Trilogía IREMONGER 1: Los secretos de Heap House - Edward Carey - E-Book

Trilogía IREMONGER 1: Los secretos de Heap House E-Book

Edward Carey

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Beschreibung

LAS COSAS NO SON LO QUE PARECEN. NUNCA CONFÍES EN LAS COSAS. Los Iremonger son una familia peculiar. Durante generaciones han permanecido en HEAP HOUSE, su laberíntica mansión, donde las jerarquías y los matrimonios vienen impuestos. En las plantas superiores vive la familia; en las inferiores, el servicio. Rodean la mansión los CÚMULOS: montones de basura proveniente de todo Londres que se extienden hasta donde alcanza la vista. Todos los miembros de la familia perpetúan una tradición, la de vivir ligados a un OBJETO DE NACIMIENTO que deben proteger con su vida. Los objetos parecen susurrar algo, pero solo Clod Iremonger, el ESCUCHADOR, es capaz de oírlos. La llegada de Lucy Pennant, nueva sirvienta de la mansión, lo cambiará todo. Porque en el horizonte de Heap House se adivina una gran tempestad. Y los secretos de la familia Iremonger están a punto de saltar por los aires para siempre.

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Índice

Cubierta

Iremonger

Créditos

I.Un tapón de bañera universal

2. Una gorrita de cuero

3. Una medalla (que decía «al valor»)

4. Una caja de cerillas precintada

5 (Un interludio clave)

6. Una llave de pianoforte y un borrador de pizarra

7. Un calzador de Carey

8. Un tapete de encaje

9. Un fórceps curvo

10. Un picaporte de latón

11. Unas pinzas de la nariz

12. Un molde de gelatina de peltre y un cortador de pan de azúcar de hierro fundido

13. Una taza bigotera

14. Un cubo de hielo

15. Un corsé y un fanal

16. Una escupidera de plata (para uso personal)

17. Una regadera de hojalata

18. Un grifo (con una c de caliente grabada)

19. Una repisa de chimenea de mármol

20. Lo de moorcus

21. Un silbato de metal

22. Un mondadientes de madera

23. Un botón de arcilla

24. Una moneda de medio soberano

Agradecimientos

Notas

EDWARD CAREY nació en Inglaterra, durante una tormenta de nieve. Como su padre y su abuelo, ambos oficiales de la Marina, asistió al Pangbourne Nautical College, donde lo más cerca que estuvo de seguir la vocación de su familia fue interpretar a un capitán de barco en un musical de la escuela. Quizá fue en ese escenario donde descubrió su pasión por el teatro, que encontraría su desarrollo natural en sus estudios posteriores en la Hull University.

Pero sus grandes vocaciones son sin duda la escritura y la ilustración. Según el propio autor siempre dibuja los personajes sobre los que escribe, aunque a menudo sus ilustraciones contradicen la escritura, y viceversa. También es extremadamente exhaustivo a la hora de documentarse para sus obras. Little, su biografía novelada de Madame Tussaud, fue escrita solo tras trabajar en el museo de cera.

Durante el confinamiento por la Covid-19 puso en marcha el proyecto Una ilustración diaria, que terminó alargándose casi dos años. Nadie pone en duda la incombustible paciencia de Carey. La Trilogía Iremonger, su obra cumbre, le llevó cerca de una década. Esta nació de la nostalgia que sentía viviendo en Texas, y que le llevó a establecer su historia en la Inglaterra victoriana. En ella ofrece a sus lectores una crítica agudísima al sistema de clases, una mirada ecologista y un entramado lleno de misterios.

Título original: Heap House – The Iremonger Trilogy

Diseño de colección: Setanta (www.setanta.es)

Diseño de cubierta: Luis Paadin

© de las ilustraciones de la cubierta: Edward Carey

© del texto y las ilustraciones: Edward Carey,2013

© de la traducción: Lucía Barahona, 2023

© de la edición: Blackie Books S.L.U.

Calle Església, 4-10

08024 Barcelona

www.blackiebooks.org

[email protected]

Maquetación: Acatia

Primera edición: octubre de 2023

ISBN: 978-84-19654-81-6

Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

Para mi hermano James (1966–2012)

I

UN TAPÓN DE BAÑERA

UNIVERSAL

Comienza la historia de Clod Iremonger,

Forlichingham Park, Londres

Así es como empezó

En realidad todo empezó, todo este terrible asunto, el día en que desapareció el picaporte de mi Tía Rosamud. Era su picaporte particular, un picaporte de latón. Es cierto que no ayudó en absoluto que todo el día anterior se hubiera dedicado, como tenía por costumbre, a recorrer la mansión entera en busca de cualquier razón por la que quejarse. Había escudriñado cada planta, escaleras arriba y abajo, abriendo puertas sin ton ni son y sacándole defectos a todo. E insistía en que, en el transcurso de sus minuciosas investigaciones, no se había separado de su picaporte en ningún momento, pero que ahora ya no lo tenía. Alguien, dijo a voz en grito, se lo había robado.

No se había visto semejante alboroto desde que el Tío Abuelo Pitter perdiera su alfiler. En aquella ocasión, lo buscaron por todo el edificio hasta que se descubrió que el pobre tío lo había llevado encima en todo momento: se le había colado por el forro descosido del bolsillo de la chaqueta.

Fui yo quien lo encontró. Aquel día mi familia comenzó a mirarme de forma muy extraña, o quizá debería decir todavía más extraña, porque nunca se habían fiado demasiado de mí y siempre me estaban pidiendo que me quitara de en medio. El descubrimiento del alfiler pareció confirmar algún tipo de sospecha por parte de mi familia, y algunas de mis tías y primos empezaron a evitarme, me retiraron la palabra; mientras que otros, como por ejemplo mi primo Moorcus, me colocaron en el punto de mira. El primo Moorcus estaba convencido de que era yo quien había escondido el alfiler en la chaqueta y, tras darme alcance en un pasillo oscuro, me estampó la cabeza contra la pared, contó hasta doce (pues esa era mi edad en aquel momento), me colgó de un perchero y me dejó allí hasta que al cabo de dos horas me encontró uno de los sirvientes.

Tras la reaparición de su alfiler, el Tío Abuelo Pitter quedó muy compungido y creo que nunca llegó a levantar cabeza tras la desgracia. Tanto escándalo, tantas acusaciones. Murió la primavera siguiente, mientras dormía, con el alfiler prendido al pijama.

