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Esta obra, extraordinariamente lúcida, va al núcleo de la actual encrucijada cultural y social. Desde las posiciones oficiales será considerado incluso subversivo, a pesar de su rigor, o quizá precisamente por ello. MacIntyre constata la ausencia de un debate real sobre cuestiones éticas, provocada por la falta de acuerdo en los fundamentos. La única forma de recuperar la unidad cultural perdida es repensar la filosofía y la teología como un quehacer que requiere una disciplina interna, unas reglas de aprendizaje y, en definitiva, una tradición, entendida como comunidad de trabajo científico. El texto procede de una serie de conferencias Gifford impartidas por el autor en la Universidad de Edimburgo. Examina tres tradiciones éticas en conflicto, y demuestra que el diálogo entre ellas puede abrir una fecunda vía de superación que arroje luz sobre las controversias de nuestro tiempo.
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Seitenzahl: 539
Veröffentlichungsjahr: 2022
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ALASDAIR MACINTYRE
TRES VERSIONES RIVALES DE LA ÉTICA
Enciclopedia, genealogía y tradición
EDICIONES RIALP
MADRID
Título original: Three Rival Versions of Moral Enquiry. Encyclopaedia, Genealogy and Tradition.
© 2012 by Alasdair MacIntyre. University of Notre Dame Press, en acuerdo con Indiana University Press.
© 2022 de la versión española realizada por ROGELIO ROVIRA
by EDICIONES RIALP, S. A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid
(www.rialp.com)
Preimpresión y realización eBook: produccioneditorial.com
ISBN (versión impresa): 978-84-321-6205-3
ISBN (versión digital): 978-84-321-6206-0
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
PRESENTACIÓN
NOTA DEL EDITOR
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
1. EL PROYECTO DE ADAM GIFFORD EN SU CONTEXTO
2. GENEALOGÍAS Y SUBVERSIONES
3. ¿DEMASIADOS TOMISMOS?
4. LA CONCEPCIÓN AGUSTINIANA DE LA INVESTIGACIÓN MORAL
5. ARISTÓTELES Y (O CONTRA) AGUSTÍN: TRADICIONES RIVALES DE INVESTIGACIÓN
6. TOMÁS DE AQUINO Y LA RACIONALIDAD DE LA TRADICIÓN
7. LAS FATALES CONSECUENCIAS DE LA TRADICIÓN DERROTADA
8. TRADICIÓN CONTRA ENCICLOPEDIA: LA MORALIDAD ILUSTRADA COMO LA SUPERSTICIÓN DE LA MODERNIDAD
9. TRADICIÓN CONTRA GENEALOGÍA: ¿QUIÉN HABLA A QUIÉN?
10. RECONSIDERACIÓN DE LA UNIVERSIDAD COMO INSTITUCIÓN Y DE LA CONFERENCIA COMO GÉNERO
AUTOR
PRESENTACIÓN
EL LECTOR TIENE ENTRE sus manos un libro extraordinariamente lúcido. Se trata de una obra que va al núcleo de la actual encrucijada cultural y social. No se distrae en las divagaciones al uso ni transita por los caminos trillados de las discusiones convencionales. Más que polémico, es provocativo. Desde las posiciones oficiales, será considerado incluso como subversivo; a pesar de ser sumamente riguroso, o quizás precisamente por ello.
Con la sabia ingenuidad del filósofo auténtico, MacIntyre ve que el rey está desnudo. Y se atreve a decirlo de manera clara e implacable. Grita su verdad en el momento y lugar más inoportunos: en un solemne salón de conferencias. Con depurado estilo académico formula su denuncia antiacadémica: que hoy ya no es posible pronunciar, sin más, conferencias sobre temas morales o, en general, humanísticos. Porque tal género literario supone que el orador comparta con el «público culto» una base mínima de convicciones fundamentales acerca del sentido de la existencia humana. Y este ya no es el caso. No se trata solo de que estemos en desacuerdo. Es que no estamos de acuerdo ni siquiera acerca de la naturaleza de nuestros desacuerdos.
En realidad, no sabemos qué significa «saber». Y lo peor es que no nos arriesgamos a aceptarlo. Vivimos en una generalizada ficción intelectual. Procedemoscomo si hubiera un conjunto de temas y métodos sobre los que cabe discutir y llegar a un cierto resultado aceptable por todos. Pero no es así. Nuestros puntos de partida son contrapuestos; nuestros métodos, inconmensurables; nuestros intereses teóricos y prácticos, divergentes; nuestro lenguaje, equívoco. La Babel intelectual que habitamos se enmascara, alternativamente, de academicismo puntilloso o de liberal tolerancia. Mas seguimos ignorando cuál es el estatuto personal y social del saber. Puede haber —y hay— avances en cuestiones científicas de detalle. Otra cosa bien distinta es que haya progreso en el conocimiento de las grandes cuestiones antropológicas y éticas: ni siquiera tenemos criterios compartidos para decidirlo.
La permanencia en la ficción de un mundo intelectual unitario es efecto inercial de la Ilustración, la primera de las posiciones éticas rivales que en este libro se examinan. «La ilustración ha muerto, solo sus consecuencias perviven», había escrito hace casi treinta años Arnold Gehlen. El cadáver sin enterrar es el de una ideología liberal y progresista que, a mediados del pasado siglo, se soñó a sí misma como ciencia unificada. Su versión anglizante es laEnciclopedia Británica, ante la que el «casticismo» escocés de MacIntyre no oculta antipatías. El mito del liberalismo ilustrado no es otro que el de la «objetividad»: una objetividad neutra que está ahí, universalmente disponible, accesible a todas las personas que hayan logrado superar críticamente los prejuicios tradicionales. Basta aplicar el método científico para que todas las parcelas del conocimiento —también la moral y la teología natural— se iluminen ante el espectador maduro. Los misterios ancestrales han desaparecido; solo quedan problemas que se resolverán, de una vez por todas, a medida que el implacable avance de la razón científica se vaya consumando.
El moderno paradigma de la certeza parecía haber triunfado en toda regla sobre el modelo clásico de la verdad. La ilusión del racionalismo empirista permanecía aún oficialmente viva cuando, a partir de 1873, se publicaba en Edimburgo la IX edición de la Enciclopedia Británica. Pero su suerte estaba ya echada. Sucesivas ediciones de este corpus universal abandonan tácitamente el ideal ilustrado y se limitan a presentar la enciclopedia como una simple obra de referencia. Lo que dura hasta hoy es el fetichismo de «lo dado», que sigue inspirando el residual positivismo dominante. Para comprobarlo, basta con advertir el todavía incuestionado prestigio de los hechos. «Atenerse a los hechos» sigue siendo el primer mandamiento de la ética científica. Cuando la verdad es, más bien, que lo que en cada caso tomamos por hechos dista de ser una neutra presencia, pacíficamente compartida (hágase, si no, el sencillo experimento de leer unos cuantos periódicos del mismo día o, mejor, de grabar los telediarios de las diversas cadenas y compararlos). Ni los presuntos hechos son las cosas reales, ni la facticidad objetivada es el ser natural. La transposición práctica de la amalgama que resulta de tal confusión se detecta bien al recapacitar en lo que se entiende entre nosotros por «moral civil» o simplemente por «ética».
