Traficantes de muerte - Peter James - E-Book

Traficantes de muerte E-Book

Peter James

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Beschreibung

¿A qué estarías dispuesto para salvar la vida de tu hija? La vida de Lynn Barrett se convierte en una pesadilla cuando a su hija Caitlin se le diagnostica un cáncer de hígado terminal. La escasez de órganos hace que la desesperada Lynn recurra a un traficante de órganos, quien casi enseguida le confirma que ha encontrado a una donante perfecta. Entretanto, Roy Grace está trabajando en un caso en que a los restos de tres jóvenes que han aparecido en las profundidades de la costa de Brighton les faltan los órganos vitales. La pista llevará a Grace al este de Europa, donde operan las mafias de traficantes de órganos. En este nuevo caso, el inspector Roy Grace debe enfrentarse no sólo a criminales que comercian con vidas humanas, sino a personas dispuestas a cualquier cosa para salvar a los que aman. ---  «Los amantes de la novela negra que todavía no hayan descubierto a Peter James deberían rectificar esta situación inmediatamente» - Birmingham Evening Mail «Uno de los creadores de novela criminal más endemoniadamente inteligentes que existen». - Daily Mail «James es cada vez mejor y se mereces sin lugar a dudas todos los éxitos que está teniendo con esta serie de primera». - Independent on Sunday «La segunda novela de la serie ambientada en Brighton confirma el talento de Peter James para crear una trama de gran calidad y un suspense que atrapa desde el primer momento» - The Guardian «Un magnífico relato de codicia, seducción y traición.» - Daily Telegraph  «La mejor novela de suspense de Peter James. Apasionante, angustiosa. Un complejo rompecabezas.» - The Times

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Seitenzahl: 821

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Traficantes de muerte

Traficantes de muerte

Título original: Dead Tomorrow

© 2007 by Peter James. Reservados todos los derechos.

© 2025 Skinnbok ehf.. Reservados todos los derechos.

ePub: Skinnbok ehf.

ISBN: 978-9979-64-769-0

1

Susan odiaba la moto. Solía decirle a Nat que las motos eran letales, que montar en una de ellas era lo más peligroso del mundo. Una y otra vez. Nat le rebatía diciéndole que, en realidad, las estadísticas demostraban lo contrario, que, de hecho, lo más peligroso que hay es meterse en la cocina. Es el lugar donde hay más probabilidades de morir.

Él lo veía con sus propios ojos cada día de trabajo, desde su puesto de jefe de Ingresos del hospital. Claro que se producían accidentes de moto graves, pero nada comparado con lo que ocurría en las cocinas.

La gente se electrocutaba regularmente al meter tenedores en las tostadoras. O se rompía el cuello al caerse de una silla de la cocina. O se ahogaba. O se intoxicaba con algún alimento. A él le gustaba en particular contarle la historia de una víctima que había llegado a Urgencias del Royal Sussex County Hospital, donde trabajaba —o más bien, donde se dejaba la piel— después de meter la cabeza en el lavavajillas para desbloquear el aspersor y que se había clavado un cuchillo de trinchar en un ojo.

Solía decirle que las motos no eran peligrosas, ni siquiera las enormes como su Honda Fireblade roja (que podía ponerse a cien por hora en tres segundos). Y además, su Fireblade dejaba una huella de carbono infinitamente menor que el destartalado Audi TT de Susan.

Pero ella siempre pasaba eso por alto.

Del mismo modo que no hacía caso de las quejas de él por tener que pasar siempre el día de Navidad —para el que no faltaban más que cinco semanas— con los «fuera de la ley», como solía llamar él a sus suegros. Su difunta madre solía decirle que se pueden escoger los amigos, pero no los familiares. Cuánta razón tenía.

Había leído en algún sitio que, cuando un hombre se casa con una mujer, espera que ella no cambie, pero que cuando una mujer se casa con un hombre, tiene claro que va a cambiarlo.

Bueno, Susan Cooper lo estaba haciendo muy bien, usando el arma más devastadora en el arsenal de una mujer: estaba embarazada de seis meses. Y, por supuesto, él estaba orgullosísimo. Y consciente, a su pesar, de que en breve tendría que poner los pies en el suelo. La Fireblade tendría que desaparecer y dejar paso a algo más práctico. Algún tipo de coche familiar o un monovolumen. Y, para satisfacer la conciencia social y ecológica de Susan, sería un maldito híbrido diesel-eléctrico. ¡Por Dios bendito!

¿Qué tendría eso de divertido?

Había llegado a casa de madrugada, y estaba bostezando, sentado a la mesa de la cocina de su casita de Rodmell, a quince kilómetros de Brighton, con la vista fija en las noticias sobre un atentado suicida en Afganistán que daban en el programa Breakfast. Eran las 8.11 según la pantalla, las 8.09 según su reloj. Y a juzgar por su estado de aletargamiento, bien podía haber sido noche cerrada. Se metió una cucharada de Shreddies en la boca, se los tragó empujándolos con zumo de naranja y café solo y volvió corriendo escaleras arriba. Le dio un beso a Susan y una palmadita de despedida al Bultito.

—Conduce con cuidado —le advirtió ella.

«¿Qué crees que voy a hacer? ¿Conducir imprudentemente?», pensó él, pero no lo dijo.

—Te quiero —respondió.

—Yo también. Llámame.

Nat volvió a besarla y luego bajó, se puso el casco y los guantes de piel y salió, sumiéndose en el ambiente glacial de la mañana. Apenas había amanecido cuando sacó la pesada máquina roja del garaje y cerró la puerta de un sonoro portazo. Aunque había escarcha en el suelo, no había llovido desde hacía varios días, así que no había peligro de encontrar hielo en la carretera. Levantó la vista hacia la ventana de arriba, que aún tenía las cortinas echadas y apretó el botón de arranque de su adorada moto por última vez en su vida.

2

El doctor Ross Hunter era una de las pocas constantes en la vida de Lynn Beckett. Eso pensaba en el momento en que, en el porche de la consulta, apretaba el botón del timbre. De hecho, a decir verdad, le costaría citar otras constantes. Aparte del «fracaso». Aquello sí que era una constante irrefutable. Se le daba bien el fracaso; desde siempre. De hecho, se le daba de maravilla. Podría representar a Inglaterra en un concurso internacional.

Su vida, en resumen, había sido una sucesión de treinta y siete años de desastres, empezando con cosas pequeñas —como perder la punta del dedo índice tras aplastársela con la puerta de un coche cuando tenía siete años— que habían ido volviéndose más grandes al ir adquiriendo mayor entidad la vida. Les había fallado a sus padres de niña, a su marido como esposa, y ahora, comprensiblemente, estaba fallándole a su hija adolescente como madre separada.

La consulta del médico ocupaba una gran casa eduardiana de una calle tranquila de Hove que en otros tiempos había sido residencial. Pero hacía tiempo que habían demolido gran parte de las majestuosas casas adosadas y las habían sustituido por bloques de pisos. La mayoría de las que quedaban, como ésta, albergaban oficinas o consultorios médicos.

Entró en aquel vestíbulo familiar, que olía a cera para muebles con un leve toque de antiséptico, vio a la secretaria del doctor Hunter en su escritorio en el extremo opuesto, ocupada con el teléfono, y se metió en la sala de espera.

En los, aproximadamente, quince años que llevaba viniendo, no había cambiado nada en aquella sala, grande pero sombría. La misma mancha de humedad, que recordaba vagamente la silueta de Australia, en el techo con molduras, la misma planta de plástico en un tiesto frente a la chimenea, aquel olor a viejo tan familiar, y los mismos sillones y sofás desparejados que parecían comprados en la noche de los tiempos, en algún lote de liquidación de una casa de subastas. Incluso algunas de las revistas de la mesita redonda de roble que había en el centro daban la impresión de llevar allí años.