—Pero ¿cómo lo supiste, Clod? —preguntaban mis parientes—. ¿Cómo pudiste saber que el alfiler estaba allí?

—Lo escuché hablar.

Oigo cosas

Aquellos colgajos de carne a ambos lados de mi cabeza no descansaban nunca. Esos dos agujeros por donde entraban los sonidos estaban saturados. Escuchaba cosas que no debía.

Tardé un tiempo en comprender lo que escuchaba.

Me contaron que siendo un bebé, en ocasiones me ponía a llorar sin motivo. Estaba tumbado en la cuna y de pronto, sin causa aparente, empezaba a gritar como si alguien me hubiera tirado del poco pelo que tenía, como si me hubieran escaldado con agua hirviendo o como si me hubieran cortado en pedazos con un escalpelo. Siempre había sido así. Decían que yo era un niño extraño, infeliz, difícil, y que costaba mucho calmarme. Tenía cólicos infantiles. Cólicos a todas horas. Las institutrices no solían durar demasiado. «¿Por qué eres tan malo?», me decían. «¿Por qué no te tranquilizas?»

Los ruidos me inquietaban; siempre estaba nervioso, asustado e irritable. Al principio no entendía las palabras de los ruidos. Por aquel entonces solo eran sonidos y crujidos, tintineos, chasquidos, golpes, estruendos, palmaditas, estallidos, retumbes, chirridos, gritos, gemidos, esa clase de cosas. Eran suaves en su mayoría, aunque a veces se volvían insoportables. Cuando empecé a hablar no dejaba de repetir: «¿Quién ha dicho eso? ¿Quién habla?», o «Basta. Cállate. ¡No eres más que un trapo!», o «¿Te quieres callar de una vez, orinal?», porque me parecía que los objetos, los objetos normales y corrientes, me hablaban con voces humanas.

Las criadas se enfadaban muchísimo cuando la tomaba con alguna silla o con un cuenco, con alguna campanilla o con un aparador. «Tranquilízate», me repetían sin cesar.

Las cosas solo empezaron a mejorar cuando el Tío Aliver, que en aquella época acababa de graduarse como médico, se percató de mi malestar.

—¿Por qué lloras? —me preguntó.

—El fórceps.

—¿Te refieres a mi fórceps? ¿Qué le pasa?

Le dije que su fórceps, un instrumento que Aliver llevaba siempre encima, me hablaba. Lo normal, cuando mencionaba los objetos parlantes, era que los demás me ignoraran, o que suspiraran, o que me sacudieran por contar mentiras, pero aquel día el Tío Aliver me preguntó:

—¿Y qué dice mi fórceps?

—Dice —repuse, feliz de que me hubiera preguntado—: Percy Hotchkiss.

—Percy Hotchkiss —repitió el Tío Aliver, sumamente interesado—. ¿Algo más?

—No —dije—. Eso es lo único que oigo. Percy Hotchkiss.

—Pero ¿cómo va a hablar un objeto, Clod?

—No lo sé, y de hecho, preferiría que no lo hiciera.

—Un objeto no tiene vida, no tiene boca.

—Lo sé —dije—, y aun así no calla.

—Yo no oigo hablar al fórceps.

—Tú no, pero yo sí, te lo prometo, Tío. Es una voz sofocada, amortiguada, como si hubiera algo atrapado que dice: «Percy Hotchkiss».

A partir de ese día, Aliver comenzó a visitarme a menudo para escucharme hablar largo y tendido sobre las diferentes voces y nombres que yo oía, y tomaba nota. Lo único que oía eran nombres, solo eso, algunos pronunciados en susurros, otros con fuertes alaridos, algunos parecían melodías, otros gritos; algunos sonaban comedidos, otros muy orgullosos, y también los había extremadamente tímidos. Y siempre me parecía que aquellos nombres provenían de diferentes objetos que había repartidos por toda la casa. En el cuarto de estudio no lograba concentrarme porque había una vara que se empeñaba en gritar «William Stratton», y un tintero que decía «Hayley Burgess», y un globo terráqueo que murmuraba «Arnold Percival Lister».

—¿Por qué son tan raros los nombres de los objetos? —pregunté un día al Tío Aliver, cuando debía de tener unos siete años—. Todos esos Johns y Jacks y Marys, Smiths y Murphys y Jones. ¿Por qué son tan diferentes a los nuestros?

—Verás, Clod —dijo Aliver—, en realidad somos nosotros los que tenemos unos nombres poco habituales. Es una tradición de nuestra familia. Nosotros, los Iremonger*, tenemos otra forma de llamarnos porque somos diferentes a los demás. Para poder distinguirnos de ellos. Es una antigua costumbre familiar: nuestros nombres son como los de los que viven lejos de aquí, más allá de los cúmulos, solo que algo deformados.

—¿Te refieres a la gente de Londres, Tío?

—De Londres y de otros lugares aún más lejanos, Clod.

—¿Tienen nombres como los que yo oigo?

—Sí, Clod.

—¿Y por qué oigo todos esos nombres, Tío?

—No lo sé, Clod, es una peculiaridad que tienes.

—¿Dejaré de oírlos en algún momento?

—Quién sabe. Puede que este poder tuyo desaparezca, que disminuya o que vaya a peor. No lo sé.

De todos los nombres que llegaban a mis oídos, el de James Henry Hayward se repetía más que ningún otro. Eso era porque siempre llevaba el objeto que decía «James Henry Hayward» conmigo, dondequiera que fuese. Era una voz joven y agradable.

James Henry era un tapón, un tapón universal, que encajaba en la mayoría de los desagües. Lo llevaba guardado en el bolsillo. James Henry era mi objeto de nacimiento.

Cada vez que nacía un nuevo Iremonger, en mi familia teníamos la costumbre de entregarle un objeto especial escogido por la Abuela. Los Iremonger siempre juzgaban a sus miembros por la forma en que cuidaban su objeto personal, su objeto de nacimiento, como lo llamábamos. Teníamos que llevarlo encima en todo momento. Y todos eran diferentes. Cuando yo nací me entregaron a James Henry Hayward. Fue lo primero que tuve en mi vida, mi primer juguete y compañero. Tenía una cadena de sesenta centímetros de largo, en cuyo extremo había un pequeño gancho. Cuando pude caminar y vestirme solo, lucía mi tapón y mi cadena igual que los demás llevaban su reloj de bolsillo. Ocultaba mi tapón de bañera, mi James Henry Hayward, en el bolsillo del chaleco para mantenerlo a salvo, mientras que la cadena sobresalía del bolsillo en forma de U y el gancho quedaba sujeto al botón central de mi chaleco. Había sido muy afortunado con mi tapón, porque no todos los objetos de nacimiento eran tan sencillos como el mío.