La genealogía de la moral, publicada por Nietzsche en 1887, constituye la segunda obra emblemática elegida por MacIntyre para clarificar nuestra precaria situación intelectual. Nietzsche mismo, su trágica vida, representa el rechazo de la hipocresía académica y del enmascaramiento que está en la base de la ética ilustrada. La neutralidad objetiva de la erudición germana es una mentira interesada. La moral de la burguesía puritana es repugnante. Su denuncia —basada en el desenmascaramiento genealógico de las pasiones reales que bajo ellas laten— constituye inicialmente una exigencia de verdad y una obligación de autenticidad ética. Pero, lanzado sin retorno a su empresa subversiva, Nietzsche no puede limitarse a la denuncia de las certezas engañosas y de los deberes puramente convencionales. La misma verdad y la ética entera caen a golpes del martillo que empuña una voluntad destructora, situada más allá de toda realidad dada, de todo lenguaje significativo y de toda norma vinculante. ¿Qué queda entonces? Aforismos luminosos o incoherentes, metáforas brillantes o arbitrarias, juegos no resueltos de fuerzas en tensión, la pasión de escribir y no poder publicar, el orgullo y el envilecimiento, la lucidez y la locura.
Para convertirse en nietzscheano auténtico, lo único que no cabe es ser discípulo de Nietzsche, porque ello equivaldría a perpetuar los esquemas de estabilidad y dependencia que el implacable profeta destruyó airado. Y tal es la aporía que los actuales genealogistas, deconstructores y genealogistas no pueden superar. Maclntyre, que no es amigo de Nietzsche pero lo es menos de la falsedad, no cae nunca en el simplismo del argumento ad hominem. Pero no deja de denunciar las paradojas insalvables que acompañan la vida de algunos publicistas y profesores, beneficiarios de un mundo académico que denostan y en el cual quizá acaban por ser figuras tan prestigiosas como Foucault, Deleuze o Derrida. En tono menor, la comercialización del incorformismo radical es un fenómeno tan obvio entre nosotros que no merece la pena pararse a describirlo.
Importa más advertir que la frontal contraposición inicial entre Enciclopedia y Genealogía se ha ido despotenciando gradualmente, hasta dejar el poso de esa confusa emulsión entre cientificismo y sofística, tan característica de la cultura establecida. La subversión domesticada se aviene con el minimalismo pragmático, porque resulta bastante hacedero un reparto del territorio: los sectores «duros», de la economía y la política, del dinero y del poder, caen bajo la influencia de la epistemología ortodoxa; las regiones «blandas», del ocio y la estética, del placer y del juego, se entregan sin recato a la arbitrariedad y al narcisismo. Pero la facilidad de la componenda —cuyos efectos sociales están a la vista— tiene raíces más hondas: la Ilustración y su crítica genealógica coinciden en el rechazo del valor positivo de la tradición.
Comparece así la tercera y más escandalosa referencia de MacIntyre: la encíclica Aeterni Patris, publicada por León XIII en 1879. Un siglo después, ese documento papal —extemporáneo desde el momento de su aparición— muestra la sabiduría de su inspiración profunda. La recomendación de una vuelta al tomismo, en él formulada, no solo ha sido criticada o simplemente ignorada por sus adversarios, sino que ha resultado frecuentemente malentendida por aquellos mismos que se propusieron aceptarla. Se pasó casi siempre por alto que la propuesta fundamental de la Aeterni Patris no se dirigía a primar una doctrina filosófica sobre otras: propugnaba una honda transformación en el modo de pensar. Y es en esta profunda mutación donde Maclntyre encuentra la clave para superar el impasse intelectual en el que nos encontramos.
Para salir del punto muerto al que nos ha conducido la Ilustración —y su crítica genealógica— es preciso recordar que toda empresa investigadora se desarrolla en el contexto de una tradición. Bien advertido que por «tradición» Maclntyre no entiende nada parecido a las denotaciones y connotaciones que este término tiene en el tradicionalismo. En rigor, el tradicionalismo es una variación de la modernidad, así como el conservadurismo solo es otra cara del individualismo liberal. No, la tradición es el requisito real del progreso científico; progreso que solo acontece en una comunidad de aprendizaje. El gran olvido de la epistemología moderna ha sido la realidad de que todo saber tiene mucho de «oficio», en cuyo dominio únicamente es posible iniciarse y progresar si se entra y se permanece en una comunidad. Toda comunidad de aprendizaje e investigación está, a su vez, configurada por unas prácticas, por unos modos de conocer y de actuar que recogen los avances logrados hasta el presente y están abiertos a perfeccionamientos ulteriores.
La clave de la postura filosófica de MacIntyre es el rechazo del individualismo epistemológico y la propuesta de renovación de un concepto fuerte de comunidad. Lo cual implica el abandono de la primacía de la razón analítica y el redescubrimiento de la dimensión narrativa de toda tradición investigadora. Quienes se embarcan en una indagación no son nunca individuos aislados, inefablemente exentos de un contexto histórico y social. Son personas que se adhieren a una determinada narrativa, la cual —en diálogo con otras tradiciones— articula el acervo de logros conseguidos en el ejercicio de las correspondientes prácticas y manifiesta el sentido teleológico que inspira la investigación. La razón humana es, radicalmente, razón narrativa. Es una razón inserta en la historia de su interno despliegue, situada en una comunidad de aprendizaje, y orientada hacia una finalidad que proporciona criterios para evaluar tanto los éxitos como los fracasos acontecidos en el proceso de adquisición de esas virtudes intelectuales y morales que resultan imprescindibles para el progreso en el saber teórico y práctico.
MacIntyre advierte las coincidencias de su postura epistemológica con algunas tesis de teóricos actuales de la ciencia como Popper, Kuhn o Polanyi. Pero su inspiración fundamental es decididamente aristotélica. El redescubrimiento de la filosofía práctica clásica provocó en su momento un giro espectacular en la trayectoria intelectual de Alasdair MacIntyre, que se había movido hasta entonces en una atmósfera analítica y marxiana. La publicación de Tras la virtud en 1981 marca el punto de inflexión. La brillantez de esa obra, su amplitud de referencias literarias y sociológicas, así como la contundencia de su crítica al individualismo liberal y de su actualización del concepto aristotélico de virtud, hicieron de After Virtue una referencia obligada de los estudios éticos en el ámbito anglosajón. Pero ese ensayo —traducido después a muchas lenguas— era aún teóricamente vacilante y conceptualmente impreciso. El segundo libro de esta nueva navegación, titulado Whose Justice? Which Rationality?, supuso un neto avance en la maduración de ideas y en la eliminación de equívocos. Esta obra de 1988 —más técnica y minoritaria— introducía una fundamental referencia al agustinismo ético y acercaba el aristotelismo hacia una versión claramente tomista. El presente libro, que cierra por ahora este ciclo, es sin duda el mejor de los tres. Tan sólido como brillante, posee la capacidad de fascinación que solo alcanza el pensamiento originario. Se trata, sin duda, de una obra de primer nivel cuya interna consistencia permite una lectura completamente independiente de esos dos antecedentes que pueden ser considerados como acercamientos preparatorios.
Ahora el tomismo de MacIntyre se sitúa a la altura de la discusión contemporánea, al tiempo que destaca las insuficiencias de cierta neoescolástica, mimetizada de pensamiento modernizante y desconocedora del valor paradigmático del pensamiento de Tomás de Aquino. Los capítulos centrales, dedicados a la génesis de este pensamiento a través de una fusión de dos tradiciones operantes en el siglo XIII—la aristotélica y la agustiniana—, reviven una experiencia histórica cuyas virtualidades cobran hoy una nueva vigencia. MacIntyre muestra cómo la propia dinámica interna de la narrativa aristotélica conducía al agustinismo, mientras que las potencialidades y deficiencias de la tradición agustiniana estaban clamando por el complemento aristotélico. Santo Tomás fue capaz de sintetizar ambas tradiciones de investigación moral gracias a la fuerza de su metafísica realista y teleológica, enraizada a su vez en esa narración primordial y canónica que es la Biblia. La estructura narrativa del propio tomismo se manifiesta modélicamente en la Summa Theologiae, cuyos artículos relatan los antecedentes y las soluciones alternativas de cada cuestión, haciendo así las propias tesis máximamente vulnerables, justo porque lo que está en juego no es la certeza sino la verdad.
