Tres flores de invierno - Sarah Morgan - E-Book
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Tres flores de invierno E-Book

Sarah Morgan

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Beschreibung

Hannah es una adicta al trabajo que sabe que no puede librarse dos años seguidos de pasar las Navidades con su familia. Pero lo que le asusta ese año no es el peso de las expectativas familiares, sino el secreto que oculta y que le cambiará la vida. Beth es un ama de casa que atraviesa una crisis personal. Lo único que quiere por Navidad es tiempo para decidir si está preparada para volver al trabajo. Estar con su familia debería ayudarla a reducir sus niveles de estrés, no contribuir a aumentarlos. Posy no está segura de que quiera la vida que lleva, pero sus padres cuentan con ella y eso hace que un cambio parezca arriesgado. Aunque no tanto como enamorarse del atractivo Luke. Mientras Suzanne sueña con una Navidad perfecta para los McBride, tiene que confiar en que la magia de esas fechas una a sus hijas. Pero ¿esa nueva unión enseñará a las hermanas que su estrecho vínculo es lo bastante fuerte para soportar cualquier cosa, incluida una Navidad en familia?

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Seitenzahl: 556

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Sarah Morgan

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tres flores de invierno, n.º 268 - octubre 2020

Título original: The Christmas Sisters

Publicada originalmente por HQN™ Books

Traducido por Ángeles Aragón

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-657-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

A la maravillosa Lisa Milton, con cariño y agradecimiento.

 

La vida está tan estructurada que un suceso solo no puede cumplir todas las expectativas, y no lo hace.

Charlotte Brontë

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Suzanne

 

Hay aniversarios buenos y aniversarios malos. Aquel era uno malo y Suzanne eligió marcar el momento con una pesadilla.

Como siempre, estaba enterrada, con el cuerpo inmóvil, y atrapada bajo un peso tan fuerte como el cemento. Tenía nieve en la boca, en la nariz y en los oídos. La fuerza y la presión la aplastaban. ¿A qué profundidad estaba? ¿Dónde era arriba y dónde abajo? ¿Iría alguien a buscarla?

Intentó gritar, pero no le salió nada, nada…

—Suzanne…

La llamaban. No podía contestar. No podía moverse. No podía respirar. Tenía una opresión fuerte en el pecho.

—¡Suzanne!

La voz le llegó a través del pánico y la oscuridad.

—Estás soñando.

Suzanne sintió un contacto en el hombro y el gesto la sacó de la tumba congelada y la devolvió a la realidad. Se incorporó sentada con la mano en la garganta, luchando por respirar.

—Todo va bien —dijo la voz—. Tranquila, no pasa nada.

—Estaba soñando. Lo de siempre —repuso ella. Y era tan real que esperaba encontrarse rodeada por cristales de hielo, no por ropa de cama arrugada.

—Lo sé —la voz pertenecía a Stewart, quien le frotaba la espalda con gentileza—. Estabas gritando.

Entonces ella se dio cuenta de que estaba pálido y arrugas de ansiedad enmarcaban su boca.

Tenían una rutina para aquello, pero hacía tiempo que no habían tenido que usarla.

—¡Era tan real! Yo estaba allí.

Stewart encendió la luz. Un resplandor suave se extendió por el dormitorio, iluminando los rincones oscuros y apartando las últimas volutas de la pesadilla.

—Estás a salvo. Mira a tu alrededor.

Con la imaginación atrapada todavía bajo el peso de la nieve, Suzanne miró.

No había nieve. No había alud. Estaba en su cálido y cómodo dormitorio de Glensay Lodge, donde bailaban restos de un fuego en la chimenea y la oscuridad de la noche interminable de invierno se asomaba por un hueco en las cortinas. Ella había hecho personalmente aquellas cortinas, con una lujosa tela de cuadros escoceses que había comprado en su primera visita a Escocia. La madre de Stewart le había dicho que era el tartán de su clan, pero lo que le importaba a Suzanne era que las cortinas dejaran fuera el frío en las noches de invierno e hicieran acogedora la estancia. También había hecho ella la colcha de retazos colocada a los pies de la cama.

En la mesa cerca de la ventana había una botella de whisky puro de malta de la destilería de la zona, y al lado, el vaso vacío de Stewart.

Allí estaba el sillón favorito de ella, con los cojines suaves y ahuecados. Su libro, una novela que no le había llamado la atención, yacía abierto al lado de la labor de tejer. El día anterior había llegado un envío nuevo de lana y los colores la habían entusiasmado. Morados y azules intensos descansaban al lado de tonos más suaves de brezo y crema, listos para animar la paleta de blanco y gris que dominaba más allá de las ventanas. La lana le recordaba al brezo silvestre escocés que crecía en el valle a principios y finales del verano. La animaba pensar en eso. Cuando se calmaba el frío, le gustaba caminar por la mañana temprano y ver el brezo con el sol quemando a través de la bruma.

Y allí estaba Stewart, con sus ojos amables y su paciencia infinita. Stewart, que llevaba más de tres décadas a su lado.

Ella estaba en las Highlands escocesas, a decenas de miles de kilómetros del monte Rainier. Y, sin embargo, el sueño la envolvía todavía como una niebla helada, infectando sus pensamientos.

—Hacía más de un año que no soñaba eso —murmuró. Tenía la frente húmeda de sudor y el camisón pegado al cuerpo. Tomó el vaso de agua que le ofreció Stewart.

Tenía la garganta seca y el agua la calmó y la refrescó, pero la mano le temblaba tanto, que derramó una parte en el edredón.

—¿Cómo se pueden seguir teniendo pesadillas después de veinticinco años? —preguntó. Ella quería olvidar, pero su cuerpo no se lo permitía.

Stewart tomó el vaso, lo dejó en la mesilla y la abrazó.

—Falta poco para Navidad, y esta siempre es una época estresante del año.

Ella apoyó la cabeza en el hombro de él, reconfortada por su calor humano. Carne y hueso en lugar de nieve y hielo.

Carne viva.

—Me encanta esta época del año porque las chicas vienen a casa —Suzanne abrazó la cintura de él, ansiosa por dejar de temblar—. El año pasado no tuve ni una sola vez la pesadilla.

—Probablemente la haya desencadenado la llamada de Hannah.

—Ha sido una llamada buena. Va a venir a casa por Navidad. Es la mejor de las noticias. No algo que pueda desencadenar una pesadilla —pero sí suficiente para despertar recuerdos y pensamientos.

Suzanne sospechaba que la pobre Hannah tendría también sus propios pensamientos y recuerdos.

Stewart tenía razón. Esa época del año nunca era fácil.

—Va a hacer dos años que Hannah, Beth y Posy no están aquí juntas —comentó Stewart.

—Y estoy muy contenta —repuso ella, con franqueza—. Será todavía más especial porque Hannah no pudo venir el año pasado.

—Lo cual incrementa tus expectativas —Stewart parecía cansado—. No la presiones. Es duro para ella y tú acabas sufriendo.

—No sufriré —contestó Suzanne. Ambos sabían que mentía. Sufría siempre que Hannah se distanciaba de la familia—. Solo quiero que sea feliz, nada más.

—La única persona que puede hacer feliz a Hannah es ella misma.

—Eso no impide que quiera ayudar. Soy su madre —miró a su marido a los ojos—. Soy su madre —repitió.

—Lo sé. Y, si quieres saber mi opinión, tiene mucha suerte de que lo seas.

¿Suerte? Las chicas habían tenido muy poca suerte en sus primeros años de vida. Al principio, a Suzanne le asustaba mucho que los sucesos de su infancia le destrozaran la vida a Hannah, pero después había comprendido que tenía la responsabilidad de no permitir que ocurriera eso.

