Las huellas del hombre muerto - Peter James - E-Book

Las huellas del hombre muerto E-Book

Peter James

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Beschreibung

Cuando el estafador Ronnie Wilson ve cómo se desmoronan las torres gemelas en Nueva York, sus pensamientos no están con los miles de víctimas, ni con la sobrecogida ciudad escenario de los atentados terroristas. En lugar de eso él se encuentra con la oportunidad de su vida: librarse de sus deudas, desaparecer y reinventarse a sí mismo en otro país. En Brighton, el protagonista de esta serie de novelas, Roy Grace investiga la aparición del esqueleto de una mujer en las costas de Brighton, lo que no hace más que despertar sus propios fantasmas: la desaparición de su propia esposa nunca esclarecida. Cuando se descubre que el cadáver es el de la esposa del estafador Wilson, la investigación se complica para Grace. --- «Uno de los creadores de novela criminal más endemoniadamente inteligentes que existen». - Daily Mail  «James es cada vez mejor y se mereces sin lugar a dudas todos los éxitos que está teniendo con esta serie de primera». - Independent on Sunday «La segunda novela de la serie ambientada en Brighton confirma el talento de Peter James para crear una trama de gran calidad y un suspense que atrapa desde el primer momento» - The Guardian «Un magnífico relato de codicia, seducción y traición.» - Daily Telegraph  «La mejor novela de suspense de Peter James. Apasionante, angustiosa. Un complejo rompecabezas.» - The Times

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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Las huellas del hombre muerto

Las huellas del hombre muerto

Título original: Dead Man´s Footsteps

© 2007 by Peter James. Reservados todos los derechos.

© 2025 Skinnbok ehf.. Reservados todos los derechos.

ePub: Skinnbok ehf.

ISBN: 978-9979-64-767-6

1

Septiembre de 2001

Si al despertarse aquella mañana Ronnie Wilson hubiera sabido que al cabo de sólo un par de horas estaría muerto, habría planeado el día de una forma algo distinta.

Para empezar, quizá no se habría molestado en afeitarse. O no habría malgastado tantos de esos preciados minutos engominándose el pelo y luego arreglándoselo hasta quedar satisfecho. Tampoco habría empleado tanto tiempo en sacar brillo a los zapatos o en ajustarse el nudo de la cara corbata de seda hasta que estuvo perfecta. Y seguro que no habría pagado la cantidad exorbitante de dieciocho dólares —que en realidad no podía permitirse— para que le plancharan el traje en una hora.

Decir que era felizmente ajeno al destino que le esperaba sería una exageración: todas las formas de alegría habían desaparecido de su paleta de emociones hacía tanto tiempo que ya ni sabía qué era ser feliz. Ya ni siquiera sentía felicidad durante esos fugaces segundos finales del orgasmo, en las raras ocasiones en que él y Lorraine hacían el amor. Era como si sus huevos estuvieran tan adormecidos como el resto de su cuerpo.

De hecho, últimamente —y para incomodidad de Lorraine— cuando la gente le preguntaba cómo estaba, le había dado por contestar encogiéndose brevemente de hombros y decir: «Mi vida es una mierda».

La habitación del hotel también era una mierda. Era tan pequeña que si te caías ni siquiera tocabas el suelo. Era la habitación más barata del W, pero al menos la dirección le ayudaba a guardar las apariencias. Una persona que se hospedara en un W en Manhattan era alguien, aunque durmiera en el cuarto de la limpieza.

Ronnie sabía que debía adoptar una actitud y un humor más positivos. La gente reaccionaba a las vibraciones que transmitían los demás, en particular cuando pedían dinero. Nadie iba a prestar dinero a un perdedor, ni siquiera a un viejo amigo; al menos no la cantidad que él necesitaba en estos momentos. Y, sin duda, no este viejo amigo en particular.

Miró por la ventana para ver qué tiempo hacía, estirando el cuello hacia el escarpado precipicio gris del edificio que había al otro lado de la calle 39 hasta que consiguió ver la franja estrecha de cielo. Comprobar que hacía una mañana espléndida no sirvió para subirle la moral. Sólo sentía como si todas las nubes hubieran abandonado ese vacío azul y ahora estuvieran en su corazón.

Su reloj Bulgari de imitación le dijo que eran las 7.43. Lo había comprado en Internet por 40 libras, pero bueno, ¿quién podía distinguir que no era auténtico? Había aprendido hacía mucho tiempo que los relojes caros transmitían un mensaje importante a la gente que intentabas impresionar: si un detalle como el tiempo te preocupaba lo suficiente como para comprarte uno de los mejores relojes del mundo, seguramente te preocuparías igual por el dinero que iban a confiarte. Las apariencias no lo eran todo, pero importaban mucho.

Bueno, las 7.43. Hora de ponerse en marcha.

Cogió su maletín Louis Vuitton —también de imitación—, lo colocó encima del trolley y se marchó de la habitación arrastrando el equipaje. Salió del ascensor en la planta baja y pasó por delante del mostrador de recepción intentando pasar desapercibido. Sus tarjetas estaban tan fundidas que seguramente no tenía crédito suficiente para pagar la factura del hotel, pero ya se preocuparía de aquello más tarde. Estaban a punto de embargarle el BMW —el ostentoso descapotable azul con el que a Lorraine le gustaba pasearse, para impresionar a sus amigas— y el banco iba a ejecutar la hipoteca sobre su casa. La reunión de hoy, pensó sombríamente, era su última oportunidad. Iba a reclamar una promesa. Una promesa hecha diez años atrás.

Sólo esperaba que no hubiera caído en el olvido.

Sentado en el metro, con las maletas entre las piernas, Ronnie se percató de que algo se había torcido en su vida, pero no sabía exactamente qué. Muchos de sus compañeros de colegio habían cosechado grandes éxitos en sus campos, pero él había ido de traspiés en traspiés, desesperándose cada vez más. Asesores financieros, promotores inmobiliarios, contables, abogados... tenían sus enormes casas fardonas, sus esposas trofeo, sus hijos perfectos. ¿Y qué tenía él?

A la neurótica de Lorraine, que se gastaba el dinero que su marido no tenía en infinidad de tratamientos de belleza que no necesitaba en absoluto, en ropa de diseño que no podían permitirse de ningún modo y en almuerzos ridículamente caros a base de hojas de lechuga y agua mineral con sus amigas anoréxicas, muchísimo más ricas que ellos, en el restaurante chic que se hubiera puesto de moda aquella semana. Y a pesar de desembolsar una fortuna en tratamientos de fertilidad, seguía siendo incapaz de darle el hijo que tanto deseaba. En realidad, el único gasto que él había aprobado fue que se pusiera más tetas.

Pero por supuesto, Ronnie era demasiado orgulloso para reconocer el lío en el que se había metido. Y como era optimista hasta la médula, siempre creía que la solución estaba a la vuelta de la esquina. Igual que un camaleón, se confundía perfectamente en su entorno. Como vendedor de coches usados, luego de antigüedades y agente inmobiliario, solía vestir de punta en blanco y tenía el don de la palabra, que era, por desgracia, mejor que su visión para las finanzas. Después de que el negocio de la agencia inmobiliaria se fuera a pique, se pasó rápidamente a la promoción inmobiliaria, donde estaba convincente en vaqueros y americana. Luego, cuando los bancos ejecutaron la hipoteca sobre su urbanización de veinte casas, que se quedó encallada por problemas de planificación, se reinventó una vez más a sí mismo como asesor financiero para gente rica. Ese negocio también se hundió.

