Trazo en escorzo - Héctor Perea - E-Book

Trazo en escorzo E-Book

Héctor Perea

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Escrito en las ciudades de México y Roma, Trazos en escorzo es un libro de ensayos, crónicas ensayísticas y estudios sobre literatura y arte. El lector encontrará en él acercamientos a la creación visual, la arquitectura y la mitología de la ciudad; a las vanguardias históricas y a las neovanguardias; al coleccionismo, el arte del Renacimiento y el barroco italianos; a la pintura virreinal, nacionalista y rupturista mexicanas; a la cultura de Mesoamérica, al asedio y conquista de la gran Tenochtitlan; al cine contemporáneo y a su arqueología, al hypermedia; a la desventura del exilo y la muerte en su ritualidad única: la mexicana. Es además un homenaje a escritores como Alfonso Reyes, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Nelly Campobello, Edmundo Valadés; al jazz, a la creación literaria y artística vistas como un apasionante juego; al periodismo y a la libertad de expresión en todas sus manifestaciones.

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Este libro fue escrito con el apoyo del Sistema Nacional deCreadores de Arte del Fondo Nacional para la Cultura y lasArtes, de la Secretaría de Cultura.

Tomás Gómez Robledo: Holofernes, 2019

(escorzo a líneas, a partir del fresco manierista de Miguel Ángel, Capilla Sixtina)

***

...seuls les peintres peuvent apaiser notre faim.

C'est qu'ils ont le privilège de se faire les roman-ciers du corps. C'est qu'ils travaillent dans cettemanière magnifique et futile qui s'appelle le prés-ent.

Albert Camus: "Le désert"

Índice de contenido
NOTICIA
DE LAS IMÁGENES
ITALIA EN LA CIUDAD
EL MÁS ALLÁ DE LA MIRADA
CLIMENT EN VARIOS MUNDOS
TONALIDADES EN TRAVESÍA
YO, EL REY (Y LOS OTROS)
LA RECONSTRUCCIÓN DEL TIEMPO
DE LAS PALABRAS
JUAN RULFO EN LA RETINA DE LOS OTROS
EL GUIÑO DE LA MUERTE
LAS MITOLOGÍAS VESTIDAS DE MURALES
UNIVERSOS EN COLISIÓN
LA ESTATUA DE BRONCE, EN CARNE Y HUESO
TU NOMBRE: LIBERTAD
FUENTES
AVISO LEGAL

NOTICIA

Escrito en las ciudades de México y Roma, Trazos en escorzo es un libro de ensayos, crónicas ensayísticas y estudios sobre literatura y arte. El lector encontrará en él acercamientos a la creación visual, la arquitectura y la mitología de la ciudad; a las vanguardias históricas y a las neo vanguardias; al coleccionismo, el arte del Renacimiento y el barroco italianos; a la pintura virreinal, nacionalista y rupturista mexicanas; a la cultura de Mesoamérica, al asedio y conquista de la gran Tenochtitlan; al cine contemporáneo y a su arqueología, al hypermedia; a la desventura del exilo y la muerte en su ritualidad única: la mexicana.

Pero Trazos en escorzo es además un homenaje a escritores como Alfonso Reyes, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Nelly Campobello, Edmundo Valadés; al jazz, a la creación literaria y artística vistas como un apasionante juego; al periodismo y a la libertad de expresión en todas sus manifestaciones.

Los trabajos aquí incluidos aparecieron, en una primera versión, en suplementos culturales, revistas, libros y catálogos de México ( Dominical de Milenio Diario, La JornadaSemanal, Letras Libres, "Alebrijes" de Artes de México); así como en colecciones y publicaciones de Reino Unido, Italia y Francia (Cambridge Scholars Publishing, Rassegna Iberistica, Letterature d'America, Sapienza Università Editrice y Colloquia). Agradezco a los editores su meticulosidad y gusto editorial, así como al Centro de Estudios Literarios de la unam y al Sistema Nacional de Creadores de Arte su apoyo irrestricto para la escritura de estos trazos sueltos, concebidos a bote pronto.