Entiende MacIntyre que la vigencia de la Tradición tomista queda actualmente reforzada si se la confronta con la rivalidad mutua entre Enciclopedia y Genealogía. Por un lado, el realismo metafísico no cae bajo las acusaciones que antifundacionalistas y deconstructores lanzan con razón al racionalismo abstracto, ya que la filosofía de inspiración aristotélica no mira hacia atrás, sino hacia adelante: no parte de unos principios inmóviles y rígidos, sino de narrativas dialécticas en las que los principios lógico-ontológicos que se van descubriendo se refieren analógicamente a su posible culminación como fines. Por otro lado, la tradición puede renovar —sin temor de un inmediato colapso— las aspiraciones ilustradas a un saber unitario, porque ella misma se está siempre sometiendo a pruebas de vulnerabilidad más drásticas que todas las sospechas genealógicas. Con todo, está por hacer una lectura tomista de Nietzsche, que, además de formular una estricta denuncia moral de la soberbia voluntarista, sea capaz de desarrollar su propia narración «subversiva» de la historia de la filosofía. Este tomismo nuevo afronta un doble desafío: redescubrirse a sí mismo como tradición viva, y adentrarse en la narrativa interna de las versiones rivales para integrar las piezas doctrinales susceptibles de ser rescatadas de los sueños de la razón.
Aparece con claridad que, en este programa intelectual, la ética no puede seguir siendo una disciplina aislada. No solo es necesario radicaría en la metafísica teleológica; es preciso también articularla con los demás saberes humanísticos y sociales. La comunidad de investigación y aprendizaje en la que se ha de desplegar esta tarea no es otra que la Universidad. Pero los planteamientos académicos convencionales ni siquiera son capaces de detectar la crisis institucional de la enseñanza superior. MacIntyre sugiere un inquietante procedimiento para que las universidades vuelvan a ser el marco de debates teóricos y éticos reales. Cualquier proyecto serio de renovación educativa y científica habrá de tener en cuenta sus propuestas.
Una advertencia final. El lector se encontrará en el primer capítulo con una serie de datos sobre la vida intelectual escocesa del siglo pasado cuyo interés no es fácilmente perceptible fuera de Edimburgo, donde MacIntyre pronunció las Conferencias Gifford que están en el origen circunstancial de esta obra. Si recorre ese corto tramo con paciencia, el lector volverá a conectar enseguida con el palpitante ritmo de una narración esperanzadora y sorprendente.
ALEJANDRO LLANO
NOTA DEL EDITOR
EL TEXTO DE ESTE LIBRO, como el autor indica en su introducción, es la transcripción de una serie de conferencias. Ello provoca que el estilo se cargue con recursos expresivos propios del habla y no de géneros escritos desde el inicio, como el ensayo, la monografía, etc. En la redacción se han eliminado o mitigado redundancias y expresiones que, siendo adecuadas frente a un público al cual deben enfatizársele ciertos puntos, dejan de serlo frente al público lector y no oyente. Eso explica las reiteraciones, por ejemplo, de un mismo término en una frase, o la considerable extensión de ciertas oraciones, llenas de digresiones y elementos explicativos, hecho que el lector ha de tener en cuenta.
Estas particularidades del texto original han sido atendidas, y solucionadas hasta donde ha sido posible, en la traducción realizada por Rogelio Rovira y en la revisión final que ha llevado a cabo Lourdes Rensoli.
PRÓLOGO
NADIE INVITADO A DAR una serie de Conferencias Gifford en la Universidad de Edimburgo puede dejar de sentirse intimidado ante las pautas establecidas por sus predecesores. El gran honor conferido por el Comité Gifford es una carga muy bien acogida, pero, a pesar de todo, una carga. Por esta razón estaba y estoy inmensamente agradecido tanto a los miembros de dicho comité como a muchos otros, por todo lo que hicieron para aligerar dicha carga mediante su gran hospitalidad académica y social. Debo dar las gracias de todo corazón al Reverendo Profesor Duncan B. Forrester por ayudarme de muchas maneras, más de las que puedo mencionar. Mientras daba las conferencias, fui también miembro del Institute for Advanced Study in the Humanities y agradezco profundamente la generosidad del Profesor Peter Jones, director del Instituto, y la del Instituto mismo.
Durante las conferencias, en abril y mayo de 1988, tuvo lugar un seminario en New College, y los miembros de este seminario contribuyeron de modo sustancial a las conferencias por la pertinacia de sus preguntas. Con bastante frecuencia abandoné una sesión del seminario con la certeza de que tendría que reescribir algún pasaje de una conferencia todavía por pronunciar o repensar algo que ya había dicho. Doy las gracias a todos los miembros del mencionado seminario, y en especial a Barry Barnes por el ejercicio de su excepcional habilidad para dar a la discusión crítica una dirección constructiva.
Durante 1988-89 fui el profesor invitado «Henry R. Luce Jr.» del Whitney Humanities Center de la Universidad de Yale. Uno de los deberes de un profesor invitado es dirigir un seminario de facultad, y utilicé esta oportunidad para someter el texto de mis Conferencias Gifford a una nueva crítica. Fue un privilegio que se me plantearan preguntas de este modo, y me hago cargo de la insuficiencia de mis respuestas tanto en el seminario como en la versión final resultante de las conferencias. Queda mucho por hacer. Estoy particularmente en deuda con Jonathan Lear y con Joseph Raz por la discusión tanto en el seminario como fuera de él. Y estoy encantado de tener esta oportunidad de expresar, aunque no lo suficiente, a Peter Brooks, Jonathan Spence, Jonathan Freedman y Sheila Brewer, mi gratitud por toda la ayuda y el apoyo que hizo que mi tiempo en el Whitney Center fuera tan provechoso y agradable.
Finalmente, tengo que agradecer al National Endowment for the Humanities, la ayuda financiera, en 1987 y 1988, a la investigación ampliada sobre la historia del lugar de la filosofía en el plan de estudios, investigación que proporcionó las bases de alguna de las argumentaciones de estas conferencias, especialmente en las conferencias III-VII.
ALASDAIR MACINTYRE
South Bend, Indiana
julio de 1989
INTRODUCCIÓN
TODA SERIE DE CONFERENCIAS filosóficas, tanto en el momento originario en que se pronuncia como, si luego se publica, cuando se vuelve a dirigir a un auditorio más amplio, y a menudo más variado, expresa un punto de vista definido de forma ineludible por el particular compromiso del conferenciante con dos series de cuestiones: las expresamente tratadas en las conferencias y las que surgen de la relación del conferenciante con su primero y segundo (y a veces, más tarde, tercero, cuarto...) auditorios. Ha habido, es cierto, largos períodos en la historia de la conferencia como género académico, durante los cuales no era necesario referirse de manera explícita a este último tipo de cuestiones. La relación entre el conferenciante y el auditorio la daban por supuesta ambas partes en tales períodos, y los presupuestos sociales, morales e intelectuales de esta relación no necesitaban articularse, quizás no podrían haberse articulado plenamente. Expresaban acuerdos comunes y fundamentales, tanto sobre los asuntos convencionalmente asignados a la conferencia en calidad de género como sobre el objeto y la finalidad de dar conferencias en cuanto actividad académica.
