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A la hora de aproximarse a la producción literaria de épocas pasadas, conviene tener en cuenta que las maneras de transmitir y de recibir la literatura han variado considerablemente a lo largo de la historia. Hoy, por ejemplo, solemos acceder a la literatura medieval a través de productos impresos o electrónicos. En este libro se intenta determinar, en la medida de lo posible y a partir fundamentalmente de evidencias textuales internas, la forma primaria de difusión y de recepción de los poemas en cuaderna vía del siglo XIII. A partir de ahí, se proponen posibles contextos receptivos coetáneos para el grupo de obras examinado y se estudian e interpretan algunos de los rasgos constatables en los textos conservados teniendo en cuenta sus formas primarias transmisión y de recepción.
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Seitenzahl: 876
Veröffentlichungsjahr: 2013
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TRANSMISIÓN Y RECEPCIÓN PRIMARIAS DE LA POESÍA DEL MESTER DE CLERECÍA
TEXTOS PARNASEO 20
Colección dirigida por
José Luis Canet
Coordinación
Julio Alonso Asenjo
Rafael Beltrán
Marta Haro Cortés
Nel Diago Moncholí
Evangelina Rodríguez
Josep Lluís Sirera
TRANSMISIÓN Y RECEPCIÓN PRIMARIAS DE LA POESÍA DEL MESTER DE CLERECÍA
Pablo Ancos
©
De esta edición:
Publicacions de la Universitat de València,
Pablo Ancos
Diciembre de 2012
I.S.B.N: 978-84-370-9223-2
Diseño de la cubierta:
Celso Hernández de la Figuera y J. L. Canet
Maquetación:
José Luis Canet
Imagen de portada: Folio 45v ms. Osuna del
Libro de Alexandre (BNE)
Publicacions de la Universitat de València
http://puv.uv.es
Parnaseo
http://parnaseo.uv.es
Esta colección se incluye dentro del Proyecto de Investigación del
Ministerio de Economía y Competitividad, referencia FFI2011-25429
Transmisión y recepción primarias de la poesía del Mester de Clerecía / Pablo Ancos
Valencia : Publicacions de la Universitat de València, 2012
354 p.; 17 × 23,5 cm. — (Parnaseo;20)
ISBN: 978-84-370-9223-2
Bibliografía – Annexos
1. Poesia castellana -S.XIII-XIV - Història i crítica. I. Ancos, Pablo. II. Publicacions de la Universitat de València
821.134.2.09”12/13”
ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS
CRITERIOSDEREPRODUCCIóN DE LOS TEXTOS PRIMARIOS CITADOS, ABREVIATURAS Y EDICIONES UTILIZADAS
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO 1. MODALIDADES DE TRANSMISIÓN Y RECEPCIÓN DE LA LITERATURA EN OCCIDENTE HASTA EL SIGLO XIII: RESUMEN HISTÓRICO
1.1. Antigüedad
1.2. Edad Media
CAPÍTULO 2. MODALIDADES DE TRANSMISIÓN Y RECEPCIÓN DE LA LITERATURA EN OCCIDENTE HASTA LA EDAD MEDIA: APROXIMACIONES CRÍTICAS
2.1. Supresión de la voz
2.2. Primeros intentos de recuperación de la voz
2.3. Formulación de una teoría estándar de la oralidad
2.4. Revisión de la teoría estándar de la oralidad
2.5. Teorías de la oralidad y Edad Media
CAPÍTULO 3. TRANSMISIÓN Y RECEPCIÓN PRIMARIAS DE LA POESÍA DEL MESTER DE CLERECÍA:
3.1. Surgimiento del término mester de clerecía e inicio de las dicotomías tajantes
3.2. Influencia de Menéndez Pidal
3.3. Influencia de Amador de los Ríos y de Menéndez y Pelayo
3.4. Gybbon-Monypenny y la crítica británica
3.5. Vuelco en la consideración crítica de Berceo: Brian Dutton
3.6. Influencia de Brian Dutton en la crítica posterior
3.7. Isabel Uría y su influencia
3.8. Aportaciones últimas de la crítica
CAPÍTULO 4. TRANSMISIÓN Y RECEPCIÓN PRIMARIAS DE LA POESÍA DEL MESTER DE CLERECÍA: CONSIDERACIONES CONCEPTUALES, TERMINOLÓGICAS Y METODOLÓGICAS
4.1. Precisiones terminológicas y conceptuales
4.1.1. Composición: Escritura y oralidad
4.1.2. Difusión: Textualidad y vocalidad
4.1.3. Recepción: Lectura y recepción acústica
4.1.4. Otros términos relacionados con los procesos de composición, difusión y recepción: Obra, texto, poema, Autor, autor, poeta
4.2. Precauciones
4.2.1. Alfabetización y modo primario de difusión y de recepción
4.2.2. Modo de composición y modo primario de difusión y de recepción
4.3. Diez principios metodológicos
CAPÍTULO 5. CANALES Y CONTEXTOS PRIMARIOS DE TRANSMISIÓN Y RECEPCIÓN DE LA POESÍA DEL MESTER DE CLERECÍA: DATOS
5.1. Cuestiones previas: Objeto de estudio y metodología
5.2. Producción y comunicación primaria de la poesía en cuaderna vía del siglo XIII según los poetas del mester
5.2.1. Modo primario de recepción
5.2.2. Modo primario de difusión
5.2.3. Modo de composición
5.2.4. Difusión y recepción de las fuentes
5.2.5. Alusiones al receptor
5.2.6. Expresiones temporales y locativas
CAPÍTULO 6. CANALES Y CONTEXTOS PRIMARIOS DE TRANSMISIÓN Y RECEPCIÓN DE LA POESÍA DEL MESTER DE CLERECÍA: DESLINDES Y PRECISIONES
6.1. Difusión y recepción primaria de obras coetáneas a los poemas del mester
6.2. El Autor de las obras del mester de clerecía en los poemas conservados
6.3. Deslindes y precisiones a modo de conclusión
CONCLUSIONES: «FARÉ PUNTO A MI LIBRETE, MAS NON LO ÇERRARÉ»
APÉNDICE 1
APÉNDICE 2
BIBLIOGRAFÍA
A Kristin, Javier y Andrés
Agradecimientos
Quiero agradecer a la Graduate School y la Provost’s Office de la Universidad de Wisconsin-Madison, así como a la Wisconsin Alumni Research Foundation, las distintas subvenciones y ayudas económicas que han permitido la aparición del presente libro, basado en mi tesis doctoral; al Servicio de Publicaciones de la Universidad de Alcalá de Henares (Revista de Poética Medieval), Brepols (Troianalexandrina), Boydell & Brewer (Támesis Books), eHumanista y Taylor & Francis (Romance Quarterly), el permiso para utilizar y reproducir material contenido en trabajos anteriores (Ancos 2001 y 2002, 2003, 2007, 2009a y 2009b, respectivamente); a José Luis Canet, director del Servicio de Publicaciones de la Universitat de València, el haber hecho el proceso editorial lo más sencillo posible; a Ivy Corfis y Rafael Beltrán, su continuado apoyo a lo largo de los años; y a mi familia, en Madison y en Valencia, su ayuda y paciencia durante tanto tiempo.
Criterios de reproducción de los textos primarios citados, abreviaturas y ediciones utilizadas
A continuación ofrezco una lista de las abreviaturas que utilizo para referirme a los poemas del mester de clerecía, así como de las ediciones por las que, a no ser que explícitamente se diga lo contrario, aludo a y cito los textos primarios. Por lo general, respeto todos los criterios de cada edición utilizada, aunque no dejo un espacio en blanco entre los hemistiquios de la poesía narrativa medieval. En ocasiones añado elementos entre corchetes con el fin de clarificar la lectura y corrijo, sin indicarlo, erratas evidentes de las ediciones modernas. En el caso de textos citados a través de ediciones paleográficas o semi-paleográficas, omito algunos códigos de transcripción, unifico la apariencia gráfica de ciertas letras y corrijo sin mencionarlo errores evidentes de los copistas. Cualquier otra alteración queda convenientemente consignada.
