Tratado político - Baruj Spinoza - E-Book

Tratado político E-Book

Baruj Spinoza

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Último escrito, inconcluso, de Baruj Spinoza (1632-1677), el «Tratado político» es continuación de la «Ética» al aplicar a la política la ontología de esta obra mayor, radicalizando su inmanentismo para producir una teoría científica de la política. Siguiendo el impulso materialista de Nicolás Maquiavelo, Spinoza presenta una crítica del absolutismo monárquico y de la aristocracia. Al liberar lo político de la esfera religiosa, abre la posibilidad de pensar la identidad fundamental de política y democracia en un contexto secularizado.

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Tratado político

Baruj Spinoza

Tratado político

Edición de Juan Domingo Sánchez Estop

ColecciónTorre del Aire

 

 

 

 

Título original: Tractatus politicus

© Editorial Trotta, S.A., Madrid, 2023

© Juan Domingo Sánchez Estop, edición, 2023

Ilustración de cubierta: Retrato de Baruj Spinoza, en Opera Posthuma (1677)

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-229-1www.trotta.es

ÍNDICE

Introducción: Juan Domingo Sánchez Estop

TRATADO POLÍTICO

Carta del autor a un amigo que puede servir de prefacio al presente Tratado político

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Índice analítico

INTRODUCCIÓN

Juan Domingo Sánchez Estop

1

El Tratado político es la última obra de Baruj Spinoza. Tal vez sea aún hoy uno de sus escritos menos conocidos, pues su contenido ha solido considerarse redundante respecto al de las grandes obras como el Tratado teológico-político o la Ética, debido a que su teoría política no se acertaba a distinguir de la del Tratado teológico-político y su ontología se consideraba como una mera versión resumida de la expuesta en la Ética. Esta obra postrera es, por lo demás, un texto inconcluso debido a la muerte del autor, según los editores de las Opera Posthuma1, aunque no quepan descartarse como causas de su inacabamiento determinadas dificultades internas al propio texto. El Tratado político es, con todo, una obra singular en la que Spinoza pretende aplicar a la política la ontología de la Ética poniendo su empeño en producir una teoría científica de la política. La aplicación de la ontología a la política se justifica plenamente en el contexto spinoziano, pues la filosofía de la Ética es una afirmación radical de la univocidad del ser y la más completa negación de toda jerarquía ontológica. Las sociedades humanas y sus estructuras jurídico-políticas son, de pleno derecho, componentes de la naturaleza y se rigen por las leyes de esta última. No es, con todo, inocente esta operación, pues produce retroactivamente efectos sobre la propia ontología, perturbándola en sus propios cimientos. La subordinación de la ontología a la práctica, ya presente en la Ética desde su propio título, se radicaliza en el Tratado político y conduce a Spinoza a un planteamiento inmanentista radical dominado por la articulación de la teoría a la práctica. La constante presencia de la práctica en la teoría obedece probablemente a la influencia, determinante en esta última obra, de Maquiavelo. El florentino no solo inspira a Spinoza desde el punto de vista de la teoría política, sino que determina en gran medida la práctica de la filosofía del propio Spinoza. La filosofía de Spinoza, como señalan Filippo del Lucchese y Vittorio Morfino2, continúa y radicaliza el impulso materialista maquiaveliano dando a la teoría un efecto inmediatamente práctico, haciendo de ella con plena conciencia un texto históricamente determinado a la vez que un determinante histórico. El tratado que aquí presentamos no es, por consiguiente, como tampoco lo es la Ética, una obra ajena a la historia y a la vida real. En él está muy presente la coyuntura política de su composición, más allá de la «abstracción» de los primeros capítulos o del formalismo «estadístico» del tratamiento de los distintos regímenes. Si no se presenta formalmente como un «manifiesto», como lo hiciera el Tratado teológico-político3, Spinoza es evidentemente consciente de la función que podría tener su obra en la coyuntura concreta marcada por la caída de la oligarquía republicana de los hermanos De Witt y el ascenso del absolutismo de los Orange. Los capítulos sobre la monarquía en los que intenta Spinoza demostrar que todo absolutismo es mera apariencia o ilusión, así como los dedicados a la aristocracia y a las causas de su degeneración, apuntan a la actualidad reciente de la Holanda de su tiempo; el último capítulo sobre la democracia señala un horizonte raro y difícil, pero necesario, para toda política que aspire a la libertad.

