Muerte prevista - Peter James - E-Book

Muerte prevista E-Book

Peter James

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Beschreibung

Un hecho cotidiano hace que una familia caiga en las redes de una peligrosa organización. Cuando Tom Bryce encuentra un CD que alguien ha olvidado en el asiento contiguo del tren en el que viaja, hace lo que cualquier persona decente haría: lo recoge y, cuando llega a casa, intenta averiguar a quién pertenece para poder devolvérselo. Sin embargo, su buena fe topará con el escalofriante contenido del disco: un estremecedor asesinato. A partir de ese momento, su vida y la de su familia comienzan a correr peligro. Al poco tiempo aparece el cadáver decapitado de una joven cuya identidad se desconoce; la única pista de la que dispondrá la policía será la presencia de un escarabajo oculto entre los restos de la víctima, en lo que parece ser el indicio de un juego macabro. Al frente de la investigación se colocará el peculiar detective Roy Grace, especializado en la resolución de casos que llevan años sin resolver, y cuyo pasado y personales métodos, entre los que se halla su fe en la videncia para la resolución de los crímenes más complicados, le confieren una discutida posición dentro del cuerpo de policía. Un nuevo caso investigado por Roy Grace.  ---  «La segunda novela de la serie ambientada en Brighton confirma el talento de Peter James para crear una trama de gran calidad y un suspense que atrapa desde el primer momento» - The Guardian «Un magnífico relato de codicia, seducción y traición.» - Daily Telegraph «La mejor novela de suspense de Peter James. Apasionante, angustiosa. Un complejo rompecabezas.» - The Times  «Como una especie de Ian Rankin del sur, James se hace con las delicias de la que se podría denominar la ciudad más relajante de Inglaterra y las vuelve del revés.» - Independent on Sunday

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Seitenzahl: 662

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Muerte prevista

Muerte prevista

Título original: Looking Good Dead

© 2006 by Peter James. Reservados todos los derechos.

© 2025 Skinnbok ehf.. Reservados todos los derechos.

ePub: Skinnbok ehf.

ISBN:978-9979-64-763-8

1

Se abrió la puerta de la casa adosada, otrora imponente, y una mujer joven de piernas largas, con un vestido corto de seda que parecía pegársele al cuerpo y flotar al mismo tiempo, salió al magnífico sol de junio en la última mañana de su vida.

Hacía un siglo, estas villas altas y blancas, a tiro de piedra del paseo marítimo de Brighton, eran residencias de fin de semana de señoritos londinenses. Ahora, tras sus fachadas mugrientas, quemadas por la sal, estaban divididas en estudios y pisos de alquiler barato; los porteros automáticos habían sustituido hacía tiempo a las aldabas de latón de las puertas de entrada; por su parte, las bolsas de basura escupían desperdicios a las aceras debajo de los tablones horteras de las agencias inmobiliarias. Varios de los coches estacionados en la calle, apretados en plazas de aparcamiento insuficientes, estaban abollados y oxidados, y todos habían sido bombardeados por excrementos de paloma y de gaviota.

Por el contrario, la joven irradiaba clase: el movimiento despreocupado de su pelo largo y rubio, las gafas que se ajustó en la cara, el caro brazalete Cartier, el bolso de Anya Hindmarsh colgado del hombro, el contorno tonificado de su cuerpo, el bronceado mediterráneo, la estela de Issey Miyake que impregnaba el monóxido de la hora punta con un escalofrío de sexualidad; era el tipo de chica que se sentiría como pez en el agua en los pasillos de Bergdorf Goodman, en la barra de un hotel Schrager o en la popa de un yate enorme en Saint Tropez.

No estaba mal para una estudiante que se las iba apañando con una beca exigua.

Tras la muerte de su madre, el padre de Janie Stretton, con su sentimiento de culpa, la había malcriado demasiado como para contemplar la idea en algún momento de que su hija simplemente se las apañara. A ella le resultaba fácil ganar dinero. Ganarlo gracias a su futura profesión era un tema totalmente distinto. La abogacía era difícil. Tenía cuatro años de Derecho a sus espaldas y ahora estaba en el primero de los dos años de prácticas en un bufete de abogados de Brighton, trabajando para un abogado matrimonialista, y le gustaba, aunque algunos de los casos eran raros, incluso para ella.

Como el afable ancianito de setenta años de ayer, Bernie Milsin, con su pulcro traje gris y su corbata cuidadosamente anudada. Janie se había sentado discretamente en una silla en un rincón del despacho, mientras el socio de treinta y cinco años con el que hacía las prácticas, Martin Broom, tomaba notas. El señor Milsin se quejaba de que la señora Milsin, que era tres años mayor que él, no le daba de comer hasta que le hacía sexo oral. «Tres veces al día», le contó a Martin Broom. «No puedo seguir haciéndolo, no a mi edad, estas rodillas artríticas me duelen demasiado».

Apenas pudo contener las carcajadas y vio que a Broom también le costaba aguantarse. Así que no eran sólo los hombres los que tenían necesidades pervertidillas. Al parecer, ambos sexos las tenían. Todos los días se aprendía algo nuevo y, a veces, desconocía dónde adquiría la mayoría de sus conocimientos, en la misma facultad de Derecho de la Universidad de Southampton o en la «Universidad de la Vida».

El pitido de un mensaje entrante rompió su cadena de pensamientos justo cuando llegaba a su Mini Cooper rojo y blanco. Miró la pantalla: «esta noche 8.30?».

Janie sonrió y contestó con un escueto: «Besos». Luego esperó a que acabara de pasar un autobús seguido por una fila de vehículos, abrió la puerta del coche y se quedó sentada un momento, para reorganizar sus pensamientos, para pensar en las cosas que tenía que hacer.

Bins, su gato, tenía un bulto en el lomo que cada día era mayor. No le gustaba la pinta que tenía y quería llevarlo al veterinario para que le echara un vistazo. Había encontrado a Bins, un gato perdido sin nombre, hacía dos años, esquelético y muerto de hambre, intentando levantar la tapa de uno de sus cubos de basura. Lo había hecho entrar en casa y el gato no había dado muestras de querer marcharse. Y luego decían que los gatos son independientes, había pensado, o quizás era porque lo malcriaba. Pero, qué diablos, Bins era un animal cariñoso y Janie no tenía a nadie más a quien malcriar. Intentaría pedir hora para la tarde. Calculó que si iba al veterinario a las seis y media aún le quedaría mucho tiempo.

A la hora de comer, tenía que ir a comprar una tarjeta de felicitación y un regalo para su padre, que cumpliría cincuenta y cinco años el viernes. Hacía un mes que no lo veía; había estado en Estados Unidos en viaje de negocios. Parecía pasar mucho tiempo fuera últimamente, cada vez viajaba más. Buscaba a esa mujer que quizás estaba ahí fuera y podía sustituir a la esposa, y madre de su hija, que había perdido. Nunca hablaba del tema, pero Janie sabía que se sentía solo —y que estaba preocupado por su negocio, que parecía atravesar una mala racha—. Y vivir a ochenta kilómetros de él no ayudaba.

Mientras se ponía y se abrochaba el cinturón, no se percató en absoluto del gran objetivo que la enfocaba ni del zumbido silencioso de la cámara digital Pentax, situada a más de doscientos metros, ni remotamente audible con el alboroto de fondo del tráfico.

—Va para allá —dijo el hombre por el móvil, observándola a través del retículo estable.

—¿Estás seguro de que es ella? —La voz que contestó era precisa, afilada como el acero dentado.

Estaba muy buena, pensó. Incluso tras días y noches vigilándola, veinticuatro horas al día, siete días a la semana, dentro y fuera de su piso, seguía siendo un placer. La pregunta apenas merecía respuesta.