Echó un vistazo al frágil anciano que estaba hundido en un sillón que tenía algún muelle roto. Había clavado el bastón en la alfombra y se aferraba a él con fuerza, como para evitar desaparecer sumergido en la butaca. A su lado había un hombre de unos treinta años y aspecto impaciente, con un abrigo azul con cuello de terciopelo, concentrado en su BlackBerry. En un estante había varios folletos: uno daba consejos sobre cómo dejar de fumar, pero en el estado de nervios que tenía en aquel momento, no le habría importado leer consejos para fumar «más».

Había un ejemplar del Times del día sobre la mesa, pero decidió que no estaba de humor para concentrarse en la lectura. Apenas había pegado ojo después de recibir la llamada de la secretaria del doctor Hunter el día anterior por la tarde, pidiéndole que se presentara a primera hora de la mañana, sola. Y con su hipoglucemia, estaba temblando. Se había tomado la medicación, pero apenas había probado bocado para desayunar.

Después de tomar posición en el borde de un duro sillón, revolvió el contenido de su bolso y encontró dos tabletas de glucosa que se metió en la boca. ¿Por qué querría verla con tanta urgencia el doctor Hunter? ¿Sería por el análisis de sangre que se había hecho la semana pasada, o —más probablemente— por Caitlin? En otras situaciones críticas, como cuando se había encontrado aquel bulto en el pecho, o aquella vez que le había entrado el temor de que el comportamiento errático de su hija pudiera ser síntoma de un tumor cerebral, el doctor se había limitado a llamarla personalmente y le había dado la buena noticia de que la biopsia, el escáner o el análisis de sangre estaban bien, de que no había nada de lo que preocuparse. Si es que era posible que no hubiera «nada» de lo que preocuparse con Caitlin.

Cruzó las piernas; volvió a descruzarlas. Iba muy arreglada, con su mejor abrigo, un tres cuartos azul de cachemira —una ganga de las rebajas de enero—, un top de punto azul oscuro, pantalones negros y botas de ante negras. Aunque ella nunca lo admitiría, siempre intentaba dar buena impresión cuando venía a ver al doctor. No es que quisiera impresionarle —hacía tiempo que había perdido la habilidad necesaria, por no mencionar la confianza en sí misma—, pero, por lo menos, se arreglaba. Como más de la mitad de las pacientes del doctor Hunter, hacía tiempo que él le gustaba en secreto. Aunque, por supuesto, nunca se atrevería a hacérselo saber.

Desde su ruptura con Mal, tenía la autoestima por los suelos. A sus treinta y siete años seguía siendo una mujer atractiva, y lo sería mucho más —tal como le decían muchas amigas, su hermano y su difunta hermana— si recuperara algo del peso que había perdido. Estaba demacrada, lo sabía; se daba cuenta sólo con una ojeada al espejo. Demacrada de tanto preocuparse por todo, pero sobre todo de los más de seis años que llevaba preocupada por Caitlin. Le habían diagnosticado una enfermedad del hígado al poco de cumplir los nueve años. Y daba la impresión de que las dos llevaban desde entonces metidas en un largo y oscuro túnel. Las interminables visitas a los especialistas. Los análisis. Los breves periodos de hospitalización allí, en Sussex, y los más largos, uno de ellos de casi un año, en la Unidad de Hepatología del Royal South London Hospital. Se había sometido a operaciones para insertarle stents en los conductos biliares. Luego a operaciones para retirar los stents. Innumerables transfusiones. A veces estaba tan débil por culpa de su enfermedad que se dormía en clase. Se volvió incapaz de tocar su adorado saxofón porque le costaba respirar. Y además, a medida que entraba en la adolescencia, Caitlin iba desarrollando más rabia y volviéndose más rebelde. Se preguntaba: «¿Por qué yo?».

Una pregunta que Lynn no podía responder.

Hacía tiempo ya que había perdido la cuenta de las veces que había estado sentada en Urgencias del Royal Sussex County Hospital, mientras los médicos atendían a su hija. Una vez, a los trece años, habían tenido que hacerle un lavado de estómago después de haberle robado una botella de vodka del mueble bar. Otra vez, a los catorce, se había caído de un tejado, colocada con hachís. Luego fue aquella noche horrible, cuando se había presentado en el dormitorio de Lynn a las dos de la mañana, con los ojos vidriosos, sudando y tan fría que le castañeteaban los dientes, y le había contado que se había tomado una pastilla de éxtasis que le había dado algún delincuente de la ciudad y que le dolía la cabeza. En todas esas ocasiones, el doctor Hunter había acudido al hospital y se había quedado con Caitlin hasta asegurarse de que estaba fuera de peligro. No tenía por qué hacerlo, pero él era así.

Y ahora la puerta se abría y entraba él. Un hombre alto y elegante, con un traje a rayas llevado con gracia, un rostro atractivo enmarcado en un cabello ondulado con algunas canas, y unos cálidos ojos verdes que quedaban parcialmente ocultos tras unas gafas de media luna.

—¡Lynn! —la saludó. Su voz enérgica e intensa sonaba apagada de pronto—. Pasa.

El doctor Ross Hunter tenía dos expresiones diferentes para recibir a sus pacientes. Su sonrisa habitual, cálida, de quien está contento de verte era la única que había visto Lynn durante todos los años en los que había sido paciente suya. Nunca se había encontrado con su mueca contenida, mordiéndose el labio inferior, la expresión que guardaba celosamente y que no le gustaba nada lucir.

La que tenía en el rostro ese día.

3

Era un buen lugar para un control de velocidad. Los conductores que se dirigían a Brighton a trabajar cada día por aquel tramo de Lewes Road sabían que, aunque la velocidad estaba limitada a 75 kilómetros por hora, podían acelerar tranquilamente después del semáforo, y que no tendrían que volver a frenar por aquel tramo de dos carriles hasta llegar a la cámara, casi dos kilómetros más allá.

Los cuadros azules, amarillos y plateados del BMW de la Policía, aparcado en una calle transversal y parcialmente escondido tras una marquesina, se convertían en una desagradable sorpresa matutina para la mayoría de los infractores.

El agente Tony Omotoso estaba de pie en el lado más alejado del coche, apoyado en el techo y sosteniendo la pistola láser para dirigir el punto rojo a la matrícula delantera de los automóviles, donde se obtenía la mejor lectura de los coches que rebasaran el límite de velocidad. Apretó el gatillo sobre la matrícula de un sedán Toyota. La lectura digital dio 69 kilómetros por hora. El conductor los había visto y ya había pisado el freno. Ateniéndose a las normas, hay una tolerancia del 10 por ciento más dos por encima del límite. El Toyota pasó de largo, con la luz de freno aún encendida. A continuación apuntó a la matrícula de una camioneta Transit blanca: 67 kilómetros por hora. Luego pasó volando una moto Harley Softail, muy por encima del límite, pero no consiguió tomar la lectura a tiempo.

A su izquierda, dispuesto a salir corriendo en el momento en que Tony se lo dijera, estaba su compañero de la Policía de Tráfico, el agente Ian Upperton, alto y delgado, con su gorra y su chaqueta reflectante. Ambos se estaban congelando.

Upperton se quedó mirando la Harley. Le gustaban: le gustaban todas las motos, y su sueño era convertirse en agente motorizado. Pero las Harley eran motos de paseo. Su verdadera pasión eran las motos de carretera de alta velocidad, como las BMW, las Suzuki Hayabusa o las Honda Fireblade. Motos con las que había que inclinarse en las curvas para tomarlas, no sólo girar el manillar como un volante.

