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Roy Grace ya no solo tiene que investigar a los criminales más peligrosos de hoy en día: ahora los del pasado también han decidido volver... En el hotel Metropole de Brighton, la noche de Nochevieja una mujer es brutalmente violada cuando regresa a su habitación. Una semana más tarde alguien ataca a otra mujer. El violador se lleva los zapatos de las dos... El detective Roy Grace se da cuenta enseguida de que estos casos son muy similares a otros que quedaron sin resolver en 1997 en cuya investigación él participó. Al criminal se le apodó Hombre de los zapatos y se cree que violó a cinco mujeres antes de acabar asesinando a la sexta de sus víctimas y de desvanecerse. Ahora, Grace no sabe si se trata de alguien imitando los ataques originales o del propio Hombre de los zapatos que ha reaparecido, pero cuando las violaciones se suceden, Grace acaba por convencerse de que se trata del mismo hombre. Y de que escarbando en el pasado —una época en que Roy Grace todavía era feliz junto a su esposa Sandy, ahora desaparecida— puede encontrar la clave para resolver la investigación. Pero tiene que ser una carrera contra reloj, porque la policía se teme que vuelva a repetirse la historia después cuando llegue a la sexta víctima. --- «Los amantes de la novela negra que todavía no hayan descubierto a Peter James deberían rectificar esta situación inmediatamente» - Birmingham Evening Mail «Uno de los creadores de novela criminal más endemoniadamente inteligentes que existen» - Daily Mail «James es cada vez mejor y se mereces sin lugar a dudas todos los éxitos que está teniendo con esta serie de primera» - Independent on Sunday «La segunda novela de la serie ambientada en Brighton confirma el talento de Peter James para crear una trama de gran calidad y un suspense que atrapa desde el primer momento» - The Guardian «Un magnífico relato de codicia, seducción y traición» - Daily Telegraph «La mejor novela de suspense de Peter James. Apasionante, angustiosa. Un complejo rompecabezas.» - The Times
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Seitenzahl: 697
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Tan muerto como tú
Tan muerto como tú
Título original: Dead Like You
© 2010 by Peter James. Reservados todos los derechos.
© 2025 Skinnbok ehf.. Reservados todos los derechos.
ePub: Skinnbok ehf.
ISBN: 978-9979-64-771-3
1
Jueves, 25 de diciembre de 1997
Todos cometemos errores, constantemente. La mayoría de ellos son cosas triviales, como olvidarse de devolver una llamada, de poner dinero en un parquímetro o de recoger la leche del supermercado. Pero en ocasiones —por fortuna muy pocas veces— cometemos ese gran error.
El tipo de error que puede acabar costándonos la vida.
El tipo de error que cometió Rachael Ryan.
Y tendría mucho tiempo para pensar en ello.
Si... hubiera bebido menos. Si... no hubiera hecho tantísimo frío. Si... no se hubiera puesto a llover. Si... no hubiera habido una cola de un centenar de personas igual de bebidas que ella esperando taxis en East Street a las dos de la mañana aquella Nochebuena. Si... su piso no hubiera estado a tiro de piedra, a diferencia del de sus compañeras de fiesta, Tracey y Jade, que estaban igual de bebidas pero vivían lejos, en la otra punta de Brighton.
Si... hubiera escuchado a Tracey y a Jade cuando le dijeron que no fuera tan tonta, que habría montones de taxis, que solo tendrían que esperar un rato.
Todo el cuerpo se le puso rígido de la excitación. Tras dos horas observando, por fin la mujer que había esperado se adentraba en la calle. Iba a pie, y sola. ¡Perfecto!
Llevaba una minifalda y un chal sobre los hombros, y parecía contonearse un poco, por la bebida y quizá por la altura de los tacones. Tenía unas piernas bonitas. Pero lo que le interesaba realmente eran los zapatos. Aquel tipo de zapatos. De tacón alto y con tira en el tobillo. Le gustaban las tiras en el tobillo. Más de cerca, bajo la luz amarillenta de las farolas, pudo ver a través de los binoculares, por el parabrisas trasero, que eran brillantes, como esperaba.
¡Unos zapatos muy sensuales!
¡Era exactamente su tipo!
¡Dios, qué contenta estaba de haber decidido ir a pie! ¡Menuda cola! Y todos los taxis que habían pasado desde entonces iban llenos. Sintiendo la brisa y la fresca llovizna en el rostro, Rachael dejó atrás a paso ligero las tiendas de Saint James´s Street, luego giró por Paston Place, donde el viento se hizo más intenso y le movió su larga melena castaña hacia el rostro. Ella se dirigió hacia el paseo marítimo y giró a la izquierda por su calle, que tenía una serie de casas victorianas adosadas; allí el viento y la lluvia le enmarañaron el cabello aún más. La verdad es que ya le daba igual. A lo lejos oyó el aullido de una sirena, una ambulancia o un coche de la policía, pensó.
Pasó junto a un automóvil pequeño con los cristales empañados, a través de los cuales distinguió la silueta de una pareja que se hacía arrumacos, y sintió una punzada de tristeza y una repentina añoranza por Liam, al que había dejado seis meses atrás. El muy cabrón le había sido infiel. Sí, vale, le había rogado que le perdonara, pero ella sabía que volvería a hacerlo una y otra vez: era de esos. Sin embargo, había momentos en que lo echaba muchísimo de menos. Se preguntó dónde estaría en aquel momento, qué estaría haciendo esa noche, con quién estaría. Con una chica, por supuesto.
Mientras que ella estaba sola.
Ella, Tracey y Jade. «Las tres tristes solteronas», como se llamaban a sí mismas en broma. Pero había algo de verdad en aquello, y resultaba hiriente. Tras dos años y medio de relación con el hombre con el que se había convencido de que acabaría casada, resultaba muy duro volver a estar sola. Especialmente en Navidad, con todos aquellos recuerdos.
Desde luego, había sido un año de mierda. En agosto, la princesa Diana había muerto. Y luego su vida se había ido al garete.
Echó un vistazo al reloj. Eran las 2.35. Sacó el teléfono móvil del bolso y marcó el número de Jade. Su amiga le dijo que aún estaban esperando en la cola. Rachael le contestó que ella ya estaba casi en casa. Les deseó una feliz Navidad a ella y a Tracey y les dijo que se verían en Nochevieja.
—¡Espero que Papá Noel se porte bien contigo, Rach! —dijo Jade—. ¡Y dile que no se olvide de las pilas si te trae un vibrador!
A lo lejos oyó que Tracey se carcajeaba.
—¡Que os den! —respondió, con una mueca.
Luego volvió a meter el teléfono en el bolso y siguió adelante, trastabillando. Estuvo a punto de darse un batacazo cuando un tacón de sus carísimos Kurt Geiger, comprados la semana anterior en unas rebajas, se quedó encajado entre dos losetas. Por un momento se planteó la idea de quitárselos, pero ya estaba casi en casa, así que siguió adelante.
Gracias a la caminata y a la lluvia se sentía algo más despejada, pero aún estaba demasiado colocada como para extrañarse de que en plena Nochebuena, casi a las tres de la mañana, hubiera un tipo con una gorra de béisbol intentando sacar una nevera de una furgoneta.
Cuando llegó a su altura la tenía mitad dentro, mitad fuera. Rachael vio que se debatía bajo lo que parecía un peso enorme; de pronto el hombre soltó un grito de dolor.
Ella se acercó dando una carrera, instintivamente, como hubiera hecho cualquier buena persona.
—¡Mi espalda! ¡El disco! ¡Me he cargado un disco! ¡Dios mío!
—¿Puedo ayudarle?
Fue lo último que recordaría haber dicho.
Estaba inclinada hacia delante. Sintió algo húmedo pegado a la nariz y un olor penetrante y acre.
Y perdió el conocimiento.