Héctor Perea

DE LAS IMÁGENES

ITALIA EN LA CIUDAD

A Carmen Fernández y Antonio Mandarano

Un día iba por la Avenida Hangares y al pasar a la altura del de Aeroméxico, poco antes de llegar al de la Policía Federal, giré hacia la derecha en la primera calle que pude. Quería salir de la zona aeroportuaria lo más pronto posible.

Debía tomar Economía y luego, por seguridad, continuar por una vía transitada al sur-poniente de la ciudad.

Casi al entrar a esa colonia de cuya existencia no tenía ni idea di otra vuelta. Esta vez a la izquierda. Seguí recto por un rato, sin notar que en realidad no iba en la dirección deseada. Pues en pocos minutos pasé de nuevo frente al mismo estanquillo que había visto tras el segundo giro. De pronto, y sin saber cómo, me vi envuelto en un laberinto de calles, como en esas pesadillas en que el bosque de apenas unas hectáreas se vuelve interminable y se lo va tragando a uno en círculos concéntricos. Aquí no había bosque, pero sí bastantes árboles en las banquetas.

Tras un rato de maniobras me encontré absolutamente alejado de cualquier orientación espacial. Por fin, y luego de un recorrido en aparente zigzag, de un ir y venir en medio del caos, terminé descubriendo cierta lógica urbanística en el lugar y así, finalmente, llegué a una holgada plaza circular que después de unos segundos me iría descubriendo el misterio del barrio.

Uno de tantos, también sólo en apariencia, de la ciudad, con casas de uno o dos pisos y negocios de clase media. Para el que no lo conociera resultaba éste un sitio encerrado en sí mismo hasta la desesperación. Plantado en el centro de la glorieta pude observar al fin una suerte de ciudadela moderna. De barrio concéntrico y excéntrico con carácter de autosuficiencia.

Me acerqué a un letrero cualquiera, que resultó ser el de la calle Universidad Nacional, y bajo este rubro pude leer Colonia Federal. El letrero, la verdad, no me dijo mucho. Pero sí la imagen única que tuve del lugar completo desde el corazón de la plaza.

Estaba en el centro de una forma perfecta: la del panóptico.

¿El diseño urbanístico reproducía el arquitectónico de Lecumberri? En absoluto. En su apertura al cielo era la copia casi exacta de Palmanova, en Udine, Italia, la città stellata que recordaba yo por un frustrado paseo a Trieste que terminó en la Pizzeria Trattoria Ai Due Delfini de la Via Borgo Aquileia.

Esta calle iniciaba en la carretera, apenas cruzar la antigua entrada de piedra, para llevar directo a la iglesia seicentesca situada al fondo de una plaza de forma hexagonal.

De no ser por la distinta categoría de cada una se podría haber pensado en los dos espacios como ciudades hermanas.

Incluso por el tamaño. Pero la desproporción de los entornos que rodean a la Colonia Federal, diseñada en tiempos de Plutarco Elías Calles, y a Palmanova, fortaleza situada en medio del campo, hace absolutamente imposible el hermanamiento. Otro obstáculo a la equiparación entre el barrio mexicano y este ícono de la alta cultura italiana se desprende de algo tan sencillo como sus historias particulares. Más que diferentes, absolutamente opuestas.

Sin embargo, resulta natural el haber imaginado un parentesco más allá de la simple condición de modelo y copia. Pues la Ciudad de México, considerada muchas veces como demasiado afrancesada, lleva también, en un cuerpo mucho más complejo que los lugares comunes acostumbrados, claras huellas de un estilo italiano multi temporal.

Y cómo iba a ser de otra forma si esta urbe es y ha sido siempre un compendio de razas y tiempos; de políticas y estilos; de arquitecturas, ambientes, migraciones. En este sentido resulta más que curioso el hecho de que las capitales de México e Italia, entre muchas otras cosas, compartan el gusto por la exhibición desprejuiciada de los productos de varios momentos históricamente incorrectos, condenados casi siempre, como debería ser, por su siniestro pasado.