—Sí —dijo—, estoy seguro.

2

—Estoy en el tren —gritó por el móvil el capullo obeso con cara de niño que estaba sentado a su lado—. En el tren. ¡¡En el tren!! —repitió—. Sí, sí, te oigo mal.

Entonces, entraron en un túnel.

—Mierda —dijo el capullo.

Encorvado en su asiento, entre el capullo, a su derecha, y una chica, a su izquierda, que llevaba un perfume empalagosamente dulce y que escribía un mensaje de móvil frenéticamente, Tom Bryce contuvo una sonrisa. Era un hombre guapo y afable de treinta y seis años, llevaba un traje elegante, tenía un rostro serio e infantil marcado por el estrés, y el cabello castaño oscuro le caía sin cesar sobre la frente. Se sentía languidecer en el calor sofocante, como el pequeño ramo de flores que rodaba por el portaequipajes y que había comprado para su mujer. La temperatura dentro del vagón era de treinta y dos grados y parecía aún más alta. El año pasado viajaba en primera clase, donde los vagones estaban un poquito mejor ventilados —o, como mínimo, menos repletos de gente—, pero este año tenía que ahorrar. Aunque le seguía gustando sorprender a Kellie con flores una vez a la semana.

Medio minuto después, tras salir del túnel, el capullo clavó el dedo en una tecla y la pesadilla continuó.

—¡¡¡Acabamos de pasar por un túnel!! —chilló, como si aún estuvieran dentro—. ¡¡¡Sí, increíble, joder!!! ¿Cómo puede ser que no tengan un cable o algo, ya sabes, para mantener la conexión? Dentro del túnel, ¿verdad? Algunos túneles de autopista sí que tienen, ¿no?

Tom intentó dejar de escucharle y concentrarse en los mensajes de correo electrónico de su Mac portátil, que no paraba de moverse con el traqueteo. Otro final de mierda para otro día de mierda en la oficina. Aún tenía que responder a más de cien mensajes, y con cada minuto se descargaban más. Los borraba todas las noches antes de irse a la cama: era la norma que se había impuesto, el único modo de tener el trabajo al día. Algunos eran chistes que podría consultar más tarde y otros eran archivos adjuntos escabrosos enviados por amigos suyos y que había aprendido a no arriesgarse a mirar en vagones de tren atestados de gente desde aquella vez en la que, sentado al lado de una mujer de aspecto remilgado, había abierto un archivo de PowerPoint en el que se veía a una rubia desnuda practicando una felación a un burro.

El tren traqueteaba, se sacudía, temblaba, luego vibró en golpes breves al entrar en otro túnel, ya cerca de casa. Arriba, el viento rugía por los bordes de la ventana abierta y el eco de las paredes negras aullaba con él. De repente, el vagón olía a calcetines gastados y a hollín. Un maletín se deslizó en el portaequipajes y Tom alzó la vista, nervioso, para comprobar que no iba a caerle encima o aplastar las flores. Delante, en un panel publicitario vacío colgado en la pared, encima de la cabeza de una chica regordeta y de aspecto hosco que llevaba una falda estrecha y leía la revista Heat, alguien había pintado con letras negras y torpes: «GAVIOTAS CAPUYOS».

Bravo por los hinchas del fútbol, pensó Tom. Ni siquiera sabían escribir «capullos».

Le resbalaban gotas de sudor por la nuca y las costillas; más se deslizaban por todos los espacios donde aún no tenía la entallada camisa blanca pegada al cuerpo por el sudor. Se había quitado la chaqueta del traje y se había aflojado la corbata, y le apetecía quitarse los mocasines Prada, que le apretaban. Levantó la cara húmeda de la pantalla al salir del túnel y al instante, el aire cambió y se volvió más dulce, con el aroma a hierba de los Downlands; dentro de unos minutos percibiría un suave matiz a sal procedente del canal de la Mancha. Después de catorce años de ir y volver de casa al trabajo, Tom sabría decir con los ojos cerrados cuándo estaba acercándose a Brighton.

Miró por la ventana los campos, las granjas, las torres de alta tensión, un embalse, las colinas suaves y distantes, luego volvió a centrarse en sus mensajes. Leyó y borró uno de su director de ventas, luego contestó una queja: otro cliente clave enfadado porque no le había llegado a tiempo un pedido para una gran función veraniega. Esta vez, habían sido bolígrafos personalizados; anteriormente, sombrillas de golf estampadas. Su departamento de pedidos y envíos era un desastre, en parte por culpa de un sistema informático nuevo y en parte por el idiota que lo gestionaba. En un mercado ya duro de por sí, aquello perjudicaba muchísimo a su negocio. Había perdido dos grandes clientes —los coches de alquiler Avis y los ordenadores Apple— en favor de la competencia. Genial.

El negocio estaba hundiéndose bajo el peso de las deudas. Se había expandido demasiado deprisa, se había marcado objetivos excesivamente ambiciosos. Y en casa estaba hipotecado hasta las cejas. Nunca tendría que haber dejado que Kellie lo convenciera para mudarse de casa, no cuando el mercado estaba bajando, y el negocio, en recesión. Ahora se esforzaba por mantenerse solvente. El negocio ya no daba ni para cubrir los costes indirectos. Y, a pesar de todo lo que le dijo, la obsesión de Kellie por gastar dinero no daba tregua. Casi todos los días compraba algo nuevo, principalmente en eBay, algo que según su lógica era una ganga; por lo tanto, no contaba. Y, además, le decía ella, él siempre estaba comprándose ropa cara de diseño, ¿cómo podía quejarse? Al parecer, no importaba que sólo se comprara ropa en rebajas y que tuviera que estar elegante para el trabajo.

Tom estaba tan preocupado que incluso había hablado del derroche de su mujer con un amigo que había ido a terapia por depresión después de divorciarse. Entre vodkas con martini, una bebida en la que Tom encontraba cada vez más consuelo en los últimos meses, Bruce Watts le contó que había personas que gastaban dinero compulsivamente y que se las podía tratar. Se preguntó si Kellie estaba tan mal como para solicitar una orden que la obligara a seguir un tratamiento; de todos modos, si así era, ¿cómo sacaba el tema?

El capullo comenzó de nuevo.

—¡Hola, Bill! ¡Soy Ron, sí! ¡Ron de Parts! ¡¡¡Sí, eso es!!! ¡¡¡He pensado que debería advertirte sobre...!!! Mierda. ¿¿Bill??? ¿¿Hola??

Tom alzó la mirada sin mover la cabeza. Sin cobertura. ¡Divina providencia! A veces sí que se podía creer que Dios existía. Luego, oyó el lamento de otro teléfono.

El suyo, comprendió de repente, al notar la vibración en el bolsillo de la camisa. Echó una mirada furtiva a su alrededor, lo sacó, miró el nombre de quien le llamaba y contestó tan alto como pudo.

—¡¡¡Hola, cielo!!! —dijo—. ¡¡Estoy en el tren!! ¡¡En el tren!! ¡¡Va con retraso!! —Sonrió al capullo, saboreando unos momentos de dulce y deliciosa venganza.

Mientras continuaba hablando con Kellie, bajando la voz a un tono más civilizado, el tren entró en la estación de Preston Park, la última parada antes de su destino, Brighton. El capullo, que cogió una minúscula bolsa de deporte barata, y un par de personas más se bajaron del vagón y, luego, el tren prosiguió la marcha. Hasta que colgó el teléfono unos momentos después, Tom no vio el CD en el asiento de al lado, que el capullo acababa de dejar libre.