2

El Tratado político no es el primero que dedica Spinoza a la política; antes de él escribió el Tratado teológico-político, un libro de carácter e intención muy distintos, e incluyó en la parte IV de la Ética una serie de textos breves relativos a la política y su fundamentación en los afectos (E4P30 a E4P40, más los capítulos 9 a 18 de E4Ap4). El primer tratado spinoziano sobre la política es, como hemos dicho, una obra de intervención política en la coyuntura, tal vez un intento desesperado de impedir el hundimiento de la República holandesa dirigida por los hermanos De Witt, a manos de una coalición de monárquicos partidarios de la casa de Orange y de calvinistas fundamentalistas dispuestos a implantar en toda la medida de lo posible un régimen absolutista y teocrático5. Spinoza es perfectamente consciente de la amenaza que supone esa alianza y busca, mediante una intervención filosófica en el terreno de la ideología religiosa y de la teoría política, dotarse de los medios para contribuir a deshacerla. El objetivo del Tratado teológico-político es ambicioso, pues aspira a destruir el cimiento ideológico del bloque absolutista, esto es, el vínculo entre lo teológico y lo político que domina la concepción política de la Europa moderna y que Carl Schmitt calificaría en el siglo XX como «teología política»6. Esa «teología política» es la base de una doctrina de la trascendencia del poder que se extiende a lo largo de la modernidad política occidental mucho más allá de la coyuntura holandesa y del problema del absolutismo. Por ello, la crítica spinoziana de lo teológico-político no ha perdido nada de su actualidad, pues afecta de lleno a nuestras democracias representativas, que comparten con el absolutismo, a pesar de las enormes diferencias, la matriz teológico-política de un poder político trascendente. El conocimiento de la realidad política, según Spinoza, no debe fundarse en una trascendencia religiosa, sino en la autonomía natural del deseo humano, de ahí que la unidad constitutiva de lo político no se busque en la representación que unifica desde un eje vertical lo representado, como ocurre en la teoría política moderna desde Hobbes, sino en una trama horizontal compleja de relaciones de cooperación y de nexos afectivos capaces de expresarse de manera autónoma.

3

El Tratado teológico-político parte de la ideología religiosa y de su texto fundamental para cristianos y judíos, las Sagradas Escrituras. Frente al partido de lo teológico-político, es necesario intervenir en el ámbito de la teología y de la «revelación». Spinoza realiza, por consiguiente, una interpretación novedosa de la Escritura, que rompe el círculo de la revelación según el cual la verdad del texto sagrado nos es revelada por el propio texto, que nos da a conocer al Dios veraz que lo revela. Este círculo que un Freud profundamente spinoziano analizará siglos más tarde en El porvenir de una ilusión7, representa, como puede adivinarse, un enorme instrumento de poder, pues quien afirme tener un acceso privilegiado al sujeto de la revelación, a Dios, interpretará según le convenga un texto que se presta por sus ambigüedades y sus numerosas lagunas y carencias, a las más variadas lecturas. Un poder que es poder sobre las conciencias, pero por ello mismo también poder político, pues quien es intérprete de la revelación también lo es de todo orden existente en el universo y en particular en el mundo de los hombres. Frente al círculo de la hermenéutica bíblica, Spinoza se propone aplicar al texto de la Escritura el método que aplica la —nueva— ciencia a la naturaleza, y estudiarla sin prejuicios a partir de ella misma. Hará del texto de la Escritura un espacio autónomo cuyo examen nos permitirá obtener conclusiones y enseñanzas sin necesidad de presuponer al texto una autoridad basada en su supuesto autor. La pregunta de Spinoza no será qué ha querido decir Dios a través del texto de su supuesta revelación, sino qué quiere decir el texto mismo, cuál es su verdadero sentido, antes de preguntarse si ese sentido es verdadero y divino. Del mismo modo que la ciencia moderna desde Galileo estudia la naturaleza a partir de ella misma, Spinoza interpretará la Escritura a partir del propio texto y no de una supuesta revelación conocida por teólogos o eclesiásticos. La verdad que se propone hallar Spinoza en el texto de la Escritura no es tanto una Verdad «del» texto revelada en este por un Sujeto al que se supone un Saber, sino la verdad «sobre» el texto producida por un lector racional. No es una verdad más allá de la razón, que solo algunos pueden conocer, tampoco es una verdad racional deducida de principios puramente racionales, sino una verdad compatible con la razón e interpretable desde la fe como una revelación universal, como un imperativo de obediencia a los preceptos de justicia y de caridad que son, a tenor del análisis que hace Spinoza de la Escritura, el principal contenido ético del texto sagrado. Esta centralidad de la obediencia deducida de la propia Escritura permite a Spinoza transitar de lo teológico a lo político dejando a lo político su autonomía propia. La autonomía de lo político respecto de lo sagrado no aislará, sin embargo, lo político respecto de toda instancia exterior: lo político dependerá para Spinoza, ya desde el Tratado teológico-político, pero de manera aún más inequívoca en el Tratado político, de las relaciones materiales de cooperación que sirven de base al vínculo social y de los afectos humanos con los que se tejen estas relaciones.