Aunque sólo de dientes para afuera. Aun bajo una mirada de extrañeza, en el fondo ambas capitales resultan admirables por haber sabido asimilar al devenir histórico democrático algunos entornos malditos para los ojos abiertos a la tolerancia y la justicia. Y es que más allá de porfiriatos, imperios o fascismos, los lugares parecieran cargar con su propia historia. Tener su razón de persistencia, sus bellezas ocultas más allá de los actos infames consumados en ellos por el ejercicio del poder absoluto. Mirar en el eur el Colosseo Quadrato —como le llaman los romanos— de Marcello Piacentini, suma en mármoles de Carrara y travertino y de todas las megalomanías y males del régimen fascista, se traduce hoy con toda naturalidad, sin sentimientos de culpa, en franca admiración por una de las obras más deslumbrantes de la arquitectura del siglo xx. Ya en el extremo, la plaza donde se encuentra, reestructurada por Renzo Piano, se ha reconvertido en la de la Civiltà Italiana. Respecto del entorno mexicano, recuerdo la imagen de una personalidad de la izquierda latinoamericana mirando fascinada los paisajes de la ciudad desde los balcones del Castillo de Chapultepec, escenario militar vuelto palaciego por Maximiliano y desde donde, sin tapujos ni medias tintas, ejercieron el poder despótico tanto Porfirio Díaz como Calles.

Muchos de estos entornos han librado las fintas del pasado funesto gracias al talento y astucia de sus creadores.1 Y con una independencia histórica, ganada a pulso y certificada por el tiempo, llegaron a convertirse en emblemas de sus ciudades y países. Bajo esa perspectiva vemos hoy al Palacio de Bellas Artes, al Museo Nacional de Arte, al Caballito y aun a los palacios de Lecumberri y de la Inquisición. El quemadero de esta última es hoy una plaza popular y tolerante, llena de fritangas y de vida citadina. Cómo cambian los tiempos y las funciones de los lugares. De la misma forma, nosotros mudamos nuestro carácter sin cesar.

Al igual que la virreinal y la afrancesada, o los restos visibles de la mesoamericana, la Ciudad de México podría indagarse a partir de su estilo italiano, donde para algunos será tanto la más bella como la más obvia si se piensa sólo, y de manera equivocada, en la Plaza Garibaldi. Aunque para otros será también la versión urbana más recóndita y exquisita. Y no podría ser de otra forma si se piensa que no sólo el trazado de la segunda versión de la ciudad virreinal aprobado por Antonio de Mendoza, sino sus postulados urbanísticos más profundos, partieron del humanismo arquitectónico de Leon Battista Alberti, de quien el virrey era profundo admirador, según pudo comprobar de primera mano Guillermo Tovar y de Teresa. Respecto de esto último habría que recordar que la hoy en ruinas casa Haghenbeck de la Lama de Avenida Juárez, lugar de niñez y juventud del excéntrico Antonio del mismo apellido y dueño de la Casa de la Bola y las haciendas de Santa Mónica y de San Cristóbal Polaxtla, fue construida en el siglo xix por los hermanos De la Hidalga, hijos del autor del Teatro Nacional. Con fachada en tres niveles y a partir del estilo arquitectónico veneciano, la edificación —que en algún momento fue el Cine Variedades— rodeaba un patio principal, indica Rafael Fierro Gossman. En el frente de la casa el autor identifica detalles de influencia paladiana y florentina complementados por el uso de mármoles y cantera mexicanos que, en una acertada combinación colorística, resultan un homenaje, sin los símbolos mexicas, a la bandera mexicana, aunque bien podría ser también a la italiana. Rafael Fierro menciona aún cierta cercanía estilística con las ideas de Vitruvio. De hecho, la majestuosa entrada principal al patio, toda una orgía de columnas en mármoles blancos, recuerda en seguida algunos palacios romanos.

