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Nacido el año 53 d. C. en Itálica, en la fértil Bética, el corazón de la Hispania romana, Marco Ulpio Trajano estaba llamado a ser honrado por sus coetáneos como Optimus Princeps, el «mejor emperador», un epíteto que permanece vivo hasta hoy. Como militar echó los dientes en campañas en Oriente y en el Rin, bajo la atenta mirada de Domiciano, pero sería tras su ascenso a la púrpura cuando forjó su gloria en las aguas del imponente Danubio y sobre las nevadas cumbres de Dacia, cuya conquista, tras dos guerras terribles, quedó inmortalizada en piedra en la monumental columna que lleva su nombre. La extensa labor edilicia de Trajano, dentro y fuera de Roma, fue el gran escaparate propagandístico de sus gestas militares, pero también de un complejo programa ideológico que le permitió consolidar el imperio para proporcionarle casi un siglo de estabilidad, época que Gibbon consideró la más feliz en la historia de la humanidad. Quiso el destino que Trajano terminara librando sus batallas más difíciles y trascendentales en Mesopotamia, frente al formidable Imperio parto. Allí estuvo a punto de cambiar el curso de la historia y allí fue también donde terminó su existencia mortal para convertirse, a ojos de los romanos, en un dios. El libroTrajano. El mejor emperador de David Soria Molina no solo recoge la apasionante vida de uno de los emperadores más importantes de Roma, con sus luces y sus sombras, sino que supone un magistral acercamiento a las coordenadas geopolíticas en las que se desarrolló su imperio, con una narración vibrante de las duras campañas militares que emprendió. No cabe duda de que el mundo romano –lo que, para la época, es casi decir el mundo– no volvió a ser el mismo tras el paso de Trajano por el trono de los césares. Basta recordar la exhortación con la que, en lo sucesivo, el Senado aclamó a los nuevos emperadores: «Que seas más feliz que Augusto y mejor que Trajano».
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Seitenzahl: 1287
Veröffentlichungsjahr: 2025
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TRAJANO
Trajano. El mejor emperador
Soria Molina, David
Trajano. El mejor emperador / Soria Molina, David
Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2025 – 720 p., 16 de lám.. : il.; 23,5 cm – (Historia Antigua) – 1.ª ed.
D.L.: M-7121-2025
ISBN: 978-84-129810-6-3
929TRAJANO
937/938
TRAJANO
El mejor emperador
David Soria Molina
© de esta edición:
Trajano. El mejor emperador
Desperta Ferro Ediciones SLNE
Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha. 28014 Madrid
www.despertaferro-ediciones.com
ISBN: 978-84-129846-5-1
Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández
Cartografía: Desperta Ferro Ediciones
Coordinación editorial: Óscar González Camaño
Todas las imágenes son de dominio público, salvo aquellas en las que se indica otra fuente.
Primera edición: mayo 2025
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Producción del ePub: booqlab
A María del Carmen Molina Molina,mater amantissima dulcissima carissima.(16/VII/1954 - 8/X/2020)
Cubierta
Título
Créditos
Índice
Árbol genealógico de la dinastía Ulpio-Elia
Prólogo
Introducción
1.
La juventud de Trajano
2.
Al servicio de Domiciano
3.
El heredero de Nerva
4.
Imperator Caesar Nerva Traianus Augustus
5.
La Primera Guerra Dácica
6.
Triunfo (y tragedia) en los Cárpatos
7.
Arabia y la embajada de Vima Kadphises
8.
El entorno familiar e institucional
9.
Gobernar el imperio
10.
El Ejército romano bajo Trajano
11.
Parthia Capta
12.
Sueños rotos
13.
Desenlaces
Epílogo.
Sis felicior Augusto, melior Traiano
Cronología
Bibliografía
Cover
Índice
Start
Rescatado de la niebla.
Eso es el pasado: niebla de siglos que impide ver bien y que, amortajando sonidos y visiones, los torna incomprensibles, los altera, los deforma… La misión del buen historiador es pues, la de disipar esa niebla y devolver sus perfiles, su brillo, su coherencia y su realidad a lo que fue y a quien fue.
Y eso es lo que hace David Soria Molina: rescatar al mejor de los emperadores de la historia romana, el hispano Marco Ulpio Trajano, de entre las nieblas del pasado. Por eso, cuando comienza su biografía, al mostrar a Trajano surgiendo de entre la bruma danubiana en la primavera del año 101, en el momento en que conducía a su ejército contra la poderosa Dacia, David Soria parece llevar a cabo una auténtica y literaria invocación de ese pasado, de esa realidad que fue, devolviéndonos al auténtico Optimus Princeps, al fundador de la dinastía Ulpio-Elia, que es como debería llamarse realmente la que denominamos «Antonina». Cuestión esta última que David Soria señala con acierto y que pone el dedo en la llaga, por así decir, desde el primer compás de su magistral biografía de Trajano: muchos son los equívocos, muchas las omisiones, muchas las narraciones sesgadas o interesadas que se han venido vinculando a los hechos de este gran emperador; por todo ello un trabajo como este, serio, audaz, perspicaz, erudito y, a la par, deliciosamente bien escrito, era tan necesario en el panorama historiográfico y, muy en particular, en el español, tan dado a ensimismarse en el ámbito puramente patrio y tan reacio a embarcarse en trabajos de gran estilo que se adentren en espacios geográficos, políticos y culturales que superen lo puramente ibérico.
Súmese a todo lo anterior que David Soria se atreve a hacerlo, además, eligiendo para ello un género historiográfico, el de la biografía que es, en mi opinión, la auténtica «prueba de maestría» de un historiador. Que nadie lo dude: la historia es vida y cuando se encarna en un sujeto, en una persona, alcanza su grado superlativo de dificultad. Pues entonces no solo se trata de historiar unos hechos, de analizar una organización política, el devenir de una economía, de una sociedad, etc. Sino también y además, de profundizar en el alma, en la psique de quien es, realmente, el objeto de la historia: el hombre. ¿Pues de qué otra cosa se ocupa la historia sino de los hombres? Y cuando se trata de rescatar a uno de ellos, a uno con nombre y apellidos –si se me permite la expresión–, el historiador debe de afinar mucho y demostrar que su oficio es algo más que reunir y analizar datos, sino que consiste, ante todo, en traer del pasado lo que en su día fue presente. Eso es lo que logra esta obra que usted tiene en las manos: rescatar a Trajano, a su imperio y a su mundo de las nieblas del pasado, y volverlos a hacer presente ante sus asombrados ojos de lector.
Pues se va a asombrar, se lo aseguro. Tiene delante un estupendo ejemplar de eso que yo llamo «gran historia»: esa que no se arredra a la hora de ofrecer el amplio panorama de la realidad, por muy lejana que quede en el tiempo y que, a la par, gusta lo suficiente del detalle, de la erudición, como para atreverse con nuevos enfoques, nuevas perspectivas, nuevas hipótesis y, en este caso, a aportar, en no pocas ocasiones, soluciones y revelaciones sobre viejos problemas que seguían sin solución por falta de ambición y dominio de la materia.
Rescatar al verdadero Trajano en estos tiempos nuestros no es tarea fácil. No son pocos los historiadores que, afanados en reivindicar a Calígula, Nerón, Cómodo, Caracalla o Heliogábalo, parecen a la par igualmente entusiasmados en denostar a Augusto, Vespasiano, Trajano, Marco Aurelio… Supongo que es el signo de este tiempo nuestro, en el que la novedad se ayunta con el despiste y la ambición de notoriedad con el exceso de ego. Pero para eso están los historiadores serios como David Soria: para dejarse de modas historiográficas y centrarse en lo esencial, es decir, en el análisis de los hechos y de la personalidad de quienes los determinaron en buena medida.