2
Miércoles, 31 de diciembre de 2009
Yac habló por aquella cosa de metal instalada en el alto muro de ladrillo.
—¡Su taxi! —anunció.
Entonces las puertas se abrieron: unas elegantes verjas de hierro forjado pintado de negro, con puntas doradas en lo alto. Volvió a subirse a su Peugeot blanco y turquesa y recorrió el corto camino de acceso a la puerta. Había arbustos a ambos lados, pero él no sabía qué plantas eran. De momento se estaba aprendiendo los árboles, a los arbustos no había llegado.
Yac tenía cuarenta y dos años. Llevaba un traje con una camisa bien planchada y una corbata cuidadosamente escogida. Le gustaba vestirse bien para trabajar. Siempre iba afeitado, llevaba el pelo corto y peinado hacia delante, lo que le formaba una pequeña cresta en el flequillo, y se ponía desodorante en las axilas. Era consciente de que era importante no oler mal. Siempre se miraba las uñas de las manos y de los pies antes de salir de casa. Siempre le daba cuerda al reloj. Siempre comprobaba el teléfono por si tenía mensajes. Pero solo tenía cinco números almacenados en el teléfono, y únicamente cuatro personas tenían su número, así que no era habitual que los hubiera.
Echó un vistazo al reloj del salpicadero: 18.30. Bien. Tenía treinta minutos hasta la hora de su té. Mucho tiempo. Su termo esperaba en el asiento del acompañante.
El camino de acceso acababa en un círculo, con un murete bajo en el centro, con una fuente que estaba iluminada con luces verdes. Yac la rodeó con cuidado, dejó atrás una puerta de garaje de cuatro hojas y la fachada lateral de la enorme casa y se detuvo junto a las escaleras que llevaban a la puerta principal. Era una puerta enorme, de aspecto importante, y estaba cerrada.
Empezó a impacientarse. No le gustaba que los pasajeros no estuvieran ya en el exterior, porque nunca sabía cuánto tendría que esperar. Y había muchas decisiones que tomar.
No sabía si apagar el motor o no. Y si lo hacía, ¿debería apagar también las luces? Pero antes de apagar el motor había que hacer unas comprobaciones. Gasolina: tres cuartos de depósito. Aceite: presión normal. Temperatura: la correcta. ¡El taxi tenía tantas cosas que había que recordar! Entre ellas poner en marcha el taxímetro si no aparecían al cabo de cinco minutos. Pero lo más importante de todo era beberse el té, cada hora, a las horas en punto. Comprobó que el termo siguiera allí. Allí estaba.
En realidad no era su taxi. Pertenecía a un tipo que conocía. Yac solo era un conductor a sueldo. Llevaba el taxi las horas que su propietario no quería conducir. Sobre todo de noche. Algunas noches más horas que otras. Y aquel día era Nochevieja. Iba a ser una noche muy larga, y había empezado pronto. Pero a Yac no le importaba. La noche le daba igual. Para él era como el día, solo que más oscura.
La puerta principal se abrió. Él se puso rígido y respiró hondo, tal como le había enseñado su terapeuta. En realidad no le gustaba que los pasajeros se metieran en su taxi e invadieran su espacio, salvo las mujeres con bonitos zapatos. Pero tenía que aguantar hasta que llegaran a su destino; luego se los sacaba de encima y volvía a ser libre.
Estaban saliendo de la casa. El hombre era alto y delgado, con el pelo engominado hacia atrás. Llevaba esmoquin y pajarita y sostenía el abrigo sobre el brazo. Ella llevaba una chaqueta de pieles y una melena pelirroja que le caía alrededor de la cabeza. Tenía un aspecto espléndido, como el de las actrices famosas, esas que veía en los periódicos que la gente dejaba en su taxi o que salían en la tele, cuando cubrían la llegada de las estrellas a los estrenos.
Pero lo que él miraba no era la mujer en sí. Observaba sus zapatos: ante negro, tres tiras en el tobillo, tacón alto con un aplique de metal brillante por los bordes de las suelas.
—Buenas noches —dijo el hombre, abriendo la puerta del taxi para que pasara la mujer—. Hotel Metropole, por favor.
—Bonitos zapatos —le dijo Yac a la mujer, a modo de respuesta—. Jimmy Choo, ¿ajá?
Ella soltó un gritito complacido.
—¡Sí, tiene razón! ¡Lo son!
También reconoció el embriagador perfume, pero no dijo nada: «Intrusión, de Oscar de la Renta», se dijo. Le gustaba.
Puso en marcha el motor y al cabo de un momento hizo todas sus comprobaciones mentales: «Taxímetro en marcha. Cinturones de seguridad. Puertas cerradas. Poner marcha. Quitar freno de mano». No se había cerciorado de la correcta presión de las ruedas desde la última carrera, pero eso había sido hacía media hora, así que seguramente estaría bien. «Mirar por el espejo». Cuando lo hizo, vio otra vez el rostro de la mujer por un momento. Estaba claro que era guapa. Le gustaría volver a ver sus zapatos.
—A la entrada principal —dijo el hombre.
Yac hizo el cálculo mientras recorría la vía de acceso hasta la calle: 2,516 millas. Memorizaba las distancias. Conocía casi todas las de la ciudad, porque había memorizado las calles. Había 4428 yardas hasta el Hilton Brighton Metropole, recalculó; o 2,186 millas náuticas, o 4,04897 kilómetros, o 0,404847 millas suecas. La tarifa rondaría las 9,20 libras, según el tráfico.
—¿Tienen ustedes cisternas bajas o altas en los baños de su casa? —preguntó.
Tras unos momentos de silencio, mientras Yac se integraba al tráfico de la calle, el hombre echó una mirada a la mujer, levantó las cejas y dijo:
—Bajas. ¿Por qué?
—¿Cuántos baños tienen en casa? Supongo que tienen muchos, ¿verdad? ¿Ajá?
—Los suficientes —respondió el hombre.
—Yo podría enseñarle dónde hay un buen ejemplo de váter de cisterna alta: está en Worthing. Podría llevarle a le interesa —propuso, con evidente esperanza en la voz—. Es un buen ejemplar. En los baños públicos, cerca del muelle.
—No, gracias. No es lo mío.
La pareja mantuvo silencio en el asiento trasero.
Yac siguió conduciendo. Bajo la luz de las farolas de la calle, podía verles la cara por el retrovisor.
—Si tienen cisternas bajas, seguro que son de esas de botón —insistió.
—Pues sí —respondió el hombre. Entonces se llevó el teléfono a la oreja y respondió una llamada.
Yac le observó por el retrovisor. Luego cruzó la mirada con la de la mujer.
—Tiene una talla cinco, ¿verdad? De zapato.
—¡Sí! ¿Cómo lo ha sabido?
—Lo he visto. Siempre lo veo. Ajá.
—¡Qué buena vista! —dijo ella.
Yac se calló. Probablemente estaba hablando de más. El propietario del taxi le había dicho que había recibido alguna queja porque hablaba demasiado. El tipo le dijo que la gente no siempre quiere conversación. Yac no quería perder su trabajo. Así que permaneció en silencio. Pensó en los zapatos de la mujer mientras se dirigía hacia el paseo marítimo de Brighton y giraba a la izquierda. De pronto una ráfaga de viento azotó el taxi. Había mucho tráfico y discurría lento. Pero no se equivocaba con respecto a la carrera.
Cuando paró frente a la entrada del hotel Metropole, el taxímetro marcaba 9,20 libras.
El hombre le dio diez libras y le dijo que se quedara el cambio.
Yac los vio entrar en el hotel. Vio que la melena de la mujer se agitaba por el viento, y que los zapatos Jimmy Choo desaparecían por la puerta giratoria. Bonitos zapatos. Estaba excitado.