Ha habido también, sin embargo, períodos en los que tales acuerdos se han recusado o rechazado hasta cierto punto significativo, en los que han resultado discutibles las definiciones de los asuntos tratados aceptadas hasta ese momento; en los que los auditorios se han hecho heterogéneos, se han dividido y fragmentado, y en los que la conferencia, por su transformación en un episodio con una cierta nueva forma —acaso no reconocida o todavía no reconocida del todo— de debate y de conflicto, no puede ya concebirse ni darse de la misma manera. Cuando escribí por primera vez estas Conferencias Gifford, no pude evitar observar, precisamente a causa de las cuestiones que deparó mi tema, que el período en el que lord Gifford prescribió sus deberes a los conferenciantes era del primer tipo, mientras que el período en el que yo emprendía la tarea de cumplir estos deberes era del segundo género. Y en varias conferencias aparecen pasajes que se refieren a este contraste. Pero incluso al escribirlas, todavía no había tenido en cuenta lo suficiente el modo, o el grado, en que se me habrían de plantear los problemas y las cuestiones que surgen de ello en virtud de las respuestas, característicamente generosas y a menudo perspicaces, de mis auditorios de Edimburgo y de Yale.
En su mayor parte, los asistentes oyen o leen una conferencia como si fuera una contribución a cierta investigación más extensa o a un debate o conflicto continuado de los que, en cierta medida, están al corriente y de los que pueden haberse ocupado ya como participantes, o en los que pueden haberse comprometido como partidarios. Naturalmente, a veces se encontrará a un asistente al que una conferencia particular le ha introducido en alguna forma completamente nueva de investigación o en algún debate que le era desconocido hasta ese momento, de tal modo que la conferencia es un punto de partida, más que un episodio de alguna investigación o de algún debate ya emprendido. Sin embargo, tanto en Edimburgo como en Yale, resultó evidente que la gran mayoría de los asistentes oía estas conferencias como continuaciones y no como comienzos. Todavía dentro de cada uno de estos dos auditorios las diferencias y las divisiones fueron tales que grupos diferentes en ambos auditorios entendieron las conferencias como episodios enmarcados en muy distintos procesos de investigación y de debate, interpretándolas y evaluándolas así desde numerosas perspectivas muy diferentes. Ocurría como si alguien que estuviera en el punto de intersección de tres grupos muy distintos, ocupados en tres conversaciones distintas, hiciera algunas observaciones, y los miembros de cada grupo las entendieran como una contribución y una continuación de los temas y los argumentos de su conversación. Pero aun este símil, aunque recoge las divergentes maneras de comprender y de evaluar estas conferencias, que surgieron tanto en discusiones de seminario como en muchas largas conversaciones privadas, resulta inadecuado en la medida en que no logra expresar el grado en el que cada forma de interpretación y de evaluación estaba reñida de cierto modo clave con otra forma, de manera que las conferencias fueron una serie de intervenciones que se entendieron de modo diferente, no tan solo en una serie continuada de conversaciones, sino en una disputa continuada.
¿Cuáles fueron estas diferencias? Tuvieron dos dimensiones. En las conferencias trato de tres concepciones de la investigación moral muy diferentes y mutuamente antagónicas; cada una de ellas proviene de un texto primordial de las postrimerías del siglo XIX: la Novena edición de la Encyclopaedia Britannica, Zur Genealogie der Moral, de Nietzsche, y la carta encíclica del papa León XIII, Aeterni Patris. Cuando hablo de investigación moral, me refiero a algo más amplio de lo que se entiende convencionalmente, al menos en las universidades americanas, por filosofía moral, puesto que la investigación moral se extiende a cuestiones históricas, literarias, antropológicas y sociológicas. Y, ciertamente, entre las cuestiones sobre las que difieren los tres tipos de investigación moral de los que me ocupo, se cuenta la de la naturaleza y el alcance de la investigación moral. De esta manera, aquellos que escucharon las conferencias desde una perspectiva valorativa, ya formada por la adhesión a uno de estos tipos de investigación, discreparon de modo predecible de los otros y de mí mismo, tanto sobre el modo en que había que caracterizar cada punto de vista en función de su propia historia —¿Tenía yo razón en tomar a Foucault como un fiel intérprete de Nietzsche? ¿Es Deleuze un intérprete fiel de Foucault o, más bien, de Nietzsche? ¿Tenía yo derecho a desatender el tomismo de Garrigou-Lagrange? ¿O el de Yves Simón?—, como sobre la manera en que había que entender los conflictos entre ellos.
Solo resultaba un poco menos predecible la nueva fila de tradiciones, modos de investigación y debates en función de los cuales otros oyentes entendían y valoraban los razonamientos de estas conferencias. Algunas de estas tradiciones eran filosóficas en sentido más estricto: la hegeliana, la fenomenológica o la analítica.
Otras, aunque filosóficas en su parte principal, representaban preocupaciones culturales más amplias. En Edimburgo existen todavía, por fortuna, quienes se identifican culturalmente con lo que la historia intelectual y social escocesa ha hecho de la vida de su ciudad; de este modo, mis conferencias ocuparon un lugar en un debate que todavía prosigue —y entre cuyos participantes más remotos figuran Dunbar, Hume y Stewart—, uno de cuyos términos ha sido redefinido para nuestro tiempo por George Eider Davie en The Democratic Intellect, The Crisis of the Democratic Intellect y The Scottish Enlightenment, debate en el que hay mucho en juego respecto de las humanidades en Escocia en general y no solo respecto de la filosofía. De forma semejante, en Yale no pude evitar que mis conferencias se oyeran como contribuciones a discusiones, que todavía continúan, sobre cómo hay que proceder en la investigación y en la enseñanza de las humanidades, discusiones en las que sucesivos presidentes del National Endowment for the Humanities han tomado posiciones críticas, tanto de la teoría como de la práctica de algunos de los más distinguidos miembros presentes y recientes de la facultad de Yale, sin estar ellos mismos en absoluto de acuerdo sobre estos asuntos.
La extensión y la profundidad de estas disparidades en el acercamiento a mis conferencias y en la reacción ante ellas bastaron por sí mismas para plantear agudamente cuestiones tales como: ¿Es que las diferencias y las divisiones que existen en el seno de las comunidades académicas son ahora tan grandes que, aun la noción de dirigirse a la comunidad académica como tal, y, por cierto, a la comunidad como tal más ampliamente ilustrada —noción que no solo se contiene en la concepción de las Conferencias Gifford que tuvo Adam Gifford, sino que también comparten muchos que han instituido conferencias públicas—, se ha convertido en una noción inútil y vacía? ¿No ocurre que el fracaso de facto en la comunicación con los otros, que es ahora evidente a veces —aunque todavía no suele reconocerse demasiado— cuando intervienen diferentes tipos y tradiciones de investigación filosófica, no es solo un desafortunado y accidental efecto lateral de las especializaciones de la estructura social de la universidad contemporánea, sino que se debe a algo más fundamental?
Estas cuestiones, sin embargo, no eran solo cuestiones que había que plantear cuando ya no había remedio, respecto a la serie de diferencias que acabo de describir. Pues en las diversas maneras de articular estas diferencias y de responder a los desacuerdos y a los conflictos que resultaban de tal articulación, ya los que participaron en las discusiones de Edimburgo y de Yale, o bien presuponían respuestas rivales a estas dos cuestiones, o bien argumentaban explícitamente a favor de ellas, y sus diferentes y encontradas respuestas pusieron al descubierto una segunda dimensión de sus desacuerdos. Los conceptos clave que son imprescindibles para caracterizar esta segunda dimensión del desacuerdo son inconmensurabilidad e intraducibilidad. En las conferencias mismas he tratado un poco —espero que cuanto es necesario para mi argumentación— del primer concepto y en otro lugar me he ocupado un poco de ambos y de la complejidad de sus relaciones mutuas (Whose Justice? Which Rationality?, Notre Dame, 1988, capítulo XIX). Para mis propósitos inmediatos basta con que esboce en términos amplios dos posiciones opuestas sobre las cuestiones que plantean estos conceptos.