4

La liberación de lo político respecto de la esfera religiosa abre la posibilidad de pensar la identidad fundamental de política y democracia en un contexto radicalmente secularizado. La democracia, como forma inmediata de la cooperación, es la fundamentación material de toda política. Toda otra forma política distinta constituirá según el Tratado teológico-político una anomalía respecto de la democracia, que es a la vez norma y fundamento de todo régimen real. Como afirmará siglos más tarde el Marx spinoziano de la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel: «La democracia es el enigma descifrado de todas las Constituciones»8. La monarquía se presenta por consiguiente como una mera degeneración respecto de la norma democrática fundamental: «La democracia es la verdad de la monarquía»9. Más acá de los distintos regímenes a que se refiere el Tratado teológico-político, la democracia constituye un fundamento común a todos, pero más allá de los regímenes concretos, la democracia es un horizonte utópico, el punto necesario al que la razón, aplicada a la política, ha de hacer regresar a las sociedades históricas tras abandonar sus formas de gobierno degeneradas. En el caso concreto de la República holandesa, es claro el propósito de Spinoza de hacer que regresara a su supuesto fundamento democrático un sistema contradictorio que se había convertido en la práctica en una oligarquía liberal.

Spinoza pudo experimentar en directo el fracaso histórico del proyecto político implícito en su primer tratado10. El asesinato de los hermanos De Witt por la turba monárquica y calvinista ortodoxa condujo a Spinoza a la indignación. Como nos relata uno de sus biógrafos, el filósofo salió a la calle a enfrentarse con las masas magnicidas con un cartel en la mano en el que los definía como ultimi barbarorum, los «últimos bárbaros». Si podía hablarse de bárbaros es que existía un horizonte utópico de civilización y de democracia que oponer a estos. Si había bárbaros, sin embargo, era en realidad porque el propio pueblo era un sujeto temible capaz de destruir la libertad política asociada con el principio democrático. La idea utópica de la democracia como un régimen «natural» contrasta así con la práctica política efectiva, con la historia real. De ahí la necesidad teórica y política de rectificar esta posición y dejar de lado la utopía democrática que le sirve de base, que, ya en el Tratado teológico-político, está en tensión con el realismo político maquiaveliano que inspira elementos fundamentales de la teoría. Para ello habrá que desdibujar el límite entre los bárbaros y los civilizados, entre pasión y razón. Tal será la obra del Tratado político.