Esta biografía de Trajano es también un relato apasionante: políticos, soldados, emperadores, reyes, dacios, romanos, partos, kushanos, germanos y tantos más, desfilan por sus páginas con una vivacidad mayúscula y que me ha hecho recordar, una y otra vez, a los grandes: a Theodor Mommsen, Henri y Jacques Pirenne, Georges Duby, Steven Runciman, Claudio Sánchez Albornoz, Serge Lancel, Adrian Goldsworthy, Peter Heather, Robin Lane Fox, Peter Brown o Patricia Southern, por citar tan solo a algunos de los maestros que, con su magisterio, nos recuerdan que ser historiador también demanda ser –al menos si se quiere ser un «buen historiador»–, a la vez, un excelente narrador.
David Soria lo logra. Su capacidad para dominar todos los escenarios, desde la deslumbrante y peligrosa Urbe romana al mundo infinito de las caravanas de la Ruta de la Seda, y desde las dilatadas estepas pónticas a los desiertos de Arabia, pasando por las selvas germanas, la ardiente Mesopotamia o las nevadas cumbres de la agreste Dacia, es apabullante. Nada escapa a su atención y nada queda en la sombra, sino que todo y todos se integran en el devenir biográfico de un Trajano que, si no se hubiera rescatado su mundo y a sus contemporáneos aliados y rivales, hubiese quedado desvaído y desdibujado.
Debo resaltar, entre los muchos aciertos de este libro, la puesta en valor de los años de ascenso de Trajano bajo el poder del denostado Domiciano. Un periodo de la vida del futuro princeps que, ya en su tiempo, muchos se esforzaron en ocultar. A señalar también el trazo preciso logrado en rescatar a Nerva y en ponderar los años de transición entre el régimen de Domiciano y el de Trajano; años que, en la mayoría de las obras, se despachan con un par de párrafos, privándonos así de acontecimientos relevantes como las campañas de Trajano contra cuados y marcomanos, que tanto interés tienen para entender su prestigio militar y, sobre todo, para comprender el posterior éxito de la Primera Guerra Dácica del emperador hispano.
También es acertadísimo el trato que David Soria da a los grandes enemigos de Roma en este periodo: Dacia y Partia. Tengo para mí que solo él, mi amigo y admirado David, cuenta con los conocimientos y ambición historiográfica necesarias para tal empresa, que corona de forma magistral. Pues era misión imprescindible estudiar adecuadamente a dacios y partos si se quería comprender la obra de Trajano. La entente dácica, por ejemplo, adquiere en esta obra toda su magnitud y con ello, se entiende mejor la dificultad de la empresa que el hispano emprendió al acometer la conquista del reino de Decébalo y la trascendencia universal de este logro.
David también logra otra hazaña historiográfica: rescatar al Trajano geopolítico, por así decir. Esto es, al hombre racional, calculador, realista y genial que supo adoptar una política exterior de altos vuelos sin la que su Estado imperial terminaría condenado a la parálisis económica y al grave peligro de tener que lidiar militarmente con dos fronteras peligrosas a la par. Pues ya desde su muerte, hubo cierto empeño en mostrarlo como un soñador que, fascinado por Alejandro Magno, se embarcó en una guerra sin sentido contra Partia. En modo alguno fue así. Trajano era un político realista y supo entender mejor que nadie, que la viabilidad económica y militar del imperio dependía, en no poca medida, del control que pudiera ejercer sobre las rutas del gran comercio internacional de su época. Integrada Dacia en el mundo romano mediante su conquista, controladas las rutas pónticas y caucásicas con Oriente, dominada la marítima que por el mar Rojo y el océano Índico llevaba a la India, Ceilán y más allá, tras la anexión de la Nabatea –nueva provincia de Arabia Pétrea– era imprescindible someter Mesopotamia y hacerse con el control de la salida al golfo Pérsico. Esa y no una recreada anábasis alejandrina, fue la gran apuesta de Trajano.
Sí, y ese fue su mayor triunfo: la conquista de Armenia y Mesopotamia. Pues como señala David Soria con acierto, la no consolidación de tales éxitos, no exime de reconocer que fueron logrados con una maestría militar y política sin igual. Oriente vio los primeros pasos militares de Trajano en su juventud y contempló sus últimos momentos. Siempre he pensado, con esa libertad que debe tener un historiador que se precie, que si el gran hispano hubiera contado con tres o cuatro años más de salud y vida, hubiera logrado superar la «tormenta perfecta» que dio al traste con sus conquistas mesopotámicas. En cualquier caso, esta biografía demuestra que, si había alguien en el Imperio romano capaz de tal gesta, ese era Marco Ulpio Trajano.
David, por lo demás, no se conforma con ofrecernos una historia política y militar, sino que pone el dedo sobre cuestiones tales como la administración del imperio, la estructura y funcionamiento del ejército, los entresijos de la alta política romana, la familia imperial, etc. No me resisto a dedicar unas palabras al hermoso epílogo con el que se cierra esta biografía: bello, evocador y valiente. Insisto de nuevo en ello, pues en esta académica España mía se instaló hace tiempo la perniciosa especie de «axioma» de que un historiador debe escribir de forma «científica» esto es, penosamente aburrida y torpe. Olvidan, los que eso creen, a sus «padres»: a Heródoto, Tucídides, Plutarco, Polibio, Tácito, Tito Livio, Casio Dión… David Soria Molina no los ha olvidado y lo demuestra en esta soberbia biografía que usted se dispone a devorar.
Buen provecho. No encontrará mejor «plato» si gusta de la historia de Roma y la Antigüedad. Adelante, aliméntese con historia de la buena.
José Soto Chica
La densa bruma del amanecer presidía la escena, envolviéndola en un aura de majestuosa y contradictoria calma. Una fría y gris mañana de primavera del año 101,* a orillas del curso del Danubio, el inmenso campamento romano de Lederata comenzaba a bullir con una clase de febril actividad enteramente distinta a la que había conocido hasta aquella jornada. Desde hacía semanas la atmósfera se había enrarecido entre los barracones del poderoso ejército allí concentrado, como un volcán que, inquieto, se dispusiera a entrar en erupción. El clima de ansiedad no había dejado de crecer desde que, con el deshielo, los primeros speculatores, exploratores y demás fuerzas especiales del Ejército romano enviaran sus primeras avanzadillas al otro lado del río, más allá de las fortificaciones que guardaban el otro extremo de los larguísimos puentes de pontones laboriosamente tendidos sobre el impresionante río.
La noche anterior a aquella mañana húmeda y destemplada pocos habían podido conciliar el sueño mejor que aquellos que habían estado de guardia durante el turno de medianoche. Aún no había roto el alba cuando un silencioso ajetreo ya había comenzado a extenderse. En cuanto las trompetas sonaron con el toque de diana, al fin, Lederata estalló en un ordenado bullicio de tropas. Entre las lenguas de niebla, acariciadas por la creciente luz de un tenue amanecer que amenazaba lluvia, las luces y el ruido de decenas de miles de soldados que se equipaban y formaban por turnos se filtraba como un frío que calaba hasta los huesos. Apenas se oían voces, tan solo las órdenes puntuales de rigor de unos oficiales que sabían muy bien qué podían esperar de sus hombres, acompañados de los consabidos toques de trompeta.