Cierto es que, al contrario que el alfiler de corbata de diamantes de la Tía Onjla (que decía Henrietta Nysmith), mi tapón de bañera no tenía ningún valor económico, pero por lo menos no era tan engorroso como la sartén de prima Gustrid (señor Gurney), por no hablar de la repisa de chimenea de mármol de mi abuela (Augusta Ingrid Ernesta Hoffmann), que la había confinado en la segunda planta durante toda su larga vida. Reconozco que a menudo me hacía preguntas sobre nuestros objetos de nacimiento. ¿Habría empezado a fumar la Tía Loussa si no le hubieran entregado un cenicero (Little Lil) al nacer? A los siete años ya había contraído el hábito. ¿Habría llegado a ser médico el Tío Aliver si no le hubieran obsequiado con aquel fórceps curvo diseñado para traer niños al mundo (Percy Hotchkiss)? Y naturalmente estaba mi pobre y melancólico Tío Pottrick, a quien en su nacimiento le regalaron una soga (teniente Simpson) atada en forma de nudo corredizo; qué lamentable era verlo arrastrarse como un alma en pena por los inestables pasajes de sus días. Y la cuestión iba todavía más lejos: ¿habría sido más alta la Tía Urgula si no hubiera recibido una banqueta (Polly)? La relación de cada uno con su objeto de nacimiento era un asunto muy complicado. Cuando yo miraba mi tapón de bañera, sabía que encajaba conmigo a la perfección. No sabía exactamente por qué, pero así era. No habría podido recibir otra cosa que no fuera mi James Henry. En toda la familia Iremonger solo había un objeto de nacimiento que no pronunciaba ningún nombre cuando intentaba escucharlo.

La pobre Tía Rosamud

Y así, a pesar de su habitual desconfianza y de los cuchicheos, a pesar de que por lo general me repudiaban, sí que fui requerido cuando la Tía Rosamud perdió su picaporte. No me gustaba entrar en los dominios de la Tía Rosamud, y como norma no me habrían permitido acceder a un territorio tan inhóspito, pero aquel día mi presencia allí les resultaba útil.

La Tía Rosamud, la verdad sea dicha, era vieja y rezongona, y muy dada a gritar, a acusar y a pellizcar. Distribuía galletas de carbón entre los niños a diestro y siniestro para combatir la flatulencia. Le encantaba pescarnos en las escaleras para hacernos preguntas sobre la historia de la familia y, si nos equivocábamos en la respuesta y confundíamos a un primo segundo con uno tercero, por poner un ejemplo, se volvía impaciente y desagradable, sacaba su picaporte especial (Alice Higgs) y nos golpeaba con él en la cabeza. Qué. Muchacho. Tan. Mentecato. Y dolía. Pero que mucho. Eran tantas las cabezas jóvenes a las que había pegado, sacudido y aporreado con su picaporte que había impregnado de mala fama todos los picaportes, y éramos muchos los que nos mostrábamos cautelosos a la hora de accionar tales objetos, por los malos recuerdos que nos traía aquella simple acción. A nadie sorprendió, por tanto, que aquel día las sospechas recayeran en especial sobre los chicos en edad escolar. Entre nosotros había muchos que no lamentarían que el picaporte jamás fuese recuperado, y a muchos nos aterraba lo que pudiera ocurrir en caso de que apareciese. Pero sin duda todos sentimos una cierta compasión hacia Rosamud y su pérdida, sabiendo como sabíamos que no era la primera vez que la Tía Rosamud perdía algo importante.

Rosamud tendría que haberse casado con un hombre al que nunca conocí, una especie de primo llamado Milcrumb, pero una gran tormenta lo sorprendió más allá de los muros de la mansión y se ahogó en los cúmulos que rodean nuestro hogar. Nunca encontraron su cuerpo, ni siquiera su maceta personal. Y por eso, la Tía Rosamud, atribulada por la ausencia de Milcrumb, se dedicaba a dar tumbos por sus aposentos de soltera, atizando a todos con su picaporte. Hasta que una mañana el picaporte, como le había sucedido con Milcrumb, desapareció sin dejar rastro.

Aquella mañana, Rosamud estaba sentada en una silla de respaldo alto, completamente abatida y sin nada en su haber que dijera «Alice Higgs», como si de repente la hubieran silenciado. Me dio la impresión de que se había convertido en algo incompleto. Estaba rodeada de cojines mullidos y de diversos tíos y tías que revoloteaban por allí. Rosamud permanecía callada, algo muy raro en ella, con la mirada perdida, pesarosa. Los demás, en cambio, armaban un buen escándalo.

—Vamos, Muddy, querida, seguro que lo encontramos.

—Anímate, Rosamud, no es algo tan pequeño, aparecerá enseguida.

—Por fuerza ha de hacerlo.

—En menos de una hora, estoy seguro.

—Mirad, aquí está Clod, viene a poner la oreja.

Esta última información no pareció alegrarla demasiado. Alzó la cabeza y me contempló un breve instante, con inquietud y tal vez una leve esperanza.

—Venga, Clod —dijo el Tío Aliver—, ¿quieres que esperemos fuera mientras escuchas?

—No te preocupes, Tío —repuse—. No hace falta. Por favor, no tenéis que iros.

—Esto no me gusta un pelo —dijo el Tío Timfy, el tío más veterano de la casa, el tío cuyo objeto de nacimiento era un silbato que decía «Albert Powling», que soplaba con frecuencia cuando consideraba que algo no estaba bien. Tío Timfy el fisgón, Tío Timfy el de los labios rollizos, el que nunca superó la altura de un niño, Tío Timfy el espía de la casa, el que se dedicaba a merodear por ahí en busca de desorden—. Menuda pérdida de tiempo —protestó—. Hay que inspeccionar de inmediato toda la casa.

—Por favor, Timfy —dijo Aliver—. Mal no hará. Acuérdate de cómo apareció el alfiler de Pitter.

—Pura chiripa, eso es lo que fue. No tengo tiempo para fantasías y mentiras.

—A ver, Clod, por favor, ¿oyes el picaporte de tu tía?