Lo cogió y lo examinó en busca de alguna pista sobre cómo localizar al propietario. La caja era de plástico opaco, y no había ninguna etiqueta ni nada escrito. La abrió y sacó el disco plateado, le dio la vuelta y lo inspeccionó con cuidado, pero tampoco había nada. Lo cargaría en el ordenador y lo abriría para ver si le proporcionaba alguna información y, en caso contrario, decidió que lo dejaría en Objetos Perdidos. El capullo no se lo merecía, pero...

Un alto escarpe de tierra caliza se elevaba pronunciadamente a cada lado del tren. Luego, a la izquierda, daba paso a casas y a un parque. Dentro de unos momentos, entrarían en la estación de Brighton. No había tiempo para comprobar el CD; decidió echarle un vistazo en casa esa misma noche.

Si hubiera tenido el más mínimo presentimiento del impacto devastador que iba a tener en su vida, habría dejado el maldito disco en el asiento.

3

Entrecerrando los ojos para no deslumbrarse con el sol bajo de la tarde, Janie miró aterrorizada el reloj en el salpicadero de su Mini Cooper, luego volvió a comprobar la hora en su reloj de muñeca. Las 19.55, Dios santo. «Casi estamos en casa, Bins», dijo con la voz tensa; maldijo el tráfico del paseo marítimo de Brighton y deseó haber tomado una ruta distinta. Luego, se metió una tira de chicle en la boca.

A diferencia de su dueña, el gato no tenía una cita caliente y no tenía prisa. Estaba tumbado plácidamente en su cesto de mimbre, en el asiento del copiloto del coche, mirando con aire taciturno al frente por entre las barras, enfurruñado, quizá, porque lo hubiera llevado al veterinario. Janie alargó la mano para estabilizar el cesto mientras giraba, demasiado deprisa, para entrar en su calle, luego redujo, buscando un sitio donde aparcar y esperando con todas sus fuerzas tener suerte.

Había regresado mucho más tarde de lo que había planeado, por culpa de su jefe, que la había retenido en el despacho —precisamente hoy— para que lo ayudara a preparar las notas para una reunión que tenían por la mañana con un abogado sobre un caso de divorcio especialmente amargo.

El cliente era un vago arrogante y atractivo que se había casado con una rica heredera y que ahora iba a sacarle todo el dinero que pudiera. Janie lo había despreciado desde el momento en que lo conoció, en el despacho de su jefe hacía unos meses; creía que era un parásito y esperaba, en el fondo, que no recibiera ni un penique. Jamás le había confiado su opinión a su jefe, aunque sospechaba que él sentía lo mismo.

Luego, había tenido que aguardar media hora en la sala de espera a que por fin la hicieran pasar con Bins a ver al señor Conti. Y no había sido en absoluto una consulta satisfactoria. Cristian Conti, joven y bastante moderno para ser veterinario, examinó largamente el bulto en el lomo de Bins y, luego, le realizó una revisión general. Entonces, le pidió que le llevara el gato al día siguiente para hacerle una biopsia, por lo que a Janie le entró el pánico y pensó que el veterinario sospechaba que el bulto era un tumor.

El señor Conti había hecho todo lo posible por disipar sus miedos y había enumerado las otras posibilidades, pero Janie había salido con Bins de la consulta temiéndose lo peor.

Más adelante, vio un pequeño espacio entre dos coches, a poca distancia de su casa. Frenó y puso la marcha atrás.

—¿Estás bien, Bins? ¿Tienes hambre?

En los dos años que hacía que se conocían, Janie le había cogido mucho cariño al animal anaranjado y blanco, con sus ojos verdes y larguísimos bigotes. Había algo en esos ojos, en todo su comportamiento, en la forma en que se acurrucaba a su lado, ronroneaba, se dormía con la cabeza en su regazo cuando veía la televisión y, luego, le lanzaba una de esas miradas que parecían tan condenadamente humanas, tan adultas, tan sabias. Tenía razón quienquiera que hubiera dicho: «A veces cuando juego con mi gato, me preguntó si no será mi gato el que juega conmigo».

Dio marcha atrás para aparcar, y lo hizo fatal, luego volvió a intentarlo. Tampoco le quedó perfecto, pero tendría que bastar. Cerró el techo corredero, cogió la caja, se bajó del coche y se detuvo a comprobar la hora una vez más, por si, milagrosamente, la había mirado mal la última vez. Pero no. Ahora eran las ocho menos uno.

Sólo tenía media hora para dar de comer a Bins y prepararse. Su cita era un maniático del control que insistía en dictar exactamente cómo debía ir cada vez que se veían. Tenía que llevar los brazos y las piernas recién depilados; tenía que ponerse exactamente la misma cantidad de Issey Miyake en los mismos lugares; tenía que lavarse el pelo con el mismo champú y acondicionador, y tenía que maquillarse exactamente igual. Además, debía llevar hecha la depilación brasileña con una perfección microscópica.

Le comunicaba de antemano qué vestido llevar, qué joyas lucir e, incluso, en qué parte del piso quería que estuviera esperando. Iba todo en contra de su forma de ser; ella siempre había sido una chica independiente y no había permitido nunca que ningún hombre la mangoneara. Y, sin embargo, había algo en aquel hombre que la tenía enganchada. Era tosco, de la Europa del Este, de complexión fuerte y vestía ostentosamente, mientras que todos los hombres con los que había salido con anterioridad eran cultos, refinados y elegantes. Y tras sólo tres citas había caído en sus redes. El mero hecho de pensar en él la excitaba.

Mientras cerraba el coche y se daba la vuelta para dirigirse a su piso, ni siquiera se fijó en el único coche de la calle que no estaba cubierto de excrementos endurecidos de paloma y gaviota, un Volkswagen GTI negro y reluciente con los cristales tintados, aparcado a poca distancia de ella. Un hombre, invisible al mundo exterior, sentado en el asiento del conductor, la observaba a través de unos minúsculos prismáticos mientras marcaba un número en su móvil de tarjeta.

4

Poco después de las siete y media, Tom Bryce pasaba con su Audi deportivo plateado por delante de las pistas de tenis, luego por la zona recreativa abierta y flanqueada de árboles de Hove Park, atestada de gente paseando al perro, practicando deportes, haciendo el vago en la hierba, disfrutando de las últimas horas de aquel largo día de principios de verano.

Tenía las ventanillas bajadas y el interior del coche se llenó con suaves ráfagas de aire impregnado de olor a hierba recién cortada y la voz relajante de Harry Connick Jr., a quien adoraba, pero que a Kellie le parecía hortera. Tampoco le gustaba Sinatra. Los buenos cantantes no eran lo suyo; le gustaban cosas como el house, el garage, todos esos sonidos electrónicos con los que él no conectaba.

Cuanto más tiempo llevaban casados, menos parecían tener en común. No recordaba la última película en la que habían estado de acuerdo; el programa de Jonathan Ross los viernes por la noche era casi lo único que se sentaban a ver juntos en la tele regularmente. Pero se querían, de eso estaba seguro, y los niños estaban por encima de todo. Lo eran todo.

Este momento del día era el que más le gustaba, la ilusión de llegar a casa con la familia a la que adoraba. Y esta noche, el contraste entre el calor asqueroso y pegajoso de Londres y del tren con este momento agradable de ahora parecía incluso más pronunciado.

De mejor humor a cada segundo, cruzó la intersección con la elegante Woodland Drive, apodada la Calle de los Millonarios, con su larga hilera de espléndidas casas, muchas de ellas con vistas a un bosquecillo en la parte de atrás. Kellie anhelaba vivir allí algún día, pero de momento estaba muy por encima de sus posibilidades, y seguramente siempre lo estaría, tal como pintaban las cosas, pensó con tristeza. Siguió hacia el oeste, por el más modesto Goldstone Crescent, flanqueado a cada lado de cuidadas casas pareadas, y giró a la derecha para entrar en Upper Victoria Avenue.