Ahora pasaba una Ducati roja, pero el conductor les había visto y redujo el ritmo hasta casi pararse. No obstante, estaba claro que no era el caso del destartalado Ford Fiesta verde que llegaba detrás, por el carril exterior.

—¡El Ford Fiesta! —gritó Omotoso—. ¡Ochenta y cuatro!

El agente Upperton salió al paso del coche y le hizo señas. Pero voluntariamente o no, el coche pasó como un rayo.

—Muy bien, vamos —dijo, y deletreó la matrícula—; Whisky, Cuatro, Tres, Dos, Charlie, Papa, Noviembre. —Y se puso al volante.

—¡Capullos!

—¡Gilipollas!

—¿Por qué no os ponéis a perseguir delincuentes de verdad?

—Sí, en vez de ir detrás de los conductores.

Tony Omotoso giró la cabeza y vio a dos jóvenes que pasaban con los hombros caídos.

«Porque cada año mueren 3.500 personas en las carreteras de Inglaterra, frente a las 500 que son asesinadas, por eso —habría querido decirles—. Porque Ian y yo despegamos cadáveres y fragmentos de cuerpos de las carreteras cada puto día de la semana, por culpa de imbéciles como ese del Ford Fiesta».

Pero no tenía tiempo. Su colega ya había encendido las luces azules del techo y la sirena ya estaba sonando. Tiró la pistola láser al asiento de atrás, se puso delante, dio un portazo y empezó a abrocharse el cinturón, mientras Upperton pisaba el acelerador y se colaba en un hueco entre el tráfico.

Y ahora la adrenalina estaba haciendo su aparición, mientras sentía la presión de la aceleración en la boca del estómago y la columna apretada contra el respaldo del asiento. Desde luego, ése era uno de los momentos álgidos de su trabajo.

El sistema automático de rastreo de matrículas montado en el salpicadero pitaba, mostrando el historial del Ford Fiesta. El Whisky-Cuatro-Tres-Dos-Charlie-Papa-Noviembre no tenía pagados sus impuestos, no tenía seguro y estaba registrado a nombre de un conductor con antecedentes.

Upperton se echó al arcén y enseguida acortó distancias con el Fiesta.

Entonces llegó una llamada de radio:

—¿Hotel Tango Cuatro Dos?

—Hotel Tango Cuatro Dos —respondió Omotoso—. ¿Sí?

—Tenemos un accidente de tráfico grave. Moto y coche en el cruce de Coldean Lane y Ditchling Road —dijo el operador—. ¿Pueden ocuparse?

«Mierda», pensó. No quería que se le escapara el Ford Fiesta.

—Sí, sí, vamos para allá. Ponga un aviso para las patrullas de Brighton. Ford Fiesta, matrícula: Whisky, Cuatro, Tres, Dos, Charlie, Papa, Noviembre; color verde, viajando hacia el sur por Lewes Road a gran velocidad, acercándose a la rotonda. Posible conductor reincidente.

No tuvo que decirle a su colega que diera media vuelta.

Upperton ya estaba frenando a fondo, con el intermitente a la derecha encendido, y buscaba un hueco entre el tráfico que venía en sentido contrario.

4

Beckett sentía cada vez más cerca el olor del mar, parado ante el semáforo de la vía de acceso en su viejo MGB GT que ya tenía treinta años. Era como una droga, como si llevara la sal del océano en sus venas, y después de cualquier periodo de abstinencia necesitaba su dosis. Desde su temprana juventud, cuando se alistó en la Marina Real como aprendiz de ingeniero, se había pasado toda su carrera en el mar. Diez años en la Marina Real y luego veintiuno en la Marina Mercante.

Le encantaba Brighton, donde había nacido y crecido, debido a su ubicación en la costa, pero siempre se ponía más contento cuando se hacía a la mar. Aquel día era el último de su permiso de tres semanas y el inicio de otras tres de nuevo en el mar, en el Arco Dee, del que era ingeniero jefe. No hacía tanto, pensó, que era el ingeniero jefe más joven de toda la Marina Mercante, pero ahora, a sus cuarenta y siete años, se estaba convirtiendo rápidamente en un veterano, en un viejo lobo de mar.

Del mismo modo que le pasaba con su querido barco, del que conocía cada remache, conocía también cada tornillo y cada tuerca de su coche, que había desmontado y vuelto a montar más veces de las que podía recordar. Escuchó atentamente el ronroneo del motor en punto muerto y le pareció notar un ligero ruidito del taqué, lo que significaba que tendría que sacar la cabeza del cilindro en su próximo permiso y hacer algunos ajustes.

—¿Estás bien? —le preguntó Jane.

—¿Yo? Sí, estupendamente.

Era una bonita mañana, con un cielo azul claro, sin viento, y el mar era una balsa de aceite. Tras las tormentas de finales de otoño, que habían hecho su última travesía algo desagradable, el tiempo volvía a calmarse, al menos de momento. Sería un día fresco, pero luminoso.

—¿Vas a echarme de menos?

Él le pasó el brazo por encima de los hombros y se apretó contra ella.

—Como un loco.

—¡Mentiroso!

La besó.

—Te echo de menos cada segundo que paso lejos de ti.

—¡Tonterías!

Volvió a besarla.

Al ponerse verde el semáforo, Jane soltó el embrague, puso la primera y aceleró cuesta abajo.

—¡Qué difícil es competir con un barco! —dijo ella.

—El polvo de esta mañana ha sido colosal —respondió él con una mueca.

—Más vale que te dure.

—Me durará.

Giraron a la izquierda, rodeando el extremo de la laguna de Hove, un par de lagos artificiales donde se podía practicar remo, tomar clases de windsurf o poner a navegar maquetas de barcos. Enfrente, junto al extremo este del puerto, tenían una calle privada blanca con casas de veraneo de estilo árabe donde residían algunos ricos y famosos, como Heather Mills y Fatboy Slim.

El aire olía ya más a sal, y a los vertidos sulfurosos del puerto, y a petróleo, a cuerdas, a alquitrán, a pintura y a carbón. El puerto de Shoreham, en el extremo oeste de la ciudad de Brighton y Hove, consistía en una ensenada de casi dos kilómetros de longitud bordeada de astilleros de madera, almacenes, estaciones de repostaje y depósitos anexos a ambos lados, así como puertos deportivos y unas cuantas casas y bloques de pisos dispersos. En otro tiempo había sido un activo puerto comercial, pero la llegada de cargueros cada vez mayores, demasiado grandes para ese puerto, había cambiado su fisonomía.

Buques cisterna, pequeños barcos de carga y barcos pesqueros aún hacían un uso constante del puerto, pero gran parte del tráfico consistía en dragas comerciales, como su barco, que peinaban el lecho marino recogiendo grava y arena para venderlas como material de construcción.

—¿Qué tienes durante las próximas tres semanas? —preguntó él.

La confianza en las esposas que se quedaban en puerto era fundamental para todos los marinos.

Al empezar en la Marina Real le habían dicho que las mujeres de algunos marinos solían poner un paquete de detergente OMO en el alféizar de la ventana delantera cuando sus maridos estaban fuera, de servicio. Quería decir Old Man Overseas, es decir, «marido en alta mar».

—La obra de Navidad de Jemma, que te perderás por poco —respondió ella—. Y Amy empieza vacaciones dentro de dos semanas. La pondré a fregar toda la casa.