Excitado ante la perspectiva de la noche que le esperaba.
Habría muchos más zapatos. Zapatos especiales para una noche muy especial.
3
Miércoles, 31 de diciembre de 2009
El superintendente Roy Grace miró por la ventana de su despacho y contempló el oscuro vacío de la noche, las luces del aparcamiento del supermercado ASDA al otro lado de la calle y, más allá, las lejanas luces de la ciudad de Brighton y Hove, y oyó el aullido del viento racheado. Sintió en la mejilla el frío soplo que se colaba por el fino resquicio de la ventana.
Nochevieja. Echó un vistazo a su reloj de pulsera: las seis y cuarto. Hora de marcharse. Hora de abandonar aquel desesperado intento de limpiar su escritorio de papeles y volverse a casa.
Era lo mismo cada Nochevieja, reflexionó. Siempre se prometía que haría limpieza, que se ocuparía de todos aquellos papelotes y que empezaría el año con la mesa limpia. Y siempre fracasaba. Al día siguiente volvería y se encontraría un día más el lío de siempre. Aún mayor que el del año anterior, que a su vez había sido mayor que la de un año antes.
Todos los dosieres de la Fiscalía General correspondientes a los casos que había investigado el año anterior estaban apilados en el suelo. A su lado había unos pequeños bloques de cajas de cartón azul apiladas y cajones de plástico verde llenos de casos sin resolver, o «casos fríos», como los llamaban antes. Él prefería el nombre antiguo.
Aunque su trabajo estaba relacionado sobre todo con asesinatos actuales y otros delitos importantes, le preocupaban mucho sus casos fríos, hasta el punto de que sentía una conexión personal con cada víctima. Pero no había podido dedicarles mucho tiempo a aquellos dosieres, pues había sido un año inusualmente ajetreado. Primero, habían enterrado vivo a un joven en un ataúd la noche de su despedida de soltero. Luego habían destapado una retorcida trama de películas snuff, tras lo cual había llegado un complejo caso de homicidios con robo de identidades, y después había pillado a un asesino doble que había fingido su desaparición. Pero sus buenos resultados no habían suscitado grandes reconocimientos por parte de su jefa, la subdirectora Alison Vosper, que estaba a punto de abandonar la unidad.
Quizás el año nuevo fuera mejor. Desde luego, resultaba prometedor. El lunes empezaba un nuevo subdirector, Peter Rigg. Faltaban cinco días. El mismo lunes, para aliviar su carga, empezaría un nuevo equipo de casos fríos formado por tres agentes veteranos a su mando.
Pero lo más importante de todo era que su querida Cleo iba a dar a luz a su hijo en junio. Y antes de aquello, en una fecha aún por determinar, se casarían, en cuanto eliminaran el único obstáculo que se les interponía.
Su esposa, Sandy.
Había desaparecido nueve años y medio antes, en el trigésimo cumpleaños de Roy y, a pesar de todos sus esfuerzos, no había tenido noticia de ella desde aquel momento. No sabía si había sido secuestrada o asesinada, si había huido con un amante, si había sufrido un accidente o si sencillamente había fingido su desaparición cuidando todos los detalles.
Los últimos nueve años, hasta el inicio de su relación con Cleo Morey, Roy había pasado casi todo su tiempo libre inmerso en una infructuosa investigación para descubrir lo que le había pasado a Sandy. Ahora por fin empezaba a relegarla al pasado. Había contratado a un abogado para conseguir que la declararan muerta desde un punto de vista legal. Esperaba que pudieran acelerar el proceso para poder casarse antes de que naciera el niño. Además, aunque Sandy hubiera aparecido de pronto de la nada, no tenía ninguna intención de recuperar su vida en común, lo había decidido. Había pasado página, o eso creía.
Movió varios montones de documentos de un lado al otro del escritorio. Los apiló unos sobre otros, daba la impresión de que la mesa estaba más despejada, aunque los expedientes por resolver fueran los mismos.
Qué curioso, cómo cambiaba la vida, pensó. Sandy odiaba la Nochevieja. Se quejaba de lo artificioso que era todo aquello. Siempre la pasaban con otra pareja, un colega del cuerpo, Dick Pope, y su esposa, Leslie. Siempre en algún restaurante elegante. Luego, para no variar, Sandy analizaría toda la velada y no dejaría títere con cabeza.
Con Sandy se había acostumbrado a ver la llegada de la Nochevieja con un entusiasmo cada vez menor. Pero ahora, con Cleo, le hacía una ilusión tremenda. Iban a pasarla en casa, solos los dos, dándose un banquete con sus platos preferidos. ¡Qué delicia! El único inconveniente era que aquella semana era el oficial de guardia, con lo que podían llamarle a cualquier hora —lo que significaba que no podía beber—. Aunque, eso sí, había decidido que se concedería unos sorbos de champán a medianoche.
No veía el momento de volver a casa. Estaba tan enamorado de Cleo que había muchos momentos del día en que le dominaba una necesidad irresistible de verla, de abrazarla, de tocarla, de oír su voz, de ver su sonrisa. Era exactamente lo que sentía en aquel momento, y no había nada que deseara más que salir de allí e irse a casa de Cleo, que, a todos los efectos, se había convertido ya en la suya propia.
Solo le detenía una cosa: todas aquellas malditas cajas azules y verdes por el suelo. Tenía que prepararlo todo para que el nuevo equipo de casos fríos lo encontrara en orden el lunes, primer día de trabajo oficial del año nuevo. Y aquello significaba que le quedaban aún varias horas de trabajo.
Así que se tuvo que conformar con enviarle a Cleo un SMS con una línea de besos.
El año anterior, por primera vez, había conseguido delegar todos aquellos casos fríos en un colega. Pero no había funcionado, y ahora los había recuperado. Cinco delitos graves sin resolver de un total de veinticinco que había que volver a investigar. ¿Por dónde narices iba a empezar?
De inmediato le vinieron a la cabeza las palabras de Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll: «Empieza por el principio y sigue hasta que llegues al final: entonces párate».
Así que empezó por el principio. Solo cinco minutos, pensó, luego lo dejaría por aquel año y se volvería a casa, con Cleo. En respuesta a sus pensamientos, su teléfono emitió un pitido que indicaba la llegada de un mensaje. Era una fila de besos aún más larga.
Con una sonrisa en la cara, abrió el primer dosier y echó un vistazo al informe de actividades. Cada seis meses los laboratorios de ADN hacían controles rutinarios de las víctimas de los casos fríos. Nunca se sabe. Así habían conseguido llevar a juicio a más de un delincuente que habría pensado durante mucho tiempo que había escapado de la justicia, pero que ahora estaba en la cárcel gracias a los adelantos en las técnicas de obtención y de cotejo de ADN.
El segundo dosier era un caso que a Roy siempre le había tocado la fibra: el joven Tommy Lytle. Veintisiete años atrás, a los once años de edad, Tommy había salido del colegio una tarde de febrero en dirección a casa. La única pista del caso era una furgoneta Morris Minor vista cerca de la escena del asesinato del chico, que después sería registrada. Según los archivos, era evidente que el inspector al mando en aquel momento estaba convencido de que el propietario de la furgoneta era el asesino, pero no consiguieron encontrar las pistas forenses necesarias para relacionar al chico con la furgoneta. El hombre, un tipo raro y solitario con un historial de delitos sexuales, quedó libre. Grace sabía perfectamente que seguía vivito y coleando.
Pasó al siguiente dosier: la Operación Houdini.
El Hombre del Zapato.
Los nombres de las operaciones se obtenían a partir de propuestas hechas al azar por el sistema informático del Departamento de Investigación Criminal. A veces el nombre tenía sentido, como en esta ocasión. Al igual que el gran escapista, hasta el momento este delincuente en particular había conseguido esquivar las redes de la Policía.