La Ciudad de México, en el colmo de la paradoja, muestra aún tres construcciones más de inicios del siglo xx, si no discretas en absoluto, si bastante ocultas, salidas del restirador del mismo ingeniero jalisciense, de ascendencia hispano-italiana, Manuel Luis Stampa Ortigoza. Formado en México y Europa, Stampa concebiría y habitaría —como también Felipe Ángeles— la casona en estilo francés que hoy hospeda el Museo Carranza. Pero sería también autor de al menos otros dos palacetes en la capital, con marcada impronta arquitectónica italiana: el que perteneció al general Francisco Serrano, de la Plaza Luis Cabrera, y el de Plutarco Elías Calles, personaje clave en la muerte de Serrano y, ambos, luz y oscuridad en la novela La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán. Un detalle en el comedor de esta última casa, ubicada frente al Parque España y con imagen de castillo amurallado por un macizo de árboles, termina de rematar la inclinación italianizante de Stampa: una serie de vitrales de inspiración neo medieval de la fábrica de Claudio Pellandini. Llegado a México en la segunda mitad del siglo xix, este empresario suizo, de ascendencia noble franco-italiana (con primera saga familia asentada en Lecce), fue también responsable de los vitrales con función de tragaluz del Teatro Juárez de Guanajuato que tanto luciría Peter Greenaway en su película, ligeramente hardcore, dedicada a Sergei Eisenstein. La impronta arquitectónica italiana se extiende aún sobre el cuerpo de un fantasma. Eso sí, de enorme modernidad y elegancia en su tiempo. Se trata del recuerdo de la casona en estilo Art Nouveau o Liberty, a partir de la versión inglesa y como se conoce en Italia, construida por Adamo Boari en lo que es hoy, exactamente, el parque triangular Juan Rulfo, de la colonia Roma.2

***

El punto en que iniciaba sus paseos Pero Galín, el excéntrico

flâneur

de la novela homónima de Genaro Estrada, era la fuente del Mercurio de la Alameda Central. Puesta en el costado occidental del parque, casi frente a la cafetería Trevi, la escultura original en bronce fue realizada por Jean Boulogne, conocido desde el siglo xvi como Gianbologna.

Acompañada de la escultura reciente de Humboldt, cuya bota presume una iguana en ascenso, esta representación de Mercurio por parte de un artista que no siendo italiano de nacimiento, sino flamenco, se convertiría en ícono de la creación en tránsito del tardo Renacimiento al Barroco italianos. Su original se encuentra hoy en el Museo Nazionale del Bargello, de Florencia. Y la copia más conocida de la misma preside la escalinata que comunica el Palazzo con los jardines de la Villa Médici de Roma. Academia de Francia desde 1803, esta Villa fue dirigida y en parte restaurada por Balthus, artista polémico admirado por Octavio Paz. En ella existen todavía, muy arreglados, los dos rincones que inspiraron a Velázquez sus caprichos paisajísticos, pequeñas fantasías romanas llenas de transparencias y misterios fantasmales, muy del corte de algunos murales pompeyanos. Además, los jardines contienen el studiolo del cardenal Fernando I, con un fastuoso conjunto de frescos de Jacopo Zucci lleno de grutescos y donde el artista llegaría a representar la planta del maíz y el guajolote mexicanos.

Se entiende que Pero (Pedro Galindo originalmente, nombre que al personaje parecía de una vulgaridad suprema), tras salir de su palacete, enfilaba por lo general hacia el oriente de la ciudad. Luego de cruzar frente al Hemiciclo a Juárez y a Bellas Artes; de caminar por la calle Madero —apenas poco antes, Plateros—, donde este dandy alter ego de Estrada vio los frescos del lombardo Bartolome Gallotti Ceroni en San Felipe de Jesús,3 llegaría al Zócalo y a la Plaza del Volador, que junto con la Lagunilla concentraba los tiraderos de antigüedades. Antes de arribar al paraíso del dragoneador, Galín habría admirado las fachadas del edificio High Life y del hoy Palacio de Iturbide, por entonces hotel del mismo nombre y antes Diligencias. La cabeza de león en piedra, marca de la altura alcanzada por el agua que inundó la ciudad entre 1629 y 1633, y el restaurante Gambrinus, donde Huerta apresó arteramente a Gustavo Madero, habrían merecido también alguna diaria reflexión del personaje provinciano.

El trayecto seguido en los años 20 por Pero y, supongo, por el mismo Estrada, así como diversos elementos del entorno circundante, dieron entonces como hoy una tonalidad italiana al centro de la urbe, calidad muchas veces perdida a los ojos del habitante o el paseante eventual ante la seducción de los otros y muy diversos estilos presumidos por la capital.