Ahora estaba aquí con la esperanza de convencer a su viejo amigo Donald Hatcook de que conocía el secreto para ganar dinero con la próxima gallina de los huevos de oro: el biodiésel. Se rumoreaba que Donald se había embolsado más de mil millones de dólares con los derivados —fuera lo que fuese eso— y sólo había perdido unos míseros doscientos mil al invertir en la agencia inmobiliaria de Ronnie diez años atrás. Tras afirmar que aceptaba la responsabilidad de su amigo por el fracaso de la empresa, había asegurado a Ronnie que algún día volvería a respaldarlo.

Sin duda, Bill Gates y todos los demás emprendedores del planeta estaban buscando el modo de entrar en el nuevo mercado de los biocombustibles respetuosos con el medio ambiente —y disponían del dinero para invertir y convertirlo en una realidad—, pero Ronnie creía haber encontrado un nicho de mercado. Lo único que tenía que hacer esta mañana era convencer a Donald. Éste era astuto, lo vería. Se apuntaría. Como decían en Nueva York, debería ser pan comido.

De hecho, a medida que el metro avanzaba hacia el centro, mientras ensayaba mentalmente el discurso que había preparado para Donald, la confianza de Ronnie iba en aumento. Se sentía metiéndose en la piel del personaje de Michael Douglas en Wall Street: Gordon Gecko. Y tenía su mismo aspecto, igual que la docena de profesionales de Wall Street vestidos impecablemente que había sentados a su alrededor en ese vagón que no dejaba de dar bandazos a un lado y a otro. Si cualquiera de ellos tenía sólo la mitad de sus problemas, los ocultaban bien. Qué seguros parecían todos de sí mismos, maldita sea. Si se hubieran molestado en mirarle habrían visto a un tipo alto, delgado, guapo y con el pelo engominado hacia atrás que parecía igual de seguro que ellos.

Decían que si no habías triunfado a los cuarenta no ibas a triunfar nunca. Dentro de sólo tres semanas, Ronnie cumpliría cuarenta y tres años.

Estaba llegando a su parada, Chambers Street. Quería ir caminando las últimas manzanas.

Salió a la espléndida mañana de Manhattan y se orientó con el mapa que le había dado anoche el conserje del hotel. Luego consultó su reloj: las 8.10. Por su experiencia previa circulando por los bloques de oficinas de Nueva York, calculó que debía darse quince minutos de margen como mínimo para llegar al despacho de Donald una vez entrara en el edificio donde trabajaba el hombre. Y desde aquí tenía cinco minutos largos a pie, le había dicho el conserje, suponiendo que no se perdiera.

Después de pasar por delante de un cartel que le informaba de que estaba en Wall Street, dejó atrás un Jamha Juice a la derecha y una tienda que ofrecía «Sastrería y arreglos expertos» y entró en el Downtown Deli, que estaba abarrotado.

El lugar olía a café cargado y huevos fritos. Se sentó en un taburete de piel roja en la barra y pidió un zumo de naranja recién exprimido, un latte y huevos revueltos con bacon y tostadas de trigo. Mientras esperaba la comida, hojeó una vez más el plan de negocios y, luego, mirando de nuevo el reloj, calculó mentalmente la diferencia horaria entre Nueva York y Brighton.

En Inglaterra eran cinco horas más. Lorraine estaría almorzando. Le hizo una llamada rápida al móvil y le dijo que la quería. Ella le deseó suerte con la reunión. Las mujeres eran fáciles de contentar, bastaba sólo con unos pocos arrumacos de vez en cuando, algún que otro verso poético y una o dos joyas que parecieran caras, pero no con demasiada frecuencia.

Veinte minutos después, mientras pagaba la cuenta, oyó un estruendo enorme a lo lejos. Un tipo sentado en el taburete a su lado dijo:

—Dios santo, ¿qué ha sido eso?

Ronnie recogió el cambio y dejó una propina aceptable, luego salió a la calle para proseguir con su camino hacia el despacho de Donald Hatcook, que, según la información que le había enviado por correo electrónico, se encontraba en la planta 87 de la Torre Sur del World Trade Center.

Eran las 8.47 de la mañana del martes 11 de septiembre de 2001.

2

Octubre de 2007

Abby Dawson había elegido este piso porque le parecía seguro. Al menos, tan seguro como le parecería cualquier otro lugar en estos momentos.

Aparte de la escalera de incendios de atrás, que sólo podía abrirse desde dentro, y una salida de incendios en el sótano, el edificio sólo tenía una entrada. Estaba ocho pisos más abajo y las ventanas le ofrecían una panorámica despejada de toda la calle.

Dentro, había convertido el piso en una fortaleza: bisagras reforzadas, blindajes de acero, tres cerraduras en la puerta y en la escalera de incendios situada al fondo del minúsculo lavadero y una cadena de seguridad doble. Cualquier ladrón que intentara introducirse aquí se iría a casa con las manos vacías. Salvo que condujera un tanque, nadie iba a entrar a menos que ella le invitara.

Pero como refuerzo, por si acaso, tenía un spray de pimienta Mace muy a mano, una navaja y un bate de béisbol.

Era irónico, pensó, que la primera vez en su vida que podía permitirse una casa lo bastante grande y lujosa como para recibir a invitados, tuviera que vivir sola, en secreto.

¡Y había tantas cosas de las que disfrutar allí dentro! El entarimado de roble, los enormes sofás color crema con sus cojines blancos y marrón chocolate, los cuadros modernos y perspicaces en las paredes, el sistema home cinema, la cocina de alta tecnología, las camas inmensas y deliciosamente cómodas, la calefacción debajo del suelo en el baño y el elegante servicio de invitados que todavía no había utilizado —al menos no para lo que estaba pensado.

Era como vivir en una de esas casas de diseño que solía codiciar cuando hojeaba las páginas de las revistas de moda. Cuando hacía buen tiempo, el sol entraba a raudales por la tarde y los días ventosos, como hoy, abría una ventana y podía saborear la sal en el aire y escuchar los chillidos de las gaviotas. A tan sólo unos doscientos metros del final de la calle, y del cruce con la concurrida Marine Parade de Kemp Town, estaba la playa. Podía caminar por ella kilómetros y kilómetros hacia el este o el oeste.

También le gustaba el barrio. Había tiendecitas cerca, que eran mucho más seguras que un supermercado grande porque siempre podía mirar primero quién había dentro. Bastaba con que sólo una persona la reconociera.

Sólo una.

El único punto negativo era el ascensor. Extremadamente claustrofóbica en el mejor de los casos, y más propensa que nunca últimamente a los ataques de pánico, a Abby nunca le había gustado montarse sola en un ascensor a menos que no tuviera más remedio. Y la cápsula inestable del tamaño de un ataúd vertical para dos personas que subía hasta su piso, y que se había quedado parado un par de veces en el último mes —por suerte con otra persona dentro—, era una de las peores que había utilizado en su vida.

Así que normalmente subía y bajaba a pie, hasta hacía dos semanas, cuando los obreros que reformaban el piso de abajo habían convertido la escalera en una carrera de obstáculos. Era un buen ejercicio, y si llevaba bolsas de la compra pesadas era fácil: las metía en el ascensor solas y ella subía por las escaleras. En las raras ocasiones en que se encontraba con alguno de sus vecinos, cogía el ascensor hombro con hombro con él. Pero la mayoría eran tan mayores que no salían demasiado. Algunos parecían tan viejos como la propia finca.

Los pocos inquilinos jóvenes, como Hassan, el sonriente banquero iraní que vivía dos pisos más abajo y que a veces organizaba fiestas que duraban toda la noche —y cuyas invitaciones siempre rechazaba educadamente— parecían estar fuera casi siempre, en algún otro lugar. Y los fines de semana, a menos que Hassan se hubiera quedado en casa, el ala oeste del edificio estaba tan silenciosa que parecía habitada sólo por fantasmas.