Había hecho todo lo que había podido para compensar aquello e influenciar el futuro. Solo quería el bien para sus hijas y su carga era tremenda. El peso de esa carga la hundía y en ocasiones casi la aplastaba. Y ella había obligado a Stewart a acarrear también esa carga.

«La culpa del superviviente», pensó.

—Me preocupa no haber hecho lo suficiente. O no haberlo hecho bien.

—Estoy seguro de que todos los padres piensan eso de vez en cuando.

Suzanne sacó las piernas de la cama, aliviada de poder levantarse. Caminar. Respirar. Ver levantarse el sol. Giró los hombros y descubrió que le dolían. Había cumplido cincuenta y ocho años el verano anterior y en ese momento sentía todos y cada uno de esos años. ¿Era un dolor real o un recuerdo?

—La pesadilla ha sido horrible. Estaba de vuelta allí.

Asfixiándose en una tumba de nieve sin aire.

Stewart se levantó a su vez.

—Se pasará —extendió el brazo para tomar su bata—. No te voy a preguntar si quieres hablar de ello, porque nunca quieres.

Y esa vez no era diferente.

Suzanne no podía parar las pesadillas, pero podía impedir que la envolviera la oscuridad cuando estaba despierta. Era su modo de recuperar el control.

—Deberías seguir durmiendo —dijo.

—Ambos sabemos que es imposible volver a dormir después de unas de tus pesadillas —contestó él—. Y, de todos modos, tenemos que estar en pie dentro de una hora —tenía el cabello de punta y ojeras de cansancio—. Esta mañana llega un grupo de veinte al Adventure Centre. Habrá bastante ajetreo. Me vendrá bien empezar temprano.

—¿Tienen experiencia?

—No. Es un grupo escolar en una semana de aventura al aire libre.

A Suzanne la invadió la ansiedad. Su instinto la impulsaba a pedirle que no fuera, pero eso habría sido ceder al miedo. También habría significado pedirle a Stewart que dejara de hacer algo que amaba, y ella no haría eso.

—Ten cuidado.

—Siempre lo tengo —Stewart la besó y se dirigió a la puerta—. ¿Café?

—Por favor —la idea de seguir en la cama no seducía nada a Suzanne—. Me ducho y empiezo a planear.

—¿A planear qué?

—Eso solo lo preguntaría un hombre. ¿Tú crees que la Navidad se prepara sola? —ella se ató el cinturón de la bata. Sabía por experiencia que la actividad era el mejor modo de expulsar las sombras de su cabeza—. Faltan solo unas semanas. Quiero hacer todos los preparativos por adelantado para luego pasar el máximo tiempo posible con nuestras nietas. He pensado comprar algunos juegos más por si hace mal tiempo. No quiero que se aburran. ¡Llevan una vida tan ajetreada en Manhattan!

—Si se aburren, pueden ayudar con los animales. Dar de comer a las gallinas con Posy o reunir a las ovejas. Y pueden montar a Socks.

Socks era el poni de Posy. Con dieciocho años cumplidos, disfrutaba de una semijubilación bien ganada en los campos que rodeaban la casa.

—Beth se pone nerviosa cuando montan a caballo.

Stewart movió la cabeza.

—Hay muchas cosas que ponen nerviosa a Beth. Los dos sabemos que es sobreprotectora. Los niños no se rompen tan fácilmente.

—Como si tú no fueras el padre más sobreprotector del mundo. Especialmente con ella.

Él sonrió con timidez.

—Posy era fuerte como una pelota. Rebotaba. Beth era una cosita delicada.

—Siempre ha sido una niña de papá. Y, si ahora es una madre sobreprotectora, los dos sabemos por qué.

—No he dicho que no lo entienda, pero tienes que dejar que los chicos se diviertan. Que exploren. Que cometan errores. Que vivan.

—Es más fácil decirlo que hacerlo —Suzanne sabía que ella también era sobreprotectora—. Hablaré con Beth. Intentaré persuadirla de que las chicas monten. Y, si hace mal tiempo, pueden ayudar en la cocina. Haremos repostería.

—Se me ocurre una idea —Stewart tomó su vaso de whisky vacío de la noche anterior—. En vez de planearlo todo y volverte loca de estrés, ¿por qué este año no te relajas? Deja de esforzarte tanto.

Suzanne lo miró con desmayo.

—¿Tú crees que la comida aparece por arte de magia? ¿Crees que Santa Claus reparte los regalos ya envueltos? —preguntó.

Pero el comentario era tan típico de él, que le dio risa. Para alguien de fuera, seguramente resultarían ridículamente tradicionales, pero su vida era exactamente como quería que fuera.

—Debes saber que la clave de la relajación es la planificación. Quiero que sea especial.

El hecho de que fuera el único momento del año en el que estaban las tres chicas juntas incrementaba la presión para que todo resultara perfecto. Se acercó a la ventana, apartó las cortinas y apoyó la frente en el cristal frío. Desde la ventana de su dormitorio, podía ver hasta el valle. La nieve, luminosa, reflejaba el brillo apagado de la luna y lanzaba parpadeos de luz por la superficie inmóvil del lago. El lago estaba rodeado de árboles nevados y, más allá de este, se alzaban las montañas, dominándolo todo con su belleza letal.

Aun sabiendo el peligro que acechaba en esas cumbres nevadas, se sentía atraída por ellas. Nunca podía vivir en lugares que no tuvieran montañas, pero ya no escalaba en invierno. Stewart y ella hacían algo de senderismo en invierno, y marchas más ambiciosas en primavera y verano, cuando hacía más calor y se retiraba la nieve.

—¿Fue egoísta por nuestra parte mudarnos aquí? ¿Tendríamos que haber vivido en una ciudad? —preguntó ella.

—No. Y tienes que dejar de pensar así —repuso él con cierta dureza—. Es por el sueño. Tú sabes que es la pesadilla.

Suzanne lo sabía. Adoraba vivir allí, en aquella tierra de niebla y montañas, de lagos y leyendas.

—Me preocupa Hannah —se volvió—. Cómo le pueda afectar estar aquí.

—A mí me preocupa más cómo te afecte a ti que esté aquí. O puede que me atormenten los fantasmas de las Navidades pasadas —Stewart dejó el vaso vacío en la mesa y se frotó la frente con los dedos—. Tienes que dejarla en paz. No puedes arreglarlo todo, aunque sé que nunca dejarás de intentarlo —la luz suavizaba los ángulos duros de su rostro y le hacía parecer más joven.

Su trabajo lo mantenía en forma y había días en los que casi no aparentaba cincuenta años, y mucho menos sesenta. La única pista de su edad eran los mechones plateados en su pelo, los mismos que habría mostrado el cabello de ella, de no haber optado por algo de ayuda artificial.

Se habían enamorado trabajando juntos como guías de montaña, cuando la vida les parecía una gran aventura. Entonces solo les importaba la siguiente escalada. La siguiente cima. Habían estado juntos desde entonces y, en su mayor parte, su vida seguía un ritmo cómodo. Ritmo que se alteraba en esa época del año.

Suzanne pensó que el pasado no desaparecía nunca. Se desdibujaba y a veces era poco más que una sombra, pero siempre estaba allí.

—Haré que la hospedería resulte lo más acogedora posible. ¡Hannah trabaja tanto!

—Tú también. Tu vida no son solo tus hijas, Suzanne. Diriges un negocio y este es uno de los períodos más ajetreados del año en el café.

La ansiedad de ella cambió de dirección.