Escuché con mucha atención paseándome por sus habitaciones.

«James Henry Hayward.»

«Percy Hotchkiss.»

«Albert Powling.»

«Annabel Carrew.»

—¿Está aquí, Clod? —preguntó Aliver.

—Oigo con claridad a tu fórceps, Tío, y sobre todo al silbato del Tío Timfy. Oigo bastante bien a la bandeja de té de la Tía Polumar. Pero no consigo oír al picaporte de la Tía Rosamud.

—¿Estás seguro, Clod?

—Sí, Tío, aquí no hay nada con el nombre de Alice Higgs.

—¿Completamente seguro?

—Completamente, Tío.

—¡Pamplinas! —exclamó el Tío Timfy—. Llévate a este mocoso enfermizo de aquí. No eres bienvenido, niño, ¡vete ahora mismo al cuarto de estudio!

—¿Tío? —pregunté.

—Sí, Clod —dijo Aliver—, puedes irte, gracias por intentarlo. No te fatigues, ve con cuidado. Debemos registrar de manera oficial la fecha y la hora de la pérdida: el 9 de noviembre de 1875 a las 09:50 horas.

—¿Queréis que escuche por el resto de la casa? —pregunté.

—¡No permitiré que meta sus narices en ningún otro sitio! —chilló Timfy.

—No, gracias, Clod —dijo Aliver—. Ya nos encargamos nosotros.

—¡Los sirvientes serán registrados! —oí decir a Timfy mientras me retiraba—. ¡Rebuscaremos en todos los armarios! ¡Todo, absolutamente todo, será vaciado! ¡Revolveremos hasta el último rincón y revisaremos cualquier cosa, por pequeña que sea!

2

UNA GORRITA DE CUERO

Comienza la historia de la huérfana

Lucy Pennant, tutelada por la parroquia

de Forlichingham, Londres

Tengo una buena mata de pelo pelirrojo, la cara redonda y una nariz respingona. Mis ojos son verdes y con puntitos, aunque no son lo único que tengo salpicado de manchas. Todo mi cuerpo está punteado. Tengo pecas y puntos y lunares y uno o dos callos en los pies. Mis dientes no son del todo blancos. Uno está torcido. Estoy siendo sincera. Contaré todo tal como ocurrió y no diré mentiras ni faltaré a la verdad en ningún momento. Lo haré lo mejor que pueda. Tengo un agujero de la nariz más grande que el otro. Me muerdo las uñas. A veces me pican los bichos y entonces me rasco. Me llamo Lucy Pennant. Esta es mi historia.

Ya no recuerdo muy bien la primera parte de mi vida. Sé que mis padres eran severos, pero también amables a su manera. Creo que fui bastante feliz. Mi padre era conserje de una finca en el límite entre Filching y Lambeth, a las afueras de Londres, en una pensión donde vivían muchas familias. Nosotros éramos del lado de Filching, pero a veces entrábamos en Lambeth y desde allí caminábamos hasta el centro de Londres por Old Kent Road observando el tráfico del Regent’s Canal. Pero a veces los de Lambeth nos esperaban en el límite de Filching y nos vapuleaban y nos decían que no volviéramos, que nos quedáramos en Filching, que era nuestro sitio, y nos amenazaban con que si alguna vez nos cazaban fuera de Filching sin permiso, tendríamos problemas.

Dicen que, hace mucho tiempo, Filching era un lugar agradable, antes de que llegaran los cúmulos. Antiguamente se lo conocía como Forlichingham, pero ningún lugareño lo llamaba así si quería que lo tomaran en serio. Con decir Filching bastaba. Allí todos hemos crecido rodeados de montones de desechos: desechos encima, desechos debajo, desechos por todas partes; y de un modo u otro debemos estar a su servicio durante toda nuestra vida, bien como parte del gran ejército que deposita los cúmulos, o bien entre las tribus que los clasifican. De un modo u otro, en Filching todos estamos al servicio de los cúmulos. Mi madre trabajaba en la lavandería de la pensión lavando la ropa de los operarios de los cúmulos, frotando la goma y el cuero. Un día, me decía a mí misma, un día vendrán a tomarte las medidas para el traje de cuero y todo habrá terminado, y a partir de ese momento será inútil esperar otra cosa, no después de que te hayan tomado las medidas para el traje, o de que te hayan «casado» con el traje. Así es como lo llamaban, «casarse», porque a partir de entonces debías dedicar toda tu vida a los cúmulos. Una vez casada, no habría nada más. Y era un error esperar otra cosa.

Me gustaba pasear por el edificio en el que vivíamos, observar a toda esa gente, todas esas vidas. A veces ayudaba a limpiar las distintas viviendas y, si veía algo especialmente brillante o que cupiera fácilmente en un bolsillo, era incapaz de prescindir de ello. Robaba un poco. Me acuerdo. A veces algo de comida, otras veces un dedal, y en una ocasión fue un reloj de bolsillo al que más tarde, presa de la emoción, di demasiada cuerda. Cuando lo encontré tenía la esfera rota, aunque padre lo negara. Si alguna vez me pillaban, padre se quitaba el cinturón; pero no me pillaban tan a menudo. Aprendí a esconderme esos pequeños botines en el pelo, los ocultaba entre mis gruesos mechones, debajo de mi humilde gorro, para que padre no los encontrara. Nunca se le ocurrió mirar en aquel nido rojizo.

En el edificio había otros niños. Jugábamos juntos, íbamos a la escuela en Filching y casi todo lo que aprendíamos era sobre el Imperio y Victoria y sobre cuánta parte del mundo era nuestra, pero también nos daban lecciones de la historia de Filching y sobre los cúmulos y sus peligros y su magnificencia. Nos contaban la vieja historia de Actoyviam Iremonger, el encargado de los cúmulos de Londres, de toda la basura de Londres que se trasladaba a nuestro distrito desde hacía más de cien años, cuando los cúmulos eran más pequeños y manejables, y de cómo una vez bebió demasiado y se pasó tres días durmiendo la mona, por lo que nunca dio la orden a los cribadores de cúmulos de que se pusieran a cribar, lo que provocó que los cúmulos se hicieran cada vez más grandes y comenzaran a acumularse todos aquellos desperdicios, toda la porquería de los londinenses; de modo que el trabajo se volvió cada vez más ingente, y desde ese momento los cúmulos siempre nos han llevado ventaja. El Gran Cúmulo se adelantó y se convirtió en la asquerosidad que es hoy en día. Y todo por culpa de Actoyviam y de la ginebra y de la combinación de ambos. Yo no me creía ni una sola palabra, es más, me parecía que solo nos lo contaban para que trabajáramos más duro. La moraleja de la historia era: no seáis holgazanes u os ahogaréis entre los cúmulos. Nunca quise casarme con mi traje, prefería quedarme en el edificio con mis padres y trabajar allí, y si me esforzaba lo bastante no había ningún motivo, por lo menos no en aquel momento, para que no fuese así.