Por una parte, existen quienes mantienen que, en ciertos casos en los que se da un radical desacuerdo entre dos sistemas de pensamiento y de práctica a gran escala —como varios ejemplos de ello se han citado los desacuerdos entre la física de Aristóteles y la física de Galileo o de Newton, las discrepancias entre las creencias en la brujería y la práctica de ella en algunos pueblos africanos y la cosmología moderna, y las divergencias entre las concepciones del recto actuar, característica del mundo homérico, y la moralidad del individualismo moderno—, no hay ni puede haber un criterio o medida independiente, al cual pueda recurrirse para juzgar las pretensiones rivales de los sistemas, ya que cada uno tiene dentro de sí mismo su propio criterio fundamental de juicio. Tales sistemas son inconmensurables, y los términos en los que se expresa y por medio de los cuales se pronuncia el juicio en cada uno de ellos, son tan específicos e idiosincráticos a cada uno, que no se pueden traducir en los términos del otro sin grandes distorsiones. Este tipo de parecer lo han defendido algunos filósofos e historiadores de la ciencia y algunos antropólogos sociales y culturales.
Por otra parte, existen aquellos —filósofos principal, si no exclusivamente— que sostienen que los supuestos hechos de la inconmensurabilidad y de la intraducibilidad son siempre una ilusión. Ser capaz de reconocer que algún sistema ajeno de creencia y de práctica está en conflicto con el propio sistema, requiere siempre la capacidad de traducir sus términos y sus modismos en los de uno mismo, así como el reconocimiento de que sus tesis, argumentos y procedimientos son susceptibles de juicio y evaluación según los mismos patrones en que lo son los propios. Los partidarios de cada punto de vista, al reconocer la existencia de puntos de vista rivales, reconocen también —de modo implícito, si no es que explícito—, que estos puntos de vista están formulados dentro de normas comunes de inteligibilidad y de valoración y en función de dichas normas.
El haber resumido estas dos posiciones en tan escueto bosquejo supone una gran injusticia tanto con la complejidad del detalle con el que se ha desarrollado cada una como con la variedad de actitudes que se han tomado respecto a ellas. Más concretamente, la brevedad de esta exposición podría inducir a algunos lectores a concluir que si dos sistemas opuestos de pensamiento y de práctica hubieran de ser, en cierta medida significativa, auténticamente inconmensurables e intraducibles, el debate racional entre los partidarios de estos dos sistemas habría de resultar imposible en la misma medida. Y, por supuesto, esto es lo que han concluido algunos filósofos. Pero estas conferencias tienen como uno de sus propósitos mostrar que esto no es así, que la admisión de una significativa inconmensurabilidad e intraducibilidad en las relaciones entre dos sistemas opuestos de pensamiento y de práctica puede ser un prólogo, no solo al debate racional, sino a cierto tipo de debate a partir del cual puede aparecer que una parte es sin duda racionalmente superior (véase Whose Justice? Which Rationality? capítulos XVII, XVIII y XIX), aunque solo sea porque exponerse a tal debate puede revelar que uno de los puntos de vista contendientes falla en sus propios términos y según sus propios criterios.
Mi preocupación en este punto no es, sin embargo, hacer justicia al detalle de las varias posiciones contendientes sobre este asunto, sino, más bien, notar cómo en el debate entre las dos posiciones opuestas principales y la variedad de opciones que se han propuesto frente a ellas, parece que se ha aplazado de forma definitiva la resolución de las diferencias de primer orden sobre las cuestiones sustantivas. Pues los pareceres rivales sobre los problemas de la inconmensurabilidad y de la intraducibilidad proporcionan interpretaciones rivales de cómo hay que formular estas diferencias de primer orden, consideraciones rivales sobre cómo han de interpretarse los textos claves de las partes que se oponen, y propuestas rivales en torno a cómo debería seguir en adelante el debate. De este modo, los desacuerdos sobre los desacuerdos se multiplican.
Un efecto de esto, manifiesto en algunos puntos clave de las discusiones tanto de Edimburgo como de Yale, es que los intentos prematuros de debate entre dos posiciones fundamentalmente opuestas sobre asuntos fundamentales han resultado estériles. Las cuestiones de detalle pueden tratarse a menudo —y se trataron— provechosamente. Pero se hizo notoria una gran incapacidad para utilizar lo que se aprende en tales discusiones de un modo que pudiera reabrir de inmediato discusiones fundamentales, incapacidad que, sin embargo, no deriva solo de la variedad de posturas sobre los temas de la inconmensurabilidad y la intraducibilidad.
Siempre es importante no confundir las consecuencias de las posiciones intelectuales con las de los convenios institucionales. Lo que parece ser un impasse resultante de los compromisos teóricos de quienes están implicados en un debate, puede ser a veces, al menos en parte, un callejón sin salida ocasionado por convenios institucionales y hábitos sociales. Y recordar esto tiene particular importancia cuando los efectos de estos últimos refuerzan actitudes que provienen de compromisos teóricos y filosóficos y que quedan definidas por dichos compromisos; tal es lo que ocurre hoy en día en la universidad.
Cualquiera que sea su origen, y es de veras complejo, nada es más llamativo en la universidad contemporánea que la extensión de las divisiones y de los conflictos —que continúan, a lo que parece, de manera ineludible— en el seno de toda la investigación humanística, y no solo en las cuestiones planteadas en mis conferencias y por ellas. En la psicología, los psicoanalistas, los behavioristas skinnerianos y los teóricos cognitivos se hallan tan lejos de resolver sus diferencias como siempre. En la investigación política, los straussianos, los neomarxistas y los empiristas anti-ideológicos son adversarios al menos de un modo igualmente profundo. En la teoría e historia literaria, los deconstruccionistas, los historicistas, los herederos de I. A. Richards y los lectores y malos lectores de Harold Bloom contienden de modo semejante. Y en mis conferencias he llamado la atención sobre los correspondientes conflictos de la filosofía contemporánea.
Claro está, de vez en cuando se anuncian intentos de síntesis o de reconciliación entre dos o más de estos puntos de vista, pero ocurre que nunca en términos aceptables para todas las partes contendientes y, a veces, en términos que no son aceptables para ninguna. Y, de manera más general, lo que resulta llamativo en todas estas continuas divisiones, es hasta qué punto los partidarios de cada postura, sea al presentar sus propias investigaciones, sea al criticar a sus rivales, tienden a discutir con alguna profundidad solo con los que ya están fundamentalmente de acuerdo con ellos. Una consecuencia de esto es que dentro de cada bando ha surgido un acuerdo rápido y turbulento en cuanto a qué peso hay que asignar a los diferentes tipos de razón en los diferentes tipos de contexto, pero no hay un consenso académico general sobre ello dentro de las disciplinas generales, por no decir entre las disciplinas. Sin embargo, al mismo tiempo hay un consenso académico general igualmente rápido y turbulento, tanto dentro de las disciplinas como entre ellas, sobre qué ha de considerarse, al menos, como una cierta especie de razón apropiada para sostener o proponer una conclusión particular.
De aquí que surja el debate entre puntos de vista fundamentalmente opuestos; pero que sea inevitablemente inconclusivo. Cada posición en lucha aparece de modo característico como irrefutable ante sus propios partidarios; y, en verdad, en sus propios términos y a tenor de sus propios criterios de argumentación, esen la práctica irrefutable. Pero cada posición en lucha se presenta por igual a sus oponentes como insuficientemente justificada por la argumentación racional. Es irónico que las disciplinas humanísticas por completo seculares de fines del siglo XX, reproduzcan de este modo la misma condición que llevó a sus secularizantes predecesoras del siglo XIX a rechazar la pretensión de la teología de merecer un lugar entre las disciplinas académicas.