—Y ahora me has recordado que todavía tengo que tejer cuarenta calcetines para recaudar fondos para el equipo de rescate de montaña. Gracias por estresarme.

Stewart sonrió y tomó su ropa de la silla donde la había dejado la noche anterior.

—Eso me gustaría verlo. A los chicos llevando esos calcetines. Les haré una foto y la colgaré en la página del equipo en Facebook.

Suzanne hizo una mueca.

—No son para que se los pongan, idiota. Son para llenarlos de regalos. Los venderemos a buen precio. Y antes de que te burles, te recordaré que, con los beneficios de los calcetines del año pasado, el equipo compró un transmisor-receptor para avalanchas y pagó parte de esa camilla tan chula que usáis ahora.

—Lo sé.

—Entonces, ¿por qué…?

—Me gusta gastarte bromas. Me gusta cómo te pones cuando te enfadas. Haces mohínes con la boca y frunces el ceño y… ¡Ay! —Stewart se agachó cuando ella le arrojó una almohada—. ¿Tú has hecho eso? ¿Cuántos años crees que tienes?

—Los bastantes para haber desarrollado una puntería perfecta.

Él arrojó de nuevo la almohada sobre la cama, volvió a dejar su ropa en el respaldo de la silla y empujó a Suzanne hacia la cama.

Ella cayó con un respingo.

—¡Stewart!

—¿Qué?

—Tenemos cosas que hacer.

—Eso es cierto —él bajó la cabeza y lo último que vio ella antes de que la besara, fueron sus ojos azules riendo cerca de los de ella.

Cuando salieron por segunda vez de la cama, los primeros dedos de luz débil asomaban entre las cortinas.

—Y ahora llego tarde —Stewart se dirigió al baño—. Es culpa tuya.

—¿Y por qué es culpa mía? —preguntó ella.

Pero él estaba ya en la ducha, tarareando desafinadamente debajo del agua.

Suzanne siguió un momento tumbada, con la mente confusa, satisfecha, olvidada ya la pesadilla.

Sabía que tenía que empezar la tarea de los calcetines.

Tejer era un modo perfecto de relajarse, aunque ella había tardado años en descubrirlo.

No había empezado a hacerlo hasta bien entrada ya la treintena.

Al principio había sido un modo de mostrar su amor por las chicas. Las vestía y las abrigaba. Cuando tomaba las agujas y el ovillo, no tejía solo un jersey, unía con la lana su familia fracturada y dañada, tomando hilos separados y convirtiéndolos en algo completo.

Stewart salió de la ducha, secándose el pelo con una toalla.

—¿Quieres que elija un árbol de Navidad de camino a casa?

—Posy dijo que lo haría ella. Podemos esperar unos días más. No quiero que se caigan las agujas antes de Navidad. ¿Cuántos árboles ponemos este año? He pensado uno en la sala de estar, uno en la entrada, uno en el cuarto de la tele y quizá uno en la habitación de Hannah.

—¿Y no quieres poner uno en el armario de los zapatos? ¿O en el baño de abajo?

Ella lo observó.

—Puedo tirarte otra almohada, si quieres —dijo.

Pero él la había distraído de su pesadilla. Suzanne sabía que esa había sido su intención y lo amaba por ello.

—Solo digo que quizá debas dejar alguno en el bosque —Stewart arrojó la tolla húmeda sobre la silla, pero, cuando captó la mirada de ella, la recuperó y la llevó al cuarto de baño—. Todos los años te matas convirtiendo este sitio en un cruce entre un país de las maravillas invernal y el taller de Santa Claus —empezó a vestirse rápidamente, poniéndose todas las capas necesarias para su trabajo—. Tienes grandes expectativas, Suzanne. No es fácil cumplirlas.

—Es verdad que las cosas pueden ser un poco estresantes cuando las chicas están juntas…

—Son mujeres, no chicas. Y «un poco estresantes» es decir muy poco.

—Quizá este año sea diferente —Suzanne quitó las sábanas de la cama—. Beth y Jason son felices. Estoy deseando tener a mis nietas aquí. Colgaré calcetines encima de la chimenea y prepararé bandejas de dulces. Y Hannah no tendrá que hacer nada, porque pienso tenerlo todo hecho cuando llegue para poder pasar tiempo con ella. Quiero que me ponga al día de lo que hace —sujetó las sábanas contra su pecho—. ¡Ojalá encontrara a alguien especial para…!

—¿Para qué? ¿Para comérselo con patatas? —Stewart movió la cabeza—. Te suplico que no le digas eso a ella. Las relaciones de Hannah son asunto suyo. Y no me parece que tenga mucho interés.

—No digas eso —repuso ella.

Se negaba a creer que pudiera ser verdad. Hannah necesitaba una relación íntima. Una familia propia. Un círculo protector. Todo el mundo necesitaba eso.

Era algo que ella, Suzanne, siempre había deseado. Con seis años había soñado ya con eso. Había pasado sus primeros años con una madre demasiado borracha para ser consciente de su existencia. Más tarde, cuando los órganos internos de su madre habían dejado de luchar contra el maltrato constante que sufrían, Suzanne había entrado en una casa de acogida. Todas las historias que escribía en el colegio tenían que ver con ella formando parte de una familia cariñosa. En sus sueños tenía padres y hermanos. Cuando cumplió los diez años, se había resignado ya a que eso nunca iba a ocurrir.

Al final había acabado en una residencia y allí había conocido a. Esta se había convertido en la hermana que Suzanne tanto había anhelado y había volcado en esa amistad todo el amor que le sobraba. Estaban tan unidas, que la gente asumía que eran familia.

El amor de Cheryl había llenado todas las grietas y huecos en el alma de Suzanne, como pegamento que juntara fragmentos rotos. Dejó de sentirse sola y perdida. Ya no quería que la adoptaran porque tendría que irse de la residencia y eso implicaba dejar a Cheryl.

Compartían habitación, compartían ropa y compartían risas. Compartían también esperanzas y sueños.

El recuerdo era tan vívido y la necesidad de oír la risa contagiosa de Cheryl tan fuerte, que Suzanne estuvo a punto de alcanzar el teléfono.

Hacía veinticinco años que no hablaban y, sin embargo, el impulso de llamarla no había desaparecido.

La parte de ella que echaba de menos a su amiga no se había curado nunca.

La voz de Stewart la arrastró de vuelta al presente.

—¿Suzanne? ¿En qué piensas?

Él creía que Cheryl era una mala influencia.

Lo irónico de eso era que Suzanne no habría conocido a Stewart de no ser por Cheryl. No habría sido guía de montaña de no ser por Cheryl.

—Estaba pensando en Hannah —contestó.

—Si le hablas de su vida amorosa, te garantizo que subirá al primer avión que salga de aquí y no tendremos una Navidad feliz.

—No le diré ni una palabra. Le pediré a Beth que me ponga al día. Me alegro de que vivan las dos en Nueva York. A Hannah le viene bien tener a su hermana cerca. Y Beth está casada y feliz y le encanta ser madre. Puede que eso inspire a Hannah.

Pronto volverían a estar juntas las tres hermanas y Suzanne sabía que ese año la Navidad sería perfecta.

Estaba segura.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Beth

 

La maternidad la estaba matando.

Beth intentaba en vano sacar a sus hijas de su juguetería favorita cuando llegó la llamada. Por un momento se sintió culpable, como si la hubieran pillado haciendo algo que no debía.

Le había prometido a Jason que no compraría más juguetes, pero no se le daba bien negarles nada a las niñas. Su marido subestimaba continuamente la insistencia de las niñas. Nadie podía acabar con la determinación de una persona tan fácilmente como un niño decidido. «Por favor, mamá. Por favor, por favor…».