Nadie sabía por qué se llamaba Upper, puesto que no había ninguna Lower Victoria Avenue. Su anciano vecino, Len Wainwright —a quien Kellie y él apodaban secretamente la Jirafa, porque medía casi dos metros quince—, había anunciado, en uno de sus muchos momentos de erudición no precisamente deslumbrante, desde el otro lado de la valla del jardín que debía de ser porque la calle subía por una cuesta bastante empinada. No era una gran explicación, pero nadie había logrado aportar ninguna mejor.

Upper Victoria Avenue formaba parte de una urbanización de treinta años de antigüedad, pero todavía no parecía haber alcanzado la madurez. Los plátanos de la calle aún eran arbolitos altos en lugar de árboles hechos y derechos, el ladrillo rojo de las casas pareadas de dos pisos aún parecía nuevo, las vigas de madera imitación Tudor del revestimiento del tejado todavía no estaban estropeadas por la carcoma o el tiempo. Era una calle tranquila, con una pequeña hilera de tiendas en la parte de arriba, en la que vivían en su mayoría parejas jóvenes con niños, aparte de Len y Hilda Wainwright, que se habían trasladado desde Birmingham tras jubilarse siguiendo la recomendación de su médico sobre que el aire del mar haría bien al asma de Hilda. Tom opinaba que reducir los cuarenta cigarrillos que se fumaba al día tal vez habría sido mejor opción.

Metió el Audi en el estrecho espacio del garaje abierto, junto al Espace herrumbroso de Kellie, se guardó el móvil en el bolsillo y bajó del coche, con el maletín y las flores. El quiosco al otro lado de la calle aún estaba abierto, igual que el pequeño gimnasio, pero la peluquería, la ferretería y la inmobiliaria ya habían cerrado. Un poco más abajo, dos chicas adolescentes esperaban en la parada del autobús, de punta en blanco para salir de fiesta, las minifaldas tan cortas que podía ver dónde les comenzaba el trasero. Notando una clara punzada de lujuria, sus ojos se detuvieron en ellas unos instantes, recorriendo sus piernas desnudas mientras compartían un cigarrillo.

Entonces oyó que se abría la puerta de casa y que la voz de Kellie anunciaba con emoción:

—¡Papá está en casa!

Como hombre de marqueting que era, a Tom siempre se le habían dado bien las palabras, pero si alguien le hubiera pedido que describiera cómo se sentía en ese momento, todas las tardes entre semana, cuando llegaba a casa y escuchaba el saludo de las personas que más le importaban en este mundo, dudaba que hubiera podido hacerlo. Era una oleada de alegría, de orgullo, de verdadero amor. Si pudiera detener el tiempo en un momento de su vida, sería en éste, ahora, mientras estaba frente a la puerta abierta, sintiendo los fuertes abrazos de sus hijos, mirando a Lady, su pastor alemán, con la correa en la boca, la esperanza en su cara, golpeando el suelo con la pezuña, moviendo como una loca el rabo del tamaño de una secuoya gigante. Y luego, ver el rostro sonriente de Kellie.

Estaba en la puerta con un peto vaquero y una camiseta blanca, la cara enmarcada por los rizos rubios, iluminada por esa sonrisa maravillosa suya. Entonces, Tom le dio el ramo de flores rosas, amarillas y blancas.

Kellie hizo lo que hacía siempre cuando le regalaba flores. Con sus ojos azules centelleantes de alegría, las giró en sus manos un momento y dijo:

—Vaya, guau. —Lo dijo como si realmente fuera el ramo más bonito que hubiera visto en su vida. Luego, se las acercó a la nariz, esa naricilla respingona que adoraba, y las olió—. ¡Guau! Vaya, ¡rosas! Mis flores preferidas en mis colores preferidos. ¡Eres tan detallista, cielo! —Y le dio un beso.

Esa noche en concreto, su beso fue más largo, más prolongado de lo normal. ¿Quizás hoy habría suerte? O quizá, Dios no lo quisiera, pensó durante un instante mientras una nube le ensombrecía el corazón, estaba preparándolo para comunicarle una nueva compra insensata que había realizado en eBay.

Sin embargo, Kellie no le dijo nada cuando entró, y Tom no vio ninguna caja, ningún envoltorio, ningún embalaje, ningún aparatejo o chisme nuevo. Y, diez minutos después, tras despojarse de su ropa pegajosa, después de darse una ducha y ponerse unos pantalones cortos y una camiseta, su humor oscilante recuperó su tendencia estable y ascendente, aunque temporal.

Max, de siete años, catorce semanas y tres días «exactos», se había aficionado a Harry Potter. También a los brazaletes de goma, y lucía orgulloso uno blanco que rezaba: «HAGAMOS QUE LA POBREZA SEA HISTORIA», y otros blancos y negros contra el racismo que decían: «LEVÁNTATE. HABLA».

Tom, contento de que Max se interesara por el mundo aunque no comprendiera del todo el significado de los eslóganes, se sentó en la silla junto a la cama de su hijo en el pequeño cuarto con papel de pared amarillo intenso. Le leía en voz alta, repasando los libros por segunda vez, mientras Max, enroscado en su cama, asomando la cabeza por el edredón de Harry Potter, el pelo rubio alborotado, los grandes ojos abiertos, lo absorbía todo.

Jessica, de cuatro años, tenía dolor de muelas y estaba en plena rabieta: no le interesaba ningún cuento. Sus berreos, que llegaban a través de la pared del cuarto, parecían inmunes a los esfuerzos de Kellie por tranquilizarla.

Tom terminó el capítulo, dio un beso de buenas noches a su hijo, recogió un vagón Hogwarts Express del suelo y lo dejó en una estantería junto a la PlayStation. Luego, apagó la luz y lanzó otro beso a Max desde la puerta. Entró en la habitación rosa de Jessica, un santuario al mundo de la muñeca Barbie, vio su carita enfurruñada, morada y llena de lágrimas, y recibió un abrazo de impotencia de Kellie, que intentaba leerle El grúfalo. Trató de calmar él mismo a su hija durante un par de minutos, en vano. Kellie le dijo que Jessica tenía una cita urgente con el dentista por la mañana.

Tom se batió en retirada, procurando no pisar dos Barbies y una grúa Lego, y bajó a la cocina, donde había un agradable olor a comida, y luego casi tropezó con el triciclo en miniatura de Jessica. Lady, en su capazo, royendo un hueso del tamaño de una pata de dinosaurio, volvió a mirarle esperanzada y meneó el rabo descuidadamente. Luego saltó del capazo, cruzó la habitación y rodó sobre el lomo con las patas al aire.

Se las frotó con el pie mientras la perra echaba la cabeza hacia atrás con una sonrisa atontada, la lengua cayéndole entre los dientes, y le dijo:

—Luego, guapa, te lo prometo. Luego salimos a pasear. De acuerdo. ¿Trato hecho?

La cocina fue lo que había convencido a Kellie para que compraran la casa. Los propietarios anteriores se habían gastado una fortuna en ella, todo en mármol y acero inoxidable, y después Kellie sólo había añadido todos los aparatos que podía comprar el límite de una tarjeta de crédito, que echaba humo.

A través de la ventana, podía ver el aspersor en el centro del pequeño jardín rectangular y a un mirlo en el césped, debajo del agua que caía, levantando un ala y frotándose con el pico. En la cuerda de tender la ropa colgaban minúsculas prendas de colores intensos. Debajo, en la hierba, había un patinete de plástico. En el pequeño invernadero al fondo, crecían tomates, frambuesas, fresas y calabacines que él mismo cuidaba.