1. Abreviaturas y ediciones utilizadas para citar y aludir a los poemas del mester de clerecía
Duelo: El duelo de la Virgen. Ed. Orduna (1992).
Himnos. Ed. Garcia (1992).
LAlex: Libro de Alexandre. Ed. Casas Rigall (2007). Las lecciones variantes de los distintos manuscritos que transmiten el LAlex se dan por la transcripción paleográfica de Casas Rigall (sin fecha).
LApol: Libro de Apolonio. Ed. Corbella (1992).
Loores: Loores de Nuestra Señora. Ed. Salvador Miguel (1992).
MNS: Milagros de Nuestra Señora. Ed. Baños (2011).
MSL: Martirio de San Lorenzo. Ed. Tesauro (1992).
PFG: Poema de Fernán González. Ed. López Guil (2001).
PSO: Poema de Santa Oria. Ed. Uría (1981a). Esta edición altera considerablemente el orden de las estrofas de los manuscritos que nos han transmitido el PSO. Por ello, tras el número de la copla o de los versos citados según la edición de Uría, que doy en numeración arábiga, anoto en números romanos, si es diferente, el de la copla o versos según el orden de los manuscritos conservados.
Sacrificio: Del sacrificio de la misa. Ed. Cátedra (1992).
Signos: Los signos del juicio final. Ed. Garcia (1992).
VSD: Vida de Santo Domingo de Silos. Ed. Ruffinatto (1992a).
VSM: Vida de San Millán de la Cogolla. Ed. Dutton (1992).
2. Ediciones utilizadas para citar y aludir a otros textos primarios
ALFONSO X, EL SABIO. Estoria de España. Ed. Gago Jover (2011; ms. Escorial X.I.4.) y Sánchez-Prieto Borja, Díaz Moreno y Trujillo Belso (2006; ms. Escorial Y.I.2.).
—. General estoria. Ed. Sánchez-Prieto Borja (2001-10).
—. Siete Partidas. Ed. Corfis, en O’Neill et al. (1999).
ALHOTBA ARRIMADA. Ed. Gómez Redondo (1996a).
ARISTÓFANES. Los caballeros. Ed. Rogers (1924).
ARISTÓTELES. Poética. Ed. Richter (1998b).
¡AY JERUSALÉN! Ed. Manuel Alvar (1970).
BENEFICIADO DE ÚBEDA. Vida de San Ildefonso. Ed. Romero Tobar (1978-80).
CALILA E DIMNA. Ed. Cacho Blecua y Lacarra (1985).
CANTAR DEL REY DON ALONSO. Ed. Gómez Redondo (1996a).
CASTIGOS DEL REY DON SANCHO IV. Ed. Bizzarri (2001).
CATÓN CASTELLANO. Ed. Gómez Redondo (1996a).
CERVANTES, Miguel de. Don Quijote de la Mancha. Dir. Rico (1998).
CONSEJOS A UN ABOGADO (Guarte Rueda). Ed. Gómez Redondo (1996a).
COPLAS DE YOSEF. Ed. Girón-Negrón y Minervini (2006).
CRÓNICA DE CASTILLA. Ed. Rochwert-Zuili (2010).
CHAUCER, Geoffrey. The House of Fame. Ed. Benson et al. (1987).
CHRÉTIEN DE TROYES. Romans. Ed. Zink (1994).
DANTE ALIGHIERI. La Divina Commedia. Ed. Villaroel et al. (1991).
DÍAZ DE GAMES, Gutierre. El Victorial. Ed. Beltrán Llavador (1994).
DIEZ MANDAMIENTOS. Ed. Gómez Redondo (1996a).
DISPUTA DEL ALMA Y EL CUERPO. Ed. Manuel Alvar (1970).
DON JUAN MANUEL. El conde Lucanor. Ed. Serés (1994).
—. El libro de los estados. Ed. Macpherson y Tate (1991).
—. Libro infinido. Ed. Mota (2003).
ELENAY MARÍA. Ed. Manuel Alvar (1970).
EURÍPIDES. Hipólito. Ed. Kovacs (1995).
GAUTIER DE CHÁTILLON. Alexandreis. Ed. Colker (1978) y Pejenaute Rubio (1998).
GOZOS DE LA VIRGEN. Ed. Gómez Redondo (1996a).
GRIMALDO. Vita Dominici Siliensis. Ed. Valcárcel (1982).
HISTORIA APOLLONII REGIS TYRI. Ed. Archibald (1991: 112-81). Con el fin de facilitar su consulta, en las citas de este texto consigno primero, en números romanos, el párrafo de la Historia Apollonii regis Tyri donde se puede encontrar la referencia (la mayoría de las ediciones modernas dividen el texto latino en capitulillos, que numeran de forma normalmente coincidente), y después, en numeración arábiga, las páginas concretas de la edición bilingüe (latín-inglés) de Archibald a las que me refiero.
HISTORIA DE PRELIIS. Ed. González Rolán y Saquero (1982).
HORACIO. Sátiras. Epístolas. Arte poética. Ed. Fairclough (1929).
HUGO DE SAN VÍCTOR. Didascalicon. De studio legendi. Ed. Buttimer (1939).
JUAN RUIZ, Arcipreste de Hita. Libro de buen amor. Ed. Joset (1990).
JUANDE SALISBURY. Metalogicon. Ed. Webb (1929).
—. Polycraticus. Ed. Giles (1969).
LIBRO DE LA INFANCIA Y MUERTE DE JESÚS. Ed. Manuel Alvar (1970).
LIBRO DEL CABALLERO ZIFAR. Ed. González (1983).
LIBRO DEL NOBLE Y ESFORÇADO & INUENCIBLE CAUALLERO RENALDOS DE MONTALUAN. Ed. Corfis (2001).
LIBRO DE MISERIA DE OMNE. Ed. Tesauro (1983).
LOOR DE MAHOMA. Ed. Gómez Redondo (1996a).
LÓPEZ DE AYALA, Pero. Rimado de Palacio. Ed. Orduna (1987).
LÓPEZ DE MENDOZA, Íñigo, Marqués de Santillana. Prohemio e carta [...] al Condestable de Portugal. Ed. López Estrada (1984).
MARCIAL. Epigramas. Ed. Shackleton Bailey (1993).
MARÍN, Pero. Miraculos romançados. Ed. Anton (1988).
MIRACULA BEATE MARIE VIRGINIS. Ed. Carrera de la Red y Carrera de la Red (2000) y Baños (2011).
MOCEDADES DE RODRIGO. Ed. Carlos Alvar y Manuel Alvar (1991).
OFICIO DE LA PASIÓN. Ed. Gómez Redondo (1996a).
ORACIÓN A SANTA MARÍA. Ed. Gómez Redondo (1996a).
ORACIÓN A SANTA MARÍA MAGDALENA. Ed. Gómez Redondo (1996a).
OVIDIO. Ars amatoria. Remedia amoris. Ed. Ciruelo (1983).
—. Heroidas. Amores. Ed. Showerman (1977).
—. Tristes. Ed. Wheeler (1924).
PATROLOGIA CURSUS COMPLETUS. Series latina. Ed. Migne (1995).
PLATÓN. Fedro. Ed. Fowler (1914).
—. La república (libro X). Ion. Ed. Richter (1998a).
PLINIO. Cartas. Ed. Melmoth (1915).
POEMA ANÓNIMO EN ALABANZA DE MAHOMA. Ed. Gómez Redondo (1996a).
POEMA DE MIO CID. Ed. Montaner (2007).
POEMA DE YÚÇUF. Ed. Gómez Redondo (1996a).
PROVERBIOS DEL SABIO SALAMÓN. Ed. Gómez Redondo (1996a).
QUEVEDO, Francisco de. El Buscón. Ed. Ynduráin (1984).
QUINTILIANO. Institutio oratoria. Ed. Butler (1920-22).