Por enésima vez, cascos de caballos hicieron retumbar los maderos de los puentes de pontones, apagándose hasta desvanecerse en la lejanía. Tras ellos no tardaron en resonar los rítmicos pasos de miles de caligae –las sandalias y botas claveteadas de los soldados romanos– que se extendían en tantas alargadas columnas como puentes había en aquel punto del río. El aluvión de legionarios, jinetes, soldados auxiliares y carromatos de impedimenta no parecía tener fin, mientras inquietas liburnae y otras galeras ligeras de la Armada romana patrullaban las aguas del río, rompiendo con sus proas una neblina que volvía a cerrarse tras ellas casi más rápido.
Un hombre de cabello gris y manto púrpura abandonó entonces el praetorium, acompañado por varios oficiales de alto rango. Todos le saludaban a su paso con un respeto rayano en la veneración, antes de volver de inmediato a sus quehaceres. Su gesto adusto y casi inexpresivo ocultaba la intensa ansiedad que le atenazaba desde dentro. Solo sus ojeras permitían conocer a un observador avispado que hacía días que no dormía bien y que tardaría bastante tiempo en volver a hacerlo. Marco Ulpio Trajano, primer emperador hispano de la historia del Imperio romano y fundador de la dinastía Ulpio-Elia –mal llamada «Antonina»– atravesó limpiamente el ajetreo que le rodeaba para subir a su caballo y, junto a sus oficiales y varios gigantescos escoltas germanos de soberbias panoplias y duras miradas azules, se dirigió a trote ligero hacia el exterior, directamente hacia una posición elevada junto al puente de pontones más cercano. A sus pies el poderoso ejército que había reunido para enfrentarse al Estado dacio y sus aliados continuaba cruzando, a buen ritmo, el imponente Danubio hacia tierra hostil.
La Primera Guerra Dácica de Trajano acababa de comenzar, un conflicto destinado a cambiar el mundo romano y a todos sus protagonistas. A su alrededor, el emperador hispano pudo sentir las miradas de sus soldados y oficiales, dirigidas, más o menos fugazmente, hacia su persona. De repente, la ominosa inquietud que recorría las filas de sus tropas se desvaneció. Su presencia les alentaba ante el desafío que sabían que estaban a punto de acometer. Todos creían en él, todos habían puesto sus esperanzas en sus decisiones y en su liderazgo. Era evidente. Pero en su fuero interno, Trajano era seguramente el que más dudaba de sí mismo: intuía que muchos de los que volvían su rostro hacia él no volverían jamás, pues el desastre podía aguardar en cada recodo del camino que, poco a poco, iban a emprender todos juntos.
Incertidumbre, siempre esa maldita incertidumbre. El emperador contemplaba la marcha de sus ejércitos, mientras los oficiales de su Estado Mayor, veteranos senadores de la más alta aristocracia –y de su más estrecha confianza– y curtidos equites de la extensa baja nobleza del imperio, permanecían atentos a cada uno de sus gestos. Mas, en el fondo, como (casi) cualquiera que haya detentado el mando sobre cualquier gran potencia militar de la Historia en tiempos difíciles, Trajano quizá solo sentía ganas de echarse las manos a la cabeza y resoplar, presa de toda la angustia que, con su mera presencia y un suspiro de alivio, había conseguido que abandonaran quienes advirtieron la reconfortante presencia de su líder. Él sabía perfectamente que terminaría haciéndolo en cuanto se quedara enteramente a solas en su tienda, cuando la noche le envolviera de nuevo ya en suelo dacio, lejos de las miradas hasta de aquellos que le eran más privados.
La responsabilidad del que está en la cumbre pesa, y cuando no lo hace se convierte en su propia perdición y en la de muchos. Allí arriba no existen elecciones acertadas ni se sabe si las escogidas servirán de algo o si tan solo se camina hacia la ruina. Defraudar y hasta condenar a la destrucción a los que confían en ti, atraer la ávida atención de quienes esperan que tropieces para perpetrar sus traiciones, son parte del precio del fracaso. Los historiadores, como Plinio el Joven, siempre lo tuvieron mucho más fácil, ocupados únicamente en registrar, recrearse y hasta permitirse juzgar las tragedias y triunfos ajenos con los ojos de sus cómodos –o no tanto– tiempos. Gloria, memoria, leyenda… Poco importan en realidad cuando se juega con las vidas y los destinos de millones, aparte de con la de uno mismo.
Nacido en la fértil Bética, corazón de la Hispania romana, en un extremo del mundo romano, Marco Ulpio Trajano inició su trayectoria como militar en el confín diametralmente opuesto del mismo: en el lejano, opulento y misterioso Oriente. Se trató de un bautismo de fuego y madurez que le marcó para siempre y que condicionó, incluso, el devenir futuro de los acontecimientos durante su imperio. Sin embargo, su futuro como primer emperador hispano al frente de la que era, en aquel tiempo, la mayor superpotencia de la Antigüedad, hubo de forjarse y templarse, como un buen acero, en un lugar muy distinto: la Europa danubiana y las nevadas montañas de Dacia. Pero, aquellos tocados por la llamada de Oriente están invariablemente destinados a volver a él, cual un marino expuesto al canto de su sirena. Los dioses iban a querer que Trajano terminara librando las más difíciles, decisivas y trascendentales de sus batallas, a todos los niveles, en el Creciente Fértil, la Tierra entre los dos Ríos y cuna de la civilización, Mesopotamia. Allí estuvo a punto de cambiar todavía más, y a una escala por entero insospechada, el curso de la Historia y el destino del mundo tal y como lo conocemos. Y allí acabó por despedirse también de sí mismo y de su existencia mortal, en un fútil intento por escapar del embrujo de aquella tierra, de los designios de la diosa Fortuna y, especialmente, de sí mismo, hasta convertirse en leyenda.
Aparte de seguir las huellas de Trajano al otro lado del Danubio, hay que dar también respuesta a no pocas preguntas fundamentales: ¿cómo llegó un joven senador, que se formó y consolidó su carrera bajo la dinastía Flavia, a sentarse en el trono de los césares? ¿Cómo pudo forjar una dinastía propia, cimentada sobre el decisivo concurso de las mujeres de su familia y destinada a presidir uno de los momentos de mayor esplendor de la historia de Roma? ¿Qué clase de hombre fue Trajano, dentro y fuera de los campamentos, la Curia y el Palatino? ¿Quiénes le rodearon y auxiliaron en la difícil tarea de servir al imperio y de gobernarlo luego? ¿Qué circunstancias le llevaron a poner en marcha algunos de los mayores esfuerzos bélicos jamás emprendidos por el Estado romano, hasta brindarle el que quizá fue su momento de mayor expansión? ¿Cuáles fueron los verdaderos objetivos tras su enérgica política exterior? ¿Qué consecuencias, potenciales y reales, tuvo esta para el conjunto del Orbe? ¿Y cuál fue el impacto de todo ello en el devenir político, social y cultural del Imperio romano? En síntesis: ¿cuál fue la huella de un hombre que terminó siendo recordado como el Optimus Princeps, es decir, «el mejor emperador», tanto por sus coetáneos como por las generaciones venideras hasta hoy?
Resolver estas y otras tantas cuestiones históricas en torno a una figura política, militar y personal como la de Trajano no es tarea fácil, tanto más si atendemos a la parquedad y carácter eminentemente fragmentario de los testimonios que sobre su tiempo nos han llegado. Mas, afortunadamente, entre las grandilocuentes soflamas de la propaganda imperial y los intereses particularistas de las múltiples generaciones de cronistas que recogieron –y manipularon– el tiempo del primer emperador hispano, hallamos las voces de hombres y mujeres que marcaron una época con su sangre, su sudor y sus lágrimas. Aquí y allá encontramos sus susurros, polvo de estrellas en un firmamento inabarcable, dispuestos a regalar los oídos de todos aquellos que saben escuchar y, mucho más importante, interpretar críticamente sus velados y –a veces– enigmáticos mensajes.