El resultado puede resumirse como sigue. Hemos producido en conjunto un tipo de universidad en el que la enseñanza y la investigación en las humanidades (y con bastante frecuencia también en las ciencias sociales) se caracteriza por cuatro notas. Hay, primero, un nivel notablemente alto de destreza en el tratamiento estricto de cuestiones de detalle: en la exposición de la serie de interpretaciones posibles de este o de aquel breve pasaje, en la valoración de la validez de los supuestos de este o de aquel argumento particular o en la identificación de tales supuestos, en el resumen de las pruebas históricas pertinentes para datar algún acontecimiento o establecer la procedencia de alguna obra de arte. En segundo lugar, hay la difusión, de una manera que a veces proporciona una orientación y un fundamento a estos ejercicios de destreza profesionalizada, de un número de doctrinas grandes e incompatibles entre sí —a menudo transmitidas de manera indirecta y por implicación—, las cuales definen las principales posiciones contendientes de cada disciplina. En tercer lugar, en la medida en que la guerra entre estas doctrinas entra a formar parte del debate y la discusión públicos, los criterios de argumentación que se comparten son tales que todo debate resulta inconclusivo. Y, no obstante, en cuarto y último lugar, para la mayoría, nos comportamos como si la universidad constituyera aún una comunidad intelectual única y medianamente unificada, lo cual es una forma de comportamiento que testimonia los duraderos efectos de la concepción enciclopedista de la unidad de la investigación.
De esta manera, hay todavía una renuencia, evidente en alguna de las discusiones tanto de Edimburgo como de Yale, a admitir que nuestras divisiones son tan profundas que nos enfrentamos con las demandas de concepciones de la racionalidad auténticamente rivales. Y, sin embargo, lo que estas mismas discusiones hicieron evidente fue que nuestros conflictos planteaban ahora nada menos que la cuestión de qué es la racionalidad, con respecto a todos los temas de investigación de que se ocupan las humanidades. Lo que traté de conseguir en estas conferencias fue no solo presentar y argumentar en favor de un particular punto de vista en alguno de estos conflictos, sino también ofrecer, al menos en cierta medida, una visión de conjunto de las partes contendientes y del terreno del conflicto. Lo que no había logrado apreciar de una manera tan plena como debería haberlo hecho cuando escribí por vez primera estas conferencias, y que aprendí a entender mejor a partir de su recepción en Edimburgo y en Yale, es el grado en que —y las razones por las que— ni siquiera esto se puede conseguir de un modo apropiado para alcanzar un asentimiento general.
Por lo tanto, la experiencia de participar más de dos veces en la discusión de estas conferencias reforzó finalmente la conclusión de que no se pueden presentar ya ni sobre la base de supuestos acuerdos ni con la intención de obtener un consenso general. Lo más que se puede esperar es hacer más constructivos nuestros desacuerdos. Fue con este propósito con el que di estas conferencias; y es con este mismo propósito con el que las publico.
1. EL PROYECTO DE ADAM GIFFORD EN SU CONTEXTO
UNA CUESTIÓN QUE TIENE ALGÚN interés para mí, y espero que también para ustedes, es la de si estas conferencias que estoy a punto de dar van a ser o no, de hecho, Conferencias Gifford. La respuesta solo surgirá mucho más tarde, pero está claro el interés de plantear la cuestión al comienzo. Un conferenciante Gifford es alguien que se compromete a intentar poner por obra el testamento de lord Gifford. Y el testamento de lord Gifford es un documento procedente de un ambiente cultural lo suficientemente ajeno al nuestro como para que la cuestión de qué fidelidad a las intenciones de Adam Gifford se requeriría, pueda ser un tanto más ardua de lo que a veces se ha creído que es. Algunos conferenciantes de los primeros tiempos se interesaron de forma explícita por la naturaleza precisa de estas intenciones: F. Max Muller, J. H. Stirling, Edward Caird y Otto Pfleiderer. Pero para ellos la respuesta no fue difícil. Por dispares que fueran sus puntos de vista, compartieron en buena medida los presupuestos de Adam Gifford, precisamente porque fueron partícipes con él de una cultura común. Pero después de estos primeros conferenciantes, con muy pocas honrosas excepciones, la atención prestada a las intenciones de Adam Gifford ha sido por lo común, en el mejor de los casos, superficial, acaso porque hacer otra cosa que ignorarlas habría sido embarazoso.
«Quiero —escribió Adam Gifford en su testamento— que los conferenciantes traten su tema como una ciencia natural en sentido estricto... Quiero que sea considerado exactamente igual que la astronomía o la química». Tanto F. Max Muller como Edward Caird se ocuparon del asunto, preguntando qué implicaría hacer esto. Ambos supusieron sin ninguna duda que un rasgo de la ciencia natural es que su historia es la historia de un progreso racional en la investigación. Y, de veras, en los cien años que han transcurrido desde la muerte de Adam Gifford, tanto la astronomía como la química han mostrado un progreso continuo, de tal modo que es posible decir de manera relativamente incontrovertida en qué respectos es superior la astronomía y la química de 1988 a las de 1888 y cómo se logró esa superioridad. Pero con el tema prescrito para los conferenciantes Gifford —esto es, entender la teología natural como abarcadora de la investigación sobre los fundamentos de la ética— ha ocurrido, como es claro, otra cosa distinta. No solo no ha habido progreso alguno respecto a los resultados de tales investigaciones, por lo general concordantes, sino que tampoco hay acuerdo sobre cuál ha de ser el criterio del progreso racional.
La prueba de esta afirmación la proporciona la lectura de las Conferencias Gifford de los últimos cien años, las cuales ofrecen colectivamente, un magnífico muestrario de desacuerdos fundamentales no resueltos, una especie de museo del conflicto intelectual. La mera enumeración de los nombres de algunos de los conferenciantes lo revela: Josiah Royce, William James y John Dewey; W. R. Sorley, A. E. Taylor, W. D. Ross y A. MacBeath; A. C. Fraser, Karl Barth y Rudolf Bultmann; Étienne Gilson y Gabriel Marcel. Proseguir la lista solo reforzaría la impresión de que no hay una conclusión a la que haya llegado algún conferenciante Gifford sobre casi cualquier asunto fundamental, que no la haya negado algún otro. ¿Cuáles son las fuentes de esta multiplicación de desacuerdos no resueltos y, por lo que parece, insolubles? Son al menos tres.
En primer lugar, entre los conferenciantes Gifford no ha habido ni hay un punto de partida de la tarea que sea generalmente aceptado, un conjunto de premisas primeras o principios sobre el que haya algún consenso. De aquí que incluso cuando los argumentos proceden —cada uno desde su propio y particular punto de partida— con cierto rigor, sus conclusiones son tales que imponen el asentimiento racional solo a quienes ya estaban de acuerdo sobre dónde hay que empezar. Esta particular fuente de desacuerdo se halla enraizada en la multiplicidad y en la heterogeneidad de las tradiciones y los antecedentes intelectuales de quienes han sido escogidos como conferenciantes Gifford. En las conferencias han encontrado expresión posiciones filosóficas y teológicas en exceso diferentes y contrarias: idealismo, empirismo, fideísmo, existencialismo, tomismo, calvinismo. De esta forma, el efecto de conjunto es el de una controversia sin ningún movimiento claro hacia un resultado concluyente.