RAZÓN DE AMOR. Ed. Franchini (1993).
ROMAN D’ALEXANDRE. Ed. Harf-Lancner (1994).
RONCESVALLES. Ed. Carlos Alvar y Manuel Alvar (1991).
REGLA DE SAN BENITO. Ed. Monjes de la Abadía de Glenstal y Holzherr (1994).
SAN AGUSTÍN. Confesiones. Ed. Rodríguez de Santidrián (1990) y Simonetti et al. (1993).
SAN BRAULIO. Vita S. Emiliani. Ed. Vázquez de Parga (1943).
SAN ISIDORO DE SEVILLA. Etimologías. Ed. Oroz Reta et al. (1982-83).
SEM TOB DE CARRIÓN. Proverbios morales. Ed. Díaz-Mas y Mota (1998).
SENDEBAR. Ed. Lacarra (1989).
VIDA DE SANTA MARÍA EGIPCÍACA. Ed. Manuel Alvar (1970).
Introducción
Querría empezar con una perogrullada, que, además, va a servir de premisa de partida de todo el libro: las maneras de producir, transmitir y recibir la literatura han variado considerablemente a través de la historia y, en la Península Ibérica del siglo XIII, en la que nos detendremos aquí, las formas de llevar a cabo tales acciones diferían mucho de las que hoy en día resultan más habituales. Josef Balogh (1927) ya hablaba de las voces paginarum de los manuscritos que nos han transmitido las obras de la Antigüedad y de la Edad Media. Poco después, Ruth Crosby afirmaba que
in the Middle Ages the masses of the people read by means of the ear rather than the eye, by hearing others read or recite rather than by reading to themselves. (1936: 88)
Por su parte, H. J. Chaytor (1945: 1 y passim) apuntaba la distancia que separa las formas típicas de composición, transmisión y recepción de las obras medievales y las de mediados del siglo XX, y señalaba la necesidad de tener en cuenta tal diferencia a la hora de abordar el estudio literario del medioevo; y en esto inciden, por ejemplo, los esenciales trabajos de Hans-Robert Jauss (1979 y 1982) o de Paul Zumthor (1972, 1983 y 1989), cuyas ideas son fundamentales para estudios más recientes y cercanos a lo que será nuestro objeto de análisis como los de Fernando Gómez Redondo (1998, 2003, 2006 y 2009), Leonardo Funes (2009) y Juan García Única (2011).
Las transformaciones en el campo de la tecnología de la comunicación hacen evidente en muchos sentidos esta distinta manera respecto a la actual de producir las obras medievales, de transmitirlas y de acceder a ellas. Los propios textos conservados, además, nos la recuerdan a cada paso. Sin embargo, como han puesto de relieve, entre otros, Zumthor (1972 y 1989: 24-26) y Jauss (1979), hoy resulta imposible recuperar de manera completa las formas y ámbitos primarios de comunicación de las obras medievales, debido, entre otras cosas, a que, habiendo sido compuestas, por escrito o no, pensando en muchos casos probablemente en una difusión primaria a través de la voz, nos han llegado casi exclusivamente a través de la letra (Zumthor 1984b: 68). Son una incógnita para nosotros no sólo los rasgos vocales que se esconden tras lo que hoy se ha preservado mediante textos escritos, sino también la mayor parte de las características de los contextos de recepción para los que las obras fueron compuestas y los elementos no verbales de la comunicación que debieron de estar presentes en los actos de emisión vocal de las mismas. En el plano puramente verbal, la voz ha enmudecido, fijada por una letra a la que accedemos, por lo general, ya no en manuscritos, sino en ediciones impresas (y últimamente electrónicas). Estas ediciones afectan nuestra visión de las obras y, en muchos casos, generan la impresión de la existencia de un texto único, limpio y fijo, cuando la realidad debió de ser muy otra (Cerquiglini 1989; Dagenais 1994; Altschul 2005; Funes 2009). Las variantes textuales son sólo una pequeña muestra de la variabilidad, multiplicidad y movilidad, de la mouvance (Zumthor 1972: 507, 43-46, 126; 1983: 253; y 1984a: 33-34) o variance (Cerquiglini 1989: 62-64, 110-12) de las obras medievales. Por otro lado, no sólo desconocemos las técnicas específicas de vocalización del pasado, sino que también, claro es, las lenguas mismas, si no han desaparecido, al menos sí han evolucionado enormemente.
Esta situación paradójica y las distintas posturas que se han adoptado para intentar superarla se encuentran en el centro del debate crítico que domina el estudio de la letra y de la voz en la Edad Media. Chaytor (1945: 67) ya observó la existencia de tales problemas y desde entonces se ha venido insistiendo en ellos (por ejemplo, en Ong 1995: 11-12; y en Havelock 1996: 73-83). Así, a partir de un símil de raigambre clásica y ampliamente difundido en la Edad Media (considérese la copla 70 del Libro de buen amor, por ejemplo), se han comparado los textos conservados a una partitura musical (Hendrickson 1929: 184; Burrow 1982: 47) y se ha señalado que no son más que el esqueleto mondo y lirondo de un robusto cuerpo de tradición vocal, una punta de iceberg en lo que en un tiempo fue un vasto piélago de vocalidad y de gesticulación (Zumthor 1984b: 70; Parks 1991: 52; Doane 1994: 126). Al mismo tiempo, la influencia creciente de la escritura en una cultura predominantemente vocal también se deja notar en las obras medievales (Ong 1995: 157). De hecho, se ha dicho que en todas las formas de escritura de la Edad Media hasta, por lo menos, finales del siglo XIII, vocalidad y textualidad se interrelacionan y se influencian mutuamente, ya de forma cooperativa, ya de manera conflictiva (Doane 1991: XIII; Green 1990 y 1994: 3; Chinca y Young 2005: 1-15). En este sentido, quizá se podría hablar, con Margit Frenk (1997: 9), de la escritura oralizada (o, quizá, vocalizada, como veremos) de los textos medievales. Como ha puesto de relieve D. H. Green, pasar por alto la función de la voz en el estudio de la composición, de la difusión y de la recepción de las obras de la Edad Media supone «to miss an essential feature of the ‘Alterität des Mittelalters’» (1994: 17).
La premisa de Perogrullo con la que comenzaba esta introducción (las formas de producir y comunicar la literatura han variado considerablemente a través de la historia) ha ocasionado, pues, más de un quebradero de cabeza. De ella se deduce un corolario que lleva aparejados un problema y una paradoja. El corolario es la conveniencia de tener en cuenta ese distinto sistema de producción y de comunicación literaria de las obras del pasado a la hora de analizar y evaluar sus características. El problema es la dificultad de determinar con exactitud en muchos casos las formas precisas en que tales obras se crearon, difundieron y recibieron, debido a la falta de información sistemática al respecto, a las grandes distancias culturales y temporales, y al hecho de que la diversidad y la cantidad de textos pretéritos que nos han llegado (y que se han perdido) parecen sugerir una multiplicidad de modos de creación y de comunicación literaria. Se da, pues, la paradoja de que hoy solemos acceder a obras destinadas originalmente a ser difundidas y recibidas a través de medios diferentes, aunque, en todo caso, inusuales o no vigentes en la actualidad, no ya a través de los manuscritos que nos las han transmitido (cuya lectura tampoco tiene por qué haber sido la forma primaria de acceso a las mismas), sino de productos impresos o electrónicos. Éstos coinciden, en buena medida, con los utilizados para difundir la literatura contemporánea y, por tanto, generan la falsa impresión de que ésta y la pasada son una misma cosa, susceptible, pues, de ser analizada de la misma manera y a partir de los mismos presupuestos críticos y marcos teóricos.