Aun así el toque italiano, sin identificación precisa, quedaría como un murmullo en el aire, inconfundible a la hora de asimilar las experiencias sensoriales del día a día. La misma impresión de vivir el entorno como un sueño había tenido Charles Latrobe en los años treinta del siglo xix, gracias a la majestuosidad y los detalles de muchas construcciones de la ciudad, sumados a la novedad absoluta de las montañas, ríos y lagos del Valle de Anáhuac. El efecto anterior sería al instante traducido y consignado por el aventurero británico en la carta cinco de su libro The Rambler in Mexico bajo el conocido lema, hoy lugar común siempre citado, aunque mutilado de hecho, de "la suntuosa Ciudad de los Palacios". Palacios que no siendo entonces más de doce o quince, según la actual interpretación del término —sobre todo virreinales y neoclásicos—, resultarían muchísimos más si se parte del concepto a la maniera italiana o, simplemente, si se acude a la expresión usada en El automóvil gris, película muda donde muchas de las casonas de la capital fueron consideradas simplemente como palacios.

Galín pasa frente al Hemiciclo a Juárez y a Bellas Artes. Siente sobre sus ojos la blancura casi agresiva del mármol de Carrara. Mira con atención las esculturas del monumento realizado por Guillermo Heredia —cuyo concurso había ganado en realidad el ateneísta Jesús T. Acevedo—, solicitadas por el arquitecto a Alessandro Lazzerini y a Cesare Augusto Volpi.4 Luego, en Bellas Artes, nota el contraste buscado por el turinense Fiorentino Giannetti entre el frontispicio del Palacio, de corte europeo en estilo ArtNouveau, y los caballeros águila y jaguar y las serpientes de inspiración mexica, obras también de Giannetti con la muy probable asistencia de Adolfo Ottavio Ponzanelli. Imagino la posibilidad de que ambos artistas hayan tenido presentes los bocetos de legionarios romanos con cascos de águila, puercoespín o animales idealizados de Miguel Ángel y alumnos mientras realizaban la representación de los caballeros águila y jaguar, militares de élite mexicas de opuesto rango social. Ponzanelli colaboró luego con el escultor franco-italiano Enrique Alciati en la Columna de la Independencia, muy probablemente en la creación de la primera imagen, destruida durante el terremoto de 1957, del Ángel de la Independencia, la Niké de la ciudad cuyo modelo original es, según parece, la pequeña Victoria alada, recubierta de oro, que lleva en su mano izquierda la Atenea que da entrada al Pont Alexandre III por el Quai d'Orsay.5 Ponzanelli participó en diversos proyectos de monumentos patrios, así como en la propia Basílica de Guadalupe. Otros dos nombres destacan en la escultórica del palacio, diseñado y construido, en su primera etapa, por Adamo Boari: los del piamontés Leonardo Bistolfi, autor de las figuras alegóricas La música y El tiempo, y Domenico Boni, nacido en Carrara —como Ponzanelli—, quien realizaría los cuatro altorrelieves femeninos adosados a los muros laterales del Palacio. Acerca de Carrara, ciudad toscana, habría que destacar un detalle curioso. La fachada principal y los corredores superiores de Bellas Artes contienen una serie de esculturas extrañas al proyecto original de Boari. En realidad, fueron parte del frontón inconcluso del Palacio Legislativo Federal ideado por Émile Bénard, uno de los diseñadores de la Ópera de París, para el Gobierno de Díaz. Siendo obra del francés André-Joseph Allar, el delicadísimo conjunto alegórico, con toques a lo Bernini, fue trabajado en una bottega de Carrara, con mármol de sus canteras.

Otros escultores, talladores o empresarios italianos asentados en México durante el porfiriato y dedicados sobre todo a cubrir las necesidades de los panteones, fueron los hermanos Domingo y Dante Biagi, de la provincia de Modena, que encargaban obras a Italia a artistas muy cotizados hoy como el boloñes Tito Tadolini, de importante familia de escultores vinculada a Antonio Canova, u Orazio Andreoni, artista con estudio en Roma cuyos delicados velos corporales en mármol recuerdan los del napolitano Giuseppe Sanmartino y el veneciano Antonio Corradini. Michele Giacomino Manchineli, también arquitecto y decorador de la ciudad de Potenza, en Basilicata, presenció o llegó a participar en los preparativos del Centenario de la Independencia de México y se especializó en arte funerario, sin descuidar el retrato de bulto. Fue maestro de la Academia de San Carlos. En varios cementerios del país hay esculturas y monumentos de algunos de los artistas mencionados. Pero sobre todo en el Panteón de Dolores, donde además se encuentra el Cimitero Italiano.