Spinoza sobrevivió a la violenta revolución absolutista gracias a la intervención de amigos que le instaron a regresar a su casa y abstenerse de una provocación suicida a las masas desatadas11. Su proyecto inicial queda políticamente derrotado: es necesario reflexionar sobre esa derrota y rectificar los planteamientos teóricos de partida violentamente refutados por la práctica. Tal es el propósito del Tratado político. Para ello es necesario cambiar de elemento: pasar del manifiesto político utópico que era el Tratado teológico-político a un examen racional y riguroso de la situación real. No se puede ya partir de la idea optimista de una democracia como fundamento y horizonte de lo político cuando la multitud ha mostrado el lado más brutal de su siempre ambigua naturaleza: la democracia, igual que el «sentido» de la Escritura, no se encuentra siempre ya realizada y debe ser construida teórica y prácticamente. La institución de la democracia requiere paciencia y resolución práctica. Frente a la democracia como norma, el Tratado político parte de la realidad efectiva de los regímenes existentes, de la monarquía y de la oligarquía, también —podemos conjeturarlo— de la democracia «real», para emprender una compleja tarea de democratización de todos estos regímenes, mostrando el carácter irreal de una monarquía que se presente como el poder de uno y de un poder de pocos sin base en la multitud, también quizá el de un gobierno de toda la multitud sin mediaciones internas y carente de límites institucionales.

El primer paso es abandonar todo horizonte utópico. Los interlocutores de Spinoza no serán ciertamente los filósofos, ni siquiera en algunos aspectos el filósofo autor del Tratado teológico-político, pues estos parten de una concepción de la naturaleza humana abstracta que comparan con la realidad de la vida de los hombres y las sociedades. De esa comparación con un arquetipo humano que representa un «deber ser» moral, más que el ser efectivo, solamente puede surgir una descalificación de lo real. De ahí que, para Spinoza, los filósofos, desde Platón a Tomás Moro y los demás utopistas —y hasta el propio Thomas Hobbes con su fundamentación racionalista del Estado— hayan escrito, más que una política, una sátira sobre la realidad de la existencia humana en sociedad. Los filósofos lamentan, vituperan, desprecian, odian la realidad efectiva al no corresponder esta con sus ideales. Los filósofos se indignan de esa no correspondencia: probablemente, en las páginas introductorias del Tratado político, el propio Spinoza esté también realizando una autocrítica del Spinoza que salió a la calle a mostrar gallarda e ingenuamente su indignación a una muchedumbre enfurecida. La falta de correspondencia entre teoría y práctica en materia política es abismal en los filósofos, pues estos colocan las pasiones humanas del lado del no ser y se condenan a despreciarlas e ignorar sus causas y efectos.

5

Queda como remedio posible al utopismo de los filósofos la experiencia efectiva de los políticos. Estos parten de un pesimismo antropológico de base que se expresa en la sentencia de Tácito, junto con Maquiavelo autor omnipresente en el texto de Spinoza: «Habrá vicios mientras haya hombres». Este juicio pesimista constituye un método más acertado para encarar la política que la censura moral o religiosa de la condición humana efectiva. Los vicios y las pasiones humanos son un horizonte material de la política, son en realidad su elemento propio. Sin embargo, Spinoza no reconocerá en las pasiones «vicios», sino dinámicas naturales y no compartirá, por ende, el pesimismo antropológico de los políticos, aunque aceptará como válidos muchos de sus consejos y observaciones. El pesimismo antropológico, que Carl Schmitt declara presupuesto de toda teoría política12, no es independiente de una concepción moralista de la política no muy alejada de la de los filósofos, pues el vicio y el mal solo existen, en efecto, como contrapunto de la norma moral. El pesimismo tiene que convertirse en realismo, dotándose de una base natural extramoral que sitúe el supuesto vicio en las dinámicas causales de la naturaleza. Como nos enseñan las cartas «sobre el mal» de Spinoza13, el Mal no existe, no porque pueda subsumirse en un supuesto bien que sirva de principio a la realidad, sino porque este Bien tampoco existe. Existen para el individuo lo bueno que ayuda a su conservación y lo malo que se opone a ella, pero no el Bien ni el Mal. El amoralismo de Maquiavelo no está aquí muy lejos. Un Maquiavelo que Spinoza nombra pocas veces a lo largo de su obra, dos de ellas en el Tratado político, pero cuya presencia en toda la obra spinoziana —y no solo la de tema político— es sobreabundante, como ha demostrado brillantemente Vittorio Morfino, siguiendo una hipótesis de Louis Althusser. El «agudísimo florentino» se nos presenta como un político, pero no solo destaca Spinoza de él su pesimismo antropológico, sino su amor por la libertad. Spinoza es uno de los primeros que reconocen en el autor de El príncipe un pensador republicano y democrático y no un defensor de los tiranos, y ello siglos antes de que lo hicieran Rousseau o Antonio Gramsci. El florentino será, en efecto, quien introduzca a la multitud en la política, no como el límite opaco de esta, como algo que la política debe superar y de la que esta deba precaverse como un exterior siempre amenazante, sino como el plano de inmanencia en el que discurre toda política real. La multitud, que era, desde Platón, el nombre de lo que amenazaba al orden político, será ahora el espacio en que los órdenes políticos se componen y se descomponen. Spinoza seguirá muy de cerca los pasos de Maquiavelo en este terreno. Queda así superado en el planteamiento del Tratado político, junto al utopismo, su correlato, el pesimismo antropológico, y se abre un espacio para el examen de las dinámicas de la multitud como horizonte ontológico de toda política efectiva. La política deja de ser un combate del bien contra el mal, una lucha por domeñar las peligrosas pasiones de la multitud, para convertirse en producción de lo colectivo a partir de estas mismas pasiones que son la trama misma de la condición humana.