A ella le resultaba especialmente difícil porque quería a toda costa ser una buena madre y tenía la desagradable sospecha de que no lo era. Había descubierto que había una gran brecha entre la intención y la realidad.

Sacó el teléfono y apartó a Ruby de otro camión de bomberos gigante, ese con luces parpadeantes y una sirena ruidosa, que sin duda lo habría diseñado un hombre joven, soltero y sin hijos.

No reconoció el número, pero contestó de todos modos, reacia a perder lo que podía ser la oportunidad de una conversación con un ser adulto. Desde que tenía hijos, su mundo se había encogido, y tenía la sensación de haberse encogido con él.

Esos días estaba dispuesta a hacer amistad con cualquiera que no quisiera hablar de problemas para comer, dormir o de comportamiento. La semana anterior se había descubierto prolongando una conversación con alguien que quería venderle un seguro del coche, aunque no tenía coche. Al final había colgado el vendedor, lo cual debía de ser todo un hito en la historia de las llamadas de ventas.

—Hola —dijo.

El teléfono estaba pegajoso e intentó no pensar en la procedencia de la sustancia pegada a él. ¿La golosina favorita de Melly? Cuando Beth estaba embarazada, había decidido no dar jamás azúcar a sus vástagos, pero esa, al igual que tantas otras resoluciones, se había evaporado ante el fuego feroz de la realidad.

—¡Quiero el camión de los bomberos, mamá!

Como siempre, a las niñas les daba igual que estuviera hablando por teléfono y seguían hablando con ella. Ni descansos para publicidad, ni para ir al baño y, desde luego, no para llamadas telefónicas.

Sus necesidades eran las últimas de la fila.

Beth siempre había sabido que quería tener hijos. Lo que no sabía antes de ser madre era a cuánto de sí misma tendría que renunciar en el proceso.

Se volvió ligeramente para poder oír a la persona que llamaba.

—¿Beth McBride? —era una voz vigorosa y formal. Una mujer con un objetivo, que tachaba esa llamada de su lista de cosas que hacer.

En otro tiempo, Beth había sido como esa mujer. Había disfrutado del glamour y el brillo de Manhattan. Del ritmo frenético de la ciudad. Había sido como probarse un vestido y descubrir que te sienta perfectamente y que no quieres quitártelo nunca. Quieres comprarte dos por si se estropea uno y altera de algún modo esa imagen perfecta.

Y luego, un día, te despiertas y descubres que el vestido ya no es tuyo. Lo has echado de menos. Has visto a otras personas con él y has querido arrancárselo.

—Beth McBride al habla.

McBride.

Hacía años que nadie la llamaba así. Años que era Bethany Butler.

—Beth, soy Kelly Porter, de KP Recruiting.

Beth habría soltado el teléfono, de no ser por la sustancia pegajosa que lo mantenía soldado a su palma.

Antes de tener hijos, había trabajado en relaciones públicas para distintas empresas de estética. Había empezado por abajo, pero había subido rápidamente, y Kelly le había buscado al menos dos de aquellos trabajos.

—Hola, Kelly. Me alegro de oírte —Beth se alisó el pelo y se puso un poco más recta, aunque no era una videollamada.

Ella era Beth McBride, una persona que recibía llamadas de agencias de contratación.

—Tengo algo que podría interesarte.

A Beth le interesaba cualquier cosa que no gritara, mojara nada ni dejara marcas en el suelo, pero no conseguía entender por qué la llamaba Kelly.

Jason y ella habían hablado de que volvería a trabajar en algún momento, cuando las niñas fueran más mayores. Con Ruby ya en preescolar, había llegado el momento de volver a tener esa conversación, pero Beth solía estar demasiado agotada para defender su caso.

Por no hablar de la parte de ella que se sentía culpable por querer dejar a las niñas.

—Te escucho.

—Tengo entendido que has tenido un paréntesis profesional —el tono de Kelly daba a entender que catalogaba eso en el mismo grupo de sucesos desafortunados que el tifus o la fiebre amarilla.

—Llevo un tiempo concentrándome en mi familia, sí —repuso Beth.

Le quitó a Melly un disfraz de princesa de la mano y negó con la cabeza. Melly tenía ya un armario lleno de vestidos de princesa. Jason se pondría como loco si le compraba otro, y más estando tan cerca la Navidad.

—¿Has oído hablar de Glow PR? —preguntó Kelly, ignorando la mención a la familia—. Es un equipo joven y dinámico que empieza a hacerse un nombre. Buscan a alguien de tu perfil.

¿Cuál era exactamente su perfil?

Beth era esposa, madre, cocinera, taxista, limpiadora, líder de juegos y ayudante personal. Podía limpiar salsa de espaguetis de las paredes y recitar todos los libros ilustrados de Ruby sin sacarlos de la estantería.

A su lado, en la pared, había un espejo rodeado de tanta cantidad de rosa y purpurina como para satisfacer a la aspirante a princesa más exigente. Podía parecer un objeto sacado de un cuento de hadas, pero la imagen que le devolvía la mirada a Beth no tenía nada de cuento de hadas.

Tenía el pelo moreno, y sus pocos intentos de tiempo atrás por teñirse de un tono un poco más claro la habían convencido de que algunas personas habían nacido para ser morenas. En ese momento tenía ojeras oscuras, como si la naturaleza estuviera decidida a mostrar lo cansada que estaba.

En otro tiempo había creído que sabía todo lo que había que saber sobre belleza y cómo conseguir una cierta imagen, pero después había aprendido que el mejor producto de belleza no era una crema para la cara ni una sombra de ojos, sino una noche seguida de sueño y, desgraciadamente, eso no se vendía en frascos.

—Mamá —Ruby le tiró del abrigo—. ¿Puedo jugar con tu teléfono?

Ruby siempre quería todo lo que tenía Beth.

Esta negó con la cabeza y señaló el camión de bomberos, con la esperanza de distraer a su hija pequeña.

Ruby quería ser bombera, pero Beth opinaba que estaba más dotaba para trabajar en ventas. Solo tenía cuatro años, pero podía convencer a cualquier persona de lo que fuera en cuestión de minutos.

—¿Beth?

—Estoy aquí —contestó la interpelada.

Sabía que debía decir que en ese momento era madre y ama de casa y que no le interesaba ninguna oferta.

Pero sí le interesaba.

—La empresa está aquí mismo, en la Sexta Avenida, pero tienen una red amplia y presencia en ambas costas.

Presencia en ambas costas.

La imaginación de Beth voló hasta la costa oeste en primera clase. Ese día, una juguetería. Al siguiente, Beverly Hills. Hollywood. Champán. Un mundo de almuerzos largos y reuniones de negocios, donde la gente escuchaba lo que ella decía. De fiestas glamurosas y de la posibilidad de usar el cuarto de baño sin compañía.

—¿Mamá? Quiero el camión de los bomberos.

El cerebro de Beth seguía disfrutando en Beverly Hills.

—Cuéntame más —pidió.

—Crecen deprisa y están listos para ampliar su equipo. Quieren hablar contigo.

—¿Conmigo? —Beth se mordió la lengua. No debería haber dicho eso. Debería proyectar confianza en sí misma, pero la confianza en sí misma había resultado ser un recurso no renovable. Sus hijas le habían quitado la suya con dedos pegajosos.

—Tú tienes experiencia —dijo Kelly—. Contactos con los medios y creatividad.

«Ja», pensó Beth.