Era la primera vez que intentaba cultivar algo y se sentía excesivamente orgulloso de sus esfuerzos, hasta ahora. Por encima de la verja veía la cara larga y acongojada de la Jirafa, que se asomaba. Su vecino estaba fuera a todas horas, cortando, podando, desherbando, rastrillando, regando, arriba y abajo, arriba y abajo, su cuerpo doblado e inclinado como una grúa vieja y cansada.

Luego, miró los dibujos y cuadros hechos con acuarelas y lápices de colores que cubrían casi por completo una pared —obra todo de Max y Jessica— para ver si había alguno nuevo. Aparte de Harry Potter, Max era un loco de los coches, y gran parte de su arte tenía ruedas. El de Jessica reflejaba gente rara y animales aún más extraños, y siempre dibujaba un sol que brillaba intensamente en algún lugar del dibujo. Por lo general, era una chica alegre y le afectó verla llorar esta noche. Hoy no había ninguna ilustración nueva que admirar.

Se preparó un vodka Polstar con zumo de arándanos y añadió hielo picado del dispensador de su elegante nevera americana —otra de las «gangas» de Kellie— con pantalla de televisor incorporada en la puerta, luego llevó el vaso al salón. Se debatió entre ir al pequeño invernadero, en el que ahora daba el sol, o salir fuera y sentarse en el banco del jardín, pero al final decidió ver la televisión unos minutos.

Cogió el mando a distancia y se acomodó en su suntuoso sillón reclinable —una oferta de Internet que, en realidad, se había comprado para él—, delante de la compra electrónica más extravagante de Kellie, un enorme televisor Toshiba de pantalla plana. Ocupaba media pared, por no mencionar que absorbería la mitad de sus ingresos cuando la «tregua» de las cuotas expirara dentro de un año, aun así tenía que reconocer que era increíble ver los deportes en ella. Como siempre, estaba puesto el canal de compras QVC, con el teclado de Kellie conectado encima del sofá.

Fue pasando canales, encontró Los Simpson y los vio un rato. Siempre le había gustado esa serie. Homer era su preferido, se identificaba con él: hiciera lo que hiciera, el mundo siempre machacaba al padre de los Simpson.

Saborear la copa le sentó bien. Le encantaba aquel sillón, le encantaba aquella estancia, con su comedor en un extremo y el ambiente de aire libre que daba el invernadero en el otro. Le gustaban las fotos de los niños y de Kellie colocadas alrededor, los cuadros abstractos enmarcados de una hamaca, y los del Palace Pier en las paredes —arte barato en el que él y Kellie se habían puesto de acuerdo—, y la vitrina con su pequeña colección de trofeos de golf y criquet.

Oyó que, arriba, los lloros de Jessica al fin remitían. Se acabó el vodka. Estaba preparándose otro cuando Kellie bajó a la cocina. A pesar de su expresión agotada, de no ir maquillada y haber dado a luz a dos hijos, seguía estando delgada y guapa.

—¡Qué día! —dijo levantando los brazos y dibujando un arco dramático—. Creo que a mí también me vendría bien uno de ésos.

Aquello era buena señal; la bebida siempre la ponía cariñosa. Había estado cachondo todo el día de manera intermitente. Se había levantado sobre las seis de la mañana con ganas de sexo, como casi todas las mañanas, y, como siempre, había rodado hacia Kellie y se había puesto encima de ella con la esperanza de echar uno rapidito. Y, como siempre, lo había frustrado el ruido de la puerta abriéndose y los pasos de unos piececillos. Comenzaba a convencerse de que Kellie tenía un botón de alarma secreto que pulsaba para hacer que los niños entraran corriendo en el cuarto a la primera señal de intento de relación sexual.

En muchos sentidos, pensó, su vida seguía una pauta cada vez más clara: cagada tras cagada en el despacho, deudas crecientes en casa y una erección permanente.

Comenzó a prepararle a Kellie una bebida grande mientras ella removía la cazuela del pollo, y la observó, con admiración, mientras levantaba la tapa de una sartén llena de patatas a la vez que miraba algo que estaba en el horno. Se manejaba en la cocina de un modo que quedaba totalmente fuera del alcance de las capacidades de Tom.

—¿Jess ya está bien?

—Hoy va de princesita, eso es todo. Está bien. Le he dado algo que me recetó el médico para aliviarle el dolor. ¿Qué tal el día?

—Ni preguntes.

Kellie le cogió la cara entre las manos y le dio un beso.

—¿Cuándo fue la última vez que tuviste un buen día?

—Lo siento, no pretendo quejarme.

—Bueno, cuéntame. Soy tu mujer. ¡Puedes hablarme de ello!

Tom la miró, le cogió la cara entre las manos y le dio un beso en la frente.

—Mientras cenamos. Estás guapísima. Cada día estás más guapa.

Ella negó con la cabeza, sonriendo.

—Qué va, son tus ojos, pasa con la edad. —Luego retrocedió un paso y se señaló el cuerpo—. ¿Te gusta?

—¿Qué?

—El peto.

Por un momento, el pesimismo lo envolvió de nuevo.

—¿Es nuevo?

—Sí, ha llegado hoy.

—No parece nuevo —dijo.

—¡Es así! Es de Stella McCartney. Chulo, ¿verdad?

—¿La hija de Paul?

—Sí.

—Creía que su ropa era cara.

—Normalmente sí. Esto es una ganga.

—Claro.

Tom siguió preparando la copa, esta noche no quería discutir.

—He estado mirando en Internet ofertas para las vacaciones. Tengo las fechas de los días en que mamá y papá pueden quedarse con los niños, la primera semana de julio. ¿Te iría bien?

Tom sacó la Palm del bolsillo y consultó el calendario.

—Tenemos una exposición en el Olympia la tercera semana de julio, pero a principios de mes estaría bien. Pero tendrá que ser algo muy barato. Deberíamos quedarnos por Inglaterra.

—¡Los precios en Internet son increíbles! —dijo Kellie—. ¡Podríamos pasar una semana en España a mejor precio que si nos quedáramos en casa! Mira alguna de las páginas, las he anotado. Échales un vistazo después de cenar. Holly, la vecina del final de la calle, tiene una amiga que consiguió en Internet una semana en Santa Lucía por doscientas cincuenta libras. ¿No sería genial ir al Caribe?

Tom dejó la Palm, la abrazó y le dio un beso.

—Tenía pensado darle descanso al ordenador esta noche y concentrarme en ti.

Ella le devolvió el beso.

—No soportaría pensar en el síndrome de abstinencia que sufrirías. —Le sonrió picaronamente—. Y ponen un programa de Jamie Oliver que quiero ver. A ti no te gusta. Serías mucho más feliz si pasaras media hora arriba con tu maquinita.

—¿Adónde preferirías ir si pudiéramos permitírnoslo? —le preguntó Tom mientras le pasaba la copa.

—A donde sea que no haya niños gritones.

—¿De verdad no te importa dejarlos aquí? ¿No has cambiado de opinión? ¿Estás segura? —Kellie nunca había querido separarse de los niños.

—Ahora mismo, los vendería encantada —dijo, y se bebió la mitad de su brisa marina de un trago.

Una hora más tarde, poco después de las nueve, Tom subió a su pequeño estudio con vistas a la calle. Aún era de día; le encantaban las largas tardes de verano y, durante unas semanas más, seguirían alargándose. Alcanzaba a ver un pequeño triángulo azul del lejano canal de la Mancha, entre dos tejados de los pisos encima de las tiendas que había enfrente. Arriba, una bandada de estorninos cruzó el cielo y desapareció con la misma rapidez. El olor de la barbacoa de un vecino entró flotando por la ventana, tentándolo a pesar de que acababa de comer.