El Hombre del Zapato había violado —o había intentado violar— a un mínimo de cinco mujeres en la zona de Brighton durante un corto periodo de tiempo en 1997, y con toda probabilidad había violado y matado a una sexta víctima cuyo cuerpo nunca había sido hallado. Y puede que fueran muchas más; muchas mujeres se avergüenzan o quedan demasiado traumatizadas como para denunciar una agresión sexual. No se había encontrado ninguna muestra de ADN en las víctimas que habían presentado denuncia en su momento. Pero las técnicas para obtenerlo eran menos efectivas en aquella época.
Lo único que tenían para trabajar era el modus operandi del agresor. Casi todos los delincuentes tienen uno propio. Un modo de hacer las cosas. Su «firma» particular. Y el Hombre del Zapato tenía uno muy característico: se llevaba las medias de sus víctimas y uno de sus zapatos. Pero solo si los zapatos eran muy elegantes.
Grace odiaba a los violadores. Sabía que toda víctima de un delito sufría un trauma de algún modo. Pero la mayoría de las víctimas de robos con allanamiento o atracos conseguían superarlo con el tiempo y seguían adelante. Las de abusos o agresiones sexuales, en particular los niños y las mujeres violadas, nunca se recuperaban del todo. La vida les cambiaba completamente. Se pasaban el resto de sus días viviendo con el recuerdo, haciendo un esfuerzo para soportarlo, para mantener controlada la sensación de asco, de rabia y de miedo.
Por duro que resultara, es un hecho que la mayoría de las agresiones sexuales son obra de conocidos de las víctimas. Las violaciones cometidas por extraños son muy infrecuentes, pero también las hay. Y no es raro que los denominados «extraños violadores» se lleven un recuerdo, un trofeo. Como el Hombre del Zapato.
Grace pasó unas cuantas páginas del grueso dosier y analizó las comparaciones con otras violaciones registradas en el país. En particular, había un caso más al norte, en la misma época, que presentaba similitudes sorprendentes. Pero aquel sospechoso había sido eliminado, ya que las pruebas habían determinado sin ningún género de dudas que no pudo haber sido la misma persona.
«Bueno, Hombre del Zapato —pensó Grace—, ¿sigues vivo? Y si es así, ¿dónde estás ahora?».
4
Miércoles, 31 de diciembre de 2009
Nicola Taylor se preguntaba cuándo acabaría aquella noche infernal, sin que se imaginara que su infierno personal ni siquiera había empezado.
«El infierno son los demás», escribió un día Jean-Paul Sartre, y ella estaba de acuerdo. En aquel preciso momento, el infierno era aquel borracho de la pajarita de su derecha, que le estaba aplastando todos los huesos de la mano, y el de su izquierda, aún más borracho y con aquella zarpa sudorosa tan grasienta como un trozo de panceta.
Y los otros trescientos cincuenta borrachos escandalosos que la rodeaban.
Los dos hombres le tiraban de los brazos arriba y abajo, casi arrancándoselos del tronco, mientras la banda del salón de actos del hotel Metropole atacaba el clásico Auld lang syne al dar la medianoche. El hombre de su derecha llevaba un bigote de plástico de Groucho Marx cogido con una pinza al tabique entre los orificios nasales, y el de su izquierda, cuya grasienta mano se había pasado gran parte de la noche intentando avanzar por su muslo, empezó a hacer sonar un silbato que parecía el pedo de un pato.
Habría deseado estar en cualquier otro lugar. Ojalá se hubiera mantenido firme y se hubiera quedado en casa, bien calentita, con una botella de vino y la televisión, tal como había pasado la mayoría de las noches del año que se acababa, desde que su marido la había abandonado por su secretaria de veinticuatro años.
Pero no, sus amigas Olivia, Becky y Deanne habían insistido en que «de ningún modo» iban a dejar que pasara la Nochevieja deprimiéndose en casa, a solas. Nigel no iba a volver, le aseguraron. La veinteañera estaba embarazada. No valía la pena. Había muchos más peces en el mar. Ya era hora de que saliera a buscarse la vida.
¿Y aquello era buscarse la vida?
Sintió cómo le tiraban de ambos brazos a la vez hacia arriba. Luego se vio arrastrada hacia delante al ritmo de la canción, y a punto estuvo de caerse de lo alto de los tacones de sus indecentemente caros zapatos Marc Jacobs. Un momento después se veía arrastrada hacia atrás, trastabillando.
«Should auld acquaintance be forgot...[1]», cantaba la banda.
Pues sí, claro que sí que habría que olvidarlas. ¡Y también las actuales!
Solo que ella no podía olvidar. No podía olvidar todas aquellas noches de fin de año en que, al llegar la medianoche, había mirado a Nigel a los ojos y le había dicho que le quería, y él le había contestado que él también. Le pesaba el corazón, le pesaba horrores. No estaba lista para aquello. No era el momento, aún no.
La canción por fin acabó, y el señor Panceta Grasienta escupió su silbato, la agarró de las mejillas y le plantó un beso baboso e interminable en los labios.
—¡Feliz Año Nuevo! —barboteó.
Entonces cayeron globos del techo. Una lluvia de serpentinas la cubrió. A su alrededor solo veía caras alegres y sonrientes. La abrazaron, la besaron y la magrearon por todas partes. Aquello no tenía fin.
Nadie lo notaría si se escapaba en aquel momento.
Se abrió paso a través de la sala, esquivando un mar de gente, y salió al pasillo. Sintió una fría corriente de aire y el dulce olor del humo de un cigarrillo. ¡Dios, qué bien le iría un cigarrillo en aquel momento!
Se encaminó hacia el pasillo, que estaba casi desierto, giró a la derecha y salió al vestíbulo del hotel; lo cruzó y se dirigió a los ascensores. Llamó. Se abrieron las puertas, entró y pulsó el botón para ir a la quinta planta.
Con un poco de suerte, todos estarían demasiado borrachos como para notar su ausencia. A lo mejor debería haber bebido más, y así tendría ganas de fiesta. Ella estaba absolutamente sobria, así que podría haberse ido a casa en coche sin problemas, pero había pagado la habitación para aquella noche y tenía todas sus cosas dentro. Quizá podría pedir un poco de champán al servicio de habitaciones, ver una película en la tele y agarrarse un pedo ella sólita.
Al salir del ascensor, sacó la tarjeta de plástico que servía de llave de la habitación del interior de su bolso de noche Chanel de lamé plateado (una imitación que había comprado en Dubái en un viaje que había hecho con Nigel dos años atrás).
Observó a una mujer rubia y delgada —de unos cuarenta y tantos, supuso— a unos metros. Llevaba un vestido de noche, con mangas largas, y parecía que no conseguía abrir su puerta. Al llegar a su altura, la mujer, que estaba muy borracha, se giró hacia ella:
—No puedo meter esta maldita tarjeta. ¿Sabe cómo funcionan? —masculló, tendiéndole la tarjeta-llave.
—Creo que tiene que meterla y sacarla bastante rápido —dijo Nicola.
—Eso ya lo he probado.
—Déjeme probar a mí.
Nicola, solícita, cogió la tarjeta y la metió en la ranura. Cuando la sacó, vio una luz verde y oyó un clic.
Casi de inmediato notó algo húmedo apretado contra la cara, un olor dulce en la nariz y un ardor en los ojos. Sintió un golpe en la nuca y cayó tropezando hacia delante. Lo siguiente fue el impacto de la moqueta contra su rostro.
5
Jueves, 25 de diciembre de 1997
En la oscuridad, Rachael Ryan oyó el tintineo de la hebilla del cinturón del hombre. Un ruido metálico. El roce de sus ropas. El sonido de su respiración, rápida, salvaje. Tenía un dolor de cabeza insoportable.
—Por favor, no me haga daño —rogó—. Por favor, no.