No era una mala vida, dicho sea de paso. En una de las habitaciones del piso más alto había un hombre que no salía jamás, pero al que oíamos siempre dando vueltas. A veces mis amigos y yo mirábamos por la cerradura, pero nunca lo vimos del todo bien. Nos daba tanto miedo, que salíamos corriendo escaleras abajo, entre carcajadas y chillidos. Entonces apareció la enfermedad.

Al principio se manifestó en las cosas, en los objetos. Dejaron de ser como siempre habían sido. Lo que era sólido se volvía resbaladizo, lo que era brillante se volvía peludo. A veces mirábamos alrededor y los objetos no estaban donde los habíamos dejado. Al principio nos lo tomábamos un poco a risa, nadie terminaba de creérselo. Pero pronto escapó a nuestro control. No lográbamos que las cosas hicieran lo que queríamos, algo les ocurría, no hacían más que romperse. Algunas de ellas (no sé cómo explicarlo de otro modo) parecían tan enfermas que tiritaban y sudaban, y les brotaban llagas, granos o terribles manchas marrones. En algunos casos se llegaba a percibir su sufrimiento. No lo recuerdo bien. Solo sé que poco después las personas también empezaron a enfermar, dejaban de trabajar, no podían abrir la mandíbula, o bien no podían cerrarla, o la piel se les llenaba de grietas, o de repente se derrumbaban y se quedaban en el cúmulo sin hacer nada. Sí, exacto. La gente empezó a detenerse, incluso mientras caminaba por la calle. Se paraban, sin más, y no retomaban la marcha. Y un día, a la vuelta del colegio, me encontré a unos hombres esperándome en la puerta de nuestro sótano, con hojas de laurel trenzadas bordadas en oro en el cuello de la chaqueta, distintas a las hojas de laurel de color verde que llevaba la mayoría de la gente en el uniforme diario. Estos sujetos llevaban guantes y bombas de pulverización, y los que entraron a nuestro hogar se colocaron unas máscaras de cuero con dos ventanillas redondas en el lugar de los ojos que les daban cierto aspecto de monstruos. Me dijeron que no podía entrar. Logré abrirme paso a base de patadas, alaridos y empujones, y entonces vi a madre y padre, perfectamente apoyados en la pared, como si fueran piezas del mobiliario, sin un solo rastro de vida en sus rostros; y las orejas de padre, siempre demasiado grandes, ahora parecían las asas de una jarra. Solo los vi un segundo, tan solo uno, porque otros hombres me gritaron que no los tocara, que bajo ningún concepto debía tocar nada, y me sacaron a rastras. No llegué a tocar nada.

Aquella imagen. Padre y madre. No me dejaron quedarme. Me agarraron. No opuse resistencia. Y me sacaron de allí. No dejaban de preguntarme si los había tocado. Y yo les dije que no había tocado ni a madre ni a padre.

Me metieron en una habitación y me encerraron sola durante un tiempo. La puerta tenía una ventanilla y de tanto en tanto aparecía alguien para comprobar si yo también caía enferma. Cada cierto tiempo aparecía algo de comida. Por mucho que aporreara la puerta, nadie venía en mi auxilio. Al cabo de un tiempo entraron unas enfermeras con grandes cofias blancas y me examinaron. Me golpearon en la cabeza con los nudillos y me auscultaron el pecho para ver si me estaba quedando hueca. No sé decir cuánto tiempo me hicieron esperar en aquella habitación, pero al final abrieron la puerta y los hombres con hojas de laurel doradas me miraron de arriba abajo y se miraron los unos a los otros mientras afirmaban: «Esta no. Por alguna razón, esta no».

La enfermedad se llevó a muchas personas. Y a otras no. Yo fui una de las afortunadas. Por decirlo de algún modo. Depende de por dónde se mire. No era la primera vez que ocurría algo así. La Fiebre de los Cúmulos, como la llamaban, iba y venía; pero aquel fue el primer brote desde mi nacimiento.

A todos los niños que nos habíamos quedado huérfanos a causa de la enfermedad nos llevaban al mismo lugar. Estaba cerca del muro de los cúmulos que, según decían, se había construido justo después de la época de Actoyviam y, a veces, cuando se desataba una fuerte tormenta en los cúmulos, algún objeto salía volando y se precipitaba sobre el tejado. Era un lugar de llantos y gritos, lleno de cuartuchos sucios donde abundaban el miedo y los pucheros. Todos los que estábamos allí sabíamos con certeza que nos casaríamos con los cúmulos una vez alcanzáramos la edad estipulada; allí no había forma de escapar de los cúmulos. Por la noche los oíamos revolverse, estremecerse y gimotear, y sabíamos que muy pronto tendríamos que salir afuera, a las mismísimas entrañas. Nos enfundaron unos trajes negros muy gastados y unas gorritas de cuero puntiagudas, el uniforme del orfanato. La pequeña gorra de cuero indicaba que pertenecíamos a los cúmulos, que pronto estaríamos fuera con ellos. Antes de la enfermedad, a menudo veía a los huérfanos cruzando Filching con sus gorritas de cuero. No se nos permitía hablar con ellos, siempre guardaban silencio, y siempre los flanqueaban adultos de aspecto taciturno. A veces, alguno de nosotros les silbaba, o los llamaba, pero nunca respondían; y ahora ahí estaba yo, con mi propia gorrita de cuero, marcada.

En el orfanato había otra niña pelirroja. Era una niña cruel y estúpida. Una bruja convencida de que allí solo había sitio para una chica de pelo rojo. No parábamos de pelearnos, pero por más que le pegara nunca parecía tener suficiente. Sabía que a la más mínima oportunidad ella volvería a la carga, solo por fastidiar. Estaba realmente obcecada.

Y ya está.