—Llevo tiempo fuera del mundillo —siete años para ser exacta.

—Corinna Ladbrooke ha preguntado específicamente por ti.

—¿Corinna? —el nombre de su antigua jefa removió una maraña de sentimientos en el interior de Beth—. ¿Se ha cambiado de empresa?

—Ella es la que está detrás de Glow. Dime cuándo tienes un hueco y puedo organizarte un encuentro con todos ellos.

¿Corinna la quería a ella? Habían trabajado juntas, pero no había sabido nada de ella desde que se marchara para tener hijos.

A Corinna no le interesaban los niños. Ella no tenía, no quería tenerlos y, si alguna de sus empleadas elegía descarriarse por la esfera de la maternidad, optaba por ignorarla.

Ruby empezó a gimotear y Beth se agachó a tomarla en brazos con una mano, comprobando automáticamente que todavía tenía a Bugsy. Nada podía separar a Ruby de su peluche favorito y Beth tenía cuidado de no perderlo.

¿Se preocuparía menos por las niñas si tuviera un trabajo?

Se inquietaba demasiado y lo sabía. Le aterrorizaba que pudiera pasarles algo malo.

—Kelly, te llamaré cuando eche un vistazo a mi agenda —dijo, consciente de que aquello sonaba más impresionante de lo que era. Su «agenda» incluía llevar a las niñas a clases de ballet, clases de arte y de inmersión en mandarín.

—Hazlo pronto.

El teléfono quedó en silencio y Beth permaneció un momento inmóvil, con la cabeza todavía en el país de las fantasías y el brazo dormido. ¿Por qué parecía que el peso de las niñas aumentaba según el tiempo que las tuviera en brazos? Dejó a Ruby en el suelo.

—Nos vamos a casa.

—¡Camión de bomberos! —el grito de Ruby era más penetrante que ninguna sirena—. Lo has prometido.

Melly seguía mirando disfraces.

—Si no puedo ser una princesa, quiero ser un superhéroe —declaró.

«Yo también quiero ser un superhéroe», pensó Beth.

Una buena madre se negaría y explicaría claramente su decisión. Las niñas saldrían de la tienda disciplinadamente y entendiendo mejor el valor del dinero y el concepto de la gratificación diferida, así como la asociación de comportamiento y recompensa.

Beth no era esa madre. Cedió y compró el camión de bomberos y un disfraz más.

Salió de la tienda cargada con dos niñas felices, un montón de paquetes y la irritante sensación de ser un fracaso como madre.

Ver Manhattan en diciembre era verlo en su mejor época ventosa. El resplandor de las luces en los escaparates y la mordedura del aire de invierno se combinaban para crear una atmósfera que atraía a gente de todo el mundo. Las aceras estaban atestadas y la población de la zona se veía tragada por los visitantes que no podían resistirse a la atracción de la Quinta Avenida en esas fiestas.

Beth adoraba Manhattan. Después de graduarse, había trabajado para una empresa de Relaciones Públicas en Londres. Cuando la habían trasladado a la oficina de Nueva York, había tenido la sensación de que había triunfado, como si el simple hecho de estar en Manhattan confiriera cierto estatus. A su llegada, se había visto dividida entre la euforia y el terror. Caminaba a buen paso por calles con nombres familiares. Quinta Avenida, calle Cuarenta y dos, Broadway, intentando fingir que aquel era su hábitat natural. Por suerte, había vivido y trabajado en Londres antes, porque, si no, el contraste entre el nivel de ruido de Nueva York y el de su casa familiar en las Highlands de Escocia, habría sido demasiado para su mente y para sus tímpanos.

Caminaba todos los días por la Quinta Avenida de camino al trabajo, con la sensación de estar en un plató de cine. La alegría y la ilusión habían compensado de sobra por cualquier añoranza que hubiera podido sentir. ¿Y qué si solo podía permitirse una habitación pequeña, donde podía tocar ambas paredes sin salir de la cama? Estaba en Nueva York, la ciudad más emocionante del mundo.

Un matrimonio y dos niñas después, seguía sintiendo lo mismo.

Su apartamento era más grande y tenían más ingresos, pero, aparte de eso, lo demás no había cambiado mucho.

Sujetó con fuerza la mano de Ruby y llamó a Jason para contarle lo de Kelly, pero su ayudante le dijo que estaba en una reunión.

Beth recordó entonces que él tenía una presentación muy importante ese día y una semana ajetreada por delante. ¿Podría sacar tiempo para quedarse con las niñas si ella iba a ver a Corinna y el equipo?

—Mamá —Ruby se colgaba de su mano y la presión hacía que a Beth le doliera el hombro—. Estoy cansada.

«Yo también», pensó Beth.

—Si andas más deprisa, llegaremos pronto a casa. Sujeta a Bugsy con fuerza. No queremos que se caiga aquí. Y no te acerques mucho al bordillo —dijo.

Veía accidentes por todas partes. Y no ayudaba que Ruby fuera una niña aventurera y temeraria, que carecía al parecer del instinto de autopreservación y no era nada cautelosa. Melly andaba prácticamente pegada a su costado, pero Ruby quería explorar el mundo desde todos los ángulos.

Resultaba agotador.

Beth quería trabajar para Glow PR. Quería caminar por la Quinta Avenida sin tener que estar alerta ante un posible desastre. No era la primera madre que quería trabajar y tener una familia. Tenía que haber un modo de conseguirlo.

La madre de Jason vivía cerca, y Beth confiaba en que, si encontraba un empleo, Alison estuviera dispuesta a ayudar con las niñas. Melly y Ruby la adoraban. Beth también la adoraba. Alison era la negación personificada de todos los tópicos relativos a las suegras. En lugar de estar molesta con Beth por ser la mujer que se había llevado a su único hijo, la había recibido como si fuera la hija que nunca había tenido.

Beth estaba segura de que Alison estaría encantada de ayudar, lo cual dejaba solo el pequeño problema de conseguir el empleo.

¿Tenía lo que hacía falta para impresionar a Corinna después de siete años fuera de juego?

Se sentía muy mal preparada para volver al mundo laboral. No estaba segura de ser capaz de participar en una conversación entre adultos normales, y mucho menos si eran personas deslumbrantes con ideas creativas.

Quizá debería llamar a su hermana. Hannah entendería la tentación de una carrera. Trabajaba como consultora de gestión y daba la impresión de que se pasaba la vida viajando por el mundo para arreglar empresas que no eran capaces de arreglarse solas.

Tenían una cita al día siguiente y Beth quería llamarla de todos modos para confirmarla.

Hannah contestó con su tono serio y práctico de voz.

—¿Es algo urgente, Beth? Estoy embarcando. Te llamaré cuando aterrice, si tengo tiempo antes de la reunión.

Nada de «¿Cómo estás, Beth? Me alegro de oírte. ¿Cómo están Ruby y Melly?». No.

Beth siempre había querido estar más unida a su hermana y no sabía quién tenía la culpa de que no fuera así. Y la situación había empeorado últimamente. Las cenas habituales se habían vuelto menos habituales. ¿Era culpa suya porque casi solo hablaba con las niñas? ¿Su propia hermana la encontraba aburrida?

—No te preocupes —Beth apretó más la mano de Ruby, que caminaba retorciéndose. Era como intentar darle la mano a un pez, pero no se atrevía a soltarla por si acababa debajo de las ruedas de un coche—. Hablaremos mañana durante la cena. No es urgente.

—Pensaba llamarte sobre eso. Nada de champán, gracias. Estoy trabajando. Agua con gas, por favor —Hannah apartó el teléfono para hablar con la azafata y Beth intentó reprimir una punzada de envidia.