Los grandes no construyeron ni construyen por sí solos, por mucho que lo pretendan y finjan, las épocas que nos han precedido y seguirán jalonando la Historia. Desde el esclavo más insignificante, pasando por funcionarios, soldados y estadistas, hasta la mismísima esposa del emperador y su familia, todos ellos aportaron su granito de arena al devenir del tiempo y de los hechos. Por ello, la biografía de cualquier gobernante no puede ni debe limitarse a su propia vida, sino que ha de imbricarse estrechamente en el firme tejido de su época y de las gentes que la poblaron y la hicieron posible. Este libro no solo aspira a dar a conocer a Trajano en tanto que estadista y emperador, sino también a la persona que fue, con sus defectos y virtudes, con sus errores y sus aciertos, pequeños y grandes, hasta donde los testimonios disponibles nos lo permitan. Y, junto a él, a todos aquellos responsables de dar forma a uno de los periodos más apasionantes y decisivos de la historia de Roma y del mundo en su conjunto.
Sin más, invito al lector a que, en el trascurso de las siguientes páginas, emprenda un viaje que comienza lejos de las orillas del Danubio, de sus brumas y de las legiones destinadas a transitarlas. El periplo arranca en la soleada Itálica, en las fértiles riberas del río Betis –luego conocido como Guadalquivir–, entre los frondosos olivares, las cuajadas vides y el chirrido de las chicharras, en uno de los rincones más prósperos de la Hispania romana y del conjunto del imperio, en las postrimerías del verano del año 53.
Allí, en una de las más ricas viviendas señoriales, una joven aristócrata de sangre hispana lucha con todas sus fuerzas por dar a luz con la ayuda de las parteras. Afuera esperan el padre de la muchacha y su yerno, junto a una niña de nueve años, primera hija del matrimonio que, ante la traumática experiencia de escuchar sufrir a su madre al otro lado de la puerta, acaso se refugia en brazos de su abuelo materno. Al fin, el llanto de una desconsolada criatura felizmente venida al mundo rompe el tenso silencio y, a su vez, la gran incógnita: ¿otra niña o un niño? Varón ha sido esta vez el regalo de los dioses para la pareja. Al igual que para el padre, para la madre, apenas repuesta del colosal esfuerzo que solo las bienamadas de Juno pueden comprender y con el niño en su regazo, la decisión en torno al nombre del nuevo miembro de la familia es bien sencilla: el recién nacido portará el nombre de su orgulloso progenitor.
Acababa de llegar al mundo Marco Ulpio Trajano.
________
* A menos que se especifique lo contrario, todas las fechas son d. C.
El futuro emperador Marco Ulpio Trajano nació exactamente el 18 de septiembre del año 53, en el municipium de Itálica, situado en la próspera provincia senatorial de la Bética, corazón económico de la Hispania romana.1 Era hijo homónimo de Marco Ulpio Trajano (a partir de ahora Trajano padre), un eques o caballero, es decir, un miembro del orden ecuestre –la baja aristocracia romana–, quien pocos años después del nacimiento de su hijo fue ascendido (adlectus) al orden senatorial por un jovencísimo emperador Nerón (reg. 54-68). Tendremos ocasión de conocer en detalle sus orígenes y su trayectoria política, que tuvo un papel clave en la carrera de su descendiente hacia el poder y la púrpura.
Sobre la madre de Trajano, desgraciadamente conocemos muchos menos detalles, aunque podemos estimar, sin absoluta seguridad, que su nombre fue Ulpia Marciana. Sin embargo, su influencia en el destino del futuro primer emperador de origen provincial hispano resultó igualmente decisivo, pues fue gracias al matrimonio de Trajano padre con ella, y a la unión de sus familias respectivas, que nuestro protagonista no solo heredó el nomen Ulpius y el cognomen Traianus de ambas, sino también la fundamental pertenencia a la clase senatorial, la más alta aristocracia de Roma. Trajano, además, tenía una hermana mayor que él, bautizada Ulpia Marciana, como su madre, y, aunque se desconoce la fecha exacta, nacida con posterioridad al año 44.2
Respecto del lugar de nacimiento de Trajano, Itálica, esta colonia había sido fundada por Publio Cornelio Escipión el Africano poco después de la batalla de Ilipa (206 a. C.), que prácticamente puso en manos de Roma los dominios cartagineses en la península ibérica. Situada sobre una estribación en mitad de las fértiles llanuras regadas por el río Betis (Guadalquivir), cuyas aguas llevaban hasta Gades –y que la enlazaban así con las grandes rutas comerciales del Atlántico y del Mediterráneo occidental–, inicialmente se pobló con veteranos romanos y auxiliares itálicos. De este modo, sirvió como base para la consolidación del poder romano en la región, así como para impulsar el desarrollo agrícola, comercial y cultural de la zona. Sin embargo, los ancestros de Trajano no formaron parte de esta primera remesa de colonos itálicos, asentados en la ciudad a la que dieron su característico nombre; como veremos a continuación, al menos por vía paterna, las raíces de la estirpe del futuro césar y fundador de la dinastía Ulpio-Elia se hundían profundamente en suelo hispano, concretamente en la Turdetania, situada en el seno de la ya mencionada provincia de Hispania Bética.3
Hemos señalado que el matrimonio de Trajano padre con Ulpia Marciana resultaría fundamental para el futuro emperador y su familia. En efecto, sin ir más lejos y en contra de lo que podría pensarse inicialmente, la familia paterna de Trajano no pertenecía a la gens Ulpia, sino a la Trahia o Traia. De este modo, en el momento de su nacimiento, Trajano padre se llamaba Marco Traio o Trayo (Traius), venido al mundo en el seno, como ya hemos señalado, de una familia de caballeros (equites).
La gens Traia remontaba sus orígenes a las élites nativas romanizadas de la Turdetania, integradas prontamente en las primeras colonias romanas de la región y, por lo tanto, entre la aristocracia romana implantada en las mismas. Los primeros Traii o Traios, que supuestamente debían su nomen al fundador de su linaje, pueden ser rastreados en la Bética ya a finales del siglo II a. C., y preferentemente portaban los praenomina Cayo y Marco. Es en Itálica donde encontramos a la mayor parte de los más antiguos y prestigiosos antepasados paternos del emperador, entre los que podemos destacar a Marco Traio, hijo de Cayo, pretor de la ciudad, conocido gracias a un mosaico documentado en la que probablemente fuera la Curia, sede del Senado, de la citada localidad. Marco Traio, es decir, Trajano padre, sería descendiente de este personaje en quinta o cuarta generación.4
Así pues, ¿de qué modo acabó por convertirse Marco Traio en Marco Ulpio Trajano (padre)? A través de su matrimonio, precisamente, con Ulpia Marciana, hija de Marco Ulpio Marciano, quien es probable que no tuviera hijos varones propios y que no solo consintió el matrimonio de su hija, sino que, mediante un recurso legal totalmente habitual en el mundo romano, adoptó también como hijo a su yerno, quien pasaría a portar de inmediato el praenomen y nomen de su suegro y padre adoptivo (Marco Ulpio), deviniendo su nomen de origen, Traio, en su nuevo cognomen mediante la terminación -anus, es decir: Traianus, Trajano.
Figura 1: Mosaico del cubiculum de la llamada Casa de los Pájaros de Itálica (Santiponce, Sevilla) que, como bien indica su nombre, viene decorado con toda una serie de efigies de aves de variadas especies. © Emilio J. Rodríguez Posada.