Todo orden político se ordenará en torno a dos grandes ejes: la multitudo, multitud, que no es la masa indistinta y uniforme de la que parten las doctrinas totalitarias o la que inspira a las sociologías de la sociedad de consumo, sino la irreductible pluralidad de lo social; y el imperium, mando soberano o régimen político. La particularidad del spinozismo, que lo distinguirá de toda la filosofía política de su época, e incluso de la de épocas posteriores, es que el juego interno al binomio multitudo-imperium es todo él inmanente a la multitud. A la oposición entre democracia como fundamento y horizonte utópico y monarquía como degeneración sucede la oposición multitudo-imperium que supone una radicalización del inmanentismo, y el abandono de toda norma moral en favor de un plano de radical horizontalidad ontológica. A la lógica del fundamento sucede la de la producción y la constitución de lo real, en el plano social, pero también en el conjunto de la naturaleza. El Tratado político es a la vez el resultado y el lugar de producción de una radicalización definitiva del inmanentismo de la Ética, y patentiza el abandono de todo residuo emanatista, de toda lógica del fundamento: solo cuenta el «orden y la conexión» de las cosas en la naturaleza y se descarta definitivamente la problemática onto-teológica del «origen radical de las cosas»14. La problemática del origen y del fundamento se ve definitivamente sustituida por el juego a la vez aleatorio y necesario de una complejidad siempre ya dada, más acá de la cual no existe ningún fundamento.

6

La carta L del epistolario de Spinoza se abre con la siguiente declaración: «En lo que concierne a la política, la diferencia entre Hobbes y yo, sobre la cual me preguntáis, estriba en que yo siempre conservo incólume el Derecho natural y no pienso que a la Autoridad Política Suprema de ninguna sociedad le corresponda más derecho sobre sus súbditos que el que está en proporción con la potestad por la que aquella supera al súbdito, que es lo que siempre ocurre en el estado Natural»15.

Para la teoría política de Spinoza, Hobbes es el adversario teórico más evidente, aunque también una de sus más importantes fuentes de inspiración. Basta consultar la segunda parte del Leviatán para reconocer algunas de las articulaciones del Tratado teológico-político. Y algunos de los principales conceptos y problemas del Tratado político guardan también muy estrecha relación con los del De Cive hobbesiano. Si el interlocutor al que responde Spinoza pregunta por la diferencia entre las dos concepciones de lo político, es porque la afinidad de problemas y lenguajes resulta evidente. Sin embargo, la diferencia entre ambas teorías no es en absoluto menor: como nos indica Spinoza, de lo que se trata en su obra es de mantener una rigurosa continuidad entre el estado de naturaleza y el estado civil, mientras que en la doctrina de Hobbes existe entre ambos una radical separación. Nos encontramos efectivamente ante dos problemáticas opuestas. Hobbes intenta pensar la construcción del orden político a partir de una noción de la soberanía basada en la representación, en la que se consigue pensar a la vez, a través del contrato que funda la soberanía, la legitimidad del soberano y su trascendencia a la sociedad, así como la pacificación de un estado natural que, sin este artificio, quedaría sumido en la guerra civil que lo define. Spinoza afirma contra esto la estricta continuidad entre sociedad y soberanía, estado de naturaleza y estado civil. Para Spinoza, el estado de naturaleza entendido como ausencia de sociedad no es solo inviable como lo es para Hobbes, sino estrictamente impensable desde un punto de vista material: no es ni siquiera necesario pensar el estado de naturaleza en términos de guerra de todos contra todos, pues la mera hipótesis de unos individuos aislados frente al resto de la naturaleza se destruye a sí misma. Esta autodestrucción no tiene solo que ver con las contradicciones interhumanas, sino sobre todo con la enorme diferencia de potencia entre el hombre aislado y el resto de una naturaleza que ningún dios ha puesto al servicio del hombre. Solo los individuos siempre ya unidos por lazos de cooperación material pueden obtener lo necesario para su sustento y defenderse de las amenazas de la naturaleza, incluidos entre estas amenazas, y en primerísimo lugar, los demás seres humanos. La constitución de un orden político no rompe con el estado natural, sino que especifica ese estado natural como propio de los humanos. Dentro de ese marco social consolidado por nexos pasionales de temor y esperanza, amor y odio, indignación, etc., podrá expresarse también de forma directa o indirecta la racionalidad mínima del interés por la cooperación como condición también mínima de afirmación de una vida humana.