Si se piensa en la capital de la Nueva España como esa urbe palaciega sin par en su tiempo, uno de los mejores ejemplos de fastuosidad arquitectónica sería el hoy Palacio de Iturbide, construido en el siglo xviii. por el hombre que, en palabras de Héctor de Mauleón, dio pie a la expresión de Latrobe: Francisco de Guerrero y Torres, creador también de la capilla del Pocito y la iglesia de La Enseñanza, así como de las más extraordinarias estancias privadas de la ciudad. Este arquitecto llegaría a ser, además, maestro mayor del Real Palacio. El de Iturbide, aparte de contener la fachada y el arco de entrada quizá más bellos del barroco palaciego mexicano y de ser escenario del nacimiento del primer Imperio en el México independiente, en su interior llevaría como ningún otro edificio la marca italiana.

El palacio fue construido a petición de los condes de San Mateo de Valparaíso en el último cuarto del siglo xviii para Mariana de Berrio de la Campa y Cos y su marido, Pedro Moncada y Aragón Branciforte. En un acto extraño en la Nueva España, al poco tiempo de la boda la aristócrata decidió iniciar los trámites de separación del siciliano de nacimiento —alejamiento que, de hecho, duró poco tiempo—, sin que Guerrero y Torres hubiera finalizado aún el palacio.

Esto no impediría que la impronta italiana sugerida por el esposo fuera impresa con toda claridad en el patio de la construcción. Pues el vividor, según la versión aceptada, habría solicitado al suegro, desde la planeación misma del regalo matrimonial, un detalle en recuerdo de su ciudad de origen: la recreación dentro del nuevo edificio, cumbre del barroco mexicano, del elegante cortile Maqueda del Palazzo Reale de Palermo, mejor conocido como dei Normanni, monarcas que reestructuraron y europeizaron la primera edificación árabe, considerada hoy como la más antigua residencia de la realeza europea.

Emparentados ambos patios interiores por el contraste en la altura de los techos de los distintos niveles —el mexicano se inspira de hecho en el segundo y tercer pisos del siciliano— y la esbeltez y elegancia de las columnas y arcos, los dos palacios tienen una sola pero determinante diferencia.

Mientras que las columnas y arcos del Reale resultan austeras al límite, las pechinas del de Iturbide presumen un conjunto de extraordinarios medallones con retratos rodeados de tallas de guirnaldas. También, en la versión mexicana, la base de las columnas y el friso sobre los arcos están profusamente decorados con otros delicados trabajos en piedra.

Antes de haber llegado al Palacio de Iturbide Pero Galín habría pasado, como ya sugerí, ante el entonces moderno edificio High Life, construido a inicio de los años veinte del siglo anterior en la esquina de Gante y Madero por el ingeniero veracruzano Miguel Rebolledo Rivadeneyra, uno de los introductores en México de los pilotes para cimentación y del cemento armado, bajo el diseño arquitectónico de Silvio Contri y Carlos Burgatta. Esta obra recuerda, como la de Avenida Juárez 97, el estilo de los primeros rascacielos de Chicago. En el hall de entrada de este segundo edificio, por cierto, se conserva otra copia en el tamaño original del Mercurio de Gianbologna. El High Life, de 1922 —continuado por el sobrio palazzo del periódico Excélsior, finalizado en 1924—, resulta hoy esencial para entender la implantación de formas a la italiana en la ciudad ya que, a través del trabajo en bronce que decoró el interior del edificio, realizado por la Fonderia del Pignonde de Florencia, se completa la red de coparticipación entre los distintos arquitectos, diseñadores y artistas de ese país inmersos en el proceso de europeización de la capital mexicana iniciado por Díaz. La misma fábrica había realizado, varios años antes, la escalera monumental del Palacio Postal y, de hecho, toda la estructura en bronce de este proyecto de Adamo Boari y Gonzalo Garita anterior al Palacio de Bellas Artes.