Amy tenía once años y era la hija de un matrimonio anterior de Jane. Mal se llevaba bien con ella, aunque siempre había una barrera invisible entre ellos. Jemma tenía seis años y era la hija de ambos, y con ella tenía mucha más afinidad. Era una niña muy cariñosa, muy lista y positiva. Justo lo contrario que la hija que él tenía de su primer matrimonio, distante y enfermiza, a la que quería pero con la que nunca había conectado realmente, a pesar de todos sus esfuerzos. Le daba mucha rabia perderse cómo Jemma interpretaba a la Virgen María, pero ya estaba acostumbrado a los sacrificios familiares que suponía el trabajo que había elegido. Aquello había sido un factor de peso en su divorcio, y algo sobre lo que aún pensaba constantemente.

Miró a Jane mientras ella conducía y giraba a la derecha. Dejaron las casas atrás y embocaron la larga carretera recta que recorría el lado sur de la ensenada. Redujo la marcha casi de forma deliberada, como si quisiera estirar los últimos minutos con él. Era una mujer combativa pero encantadora, con su corta melena pelirroja y su naricilla respingona; llevaba una chaqueta de cuero sobre una camiseta blanca y unos vaqueros rasgados. ¡Cuánta diferencia había entre ambas mujeres! Jane, que era terapeuta especialista en fobias, le dijo que apreciaba su independencia, que le encantaba el hecho de tener tres semanas de libertad, que eso le hacía valorar más el tiempo en que lo tenía en casa.

Mientras que Lynn, que trabajaba para una agencia de recaudación de impuestos, siempre le había necesitado. Demasiado. Una cosa era sentirse querido por una mujer, deseado por ella. Pero otra que le «necesitara»... Era aquella necesidad la que había acabado por separarlos. Él esperaba —de hecho, ambos esperaban— que tener un hijo cambiara aquello. Pero no había sido así.

En realidad, había empeorado las cosas.

El coche estaba deteniéndose. Jane había puesto el intermitente. Pararon, dejaron que pasara un camión cargado de madera, giraron a la derecha y atravesaron la verja abierta de Solent Aggregates. Luego ella detuvo el coche frente a la cabina de seguridad.

Mal salió con su mono blanco y sus botas de trabajo con suelas de goma ya puestas y levantó el maletero. Sacó su enorme petate y se puso su casco amarillo. Luego se inclinó y besó a Jane por el hueco de la ventanilla. Fue un beso largo y prolongado. A pesar de los siete años que llevaban juntos, la pasión aún era intensa. Era una de las ventajas de alejarse periódicamente durante tres semanas.

—Te quiero —dijo él.

—Yo te quiero aún más —respondió ella, y volvió a besarle.

Mal era un hombre alto, delgado y fuerte, de buen aspecto, de expresión abierta y honesta, y con una mata de pelo claro y corto que se iba haciendo más fino. Era el tipo de hombre que enseguida se ganaba el aprecio y el respeto de sus colegas: no tenía caras ocultas. Era tal como parecía.

Se quedó de pie mirando la maniobra del coche, escuchando el borboteo del tubo de escape, preocupado por el ruido del motor al subir de revoluciones. Habría que sustituir uno de los deflectores de los silenciadores. Tendría que subir el coche en el elevador cuando volviera. Además tenía que echar un vistazo a los amortiguadores; no parecía que el coche fuera todo lo bien que debía cuando encontraba baches. Quizá tuviera que cambiar los amortiguadores de delante.

Sin embargo, cuando entró en la cabina de seguridad y firmó en el registro, intercambió un par de cumplidos con el guardia y otros pensamientos empezaron a ocuparle la mente. El motor de estribor del Arco Dee se acercaba a las 20.000 horas, que era el límite de la compañía para una revisión. Necesitaba hacer unos cálculos para escoger el mejor momento. Los diques secos estarían cerrados durante las Navidades. Pero a los propietarios del Arco Dee no les preocupaban las vacaciones. Si él se hubiera gastado diecinueve millones de libras en un barco, probablemente tampoco le preocuparían. Aquello explicaba que intentaran mantenerlo en activo veintitrés horas al día, siete días a la semana, durante la mayor parte del año.

Mientras caminaba con desenvoltura por el muelle hacia el casco negro y la superestructura naranja del barco, no tenía idea de la carga que los acompañaría a la vuelta en su próxima travesía, para la que tenían que zarpar al cabo de unas horas, ni de cómo le afectaría aquello personalmente.

5

La consulta del doctor Hunter era una sala larga de techos altos, con ventanas de guillotina en el extremo, desde donde se veía un pequeño jardín vallado y, apenas cercada por unos árboles despoblados y unos arbustos helados, la austera salida de incendios del edificio de detrás. Lynn había pensado muchas veces que, en tiempos mejores, cuando todo aquello era una vivienda, la consulta probablemente debía de ser el comedor.

Le gustaban los edificios, en particular los interiores. Uno de sus mayores placeres era visitar casas de campo y mansiones abiertas al público; había habido un tiempo en que a Caitlin aquello también le había gustado bastante. Durante mucho tiempo había pensado que, cuando Caitlin se independizara y la necesidad de ganar dinero no fuera tan acuciante, podía hacer un curso de interiorismo. A lo mejor entonces se ofrecería a hacerle un lavado de cara a la consulta de Ross Hunter. Al igual que la sala de espera, a la consulta le iría bien un repaso. El papel de las paredes y la pintura no habían envejecido tan bien como el propio doctor. Aunque tenía que admitir que había algo reconfortante en el hecho de que aquella sala apenas hubiera cambiado en todos los años que llevaba viniendo. Tenía un aspecto familiar que siempre —por lo menos hasta aquel momento— le hacía sentir cómoda.

Lo único que cambiaba es que tras cada visita parecía más cargada. El número de archivadores grises de cuatro cajones colocados contra una de las paredes parecía ir en aumento constante, al igual que los clasificadores en los que guardaba las notas de sus pacientes junto a un dispensador de agua que parecía fuera de lugar. Había una gráfica de agudeza visual dentro de una caja de luz en una pared, un busto de mármol blanco de algún sabio antiguo que ella no reconocía —quizás Hipócrates, pensó—, y varias fotografías familiares sobre una serie de estantes antiguos abarrotados de libros.

En un lado de la habitación, tapado por un biombo, estaban la camilla, algunos instrumentos eléctricos de exploración, una amplia gama de aparatos médicos y varias lámparas. El suelo de aquella parte era un rectángulo de linóleo encajado en la moqueta, lo que le confería a la zona el aspecto de un quirófano en miniatura.

Ross Hunter acompañó a Lynn a una de las dos sillas de cuero que había frente a su escritorio. Ella se sentó y dejó el bolso en el suelo a su lado, pero no se quitó el abrigo. Él aún tenía una expresión tensa, más seria que nunca, y aquello la estaba poniendo de los nervios. Entonces sonó el teléfono. Él levantó una mano en señal de disculpa y respondió, indicándole con un gesto de los ojos que no tardaría. Mientras hablaba, echó un vistazo a la pantalla de su ordenador portátil.

Paseó la mirada por la habitación, mientras le escuchaba hablar con el pariente de alguien que evidentemente estaba muy enfermo y que estaban a punto de trasladar a Marletts, una residencia para pacientes desahuciados. Aquella llamada la puso aún más incómoda. Se quedó mirando un perchero que sostenía un abrigo solitario —el del doctor Hunter, supuso— y se asombró al ver un aparato eléctrico que no había visto nunca, o en el que no había caído antes; se preguntó para qué serviría.

Él acabó con la llamada, escribió un recordatorio, echó una nueva mirada a la pantalla y a continuación se centró en Lynn. Hablaba con una voz suave, de preocupación:

—Gracias por venir. Pensé que sería mejor verte a solas antes de ver a Caitlin. —Parecía nervioso.

«Bueno», quiso decir ella. Articuló la palabra, pero no emitió ningún sonido. Era como si alguien le acabara de emborronar el interior de la boca y de la garganta con un papel secante.