Quería estar en posición de rechazar champán.

«No, gracias, tengo que mantener la cabeza despejada para la reunión, donde diré algo importante que la gente quiere oír».

—¿La vas a anular otra vez? —preguntó.

—Tengo un trabajo, Beth.

—Lo sé —contestó esta.

Y no necesitaba que se lo recordaran. Y ella estaba en casa, cuidando de sus niñas y con un complejo cada vez mayor, alimentado por los triunfos de su hermana. Intentó no pensar en el cordero que se marinaba en el frigorífico ni en el postre extravagante que había planeado. Hannah comía en los mejores restaurantes. ¿Le iban a impresionar los intentos de su hermana por hacer una tarta Pavlova? Las claras de huevo batidas difícilmente cambiarían el mundo, ¿verdad? ¿Y tan desesperada estaba ella que necesitaba esa aprobación?

—¿Adónde te vas ahora? —preguntó.

—A San Francisco. Ha sido un viaje de última hora. Te iba a poner un mensaje en cuanto terminara el email que estoy escribiendo.

Con Hannah, siempre había muchas cosas de última hora.

—¿Cuándo volverás?

—El viernes por la noche, y el domingo por la noche me voy a Frankfurt. ¿Podemos aplazarlo?

—Esto era un aplazamiento —respondió Beth—. Mejor dicho, es un aplazamiento de un aplazamiento de un aplazamiento.

Un susurro de papeles sugería que Hannah hacía algo más al mismo tiempo que hablaba con ella.

—Fijaremos otra fecha. Sabes que me encantaría verte —dijo su hermana.

Beth no lo sabía.

Sí sabía que era ella la que ponía todo el esfuerzo en la relación. A menudo se preguntaba si Hannah se molestaría en ponerse en contacto si ella dejaba de intentarlo. Pero nunca lo dejaría, aunque su hermana la volvía loca y hería sus sentimientos. Beth sabía lo valioso que era tener familia y pensaba aferrarse a la suya aunque eso implicara dejar la marca de sus uñas en la carne de Hannah.

—¿Te he ofendido de algún modo? —preguntó—. Siempre tienes alguna excusa para no vernos.

Hubo una pausa.

—Tengo una reunión, Beth. No te lo tomes como algo personal.

Beth tenía la horrible impresión de que era muy personal.

Hannah, como Corinna, no quería tener hijos. Pero era algo más que eso. Beth empezaba a pensar que a su hermana no le gustaban Ruby y Melly, y ese pensamiento era como una puñalada en el corazón.

—No estoy exagerando. Tú te has apartado —dijo.

Corinna era su jefa y no tenía ninguna obligación de que le gustaran sus hijas, pero Hannah era tía de las niñas.

—Las dos estamos ocupadas. Es difícil encontrar un momento.

—Vivimos en la misma ciudad y no nos vemos nunca. No tengo ni idea de lo que pasa en tu vida. ¿Eres feliz? ¿Sales con alguien? —dijo Beth.

Sabía que su madre le preguntaría, así que consideraba su deber estar al tanto de ese tipo de información. Además, era una romántica. Y también estaba el hecho de que, si Hannah tuviera pareja, tal vez se verían más. Podrían salir a cenar los cuatro juntos.

Pero, al parecer, eso no iba a ocurrir.

—Vivo en Manhattan. Está atestado. Veo a mucha gente.

Beth renunció a intentar sacarle información.

—Ruby y Melly te echan de menos —dijo—. Eres la única familia mía que vive cerca. Les encanta que vengas a casa —decidió probar su teoría—. Pásate el fin de semana.

—¿Quieres decir por tu apartamento?

Beth estaba segura de no haber imaginado el tono de pánico en la voz de su hermana.

—Sí —dijo—. Vente a almorzar. O a cenar. Quédate todo el día y una noche.

Hubo una pausa corta.

—Tengo que trabajar todo el fin de semana. Será mejor que tú y yo cenemos juntas un día fuera.

Un restaurante. En la ciudad. Una velada sin niños.

Beth alzó a Ruby con un brazo. Se sentía protectora de pronto.

Aquellas eran sus hijas. Su vida. Eran lo más importante que había en su mundo. ¿A su hermana no deberían importarle aunque solo fuera por eso?

La ironía era que, como Hannah las veía tan poco, las niñas la veían como a una figura llena de glamour.

La última vez que había estado en su apartamento, Ruby había intentado subirse a sus rodillas para abrazarla y Hannah se había quedado petrificada. Beth medio esperaba que le gritara a la niña que se apartara. Al final, había sido ella la que había retirado a la sorprendida Ruby y la había distraído, pero el incidente la había dejado herida y molesta. Había permanecido en un estado de tensión hasta la marcha de su hermana.

Jason le había recordado que Hannah era así y no cambiaría nunca.

—De acuerdo. Cenaremos algún día. Trabajas demasiado —dijo Beth.

—Empiezas a hablar como Suzanne.

—Quieres decir mamá —Beth soltó los dedo de Ruby de su pendiente—. ¿Por qué nunca la llamas «mamá»?

—Prefiero «Suzanne» —respondió Hannah con voz más fría—. Siento anular la cita, pero tendremos tiempo de sobra de charlar en Navidad.

—¿Navidad? —Beth se quedó tan sorprendida, que casi soltó a Ruby—. ¿Vas a ir a casa por Navidad?

—Si por «casa» te refieres a Escocia, sí —Hannah volvió a hablar con la azafata—: Tomaré el salmón ahumado y la ternera.

En otro momento, Beth se habría preguntado por qué se molestaba en pedir salmón y ternera si las dos sabían que tomaría dos bocados y dejaría el resto, pero ese día estaba demasiado sorprendida por la revelación de que su hermana iría a casa en Navidad.

—El año pasado no fuiste.

—Tenía muchas cosas pendientes —Hannah hizo una pausa—. Y ya sabes cómo es la Navidad en nuestra casa. Solo estamos todos juntos esos días y la casa es una olla a presión llena de expectativas. Suzanne se preocupa por pequeñeces y necesita que todo esté perfecto y, si no ocurre así, Posy siempre me echa la culpa a mí.

Era tan poco habitual que dijera lo que pensaba, que eso pilló desprevenida a Beth. Antes de que se le ocurriera una respuesta apropiada, su hermana ya había cambiado de tema.

—¿A las niñas les apetece algo en particular por Navidad? —preguntó.

«Las niñas. Las chicas». Hannah siempre las juntaba y, al hacerlo, de algún modo las deshumanizaba.

Beth sabía que su hermana delegaría la compra de regalos en su ayudante. Elegiría algo caro, con lo que las niñas olvidarían jugar después de una semana y ella, su madre, se quedaría con la sensación de que su hermana intentaba compensar con eso lo que no les daba por otro lado.

Pensó en el camión de bomberos que le golpeaba la pierna al andar y se dijo que ella no era quién para criticar a nadie por comprar regalos caros.

—No les compres nada que chille ni que emita sirenas en plena noche. Y gasta la misma cantidad en las dos.

Llevaba un cálculo mental y se vigilaba continuamente para no mostrar preferencias, para no regañar a una más que a la otra ni demostrar más interés por una que por la otra.

Sus hijas nunca tendrían la sensación de que sus padres tenían una favorita.

—Soy la última persona a la que necesitas decirle eso —comentó Hannah.

Por un breve momento, Beth y ella conectaron. Un único hilo invisible del pasado las unía.