En cierto modo, ella también era un fantasma, lo sabía. Únicamente abandonaba la seguridad de su guarida de noche, con el pelo que en su día fue rubio y largo ahora muy corto y teñido de negro, gafas de sol y el cuello de la chaqueta subido. Era una extraña en esta ciudad donde había nacido y crecido, donde había trabajado en bares, ejercido de secretaria temporal, tenido novios y, antes de que le entrara el gusanillo de viajar, incluso fantaseado con formar una familia.

Ahora había regresado. A escondidas. Una desconocida en su propia vida. Desesperada por que nadie la reconociera. Volviendo la cara las pocas veces que se cruzaba con algún conocido o veía a un viejo amigo en un bar y tenía que marcharse de inmediato. Maldita sea, ¡qué sola se sentía!

Y tenía miedo.

Ni siquiera su propia madre sabía que había vuelto a Inglaterra.

Había cumplido 27 años hacía tres días y la fiesta de cumpleaños había sido fantástica, pensó con ironía. Tirada allí sola con una botella de Moët Chandon, una película erótica en Sky y un vibrador con las pilas agotadas.

Solía estar orgullosa de su belleza natural. Rebosante de confianza, podía ir a cualquier bar, discoteca o fiesta y escoger a quien quisiera. Era buena conversadora, buena seductora, buena haciéndose la vulnerable, algo que había aprendido hacía tiempo que era lo que les gustaba a los hombres. Pero ahora era vulnerable de verdad, y no era nada divertido.

No era divertido ser una fugitiva.

Aunque no fuera para siempre.

En las estanterías, las mesas y el suelo del piso se amontonaban libros, CD y DVD comprados en Amazon y Play.com. Durante los dos últimos meses que llevaba huyendo había leído más libros y visto más películas y televisión que nunca. Ocupaba gran parte del resto del tiempo en un curso de español por Internet.

Había vuelto porque creía que aquí estaría a salvo. Dave estuvo de acuerdo en que éste era el único lugar donde él no se atrevería a asomar la cara. El único lugar del mundo. Pero no podía estar segura al cien por cien.

Tenía otra razón para regresar a Brighton, una parte importante de sus planes. La salud de su madre empeoraba poco a poco y tenía que encontrarle una residencia privada bien dirigida donde pudiera disfrutar de cierta calidad de vida los años que le quedaban. Abby no quería que acabara en una de esas horribles salas geriátricas de la Seguridad Social. Ya había localizado una casa preciosa en el campo, cerca de allí. Era cara, pero ahora podía permitirse mantener allí a su madre durante años. Lo único que tenía que hacer era pasar inadvertida un poquito más.

De repente, su móvil pitó y recibió un mensaje. Miró la pantalla y sonrió cuando vio de quién era. Lo único que la ayudaba a aguantar eran estos mensajes que recibía cada pocos días.

La ausencia debilita los amores pequeños y fortalece los grandes, igual que el viento apaga la vela y aviva la hoguera.

Se quedó pensando unos momentos. Uno de los beneficios de disponer de tanto tiempo libre era que podía navegar por Internet durante horas sin sentirse culpable. Le encantaba recopilar citas y envió una de las que había guardado.

El amor no es mirarse a los ojos. El amor es mirar juntos en la misma dirección.

Por primera vez en su vida había conocido a un hombre que miraba en la misma dirección que ella. Ahora mismo sólo era un nombre en un mapa, imágenes descargadas de la red, un lugar que visitaba en sueños. Pero pronto los dos irían allí de verdad. Sólo debía tener un poco más de paciencia. Los dos debían tenerla.

Cerró la revista The Latest, donde había estado mirando casas de ensueño, apagó el cigarrillo, apuró la copa de Sauvignon e inició sus comprobaciones ante de salir de casa.

Primero se acercó a la ventana y miró a través de las persianas a la amplia hilera de casas estilo Regencia. El resplandor sódico de las farolas inundaba de naranja todas las sombras. Estaba lo bastante oscuro y el viento huracanado otoñal mandaba ráfagas de lluvia contra las ventanas con la fuerza de un perdigón. De niña, le asustaba la oscuridad. Ahora, irónicamente, hacía que se sintiera segura.

Conocía todos los coches que aparcaban regularmente en ambas aceras, con sus pegatinas de estacionamiento para residentes. Examinó cada uno con la mirada. Antes era incapaz de distinguir una marca de otra, pero ahora las conocía todas. El Golf GTI negro, mugriento y lleno de cagadas de pájaro; el monovolumen Ford Galaxy de la pareja que vivía con sus gemelos llorones en un piso al otro lado de la calle y que parecía pasarse la vida cargando bolsas de la compra y cochecitos plegables escaleras arriba y abajo; el Toyota Yaris pequeño y extraño; un Porsche Boxter antiguo que pertenecía a un joven que había decidido que era médico —seguramente trabajaba en el Royal Sussex County Hospital, que estaba cerca—; la furgoneta Renault blanca oxidada con los neumáticos desinflados y un cartel de SE VENDE escrito con tinta roja en un trozo de cartón marrón pegado a la ventanilla del copiloto. Había unos doce coches más a cuyos propietarios conocía de vista. Nada nuevo allí abajo, nada de qué preocuparse. Y no vio a nadie merodeando entre las sombras.

Apareció una pareja corriendo, los brazos en torno a un paraguas que amenazaba con doblarse hacia fuera en cualquier momento.

«Cerrar el pestillo de las ventanas del dormitorio, del cuarto de invitados, del baño, del salón comedor. Activar temporizadores en luces, televisión y radio de cada habitación. Pegar con Blu-Tack el hilo de coser, a la altura de la rodilla, de punta a punta del recibidor, justo delante de la puerta de entrada».

«¿Paranoica? Moi? ¡Como lo oyes!».

Descolgó el impermeable largo y el paraguas del perchero del vestíbulo estrecho, se acercó al umbral y observó por la mirilla. La recibió el resplandor amarillo pálido y frío del vestíbulo vacío.

Descorrió las cadenas de seguridad, abrió la puerta con cautela, salió y percibió al instante el olor a madera cortada. Cerró la puerta y giró las llaves en cada una de las tres cerraduras.

Luego, se quedó escuchando. Abajo, en algún lugar, en alguno de los otros pisos, sonaba un teléfono que nadie contestó. Abby se estremeció mientras se ponía el impermeable ribeteado de borreguillo; todavía no se había acostumbrado a la humedad y el frío después de vivir años en un clima cálido. Todavía no se había acostumbrado a pasar un viernes por la noche sola.

El plan de hoy era ver una película, Expiación, en los multicines de la Marina, luego comer algo —quizá pasta— y, si reunía el valor suficiente, ir a un bar a tomar un par de copas de vino. Al menos así podía sentir el consuelo de mezclarse con otros seres humanos.

Iba vestida discreta, con unos vaqueros de diseño, botines y un jersey de cuello alto negro debajo del impermeable. Quería estar guapa, pero sin llamar la atención si acababa yendo a un bar. Abrió la puerta cortafuegos que daba a la escalera y vio para su desgracia que los obreros la habían dejado bloqueada para todo el fin de semana con placas de yeso y un montón de tablas de madera.

Los maldijo, sopesó si intentar pasar por en medio o no y luego, tras pensarlo mejor, pulsó el botón del ascensor y se quedó mirando la puerta metálica llena de rayones. Unos segundos después, oyó el ruido, las sacudidas y botes mientras el aparato subía obedientemente y llegaba a su piso con un sonido discordante. Entonces la puerta exterior se abrió con un golpe parecido a una pala allanando gravilla.

Entró y la puerta se cerró de nuevo con el mismo sonido, junto con las puertas dobles del ascensor, y quedó aprisionada. Olió el perfume de otra persona y el líquido limpiador de limón. El ascensor subió unos centímetros con una sacudida, tan violenta que Abby casi se cayó.