Una segunda fuente de desacuerdo se halla en el modo en que es característico organizar los argumentos en las Conferencias Gifford. Se aduce una serie de consideraciones pertinentes que apuntan, más que conducen, a cierta conclusión que ese conferenciante particular desea establecer. Que estas consideraciones son pertinentes y que, si se les concede un particular tipo de peso, proporcionan realmente un fundamento a la conclusión en cuestión, es algo que no se pone por lo general en duda. Pero, por lo común, los conferenciantes han guardado silencio respecto de por qué habría que conceder tal peso o tal importancia a esta particular serie de consideraciones, y no a los miembros de otras series. Y tanto en esto como en la gama de sus desacuerdos, son típicos de su cultura. Hablan como miembros de una cultura en la que se reconoce la pertinencia de una amplia gama de consideraciones dispares, y a menudo mutuamente incompatibles, en torno a las conclusiones referentes a la teología racional y a la fundamentación de la ética, pero en la que no hay ningún acuerdo establecido sobre cómo hay que ordenar estas consideraciones respecto a su importancia o a su peso, pues en la práctica tal ordenación es asunto, en su mayor parte, de preferencias individuales. Y el grado de desacuerdo en tales preferencias se refleja luego en la gama de argumentos con conclusiones incompatibles que se despliegan.
Por lo demás, es importante que recordemos que incluso los análisis lógicos más rigurosos imponen en sí y por sí mismos el asentimiento solo respecto a conclusiones estrictamente limitadas. Pues cuando se ha demostrado que, al afirmar tal cosa y tal otra y esto y aquello, uno mismo se ha comprometido a afirmar esta y aquella otra cosa, siempre queda por responder a la cuestión de si esta consecuencia es o no es de tal clase que proporciona a uno razones suficientes para rechazar las premisas que llevan a ella. Al descubrir a qué conduce una serie dada de enunciados, podemos descubrir qué coste en compromisos complementarios se añade al afirmar dicha serie de enunciados; lo que no podemos aprender de ello es cómo valorar ese coste o un beneficio correspondiente. Y la lectura de las Conferencias Gifford de los últimos cien años revela que no ha habido entre los conferenciantes ningún criterio de valor compartido por medio del cual pudieran valorarse tales costes y beneficios intelectuales.
No obstante, sin duda no es únicamente esta la condición de quienes han dado series de Conferencias Gifford. Es, de manera más general, la condición de la filosofía académica de mediados y de fines del siglo XX. Los recursos de semejante filosofía nos permiten dilucidar una variedad de relaciones lógicas y conceptuales, de tal manera que podemos describir la conexión de un conjunto de creencias con otro respecto de la coherencia e incoherencia y, al hacerlo, mostramos, como la herencia compartida de la disciplina de la filosofía académica, una mínima concepción de la racionalidad. Pero siempre que, y en la medida en que, como filósofos, llegan a conclusiones de tipo más sustantivo, lo hacen recurriendo a innumerables concepciones más sustanciales de la racionalidad que son rivales y contrarias, concepciones sobre las que han sido tan incapaces de conseguir un acuerdo racional en la profesión filosófica como lo han sido los conferenciantes Gifford al exponer sus afirmaciones rivales y discrepantes sobre la teología natural y la fundamentación de la ética.
Esta incapacidad de obtener algo más que un acuerdo mínimo en la filosofía sobre la manera en que es racional proceder respecto de la formación y la crítica de las creencias, se halla enraizada en los tres mismos factores que subyacen en la falta de consenso entre los conferenciantes Gifford: la ausencia de un acuerdo sobre dónde ha de comenzar la justificación de la creencia, los conflictos inevitables de facto en torno a cómo hay que ordenar en peso y en importancia varios tipos pertinentes de consideraciones que se entienden como razones para mantener series particulares de creencias, y los limitados recursos que proporciona el razonar sobre la justificación de las creencias, incluso mediante el análisis más sutil y riguroso de las relaciones de implicación.
No se trata, por supuesto, de que los filósofos de cada particular escuela y partido contendientes no suplan los inadecuados recursos del mínimo de racionalidad compartida mediante combinaciones de argumentos que les permitan trascender las limitaciones de dicho mínimo compartido. Los materialistas científicos, los heideggerianos, los teóricos de los mundos posibles, los fenomenólogos, los wittgensteinianos y otros muchísimos más, todos ellos lo hacen. Pero no existe un modo generalmente admitido de resolver las cuestiones que dividen a los protagonistas de estos pareceres alternativos e incompatibles. Considérese tan solo cuan amplia es la gama de sus desacuerdos, no solo entre los partidarios de tales puntos de vista rivales, sino también entre los autores de formulaciones y argumentos rivales dentro de tales puntos de vista. Los temas de semejantes desacuerdos comprenden: cuestiones sobre los métodos y el estilo apropiados a la investigación filosófica, cuestiones relativas a los conceptos a los que hay que asignar un lugar central y fundamental en la construcción de las teorías filosóficas, explicaciones del significado, de la referencia y del lugar del lenguaje en el mundo natural y social, el modo como hay que entender la relación de la mente con el cuerpo e, inseparablemente de todo esto y de la conexión que tienen estas tesis y estos argumentos sobre cada uno de estos temas con alguno, al menos, de los otros, los criterios por los que hay que juzgar que un modo particular de proceder y de investigar o una teoría o una explicación particular son superiores racionalmente a otros.
El carácter insoluble de facto de estos conflictos y desacuerdos corrobora una conclusión paralela a la que ya han llegado algunos historiadores y filósofos de la ciencia, y ciertos antropólogos respecto de otros temas. Pues, así como algunos historiadores y filósofos de la ciencia han reconocido que, en diferentes períodos de la historia de la física, la elección racional entre teorías rivales se ha guiado por criterios diferentes e incompatibles, y, en verdad, por criterios que difieren sobre qué ha de explicar una teoría inteligible, del mismo modo no existe forma alguna de discernir racionalmente entre aquellas afirmaciones rivales apelando a un nuevo criterio neutral; y, así como algunos antropólogos sociales han reconocido que sistemas morales y religiosos rivales son de modo parecido inconmensurables, así también se muestra que, dentro de la filosofía moderna, tiene lugar esa clase de división irreconciliable y de desacuerdo interminable que solo puede explicar la inconmensurabilidad. Tan general es el alcance y tan sistemático el carácter de alguno, al menos, de estos desacuerdos, que no es exagerado hablar de concepciones rivales de la racionalidad, tanto teórica como práctica.
No es esta en absoluto una concepción desconocida en recientes trabajos franceses sobre la historia de las ideas. Pero los filósofos de habla inglesa muy raras veces la han aplicado a su propia disciplina. Un resultado de la educación en la formación del profesional ha sido que, por lo común, los filósofos consideran que todo desacuerdo filosófico es, en último término, racionalmente soluble de un modo u otro, sin preguntarse a qué distancia puede hallarse ese término. En la mayoría de los casos, su atención se ha concentrado —y sus colegas son evaluados por lo general con referencia a ello— sobre el tipo de progreso inmediato que se puede hacer dentro de cierto marco limitado de acuerdo en torno a problemas o temas particulares bien definidos. Respecto de aquellos con quienes sus mayores desacuerdos son ineludiblemente obvios, se comportan con demasiada frecuencia o de un modo recusativo («Eso no es realmente filosofía») o de un modo asimilativo («Una lectura cuidadosa de Heidegger muestra que en realidad solo dice lo que ha dicho Wittgenstein»). Y, claro, la inconmensurabilidad misma se ha convertido en un tema más de la discusión filosófica corriente, y algunos filósofos han negado su misma existencia. De esta manera, los hechos de los desacuerdos insolubles y sistemáticos son, a la vez, demasiado conocidos y, no obstante, demasiado fácilmente desatendidos en la práctica. Y esta condición de la filosofía contemporánea, en la que el desacuerdo sistemático sobre temas fundamentales se extiende al desacuerdo en torno a cómo hay que formular y caracterizar tales desacuerdos —por no mencionar cómo hay que resolverlos—, es claramente la misma condición que ya comenzó a manifestarse en los campos de la teología natural y de la fundamentación de la ética en todas las series de Conferencias Gifford, excepto en las primeras, y cuya presencia ha llegado a ser cada vez más evidente durante las diez décadas en que se han dado Conferencias Gifford.