Beth quería agarrar ese hilo y tirar de su hermana hacia sí, pero el estrépito de los cláxones y el ruido general de la calle hacían que aquel fuera un lugar poco apropiado para una conversación personal profunda. Y estaban también los oídos de las niñas, que no se perdían nada.

—Hannah, quizá podríamos…

—¿Qué les gusta ahora? —preguntó Hannah., cortando la conexión y retirándose al lugar seguro en el que nadie podía alcanzarla.

Beth sintió la pérdida como un pinchazo.

—Melly quiere ser bailarina de ballet o princesa y Ruby quiere ser bombera.

—¿Princesa?

Beth captó la crítica en el tono de su hermana.

—Le compro juguetes neutrales y le digo que puede ser ingeniera y trabajar en la NASA, pero de momento prefiere vivir en un castillo con un príncipe, a ser posible, vestida como el Hada de Azúcar.

«Espera a tener hijos y entonces sabrás de lo que hablo», pensó. Pero no lo dijo.

Por mucho que su madre anhelara que Hannah se enamorara y se asentara, cualquiera que fuera un poco realista podía ver que eso no iba a pasar.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Hannah

 

Embarazada.

Hannah cerró los ojos e intentó controlar el pánico.

Todavía había una posibilidad de que no estuviera embarazada. Llevaba cinco días de retraso, pero eso se podía deber a otras causas. Estrés, por ejemplo. Definitivamente, estaba estresada.

Guardó el teléfono en el bolso, sintiéndose culpable por Beth.

No había olvidado la cena. La había anulado porque sabía que no podría soportar una velada en el caos centrado en las niñas que era el apartamento de su hermana.

¿Era una locura ir ese año a casa por Navidad? El año anterior se había rajado en el último momento alegando que tenía que trabajar. Había desconectado el teléfono y pasado el tiempo en su apartamento, adormeciendo sus sentimientos con varias botellas de vino bueno y un maratón de lectura. Cuando había cerrado el último libro, se habían acabado las fiestas.

Ese año, eso no era una opción.

Temía la unión forzada de la Navidad y la presión que eso conllevaba.

Su familia creía que era una mujer centrada en su vida profesional, sin tiempo para relaciones.

Iba a ser una conversación interesante si resultaba estar embarazada.

Debería hacerse un test. Averiguar si lo estaba o no. Pero entonces lo sabría y, por el momento, prefería aferrarse a la vaga esperanza de que su vida, perfectamente organizada, no se fuera a complicar de pronto.

—¿Va todo bien, Hannah?

Ella abrió los ojos. Adam estaba de pie en el pasillo de primera clase, colocando su bolsa.

—Sí, todo bien —Hannah había guardado ya su pequeña maleta y tenía el portátil al lado del asiento. Vivía con la sensación de que las cosas estaban a punto de torcerse mucho y hacía lo que podía para impedirlo planeando y controlando hasta el último detalle de su vida.

—¿Estás segura? Esa conversación sonaba tensa —él se sentó a su lado. Era alto y larguirucho. Sus largas piernas llenaban el abundante espacio delante de su asiento—. ¿Problemas?

Normalmente, cuando viajaba, Hannah prefería hacerlo consigo misma. Si hubiera existido un cartel de No Molesten para pasajeros, se lo habría colgado.

Ese día, sin embargo, viajaba con Adam. Este era su colega y, en los últimos meses, su amante.

Y tal vez fuera también el padre de su hijo, cosa que seguramente sería un shock tan grande para él como para ella.

—Hablaba con Beth.

Sintió una punzada de culpa. Su hermana tenía razón en que hacía tiempo que no veía a las niñas. Estas eran adorables, pero, con ellas, Hannah se sentía inepta e incompetente. Le resultaba imposible leer cuentos de hadas en los que todos eran felices y comían perdices. No era capaz de perpetuar esa mentira. Santa Claus no existía. El Ratoncito Pérez tampoco. El amor no se podía garantizar.

En una ocasión había intentado explicarle eso a Beth, pero su hermana había pensado que decía tonterías.

«Puede que la vida no siempre acabe de un modo feliz, Hannah, pero prefiero ocultarles eso a mis niñas de momento, si no te importa».

Hannah pensaba que era más sano que las expectativas de la gente tuvieran una base en la realidad. Si no esperabas mucho, no era tan grande la caída cuando al fin te dabas cuenta de que ninguna planificación podía evitar que sucedieran cosas malas.

Unos años antes, después de una tormenta de nieve inesperada, se había visto obligada a pasar la noche en el apartamento de Beth. En mitad de la noche, Ruby se había subido a su cama. Hannah había sentido el cosquilleo de los rizos suaves en la piel y el calor del cuerpecito infantil a través del algodón del pijama cuando la niña se había pegado a ella buscando seguridad. Eso le había recordado tanto la fatídica noche en la que Posy se había subido a su cama, que los recuerdos casi la habían asfixiado.

El hecho de que su hermana no lo entendiera la hacía sentirse todavía más aislada.

Se había marchado sin desayunar, prefiriendo lidiar con los montones de nieve y la ventisca antes que con los recuerdos. Y había tenido mucho cuidado de no volver a colocarse en esa posición. Hasta ese momento.

Pasó los dedos por el cuello del suéter, aunque no le quedaba apretado.

La Navidad iba a ser dura, pero ni siquiera ella podía encontrar el modo de evitarla por segundo año. La familia McBride siempre se reunía en Navidad. Era la tradición. Se había resignado al hecho de que era algo que iba a tener que soportar, como un ataque malo de gripe. Pero ahora tenía además aquella complicación añadida.

—¿Se ha enfadado porque has anulado la cita? —preguntó Adam.

La observaba con preocupación y ella se apresuró a apartar la vista. Él era observador. Captaba cosas que a otras personas les pasaban desapercibidas. Era uno de los atributos que lo hacían tan bueno en su trabajo. También era parte de la perturbadora atracción que había sentido por él desde el primer día que llegó a la empresa. Hannah no estaba preparada para la química que parecía haber entre ellos. Se le daba tan bien controlar sus sentimientos, que había sido un gran shock descubrir que eran capaces de rebelarse.

—Le ha dolido —contestó.

Él sacó su teléfono del bolsillo y tendió el abrigo a la azafata.

—¿Por qué no le dices la verdad? Dile que te resulta difícil estar cerca de niños.

¡Menuda ironía!

«Si estoy embarazada, tendré que encontrar el modo de soportar a los niños».

Todavía le sorprendía haber hablado con él de su familia, pero Adam era una persona con la que resultaba increíblemente fácil hablar.

No se lo había contado todo, por supuesto, pero sí le había dicho más que a ninguna otra persona en toda su vida.

—Es… complicado —musitó.

Se dio cuenta de que, al otro lado del pasillo, había una pareja con un bebé. No habían despegado todavía y el bebé ya se mostraba inquieto. Hannah esperaba que no se pasara todo el viaje llorando. Oír llorar a un niño le producía dolor de estómago.

—Preséntamela y lo haré yo.

—¿Qué? —Hannah se volvió hacia él, confusa.

—Quiero conocer a tu hermana.

—¿Por qué?

—Porque eso es lo que hace la gente en nuestra posición.

—¿Nuestra posición?

—Estoy enamorado de ti —dijo él con sencillez, como si el amor no fuera lo más terrorífico que le podía pasar a una persona—. ¿O vamos a ignorar eso?

—Vamos a ignorarlo —contestó ella.

Al menos de momento. Controlaba sus sentimientos con la misma firmeza que su agenda. Había aprendido a reprimirlos. Si había una cosa que odiaba en la vida, era el caos emocional.

—Debería ofenderme que trates tan a la ligera mi sentida declaración de amor.