Dentro del gimnasio, vio a un pobre desgraciado haciendo pesas con el entrenador al lado. Le recordó que salvo sacar a Lady a dar un corto paseo por la manzana, llevaba meses haciendo muy poco ejercicio. Demasiadas comidas de negocios, demasiadas copas y ahora alguna prenda de su ropa preferida le quedaba demasiado estrecha. Kellie siempre le decía que era tonto por vivir enfrente de un gimnasio y no utilizarlo. Pero era un gasto más.

Quizá sacaría a pasear a Lady más tiempo durante estas magníficas tardes de verano. Tal vez volvería a nadar. Jugar a golf una vez a la semana no le rebajaba la cintura; no soportaba ver a todos esos hombres con barrigas cerveceras en los vestuarios del club de golf; se sentía incómodo al ser consciente de que le quedaba poco para ser como ellos. Como señalándose a sí mismo, se golpeó el estómago con los puños. «¡Voy a convertirte en una tableta de chocolate antes de que nos vayamos de vacaciones!».

Bebió un sorbo de su tercer vodka; ahora se sentía tranquilo, las preocupaciones del día se habían adormilado con el agradable aturdimiento causado por el alcohol. Dejó el vaso a su lado, miró la webcam en su soporte en la mesa, a través de la cual se comunicaba de vez en cuando con su hermano en Australia, luego tecleó una orden en su portátil y repasó su bandeja de entrada. Casi de inmediato, vio un mensaje de su antiguo jefe en Motivation Business, Rob Kempson, con el que seguía teniendo amistad:

Tom:

¡Mira qué melones tiene ésta!

Rob

En lugar de hacer clic, Tom sacó de su maletín el CD que el capullo se había dejado en el tren y lo insertó en su portátil. Su programa antivirus se puso en marcha, pero cuando al fin el icono del CD se estabilizó en el escritorio, seguía sin haber ninguna pista sobre su identidad. Hizo doble clic sobre él.

Unos momentos después, el escritorio se quedó en blanco. En la pantalla apareció una pequeña ventana con el mensaje:

¿Es correcta esta dirección de Mac?

Clique SÍ para continuar. NO para salir.

Dando por sentado que era un típico problema de compatibilidad entre Windows y Mac, Tom hizo clic en «SÍ». Al cabo de unos momentos, apareció otro mensaje.

Bienvenido, suscriptor. Está conectándose.

Luego, aparecieron las palabras:

UNA PRODUCCIÓN DE ESCARABAJO.

Casi al instante, desaparecieron. Al mismo tiempo, la pantalla se iluminó progresivamente hasta formar una imagen granulada en color de un dormitorio, como si estuviera viéndola a través de una cámara de seguridad.

Era una habitación grande, femenina, con una cama de matrimonio pequeña cubierta con un edredón y cojines esparcidos encima, un tocador sencillo, un espejo largo y antiguo de madera que podría estar sacado de la tienda de un modisto, una cómoda de madera a los pies de la cama, un par de alfombras de pelo largo y estores bajados. Dos lámparas de mesita de noche iluminaban el cuarto y había otra fuente de luz que salía por la puerta del baño parcialmente abierta. En las paredes colgaban un par de fotografías de desnudos en blanco y negro de Helmut Newton. Enfrente de la cama había puertas de armario con espejos, y reflejada en ellos se veía una puerta que llevaba, supuso, a un pasillo.

Una mujer joven y esbelta salió del baño, ajustándose la ropa, mirando el reloj, parecía algo nerviosa. Era elegante y guapa, tenía el pelo largo y rubio, llevaba un vestido negro ceñido y un collar de perlas, y sostenía un bolso de mano como si fuera de camino a una fiesta. A Tom le recordó un poco a Gwyneth Paltrow y, por un instante fugaz, se preguntó si era ella; entonces, la chica volvió la cabeza y vio que no, aunque se le parecía bastante.

La joven se sentó en el borde de la cama y, para sorpresa de Tom, se quitó de una patada los zapatos de tacón; al parecer, desconocía por completo la presencia de la cámara. Luego, se levantó y comenzó a desabotonarse el vestido.

Al cabo de unos momentos, la puerta de la habitación se abrió detrás de la mujer y un hombre bajito, de complexión fuerte, que llevaba un pasamontañas y vestía completamente de negro, entró y cerró la puerta con la mano enguantada. La mujer o bien no le había oído, o bien pasaba de él. Mientras el hombre caminaba por el cuarto hacia ella, la chica comenzó a desabrocharse el collar de perlas.

El hombre sacó algo escondido dentro de la chaqueta de cuero que destelló en la luz. Tom estiró el cuello hacia delante sorprendido cuando vio qué era: un estilete.

Con dos zancadas rápidas, el tipo la alcanzó, le rodeó el cuello con el brazo y le clavó el estilete entre los omóplatos. Paralizado por aquella escena surrealista, Tom vio el grito ahogado de la mujer, pero no estaba seguro de si estaba actuando o si aquello era real. El hombre sacó el estilete, que estaba lleno de lo que parecía sangre. Volvió a clavárselo, y otra vez más. La sangre salía a borbotones de las heridas.

La chica cayó al suelo. El hombre se arrodilló, le arrancó el vestido, luego cortó la tira del sujetador con la navaja, se lo quitó y la giró violentamente para ponerla boca arriba. Tenía los ojos en blanco y los grandes pechos se balancearon hacia un lado. El tipo le rajó la parte superior de las medias negras, luego se las quitó del todo, miró su cuerpo desnudo y exquisito unos momentos y entonces le hundió el estilete en la tripa justo por encima del vello púbico con depilado brasileño.

Tom se quedó mirando, asqueado, a punto de salir de la página, pero la curiosidad lo mantenía observando. ¿Estaba actuando la chica, el estilete era de juguete, la sangre que salía de su barriga era falsa? El hombre volvió a clavarle el puñal una y otra vez, salvajemente.

Entonces se abrió la puerta del estudio y Tom se sobresaltó.

Se dio la vuelta y vio a Kellie, con una copa de vino, claramente alegre.

—¿Has encontrado algo bonito para nosotros, cielo? —le preguntó.

Tom se giró hacia el ordenador y cerró de golpe la tapa antes de que Kellie viera lo que había en la pantalla.

—No —dijo con voz temblorosa—. Nada, no. Yo...

Ella le pasó los brazos alrededor del cuello y derramó un poco de vino en el portátil.

—Ups, ¡lo shiento!

Tom sacó su pañuelo y lo secó. Mientras lo hacía, Kellie deslizó la mano que tenía libre dentro de su camisa y comenzó a acariciarle un pezón.

—He decidido que ya has trabajado suficiente por hoy. Ven a la cama.

—Cinco minutos —dijo—. Dame cinco minutos.

—Puede que dentro de cinco minutosh eshté dormida.

Tom se volvió y le dio un beso.

—Dos minutos, ¿vale?

—¡Uno! —dijo ella, y se marchó del cuarto.

—No he sacado a Lady.

—Ha dado un largo paseo esta tarde. Está bien, ya la he dejado salir.

Tom sonrió.

—Un minuto, ¿vale?

Ella levantó un dedo pícaro.

—¡Treinta segundos!

En cuanto cerró la puerta, Tom levantó la tapa del ordenador y pulsó una tecla para reiniciarlo. En la pantalla aparecieron las palabras:

Acceso no autorizado. Ha sido desconectado.

Durante unos momentos se quedó sentado, pensando. ¿Qué demonios acababa de ver? Tenía que ser el trailer de alguna película, tenía que serlo.

Entonces, la puerta volvió a abrirse y Kellie dijo:

—Quince segundos o comenzaré sin ti.