El doctor cogió un dosier de lo alto de un montón a su derecha, lo puso sobre su escritorio y lo abrió, se ajustó las gafas de media luna y, a continuación, leyó unos momentos, como para ganar tiempo.

—Me han llegado los resultados de los últimos análisis del doctor Granger y me temo que no son buenas noticias, Lynn. Muestran una función hepática muy anormal.

El doctor Neil Granger era el gastroenterólogo que había estado visitando a Caitlin los últimos seis años.

—Los niveles enzimáticos, en particular, son muy altos —prosiguió—. Especialmente los de los enzimas gamma-GT. Y el recuento plaquetario es muy bajo; se ha deteriorado a gran velocidad. ¿Le salen muchos cardenales?

Lynn asintió:

—Sí, además, cuando se hace una herida tarda mucho en cortarse la hemorragia. —Ella sabía que las plaquetas las hacía el hígado, y que un hígado sano enseguida enviaría plaquetas a cerrar las heridas y detener la hemorragia—. ¿A qué nivel están los enzimas? —Tras tantos años estudiando lo que le decían los médicos sobre Caitlin, en Internet, Lynn había acumulado un conocimiento considerable sobre la materia. Suficiente para saber cuándo preocuparse, pero no para saber qué hacer al respecto.

—Bueno, en un hígado sano normal, el nivel de enzimas debería de ser de unos 45. Los análisis que hicimos hace un mes daban 1.050. Pero estos últimos dan un nivel de 3.000. Al doctor Granger esto le preocupa mucho.

—¿Qué significa, Ross? —preguntó con una voz ahogada y débil—. El aumento, quiero decir.

Él la miró fijamente con una mirada compasiva.

—Granger dice que la ictericia está empeorando. Al igual que la encefalopatía. Para que lo entiendas, las toxinas la están intoxicando. Cada vez sufre más alucinaciones, ¿verdad?

Lynn asintió.

—¿Visión borrosa?

—Sí, a veces.

—¿Los picores?

—La están volviendo loca.

—La verdad es que Caitlin ya no responde a los tratamientos. Tiene una cirrosis irreversible.

Con una sensación de profunda pesadez en su interior, Lynn se giró un momento y miró a través de la ventana, con la mirada perdida. La salida de incendios. Un árbol esquelético y congelado que parecía estar muerto. Ella se sentía muerta por dentro.

—¿Cómo se encuentra hoy? —preguntó el doctor.

—Está bien, algo apagada. Se queja de que le pica mucho. Se ha pasado la mayor parte de la noche despierta, rascándose las manos y los pies. Dice que ha orinado muy oscuro. Y tiene el abdomen hinchado, que es lo que más le molesta de todo.

—Le puedo dar algún diurético para eliminar el líquido —dijo. Introdujo una nota en la ficha de Caitlin y, de pronto, Lynn se sintió indignada. ¿La cosa se quedaba en una nota en una ficha? ¿Y por qué no usaba para esas cosas un ordenador?

—Ross, cuando... Cuando dices que se ha «deteriorado a gran velocidad»... ¿Cómo...? ¿Qué...? Quiero decir... ¿Cómo se para eso? Ya sabes, ¿cómo se revierte el proceso? ¿Qué tiene que suceder?

Él se puso en pie, se dirigió a una estantería que iba del suelo al techo y volvió con un objeto marrón de forma de cuña en las manos, hizo sitio en su escritorio y lo colocó encima.

—Éste es el aspecto que tiene un hígado humano adulto. El de Caitlin sería sólo un poco más pequeño.

Lynn se lo quedó mirando, del mismo modo que lo había mirado mil veces antes. En un cuaderno en blanco él empezó a dibujar lo que parecía unos ramilletes de brécol. Ella le escuchó pacientemente mientras le explicaba cómo funcionaban los conductos biliares, pero cuando acabó su diagrama, Lynn no sabía más de lo que ya sabía antes sobre el funcionamiento de los conductos biliares. Y además, sólo le importaba una cosa.

—Tiene que haber algún modo para hacer que vuelvan a funcionar —dijo. Pero su voz no mostraba ninguna convicción. Como si supiera, como si ambos supieran, que después de seis años de esperar contra toda esperanza, estaban llegando por fin a lo inevitable.

—Me temo que lo que está pasando no es reversible. El doctor Granger cree que se nos está acabando el tiempo.

—¿Qué quieres decir?

—No ha respondido a ninguna medicación y no existen más medicamentos que podamos darle.

—Tiene que haber algo que se pueda hacer. ¿Diálisis?

—Para el fallo renal sí, pero no para el hepático. No hay un equivalente.

El doctor se quedó callado unos momentos.

—¿Por qué no, Ross? —insistió ella.

—Porque las funciones del hígado son demasiado complejas. Te puedo hacer un esquema y verás...

—¡No quiero más dibujitos de mierda! —le gritó. Entonces se echó a llorar—. Sólo quiero que cures a mi niña. Tiene que haber algo que puedas hacer —sollozó—. ¿Qué ocurrirá si no, Ross?

Él se mordió el labio.

—Va a tener que someterse a un trasplante.

—¿Un trasplante? ¡Pero si tan sólo tiene quince años! ¡Quince!

Él asintió, pero no dijo nada.

—No quería gritarte... Lo siento, yo... —se disculpó, rebuscando en el bolso un pañuelo. Luego se enjugó las lágrimas—. Ya ha pasado por muchas cosas, pobrecita. ¿Un trasplante? —volvió a preguntar—. ¿Realmente es la única opción?

—Me temo que sí.

—¿O...?

—En pocas palabras, no sobrevivirá.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

—Eso no te lo puedo decir —respondió él, levantando las manos en señal de impotencia.

—¿Semanas? ¿Meses?

—Unos meses, como mucho. Pero podría ser mucho menos si el hígado sigue fallando a este ritmo.

Hubo un largo silencio. Lynn bajó la vista. Por último, en voz muy baja, preguntó:

—Ross, ¿tiene riesgos el trasplante?

—Te mentiría si te dijera que no. El mayor problema va a ser encontrar un hígado. No es fácil, porque se hacen pocas donaciones.

—Además tiene un grupo sanguíneo raro, ¿no?

Él comprobó sus notas.

—AB negativo. Sí, es poco común: un dos por ciento de la población, más o menos.

—¿Es importante el grupo sanguíneo?

—Es importante, pero no estoy seguro de los criterios exactos. Creo que existen algunas combinaciones posibles.

—¿Y yo? ¿No le puedo dar mi hígado?

—Es posible hacer un trasplante parcial de hígado, usando uno de los lóbulos, sí. Pero tendrías que tener un grupo sanguíneo compatible, y no creo que tu hígado sea lo suficientemente grande.

Rebuscó entre unas cuantas fichas, y se quedó leyendo un momento.

—Tú eres A positivo —dijo—. No sé. —El doctor esbozó una sonrisa que denotaba empatía, pero también impotencia—. Eso es algo que el doctor Granger podrá decirte con más seguridad. Tu diabetes también influirá.

Le asustó que aquel hombre en quien tanto confiaba de pronto pareciera perdido y sin recursos.

—Estupendo —se lamentó.

La diabetes era otro de los desagradables recuerdos que le había dejado su ruptura matrimonial. De aparición tardía, tipo 2, según el doctor Hunter probablemente desencadenada por el estrés. Así que ni siquiera se había podido refugiar en los caprichos del paladar para consolarse.

—¿Caitlin va a tener que esperar que muera alguien con el grupo sanguíneo correcto? ¿Es eso lo que me estás diciendo?

—Probablemente, sí. A menos que haya un miembro de la familia o un amigo próximo de ese grupo y que esté dispuesto a donar parte de su hígado.