—Estabas borracho, Kirkman.

—No es cierto. Estaba en pleno uso de mis facultades.

—Si no recuerdo mal, habías bebido varios vasos de bourbon.

—Es cierto que necesité algo de apoyo líquido para darme valor —él se encogió de hombros—, pero declararte mi amor era un gran paso para un hombre que lleva tanto tiempo solo como yo.

Hannah no se había permitido creer que él hablara en serio.

Para ella, el amor era una forma emocional de ruleta rusa. Un juego al que ella no jugaba.

Su seguridad sentimental era lo más importante del mundo para ella.

No quería ni pensar cómo se complicaría todo si había además un bebé.

—¿Te preocupa que te vaya a quitar tus bienes? —Adam se inclinó hacia ella—. Firmaremos un acuerdo prematrimonial, pero tengo que advertirte de que, en caso de ruptura irrevocable de nuestro matrimonio, quiero tomar posesión de tus libros. Con tiempo y medicación, probablemente pueda aprender a vivir sin ti, pero no puedo aprender a vivir sin tu biblioteca. ¿Sabes lo excitante que es saber que tienes una primera edición de Grandes esperanzas en tus estanterías?

Hannah casi no podía concentrarse en la conversación.

«Tienes que hacerte la prueba», pensó.

—No necesitaremos un acuerdo prematrimonial —dijo.

—Estoy de acuerdo. Un amor como el nuestro durará eternamente. Podríamos decir que tengo grandes esperanzas —Adam le guiñó un ojo, pero ella no sonrió.

El amor era voluble y poco fiable, y definitivamente, no era algo que se pudiera controlar. Si alguien no te quería, no podías obligarle a hacerlo. Prefería construir su vida sobre bases más seguras.

Adam rechazó la oferta de champán de la azafata y pidió bourbon en su lugar. Enarcó las cejas cuando Hannah también lo rechazó.

—¿Desde cuándo rehúsas tú el champán?

«Desde que puedo estar embarazada».

—Necesito tener la mente despejada para la presentación.

—Tú puedes llevar a cabo esta presentación con los ojos cerrados. No entiendo por qué te estresas. ¿Dónde está la mujer que bailaba descalza en la oficina alrededor de una caja de pizza vacía?

Ella se quitó los zapatos de tacón.

—¿Podemos olvidar que pasó eso?

—No. Tengo pruebas fotográficas, por si alguna vez intentas negarlo. Y pienso mostrárselas a tu hermana para probarle lo incomprendida que eres —sacó el teléfono y fue pasando fotos con el pulgar—. Mira. Esta es mi favorita.

Hannah apenas se reconocía. El pelo se había salido del moño que llevaba a trabajar y estaba descalza y riendo. Lo que más destacaba era la expresión de su cara. ¿De verdad había transmitido tanto?

—¡Dame eso! —exclamó. Intentó quitarle el teléfono, pero él lo sujetó fuera de su alcance.

—Jamás olvidaré aquella noche.

—¿Porque me quité los zapatos y bailé?

—Yo lo decía por la pizza. Estaba muy buena. Ha habido otras noches, y otras pizzas, pero aquella fue la mejor. Creo que eran las aceitunas —Adam se inclinó sonriente y la besó—. Me encanta que te rías. ¡Estás siempre tan seria en la oficina!

—Soy una persona seria.

Adam se apartó.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Mi padre.

«¡Eres tan seria, Hannah! Levanta la cabeza del libro cinco minutos y diviértete un poco».

Todavía había días en los que se sentía culpable por coger un libro, incapaz de apartar de sí la sensación de que había algo más valioso en lo que debería emplear su tiempo.

—Tengo noticias para tu padre. Se equivoca.

Adam había ido retirando poco a poco sus defensas, y lo había hecho de un modo tan sutil, que ella ni siquiera se había dado cuenta de que necesitaba defenderse.

Su trabajo a menudo exigía que se quedara hasta tarde, y eso no había tenido nada de especial hasta la primera vez que él había entrado en su despacho con una caja de pizza en la mano.

Hannah había enarcado las cejas.

—Yo no como pizza.

—Hay una primera vez para todo, McBride.

Y habían acabado sentados en el suelo del despacho, comienzo pizza de la caja mucho después de que todos los demás se hubieran ido a casa.

Era la primera vez en su vida que Hannah comía pizza directamente de la caja.

También era la primera vez que se había quitado los zapatos o se había sentado en el suelo del despacho.

No estaba segura de que hubiera sabido relajarse antes de que él llegara a la empresa, pero aquellas sesiones de trabajo tardías se habían convertido enseguida en su parte favorita del día. Estaba deseando tener mucho trabajo para que existiera una excusa para quedarse cuando todos los demás se habían ido.

Trabajaban, compartían comida y hablaban. Allí, en la quietud nocturna de la oficina, envueltos por el resplandor de la ciudad, resultaba fácil decir cosas que ella jamás habría dicho en otras circunstancias.

Una noche, él le había confesado que su tía había insistido en que diera clases de baile de salón porque pensaba que era una habilidad esencial en la vida.

Y él se había empeñado en enseñar a Hannah.

—Todo el mundo debería saber bailar el tango, McBride.

—Yo no bailo, Kirkman.

Pero con él sí había bailado descalza alrededor de las cajas de pizza vacías.

Era ridículo, pero había acabado riéndose tanto, que no podía respirar.

«Y así fue como llegamos a la intimidad», pensó, mirando a Adam tomar un sorbo de su vaso. No con una zancada de gigante, sino paso a paso, con cada movimiento hacia delante tan furtivo como la marea que sube. En un momento dado, estaba de pie sola en tierra seca y al momento siguiente la cubría el agua y se ahogaba.

Alas ligeras de pánico aleteaban en su piel. Si hubiera podido atárselas a la espalda, habría salido volando. Para algunas personas, el miedo era un callejón oscuro de noche, o un perro gruñendo con dientes afilados. Para ella, el miedo era la intimidad.

Quizá él creyera que la quería, pero Hannah sabía que lo que ella podía ofrecer no sería suficiente.

Un golpe y una maldición la sacaron de sus pensamientos y vio que una mujer intentaba guardar su maleta en el compartimento de arriba.

Adam se levantó a ayudarla, y con su estatura, no tuvo ningún problema en colocar la maleta.

Hannah vio que los ojos de la mujer se detenían en el perfil de él y bajaban después a sus hombros. Una débil sonrisa rendía tributo a aquel ejemplar viril, hasta que se volvió y notó la presencia de Hannah. Su sonrisa pasó de interesada a resignada. Hannah la imaginó pensando: «Todos los buenos están pillados».

Adam volvió a sentarse.

—¿Cuándo le vas a hablar a Beth de nosotros? —preguntó—. No es que me importe ser tu sucio secreto, pero sería más fácil si se lo dijeras. Podría ir a cenar contigo. Se me dan muy bien los niños.

Hannah confió en que siguiera pensando igual si resultaba estar embarazada.

Él volvió a estirar las piernas.

—Llevamos seis meses viviendo prácticamente juntos. No puedes esconderme eternamente.

«¿Seis meses?».

—Yo no te escondo.

Antes de Adam, su relación más larga habían sido dos meses. Ocho semanas. Era un periodo de tiempo que le iba bien. Hannah prefería concentrar sus esfuerzos en cosas que se le daban bien. Las relaciones no entraban en esa categoría.

Con Adam había sido diferente.

La conexión había sido tan potente, que no había sabido cómo lidiar con ella. Al principio, su única interacción se daba en el trabajo. No recordaba quién había hecho el primer movimiento.