5

Era el mejor regalo de cumpleaños que había recibido nunca, ¡en sus cincuenta y dos años de vida! Nada se había acercado tanto, ni en un millón de años; Ni el deportivo MG envuelto en un lazo rosa que Don le había regalado por su cuarenta cumpleaños (que, en realidad, no podía permitirse) ni el reloj Cartier de plata que le había regalado por los cincuenta (que sabía que tampoco podía permitirse), tampoco la preciosa pulsera de diamantes que le había regalado ayer por los cincuenta y dos. En realidad, tampoco la semana en la clínica de adelgazamiento Grayshott Hall que sus hijos Julius y Oliver le habían regalado entre los dos: un lujo fabuloso, pero ¿acaso pensaban que tenía sobrepeso o qué?

Daba igual. A Hilary Dupont no le importaba lo más mínimo. Estaba en una nube, con sus setenta y seis kilos. Cruzó levitando la puerta e hizo sonar la correa de Nero mientras proclamaba para sí misma: «¿Un bolso, señor Worthing? ¿Un bolso?».

Peacehaven, el barrio residencial donde vivía, formaba parte de la zona este de Brighton, que había crecido descontroladamente. Era un sombreado amplio de calles residenciales que se extendían desde la carretera de la costa en la cima del acantilado hasta los límites con la campiña de los South Downs, ocupado densamente por casitas de una planta y casas construidas a partir de la primera guerra mundial.

A tan sólo una hilera de casas de distancia de la calle donde vivía, comenzaba una amplia extensión de tierras de labranza. Cualquier vecino que se asomara por casualidad a la ventana poco antes de las diez de esa mañana nublada de junio habría visto a una mujer rubia obesa, pero sorprendentemente hermosa, vestida con un blusón y unos leotardos de topos, los pies calzados con unas botas de agua verdes, hablando y gesticulando para sí misma, seguida por un labrador negro bastante gordo que zigzagueaba de una farola a otra, y meaba en cada una.

Hilary dobló a la izquierda al final de la calle, siguió la curva de la carretera, vigilando cautelosamente a su perro cuando una furgoneta de reparto con ventanillas dobles pasó con un gran estruendo, luego cruzó la calle, subió hasta una verja que conducía a un campo de colza amarilla brillante.

—¡Nero! ¡Ni se te ocurra! ¡¡Ven aquí!! —le gritó al perro, que estaba a punto de realizar un depósito en el camino de entrada de la casa de alguien; lo hizo con una voz estentórea que podría haber silenciado a todo el estadio de Wembley.

El perro levantó la cabeza, vio la verja abierta, trotó alegremente hacia ella, luego arrancó a correr y salió disparado, colina arriba. A los pocos segundos lo había perdido de vista entre las colzas.

Hilary cerró la verja, luego volvió a repetir: «¿Un bolso, señor Worthing? ¿Un bolso?».

Estaba rebosante de felicidad, revolucionada; ya había llamado a Don, a Sidonie, a Julius, a Oliver y a su madre para contarles la noticia, la increíble noticia, la mejor noticia de su vida: la llamada que había recibido hacía tan sólo media hora de la Southern Arts Dramatic Society, para comunicarle que había conseguido el papel de Lady Bracknell, ¡el personaje principal! ¡La protagonista!

Después de veinticinco años de teatro amateur, principalmente en el Little Theatre Group de Brighton, siempre esperando que alguien la descubriera, ¡por fin le llegaba una oportunidad de verdad! La Southern Arts Dramatic Society era una compañía semiprofesional que montaba una obra al aire libre todos los veranos, primero en las murallas del castillo de Lewes, luego iniciaban una gira por todo el Reino Unido, hasta Cornualles. Era famosa; saldrían críticas en la prensa; ¡seguro que se fijarían en ella! ¡Seguro!

La única salvedad era que, Dios santo, ya comenzaba a notar los nervios. Había actuado en esa obra antes, hacía años, en un papel menor. Pero aún se sabía fragmentos de memoria.

Mientras subía la colina a grandes zancadas, rodeando el borde del campo, moviendo los brazos mientras hablaba, declamó, a voz en cuello, la que consideraba una de las frases más dramáticas y divertidas de la obra. Si lograba decirla bien, habría captado al personaje. «¿Un bolso, señor Worthing? ¿Le encontraron dentro de un bolso?».

Siguió caminando, repitiendo la frase una y otra vez, cambiando cada vez las inflexiones e intentando pensar en a quién más podía llamar para contárselo. Sólo quedaban seis semanas para el estreno, no faltaba mucho. Dios santo, ¡había tanto que aprender!

Entonces, comenzaron las dudas. ¿Y si no estaba a la altura? ¿Y si se quedaba paralizada, petrificada, delante de un público tan numeroso? Sería el final, ¡el final absoluto!

Lo haría bien; de algún modo iba a conseguirlo. Al fin y al cabo, había nacido en una familia de actores de teatro. Lo llevaba en la sangre; los padres de su madre fueron artistas de music hall antes de jubilarse y comprar una pensión en Brighton, cerca del mar.

Mientras levantaba las cejas y veía la siguiente colina desplegándose delante de ella a lo largo de kilómetro y medio más, y tierras de labranza anchas a cada lado rotas tan sólo por algunos árboles solitarios y alambradas, no vio rastro de Nero. Soplaba una fuerte brisa, que doblaba las colzas y los tallos verdes y largos del trigo.

—¡Nero! Ven aquí, chico. ¡Nero! —gritó juntando las manos en torno a la boca.

Al cabo de unos momentos, vio una onda amplia entre las colzas, algo que se movía en zigzag, Nero siempre parecía incapaz de correr en línea recta. Luego, salió a la superficie y se acercó a ella saltando, llevaba algo blanco colgando en la boca.

Un conejo, pensó al principio, y esperó que al menos la pobre criatura estuviera muerta. No soportaba que trajera a un animalillo vivo, herido, y lo dejara caer con orgullo a sus pies, donde se retorcía y chillaba asustado. A Nero le encantaba hacer eso.

—Vamos, chico, ¿que llevas ahí? ¡Suéltalo! ¡Suéltalo!

Entonces, se quedó boquiabierta.

Mientras daba un paso adelante, mirando al objeto blanco inmóvil en el suelo, un escalofrío le recorrió el cuerpo.

Y empezó a gritar.

6

A Roy Grace no le gustaba celebrar ruedas de prensa, pero era muy consciente de que la policía era un servicio público remunerado y, por lo tanto, los ciudadanos tenían derecho a estar informados. Lo que no soportaba era la interpretación que hacían los periodistas de todo. Le parecía que no estaban interesados en informar a los ciudadanos; que su trabajo era vender periódicos o atraer telespectadores u oyentes. Querían coger las noticias y presentar artículos tendenciosos, cuanto más sensacionalistas mejor.

Y si no había nada de sensacionalista en la historia, ¿por qué no tomarla con la policía? Pocas cosas captaban tanto la atención de la gente como un tufillo a negligencia policial, racismo o ineptitud. Una persecución de coches que se torcía era un tema recurrente últimamente, sobre todo si algún ciudadano resultaba herido o muerto por una maniobra de conducción temeraria de la policía. Como ayer, cuando dos sospechosos perseguidos por la policía que iban en un coche robado se habían despeñado por un puente y se habían ahogado en un río.

Y ésa era la razón por la que se encontraba ahora aquí, en la sala de prensa, delante de una mesa rectangular abierta en el centro sin sillas suficientes para todos los periodistas presentes, de espaldas a una pizarra grande, elegante y curvada, en la que estaban expuestas artísticamente cinco placas policiales sobre fondo azul, con www.crimestoppers.co.uk impreso en un lugar prominente debajo de cada una.