Y ahora, cuando ya era demasiado tarde para cambiar de idea y salir, y mientras las paredes metálicas se cerraban sobre ella y un espejo pequeño, casi opaco, reflejaba un atisbo de pánico en su rostro prácticamente invisible, el ascensor descendió con brusquedad.

Abby estaba a punto de descubrir que acababa de cometer un grave error.

3

Octubre de 2007

El comisario Roy Grace, sentado a la mesa de su despacho, colgó el teléfono y se recostó en la silla con los brazos cruzados, inclinándola hasta que tocó la pared. Mierda. Las cinco menos cuarto de la tarde de un viernes y su fin de semana acababa de echarse a perder literalmente. De irse por el desagüe, en todo caso.

Además, anoche había tenido una racha pésima en su partida de póquer semanal con los chicos y había perdido casi trescientas libras. «Nada como un viajecito al campo hasta un desagüe un viernes por la tarde lluvioso e inhóspito para ponerte de un humor de perros», pensó. Le llegó la ráfaga helada de viento que se colaba por las ventanas mal instaladas de su pequeño despacho y se quedó escuchando el repiqueteo de la lluvia. No era día para salir.

Maldijo al operador de la sala de control que acababa de llamar para comunicarle la noticia. Sabía que era cargarse al mensajero, pero lo había planeado todo para pasar la noche de mañana en Londres con Cleo, para tener un detalle con ella. Ahora tendría que cancelarlo por un caso que sabía instintivamente que no iba a gustarle, y todo porque era el investigador jefe de guardia en sustitución de un compañero que se había puesto enfermo.

Los asesinatos eran lo que hacía interesante este trabajo. En Sussex se producían entre quince y veinte al año, muchos de ellos en el municipio de Brighton y Hove y alrededores; eran más que suficientes para que cada investigador jefe se encargara de uno y tuviera ocasión de demostrar sus habilidades. Sabía que era un poco cruel pensar de esa manera, pero era un hecho que dirigir con éxito una investigación de asesinato brutal y destacada era una buena oportunidad para hacer carrera. Recibías la atención de la prensa y los ciudadanos, de tus compañeros y, lo más importante, de tus jefes. Conseguir una detención y una condena proporcionaba una satisfacción inmensa. Era algo más que un trabajo hecho, porque permitía a la familia de la víctima cerrar un capítulo, pasar página. Para Grace, éste era el factor más importante.

Le gustaba trabajar en asesinatos en los que había un rastro caliente, vivo, donde podía meterse en la acción con un subidón de adrenalina, pensar con rapidez, impulsar a su equipo a trabajar veinticuatro horas al día siete días a la semana y tener muchas probabilidades de atrapar al culpable.

Pero por el informe del operador, el hallazgo en el desagüe indicaba cualquier cosa menos un asesinato reciente: eran restos óseos. Tal vez ni siquiera fuera un asesinato, podría tratarse de un suicidio, quizás aun de una muerte natural. Incluso existía la remota posibilidad de que fuera un maniquí de escaparate, algo que ya había sucedido antes. Estos restos podían llevar décadas allí, conque un par de días más no habrían supuesto una gran diferencia, maldita sea.

Sintiéndose culpable por aquel destello repentino de rabia, miró las veintitantas cajas azules que, en pilas de dos y tres, abarrotaban casi todas las zonas del suelo enmoquetado de su despacho que no estaban ocupadas ya por la pequeña mesa de reuniones y las cuatro sillas.

Cada caja contenía expedientes clave de un asesinato sin resolver: eran casos abiertos. El resto de archivos atestaban los armarios situados en otras partes de la central del Departamento de Investigación Criminal, o estaban cerrados bajo llave, cogiendo polvo, en un garaje húmedo de la policía en el área donde tuvo lugar el asesinato, o archivados en un sótano olvidado, junto con todas las pruebas, etiquetadas y guardadas en bolsas.

Y tenía la sensación, nacida de casi veinte años de experiencia investigando asesinatos, de que lo que le esperaba ahora en el desagüe tenía muchas probabilidades de acabar siendo otra caja azul en el suelo.

Estaba tan saturado de papeleo en estos momentos que apenas había un centímetro cuadrado de su mesa que no estuviera enterrado bajo montones de documentos. Tenía que repasar las cronologías, pruebas, declaraciones y todo lo que necesitaba la fiscalía para dos juicios por asesinato que iban a celebrarse el año próximo. Uno estaba relacionado con un delincuente asqueroso de Internet llamado Carl Venner, el otro con un psicópata llamado Norman Jecks.

Mientras revisaba un documento preparado por Emily Gaylor, una joven de la Unidad de Juicios de Brighton, descolgó el teléfono y marcó una extensión. Estar a punto de arruinarle el fin de semana a otra persona sólo le proporcionó un mínimo de satisfacción.

Contestaron casi de inmediato.

—Sargento Branson.

—¿Qué estás haciendo?

—Iba a irme a casa, viejo, gracias por preguntar —dijo Glenn Branson.

—Respuesta equivocada.

—No, respuesta correcta —insistió el sargento—. Ari tiene clase de doma y me toca cuidar de los niños.

—¿Doma? ¿Y eso qué es?

—Algo que hace con su caballo y que cuesta treinta libras la hora.

—Pues tendrá que llevarse a los niños con ella. Te veo en el aparcamiento dentro de cinco minutos. Tenemos que echar un vistazo a un cadáver.

—Preferiría irme a casa, en serio.

—Y yo. E imagino que el cadáver también preferiría estar en casa —contestó Grace—. En casa viendo la tele con una buena taza de té en lugar de descomponiéndose en un desagüe.

4

Octubre de 2007

Al cabo de tan sólo unos segundos, el ascensor se detuvo con una sacudida y se balanceó de un lado a otro, golpeando las paredes con un ruido que resonó como si dos bidones de aceite chocaran entre sí. Luego, se meció hacia delante y tiró a Abby contra la puerta.

Casi al instante, volvió a bajar bruscamente en caída libre. Abby soltó un quejido. Por una milésima de segundo, el suelo enmoquetado se alejó de ella, como si fuera ingrávida. Entonces hubo un estrépito, el suelo pareció subir y le golpeó en los pies con tanta fuerza que se quedó sin respiración y notó como si las piernas le subieran hasta el cuello.

El ascensor se torció, la lanzó como un títere roto contra el espejo de la pared de atrás y volvió a sacudirse antes de quedarse casi parado, columpiándose ligeramente, el suelo inclinado en un ángulo extraño.

—Dios mío —susurró Abby.

Las luces del techo parpadearon, se apagaron, volvieron a encenderse. Percibió un hedor acre a instalación eléctrica quemada y vio pasar una columna fina de humo, despacio, delante de ella.

Aguantó la respiración, atrapando otro grito en su garganta. Era como si aquella maldita cosa estuviera suspendida de un hilo muy fino y desgastado.

De repente, oyó como si algo se desgarrara encima de ella. Metal rasgándose. Sus ojos miraron hacia arriba absolutamente aterrorizados. No entendía mucho de ascensores, pero parecía como si algo estuviera rompiéndose. Poniéndose en lo peor, se imaginó que la argolla que sujetaba el cable al tejado se partía.

El ascensor cayó unos centímetros.

Abby chilló.

Luego descendió unos centímetros más, el suelo estaba cada vez más inclinado.

Dio un bandazo hacia la izquierda con un estrépito metálico, después se hundió un poco más. Oyó un crujido brusco sobre su cabeza, como si algo se soltara.

El ascensor cayó unos centímetros más.

Cuando Abby se movió para intentar recuperar el equilibrio, se cayó y se golpeó el hombro contra una pared, luego la cabeza contra las puertas. Se quedó quieta un momento, con el polvo de la moqueta entrándole en la nariz, sin atreverse a moverse, mirando al techo. Había un cristal opaco en el centro con franjas iluminadas a cada lado. Tenía que salir de esta cosa, lo sabía, tenía que salir deprisa. En las películas, los ascensores tenían una trampilla en el techo. ¿Por qué éste no?