Entender esto es haber reconocido ya un aspecto principal en el que la cultura de los últimos conferenciantes Gifford es tan radicalmente diferente de la del mismo Adam Gifford como para poner en cuestión la posibilidad de que ellos, de que nosotros seamos capaces de dar cumplimiento a las intenciones expresadas en el testamento de Adam Gifford. Para él y para casi todos sus contemporáneos educados en Edimburgo, un supuesto que guiaba el pensamiento era que la racionalidad sustantiva es unitaria, que hay una única concepción, aunque acaso compleja, de lo que son los criterios y los logros de la racionalidad, concepción que toda persona educada puede llegar a estar de acuerdo en admitir sin demasiada dificultad. La aplicación de los métodos y de los objetivos de esta concepción única y unitaria a cualquier cuestión particular característica, es lo que produce una ciencia. Y Adam Gifford, una vez más como la gran mayoría de sus contemporáneos educados en Edimburgo, no tuvo duda alguna de que la teología natural y el estudio de los fundamentos de la ética constituyen en conjunto, en este sentido, una ciencia, tal como la astronomía y la química.
Es importante, en consecuencia, describir con mayor detalle esta concepción de la ciencia y el modo como dominó intelectualmente en la sociedad en que vivió Adam Gifford; para hacerlo, necesitamos situar esta concepción en su contexto social e intelectual. Sobre las opiniones y pareceres del propio Adam Gifford tenemos dos fuentes. Una de ellas es una Memoria de su hermano, John Gifford; la otra, una colección de Lectures Delivered on Various Occasions, reunida tras la muerte del autor por su sobrina y su hijo (para la Memoria y extractos de las conferencias, véase Stanley L. Jaki, Lord Gifford and His Lectures, Edimburgo, 1986). Si a estos dos libros añadimos el texto del testamento, nos encontramos con un retrato intelectual de Adam Gifford que le revela además, no obstante su propia persona, como una figura representativa de su tiempo y su lugar culturales. Fue, por ejemplo, muy solicitado —hasta que finalmente una parálisis le postró en 1881— como conferenciante de temas literarios y filosóficos por una diversidad de grupos y sociedades locales, como debían de haberlo sido muchos de sus contemporáneos pertenecientes a los medios legales, académicos y clericales. Pues tales sociedades y sus reuniones tuvieron importancia en una cultura decimonónica informada por una amplia discusión de las ideas generales y por el respeto por ellas. La de Escocia no fue la única de tales culturas; también en las ciudades provincianas de Francia se podía encontrar un modo semejante de vida intelectual y social. En Escocia estas sociedades representaron la democratización más extensa de un hábito mental característico, cultivado a través de un tipo de educación universitaria en el que tuvieron un papel fundamental la discusión y el debate estudiantiles sobre asuntos filosóficos y culturales. Especialmente importantes fueron las sociedades que, de manera particular en Edimburgo, perpetuaron la misma clase de experiencia intelectual en una vida postuniversitaria entre abogados, catedráticos y otros profesores y el clero. En la madurez de Adam Gifford el ejemplo más importante fue la New Speculative Society, que fue fundada en Edimburgo, pero que, como recordó William Knight, profesor de filosofía en St. Andrews, «después se dividió en tres secciones que se reunían en Edimburgo, Glasgow y St. Andrews». Sus miembros «deseaban que las cuestiones últimas de la existencia humana se discutieran libremente con razones filosóficas...». La fuerza que tiene el «libremente» es clara. John Inglis, Lord Presidente del Court of Session y presidente de la comisión constituida por el Decreto de las Universidades de Escocia de 1858, había reprendido a sus compatriotas en 1868 porque creía falsamente que, antes de la revocación de las pruebas que habían excluido a los disidentes de los puestos de enseñanza universitarios hasta 1852, la filosofía en Escocia había sido de manera sustancial la víctima de la intolerancia religiosa. Pero, por justificado que pueda haber sido el recordatorio de Inglis sobre la libertad real del pasado, es claro que muchos de sus contemporáneos creyeron, y quizás con alguna justificación, no solo que ellos eran los únicos que se habían liberado al fin en su generación del dogma impuesto del pasado, sino que de vez en cuando se requería todavía la reafirmación de esa libertad.
Paradójicamente, después de toda la campaña para eliminar las pruebas religiosas, se designó a una nulidad filosófica, Patrick Campbell Macdougall de la Free Church, para ocupar la cátedra de filosofía moral de Edimburgo, y la preferencia del incompetente Macdougall sobre el altamente cualificado Ferrier se debió por entero a la ortodoxia evangélica del primero. En 1881, una investigación de cinco años sobre las supuestas herejías de William Robertson Smith referentes a la Biblia, terminó con su separación de la cátedra de Antiguo Testamento del Colegio de Abeerden de la Free Church. (Véase J. S. Black y G. W. Chrystal, The Life of William Robertson Smith, Londres, 1912). Y una consecuencia de la primera serie de Conferencias Gifford que F. Max Muller dio en Glasgow fue el intento infructuoso de formular cargos similares ante el presbiterio de Glasgow de la Iglesia de Escocia, procedimiento que Muller atribuyó a la propaganda hostil de sacerdotes católicos romanos de la localidad.
Es importante reconocer que en todos estos procedimientos, y en la consecuente afirmación de la libertad frente a la imposición de pruebas religiosas, que encontramos ejemplificada en las disposiciones del testamento de Adam Gifford, están en juego dos tipos distintos de cuestiones. Que las acciones particulares de los que instalaron a Macdougall en su cátedra, echaron de la suya a Robertson Smith e intentaron ejercer un control eclesiástico de las Conferencias Gifford, fueron de hecho malas acciones, que encadenaron y, de este modo, perjudicaron inútilmente la investigación, es algo con lo que no es difícil estar de acuerdo. Pero al suponer, además, que la imposición de pruebas religiosas como tales, que el requerimiento de cierto tipo de compromiso y de la aceptación de cierto tipo de autoridad como condición previa para emprender una investigación, resultaban ser, por ello, injustificados, los edimburgueses bien-pensants de la época adoptaron un principio que no solo puede, sino que requiere ser puesto en cuestión si queremos entender la cultura de Adam Gifford y su círculo.
Lo que se objetaba correctamente en la condenación de Robertson Smith, era la invocación de la ortodoxia con el fin de lograr apartar de la investigación, de modo arbitrario, la consideración de ciertos tipos de datos, datos pertinentes, en su caso, para determinar la cronología y la paternidad literaria del Pentateuco. Pero, acompañando esta justificada objeción, estaba la creencia infundada de que en toda investigación, religiosa, moral o de otra índole, la adecuada identificación, caracterización y clasificación de los datos pertinentes no requiere, y aun puede excluir, un compromiso previo con algún parecer particular teórico o doctrinal. Los datos, por así decirlo, se presentan a sí mismos y hablan por sí mismos. De aquí se derivaba, como es claro, el creer un perverso error la imposición de cualquier prueba de compromiso con algún parecer teórico o doctrinal, a aquellos que quieren considerar tales datos.