La gens Ulpia, desconocida en el registro documental hasta la época del emperador Trajano, quizás sí tenía un origen itálico, es decir, sus antepasados se instalaron en Itálica procedentes de Italia, aunque seguramente de la mano sucesivas generaciones de colonos asentados en la ciudad con posterioridad a su fundación, por lo que quedaron entroncados, además, con los Marcios, cuya presencia en puestos de poder en la citada ciudad está ya documentada hacia 143-142 a. C. No obstante, cabe del mismo modo la posibilidad, dada la aparente oscuridad de esta parte del linaje del emperador Trajano, que tanto los Ulpios como los Traios formaran parte de dinastías aristocráticas indígenas fuertemente romanizadas desde un principio.5
En cualquier caso, la aportación de la gens Ulpia al linaje del emperador Trajano no quedaría en el nomen: la dote de Ulpia Marciana y la herencia legada a Trajano padre por su suegro y padre adoptivo permitiría a la nueva familia disponer de los bienes económicos necesarios para su adlectio al orden senatorial, en algún momento entre los años 54 y 59. De este modo, Trajano padre ganó acceso inmediato al cursus honorum senatorial y, por lo tanto, a todas las oportunidades que esta brindaba para él y para sus descendientes.
El matrimonio de Trajano padre con Ulpia Marciana no fue el único enlace estratégico de los Traios con otras gentes y élites provinciales de la Bética. Una Traia, tía paterna del emperador Trajano, desposó con un miembro de la gens Elia, dando a luz a Publio Elio Adriano Afro, padre del futuro emperador Adriano. Es muy probable, además, que una segunda hermana de Trajano padre casara, a su vez, con un Lucio Domicio de Gades y fuera madre de Domicia Paulina, quien, desposada con el mencionado Publio Elio Adriano Afro, alumbraría al ya citado emperador Adriano. De este modo, la gens Traia (y Ulpia) emparentó doblemente con la Elia, creando un sólido vínculo consanguíneo entre el futuro emperador Trajano y su sucesor en el trono de los césares, dando forma, como se verá, a la dinastía Ulpio-Elia, comúnmente denominada también como «Antonina».6
Las grandes estirpes o gentes de origen hispano o afincadas en Hispania debieron su ascenso sociopolítico en el imperio a un poder económico en expansión. La riqueza en recursos agrícolas y mineros de la península ibérica, entre otros, había convertido a este territorio en un punto estratégico para el poder romano, incluso antes de que las primeras legiones hubieran puesto el pie en su suelo. Conforme Roma extendió su dominio sobre Hispania, las élites romanizadas y las recién llegadas continuaron y ampliaron la explotación a gran escala de latifundios, predios, minas y factorías. Fueron los beneficios del cultivo sistemático del aceite de oliva, de la producción de garum, así como de otros afamados productos de la Península, los que catapultaron a las aristocracias hispanas hacia el poder central del Imperio romano a lo largo del siglo I.
Traios, Ulpios y Elios, entre otros, no constituyeron ninguna excepción a esta norma. La lucrativa industria y comercio de aceite de oliva –que acabaría por alumbrar una «octava» colina en Roma, el Testaccio, a base de los recipientes cerámicos desechados del transporte del preciado oro líquido hasta los puertos marítimos y fluviales de la Urbe– fue un pilar esencial de la prosperidad económica y consecuente ascenso social de las citadas gentes, entre otras diversas familias y linajes. Aparte de esto, los Traios, por ejemplo, regentaban grandes manufacturas de ánforas y otros recipientes cerámicos, vitales, como ya habrá podido intuirse, para la exportación del aceite hispano a buena parte de los dominios del imperio e, incluso, al exterior del mismo. De la mano de la hermana del emperador Trajano, Ulpia Marciana, la domus o casa imperial llegaría a heredar, incluso, las llamadas figlinae Marcianae o fábricas de ladrillos, tejas y otros materiales de construcción cerámicos, que recibían su apelativo del nombre de su propietaria, y que a su vez es probable que fueran herencia de la rama materna de la familia.
Gracias a las fortunas amasadas en dinero, tierras y otras propiedades, a mediados del siglo I estas y otras poderosas familias de origen hispano estaban ya sólidamente integradas en el Senado romano y en la élite de la aristocracia imperial, y sus alianzas y pactos entre sí apuntalaron su ascenso. Al albur de un inminente cambio dinástico, con todas las oportunidades ‒y riesgos‒ que una situación semejante comportaba, los tentáculos de su creciente influencia no tardarían en extenderse, hasta enlazar con otras élites de origen provincial que, desde Oriente y Occidente, salpicaban y hasta empapaban ya el blanco manto del orden senatorial, dinamizando y guiando la política del imperio hacia una etapa enteramente nueva. Esta sangre provincial sería la responsable de impulsar al Estado romano a uno de los puntos de inflexión clave en su historia, inaugurando la que muchos especialistas consideran, sin lugar a dudas, como la auténtica Edad Dorada de Roma.
No se conocen muchos detalles del cursus honorum de Trajano padre, tanto antes como después de su afortunada adlectio al orden senatorial a mediados del siglo I. Es muy probable que, entonces, tanto él como su familia se trasladaran a vivir de forma más o menos permanente a Roma, y también que allí desempeñara, hacia el año 59, el cargo de pretor.
Sin embargo, el primer escalón que tenemos documentado con seguridad de la carrera de Trajano padre es, curiosamente, su estancia de regreso a la Hispania Bética como procónsul de esta provincia senatorial –una de las múltiples alternativas que se abrían a un ex-pretor en la Roma imperial–, cargo que asumió durante los años 65-67. Resulta significativo constatar que a Trajano padre se le permitiera gobernar la misma provincia de la que era precisamente originario, situación que, en otras circunstancias, los emperadores trataban de evitar a fin de impedir que los gobernadores pudieran sacar excesivo provecho de la combinación del poder de su cargo y de las influencias y clientelas que mantuviesen en la región.7
En el año 66 había estallado una rebelión a gran escala contra el poder romano en Judea, conflicto conocido como la Primera Guerra Judía o Primera Guerra Judeo-Romana. Ante las dimensiones y rápida expansión del alzamiento, el procurador romano de la región, Gesio Floro, no tardó en verse superado por la situación. En respuesta, el legado de la vecina provincia de Siria, Cayo Cestio Galo, marchó de inmediato contra Jerusalén al mando de la legión XII Fulminata, pero sus fuerzas fueron víctima de una emboscada y rechazadas en Beth-Horon.
Esta derrota motivó su relevo por Tito Flavio Vespasiano, quien se hizo cargo del mando de la totalidad de las operaciones de la provincia. En la primavera de 67, Trajano padre, probablemente a recomendación del propio Vespasiano, fue nombrado legado de la legión X Fretensis, con base en Laodicea (Siria), la cual iba a formar parte del ejército que se preparaba para enfrentarse a los rebeldes judíos, compuesto por tres legiones más –V Macedonica, XII Fulminata y XV Apollinaris–, algunas vexillationes (destacamentos) de las legiones III Cyrenaica, IV Scythica, VI Ferrata y XXII Deiotariana, y un número equivalente de tropas auxiliares. Es decir, una poderosa fuerza de casi 40 000 efectivos en conjunto.