El Tratado político no es un manifiesto político, sino un análisis racional de las dinámicas pasionales que constituyen y rigen el orden social, así como el marco teórico que permite pensar la posibilidad de una transición de un vínculo social y político dominado por la imaginación y las pasiones a una relación social parcialmente libre y capaz de alcanzar mayores grados de libertad. La utopía de una unión de los seres humanos en una cooperación racional y enteramente libre queda abandonada en favor de un análisis de los diversos contextos institucionales que racionalizan externamente los nexos sociales haciendo que los individuos reconozcan en la potencia común representada por los poderes públicos la condición indispensable de su propia potencia. La democracia ya no es el punto de partida natural respecto del cual los distintos regímenes históricos constituyen formas degeneradas, sino el elemento común a los distintos regímenes cuya denominación recupera Spinoza de la tradición aristotélica y polibiana: monarquía, aristocracia, democracia. Cada uno de ellos, incluida la propia democracia, será una configuración interna de las dinámicas pasionales de la multitud. La propia monarquía denunciada por oscurantista y supersticiosa en el Tratado teológico-político se convierte así en un régimen no solo susceptible de «democratización», sino incapaz de alcanzar el mínimo necesario de estabilidad y de seguridad sin incorporar elementos democráticos. La lección del Maquiavelo de los Discorsi, para el cual solo un mixto de los tres regímenes puros, como el que conoció Roma, puede permitir un gobierno estable, duradero y potente, está presente, aunque transformada, en el texto de Spinoza. Spinoza no hablará, sin embargo, de un mixto de los tres regímenes, si bien considera necesario que se tome en cuenta a la multitud como elemento democrático en cada uno de ellos16. Más que de régimen mixto, tratándose del Spinoza del Tratado político, habremos de hablar de transversalidad de la democracia a todos los regímenes, incluso al democrático. Es indispensable a la propia racionalidad del gobierno que las decisiones sobre la cosa pública no las tomen uno solo o unos pocos. Cada uno de los regímenes debe contar de una manera o de otra con la acción de la multitud, pues solo de la obediencia de esta al imperium, al derecho y mando común, depende la potencia común. La democracia debe abrirse paso en la monarquía a través de un consejo real con numerosos miembros, o en la aristocracia mediante un gran consejo tan numeroso como sea posible. El número y las proporciones son esenciales en política. Étienne Balibar dirá que la descripción de los distintos regímenes y de sus instituciones efectuada en el Tratado político tiene un carácter «estadístico»17: la estadística es un aspecto fundamental de las relaciones institucionales que estabilizan a la multitud y facilitan su obediencia y su cooperación. Spinoza desarrolla en sus descripciones una auténtica física política de la multitud en sus diversas articulaciones imaginarias y pasionales, una politica more statistico demonstrata. Los distintos regímenes no se especifican por un principio moral o jurídico, sino por una modalidad física de equilibrio interna a la multitud.