El objetivo de este libro es afrontar el problema y la paradoja que se acaban de comentar con el fin de poder ilustrar el corolario de la premisa arriba expuesta. Es decir, sin esconder el hecho de que las condiciones de producción y de comunicación de la literatura medieval se han perdido de forma irrevocable, este trabajo tratará de precisar, en la medida de lo posible y a partir, fundamentalmente, de evidencia textual interna, la forma primaria de difusión y recepción de un grupo de obras del siglo XIII, la poesía del mester de clerecía, para después estudiar e interpretar algunos de los rasgos constatables en los textos conservados teniendo en cuenta su sistema creativo y comunicativo y, al hilo de todo ello, intentar precisar algunos contextos receptivos coetáneos del grupo de obras examinado.1
Para llevar a cabo este objetivo, parece conveniente contextualizarlo ofreciendo un breve repaso histórico de lo que hoy se sabe sobre las diferentes modalidades de transmisión y de recepción de la literatura en Occidente hasta el siglo XIII. Esto se hará en el capítulo 1.
A partir de tal resumen, el capítulo 2 ofrecerá un panorama de diferentes aportaciones críticas que, durante los siglos XIX, XX y XXI, y desde muy diversos posicionamientos, han abordado el problema de la función de la letra y de la voz en la producción y comunicación literarias de épocas pasadas.
El capítulo 3, por su parte, proporcionará un estado de la cuestión de las aportaciones críticas sobre los modos y contextos de creación, transmisión y recepción de la poesía del mester de clerecía.
A partir de lo observado en los tres primeros capítulos, que el lector que desee ir directo al grano puede pasar tranquilamente por alto, en el 4 se propondrá una serie de axiomas y precauciones que convendría tener en cuenta al analizar el sistema de producción y comunicación primarias de la poesía castellana en cuaderna vía del siglo XIII, así como un marco metodológico, conceptual y terminológico que tenga en cuenta tales axiomas y precauciones y que, al mismo tiempo, permita determinar de la manera más objetiva posible las formas y ámbitos primarios de producción de las obras del mester.
En el capítulo 5 se presentarán los resultados de la aplicación de este marco metodológico, basado en la recopilación exhaustiva, el análisis y la evaluación de todas las referencias a los procesos de producción, difusión y recepción de las obras que se pueden encontrar en los textos conservados.
El capítulo 6 ofrecerá una comparación de la evidencia encontrada en los poemas del mester con lo observable al aplicar el mismo método, si bien de forma menos comprehensiva, en otras muestras seleccionadas de la producción prosística y poética de los siglos XIII y XIV. A partir de todo esto se extraerá una serie de conclusiones sobre los contextos primarios de recepción y el tipo o tipos de público coetáneo de las obras del mester que podrían deducirse de ciertas pistas e indicios proporcionados por los textos conservados, así como sobre las funciones que desempeñan en los mismos el autor de los poemas romances, el autor o autores de la(s) fuente(s), el copista o copistas de los textos en vernáculo, el emisor vocal de las obras romances y el receptor primario de las mismas.
En el apartado de las conclusiones se analizará cómo los poemas del mester de clerecía conservados revelan características formales y temáticas que son consecuencia directa de los modos primarios de composición y comunicación esbozados en el tercer capítulo.
Confío en que este intento de delimitar el sistema de producción y de comunicación primaria de una serie de obras castellanas de la Edad Media a partir del escrutinio sistemático y exhaustivo de lo que los propios textos conservados nos dicen sobre tal sistema contribuya a abrir vías de análisis aptas tanto para la reconstrucción (necesariamente parcial) de un aspecto esencial de la alteridad de la literatura medieval como para la reconsideración de algunas características de esa literatura.
1.– Utilizaré el término mester de clerecía con el alcance restringido que le da Uría (1981c, 1986, 1990b, 1997a: IX-X y 2000a: 15-171): escuela poética, caracterizada sobre todo por el uso sistemático de un modelo métrico-estrófico y prosódico rígido, que produce los poemas en cuaderna vía peninsulares del siglo XIII, con la inclusión, quizá, de algunos del siglo XIV, como la Vida de San Ildefonso, del Beneficiado de Úbeda, o el Libro de miseria de omne, que parecen respetar en lo esencial tal molde. Opiniones diferentes sobre la validez y el alcance de la expresión mester de clerecía y comentarios sobre la estrofa 2 del LAlex, origen tanto del marbete como de muchas discrepancias críticas, pueden encontrarse, por ejemplo, en Willis (1957), Deyermond (1965), Caso González (1978), López Estrada (1978), Salvador Miguel (1979), Gómez Moreno (1984), Rico (1985), Arizaleta (1997b), Gómez Redondo (1998), Weiss (2006: 1-3), González-Blanco García (2010: 211-18) y García Única (2008: 45-181 y 2011: 132-44).
Una historia exhaustiva de las formas de comunicación de la literatura en Occidente hasta la Edad Media sobrepasa con mucho el alcance de este libro y la capacidad de su autor.2 El esbozo a gruesas pinceladas que se ofrece a continuación es, pues, necesariamente parcial, esquemático y meramente expositivo.3 Su objetivo es proporcionar un contexto histórico tanto a la problemática teórica sobre la función de la letra y de la voz en la producción y comunicación literarias de épocas pasadas que se expondrá en el segundo capítulo, como a lo que se dirá a partir del tercero sobre los poemas del mester de clerecía.
Composición oral, transmisión vocal y recepción auditiva dominan todos los ámbitos de la comunicación en la Grecia arcaica. Hacia el siglo VIII a. de C., se introduce la escritura alfabética, que se va extendiendo poco a poco hasta normalizarse y generalizarse hacia el siglo V a. de C. Platón (427-347 a. de C.) muestra recelos por la fijación que tal escritura imponía a una comunicación hasta entonces dominada por la voz y el oído. Para él, los textos escritos no hacen sino repetir una y otra vez lo mismo (Fedro, ed. Fowler 1914: 565) y, por tanto, no son aptos para transmitir el conocimiento, que se adquiere a través de la conversación hablada, en la que emisor y receptor pueden ir variando la forma y el contenido del mensaje.4
Según Jack Goody e Ian Watt (1996: 61), Platón se encontraba escindido entre su propio modo de operar lógico-racional, crítico, analítico y asociado con la escritura, por un lado, y la nostalgia de un pasado absolutamente oral, vocal y acústico, por otro. A pesar de ello, parece que los temores del filósofo, pionero de una larga lista de intelectuales que refunfuñan ante la novedad, no eran del todo fundados y que no sólo las composiciones orales, sino también los textos escritos de cualquier índole estuvieron puestos al servicio de la transmisión a través de la voz durante toda la Antigüedad (Svenbro 1998: 60 y 93). La propia evidencia textual conservada apunta en este sentido (Balogh 1927).5 A esto habría que añadir el carácter poco favorable para una lectura puramente individual, visual y rápida tanto de las materias sobre las que se escribía (cortezas de árboles —byblos, liber—, hojas de palmera, piedra, arcilla, tela, cuero, tablillas de cera, papiro, etc.), como del soporte material más habitual de la escritura (los rollos —kylindros, volumen—) y del tipo de escritura utilizado (la scriptio o scriptura continua). En cuanto a los productos hoy considerados literarios, en repetidas ocasiones se ha señalado el carácter retórico de los mismos, que casi pide la vocalización. De hecho, ésta adquiría en algunos casos rasgos casi teatrales. Esto ocurre, claro es, con los géneros dramáticos como la tragedia, que, según nos informa Aristóteles (384-22 a. de C.) en su Poética, constaba de argumento, personajes y pensamiento, pero también de dicción (o sea, de la expresión del pensamiento mediante el lenguaje), melodía (ritmo, música, canto) y espectáculo (ed. Richter 1998b: 46-47). La poesía épica, por su parte, carecía de música y de espectáculo, pero no de dicción (1998b: 60), que, sin embargo, no debía ser excesivamente brillante (1998b: 61) y, en todo caso, tenía que ajustarse a la caracterización de los personajes (1998b: 58). En el Ion, Platón se refería al canto como parte constituyente de la recitación de la épica y de otras composiciones poéticas por parte de actores y rapsodas (ed. Richter 1998a: 33).