El ejército romano penetró en Judea y, en junio del año 67, Trajano padre y la X Fretensis tomaron la localidad de Ioppe (actual Jaffa) con el apoyo de la legión XV Apollinaris, comandada por el hijo mayor de Vespasiano, Tito. A finales de año, la mayor parte de la provincia yacía ocupada por las fuerzas romanas, con las tropas de Trajano padre desplegadas en Escitópolis (actual Beit She’an), desde la cual controlaban la principal ruta de acceso occidental a la región de Perea, en el sureste de Judea. Allí se dirigieron estas últimas, junto al propio Vespasiano, en marzo de 68, donde se apoderaron de Gádara y pusieron cerco a Jericó. Pocos días después recibieron noticias de un alzamiento contra Nerón en la Galia. La historia estaba a punto de dar un vuelco para Ulpios y Flavios y, con ellos, para el propio imperio en su conjunto.8
Figura 2: Sestercio del emperador Vespasiano del año 71 (RIC II, Vespasian, 426), que celebra la victoria romana en la Primera Guerra Judía, explicitada en su reverso por la leyenda IUDAEA CAPTA y la personificación de Judea lamentándose junto a un prisionero judío. © CNG.
La oposición contra Nerón se extendió como la pólvora por las provincias germanas y occidentales. Desesperado ante una situación que no hacía más que empeorar, tras perder el apoyo de la guardia pretoriana, en junio de 68 el emperador se suicidó, desencadenando de inmediato una devastadora lucha por el poder supremo entre una sucesión de generales respaldados por sus respectivos ejércitos. El primero de ellos, Servio Sulpicio Galba, gobernador de la Hispania Tarraconense, consiguió apoderarse de Roma ese mismo año, tan solo para perecer asesinado por instigación de quien había sido uno de sus colaboradores, Marco Salvio Otón, gobernador de la Hispania Lusitania, al tiempo que las legiones de las Germanias proclamaban a su propio candidato a la púrpura, el legado Aulo Vitelio.
Nada más tener noticias del suicidio de Nerón, Vespasiano suspendió cualquier clase de operación a gran escala. Ante la caótica secuencia de acontecimientos, y con el respaldo del legado de Siria, Cayo Licinio Muciano, y de sus fuerzas, finalmente Vespasiano fue aclamado emperador por sus propias tropas y generales, entre ellos Trajano padre, en julio de 69. A lo largo de ese mes se le sumaría el apoyo de los ejércitos del limes danubiano y de la provincia de Egipto. Tito fue enviado a asegurarse el estratégico control de Egipto, la llave del suministro de grano y pieza clave de la economía de Roma, mientras que Trajano padre asumía temporalmente el mando de la campaña en Judea.
Las legiones del Danubio, al mando de Marco Antonio Primo, se dirigieron a Italia para enfrentarse al emperador Vitelio, cuyas fuerzas habían derrotado y destronado a Otón, el asesino de Galba, en la batalla de Bedriaco (14 de abril). En la decisiva batalla de Cremona (24 de octubre), Vitelio fue a su vez vencido por las legiones favorables a Vespasiano. Poco después, estas entraron en Roma a las órdenes de Muciano, quien, tras aplastar los últimos núcleos de resistencia vitelianos, estableció un gobierno provisional, dando comienzo al imperio de la dinastía Flavia. Vespasiano, tras dejar la continuación de la guerra en Judea en manos de Tito, emprendió el viaje a la Urbe, llevándose consigo a Trajano padre como uno de sus comites de confianza, después de relevarle a tal fin del mando de la X Fretensis. La gens Ulpia se erigió, así en uno de los pilares del recién estrenado régimen flavio,9 inaugurado oficialmente con la llegada del nuevo emperador a Roma y la aprobación, por parte del Senado, de la lex de imperio Vespasiani, que ratificaba el cambio dinástico e inauguraba toda una serie de innovaciones en el ordenamiento constitucional del imperio.
Como pieza clave de los apoyos políticos de Vespasiano, Trajano padre fue recompensado con el consulado suffectus para el año 70, convirtiéndose en el primer miembro de su familia en alcanzar tal dignidad. A este honor se le sumó su inclusión en uno de los colegios sacerdotales más prestigiosos de Roma: los quindecemviri sacris faciundis, asociado al culto de Apolo, a la custodia de los libros sibilinos y a la supervisión de los cultos extranjeros. Al término de su consulado, Trajano padre fue nombrado legado de la provincia proconsular de Galacia y Capadocia, de reciente creación, destinada a convertirse en una de las posiciones clave del limes oriental, en el flanco izquierdo de Siria, y en una base militar estratégica dotada, a tal fin, con dos nuevas bases en Melitene y Satala, ocupadas por las legiones XII Fulminata y XVI Flavia, respectivamente.
Entre tanto, cuando Vespasiano y su hijo Tito ejercieron conjuntamente la censura, en el marco de una profunda reforma de los órdenes sociales del imperio, Trajano padre fue ascendido al patriciado (adlectus inter patricios), lo que significaba que ahora él y su familia formaban parte del rango más alto y de mayor prestigio de la aristocracia romana. Su meteórica carrera a la sombra del poder de los Flavios alcanzó un nuevo escalón cuando hacia el año 73 se le puso al frente de la provincia de Siria, una de las mayores guarniciones militares del imperio, formada por tres legiones y una multitud de unidades auxiliares.
El nombramiento de Trajano padre para los citados puestos en Oriente no fue mera casualidad o fruto de alguna clase de improvisación. Vespasiano había iniciado una política de racionalización y sistematización del poder romano en sus limites orientales, con vistas a su proyección y expansión más allá de los mismos. Semejante política, como es lógico, no podía sino desembocar en un severo choque de intereses con la gran superpotencia rival del poder romano en esta estratégica región: el Imperio parto de la dinastía arsácida. Por lo tanto, el emperador optó por confiar la dirección de estas delicadas operaciones a un comandante de probada adhesión a la nueva dinastía y con una dilatada experiencia en el complejo escenario geopolítico del Próximo Oriente.
El primer paso del Imperio romano en este sentido fue la anexión del reino-cliente de Comagene a la provincia de Siria hacia 72-73. Aunque las entidades y estados-clientes del poder romano siempre fueron contemplados por este último como parte integral del imperio, seguían siendo administrados de forma directa por poderes locales y, por lo tanto, sometidos a las veleidades propias de las características o singularidades de cada uno de ellos. En un espacio de frontera como la vecindad de la Mesopotamia gobernada por el Imperio parto y sus socios, Roma no podía permitirse riesgos innecesarios, por lo que resultaba preferible y mucho más práctico disolver el reino y poner su territorio bajo responsabilidad directa de las autoridades provinciales. La anexión de Comagene puso así bajo control directo de Roma toda la orilla derecha del Éufrates.
El nuevo legado de Siria llegó justo a tiempo de supervisar la inserción del recién extinto reino en su nueva provincia en el año 73. Trajano padre sería responsable directo también, de la construcción de la vía que enlazaba la estratégica ciudad caravanera de Palmira con Sura, en el curso medio del Éufrates, que a su vez conectaba con Damasco y las rutas que llevaban a las grandes ciudades portuarias del Levante y la propia Judea, recientemente pacificada a sangre y fuego por el implacable Tito. Al mismo tiempo, vinculó los ríos Orontes y Karasu mediante un sistema de canales, agilizando la navegación por el primero de estos cursos entre Seleucia Pieria y la capital de la provincia, Antioquía, facilitando su acceso desde el mar y, en consecuencia, la llegada de provisiones y tropas al corazón de Siria. Fue quizás en este momento, cuando se formó también la classis Syriaca, la escuadra de la flota romana destinada en las costas de Siria.10
La consolidación de la presencia romana en Oriente no pasó inadvertida al poder parto, que la consideró una amenaza directa a sus propias esferas de influencia. La tensión diplomática entre ambas superpotencias escaló hasta el punto de dar lugar, en la práctica, a una verdadera guerra no declarada. Las fuentes disponibles no aportan demasiados detalles, más allá del hecho de que Trajano padre ganó unos ornamenta triumphalia gracias a su dirección de las operaciones militares contra los partos durante su gobierno en Siria.11 Con toda seguridad, las devastadoras incursiones lanzadas por los alanos sobre territorio parto en los años 72-75, a través del Cáucaso y las costas orientales del mar Caspio, tuvieron también mucho que ver en el estallido de la contienda.