Las esperanzas de Lynn se reavivaron un poco.

—¿Es eso posible?

—El tamaño es importante: tendría que ser una persona grande.

La única persona de gran tamaño en la que podía pensar y a la que pudiera recurrir era Mal. Pero desechó la idea, al recordar que él había tenido la hepatitis B tiempo atrás, lo que le eliminaba como donante, algo que había descubierto hacía unos años, en una época en que se habían propuesto ser ciudadanos responsables y habían donado sangre periódicamente.

Lynn hizo un cálculo rápido. Había 65 millones de personas en el Reino Unido. Quizás unos 45 millones serían adolescentes o adultos. Así que el dos por ciento serían unas 900.000 personas. Eso era mucha gente. Seguramente cada día debía de morir alguien del grupo AB negativo.

—¿Vamos a tener que ponernos a la cola, verdad? Como buitres, esperando que alguien muera. ¿Y si Caitlin se agobia sólo de pensarlo? —dijo—. Ya sabes cómo es. No aprueba la muerte de «nada». ¡Se enfada hasta cuando mato una mosca!

—Creo que tendrías que traérmela. Si quieres, puedo hablar con ella hoy mismo. Muchas familias consideran que donar los órganos de alguien que muere da cierto sentido y valor a su muerte. ¿Quieres que intente explicárselo a ella?

Lynn se agarró a los brazos de la silla, intentando ahuyentar sus propios miedos.

—No puedo creerme que esté pensando en esto, Ross. No soy una persona violenta: ni siquiera antes de que Caitlin influyera en mí, me «gustaba» matar las moscas de la cocina. Y ahora estoy aquí, sentada, hablando de «desear» que se muera un extraño.

6

El tráfico de Coldean Lane, en plena hora punta, se había quedado detenido a causa del accidente y ya llegaba casi a los pies de la colina. A la izquierda se veía parte de las amplias dependencias de la finca de Moulescomb, de la posguerra; a la derecha, tras un muro de pedernal, se levantaban los árboles que marcaban el límite oriental de Stanmer Park, uno de los espacios verdes más grandes de la ciudad.

El agente Ian Upperton acercó lentamente el morro del coche patrulla al autobús parado que se encontraba al final de la cola y se asomó para ver la situación de la carretera más adelante. Luego, con la sirena rompiendo el frío silencio del invierno, se lanzó por el carril contrario.

El agente Tony Omotoso estaba sentado a su lado, en silencio, escrutando los vehículos de delante por si alguno, vencido por la impaciencia, intentaba hacer algo estúpido como salirse de la fila o dar media vuelta. «La mitad de los conductores no ven nada o llevan la música demasiado alta como para oír una sirena, y no miran al espejo más que para peinarse», pensó. Estaba tenso, agarrotado por la ansiedad, como siempre que se encontraba con una «colisión en carretera», tal cómo denominaban oficialmente a los accidentes de coche en el siempre cambiante léxico policial. Nunca sabías lo que te podías encontrar.

Si el accidente era grave, en muchos casos el coche pasaba de ser un amigo del conductor a un enemigo mortal que podía atravesarlo, rebanarlo, aplastarlo o, en algunos casos especialmente horribles, hasta cocerlo. En una fracción de segundo, de un tranquilo paseo escuchando música o charlando distendidamente, podías pasar a estar agonizando entre una maraña de metal con bordes afilados como cuchillas, perplejo e indefenso. Detestaba a los idiotas al volante, gente que conducía mal o temerariamente, y a los capullos que no se ponían el cinturón.

Ya estaban llegando a lo alto de la loma, donde había una intersección con una curva pronunciada, donde Ditchling Road se cruzaba con Coldean Lane, que discurría de oeste a este. Vio un Range Rover azul al principio de la cola, con las luces de avería puestas. Algo más allá había un BMW Serie 3 cabriolet atravesado en la carretera, con la puerta del conductor abierta y vacío. Tenía una hendidura enorme en forma de V detrás de la puerta. La rueda de atrás estaba hundida; la ventanilla, hecha añicos. Justo detrás se había concentrado un grupo de personas. Muchos se giraron al llegar el coche de Policía. Algunos se apartaron.

Por el hueco que se habían hecho, Omotoso pudo ver, en el otro lado de la rasante, una pequeña furgoneta Ford blanca parada de cara a ellos. En el suelo, cerca de la furgoneta, yacía inmóvil un motorista con las piernas abiertas y un rastro de sangre de color púrpura que le salía del interior del casco, negro, y que iba formando un charco en la carretera. A su lado había dos hombres y una mujer arrodillados. Uno de los hombres parecía estar hablándole. A unos metros se encontraba tirada una moto roja.

—Otra Fireblade —dijo Upperton, con expresión sombría, entre dientes, mientras detenía el coche.

La Honda Fireblade era la típica máquina del motociclista nostálgico, una de las preferidas de los cuarentones que habían llevado moto en su adolescencia y que, ahora que tenían algo de dinero, deseaban volver a tener una. Y naturalmente querían la máquina más rápida de la carretera, aunque no sabían realmente lo rápidas —y lo difíciles de manejar— que se habían vuelto las motocicletas modernas en los últimos años. Era una triste estadística, evidenciada por lo que Omotoso y Upperton —y como ellos decenas de agentes de la Policía de Tráfico— veían a diario: que el grupo de mayor riesgo no era el de los adolescentes gamberros, sino el de los ejecutivos de mediana edad.

Mientras paraban, Omotoso comunicó por radio que estaban en la escena y le dijeron que venían de camino una ambulancia y un equipo de bomberos.

—Más vale que venga el inspector, Hotel Tango Tres Nueve Nueve —le dijo al operador, dándole el indicativo del inspector de la Policía de Tráfico de servicio.

Aquello tenía mala pinta. Incluso desde allí se veía que la sangre no tenía el color claro y brillante de una herida superficial en el cráneo, sino el de una hemorragia interna, lo cual no presagiaba nada bueno.

Ambos hombres salieron del coche y analizaron la escena lo mejor y más rápidamente que pudieron. Algo que Tony Omotoso había aprendido en su trabajo era que no debía sacar conclusiones precipitadas sobre cómo se había producido un accidente. Pero por las marcas de derrape y la posición del coche y de la moto, parecía que el coche había cortado el paso a la moto, que debía de ir a gran velocidad a juzgar por los daños que le había provocado al coche, al que hizo girar sobre sí mismo.

Lo primero en su lista mental de prioridades era eliminar el riesgo para otros usuarios de la vía. Pero parecía que todo el tráfico estaba detenido en ambas direcciones. A lo lejos oyó el aullido de una sirena que se acercaba.

—Se echó a un lado, la muy estúpida. ¡Se echó a un lado, sin más! —le gritó una voz de hombre—. ¡Él no pudo hacer nada!

Haciendo caso omiso de la voz, los agentes se acercaron corriendo al motorista. Omotoso se colocó entre las personas que ya estaban a su lado y se arrodilló.

—Está inconsciente —dijo la mujer.

La pantalla tintada del casco de la víctima estaba bajada. El agente sabía que era importante no moverlo lo más mínimo. Con toda la delicadeza que pudo, levantó la pantalla y tocó el rostro del hombre, le abrió los labios y buscó la lengua en su interior.

—¿Puede oírme, señor? ¿Me oye?

A sus espaldas, Ian Upperton preguntó:

—¿Quién es el conductor del BMW?

Una mujer se le acercó, con un teléfono móvil apretado en la mano y blanca como el papel. Tenía unos cuarenta años y aspecto chabacano. Llevaba el pelo teñido de rubio y vestía una chaqueta vaquera con ribetes de piel, vaqueros y botas de ante.