Ante este panorama dominado por la difusión vocal y la recepción acústica, se ha debatido si en Grecia llegó a existir la lectura visual, rápida y silenciosa. Josef Balogh (1927) y Marshall McLuhan (1993: 128-30) vinieron a negar su existencia. Bernard Knox (1968), sin embargo, aporta dos ejemplos en los que parece demostrada ya en el siglo V a. de C. en Atenas.6 En la centuria siguiente, Knox (1968: 432-33) observa que en Safo, de Antífanes, aparece una adivinanza en la que se pregunta qué es de naturaleza femenina y tiene hijos que, aunque sin voz, pueden hablar a quienes están lejos, sin que las personas que estén alrededor del destinatario del mensaje los puedan oír. La respuesta es ‘la carta’, de género femenino y con hijos (letras) que hablan a los ausentes. Guglielmo Cavallo y Roger Chartier (1998: 21) señalan la aparición, hacia la misma época, del verbo dielthein, ‘recorrer’, para designar un tipo de lectura más visual, que recorre el texto escrito. Este tipo de lectura parece darse, sin embargo, más para documentos particulares, cartas y mensajes contenidos en tablillas de cera, que para los productos que hoy consideramos literarios.
Jesper Svenbro (1998: 80-87) apunta dos factores que pueden haber contribuido a la aparición de la lectura visual y silenciosa hacia el siglo V a. de C. Por un lado, la proliferación de la producción escrita a partir de esta centuria; por otro, la experiencia teatral, que separa, a la vista del receptor, el texto escrito del emisor vocal (visto hasta entonces como mera prolongación del texto). La lectura visual y silenciosa empieza a aparecer representada de manera abundante en el arte estatuario durante la época helenística. Ahora bien, esta lectura:
siguió siendo un fenómeno marginal, practicada por profesionales de la palabra escrita [...] como si fuera imposible borrar la razón primordial de la escritura griega: producir sonido, no representarle. (Svenbro 1998: 93)
Con todo, la normalización del alfabeto griego en el siglo V a. de C. contribuye a que, a partir de ese momento, se multiplique la producción escrita. Tanto Platón como Aristóteles eran, al parecer, poseedores de nutridas bibliotecas privadas (Dahl 1982: 29; Millares Carlo 1971: 227). Y legendaria es la de Alejandría, cuya creación se inicia en el siglo III a. de C. y cuyos fondos, en sus distintas dependencias, se cifraban en unos 750.000 rollos en el momento de la destrucción por Julio César, a mediados del siglo I a. de C., de su sede principal en el Museo (Millares Carlo 1971: 228-30; Dahl 1982: 26-29). Si las cifras son ciertas, habrá que esperar milenios hasta la aparición de otra biblioteca similar. Con todo, se ha señalado (Cavallo y Chartier 1998: 22) que la biblioteca de Alejandría, a pesar de su aspiración universal, no era una biblioteca de lectura, sino más bien una manifestación de ostentación y, en el sentido etimológico, un almacén de libros al alcance de muy pocos eruditos. En cualquier caso, su creación generó una escuela impresionante de práctica filológica textual y, por ende, una atención al texto escrito inédita hasta entonces.
Por su parte, hacia el siglo II a. de C. Roma parece haber adoptado ya de Grecia tanto el aspecto físico del soporte material básico de la escritura (el rollo o volumen), como ciertas prácticas de recepción de las producciones escritas (Cavallo y Chartier 1998: 25; Cavallo 1998: 97-98). En este sentido, se ha dicho que en Roma se fue formando un público literario no muy amplio, pero sí:
una minoría tan numerosa que puede ser vehículo —oyente o lector— de la literatura [...]. Esta minoría numerosa existió en la antigüedad clásica ya en el ámbito ateniense, probablemente desdes el siglo V, y a partir del siglo III en el helenístico-alejandrino. En Roma se formó tardía y lentamente; no aparece ostensiblemente hasta el final de la República. (Auerbach 1969: 231)
Con el aumento de la producción escrita, la literatura sale del ámbito privado y de un círculo restringido de literatos. La vocalización a través de la lectura en recitationes en lugares públicos sigue siendo la forma más extendida de difusión de las obras en Roma, y no estaría exenta, seguramente, de una gesticulación que la acompañaría, según prescribía la actio retórica (Cavallo 1998: 110-12). La actuación musical, la representación teatral y la recitación también se daban para distintos géneros. En cualquier caso, aparece una clase lectora (el vulgo, la plebs), que va más allá de los círculos estrictamente literarios y que se extiende por las provincias.12 La mujer queda incorporada a ese público, algo que no se apreciaba, de forma tan generalizada y explícita al menos, en Grecia. Así, Ovidio, por ejemplo, dedica a las muchachas el tercer libro del Arte amatoria, con el que pretende convertirse también en el maestro de «mea turba, puellae», y no sólo de los muchachos, a los que iban dirigidos los dos primeros libros (Arte amatoriaIII, vv. 811-12; ed. Ciruelo 1983: 210). Surge una especie de ansiedad lectora que puede llegar a ser ya, a veces, objeto de mofa y parodia: Marcial (h. 40 d. de C.-h. 104 d. de C.) se la atribuye a Ligurino, poeta pesado, de quien se queja porque «et stanti legis et legis sedenti, / currenti legis et legis cacanti» (EpigramasIII, 44, vv. 10-11; ed. Shackleton Bailey 1993, I: 230). Es evidente que se trata de un autor-lector en voz alta que persigue al yo lírico por todas partes, pues éste le dice a Ligurino: «sonas ad aurem»; y culmina el epigrama siguiente, sobre el mismo poetastro, con un «tace» (EpigramasIII, 44, v. 12, y 45, v. 6, respectivamente; ed. Shackleton Bailey 1993, I: 230 y 232).
A esta ampliación del público receptor corresponde también, al parecer, una diversificación de las modalidades y contextos de recepción. Así, Cavallo (1998: 113) señala que, además de la recepción acústica de textos leídos en voz alta en espacios públicos, se daría en Roma y en las provincias una lectura individual musitando las palabras y una lectura doméstica, ejercitada por un lector, esclavo o liberto, o por el propio autor. Eric Auerbach (1969: 237) consideraba que sólo el género epistolar en prosa y la novela se destinaban a este tipo de lectura privada o semiprivada, aunque, seguramente, habría que ampliar el tipo de obras así recibidas. Además, como en Grecia, la lectura silenciosa también existiría, pero sería poco frecuente; y no indicaría necesariamente una técnica avanzada de lectura, sino que podría responder a factores tales como el estado físico o de ánimo del receptor (Cavallo 1998: 113). Seguramente, esta práctica sería también más habitual entre los profesionales de la escritura.13 De hecho, Quintiliano señala que el aprendizaje de la lectura es un proceso muy lento que, en última instancia, desemboca en la capacidad, dificilísima de adquirir, de que el ojo recorra el escrito un poco por delante de la voz que lo pronuncia.14 Sea como fuere, parece atestiguada la práctica de una lectura, si no totalmente silenciosa, sí rápida, al menos de documentos contenidos, como ocurriera en Grecia, en tablillas de cera (el soporte material predecesor del códice) y no en rollos.