Una de las peculiaridades de la política spinoziana es su tratamiento de la multitud y de las relaciones internas que la atraviesan como lo que podríamos denominar, mediante una expresión que usa Spinoza en el Tratado de la reforma del entendimiento, un auténtico «autómata espiritual». La multitud es un dispositivo afectivo en el que los individuos se ven ligados por afectos comunes como el temor y la esperanza y por formas complejas de emulación de los afectos. Sin embargo, este aspecto afectivo no excluye un elemento racional: la circulación social de los afectos, la diferencia de estos y, a la vez, su comunidad, producen efectos de racionalidad. La multiplicación de los afectos y de las imágenes a los que estos se asocian es la condición sine qua non de la liberación racional de los individuos como nos enseñaba ya la parte V de la Ética. Salir del cierre imaginario de la conciencia —pues la conciencia es ante todo un efecto de la imaginación, descrito en el Apéndice del libro primero de la Ética— solo es posible gracias a la producción de nociones comunes que nos permiten conocer las cosas según las determinaciones reales de su esencia y no solo tal y como nos afectan. Ahora bien, las nociones comunes no pueden generarse en aquellas situaciones en que un individuo se ve afectado con fuerza invencible y de manera casi exclusiva por una sola imagen, esto es, en las situaciones en que prevalece el estupor. Solo la multiplicación de las imágenes y de sus afectos asociados nos permite descubrir y reconocer propiedades comunes a todas las imágenes y a las cosas que estas nos representan. Esta multiplicación y diversificación no es idéntica de un régimen político a otro. La monarquía absoluta tiende mediante ceremonias y rituales a crear y perpetuar una imagen del monarca potente y aislada de todas las demás, literalmente «por encima de lo común». Esto crea una ilusión de trascendencia propia de todo poder soberano: todo soberano tiende a presentarse como extraordinario y superior a la multitud. Spinoza, siguiendo en ello a Maquiavelo, niega esta supuesta superioridad reconociendo con el florentino que «en el mundo no hay más que vulgo» y que la superioridad del soberano es efecto de la imaginación, esto es, de dispositivos arraigados en las condiciones imaginarias de sumisión de los individuos al poder. Contrariamente a lo que ocurre con la plebe sumida en la admiración y el estupor propia de la monarquía absoluta, una asamblea de la multitud libre tiende a producir imágenes muy diversas y a disipar el estupor que provoca una imagen que se mantiene aislada18. Es así posible, frente al elitismo y el falso intelectualismo que sirven de base a la representación ideológica del poder, concebir una intelectualidad de masas, en la que el contraste de pareceres produce efectos de racionalidad a distintos niveles: una racionalidad colectiva del propio sistema, de la que pueden participar aun de manera pasiva los ignorantes, y una racionalidad individual de quien en este proceso de intercambios adquiere nociones comunes e incluso puede alcanzar un conocimiento de las esencias singulares como realidades únicas atravesadas por múltiples determinaciones.

Existe una dimensión cuantitativa y hasta estadística en la concepción spinoziana del conocimiento que hace del conocimiento racional un efecto del encuentro de las imágenes múltiples en el individuo y de los múltiples individuos, portadores de imágenes y afectos diversos, en la multitud. En ese aspecto, la política está ya presente en la teoría spinoziana de la producción de conocimientos. Afirmaba Spinoza en el Tratado de la reforma del entendimiento, una de sus obras de juventud en la que aún dialoga críticamente con el cartesianismo, que «nunca, que yo sepa, concibieron [los antiguos filósofos] la mente como lo hacemos nosotros aquí, esto es, actuando según ciertas leyes y como un autómata espiritual» (§ 85). El conocimiento de un autómata espiritual no es efecto de una síntesis de las representaciones efectuada por un cogito, sino el despliegue de la potencia del entendimiento que se identifica con la potencia de la idea verdadera. Ahora bien, tanto la existencia de una idea verdadera en nuestra mente como la productividad de esa misma idea dependen de que se den unas condiciones concretas. Tales condiciones se generan a través de los múltiples encuentros y relaciones en que se ve implicado un individuo. La potencia del entendimiento no es la de un sujeto al que se imputa el conocimiento y en el que se subsumen las representaciones como se imputan los actos a un sujeto jurídico o moral. La potencia del entendimiento no se determina en la interioridad de un cogito, sino en la exterioridad de una red de encuentros y relaciones, de una situación. Si la ética spinoziana era un arte de la situación y no una norma y una moral de la responsabilidad, la política spinoziana define los regímenes como situaciones en las que es posible una mayor o menor lucidez, o, lo que es lo mismo, un grado mayor o menor de libertad.