Hablaba bajito, con la voz grave de una fumadora empedernida.

—Yo —dijo—. Mierda, mierda... No lo he visto. Se me acercó como una exhalación. No lo vi. La carretera estaba vacía —dijo. Estaba temblando, sobrecogida.

El agente, muy bregado, acercó la cara a la suya, mucho más de lo necesario para oírla. Quería olería o, más exactamente, olerle el aliento. Tenía buen olfato y en muchos casos lograba incluso detectar el alcohol de la noche anterior en alguien que se hubiera ido de juerga. Podía haber un mínimo rastro en ella, pero era difícil de decir, ya que estaba muy enmascarado en chicle de menta y el tufo a cigarrillo.

—¿Le importa pasar a mi coche, al asiento del acompañante? Estaré con usted dentro de unos minutos —dijo Upperton.

—¡Ella giró sin más! —le dijo un hombre vestido con un anorak que parecía no creerse lo que estaba viendo—. Yo estaba justo detrás de él.

—Me gustaría que me diera su nombre y dirección, señor —dijo el agente.

—Por supuesto. Ella giró sin más. Eso sí, él iba como una bala —admitió—. Yo iba en mi Range Rover —dijo, señalándolo con el pulgar—. Me pasó volando.

Upperton vio que llegaba la ambulancia.

—Volveré enseguida, señor —se disculpó, y salió corriendo al encuentro de los paramédicos.

El modo de tratar el caso desde aquel momento dependería mucho de su evaluación inicial. Si a los médicos les parecía que estaba muerto, habría que cerrar la carretera hasta que llegara el Equipo de Investigación de Accidentes e hiciera su examen. Mientras tanto, llamó a la central y pidió dos unidades más.

7

Las celebraciones de Navidad habían empezado pronto ese año. Sólo eran las nueve menos cuarto de la mañana del miércoles, y el superintendente Roy Grace estaba sentado en su despacho, luchando contra la resaca. No solía sufrir de resaca, o por lo menos en muy raras ocasiones, pero últimamente parecían haberse convertido en una presencia regular. A lo mejor era cosa de la edad: cumpliría cuarenta años en agosto. O quizá fuera...

¿Qué, exactamente?

Debería centrarse un poco más en sí mismo, lo sabía. Por primera vez en los casi diez años que habían pasado desde la desaparición de su esposa, Sandy, tenía una relación formal, con una mujer que adoraba. Hacía poco que le habían ascendido al frente de Delitos Graves, y el mayor obstáculo en su carrera, la subdirectora Alison Vosper, a la que nunca le había caído bien, iba a trasladarse al otro extremo del país para asumir el cargo de subcomisaria.

¿Por qué entonces seguía levantándose tan a menudo sintiéndose una mierda? ¿Por qué se ponía a beber de pronto de forma tan irresponsable?

¿Era porque sabía que Cleo, que estaba a punto de cumplir los treinta, estaba presionándole sutilmente —y a veces no de forma tan sutil— para que formalizaran su compromiso? Él ya se había mudado a vivir con ella y Humphrey, su perrito, un cachorro mestizo recogido en la calle, por lo menos de forma semipermanente. En parte era porque él quería estar con ella, pero también porque su colega, el sargento Glenn Branson, cuyo matrimonio estaba rompiéndose en pedazos, se había convertido en un inquilino cada vez más presente en su casa. Por mucho cariño que le tuviera, formaban una extraña pareja, y le resultaba más fácil dejar que Glenn se arreglara solo, aunque a Roy le dolía ver el estado en que le tenía la casa —y en particular el cómo le había dejado su adorada colección de vinilos y CD—. Apuró su segundo café de la mañana y desenroscó el tapón de una botella de agua con gas. La noche anterior había asistido a la cena de Navidad del personal del Depósito de Cadáveres de la Ciudad de Brighton y Hove, en un restaurante chino en el puerto deportivo, y luego, en vez de hacer lo sensato y volverse a casa, había seguido al grupo hasta el Rendezvous Casino, donde se había tomado varios coñacs —que siempre le daban una resaca terrible—, y había perdido en un momento 50 libras en la ruleta y 100 más en la mesa de blackjack hasta que, afortunadamente, Cleo le había sacado de allí.

Normalmente estaba en su despacho a las siete de la mañana, pero sólo hacía diez minutos que había llegado, y hasta aquel momento la única tarea que había podido llevar a cabo, aparte de prepararse un café, era conectarse al sistema informático. Y por la noche tendría que volver a salir, a la fiesta de jubilación de un superintendente en jefe llamado Jim Wilkinson.

Miró por la ventana, hacia el aparcamiento y el supermercado ASDA, al otro lado de la calle, y luego más allá, al paisaje urbano de su querida ciudad. Era una mañana fresca y luminosa, con un aire tan transparente que podía ver a lo lejos la alta chimenea blanca de la central eléctrica del puerto de Shoreham, con la franja azul del canal de la Mancha detrás, fundiéndose con el cielo a lo lejos, en el horizonte. Sólo llevaba en aquel despacho un par de meses, desde su traslado del otro extremo del edificio, donde sus únicas vistas consistían en el muro gris del bloque de celdas, así que aquellas vistas aún eran para él algo nuevo y motivo de alegría. Pero no aquel día.

Con la taza de café sujeta entre ambas manos, cayó en la cuenta de que estaba temblando. Mierda, ¿hasta qué punto se había emborrachado la noche anterior? Y por lo poco que podía recordar, Cleo no había bebido nada, lo cual no estaba mal, ya que así había podido llevarle de vuelta a casa. Y —¡joder!— ni siquiera recordaba si habían hecho el amor.

No debería de haber ido a trabajar en coche, lo sabía. Probablemente aún superaba la tasa. Sentía el estómago como una hormigonera y no estaba seguro de que comerse los dos huevos fritos que Cleo le había obligado a ingerir hubiera sido una buena idea. Tenía frío. Descolgó la americana del respaldo de su silla y volvió a ponérsela, luego echó un vistazo a la pantalla del ordenador, repasando los expedientes desde el día anterior —la lista de incidentes registrados en la ciudad de Brighton y Hove—. Cada minuto aparecían nuevas entradas, y las antiguas que seguían abiertas se iban actualizando.

Entre los casos más destacados había un ataque homófobo en Kemp Town y una agresión grave en King´s Road. Uno, que acababa de actualizarse, era una CC en Coldean Lane: una colisión entre un coche y una motocicleta. Se había introducido a las 08.32 y acababan de actualizar la información con la solicitud de un H900, el helicóptero de la Policía con personal sanitario.

«No pinta bien», pensó, estremeciéndose ligeramente. Le gustaban las motos; en sus años de juventud había tenido una, cuando se alistó en la Policía y salía con Sandy, pero desde entonces no había vuelto a subirse a una. Un ex compañero que acababa de jubilarse, Dave Gaylor, se había comprado una estupenda Harley negra con ruedas rojas y, ahora que su nuevo puesto le permitía disponer libremente de un coche del cuerpo, sentía la tentación de cambiar su Alfa Romeo, declarado recientemente siniestro total tras una persecución, por una moto. Eso cuando los cabrones de la compañía de seguros por fin soltaran la pasta —o más bien, «si» la soltaban—. Pero cuando se lo había mencionado a Cleo, ella se había encendido, a pesar de que ella misma era algo temeraria al volante.

Cada vez que él sacaba el tema, Cleo, que era «técnica superior de patología anatómica» (como eran denominados los forenses jefes) del Depósito de Cadáveres de la Ciudad de Brighton y Hove, solía recitarle una letanía de lesiones mortales que presenciaba de forma regular en los desdichados motoristas que acababan en las camillas del depósito. Y Roy sabía que en algunos círculos médicos, especialmente entre los que trabajaban con accidentados, donde el humor negro dominaba, los motoristas eran apodados «donantes sobre ruedas».