No llegaba al panel de botones. Intentó ponerse de rodillas y alcanzarlo, pero el ascensor comenzó a balancearse con tanta fuerza, golpeando otra vez los lados del hueco como si realmente pendiera de un hilo, que se detuvo, temerosa de que un movimiento más pudiera soltarlo.

Se quedó quieta unos momentos, hiperventilando, presa del terror más absoluto, escuchando cualquier sonido que indicara que alguien acudía en su ayuda. No oyó nada. Si Hassan, su vecino de dos pisos más abajo, estaba fuera, y si el resto de residentes también lo estaban, o en sus pisos con los televisores a todo volumen, nadie sabría lo que estaba ocurriendo.

«La alarma. Debo tocar la alarma».

Respiró hondo varias veces. Tenía la cabeza tensa, como si el cuero cabelludo le estuviera pequeño. Las paredes se cerraban sobre ella de repente y luego se expandían, alejándose antes de volver a contraerse, como si fueran pulmones. Se acercaban, luego se alejaban otra vez, pulmones que respiraban, que latían. Tenía un ataque de pánico.

—Hola —dijo en voz baja, en un susurro ronco, repitiendo las palabras que le había enseñado su terapeuta para cuando sintiera que iba a tener un ataque de pánico—. Me llamo Abby Dawson. Estoy bien. Sólo es una reacción química chunga. Estoy bien, estoy en mi cuerpo, no estoy muerta, se me pasará.

Se arrastró unos centímetros hacia el botón de alarma. El suelo se meció, giró, como si estuviera sobre una tabla que se mantenía en equilibrio sobre la punta de un palo puntiagudo y fuera a caer en cualquier momento. Esperó a que se estabilizara y volvió a avanzar un poco. Luego un poco más. Otra voluta de humo azul, acre, pasó a su lado, en silencio, como un genio. Alargó el brazo, estirándose tanto como pudo, y clavó con fuerza el dedo tembloroso en el botón metálico gris donde había impresa en rojo la palabra ALARMA.

No sucedió nada.

5

Octubre de 2007

La luz del día empezaba a apagarse cuando, sumido en sus pensamientos, Roy Grace giró el Hyundai gris camuflado de la policía en Trafalgar Street. La calle tal vez llevara con orgullo el nombre de una gran victoria naval, pero esta parte era cutre y estaba flanqueada de tiendas y edificios mugrientos y dejados de la mano de Dios y, durante casi todo el día y la noche, de traficantes de drogas. Menos mal que esta tarde el tiempo espantoso los mantenía a todos en casa, menos a los más desesperados. Glenn Branson, vestido elegantemente con un traje marrón de raya diplomática y una corbata de seda inmaculada, estaba sentado a su lado en silencio, taciturno.

A diferencia de lo que era habitual en un coche de policía, el Hyundai casi nuevo todavía no apestaba a caja de comida del McDonald´s y a gomina usada, sino que aún olía a coche nuevo. Grace giró a la derecha y avanzó junto a la valla de publicidad de una empresa de construcción. Detrás, una gran zona venida a menos del centro de Brighton estaba inmersa en plena operación de maquillaje: dos viejos almacenes ferroviarios abandonados se transformarían en otra urbanización chic más de la ciudad.

El elegante proyecto del arquitecto ocupaba gran parte de la valla: URBANIZACIÓN NUEVA INGLATERRA. CASAS Y OFICINAS PARA UN ESTILO DE VIDA AMBICIOSO, y era igual que todas las urbanizaciones modernas de todos los pueblos y ciudades por las que pasaba, pensó Grace. Todo cristal y vigas de acero vistas, patios salpicados con pequeños arbustos y árboles podados y ni un atracador a la vista. Un día toda Inglaterra sería idéntica y la gente no sabría en qué ciudad o pueblo se encontraba.

«Pero ¿acaso importa en realidad? —se preguntó de repente—. ¿Ya me he convertido en un viejo pesado de treinta y nueve años? ¿Realmente quiero que la ciudad que tanto amo quede detenida en el tiempo, con todas sus imperfecciones?».

En este momento, sin embargo, tenía algo más importante en la cabeza que las políticas del Departamento de Urbanismo de Brighton y Hove. Más importante también que los restos humanos que iban a observar. Algo que le deprimía mucho.

Cassian Pewe.

El lunes, tras una larga convalecencia de un accidente de coche y varios comienzos en falso, Cassian Pewe por fin empezaría a trabajar en la central del Departamento de Investigación Criminal, en el mismo puesto que Grace. Y con una gran ventaja: el comisario Cassian Pewe era el niño mimado de la subdirectora Alison Vosper, mientras que él era poco menos que su bestia negra.

A pesar de obtener lo que él consideraba unos éxitos rotundos en los últimos meses, Roy Grace sabía que sólo hacía falta una pequeña metedura de pata para que lo trasladaran del cuerpo de policía de Sussex a quién sabe dónde. Y él no quería que lo alejaran de Brighton y Hove por nada del mundo. O, aún más importante, de su querida Cleo.

En su opinión, Cassian Pewe era uno de esos hombres arrogantes que eran increíblemente guapos y, a la vez, plenamente conscientes de ello. Tenía el pelo dorado, ojos azules angelicales, un bronceado permanente y una voz tan invasiva como la fresa de un dentista. El hombre se acicalaba y pavoneaba, rezumando un aire de autoridad natural, actuando siempre como si estuviera al mando, incluso cuando no lo estaba.

Roy había tenido un desencuentro con él justo por eso cuando un par de años atrás la policía de Londres, la Met, envió refuerzos para ayudar a la policía de Brighton durante el congreso del Partido Laborista. Con su arrogancia de idiota total, Pewe, que entonces era inspector, detuvo a dos informadores que Roy se había ido ganando cuidadosamente a lo largo de muchos años y después se negó en rotundo a retirar los cargos. Y para enfado de Roy, cuando éste denunció el caso a sus superiores Alison Vosper se puso del lado de Pewe.

Grace no sabía qué demonios le veía a aquel hombre, a menos, como sospechaba secretamente a veces, que tuvieran un lío, por muy improbable que pudiera ser eso. Las prisas de la subdirectora por reclutar a Pewe de la Met y ascenderlo, repartiendo las obligaciones de Grace cuando en realidad era muy capaz de gestionarlo todo él solo, olía a plan oculto.

Normalmente Glenn Branson era un hablador insufrible, pero hoy no había dicho ni una palabra desde que habían salido de la central del Departamento de Investigación Criminal en Sussex House. Quizá sí estuviera cabreado por haberle separado de una noche de viernes en familia. Tal vez se debiera a que Roy no le había propuesto conducir. Entonces, de repente, el sargento rompió su silencio.

—¿Has visto En el calor de la noche? —le preguntó.

—Creo que no —contestó Grace—. No. ¿Por qué?

—Va de un poli racista en el sur de Estados Unidos.

—¿Y?

Branson se encogió de hombros.

—¿Estoy siendo racista?

—Podrías haberle fastidiado a otro el fin de semana. ¿Por qué a mí?

—Porque mi objetivo siempre son los hombres negros.

—Es lo que cree Ari.

—No hablarás en serio.

Un par de meses atrás, Roy había acogido a Glenn cuando su mujer lo había echado de casa. Tras unos días viviendo pegados el uno al otro, estuvieron a punto de asistir al final de una hermosa amistad. Ahora Glenn había vuelto con su mujer.

—Hablo en serio.

—Creo que Ari tiene un problema.

—La secuencia inicial del puente es famosa. Es uno de los travellings más largos de la historia del cine —dijo Glenn.