La furgoneta se agitaba con las frecuentes ráfagas de viento del exterior. De vez en cuando pasaba algún vehículo que arrojaba un chorro de luz blanca al interior con los focos, mientras el terror se iba apoderando de ella. En aquellos momentos era cuando podía verle con mayor claridad. El pasamontañas negro en la cabeza, con minúsculas aberturas para los ojos, las fosas nasales y la boca. Los vaqueros anchos y la chaqueta de chándal. El pequeño cuchillo curvado que sostenía con la mano izquierda, cubierta con un guante, el mismo cuchillo con que decía que la dejaría ciega si gritaba o si intentaba huir.
La fina capa sobre la que estaba tirada emanaba un olor a húmedo, como de sacos viejos, que se mezclaba con el casi imperceptible de la tapicería de plástico y el de gasoil, mucho más penetrante.
Rachael vio cómo se bajaba los pantalones y se quedó mirando los calzoncillos blancos, las piernas delgadas y sin pelos. Se bajó los calzoncillos, mostrando el pequeño pene, corto y fino como la cabeza de una serpiente. Le vio hurgar en el bolsillo con la mano derecha y sacar algo brillante. Un paquetito cuadrado. Lo abrió con el cuchillo, respirando aún más fuerte y sacando algo del interior. Un condón.
La mente de Rachael era un hervidero de pensamientos. ¿Un condón? ¿Estaba mostrándose considerado? Si tenía la consideración de usar un condón, ¿de verdad sería capaz de atacarla con el cuchillo?
—Vamos a ponernos el condón —dijo él, jadeando—. Hoy en día sacan ADN de todas partes. Y con el ADN pueden pillarte. No voy a dejarte un regalito para la Policía. Pónmela dura.
Ella tuvo un escalofrío de asco al ver la cabeza de la serpiente que se acercaba a sus labios, y vio que la cara de él se iluminaba de pronto otra vez con el paso de otro coche. Había gente fuera. Oyó voces en la calle. Risas. Pensó que si pudiera hacer ruido —golpear el lateral de la furgoneta, gritar— alguien acudiría, alguien lo detendría.
Se preguntó por un momento si no sería mejor excitarle, hacer que se corriera, y entonces quizá la dejaría escapar y desaparecería. Pero sentía demasiado asco, demasiada rabia... y demasiadas dudas.
Ahora oía su respiración aún más intensa. Sus gruñidos. Lo veía tocándose. ¡No era más que un pervertido, un pervertido asqueroso, y no iba a pasar por aquello!
De pronto, espoleada por el valor que le daba el alcohol que llevaba dentro, le agarró el sudoroso y depilado escroto y le apretó las pelotas con ambas manos con todas sus fuerzas. Él se echó atrás, jadeando de dolor. La chica aprovechó ese momento para arrancarle el pasamontañas y meterle los dedos en los ojos, en los dos, intentando sacárselos con las uñas, gritando con todas sus fuerzas.
Solo que su grito, como en la peor de las pesadillas, le salió mudo, convertido en un leve estertor.
Entonces sintió un tremendo golpe en la sien.
—¡Hija de puta!
Le asestó otro puñetazo. La máscara de dolor y rabia que era su cara, convertida en una imagen borrosa, estaba a unos centímetros de la suya. Volvió a sentir su puño, una y otra vez.
Todo giraba a su alrededor.
Y de pronto sintió que le arrancaba las medias y que la penetraba. Intentó echarse atrás, separarse, pero la tenía bien agarrada.
«Esta no soy yo. Este no es mi cuerpo».
Se sintió completamente ajena a su cuerpo. Por un instante se preguntó si aquello no sería una pesadilla de la que no conseguía despertarse. En el interior de su cabeza se encendían luces. Luego se fundían.
6
Jueves, 1 de enero de 2010
Era Año Nuevo. ¡Y la marea estaba alta!
A Yac le gustaba mucho que la marea estuviera alta. Sabía que estaba así porque sentía que su casa se movía, se elevaba, balanceándose levemente. Su casa era un barco carbonero Humber Keel llamado Tom Newbound, pintado de azul y blanco. No sabía de dónde le venía aquel nombre al barco, pero era propiedad de una mujer llamada Jo, que era enfermera, y de su marido, Howard, que era carpintero. Yac los había llevado a casa una noche en su taxi y ellos habían sido muy amables. Con el tiempo se habían convertido en sus mejores amigos. Le encantaba el barco, le gustaba pasar tiempo en él y ayudar a Howard con la pintura, con el barniz o con la limpieza en general.
Un día le dijeron que se iban a vivir un tiempo a Goa, en la India; no sabían cuánto estarían allí. A Yac le disgustaba perder a sus amigos y sus visitas al barco. Pero le dijeron que querían que alguien se ocupara de su embarcación y de su gato.
Yac llevaba allí dos años. Poco antes de Navidad había recibido una llamada de ellos, diciéndole que iban a quedarse al menos un año más.
Aquello significaba que podía quedarse allí al menos un año más, lo que le hacía muy feliz. Y además tenía el premio de la noche anterior, un nuevo par de zapatos, lo que también le hacía muy feliz...
Zapatos de cuero rojo, con una curvatura preciosa, seis tiras, una hebilla y tacones de aguja de quince centímetros.
Los dejó en el suelo, junto a su «litera». Había aprendido términos náuticos. En realidad era una cama, pero en un barco se le llamaba «litera». Igual que al sótano no lo llamaban «bodega», sino «sentina».
Podría navegar desde allí a cualquier puerto del Reino Unido; había memorizado todas las cartas del Almirantazgo. Solo que el barco no tenía motor. Un día le gustaría tener una embarcación propia, con un motor, y entonces navegaría a todos esos lugares que tenía almacenados en su cabeza. Ajá.
Bosun le pasó el morro por la mano que tenía colgando al lado de la litera. En el barco, ese enorme gato de manto rojizo era el jefe. El verdadero patrón. Yac sabía que el animal lo consideraba su criado. A él no le importaba. El gato nunca había vomitado en su taxi, como algunas personas.
El olor del caro zapato llenó las fosas nasales de Yac. Oh, sí. ¡El paraíso! Despertarse con un nuevo par de zapatos.
¡Y marea alta!
Aquello era lo mejor de vivir en el agua. Nunca oías pasos. Yac había intentado vivir en la ciudad, pero no había funcionado. No podía soportar el sugerente sonido de todos aquellos zapatos repiqueteando a su alrededor cuando intentaba dormir. Allí no pasaba, en los amarres del río Adur, en Shoreham Beach. Solo el golpeteo del agua, tal vez el silencio de las marismas. El chillido de las gaviotas. A veces el llanto del bebé de ocho meses del barco de al lado.
Con un poco de suerte, el niño se caería en el fango y se ahogaría.
Pero de momento, Yac esperaba ansioso el día que se le presentaba. Levantarse de la cama. Examinar sus zapatos nuevos. Y luego catalogarlos. Después, quizá, contemplar su colección, que guardaba en los lugares secretos que había encontrado y convertido en suyos en el barco. Era donde guardaba, entre otras cosas, su colección de planos de cableado. Luego se iría a su pequeño despacho en la proa y se pasaría un rato frente al ordenador portátil, conectado.
¿Qué mejor modo podía haber de empezar un año nuevo?
Pero primero tenía que acordarse de dar de comer al gato.
Pero antes de aquello tenía que cepillarse los dientes.
Y antes, tenía que ir al baño.
Luego tendría que hacer todas las comprobaciones del barco y marcarlas en la lista que le habían dado los propietarios. Lo primero de la lista era comprobar los sedales. Después tenía que comprobar que no hubiera filtraciones. Las filtraciones no eran nada bueno. Luego tenía que comprobar los cabos del amarre. La lista era larga, y repasarla entera le hacía sentirse bien. Le gustaba sentir que lo necesitaban.
