a España reconocía la anexión de la ciudad de Olivenza, la devolución del resto de las plazas portuguesas ocupadas y el pago por Portugal de los gastos pendientes originados por su ejército durante la guerra de 1793 contra la Convención. En el relativo a Francia, Portugal quedaba obligado a pagarle quince millones de libras, cederle una parte considerable de la Guayana portuguesa y reconocerle la condición de nación más favorecida en el comercio de tejidos. Dos cláusulas eran comunes a España y Francia: los puertos portugueses serían cerrados a los navíos británicos y ambos países se comprometían a garantizar la integridad de las posesiones portuguesas en los dos hemisferios. Bonaparte calificó este tratado de «uno de los reveses más espectaculares que he sufrido durante mi magistratura». Desde ese momento dejó de confiar en Godoy.

Portugal y la guerra contra Inglaterra (1803-1808)

La reanudación de la guerra entre Francia e Inglaterra en mayo de 1803, tras la ruptura de la paz de Amiens, puso en un serio compromiso a los reinos ibéricos. De nuevo quedaron sometidos a una intensa presión por parte de las dos grandes potencias, sobre todo de Francia, que exigió a Portugal el cierre de sus puertos a los navíos británicos, y a España plena colaboración en los proyectos del primer cónsul.

En esta tesitura, resultó vital a los reinos ibéricos obtener de Francia el reconocimiento de neutrales. Lo consiguieron a costa de un serio esfuerzo económico: el llamado Tratado de Subsidios, en octubre de 1803. España se comprometió a pagar mensualmente a Francia seis millones de libras durante el tiempo de la guerra y, en marzo de 1804, Portugal firmó con el Consulado un convenio similar, consistente en la entrega de dieciséis millones de francos al mes, con la promesa de autorizar la entrada de las manufacturas francesas una vez finalizara el conflicto bélico. Estos acuerdos permitieron el intercambio de embajadores entre Francia y Portugal, interrumpido en 1801, pero no resolvieron la cuestión fundamental: ni proporcionaron la neutralidad deseada, ni –para gran disgusto de Napoleón Bonaparte, que necesitaba con urgencia recursos económicos para hacer frente al gran esfuerzo bélico–, ninguno de los dos países ibéricos pudo ejecutar los pagos comprometidos. En el caso español, el Tratado de Subsidios provocó la hostilidad británica, que lo consideró una forma encubierta de apoyar al enemigo francés, en suma, una neutralidad aparente. Esta actitud hostil tuvo su cénit en octubre de 1804, cuando a la altura del cabo de Santa María, al sur de Portugal, los británicos atacaron por sorpresa cuatro fragatas españolas que transportaban caudales americanos a Cádiz. Esta acción corsaria conduciría al final a la declaración de guerra entre ambas monarquías en diciembre de ese año.