—Genial. La veré algún día. Escucha, amiguito, Ari tiene que ser realista.

Glenn le ofreció un chicle. Grace lo aceptó y masticó, reanimado por el subidón instantáneo de la menta.

—¿De verdad tenías que arrastrarme hasta aquí esta noche? —preguntó entonces Glenn—. Podrías haber avisado a otro.

Pasaron por una esquina y Grace vio a un hombre andrajoso vestido con un chándal hablando con un chico que llevaba una sudadera con capucha. Su mirada experimentada le dijo que parecían sospechosos: un camello suministrando material.

—Creía que las cosas estaban mejor entre Ari y tú.

—Yo también. Le compré el puto caballo que ella quería, pero ahora resulta que no era el caballo adecuado.

Por fin, a través de los limpiaparabrisas ruidosos, Grace vio varias excavadoras, un coche de policía, cintas azules y blancas de la escena del crimen en la entrada de un solar en construcción y un agente empapadísimo con cara de pocos amigos que llevaba una chaqueta reflectante amarilla y sostenía una tablilla sujetapapeles envuelta en una bolsa de plástico. La imagen satisfizo a Grace: al menos los policías uniformados de hoy le habían cogido el tranquillo a lo que había que hacer para preservar la escena de un crimen.

Se acercó a la acera, aparcó justo delante de un coche patrulla y se volvió hacia Glenn.

—Las juntas de ascenso a inspector están al caer, ¿no?

—Sí. —El sargento se encogió de hombros.

—Una investigación así podría ser perfecta para tener un tema del que hablar largo y tendido durante tu entrevista. Tienes que pensar en el factor interés.

—Eso cuéntaselo a Ari.

Grace pasó el brazo por el hombro de su amigo. Quería a este tipo, uno de los investigadores más brillantes que había conocido. Glenn poseía todas las cualidades para llegar lejos en el cuerpo, pero tendría que pagar un precio. Y eso era algo que muchos policías no podían aceptar. El horario demencial también destruía muchos matrimonios. Quienes mejor sobrevivían, principalmente, eran los que estaban casados con otro agente, o con una enfermera o alguien que ejerciera una profesión en que fuera habitual tener un horario antisocial.

—Te he elegido hoy porque eres el mejor hombre que podría tener a mi lado. Pero no voy a obligarte. Puedes venir conmigo o irte a casa. Tú decides.

—Claro, viejo, si me voy a casa mañana, ¿qué? Vuelvo a ponerme el uniforme y a detener a gays por conducta indecente en Duke’s Mound. ¿Verdad que tengo razón?

—Más o menos.

Grace se bajó del coche. Branson lo siguió.

Agachados bajo la lluvia y el viento huracanado, se pusieron los trajes blancos y las botas de agua. Luego, como una pareja de espermatozoides, se dirigieron hacia el agente que custodiaba la escena y firmaron en el registro.

—Necesitarán linternas —dijo el policía.

Grace encendió la suya, luego la apagó. Branson hizo lo mismo. Un segundo agente, que también llevaba una chaqueta amarilla brillante, les guio bajo la luz mortecina. Caminaron en el barro pegajoso y surcado de huellas de neumático profundas y cruzaron el solar extenso.

Pasaron por delante de una grúa alta, una excavadora silenciosa y pilas de material de construcción protegidas debajo de unos plásticos que se agitaban con el viento. El muro victoriano de ladrillo rojo desmoronado, que revestía los cimientos del aparcamiento de la estación de Brighton, se levantaba abruptamente delante de ellos. Más allá de la oscuridad, podían ver el resplandor naranja de las luces de la ciudad a su alrededor. Una placa suelta de la valla repiqueteaba y, en algún lugar, dos trozos de metal chocaban entre sí.

Grace examinó el terreno. Estaban colocando los cimientos. Excavadoras pesadas habrían estado trabajando en la zona durante meses. Tendrían que buscar las pruebas dentro del desagüe; las que hubiera fuera habrían desaparecido mucho tiempo atrás.

El agente se detuvo y señaló un cauce excavado seis metros por debajo de ellos. Grace contempló lo que parecía una serpiente prehistórica parcialmente enterrada con un agujero irregular en la espalda. El mosaico de ladrillos, tan viejos que casi habían perdido el color, formaban parte de un túnel semisumergido que se elevaba sobre la superficie del barro en algunos puntos: el desagüe de la vieja línea del ferrocarril de Brighton a Kemp Town.

—Nadie sabía que estaba ahí abajo —dijo el agente—. La excavadora lo partió hoy a primera hora.

Roy Grace retrocedió un momento, intentando superar su miedo a las alturas, incluso a esa distancia relativamente pequeña. Entonces, respiró hondo, bajó como pudo la pendiente empinada y resbaladiza y exhaló aliviado cuando llegó abajo sin caerse e intacto. De repente, el cuerpo de la serpiente parecía mucho mayor y más expuesto que desde arriba. La forma redondeada se curvaba delante de él, hasta casi dos metros de altura, calculó. El agujero del centro parecía oscuro como una cueva.

Avanzó hacia él, consciente de que Branson y el agente estaban justo detrás y sabiendo que necesitaba dar ejemplo.

Encendió la linterna mientras entraba en el desagüe y las sombras brincaron con furia delante de él. Agachó la cabeza, frunciendo la nariz por el fuerte olor fétido a humedad. Aquí dentro era más penetrante de lo que parecía desde fuera; era como estar en un túnel antiguo del metro, sin andén.

—El tercer hombre —dijo Glenn Branson de repente—. Esa película sí que la has visto. La tienes en casa.

—¿La de Orson Welles y Joseph Cotten? —dijo Grace.

—Sí, ¡buena memoria! Las alcantarillas siempre me la recuerdan.

Grace dirigió el potente haz de luz hacia la derecha. Oscuridad, charcos relucientes de agua, ladrillos antiguos. Luego enfocó hacia la izquierda y pegó un bote.

—¡Mierda! —gritó Glenn Branson, y su voz resonó alrededor.

Aunque Grace ya se lo esperaba, lo que vio, varios cientos de metros más adelante en el túnel, le asustó igualmente: un esqueleto, reclinado contra la pared, enterrado parcialmente en el cieno. Parecía como si sólo estuviera repantigado, esperándole. Largos mechones de pelo seguían pegados en varias zonas del cuero cabelludo, pero aparte de eso, básicamente eran huesos pelados, roídos o putrefactos, con algunos pedazos minúsculos de carne disecada.

Avanzó hacia él por el barro, con cuidado de no resbalar en el mantillo. Dos puntitos rojos aparecieron un instante y se esfumaron; una rata. Dirigió el haz de luz otra vez hacia el cráneo y su rictus idiota le dio escalofríos.

Y también le estremeció algo más.

El pelo. A pesar de que había perdido su lustre hacía tiempo, tenía el mismo largo y el mismo tono dorado que el cabello de su esposa Sandy, desaparecida muchos años atrás.

Intentando apartar aquel pensamiento de su mente, se giró hacia el agente y le preguntó:

—¿Ya han registrado todo el túnel?

—No, señor, he pensado que debíamos esperar a los del SOCO.

—Bien.

Grace sintió alivio, se alegraba de que el joven hubiera tenido el sentido común de no arriesgarse a contaminar o destruir ninguna prueba que todavía pudiera quedar aquí abajo. Luego se percató de que le temblaba la mano. Volvió a enfocar la luz hacia el cráneo.

Hacia los mechones de pelo.

El día que él cumplió los treinta, hacía poco más de nueve años, Sandy, la mujer a la que adoraba, desapareció de la faz de la tierra. La había estado buscando desde entonces. Preguntándose todos los días, y todas las noches, qué le habría sucedido. ¿La habían secuestrado y encerrado en algún lugar? ¿Se había fugado con un amor secreto? ¿La habían asesinado? ¿Seguía viva o estaba muerta? Incluso había recurrido a médiums, clarividentes y a casi todos los tipos de parapsicólogos que pudo encontrar.