Supongo que eso es todo. Creo que sí. Me cuesta recordar, cada vez es más difícil. Una vez dentro, no había forma de salir del orfanato, y los pedacitos de nuestra vida se alejaban cada vez más, y cuanto más se alejaban, menos seguros podíamos estar de ellos. Pero supongo que ya lo he dicho todo. Eso creo.

Ya no me acuerdo de cómo eran mi madre y mi padre.

¿Y qué más?

La última cosa importante.

Un hombre vino al orfanato expresamente para verme. Se presentó como Cusper Iremonger.

—¿Un Iremonger? —pregunté—. ¿Uno de verdad?

—Sí —respondió—, uno de ellos.

En el cuello lucía una hoja de laurel dorada. Ese es su símbolo (probablemente debería explicarlo), es el símbolo de los Iremonger, la hoja de laurel que los representa, porque entre otras cosas son unos poderosos recaudadores.* El tal Cusper dijo algo sobre la familia de mi madre, sobre cómo su familia estuvo emparentada con los Iremonger hacía mucho tiempo.

—De acuerdo —dije—. Entonces, ¿qué soy? ¿Una heredera?

Él me dijo que no, pero que, si me interesaba, me darían trabajo en una gran mansión. Y con eso se refería a la gran mansión.

Sabía quiénes eran los Iremonger, obviamente, como todos; todos en Filching lo sabían y sospecho que lo mismo ocurría en el resto de los lugares más allá de Filching. Eran propietarios de casi todo. Eran los dueños del Gran Cúmulo. Se dedicaban a recaudar, siempre lo habían hecho, y se decía que eran los beneficiarios de todas las deudas de Londres y que las reclamaban cuando les parecía oportuno. Eran muy ricos. Gente extraña, fría. Nunca te fíes de un Iremonger, eso es lo que siempre decíamos en Filching. Lo decíamos entre nosotros, sin que ellos se enteraran. Nuestros puestos de trabajo estaban en juego. Eso por descontado. Había oído historias sobre su remota casa en los cúmulos, pero nunca la había visto. No era más que un manchurrón a lo lejos. Pero ahora podría hacerlo. Me habían ofrecido un empleo. Era mi oportunidad para alejarme del trabajo en los cúmulos, para dejar atrás la gorrita de cuero, la única alternativa que tenía al alcance.

—Me gustaría mucho —dije—. Se lo agradezco. Es una suerte. Y dígame: ¿no tendré que casarme? —pregunté.

—No —repuso—, no con los cúmulos.

—Trato hecho.

—Pues andando.

Nos alejamos del orfanato en un carro destartalado de un solo caballo. El jamelgo estaba escuálido y tembloroso y la vieja carreta se caía a pedazos. Recorrimos las vías de clasificación, hacía sol, eso sí lo recuerdo, y los cúmulos estaban tan callados que apenas se les oía, el cielo estaba azul y había una tenue neblina. Eso es: el cielo estaba azul y yo sonreía a medida que nos dirigíamos por un camino de baches hacia la Casa de Laurel, a la mismísima Casa de Laurel.

—¿Qué? ¿Aquí? —pregunté.

—Justo aquí —dijo.

—¿Voy a entrar?

—Así es. Por el momento.

—¡Menudo sitio!

Mis amigos y yo siempre hablábamos de entrar en la Casa de Laurel, pero ninguno de nosotros lo había hecho. Nunca nos habíamos acercado ni a cien kilómetros de distancia, nos habrían echado de malas maneras si lo hubiéramos intentado. Solo la familia tenía permitido el acceso. Para todos los demás: «Prohibido el paso». Y ahí estaba yo, montada en la carreta, como un miembro más de la familia. ¡Yo, una Iremonger! Las puertas se cerraron tras de mí y el tal Cusper me instó a darme prisa. Y entonces entramos, y estaba lleno de despachos y escritorios y gente con papeles y ruidos y pipas extrañas por todas partes y sonidos metálicos y golpes distantes. Y la gente iba toda emperifollada con cuellos y corbatas amarillentos.

—¿Me puede enseñar la casa? —pregunté.

—No seas impertinente —dijo—. No toques nada. Ven conmigo.

Así que lo seguí por un pasillo repleto de hombres atareados a derecha e izquierda. Hasta que nos detuvimos en una puerta donde ponía A FORLICHINGHAM PARK. La siguiente puerta decía DESDE FORLICHINGHAM PARK. Cusper tocó una campana que colgaba del marco de la puerta, se oyó un crujido y entonces se abrió la puerta que decía A, no la que decía DESDE, y entramos en una estancia del tamaño de un armario. Me sugirió que me aferrara a la barandilla. Lo hice, el hombre tiró de una cuerda que colgaba del techo, oí el sonido de una campana en alguna parte y la habitación-armario empezó a moverse. Proferí un grito, el mundo pareció sacudirse y comenzamos a bajar, bajar, bajar; sentía que el corazón se me iba a salir por la boca, convencida de que nos mataríamos, de que nos precipitábamos hacia una muerte segura. De repente hubo un destello de luz, el tal Cusper había encendido una pequeña lámpara de aceite, ni siquiera se agarraba a nada, pero me sonrió y me dijo que no me preocupara. La habitación-armario frenó con un golpe seco y detuvo su caída.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—Abajo —dijo—, muy abajo. Hay que bajar completamente para llegar adonde tú vas.

Estábamos en una estación. Había unas vías de tren. En la pared había letreros que rezaban: BIENVENIDOS A LA ESTACIÓN DE LA CASA DE LAUREL, y una flecha que señalaba hacia una dirección en la que ponía: AL GRAN LONDRES, y otra en la que ponía: A IREMONGER PARK. El tren ya estaba allí, con la caldera a punto, envuelto en vapor, y Cusper me condujo a toda prisa a lo largo de la plataforma, entre señores de traje oscuro y chistera que no miraban a ninguna parte en concreto. En el extremo del tren había un vagón de mercancías con cestas llenas de cosas y arcas de suministros. Cusper Iremonger me empujó dentro. Estaba sola allí, con la única compañía de las cosas.

—Siéntate en una cesta, alguien irá a recogerte cuando el tren llegue. Pórtate bien.