Los alanos eran una confederación de pueblos esteparios del sur de la actual Rusia, en cuyas filas jugaban un papel esencial pueblos aliados de Roma, como los sármatas aorsos, cuyos soberanos estaban directamente emparentados con los reyes del Bósforo cimerio, reino situado en la actual Crimea y vasallo, a su vez, del poder romano.12 La distraída y casi descarada negativa de Vespasiano a intervenir cuando el Imperio parto dio la voz de alarma y solicitó ayuda ante los severos reveses sufridos a manos de los alanos debió de resultar bastante elocuente. Que estos jinetes de la estepa atravesaran, en absoluta connivencia, los dominios de reinos-clientes y aliados de Roma en el Cáucaso, como Iberia o Albania, vino a confirmar prácticamente todas las sospechas. Los romanos explotaron, además, las circunstancias –como el hecho de que el reino de Armenia, vasallo de Partia, quedara sumido en el caos a causa de la mencionada irrupción alana, que se saldó incluso con la captura de su soberano en batalla– para enviar destacamentos de tropas a puestos fortificados clave de la cordillera del Cáucaso, los cuales llegaron a pisar las mismas orillas del mar Caspio y brindaron así al Imperio romano el dominio total de las rutas que atravesaban la citada región.13
Llegados a este punto, la tensión terminó estallando en un conflicto armado que la hábil intervención militar y a la vez diplomática de Trajano padre debió de convertir en breve: el shahanshah arsácida Vologeses I (reg. 51-78) se vio obligado a aceptar las fronteras existentes entre ambas superpotencias y, hasta cierto punto, a asumir una situación geoestratégica cada vez más perjudicial. Lentamente, Roma inclinaba la partida de ajedrez en Oriente a favor de sus propios intereses, ayudada de forma directa por la inestabilidad política, prácticamente endémica, que aquejaba al Imperio parto.14
En el año 79, como recompensa por su excelente labor en Siria, Trajano padre fue nombrado procónsul de la próspera provincia senatorial de Asia, donde dejaría también su particular huella en la forma de una generosa política edilicia. Es posible que, incluso, esperara obtener a su regreso un segundo consulado, esta vez ordinario, justa culminación para una carrera fulgurante. La muerte del emperador Vespasiano, el 24 de junio de ese mismo año, y el ascenso al trono de su hijo Tito (reg. 79-81) truncaron esta previsible aspiración. El nuevo emperador renovó inmediatamente los círculos de poder del régimen, reemplazando a los hombres de confianza de su antecesor por los suyos propios. A su regreso de Asia, Trajano padre hubo de conformarse con su nombramiento como sodalis Flavialis, es decir, sacerdote del recién instaurado culto al divino Vespasiano. Sería el último puesto público conocido que desempeñaría en el imperio antes de su fallecimiento hacia el año 97.15
A pesar de su casi abrupto final, la trayectoria político-militar de Trajano padre influyó de forma determinante en la carrera de su hijo, constituyendo un trampolín decisivo, listo para permitir saltar a lo más alto a aquel que fuera capaz de aprovechar sabiamente su poderoso impulso. El futuro emperador Marco Ulpio Trajano estaba destinado a conseguirlo.
Sin embargo, parece que la educación del joven Trajano no resultó todo lo esmerada que habría sido de esperar para el descendiente varón de un senador, y que debió de desarrollarse en las líneas tradicionales propias de la aristocracia romana, seguramente impartida por esclavos especializados en esta función. Pero, en cualquier caso, a través de los escasos testimonios e indicios disponibles, está claro que el insigne italicense nunca fue un gran estudiante, siendo posible que su formación no progresara mucho más allá de recibir una somera instrucción en el arte de la retórica.
Ello no le impidió nunca disponer de una notable elocuencia y de una inteligencia intuitiva natural. Además, a través de las epístolas que intercambió directamente con Plinio el Joven, descubrimos en Trajano un latín claro y conciso, escrito con gran perfección, en una prosa cuyo estilo recuerda directamente al de César, autor que ejercería sobre él una gran influencia. Algunas de las fórmulas y expresiones empleadas por el futuro emperador en sus escritos merecieron, incluso, que fueran registradas y categorizadas como ejemplares por especialistas gramáticos latinos de tiempos posteriores.16 Del mismo modo, a lo largo de toda su vida, Trajano siempre supo valorar la importancia clave de la educación y la erudición intelectual, que favoreció activamente durante todo su imperio, siendo muy capaz de rodearse de los mejores en múltiples y variados ámbitos.17
Hacia el año 70, a la edad de diecisiete años, Trajano inició oficialmente su carrera política en el vigintivirato, en el marco del cual, con el ascenso de su familia al patriciado, probablemente pudo llegar a desempeñar el cargo de triumvir monetalis, uno de los jóvenes encargados de la supervisión de la acuñación de moneda. A continuación, en el año 73 acompañó a su padre a Siria como tribuno laticlavio de una de las legiones a su mando en la provincia, puesto que implicaba ejercer, al menos de modo oficial, como segundo al mando del legado de la unidad. El joven Trajano se encontró como pez en el agua en el mundo castrense y, a diferencia de otros tribunos senatoriales que solían abreviar todo lo posible su transitorio paso por la milicia, no solo alargó todo lo posible esta primera experiencia bajo los estandartes, sino que abrazó gustoso todas las ocasiones que se le brindaron para ejercer el mando y entrar en acción.
En el contexto de las operaciones lideradas por su padre en Siria y, sobre todo, durante la breve Guerra Pártica de 76-77, Trajano tuvo muy buenas oportunidades para adquirir una sólida experiencia militar que marcó su carácter y su futuro de forma indeleble. Desconocemos en cuál de las legiones de Siria desempeñó sus funciones como tribuno, pero es seguro que estuvo presente en todas las campañas por las que su padre ganó los tan afamados ornamenta triumphalia. Así, Trajano pudo observar con sus propios ojos las cruciales particularidades de la geopolítica de Oriente y las estrategias que el poder romano, bajo el cetro de los Flavios, desarrollaba para obtener, con paciente determinación, la ansiada supremacía en la región. Décadas después pondría en buena práctica las lecciones aprendidas a la sombra de su padre y de los generales que militaron a sus órdenes. En 77 fue destinado como tribuno a otra legión, esta vez en el Rin, donde pudo completar su formación en un escenario radicalmente distinto del limes oriental.18 El desempeño del tribunado en dos legiones distintas no era común, se conocen pocos casos, entre ellos el de su futuro pupilo y sucesor en el trono, Adriano, quien llegó a ser tribuno en tres legiones diferentes.