Lo necesitaba el señor Raj Dibdoon, propietario del taxi.
Lo necesitaban la enfermera y el carpintero, dueños de su casa.
Lo necesitaba el gato.
¡Y esa mañana tenía un par de zapatos nuevos!
Era una buena forma de iniciar un nuevo año.
Ajá.
7
Jueves, 1 de enero de 2010
Carlo Diomei estaba cansado. Y cuando estaba cansado se sentía deprimido, como en aquel momento. No le gustaban aquellos inviernos ingleses, largos y húmedos. Echaba de menos el frío seco de su Courmayeur natal, en lo alto de los Alpes italianos. Añoraba la nieve en invierno y el sol en verano. Extrañaba ponerse los esquís cuando tenía un día libre y pasar unas horas estupendas a solas, lejos de la multitud de turistas que llenaban las estaciones, bajando por pistas que solo él y unos cuantos guías locales conocían.
Solo le quedaba un año más de contrato que cumplir y luego esperaba poder volver a las montañas y, con un poco de suerte, conseguir un puesto de director de hotel allí, donde tenía a todos sus amigos.
Pero de momento allí le pagaban bien, y la experiencia en aquel famoso hotel supondría un buen espaldarazo para su carrera. ¡Eso sí, vaya inicio de año más miserable el suyo!
Normalmente, como director titular del hotel Metropole de Brighton, tenía un horario fijo, lo que le permitía pasar las tardes en casa, en su apartamento de alquiler con vistas al mar, en compañía de su esposa y sus hijos, un niño de dos años y una niña de cuatro. Pero, de entre todas las noches, el encargado del turno de noche había escogido la anterior, Nochevieja, para contraer la gripe. Así que había tenido que volver y reemplazarlo, con una breve pausa de dos horas para regresar a casa a la carrera, acostar a sus hijos, desearle a su mujer un feliz Año Nuevo brindando con agua mineral, en lugar del champán con que pensaban pasar la noche, y volver a toda prisa al trabajo para supervisar todas las celebraciones de Año Nuevo que organizaba el hotel.
Llevaba trabajando dieciocho horas seguidas. Estaba agotado. Dentro de media hora dejaría al subdirector al mando y por fin podría irse a casa, celebrarlo con un cigarrillo, que necesitaba desesperadamente, y tumbarse en la cama y recuperar algo de sueño, que necesitaba aún más.
El teléfono sonó en su minúsculo despacho, separado del mostrador de recepción por una pared.
—Cario —respondió.
Era Daniela de Rosa, la gobernanta, otra italiana, de Milán. Una camarera la había alertado sobre la habitación 547. Eran las 12.30, había pasado media hora de la hora del check-out y el cartelito de «No molestar» seguía colgado en el pomo de la puerta. No le habían respondido cuando había llamado repetidamente a la puerta ni al llamar por teléfono.
Cario bostezó. Sería alguien durmiendo la mona. Qué envidia. Tecleó algo en el ordenador para ver quién era el ocupante de la habitación. El nombre que salía era Marsha Morris. Marcó el número de teléfono personalmente y oyó que sonaba, sin respuesta. Llamó otra vez a Daniela de Rosa.
—Bueno —dijo, resignado—. Ya subo.
Cinco minutos más tarde, salió del ascensor en la quinta planta y recorrió el pasillo, hasta el lugar donde estaba la gobernanta. Llamó con decisión a la puerta. No hubo respuesta. Volvió a llamar. Esperó. Luego, usando su llave maestra, abrió la puerta poco a poco yambos entraron.
—Hola —dijo Cario en voz baja.
Las pesadas cortinas aún estaban cerradas, pero en la semioscuridad pudo distinguir la silueta de alguien echado en la amplia cama.
—¡Hola! —insistió—. ¡Buenos días!
Detectó un mínimo movimiento en la cama.
—¡Hola! —repitió—. Buenos días, señora Morris. ¡Hola! ¡Feliz Año Nuevo!
No hubo respuesta. Solo otro pequeño movimiento.
Tanteó la pared en busca de los interruptores y apretó uno. Varias lámparas se iluminaron a la vez. Entonces pudieron ver a una mujer esbelta y desnuda, con grandes pechos, una larga melena pelirroja y un denso triángulo de vello púbico, abierta de piernas en la cama. Tenía los brazos y las piernas en cruz y estaba atada con cuerdas blancas. El motivo de que no respondiera quedó claro inmediatamente cuando se acercó. Sintió una presión cada vez más acuciante en la garganta. A ambos lados de la boca, bajo la cinta adhesiva, asomaban los extremos de una toallita.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó la gobernanta.
Cario Diomei se lanzó hacia la cama, con el cerebro cansado de intentar comprender lo que estaba viendo sin conseguirlo del todo. ¿Sería algún tipo de extraño juego sexual? ¿Estaría el marido, el novio, o quien fuera, observando desde el baño? Los ojos de la mujer le miraron, desesperados.
Corrió hacia el baño y abrió la puerta completamente, pero estaba vacío. Había visto cosas raras en las habitaciones de los hoteles, y en otro tiempo había tenido que enfrentarse a algunas escenas muy retorcidas, pero, por un momento, por primera vez en su carrera, no tuvo claro qué hacer. ¿Habían interrumpido algún juego sexual perverso? ¿O había algo más?
La mujer le miró con unos ojos pequeños y asustados. Él se sentía avergonzado de verla desnuda. Hizo de tripas corazón e intentó quitarle la cinta adhesiva, pero al dar el primer tirón, la mujer echó la cabeza atrás violentamente. Estaba claro que le dolía. Pero tenía que quitársela, de eso no había duda. Debía hablar con ella. Así pues, se la fue despegando de la piel con la máxima suavidad posible, hasta que pudo sacarle la toalla de la boca.
Al instante, la mujer empezó a parlotear atropelladamente, entre lágrimas.
8
Jueves, 1 de enero de 2010
Hacía mucho, pensó Roy, que no se sentía tan bien un día de Año Nuevo. Hasta donde le alcanzaba la memoria, salvo por las veces en que había estado de guardia, ese día siempre había empezado con un intenso dolor de cabeza y la misma sensación insuperable de desespero que acompañaba a la resaca.
Los primeros días de Año Nuevo tras la desaparición de Sandy había bebido aún más: sus amigos íntimos Dick y Leslie Pope no querían ni oír hablar de que se quedara solo e insistían en que lo celebrara con ellos. Y, casi como si fuera un legado de Sandy, había empezado a aborrecer las fiestas.
Pero en esta ocasión había sido completamente diferente. No recordaba una Nochevieja más sobria ni más agradable que aquella.
Para empezar, a Cleo le encantaba la idea de celebrar el Año Nuevo. Lo que hacía aún más irónico el hecho de que estuviera embarazada y que no pudiera beber demasiado. Pero a él no le importaba: estaba contento con el mero hecho de estar a su lado, celebrando no solo la llegada del nuevo año, sino también su futuro juntos.
Y también celebraba en silencio el hecho de que su irascible jefa, Alison Vosper, ya no estaría allí para enturbiarle el ánimo casi a diario. No veía la hora de la primera reunión con su nuevo jefe, el subdirector Peter Rigg, el lunes siguiente.
Lo único que había conseguido saber de aquel hombre hasta entonces había sido que era un maniático del detalle, que le gustaba implicarse personalmente y que aguantaba pocas tonterías.
Para su alivio, la mañana en la Sussex House, cuartel general del Departamento de Investigación Criminal, había sido tranquila, así que se había dedicado a las gestiones burocráticas y había hecho grandes progresos, sin dejar de echar un vistazo periódicamente a «la lista» (la lista de incidentes registrados en la ciudad de Brighton y Hove) en el ordenador.