En este sentido, acabamos de ver cómo Ovidio y Marcial, entre otros, apostrofan a un tú receptor singular, al que a menudo se refieren con el nombre de lector. Cabría la posibilidad de que este tú fuese lector en un doble sentido, a la vez receptor visual de las composiciones y emisor vocal de las mismas, bien para sí mismo o bien para otras personas que asistirían a un acto de lectura en voz alta. Pero también sería posible que se tratase de un lector visual o de la individualización de un oyente, inserto en un público más amplio, que recibe la obra a través del oído. En este sentido, nos encontramos también con toda una serie de obras dirigidas bien a un receptor a quien el autor se refiere, utilizando una doble fórmula, como lector uel/aut auditor o lector et auditor, bien a un receptor cuya actividad se caracteriza como legere uel/aut/et audire. Marcial, por ejemplo, asegura que «lector et auditor nostros probat [...] libellos / sed quidam exactos esse poeta negat» (EpigramasIX, 81, v. 1; ed. Shackleton Bailey 1993, II: 302).15 La interpretación de esta doble fórmula, que, en principio, parece indicar dos modos diferentes de emisión y/o de recepción de las obras, ha sido debatida.16 En el caso de la expresión con la conjunción copulativa, podemos pensar (como, quizá, sugiera el uso de la tercera persona del singular en el ejemplo de Marcial) que el receptor aludido podría ser un lector individual que lee visualmente pero pronuncia las palabras (y, por tanto las oye) casi al mismo tiempo; o que alude a un solo individuo que utilizaría dos modos diferentes de acceder a las obras en dos momentos distintos (en uno mediante la lectura visual y en otro mediante la participación en un acto público o privado de vocalización); o bien que el narrador-autor se refiere al emisor vocal y al receptor acústico como personas distintas y que la concordancia verbal se da con uno solo de los dos elementos que componen del sujeto. En el caso de que la conjunción que une los términos de la expresión sea disyuntiva, se podría pensar en dos modos posibles de recepción de la obra (lectura visual o recepción acústica), practicados por dos tipos de receptores diferentes en distintos contextos de recepción; pero también sería posible que el autor se estuviera refiriendo tanto al lector en voz alta (es decir, al emisor vocal de la obra) como al receptor acústico al mismo tiempo. Y siempre cabría la posibilidad de que ambas expresiones fueran clichés exentos de significado o de que no hubiera ninguna diferencia entre ellas.17
Todo esto parece apuntar en Roma a una multiplicidad de formas posibles, más o menos usuales, de transmisión y de recepción de la literatura y, en general, de los textos escritos. Algunos datos externos vendrían a corroborar esta variedad. Así, se tiene noticias de la existencia y expansión del comercio de libros a partir de la época de Cicerón (Dahl 1982: 36-41; Millares Carlo 1971: 54-55). El librero (bibliopola), productor y vendedor de libros, tenía a su servicio esclavos especializados (librarii) que podían llegar a producir hasta mil copias de un mismo texto. Los potentados tenían, asimismo, talleres de copia privados. Las primeras bibliotecas privadas son de conquista y ostentación, pero pronto se convierten en parte del otium señorial, cosa que ocurre ya hacia el siglo I a. de C. (Cavallo 1998: 99-101). En Hispania se tienen noticias de la existencia de bibliotecas privadas en una media docena de ciudades (Escolar Sobrino 1998: 13); la primera pública que se conoce es la de Asinio Polión en el siglo I a. de C. (Millares Carlo 1971: 231-34). Luego Augusto (siglo I a. de C.) y Trajano (siglo I d. de C.) construirían monumentales bibliotecas públicas en Roma (la Octaviana y la Palatina, el primero; la Ulpia, el segundo). Fuera de Roma la más notable, aunque tardía, es la de Constantinopla (siglo IV d. de C.).
El auge en la producción de libros y la proliferación de bibliotecas privadas y públicas tienen su correlato también en las transformaciones del libro como objeto material. Cavallo (1998: 107) ha señalado cómo, hasta los siglos II y III d. de C., leer un libro equivalía a leer un rollo o volumen. Esta apariencia física limitaría la capacidad de movimientos del lector o del emisor vocal, que tendría ocupadas las dos manos, y haría difícil una lectura de consulta, facilitando, quizá, la vocalización de lo escrito (Cavallo 1998: 108). La práctica de la scriptio continua y de formas de escritura que no separaban las palabras mediante espacios claramente perceptibles al ojo favorecería también, según Paul Saenger (1997: 7 y 298), la vocalización y explicaría, quizá, la dificultad que atribuía Quintiliano a la actividad de la lectura en la que el ojo debía recorrer primero lo que la boca pronunciaba después, sin ayudas gráficas que delimitaran el campo visual. El paso del rollo o volumen al codex, el libro con páginas, cuyo precedente formal se encontraba en las tablillas de cera, y la paulatina sustitución del papiro por el pergamino (membrana) como material sobre el que se escribía también podrían haber tenido su efecto en la recepción de lo escrito. Así, resulta significativo que, en todos los casos anteriormente citados en que parece sugerirse una lectura ocular rápida, ésta se refiere, como ocurría en Grecia, a escritos contenidos en tablillas de cera, no en rollos, que la dificultarían enormemente. Es, asimismo, digno de reseñar que la tarea de copia, en los talleres de los bibliopolas o en los establecimientos privados, era prácticamente siempre al dictado, pues resulta muy difícil copiar visualmente de un rollo. En cuanto al material sobre el que se escribía, el uso de la piel de animales es muy anterior al siglo II a. de C., cuando adquiere forma definitiva la biblioteca de Pérgamo. Sin embargo, es posible que en su perfeccionamiento y triunfo definitivo jugase un papel importante esta biblioteca, donde por primera vez se utilizó de forma masiva, quizá debido a la prohibición de exportar papiro impuesta en Egipto a raíz de las quejas de su biblioteca rival, la de Alejandría. Es posible, además, que el pergamino resultara más barato que el papiro. En cualquier caso, el pergamino permitía una producción continua en cualquier zona geográfica no dependiente de la importación de papiro y, al ser más resistente que éste, posibilitaba el uso de las dos caras del folio para la escritura y ofrecía una mayor durabilidad. El pergamino no resultaba apto para los rollos por su rigidez, pero era óptimo para los códices, ya que sí permitía el doblado. En éstos se utilizó el papiro esporádicamente, pero el pergamino se impuso rápidamente.
El codex, pues, podía contener mucho más texto que el rollo. Además, facilitaba la localización de la materia, posibilitaba una lectura más móvil desde un punto de vista físico, al liberar una de las dos manos, y permitía una reorganización de los contenidos del libro con la contención de más de una obra en el mismo objeto material. Marcial habla maravillas de la novedad del códice de pergamino y recomienda al comprador de sus poemas que adquiera libros «quos artat brevibus membrana tabellis», alabando la enorme capacidad de almacenamiento de lo escrito del códice de pergamino (EpigramasI, 2; ed. Shackleton Bailey, 1993, I: 42).18 Marcial parece dar a entender, asimismo, que el códice, de tamaño reducido, permitiría una lectura más ágil y libre. El cristianismo vendrá a darle un impulso definitivo hacia los siglos II y III d. de C. La compresión y reorganización del texto escrito que supone el códice provoca la creación de toda una serie de convenciones editoriales (Cavallo 1998: 129-30): nuevos tipos de escritura; títulos iniciales y finales; el sistema de incipit / explicit insertos en el propio texto para marcar el inicio y final de una misma composición; paginación; ornamentación e ilustración; etc. Paralelamente a estas convenciones, el códice va adquiriendo mayor tamaño. Se abren así las puertas hacia un tipo de lectura más fragmentario, por segmentos, frente a la lectura panorámica del rollo (Cavallo 1998: 131), lectura que, sin embargo, no se impondrá hasta mucho más tarde. Y es que a este auge del códice y de sus potencialidades corresponden cronológicamente la desintegración del Imperio romano y un descenso en la alfabetización, con la progresiva diversificación del latín en los distintos vernáculos. Estos factores acaban por provocar la desaparición del público receptor de literatura relativamente amplio que acabamos de describir, un público que ya se habría desintegrado hacia los siglos V o VI de nuestra era (Auerbach 1969: 245). La recepción del latín como lengua escrita va quedando cada vez más reducida al ámbito religioso, se atomiza en diversos centros de saber y carece de las connotaciones de lectura recreativa, del otium, que tenía en Roma, convirtiéndose en una lectura de formación espiritual y moral. Como apunta Cavallo:
de una lectura libre y recreativa se pasaba a una lectura orientada y normativa. El «placer del texto» fue sustituido por una labor lenta de interpretación y de meditación [...]. El códice paulatinamente se había convertido [...] en el instrumento del tránsito de una lectura «dilatada» de numerosos textos –difundidos entre un público variado y estratificado, como era el de los primeros siglos del Imperio– a una lectura «intensiva» de pocos textos, sobre todo la Biblia y el Derecho, leídos, releídos y leídos de nuevo. (1998: 132-33)
Poco a poco, pues, el ámbito de las instituciones religiosas se convierte en el principal (y prácticamente único) contexto receptor y transmisor de la literatura de la Antigüedad y en el primordial foco productor de nuevas obras, de inspiración religiosa, moralizante y didáctica en su mayor parte. La recepción de la literatura adquiere una función utilitaria, subordinada a la adquisición de conocimientos lingüísticos, morales y espirituales. Se reduce el número y la gama de obras que se consumen. La progresiva evolución del latín y su diversificación en los distintos vernáculos determinan también en buena medida los procesos receptivos, que, al parecer, adquieren modalidades un tanto diferentes en función del sustrato lingüístico de cada zona. En efecto, como señala Walter Ong (1984: 6), llega un momento en que el latín se convierte en una lengua básicamente textualizada, que se hablaba sólo después del aprendizaje de su escritura.