Y entonces deslizó la puerta para cerrarla y poco después me di cuenta de que la había cerrado a cal y canto. Me quedé media hora allí sentada hasta que a través de la ventana de malla metálica (no había cristal) vi a un anciano muy alto todo engalanado con un sombrero de copa y un abrigo largo y negro con cuello de piel, dirigiéndose al tren, y a otras personas más bajitas apresurándose y haciendo reverencias tras él; qué grande era aquel anciano, qué aspecto tan sombrío y decidido tenía mientras subía a bordo. Creo que el tren debía de estar esperándolo, porque enseguida un hombre con gorra apareció corriendo por la plataforma, agitando una bandera, soplando un silbato y en aquel instante emprendimos la marcha. Miré por la malla, pero no veía nada a excepción de oscuridad, más oscuridad, y oscuridad total. Los olores y las nieblas se filtraban en el vagón de mercancías, que no estaba sellado, y a medida que el tren aceleraba me empapé de arriba abajo con el vapor que se colaba por la ventana de malla, y que olía fatal. Al fin el tren aminoró la marcha y se detuvo con un silbido chirriante que me dejó sorda durante un buen rato, y miré afuera pero apenas se veía nada, hasta que pasado un tiempo se abrió la puerta del vagón de mercancías y una mujer, alta y delgada y con un vestido liso, me dijo:

—Ven por aquí y date prisa.

Así fue como empezó todo. Ya había llegado.

3

UNA MEDALLA

(QUE DECÍA «AL VALOR»)

Continúa la historia de Clod Iremonger

Mi primo Tummis (y Moorcus)

Antes de llegar al cuarto de estudio, oí un sonido que se iba acercando cada vez más:

«Hilary Evelyn Ward-Jackson».

Era el reclamo particular del objeto de nacimiento de mi primo Tummis y, en efecto, un segundo después este dobló la esquina.

—Clod, querido —jadeó—, qué contento estoy de haberte interceptado.

—Buen día, amigo Tummis, se te ve falto de aire.

—Así es. Lo estoy, lo estoy, y te diré por qué: se han suspendido las clases a causa de la Tía Rosamud. Los profesores nos han registrado de arriba abajo, nos han vaciado los bolsillos y nos han cacheado en busca del picaporte desaparecido, y, tras no haberlo encontrado, nos han enviado a nuestras habitaciones hasta nuevo aviso, con la orden de no estorbar lo más mínimo y de gritar a pleno pulmón si encontramos el maldito chisme de latón de la Tía Rosamud.

A menudo me hallaba en compañía de mi primo Tummis, y no era raro encontrarnos merodeando, rumiando, elucubrando, filosofando, cuchicheando, curioseando y dando tumbos de un lado a otro. Mi primo Tummis era muy alto y delgado. Siempre llevaba consigo a Hilary Evelyn Ward-Jackson. Era un grifo, propio de una bañera. En el centro de la rueda tenía un pequeño disco esmaltado donde había grabada una C de «caliente». Era un objeto muy bonito y había tenido un profundo efecto sobre Tummis, porque mi querido primo goteaba con frecuencia y muchas veces de la nariz le colgaba una gota de moco líquido; aquella gota tenía un camino tan largo que recorrer (toda la longitud de Tummis) que moría mucho antes de tocar el suelo. Tummis era un tipo muy sensible con muchísimos intereses. Tenía los cabellos amarillentos y de aspecto algo inseguro, como si aún no se hubieran decidido a ser pelos y pensaran que podían ser una nube, de metano, por ejemplo, pues eran tan finos que se podía ver el cráneo que había debajo.

A pesar de que ya había cumplido los diecisiete cuando la Tía Rosamud perdió su picaporte, Tummis no se había casado. A los dieciséis, un Iremonger debía pasar de llevar pantalones de pana cortos a unos largos de franela gris. A los dieciséis, un Iremonger debía casarse con la esposa que hubieran elegido para él, una joven Iremonger, que no podía ser hermana ni prima hermana, pero sí debía guardar algún tipo de parentesco. A los dieciséis, un Iremonger tenía que dejar de lado todo lo relacionado con el colegio y comenzar a desempeñar un trabajo como es debido en alguno de los departamentos domésticos o, en el caso de disponer de un don especial, encontrar empleo más allá de los montones de desechos, en el mismísimo Londres, por lo menos en el vecindario de Forlichingham, que algunas veces podíamos divisar a lo lejos desde las ventanas más altas de la casa. Era ciertamente improbable que a mí me permitieran trabajar en Forlichingham debido a mi temprana enfermedad, y al pobre Tummis le tenían prohibido casarse con Ormily y vestir pantalones de franela gris. Creían que aún no estaba preparado.

A Tummis le encantaban los animales, le encantaban todos los animales que deambulaban a montones por la casa, escarabajos, ratas, murciélagos, gatos o cucarachas, y los recogía, se los llevaba a sus aposentos y cada vez que reunía a una familia demasiado extensa, el primo Moorcus entraba en su cuarto y los dispersaba, a menudo aniquilando a uno, dos o diez en el proceso. Puede que esta fuera la causa de que aún llevara pantalones cortos de pana un año después de lo habitual, y sus rodillas, aún a la vista, eran más bien nudosas y ridículas, y anhelaban tanto la franela gris que se las cubría con las manos siempre que podía, como si quisiera ocultarlas, aunque en realidad solo conseguía parecer todavía más desnudo con esas manazas (que recordaban a callos hervidos) posadas sobre ellas. Supongo que el primo Tummis era una criatura bastante nerviosa.

—Conque no hay colegio —dije—. ¡Un día de descanso!

—Sí, pero Clod, querido primo, escúchame. Yo en tu lugar no me iría a casa.

—Puede que para ti solo sean dos cuartuchos revueltos y sucios, pero para mí es un palacio.

—No es eso, Clod.

—¿Prefieres que vayamos a tu casa de fieras, para graznar y chillar, viejo mocoso?

—Es por Moorcus, Clod.

—Oh —dije—. ¿Qué pasa con Moorcus?

El primo Moorcus, el prefecto del colegio, mi primo hermano, el mayor y más guapo de los muchachos Iremonger, portaba una medalla con una cinta que decía AL VALOR que por algún extraño motivo lucía en todo momento. Este era el único objeto concreto que nunca me había hablado, ni un susurro, ni un sonido. Permanecía obstinadamente callado. Pero este era un fenómeno relativamente reciente, hacía tan solo seis meses que Moorcus había empezado a mantener su objeto de nacimiento oculto y a menudo lo oía gemir las palabras «Rowland Collis». Pero de pronto, desde hacía medio año, Moorcus exhibía una medalla en el pecho que anunció que era su objeto de nacimiento, y mandó colocar numerosos cerrojos en la puerta de su apartamento. Después de eso nunca volví a oír a Rowland Collis.