Tal como era de esperar, se habían producido unos cuantos incidentes en los bares, pubs y clubes, en su mayoría riñas y algunos robos de bolsos. Observó un par de colisiones de tráfico leves, un «doméstico» —una pelea de pareja—, una queja por el ruido de una fiesta, un perro perdido, una moto robada y un hombre desnudo corriendo por Western Road. Pero ahora acababa de aparecer un caso grave. Era una denuncia de violación en el elegante hotel Metropole de Brighton. Había entrado en la lista hacía unos minutos, a las 12.55.
Había cuatro categorías principales de violaciones: extraño, conocido, cita y pareja. De momento en la lista no se hacía mención de qué tipo era en este caso. La Nochevieja era uno de aquellos momentos en los que los hombres perdían el control con la bebida y podían llegar a forzar a sus parejas, tanto ocasionales como estables, y este incidente muy probablemente se encuadraría en una de esas dos categorías. Desde luego era algo serio, pero no era probable que lo adjudicaran a la Brigada de Delitos Graves.
Veinte minutos más tarde, estaba a punto de cruzar la calle en dirección al supermercado ASDA, que hacía las funciones de cantina de la comisaría, para comprarse un bocadillo para el almuerzo, cuando sonó el teléfono interno.
Era David Alcorn, un inspector que conocía y que le caía bien. Alcorn trabajaba en la comisaría con más movimiento de toda la ciudad, en John Street, donde el propio Grace había pasado muchos de sus primeros años como agente, antes de pasar a la central del Departamento de Investigación Criminal, en la Sussex House.
—Feliz Año Nuevo, Roy —dijo Alcorn con su habitual tono seco y sarcástico. Con aquella entonación, el «feliz» sonaba como si lo hubieran tirado de un precipicio.
—Para ti también, David. ¿Qué tal la Nochevieja?
—Bueno, no ha ido mal. Aunque tuve que controlarme bastante con el alcohol para estar aquí a las siete esta mañana. ¿Y tú?
—Tranquila, pero bien. Gracias.
—Pensé que debía informarte, Roy. Parece que tenemos una violación obra de un extraño en el Metropole.
Le explicó los detalles someramente. Una patrulla había acudido al hotel y había llamado al Departamento de Investigación Criminal. Ahora mismo una agente del Departamento de Atención a Víctimas de Agresión Sexual iba de camino para acompañar a la víctima a la recién inaugurada Unidad Especializada en Violaciones, el SARC de Crawley, población situada en el centro geográfico del condado de Sussex.
Grace tomó nota en un cuaderno de todos los detalles que le pudo dar Alcorn.
—Gracias, David. Mantenme informado sobre el asunto. Y dime si necesitas ayuda de mi equipo.
Se produjo una breve pausa. Grace detectó la duda en la voz del inspector.
—Roy, hay algo que podría hacer que este asunto tuviera alguna repercusión «política».
—¿Y eso?
—La víctima había asistido a la fiesta de anoche en el Metropole. Me informan de que en una mesa de la fiesta había unos cuantos agentes de la Policía.
—¿Algún nombre?
—El comisario jefe y su esposa, para empezar.
«Mierda», pensó Grace, pero no lo dijo.
—¿Quién más?
—El subcomisario jefe. Y un ayudante del comisario. ¿Ves por dónde voy?
Grace lo veía perfectamente.
—A lo mejor tendría que mandar a alguien de Delitos Graves a que acompañara a la agente de Atención a Víctimas de Agresión Sexual. ¿Qué te parece? Como formalidad.
—Creo que sería buena idea.
Grace enseguida analizó sus opciones. En particular le preocupaba su nuevo jefe. Si el subdirector Rigg realmente era tan maniático con los detalles, más le valía empezar con el pie derecho y cubrirse las espaldas lo mejor que pudiera.
—Vale. Gracias, David. Enviaré a alguien enseguida. Mientras tanto, ¿me puedes conseguir una lista de todos los asistentes al evento?
—Ya la he pedido.
—Y de todos los clientes alojados en el hotel y de todo el personal. Imagino que habrían contratado personal extra para la noche.
—Estoy en ello —respondió Alcorn, quizás algo molesto de que Grace dudara de su eficiencia.
—Sí, claro. Lo siento.
Tras colgar, Roy llamó a la agente Emma-Jane Boutwood, uno de los pocos miembros de su equipo que tenía turno de trabajo. También era una de las agentes a las que había encargado enfrentarse con la ingente cantidad de papeleo requerido para la Operación Neptuno, un largo e intenso caso de tráfico humano que le había ocupado las semanas anteriores a la Navidad.
Boutwood solo tardó un momento en llegar a su despacho desde su mesa, en la sala común, al otro lado de su puerta. Roy observó que cojeaba un poco al entrar en la oficina: aún no se había recuperado de las terribles lesiones que había sufrido en una persecución el verano anterior, cuando una furgoneta la había aplastado contra un muro. A pesar de las múltiples fracturas y de haber perdido el bazo, la chica había insistido en acortar al máximo el periodo de convalecencia para volver al trabajo lo antes posible.
—Hola, E. J. Siéntate.
En cuanto Grace empezó a repasar con ella las notas que le había dado Alcorn y a explicarle las delicadas connotaciones políticas del caso, su teléfono interno volvió a sonar.
—Roy Grace —respondió, levantándole un dedo a E. J. para indicarle que esperara.
—Superintendente Grace —dijo una voz alegre y amistosa con un elegante acento de colegio privado—. ¿Cómo está? Soy Peter Rigg.
«Mierda», pensó.
—Señor —respondió—. Es un placer... oírle. Pensé que no iba a empezar hasta el lunes, señor.
—¿Le supone eso algún problema?
«Vaya por Dios», se dijo Grace, con el corazón encogido. Apenas llevaba doce horas del nuevo año y ya tenían un primer delito grave entre las manos. Y oficialmente el nuevo subdirector no había empezado siquiera y ya estaba buscándole las cosquillas.
—No, señor, en absoluto. En realidad, llama en un momento muy oportuno. Parece que tenemos nuestro primer incidente crítico del año. Aún es pronto para estar seguros, pero puede que los medios muestren más interés del que quisiéramos.
Grace le hizo una señal a E. J. para indicarle que le dejara solo. Ella salió y cerró la puerta.
En un par de minutos, dio un repaso a los datos de los que disponían. Afortunadamente, el nuevo subdirector seguía con el mismo tono amistoso.
Cuando Grace acabó, Rigg dijo:
—Supongo que va a ir usted personalmente, ¿no?
Roy vaciló. Contando con un equipo tan especializado y preparado como el de Crawley, realmente no hacía falta; de hecho resultaría más útil en la oficina, ocupándose del papeleo y poniéndose al día sobre el incidente por teléfono. Pero decidió que aquello no era lo que el nuevo subdirector quería oír.
—Sí, señor, enseguida iré para allá —respondió.
—Bien. Manténgame informado.
Grace le aseguró que lo haría.
En el momento en que colgaba, concentrado en sus pensamientos, la puerta se abrió y apareció el rostro taciturno y la calva afeitada del sargento Glenn Branson. Sus ojos, en claro contraste con su piel negra, tenían un aspecto cansado y apagado. A Grace le recordaron los ojos de los peces que llevan demasiado tiempo muertos, los que Cleo siempre le decía que debía evitar en la pescadería.
—¡Eh, colega! —le saludó Branson—. ¿Tú crees que este año va a ser menos asqueroso que el anterior?
—¡No! —respondió Grace—. Los años nunca son menos asquerosos que los anteriores. Lo único que podemos hacer es intentar aprender a superarlo.
—Bueno, parece que esta mañana has venido cargado de buena voluntad —observó Branson, que dejó caer su corpulento cuerpo en la silla que E. J. acababa de dejar vacía.