La Fonderia del Pignonde fue responsable de buena parte de la fama de Silvio Contri, arquitecto toscano nacido en Grosseto y llegado a México como parte del grupo atraído por Díaz a México a fines del siglo xix. A principios del xx Contri realizaría su obra emblemática, el ecléctico Palacio de Comunicaciones y Obras Públicas porfiriano, hoy Museo Nacional de Arte frente al que se exhibe el Caballito de Manuel Tolsá, escultura inspirada quizá en la de Marco Aurelio del Campidoglio romano y que, sin duda, la iguala en calidad, como señaló Humboldt. Por cierto que la propuesta visual del primer emplazamiento de la figura ecuestre de Carlos IV en el Zócalo capitalino, con el diseño de suelo a base de figuras geométricas insertas dentro de un amplio círculo, pareciera creado a partir del concebido por Miguel Ángel para la Piazza del Campidoglio.

Las vinculaciones del Palacio de Comunicaciones y Obras Públicas con Italia se multiplican si consideramos que, si bien Contri concibió el proyecto, otro italiano realizaría la decoración de interiores. Me refiero al escultor y artesano Mariano Coppedè. Este florentino, uno de los primeros interioristas en el sentido moderno de la palabra, imaginó y seguramente ejecutó en parte, ayudado por su familia, casetones de inspiración vegetal, multitud de figuras infantiles y juguetonas en los frisos, arreglos de guirnaldas similares a los del Ara Pacis augustiana así como muchos otros detalles decorativos de distinta relevancia. Incluyendo, desde luego, los frescos de los techos del munal y del Museo del Telégrafo, dedicados a las nuevas musas, las de la comunicación en todos sentidos. Uno de los hijos de Mariano, el arquitecto Gino, realizaría en Roma en 1919, a pocas calles de la Villa Torlonia —última residencia mussoliniana— y de la embajada de México, el inconcluso Quartiere Coppedè, pequeño y ejemplar conjunto de palacetes en estilo Liberty.

***

Si el exterior neoclásico del sitio no casa en absoluto con la fachada de La Scala de Milán, en su interior el hoy recuperado Teatro de la Ciudad Esperanza Iris de la calle Donceles, ideado por la famosa cantante de opereta mexicana, sí intenta reproducir, aunque sólo en algunos detalles y en menor escala por motivos económicos, al monumental teatro milanés, su modelo original. Hoy reconstruidos, luego de sendos incendios, ambos teatros muestran en sus interiores los vestigios de un ambiente palaciego pleno de molduras doradas, de butacas y muros recubiertos de tela estampada en rojo vino. De su primer diseño, realizado por el ingeniero Ignacio Capetillo y el arquitecto ateneísta Federico Mariscal, el Iris, como se le conoció en su etapa de farándula decadente, luce aún columnas exteriores recubiertas de mármol de Carrara, material con el que fueron realizadas asimismo varias de las esculturas alusivas a la música que lo decoraron. También los candiles de su primera época fueron importados de Italia.

Creada bajo el modelo de la de San Fernando de Madrid y en el estilo ilustrado de Carlos III de España, la Real Academia de San Carlos de las Nobles Artes de la Nueva España fue tribuna de algunos ateneístas de la Juventud en los años formativos de Genaro Estrada. Desde su fundación, a fines del siglo xviii, allí estudiaron pintores de la talla de Luis Cabrera, José María Velasco, Hermenegildo Bustos, Saturnino Herrán, Diego Rivera, Roberto Montenegro y Alfredo Ramos Martínez. El edificio fue construido sobre los restos del Hospital del Amor de Dios y, aparte de conservar algunos elementos estructurales de su pasado, a mediados del siglo xix le añadirían nuevas propuestas arquitectónicas. Entre estas una fachada neo renacentista con detalles que recuerdan, en plan modesto pero bello, al Palazzo Strozzi florentino. Si bien lo más llamativo de lo exhibido al interior del edificio son las copias en yeso de la Victoria de Samotracia y el Laooconte y sus hijos, ambas obras griegas, o trabajos emblemáticos de Miguel Ángel Buonarroti, lo mejor de los fondos antiguos es quizá la escultura en bronce que conserva la Biblioteca de la Escuela, obsequio del Gobierno Italiano al de México en 1910, en homenaje al primer centenario del inicio independentista del país. Empotrada en un nicho de la esquina norponiente de la Academia, y sobre un pedestal en el que se inscribió con toda sencillez: "L'Italia al Messico, 1810-1910", se muestra hoy otra copia de la copia regalada de este San Giorgio