7

La exterioridad de la política a todo sujeto se exhibe en la opción spinoziana por la estadística que expresa los equilibrios internos de la multitud. Una sociedad no se une bajo una forma que exprese su estructura y finalidad, sino como resultado de un equilibrio capaz de autorreproducirse si se dan las condiciones adecuadas. Para que la multitud sea potente, esta debe unirse, pero para que su unión sea ella misma potente, esta debe basarse en la potencia de la multitud y de sus distintos individuos. Cuanto más se pueda afirmar la potencia de los individuos, no como potencia abstracta del estado de naturaleza, sino como la potencia efectiva que es posible desplegar en el estado civil o político, más potente será el imperium, el poder soberano que se define exclusivamente por la potencia de la multitud. No hay en Spinoza, ni en su ontología ni en su política, ningún poder virtual trascendente a sus efectos. Todo poder se define estrictamente por su capacidad efectiva de generar obediencia. Una vez queda mermada o desaparece esta capacidad, desaparece con ella el poder del soberano. Este poder tiene siempre un límite dado por su propia base: no es posible a ningún soberano imponer a la multitud una voluntad que vaya en contra de sus propios afectos, como en general no es posible imponer a ninguna cosa que produzca efectos contrarios a su naturaleza. No se puede imponer a una mesa, por mucho poder que se tenga sobre ella, que salga al prado a comer hierba, como no es posible tampoco imponer a un súbdito que ame lo que aborrece o deteste lo que ama. El soberano que no respeta estos límites incurre en la indignación de los súbditos por la cual la obediencia se transforma en resistencia y se produce un retorno transitorio a una situación cercana al estado de guerra. Esta situación pone en máximo riesgo la cooperación social y acerca tangencialmente a la multitud a un estado de naturaleza tan caótico como imposible. Para Spinoza, la revolución, el retorno del poder a la multitud, es ante todo un peligro. El democratismo de Spinoza no implica confianza en una multitud bondadosa, pues esta «es terrorífica cuando no teme»19. Con todo, su afirmación de la necesidad de un imperium no coincide con la idea de un poder omnímodo, pues el soberano es también por sus afectos un hombre y parte de la multitud. El cambio político y social sin revolución es posible, pero siempre dentro de un determinado sistema de equilibrios: es posible pensar una transición de la monarquía a la aristocracia e, incluso, por aproximación tangencial, al ampliarse su base, de la aristocracia a la democracia: es posible, como verá el lector, pensar una aristocracia con más ciudadanos activos en proporción al conjunto de la multitud que algún modelo muy restrictivo de democracia. También es posible el paso de una democracia a una monarquía cuando se da una amenaza militar, o a una aristocracia cuando una inmigración que no obtiene derechos políticos hace de los ciudadanos una minoría.

Sin embargo, lo que apreciamos en el tránsito de uno a otro de los regímenes es una sorprendente continuidad, hasta el punto de que se puede llegar de uno a otro a través de distintas formas de transformación. El Tratado político es así un auténtico caleidoscopio en el que se contemplan las diversas configuraciones políticas de la multitud, desde la multitud representada por un individuo, en la monarquía, a la que representa en la aristocracia un gran consejo soberano, y la que es representada, tras una serie variable de restricciones, por sí misma. El principio que rige esta serie de transformaciones es esencialmente el de la comunicación del poder y del saber. Se parte del mínimo de comunicación representado por un individuo para llegar al máximo de comunicación representado por toda la multitud. En la monarquía nos encontramos con la ilusión del poder absoluto de uno solo, mientras que en la democracia, su polo contrario, nos encontramos con otra ilusión: la del poder absoluto de todos. Se trata de un juego alrededor de dos casos extremos y de una combinatoria que somete a ambos extremos, así como al caso intermedio que es la aristocracia, a la