Incluso su traje marrón, su vistosa corbata y su camisa color crema parecían fatigados y arrugados, como si hubieran pasado demasiado tiempo en el armario. Aquello le preocupó. Su amigo siempre iba impecable, pero en los últimos meses su ruptura matrimonial le había lanzado a una espiral descendente.
—Para mí este año no ha sido el mejor, desde luego. A mitad del año me disparan, y a los tres cuartos de año mi mujer me echa a la calle.
—Míralo por el lado bueno: sobreviviste y has podido echar a perder mi colección de vinilos.
—Pues sí. Muchas gracias.
—¿Quieres venirte a dar un paseo conmigo? —propuso Grace.
Branson se encogió de hombros.
—¿En coche? Sí, claro. ¿Adónde?
El teléfono volvió a interrumpirlo. Era Alcorn, que llamaba de nuevo para darle más información.
—Hay algo que podría tener importancia, Roy. Según parece, desaparecieron parte de las ropas de la víctima. El agresor pudo llevárselas. En particular sus zapatos. —Hizo una pausa, dubitativo—. Creo recordar que había alguien que hacía eso mismo años atrás, ¿no?
—Sí, pero solo se llevaba un zapato y la ropa interior —respondió Grace, bajando la voz de pronto—. ¿Qué más se llevó?
—No hemos podido sacarle mucho a la víctima. Creo que está en estado de shock.
No era ninguna sorpresa. Grace fijó la vista en una de las cajas azules que había por el suelo: la que contenía el archivo del «caso frío» del Hombre del Zapato.
Aquello había sido doce años atrás. Con un poco de suerte no sería más que una coincidencia.
Pero solo de pensarlo sintió que se le helaba la sangre.
9
Jueves, 25 de diciembre de 1997
Se estaban moviendo. La furgoneta estaba en marcha. Rachael oía el ronquido sordo y constante del tubo de escape que le intoxicaba los pulmones. Oía el ruido de los neumáticos salpicando agua por el asfalto. Sentía cada bache, que la lanzaba por encima de los sacos sobre los que estaba tirada, con los brazos a la espalda, incapaz de moverse o hablar. Lo único que veía era la parte trasera de la gorra de béisbol del tipo al volante y las orejas asomando a los lados.
Estaba helada de frío y de pánico. Sentía la boca y la garganta secas, y la cabeza le dolía terriblemente por los golpes recibidos. Todo el cuerpo le dolía. Sentía asco, se sentía sucia, mugrienta. Necesitaba con desesperación una ducha, agua caliente, jabón, champú. Quería lavarse por dentro y por fuera.
Notó que la furgoneta giraba en una esquina. Vio la luz del día. Una luz de día gris. La mañana de Navidad. Debería estar en su piso, abriendo el calcetín con regalos que su madre le había enviado por correo. Cada año de su infancia había recibido un calcetín lleno de regalos por Navidad, y a sus veintidós años seguía recibiéndolo.
Se echó a llorar. Oía el repiqueteo de los limpiaparabrisas. De pronto en la radio empezó a sonar Candle in the wind, de Elton John, con alguna interferencia, y vio que el hombre balanceaba la cabeza al ritmo de la música.
Elton John había cantado aquella canción en el funeral de la princesa Diana, cambiando la letra. Rachael recordaba aquel día claramente. Ella había estado entre los cientos de miles de personas que habían acudido a presentar sus respetos en el exterior de la abadía de Westminster, escuchando aquella canción, viendo el funeral en una de las enormes pantallas de televisión. Había pasado la noche en una tienda de campaña en la acera, y el día antes se había gastado gran parte de su salario semanal, ganado en el mostrador de información del Departamento de Relaciones con el Cliente de la oficina de American Express en Brighton, en un ramo de flores que colocó, junto a otros miles, frente al palacio de Kensington.
La princesa era un ídolo para ella. Algo murió en su interior el día en que Diana falleció.
Y ahora había empezado una nueva pesadilla.
La furgoneta frenó de pronto y ella cayó unos centímetros hacia delante. Intentó mover de nuevo las manos y las piernas, donde sentía unos calambres insufribles. Pero no podía mover nada.
Era la mañana de Navidad y sus padres la esperaban para brindar con champán, almorzar juntos y oír el discurso de la reina. Una tradición anual, como la del calcetín.
Volvió a intentar hablar de nuevo, pedirle clemencia al hombre, pero tenía la boca tapada con una cinta adhesiva. Necesitaba orinar y ya se lo había hecho encima antes. No podía hacerlo otra vez. Oyó un ruido. Su teléfono móvil; reconoció la melodía de Nokia. El hombre giró la cabeza un instante; luego volvió a mirar adelante. La furgoneta se puso en marcha. Pese a que tenía la mirada borrosa y a la lluvia que caía sobre el parabrisas, vio que dejaban atrás un semáforo verde. Luego vio a su izquierda unos edificios que reconoció. Gamley´s, la tienda de juguetes. Estaban en Church Road, en Hove. Se dirigían hacia el oeste.
El teléfono dejó de sonar. Poco después oyó un doble pitido que indicaba un mensaje.
¿De quién?
¿Tracey y Jade?
¿O sus padres, que llamaban para felicitarle la Navidad? ¿Su madre, que querría saber si le había gustado el calcetín?
¿Cuánto tiempo pasaría antes de que empezaran a preocuparse por ella?
«¡Dios santo! ¿Quién demonios es este hombre?».
Cuando la furgoneta giró a la izquierda de repente, cayó rodando hacia la derecha. Luego giró a la izquierda. Luego otro giro. Y luego se detuvo.
La canción acabó y una voz masculina y alegre empezó a hablar de dónde pasaría la Navidad el magnífico Elton John.
El hombre salió, dejando el motor en marcha. A Rachael el humo y el miedo le provocaban cada vez más náuseas. Necesitaba desesperadamente beber agua.
De pronto él volvió a meterse en la furgoneta, que avanzó hacia un lugar cada vez más oscuro. Luego el motor se paró y hubo un momento de silencio completo cuando la radio también dejó de sonar. El hombre desapareció.
Se oyó un sonido metálico al cerrarse la puerta del conductor.
Luego otro sonido metálico que la sumió en una oscuridad total.
Se quedó tendida, temblando de miedo, a oscuras.
10
Viernes, 26 de diciembre de 1997
Con el traje y la corbata de cachemir que le había regalado Sandy el día anterior, Roy dejó atrás la puerta azul en la que ponía «Superintendente», a su izquierda, y la que decía «Superintendente jefe», a su derecha. Muchas veces se preguntaba si llegaría algún día a superintendente jefe.
Todo el edificio parecía estar desierto aquella mañana de San Esteban, aparte de los pocos miembros de la Operación Houdini, concentrados en la sala de reuniones, que seguían trabajando a destajo para intentar atrapar al violador en serie conocido como el Hombre del Zapato.
Mientras esperaba a que hirviera el agua para el café, pensó por un momento en la gorra del superintendente jefe. Con su banda plateada que la distinguía de los oficiales inferiores, sin duda despertaba muchas ambiciones. Pero él se preguntaba si sería lo suficientemente inteligente como para llegar a aquel rango, y tenía sus dudas.
Una cosa que había aprendido de Sandy, en sus años de matrimonio, era que ella a veces tenía una visión muy precisa de cómo quería que fuera su mundo, y muy poco aguante si algo no iba como ella esperaba. En varias ocasiones, un arranque de ira inesperado de su mujer ante un camarero o un dependiente inepto le había llegado a avergonzar. Pero aquel espíritu era en parte lo que le había atraído de ella en un primer momento. Ella le daría todo el apoyo y el entusiasmo necesarios para conseguir cualquier éxito, fuera grande o pequeño, pero él tenía que recordar que, para Sandy, el fracaso simplemente no era una opción.