Aquello explicaba la presencia de un montón de revistas de motor, con pruebas de carretera y anuncios de coches usados —pero no motos— apiladas en unos pocos centímetros cuadrados, a un lado de su congestionado escritorio.

Además de todos los dosieres relacionados con su nuevo puesto y las montañas de archivos del Departamento de Justicia Criminal sobre juicios en curso, tras la marcha repentina de un colega había heredado de nuevo el mando de todos los archivos de casos abiertos de asesinatos de la Policía de Sussex. Algunos estaban en cajas de plástico verdes, que ocupaban la mayoría de la superficie del suelo que dejaban libre su escritorio, la pequeña mesa de reuniones redonda y sus cuatro sillas, y su maletín de cuero negro, que contenía todo el equipo y las prendas protectoras que necesitaba llevar consigo a la escena de un delito.

Sus investigaciones sobre los casos abiertos progresaban con una lentitud exasperante, en parte porque ni él ni nadie más en el cuartel general del Departamento de Investigación Criminal tenía tiempo suficiente para trabajar en ellos, y en parte porque no había mucho más que hacer, a menos que cambiara algo. La Policía tenía que esperar algún avance en la ciencia forense, como que mejoraran los análisis de ADN, que revelara alguna sospecha, o que la relación entre familiares cambiara —quizás una esposa que anteriormente hubiera mentido para proteger a su esposo se sintiera dolida y decidiera delatarlo—. No obstante, la situación iba a cambiar, porque se había designado a un nuevo equipo para que trabajara a sus órdenes en la revisión de los casos abiertos más destacados.

A Grace esos casos le hacían sentir mal, y la visión de las cajas era un recordatorio constante de que, para aquellas víctimas, él era la última oportunidad de que se hiciera justicia, la última oportunidad que tenían las familias de descansar por fin.

Conocía de memoria el contenido de la mayoría de los archivos. Estaba el caso de un veterinario homosexual llamado Richard Ventnor, que había aparecido apaleado hasta la muerte en su consulta doce años atrás. Otro, que le había conmovido profundamente, era el de Tommy Lytle, su caso abierto más antiguo. A los once años, veintisiete años atrás, Tommy había salido del colegio una tarde de febrero en dirección a casa. Nunca habían vuelto a verlo.

Volvió a echar un vistazo a los archivos del Departamento de Justicia Criminal. La burocracia que exigía el sistema era casi increíble. Tragó un poco de agua, preguntándose por dónde empezar. Entonces decidió dejar aquello y repasar su lista de regalos de Navidad. Pero no pasó del primero, una petición de los padres de su ahijada de nueve años, Jaye Somers. Sabían que a él le gustaba hacerle regalos que le hicieran pensar que era guay, y no un viejo aburrido. Y le sugerían un par de botas Ugg de ante negro, talla 35. ¿Dónde iba a encontrar unas botas Ugg?

Había alguien que seguro que sabía la respuesta. Miró a una de las cajas verdes, la cuarta en un montón a la derecha de su escritorio. El Hombre del Zapato. Un caso abierto que hacía tiempo que le tenía intrigado. A lo largo de varios años, el Hombre del Zapato había violado a seis mujeres en Sussex; a una de ellas la había matado, probablemente de forma accidental, al asustarse, o eso habían deducido. Entonces, de forma inexplicable, dejó de hacerlo. Puede que fuera porque su última víctima se había revuelto desesperadamente y había conseguido arrancarle parte de la máscara, lo cual había hecho posible que se trazara un dibujo-robot del agresor; tal vez aquello le hubiera asustado. O quizás hubiera muerto. O puede que se hubiera ido a otro lugar.

Tres años atrás habían arrestado a un ejecutivo de Yorkshire de cuarenta y nueve años que había violado a una serie de mujeres a mediados de los años ochenta; en todos los casos les había quitado los zapatos. Durante un tiempo la Policía de Sussex había albergado la esperanza de que fuera su hombre, pero los análisis de ADN lo habían descartado. Además, los métodos de ambos violadores eran similares, pero no idénticos. James Lloyd, el tipo de Yorkshire, les quitaba ambos zapatos a sus víctimas. El Hombre del Zapato de Sussex sólo se llevaba uno, siempre el del pie izquierdo, junto con las medias de sus víctimas. Por supuesto, podía ser que hubiera más de seis. Uno de los problemas al seguirles la pista a los violadores era que muchas veces las víctimas se avergonzaban de tener que dar la cara.

De entre todos los delincuentes, los que Grace más odiaba eran los pedófilos y los violadores. Esos tipos destruían la vida de sus víctimas para siempre. Nadie se recuperaba por completo del ataque de un pedófilo o de un violador. Las víctimas podían intentar recomponer sus vidas, pero nunca olvidarían lo que les había pasado.

Él había ingresado en el cuerpo no sólo porque su padre hubiera sido policía, sino porque realmente quería trabajar en algo que cambiara el mundo —aunque sólo fuera mínimamente—. Animado por los avances tecnológicos de los últimos tiempos, había ido creándose un objetivo primordial: que los responsables del sufrimiento de las víctimas de los casos que llenaban todas aquellas cajas respondieran un día ante la justicia. Todos y cada uno de aquellos cabrones. Y en lo más alto de su lista estaba el repulsivo Hombre del Zapato. Un día.

Un día, el Hombre del Zapato desearía no haber nacido.

8

Lynn salió de la consulta del médico a toda prisa. Subió la cuesta hasta su pequeño Peugeot naranja destartalado, al que le faltaba un tapacubos, y se metió en el coche. Generalmente lo dejaba abierto con la esperanza —aún incumplida— de que alguien lo robara y pudiera cobrar el seguro.

El año anterior, el mecánico le había dicho que no podría pasar la siguiente inspección de seguridad y emisiones si no le hacían una revisión a fondo, y que aquello costaría más de lo que valía el coche. Dentro de una semana le tocaba pasar la inspección, y ya estaba temblando.

Mal habría podido reparar el coche personalmente: él lo reparaba todo. Dios, cómo echaba de menos aquello. Y tener a alguien con quien hablar en momentos como aquél. Alguien que le diera apoyo en la conversación que estaba a punto de tener —y que tanto temía— con su hija.

Sacó el teléfono móvil del bolso y llamó a su mejor amiga, Sue Shackleton, mientras apretaba los ojos para impedir que le cayeran las lágrimas. Sue estaba divorciada, como ella, y tenía cuatro hijos a su cargo. Y además, parecía derrochar siempre una alegría incontenible.

Mientras hablaba, Lynn vio a un guardia de tráfico caminando con aire arrogante por la calzada, pero no tenía nada que temer, ya que el ticket pegado a la ventanilla le permitía seguir estacionada una hora más. Sue era la de siempre, simpática pero realista.

—A veces ocurren estas cosas, cariño. Conozco a un tipo al que le trasplantaron un riñón, será hace unos siete años, y está muy bien.

Lynn asintió al oír hablar del amigo de Sue, al que conocía.

—Sí, pero esto es un poco diferente. Con la diálisis puedes sobrevivir durante años si no llega el trasplante de riñón, pero no es lo mismo cuando te falla el hígado. No hay otra opción. Tengo miedo por ella, Sue. Es una operación importante. Podían fallar muchas cosas. Y el doctor Hunter ha dicho que no puede garantizar el éxito. Quiero decir... ¡Joder, que sólo tiene quince años, por Dios!

—Entonces, ¿cuál es la alternativa?

—Ése es el problema. No la hay.



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