Recientemente había ido a Múnich, donde cabía la posibilidad de que la hubieran visto. No era descabellado, ya que unos parientes suyos por parte de madre vivían cerca de allí. Pero ninguno había tenido noticias de ella, y todas sus pesquisas, como siempre, habían resultado infructuosas. Cada vez que aparecía una mujer muerta sin identificar que encajaba remotamente en la franja de edad de Sandy, se preguntaba si quizás esta vez era ella.

Y el esqueleto que tenía ahora delante de él, en este desagüe enterrado de la ciudad en la que había nacido y crecido, donde se había enamorado, parecía provocarle, como diciéndole: «¡Ya tardabas!».

6

Octubre de 2007

Abby, tumbada en el suelo duro enmoquetado, miró el cartel pequeño junto al panel de botones en la pared gris. En letras rojas mayúsculas sobre fondo blanco decía:

EN CASO DE AVERIA

YAMAR AL 013 228 7828

O MARCAR EL 112

La mala ortografía no le transmitió demasiada confianza precisamente. Debajo del panel de botones había una puertecita de cristal estrecha con una grieta. Despacio, centímetro a centímetro, se arrastró por el suelo. Sólo estaba a un paso, pero como el ascensor se balanceaba con violencia con cada movimiento, era como si se encontrara en la otra punta del mundo.

Por fin la alcanzó, la abrió y descolgó el auricular, que pendía de un cable enrollado.

No había línea.

Dio unos golpecitos en la horquilla y el ascensor volvió a agitarse con fuerza, pero no hubo ningún sonido. Marcó los números, por si acaso. Nada tampoco.

«Genial —pensó—. Estupendo». Entonces sacó con cuidado el móvil de su bolso y marcó el 112.

El teléfono le respondió con un pitido agudo. En la pantalla apareció el mensaje: SIN COBERTURA DE RED.

—Dios mío, no, no me hagas esto.

Respirando deprisa, apagó el teléfono. Luego, unos segundos después, volvió a encenderlo, observó, esperando a que apareciera sólo una rayita. Pero no pasó nada.

Volvió a marcar el 112 y escuchó el mismo pitido agudo y recibió el mismo mensaje. Volvió a intentarlo, luego otra vez, pulsando las teclas cada vez más fuerte.

—Vamos, vamos. Por favor, por favor.

Volvió a mirar la pantalla. A veces la cobertura iba y venía. Quizá si esperaba...

Entonces gritó, primero tímidamente.

—¿Hola? ¡Socorro!

Su voz sonó débil, encapsulada.

Se llenó los pulmones de aire y gritó a voz en cuello:

—¿HOLA? ¡SOCORRO! ¡AYUDA! ¡ME HE QUEDADO ENCERRADA EN EL ASCENSOR!

Esperó. Silencio.

Un silencio tan alto que podía oírlo. El zumbido de una de las luces del panel de arriba. Los latidos de su corazón. El sonido de la sangre fluyendo por sus venas. El silbido acelerado de su propia respiración.

Veía las paredes cerrándose sobre ella.

Cogió aire, luego lo soltó. Volvió a mirar la pantalla del móvil. Le temblaba tanto la mano que le resultaba casi imposible leerla.

Los números estaban borrosos. Respiró hondo una vez y luego otra. Marcó de nuevo el 112. Nada. Colgó el teléfono y golpeó con fuerza la pared.

Hubo un estruendo y el ascensor se balanceó de forma alarmante, pegó en una pared del hueco y descendió unos centímetros más.

—¡SOCORRO! —chilló Abby.

Incluso ese grito provocó que el ascensor se meciera y chocara otra vez contra uno de los lados. Se quedó quieta. El ascensor dejó de moverse.

Entonces, además de terror, sintió un fogonazo de ira histérica por encontrarse en aquel aprieto. Avanzó unos pasos y empezó a golpear las puertas metálicas y a chillar al mismo tiempo; gritó hasta que le dolieron los oídos por el estrépito y se le secó tanto la garganta que no pudo continuar y comenzó a toser, como si hubiera tragado polvo.

—¡QUIERO SALIR!

Entonces, de repente, notó que el ascensor se movía, como si alguien hubiera empujado el techo hacia abajo. Miró deprisa arriba y aguantó la respiración, a la escucha.

Pero lo único que oyó fue silencio.

7

11 de septiembre de 2001

Lorraine Wilson estaba en topless sobre una tumbona en el jardín, aprovechando los últimos días de verano, intentando prolongar el bronceado. Oculta tras unas gafas de sol grandes y ovaladas, miró el reloj, el Rolex de oro que Ronnie le había regalado por su cumpleaños, en junio, y que insistía en que era auténtico. Pero ella no se lo creía. Le conocía demasiado bien. No se habría gastado diez mil libras cuando podía comprar algo que parecía igual por cincuenta. Y menos en este momento, con los problemas económicos que tenía.

No es que compartiera sus preocupaciones con ella, pero Lorraine lo sabía por lo estricto que se había vuelto últimamente con todo, comprobando las facturas del supermercado, quejándose por el dinero que gastaba en ropa, peluquería e incluso en los almuerzos con sus amigas. Algunas zonas de la casa estaban tan viejas que daba vergüenza, pero Ronnie se había negado a llamar a los decoradores y le había dicho que tendrían que ahorrar.

Lo quería muchísimo, pero había una parte de él a la que no podía acceder, como si tuviera un compartimento interno secreto donde se encerraba y se enfrentaba a su demonio particular, él solo. Tenía una ligera idea de cuál era ese demonio: su determinación por demostrar al mundo, y en particular a todo aquel que lo conocía, que era un hombre de éxito.

Por eso había comprado esta casa al lado de Shirley Drive que en realidad no podían permitirse. No era grande, pero estaba en uno de los barrios residenciales más caros de Brighton y Hove, una zona tranquila y escarpada de viviendas con jardines grandes en calles flanqueadas de árboles. Y como la casa era moderna, con dos niveles, tenía un aspecto distinto a la mayoría de las residencias eduardianas convencionales de imitación Tudor que eran el pilar de aquel lugar; la gente no se daba cuenta de que en verdad la casa era pequeña. Los tablones de teca y la pequeña piscina exterior le añadían un toque de glamour al estilo Beverly Hills.

Eran las 13.50. Qué bonito que acabara de llamarla. Las zonas horarias siempre la confundían; le resultaba extraño que él estuviera desayunando y ella almorzando requesón y frambuesas. Le alegraba que regresara esta noche. Siempre le echaba de menos cuando estaba fuera, y como sabía que era un mujeriego, siempre se preguntaba qué hacía cuando estaba solo. Pero esta vez era un viaje corto; únicamente tres días, no estaba tan mal.

Esta parte del jardín era totalmente privada, oculta a los vecinos por un enrejado alto entretejido con hiedra adulta y un enorme rododendro descontrolado que parecía ambicionar ser árbol. Contempló el limpiapiscinas electrónico mientras el aparato cruzaba el agua azul arriba y abajo, formando ondas. Alfie, su gato atigrado, parecía haber encontrado algo interesante detrás del rododendro y caminaba despacio por delante, miraba, luego se daba la vuelta, volvía a pasar despacio y miraba un poco más.

Nunca sabías qué pensaban los gatos, pensó de repente. En realidad, Alfie era un poco como Ronnie.

Dejó el plato en el suelo y cogió el Daily Mail. Tenía una hora y media antes de salir para la peluquería. Iba a darse reflejos y luego a hacerse la manicura. Siempre quería estar guapa para él.