De forma muy general, las modalidades en que se produce la recepción literaria a lo largo de la Edad Media Latina han sido divididas en dos grandes etapas (Petrucci 1999: 183-96; Cavallo y Chartier 1998: 30-34; Parkes 1998; Hamesse 1998). En la Alta Edad Media se practicaba una forma de recepción de lo escrito pausada y lenta, meditada, rumiada. Se accede a pocas obras, que se consumen de cabo a rabo una y otra vez. A partir de finales del siglo XI y, sobre todo, del XII, con el proto-escolasticismo y el escolasticismo, se pasa a una recepción de un número mayor de obras, pero de forma más fragmentaria y rápida, con menos tiempo para la asimilación, un tipo de recepción que se consolidará a lo largo de los siglos XIII y XIV. La vista cobra cada vez más importancia, aunque sin descartar nunca al oído, y se favorece un acceso en diagonal a los textos.
Para la Alta Edad Media, Armando Petrucci (1999: 184) distingue tres tipos posibles de recepción en los centros religiosos: la lectura privada en silencio; la lectura privada en voz baja, susurrando las palabras, base de la ruminatio meditativa, de la manducatio de la palabra; y la recepción grupal auditiva a través de la difusión de los textos mediante una lectura en voz alta por parte de un lector (en el refectorio, en la celebración de los oficios divinos y, quizá, en las escuelas monásticas).
En cuanto a la primera forma de recepción, la lectura ocular en silencio, hemos visto que ya debía de existir en la Antigüedad, pero que su práctica no parece haber sido muy corriente. Lo mismo podría decirse del período inmediatamente posterior. Así, el ejemplo al que se vuelve una y otra vez resulta problemático. San Agustín (354-430), en sus Confesiones (VI, 3), señala que San Ambrosio «rumiaba» (ruminaret) el pan de Cristo «con la boca interior de su corazón» (occultum os eius, quod erat in corde eius).19 En el escaso tiempo libre que le dejaban sus ocupaciones, Ambrosio, obispo de Milán, se retiraba a sus dependencias privadas, que siempre dejaba abiertas, donde
se dedicaba a reparar el cuerpo con el sustento necesario o el alma con la lectura (lectione). Cuando leía, sin pronunciar palabra ni mover la lengua, pasaba sus ojos sobre las páginas, y su inteligencia penetraba en su sentido (cum legebat, oculi ducebantur per paginas et cor intellectum rimabatur, vox autem et lingua quiescebant) [...]. Cuando yo entraba a menudo a verle, le hallaba leyendo en silencio, pues nunca lo hacía en voz alta (eum legentem vidimus tacite et aliter numquam). Me sentaba a su lado sin hacer ruido —pues ¿quién se atrevería a molestar a un hombre tan absorto?— y pasado un tiempo me marchaba [...]. Sospecho que leía así por si alguno de los oyentes, suspenso y atento (auditore suspenso et intento) a la lectura, hallaba algún pasaje oscuro en el libro que leía (ille quem legeret), exigiéndole que se lo explicara (exponere) u obligándole a exponer (dissertare) las cuestiones más difíciles [...]. Aunque quizá la razón más fuerte para leer en voz baja era la conservación de su voz (causa servandae vocis [...] poterat esse iustior tacite legendi), pues se ponía ronco con suma facilidad. Cualesquiera que fueran sus razones, ciertamente eran buenas. (Traducción española, en Rodríguez de Santidrián (ed.) 1990: 144-45; interpolaciones latinas entre paréntesis, en Simonetti et al. (eds.) 1993, II: 96)
El pasaje ofrece más de un problema interpretativo. Parece evidente que San Agustín se admira ante la práctica de San Ambrosio (a la que se llama lectio), no tanto (Carruthers 1990: 171 y 330) por lo inusitada, como por el hecho de que el obispo de Milán leyera siempre de esa manera.20 Además, también es claro que alaba las ventajas de tal práctica, pues permitía a San Ambrosio abstraerse de todo lo que le rodeaba (que era mucho) y escudriñar interiormente y sin distracción el contenido del mensaje. Sin embargo, dudo que aquí se esté aludiendo a una lectura puramente silenciosa, como la que hoy en día practicaría «un lector que estuviera sentado con un libro en un café frente a la iglesia de San Ambrosio en Milán, leyendo, tal vez, las Confesiones de san Agustín» (Manguel 2001: 68-69).21 La versión española traduce tacite legere ora como ‘leer en silencio’, ora como ‘leer en voz baja’; y vox et lingua quiescebant se interpreta como ‘sin pronunciar palabra y sin mover la lengua’, cuando podría querer decir, simplemente, que la voz y la lengua de San Ambrosio reposaban, sin que sea necesario suponer un enmudecimiento total. Lo único que el texto de San Agustín implica es que los que se encontraban alrededor de Ambrosio no podían entender lo que éste decía, no que leyera en absoluto silencio. En este sentido, Jorge Luis Borges ya vio que de lo que se está hablando aquí es del «arte de leer en voz baja» (1976: 112), aunque, a la luz de los datos aportados arriba, exagerara diciendo que San Ambrosio fue el primero en practicarlo y romantizara mucho las implicaciones posteriores de esta práctica. Como señala Carruthers (1990: 171), en este pasaje se distingue entre una actividad emisora, la pronuntiatio (la lectura en voz alta del oficiante religioso, del maestro o de quien ostenta el conocimiento a uno o más oyentes, que pueden hacer preguntas); y otra receptora, la meditatio personal, interior, que es la que practica San Ambrosio. El hecho de que se pronunciaran o no las palabras no parece excesivamente significativo, pues, al fin y al cabo, incluso hoy en día, en la práctica de la lectura silenciosa, se produce un movimiento de las cuerdas vocales (Chaytor 1945: 6; McLuhan 1993: 136).22 Sí es llamativo, no obstante, el enorme grado de concentración que supone lo que está haciendo San Ambrosio, concentración que le permite captar el significado último del texto escrito y que, como veremos, al parecer resultaba difícil de alcanzar.
Una distinción semejante entre lectura como proceso receptor privado y como actividad emisora ante una comunidad queda establecida de modo explícito un poco más tarde por Casiodoro (h. 490-583), fundador de Vivarium. Como indica Petrucci (1999: 184), en su «Prefacio» a De institutione divinarum litterarum Casiodoro establece una diferencia entre la sedula lectio y la simplicissima lectio (ed. Migne 1995, 70: 1109). La primera actividad receptora es intensiva, interior y privada (solitaria o realizada con la ayuda de unos pocos colaboradores), y permite atravesar inmediatamente el sentido de los textos. La segunda es más bien una actividad de emisión vocal y de recepción acústica grupal, apropiada para los monjes menos cultivados.