Calculó que habría unas cuarenta personas de medios de comunicación apretujadas en la sala —periodistas de prensa, radio y televisión, fotógrafos, cámaras y técnicos de sonido—; la mayoría le resultaban familiares, entre ellos había algunos rostros jóvenes nuevos que trabajaban para la prensa local e informaban a los medios nacionales, esperando su gran oportunidad, y algunos viejos y cansados, que sólo esperaban poder salir de ahí e irse a un pub.

A su lado, más para demostrar que la policía estaba tomándose el asunto en serio que para contribuir verdaderamente a la rueda de prensa, estaban la subdirectora, Alison Vosper, una mujer guapa pero de aspecto duro, de cuarenta y cuatro años y pelo rubio muy corto, que sustituía al director, Jim Bowen —que estaba en una conferencia—, y el superior inmediato de Grace, Gary Weston, el inspector jefe.

Weston era un hombre de Manchester de treinta y nueve años, de aspecto relajado y encanto carismático, que había sido compañero de Grace cuando ambos patrullaban las calles; todavía eran buenos amigos. Aunque tenía casi la misma edad que Grace, Weston había jugado a la política, había cultivado amistades con influencias, con los ojos puestos firmemente en labrarse una carrera como director de policía y, dadas sus aptitudes, quizás incluso el puesto más alto en la Met, pensaba Grace con un dejo de admiración, pero sin envidia.

Como era políticamente astuto, Gary Weston no iba a intervenir hoy, mejor dejar que fuera Roy Grace quien hablara, para ver si el comisario se hundía aún más en el barro.

Una reportera joven y mordaz a quien ninguno de los policías había visto antes realizó su pregunta:

—Detective Grace, tengo entendido que resultaron heridos primero una mujer en un accidente en Newhaven, luego un anciano en un choque en la carretera de circunvalación de Brighton y que, unos minutos después, un agente de policía cayó de su moto. ¿Puede explicarnos sus razones para permitir que la persecución siguiera adelante?

—El accidente de Newhaven se produjo antes de que la policía comenzara la persecución —respondió Grace, que eligió con cuidado las palabras—. Los sospechosos secuestraron un Land Rover justo después del accidente. Luego, chocaron en un túnel con un Toyota sedán conducido por un anciano y secuestraron su vehículo. Sabíamos que al menos uno de los sospechosos iba armado y era peligroso, y que la vida de un miembro inocente de la comunidad dependía de que los capturáramos, y me pareció que los ciudadanos corrían más peligro si los dejábamos escapar, razón por la cual tomé la decisión de no perderles la pista.

—¿A pesar de que eso acabara con sus vidas? —siguió la periodista.

Su tono le enfureció y tuvo que contener el fuerte impulso de insultarla, de decirle que los dos muertos eran unos monstruos, que al haberse ahogado en un río turbio se hacía más justicia con las personas a las que habían engañado y hecho daño, con las que habían matado; era mejor que sentenciarlos a una condena patética dictada por un juez liberal de gran corazón. Pero también debía andarse con mucho cuidado y no dar a la multitud allí congregada algo que pudieran tergiversar y convertir en un titular sensacionalista.

—La investigación judicial establecerá la causa de la muerte a su debido tiempo —dijo Grace, mucho más tranquilo de lo que se sentía.

Su respuesta provocó un murmullo de enfado, un aluvión de manos levantadas y unas treinta preguntas formuladas a la vez. Mirando el reloj, aliviado al ver que el minutero había avanzado, se mantuvo firme.

—Lo siento —dijo—, hoy no hay tiempo para más.

De vuelta en su pequeño despacho casi nuevo, en el enorme edificio art déco de dos plantas, recientemente reformado, que se había construido en la década de los cincuenta como hospital para enfermedades contagiosas y que ahora albergaba la central del Departamento de Investigación Criminal de Sussex, Grace se sentó en su silla giratoria. Como casi todo el mobiliario de la sala, estaba recién salida de su envoltorio y aún no estaba familiarizado ni se sentía cómodo allí.

Se movió en la silla un momento, jugueteó con las palancas, pero seguía sin estar cómodo. Le gustaba mucho más su antiguo despacho en la comisaría de policía de Brighton. La habitación era mayor, los muebles viejos, pero se encontraba en el centro de la ciudad y había mucha actividad. Estas nuevas instalaciones se hallaban en un polígono industrial a las afueras de la ciudad y eran frías e impersonales. Kilómetros de pasillos largos, silenciosos, recién enmoquetados y pintados, despacho tras despacho llenos de muebles nuevos ¡y sin cafetería! No se podía conseguir una taza de té en ningún lado, a menos que te la prepararas tú mismo o la compraras en una puta máquina expendedora. No se podía conseguir un sándwich, había que caminar hasta el hipermercado Asda que había al otro lado de la carretera. Bravo por las comisiones de diseñadores.

Durante un momento, contempló con cariño su preciada colección de tres docenas de mecheros clásicos agrupados en una repisa que había entre su mesa y la ventana, y pensó que hacía semanas que su trabajo le impedía llevar a cabo uno de sus pasatiempos preferidos, algo que compartía con su mujer, Sandy y en lo que ahora encontraba un gran consuelo: recorrer los mercadillos de antigüedades y los maleteros de los coches en busca de viejos chismes.

Dominando la pared que tenía detrás, estaba el gran reloj redondo de madera que había formado parte del atrezo de la comisaría de ficción de The Bill que Sandy había comprado en tiempos más felices en una subasta, para su vigésimo sexto cumpleaños.

Debajo, montada en cristal, había una trucha marrón de tres kilos trescientos gramos que había adquirido en un puesto de Portobello Road. El lugar que ocupaba debajo del reloj no era casual: le permitía utilizar un chiste viejo y manido cuando instruía a los nuevos detectives sobre la paciencia y los peces gordos.

El resto del espacio lo ocupaban un televisor y un vídeo, una mesa redonda, cuatro sillas y pilas de papeles sueltos, su bolsa de deporte con su equipamiento para la escena del crimen y pequeñas montañas de carpetas.

Cada carpeta en el suelo correspondía a un asesinato sin resolver. Se quedó mirando un sobre verde, una de cuyas esquinas estaba oscurecida por pelusilla de la alfombra. Representaba una pila de unas veinte cajas de carpetas amontonadas en un despacho, o rebosando de un armario, o encerradas, cogiendo polvo, en un garaje húmedo de la policía en una comisaría de la zona donde había tenido lugar el homicidio. Era el caso sin resolver de un veterinario gay llamado Richard Ventnor, asesinado a palos en su consulta hacía doce años.

Contenía fotografías de la escena del crimen, informes forenses, bolsas de pruebas, declaraciones de testigos, transcripciones; todo separado en fajos ordenados y atados con lazos de colores. Formaba parte de su competencia actual, hurgar en los asesinatos sin resolver del condado, actuar de enlace con la división del Departamento de Investigación Criminal donde había tenido lugar el delito, en busca de algo que hubiera podido cambiar con el transcurso de los años que pudiera justificar reabrir el caso.

Se sabía la mayoría del contenido de cada carpeta al pie de la letra: una ventaja de la memoria que lo había llevado a superar examen tras examen tanto en el colegio como en el cuerpo de policía. Para él, cada fajo representaba algo más que el fin trágico de una vida humana y que un asesino siguiera en libertad. Simbolizaba algo muy próximo a su propio corazón. Implicaba que una familia había sido incapaz de enterrar su pasado porque quedaba un misterio por resolver, porque no se había hecho justicia. Y sabía que como algunas de estas carpetas tenían más de treinta años, seguramente él era la última esperanza que les quedaba a las víctimas y a sus familiares. Ahora mismo, sólo había un caso en el que estuviera progresando realmente: el de Tommy Lytle.