Deleitándose con los cálidos rayos del sol, pasó las páginas. Dentro de unos minutos, se levantaría y plancharía sus camisas. Quizá Ronnie comprara relojes falsos, pero siempre compraba camisas buenas y siempre en Jermyn Street, en Londres. Le obsesionaba que estuvieran perfectamente planchadas. Ahora que la mujer de la limpieza se había marchado, como parte del recorte de gastos, tenía que encargarse ella de todas las tareas domésticas.

Sonriendo, recordó sus primeros tiempos con Ronnie, cuando realmente le gustaba lavarle y plancharle la ropa. Hacía diez años, cuando se conocieron, ella trabajaba de demostradora de productos en el duty free del aeropuerto de Gatwick y Ronnie estaba recomponiendo los pedazos rotos de su vida después de que su hermosa pero estúpida mujer lo abandonara y se fuera a Los Ángeles a vivir con alguien que había conocido una noche de fiesta con sus amigas en Londres, un director de cine que iba a convertirla en una estrella.

Recordó sus primeras vacaciones juntos, en un pequeño piso alquilado a las afueras de Marbella con vistas a Puerto Banús. Ronnie bebía cerveza en el balcón, mirando con envidia los yates, y le prometió que algún día ellos tendrían el más grande del puerto. Sabía cómo galantear a una mujer, sí señor. Era un maestro.

Nada le había gustado más que lavarle la ropa. Sentir en sus manos sus camisetas, bañadores, ropa interior, calcetines y pañuelos. Aspirar sus olores masculinos. Era sumamente satisfactorio planchar aquellas camisas preciosas y luego vérselas llevar, como si vistiera una parte de ella.

Ahora hacer estas tareas era una lata y vio que le molestaba la mezquindad de Ronnie.

Retomó el artículo sobre la terapia hormonal sustitutiva que había comenzado a leer: el debate actual sobre si reducir los síntomas de la menopausia y preservar la belleza juvenil compensaba los riesgos adicionales de padecer cáncer de mama y otras sorpresas desagradables. Una avispa zumbó alrededor de su cabeza y la apartó con la mano, luego se quedó mirando su propio torso. Le quedaban dos años para cumplir los cuarenta y todo comenzaba ya a mirar hacia abajo, excepto sus carísimos pechos.

Lorraine no era una belleza perfecta y atractiva, pero siempre había sido, en palabras de Ronnie, monísima. Debía su cabello rubio a su abuela noruega. No hacía muchos años, como millones de rubias más de todo el planeta, había copiado el clásico peinado de la princesa Diana de Gales, y en un par de ocasiones incluso le habían preguntado si era ella.

«Ahora tendré que hacer algo con el resto de mi cuerpo», pensó con tristeza.

Recostada en la silla, su abdomen parecía la bolsa de un canguro. Era como la tripa de las mujeres que habían tenido varios hijos y que habían perdido tono muscular o cuya piel había estado permanentemente tensada. Y tenía celulitis en la parte superior de los muslos.

Su cuerpo sufría todo ese desastre a pesar —y para disgusto de Ronnie por el gasto que suponía— de ejercitarse tres veces a la semana con un entrenador personal.

La avispa regresó, zumbando alrededor de su cabeza.

—Joder —dijo, apartándola con la mano otra vez—. Vete.

Entonces sonó el teléfono. Se agachó y cogió el inalámbrico. Era su hermana, Mo, y su voz habitualmente alegre parecía extrañamente turbada.

—¿Tienes la tele puesta?

—No, estoy fuera en el jardín —contestó Lorraine.

—Ronnie está en Nueva York, ¿verdad?

—Sí... Acabo de hablar con él. ¿Por qué?

—Ha pasado algo horrible. Está en todos los canales. Un avión se ha estrellado contra una de las Torres Gemelas.

8

Octubre de 2007

La lluvia arreció, repiqueteando insistentemente en el techo de acero de la furgoneta del departamento de apoyo científico del SOCO (agentes especializados en la escena del crimen), con tanta fuerza como si cayera granizo. Las ventanillas eran opacas para que entrara la luz pero para impedir las miradas de los curiosos. Sin embargo, fuera ya estaba oscureciendo, sólo quedaba la desolación del anochecer lluvioso, manchado con el color del óxido de diez mil farolas.

A pesar de las grandes dimensiones externas de la Ford Transit larga, los asientos estaban abarrotados. Tras finalizar una llamada de móvil, Roy Grace presidió la reunión, con el libro de estrategias policiales que había sacado de su bolsa abierto delante de él.

Aparte de Glenn Branson, apretujados alrededor de la mesa estaban el jefe de la escena del crimen, un asesor de registros de la policía, un agente experimentado del SOCO, uno de los dos policías uniformados que vigilaban la escena y Joan Major, la arqueóloga forense de la policía de Sussex. Recurrían regularmente a ella para que los ayudara en la identificación de esqueletos y también para que determinara si los huesos que se hallaban de vez en cuando en los solares de las obras, o que algún niño encontraba en el bosque, o que desenterraba algún jardinero, pertenecían a un ser humano o a un animal.

Dentro de la furgoneta hacía frío y humedad y el aire apestaba a vapores sintéticos. Había paquetes de rollos de cinta de plástico de la escena del crimen en una sección de la estantería metálica hecha a medida, las bolsas para cadáveres estaban en otra y además contaban con material de acampada y sábanas impermeables, cuerdas, cables, martillos, sierras, hachas y botellas de plástico con sustancias químicas. Había algo macabro en estos vehículos, pensaba siempre Grace. Eran como caravanas, pero nunca iban a ningún camping, sólo a escenarios de muertes.

Eran las 18.30.

—Nadiuska no está disponible —informó al equipo recién reunido, mientras se guardaba el móvil.

—¿Significa eso que tenemos a Frazer? —respondió Glenn, abatido.

—Sí.

Grace vio que todo el mundo ponía cara larga. Nadiuska De Sancha era la patóloga del Ministerio del Interior con quien todo el Departamento de Investigación Criminal de Sussex prefería trabajar. Era rápida, interesante y divertida, y guapa, como bonificación añadida. Por el contrario, Frazer Theobald era adusto y lento, aunque su trabajo era meticuloso.

—Pero el problema que tenemos de verdad en estos momentos es que Frazer está terminando una autopsia en Esher. No podrá llegar antes de las nueve.

Glenn y él se miraron. Los dos sabían qué significaba aquello: trasnochar.

Grace revisó la primera página del libro de estrategias: «INFORME ANTES DE LA ESCENA. Viernes 19 de octubre. 18.30 h. In situ. Urbanización Nueva Inglaterra».

—¿Puedo sugerir algo? —preguntó Joan Major.

La arqueóloga forense era una mujer agradable de cuarenta y pocos años, pelo castaño largo y recto y gafas modernas que hoy vestía un jersey negro de cuello alto, pantalones marrones y botas robustas.

Grace hizo un gesto con la mano.

—Sugiero que hagamos una breve evaluación ahora, pero tal vez no sea necesario comenzar el trabajo esta noche, sobre todo porque ya ha oscurecido. Estas cosas siempre son mucho más fáciles de día. Parece que el esqueleto lleva ahí abajo un tiempo, así que un día más no supondrá una gran diferencia.

—Bien pensado —dijo Grace—. Pero lo que sí debemos tener en cuenta es la obra que se está construyendo aquí. —Miró directamente al asesor de registros de la policía, un hombre alto con barba, tez curtida, que se llamaba Ned Morgan—. Tendrás que hacer de enlace con el encargado, Ned. Tendrás que parar el trabajo alrededor del desagüe.

—He hablado con él al llegar. Está preocupado porque tienen penalización de tiempo —explicó Morgan—. Casi le ha dado un jamacuco cuando le he dicho que podríamos estar aquí una semana.