En este sentido, Malcolm Parkes (1998: 137) señala cómo la hermenéutica de la recepción del texto escrito en la Alta Edad Media seguía la de la Antigüedad y abarcaba la lectio o desciframiento del texto (discretio) mediante el análisis de sus componentes gramaticales para poder leerlo en voz alta (pronuntiatio); la emendatio o corrección del texto; la enarratio o análisis de sus características retórico-literarias y semánticas; y el iudicium o valoración de sus cualidades estéticas y de contenido. La habilidad de San Ambrosio, de San Agustín y de Casiodoro parece haber consistido en poder realizar todo este complejo proceso de forma fluida, acortando así el largo camino que va del texto escrito a la mente, un camino que, típicamente, había de entrar por los ojos o los oídos, salir por la boca y volver a entrar por el oído repetidas veces hasta ir quedando fijado en el intelecto. San Isidoro de Sevilla (h. 562-636) muestra ya una conciencia de la autonomía entre la palabra escrita y la hablada, al considerar las propias letras como símbolos de las cosas (Parkes 1993: 20-23 y 1998: 143), un requisito previo para que se produzca la conexión entre escritura y mente indispensable para un acceso más rápido a los textos (requisito que ya encontrábamos en la Grecia del siglo IV a. de C. en la adivinanza de Antífanes aludida en el apartado anterior). Así, San Isidoro señala:
litterae autem sunt indices rerum, signa verborum, quibus tanta vis est, ut nobis dicta absentium sine voce loquantur. [Verba enim per oculos non per aures introducunt]. (EtimologíasI, 3, 1; ed. Oroz Reta et al. 1982-83, I: 278)23
La Regla de San Benito (h. 540) pone también de relieve una distinción entre un tipo colectivo de emisión vocal y de recepción puramente acústica de los textos religiosos (en el refectorio, en los oficios divinos), por un lado, y la práctica de la lectura privada, que debía hacerse de forma absolutamente individual, pero que, de lo que puede deducirse, suponía vocalización. Así, en el capítulo 48, se señala que los hermanos deben ocuparse todos los días durante cierto tiempo en labore manuum y en lectione divina. Desde Pascua hasta el primero de octubre se determina que los monjes:
ab hora autem quarta usque hora qua sextam agent lectioni vacent. Post sextam autem surgentes a mensa pausent in lecta sua cum omni silentio, aut forte qui voluerit legere sibi sic legat, ut alium non inquietet. (Ed. Monjes de la Abadía de Glenstal y Holzherr 1994: 229)
Desde el primero de octubre hasta la Cuaresma se prescribe que los hermanos:
usque in hora secunda plena lectioni vacent [...]. Post refectionem autem vacent lectionibus suis aut psalmis. (Ed. Monjes de la Abadía de Glenstal y Holzherr 1994: 229)
Sin embargo, durante la Cuaresma:
a mane usque tertia plena vacent lectionibus suis [...]. In quibus diebus quadragesimae accipiant omnes singulos codices de bibliotheca, quos per ordinem ex integro legant; qui codices in caput quadragesimae dandi sunt. Ante omnia sane deputentur unus aut duo seniores qui circumeant monasterium horis quibus vacant fratres lectioni, et videant ne forte inveniatur frater acediosus qui vacat otio aut fabulis et non est intentus lectioni, et non solum sibi inutilis est, sed etiam alios distollit. (Ed. Monjes de la Abadía de Glenstal y Holzherr 1994: 229)
Si se encuentra un monje así, habrá que corregirle y, si persiste en su actitud, castigarle para ejemplo de los demás. En cuanto a los domingos, se prescribe que:
lectioni vacent omnes, excepto his qui variis officiis deputati sunt. Si quis vero ita neglegens et desidiosus fuerit, ut non velit aut non possit meditare aut legere, iniungatur ei opus quod faciat, ut non vacet. (Ed. Monjes de la Abadía de Glenstal y Holzherr 1994: 229-30)
La Regla de San Benito hace, pues, hincapié en ese tipo de recepción privada a través de la lectura en voz baja, requisito previo de la meditación. Además, se pone de relieve la dificultad, a la vez que la necesidad, de alcanzar el grado de concentración necesaria (el monje ha de estar intentus lectioni) para realizar tal tipo de lectura, de manera que no se moleste a los demás y se pueda captar el significado último del texto. Nos encontramos, pues, ante una lectura reposada, lenta, hecha de cabo a rabo, de principio a fin (per ordinem ex integro), de una cantidad de texto muy reducida (a cada hermano se dará singulos codices una vez al año, al parecer). Se trata de rumiar la palabra de Dios hasta exprimir al máximo su sentido espiritual, y digerirla y asimilarla por completo en el intelecto, como se pone de relieve, por ejemplo, en uno de los sermones atribuidos a San Agustín:
Et [...] lectiones divinas [...] et legere et audire debetis, ut de ipsis in domibus vestris, et ubicumque fueritis, etiam loqui et alios docere possitis, et verbum Dei, velut munda animalia, cogitatione assidua ruminantes, utilem succum, id est, spiritualem sensum, et vobis sumere. (Ed. Migne 1995, 39: 2022)
El contenido de las obras debe rumiarse, repetirse una y otra vez hasta llegar al intelecto y, a partir de ahí, ser almacenado en la memoria.24 Y en la Edad Media, junto a métodos mnemotécnicos eminentemente visuales (como los que se han apuntado de Quintiliano y los que aparecerán, sobre todo, con el escolasticismo), la repetición vocal-auditiva parece haber desempeñado un papel fundamental (Carruthers y Ziolkowski 2002: 1-23).
Este sermón atribuido a San Agustín incluye la doble fórmula legere et audire, que parece poner de relieve la persistencia de diversos tipos de recepción que necesitan tanto de la vista como del oído (Green 1994: 178). Un recorrido a través de los 221 tomos de la base de datos electrónica de la Patrología latina (Migne 1995), que recoge obras principalmente de entre 200 y 1216, ofrece la siguiente frecuencia de aparición de las diversas modalidades de la doble fórmula:25
Predomina la fórmula con las conjunciones disyuntivas (76 apariciones, frente a 17 con la conjunción copulativa). Los casos en que el primer elemento es legere/lector son, asimismo, más abundantes (62 apariciones frente a 31 que empiezan por audire/auditor). La frecuencia de aparición de estas expresiones parece bastante constante a lo largo de todo el período cubierto. En el apartado anterior, se ha apuntado, respecto de la literatura latina, lo problemático de la interpretación de esta doble fórmula. Lo mismo ocurre con los textos patrísticos. No obstante, llama la atención una serie de aspectos. En primer lugar, el lector ya no es calificado de amice o delicate; para San Jerónimo (h. 342-420), San Agustín, Pedro el Venerable (h. 1092-1156), Juan de Salisbury (h. 1115-80) o Felipe de Harvengt (fines del siglo XII) es pudicus, pudicus et religiosus, prudens, sobrius, devotus o peritus. El cambio de orientación de la literatura parece evidente. En segundo lugar, y sin pretender otorgar un carácter definitivo a esta afirmación, la fórmula con la conjunción copulativa parece hacer referencia más bien a una actividad receptora individual a través de la lectura privada en voz baja. Así, en la Alia vita Sancti Bonifacii de Othlonus Sancti Emmerammi Ratisponensis, se lee:
nos quoque in hoc terminum ponamus libelli praesentis, quatenus ad tempus cessante labore, legendi lector et auditor vires possit reparare. (Ed. Migne 1995, 89: 653)
La concordancia del verbo possit es en tercera persona del singular, como ocurría con el ejemplo de Marcial aducido en el apartado anterior, lo que podría querer indicar que lector et auditor eran una misma persona que leía y, pues pronunciaba las palabras, oía también el texto; o bien que accedería a la obra de dos modos diferentes en distintos momentos. Por contra, y en tercer lugar, algunas de las citas con la conjunción disyuntiva parecen apuntar hacia audire y legere como dos actividades bien delimitadas (receptora la primera, predominantemente emisora la segunda), realizadas por dos personas diferentes, el receptor (auditor) y el emisor vocal (lector). Así ocurre, por ejemplo, en el «Prólogo» de la Vita Sancti Aldegundis