En el año 78 Trajano regresó a Roma, a fin de poder optar a la cuestura, que implicaba diversas funciones, entre las que se contaba llevar a cabo labores financieras en las provincias senatoriales o ejercer como secretario de uno de los cónsules. En este sentido, y a tenor de que su familia había sido uno de los apoyos fundamentales en el ascenso al poder de la dinastía Flavia, es probable que Trajano fuera uno de los candidati Caesaris al puesto, es decir, uno de los dos cuestores anuales elegidos por recomendación expresa de los emperadores entre los candidatos patricios. Se trataba de un puesto particularmente influyente, pues implicaba actuar como representante personal del princeps en múltiples ámbitos, aparte de leer los discursos del mismo ante el Senado. Es probable que, por las mismas fechas, Trajano desposara con Pompeya Plotina, hija de Lucio Pompeyo Plotino y de Ulpia Plotina, tía materna del novio, lo que convertía a los esposos en primos carnales por línea materna.19
Al término de la cuestura, la posesión del rango de patricio eximía a Trajano de desempeñar ninguna otra magistratura o cargo durante los cinco años que cualquier senador había de aguardar para poder optar al cargo de pretor. No obstante, es posible que, teniendo en cuenta su predisposición al oficio de las armas, se viera involucrado en alguna de las campañas que el emperador Domiciano (reg. 81-96) emprendió al comienzo de su principado. En cualquier caso, hacia el año 85 el italicense fue elegido pretor; en paralelo, como veremos, asumió, junto al eques Publio Acilio Atiano, la tutela del jovencísimo Publio Elio Adriano, quien acababa de quedar huérfano de padre y era nieto por vía paterna y materna de dos hermanas de Trajano padre.20
Entre tanto, los acontecimientos históricos estaban a punto de precipitarse para el imperio y, con ello, las oportunidades para aquellos que, como Trajano, estuvieran dispuestos a aprovecharlas para catapultar sus carreras políticas y militares hacia nuevas escalas de poder, al amparo del siempre susceptible régimen flavio. Las consecuencias internas y externas no se harían esperar demasiado tiempo.
1. En torno a la datación del nacimiento de Trajano en el año 53: Eutropio, Breviario VIII.2 y 5.2; Aurelio Víctor, Libro de los Césares XIII.1; Pseudo Aurelio Víctor, Epítome de los Césares XIII.1; Orosio, Historia contra los paganos, VII.12; Blázquez, J. M., 2003, 22; Canto, A. M., 2003b, 11; Cortés Copete, J. M., 2003, 343; Kienast, D., 2004, 122. En contra: Bennett, J., 1997, 13-14, quien siguiendo a Casio Dión, LXVIII.6.3, propone el año 56.
2. Canto, A. M., 2003b, 32-34, 44-53 y 64-65.
3. Aurelio Víctor, Libro de los Césares XI.12 y XIII.1; Bennett, J., op. cit., 1-3, 10 y 12-16; Blázquez, J. M., op. cit., 49-56 y 62-63; Canto, A. M., 2003a, 306-309; Canto, A. M., 2003b, 39-63.
4. Aurelio Víctor (Libro de los Césares XIII.1), Pseudo Aurelio Víctor (Epítome de los Césares XIII.1) y Orosio (Historia contra los paganos, VII.12) explicitan con claridad el origen netamente hispano del emperador Trajano y de su familia. En este sentido, Blázquez, J. M., op. cit., 49-56; Canto, A. M., 2003a, 306-309; Canto, A. M., 2003b, 39-63.
5. Canto, A. M., 2003b, 46-49, 51-53 y 62-64.
6. SHA, Adriano I.2; Canto, A. M., 2003a, 313-314 y 339-347; Canto, A. M., 2003b, 50-51 y 64.
7. Bennett, J., op. cit., 1-3 y 10-15; Canto, A. M., 2003b, 54-61; Cortés Copete, J. M., op. cit., 336-339.
8. Para conocer la Primera Guerra Judía en todos sus pormenores, así como sus causas diversas a corto, medio y largo plazo, vid. principalmente la extraordinaria –y en buena medida aún no superada‒ crónica y análisis de la misma desarrollada por Flavio Josefo en su Guerra de los judíos y en sus Antigüedades de los judíos. Sobre el conflicto, vid. también Goodman, M., 2007. Sobre la relación de Trajano padre con estos acontecimientos, vid. Bennett, J., op. cit., 15-16; Cortés Copete, J. M., op. cit., 339-340; Rodríguez González, J. M., 2003, 284-285.
9. Canto, A. M., 2003b, 67 y 70-71.
10. Bennett, J., op. cit., 18-19; Cortés Copete, J. M., op. cit., 341-342.
11. ILS 8970; Plinio el Joven, Panegírico XIV.1; Casio Dión, LXVI.11.15.
12. Soria Molina, D., 2016, 162-163, 165-166 y 173-180.
13. Flavio Josefo, Guerra de los judíos VII.7.4; Suetonio, Domiciano VIII.2; Kouznetsov, V. y Lebedybsky, I., 2005, 53; Lebedynsky, I., 2002, 48; Lebedynsky, 2010, 48-49.
14. Bennett, J., op. cit., 19; Cortés Copete, J. M., op. cit., 340-342.
15. Bennett, J., op. cit., 19-20; Cortés Copete, J. M., op. cit., 342-343.
16. Prisciano, Institutiones Gramaticae VI.13.
17. Casio Dión, LXVIII.7.4; Bennett, J., op. cit., 20-21; Cortés Copete, J. M., op. cit., 343-345.
18. Plinio el Joven, Panegírico XIV.1 y XV.1-3; Bennett, J., op. cit., 22-24; Cortés Copete, J. M., op. cit., 345.
19. SHA, Adriano XII.2; Blázquez, J. M., op. cit., 54-55; Canto, A. M., 2003b, 36-37 y 64-65.
20. SHA, Adriano I.4; Bennett, J., op. cit., 25-26; Canto, A. M., 2003b, 64; Cortés Copete, J. M., op. cit., 345-346.
A la muerte de Vespasiano, en junio del año 79, su hijo mayor Tito asumió la púrpura imperial. Tan solo unos meses después, el principado de este último terminó por verse infaustamente inaugurado por uno de los acontecimientos más traumáticos de la historia de Roma, cuyas consecuencias para la psique colectiva de la civilización romana aguardan todavía un apropiado estudio en profundidad desde el punto de vista de la moderna psicología de masas: la erupción del Vesubio, la completa destrucción de la ciudad de Pompeya y la práctica devastación de la vecina Herculano. La muerte en un solo día de decenas de miles de personas –entre las que se contó el naturalista romano Plinio el Viejo, quien, en tanto que prefecto de la classis Misenensis (es decir, almirante de la escuadra de la flota romana con base en Miseno), pereció asfixiado por los gases del volcán mientras dirigía sus naves para socorrer a los habitantes de las ciudades afectadas–, junto con la completa desaparición de una de las urbes más populosas de Italia, dejó una honda impresión entre los romanos y una ominosa sensación de mal augurio.1 Fuera como fuere, el imperio de Tito no se prologó demasiado en el tiempo, pues el nuevo emperador falleció apenas dos años después, a los casi 42 años de edad.
Carente de descendencia masculina propia, le sucedió inmediatamente en el trono de los césares su hermano menor, Tito Flavio Domiciano, quizás uno de los emperadores más maltratados por la historiografía pasada y presente a causa de la sistemática damnatio memoriae vertida sobre su persona, tanto en tiempos de Nerva y Trajano, como aún siglos después. El nuevo y joven emperador, presidió el principado más largo de toda la dinastía Flavia, durante el cual se consolidaron definitivamente las distintas líneas políticas –tanto interiores como exteriores– del régimen estrenado en el año 69. Al tiempo que constituyeron el punto de partida de transformaciones cruciales en la evolución del Estado romano, muchas de las decisiones y proyectos de Domiciano serían continuados, adaptados o culminados durante los imperios de Nerva y, sobre todo, Trajano. Entre las mismas, como veremos, destacarían determinados enfoques en política interior, proyección y gestión del poder, así como diversas perspectivas geoestratégicas en torno al conflicto contra el reino dacio y sus aliados, que había empezado a cobrar forma ya durante la guerra civil del año 69, y que estallaría definitivamente a gran escala en tiempos del que sería el último emperador flavio, trastocando en el proceso algunos de sus planes más ambiciosos.