—El primo Moorcus... —repitió Tummis, y entonces levantó las manos. Tenía los nudillos ensangrentados.

—¿Qué ha hecho?

—No mucho esta vez, como puedes ver —dijo Tummis examinándose las pequeñas heridas como si nada—. Aunque se ha entretenido bastante. Ha estado abollando sombreros de copa y propinando unos cuantos coscorrones delante de los prefectos, que no han hecho nada por detenerlo.

—Nunca lo hacen, Tummis, le tienen miedo.

—Ha sido un poco cruel con un par de los primos pequeños, pero, y esto es lo principal, sobre todo estaba decepcionado porque no había podido registrarte a ti. Ha comentado algo, en términos no particularmente agradables, sobre, ya sabes, ponerte patas arriba. Se ha acordado y ha vuelto a contar la vez que fue a por ti después de lo del pobre Tío Pitter. Bien, querido tapón, estos son los hechos, y no son alegres, de eso no cabe duda. Será mejor que no vayas a casa, vete por ahí, no te dejes ver hasta las Vísperas y puede que para entonces ya se le haya olvidado.

—Gracias, Tummis —dije estrechándole la mano y disculpándome al ver que mi querido amigo se estremecía—. Muchas gracias.

—Me voy a casa, que sin ti parecerá despoblada. Pero saludaré de tu parte a mis escarabajos de alfombra y a mis cucarachas, a mis gusanos de la harina y a mis bichos bola, a mis polillas de la ropa y a mis fóridos, y a mis sarcofágidos, y a mis arañuelas, y a mis cochinillas de la humedad y a mis armadilídidos y a mis mosquitos, mis gorgojos y mis éstridos y, por supuesto, a mi gaviota.

—Gracias, mi querido grifo, te pasaré a buscar más tarde.

—Vete ya, tapón —dijo—, y procura pasar desapercibido.

El Abuelo

Así que me adentré en los pasillos superiores, pero con cuidado de no llegar a los áticos, con los techos llenos de murciélagos portadores de enfermedades, mientras le daba patadas al polvo que se acumulaba a diestro y siniestro, y observaba el progreso de un caracol o dos en las húmedas habitaciones traseras, esquivando a las babosas, aguzando el oído por si hubiera ratas, confiando en evitar al primo Moorcus. Este había roto brazos y piernas a varias personas en cinco ocasiones diferentes. No era raro que un primo Iremonger terminara en la Enfermería después de un encuentro con Moorcus. Es más, era muy habitual. Yo estaba especialmente deseoso de evitarlo, me producía una profunda desazón.

Había deambulado en tantas ocasiones por aquella casa grande e imponente, de un cuarto a otro, por las áreas donde se me permitía el acceso, y por otras prohibidas, arriba y abajo, a través de largas escaleras serpenteantes, escuchando a todos los objetos parlantes, que sabía muy bien dónde esconderme. Nuestra casa, Heap House*, la Casa de los Cúmulos, como la llamábamos, carecía de una estructura original. Estaba construida a partir de otras muchas. Cuando el Abuelo compraba un lugar nuevo, solía ordenar que desmantelaran los edificios, y los trasladaran a través de los cúmulos para volverlos a ensamblar, solo que esta vez de una forma distinta, y así los trasplantaban, los atornillaban, los apuntalaban y los acoplaban a nuestro hogar. En los páramos de los cúmulos teníamos tejados y torretas de Londres, salas de baile y cocinas, tenderetes y escaleras, y muchas, muchísimas chimeneas. Enormes carromatos habían arrastrado numerosos amasijos entre los cúmulos, cuando todavía eran transitables. Por eso, en cierto modo, mientras caminaba por aquellos pedazos trasplantados me sentía como si estuviera descubriendo Londres. Buscaba Londres al caminar por antiguas estancias de aquella ciudad, al leer libros, al tocar los lugares en los que los londinenses habían estado. Me fijaba en los nombres grabados en las paredes y en los muebles, puesto que a la gente le gustaba escribir su nombre, le gustaba dejar pruebas de su existencia, y todos esos nombres me resultaban extraordinarios, indicios de un mundo más grande. Me gustaba recorrer todos esos pedazos de Londres, que debían de haber dejado innumerables vacíos en la ciudad. Muchas veces he pensado que debe de ser como cuando una persona pierde un diente, solo que Londres debía de tener tantos dientes que tal vez nadie percibiera la diferencia. En nuestra casa de los cúmulos había pequeñas casuchas y trozos de palacios. Nuestro hogar era un edificio gigantesco hecho a base de muchos otros. Pero la estructura original, difícil de identificar en nuestros días, había pertenecido a nuestra familia desde hacía siglos.

En mi familia vivían todos juntos, Iremongers con Iremongers, Iremongers de pura sangre, todos ellos estrictos y severos e impenetrables. Había tantos primos y tíos y tías, tías abuelas y tíos abuelos, hordas de nosotros, Iremongers de todas las edades y formas, todos unidos por lazos de sangre. Y para mantener alimentadas y vestidas a tantas personas se necesitaba todo un ejército de sirvientes. Estos sirvientes también eran Iremongers, pero solo en parte, Iremongers de nivel inferior: uno de sus progenitores en algún momento se había casado con un no-Iremonger y cada generación posterior habría continuado haciendo lo mismo. No sé decir exactamente el número de sirvientes que había, porque muchos trabajaban abajo, en el profundo entramado de sótanos, o fuera, en los cúmulos, y nunca subían.

Me hallaba en un pasillo alto, gran parte del cual había sido extraído de una antigua fábrica de calafateo en Tilbury, cuando la casa se estremeció de pronto. Me apoyé en la pared a la espera de que pasara. A continuación se oyó un terrible estruendo. Era algo bastante habitual: el rugido de la locomotora del Abuelo.

Todas las mañanas la locomotora hacía el trayecto de Heap House a Londres y regresaba por la noche, siempre con los mismos horribles chillidos y empellones que sacudían toda la casa. El tren se detenía en el sótano y el Abuelo llegaba a la casa por medio de un ascensor tirado por unas mulas miserables que vivían allí abajo, en la oscuridad, y que tampoco subían nunca. Había un túnel que unía la casa con la lejana ciudad y que pasaba por debajo de los montones de desechos.

Mi abuelo, Umbitt Iremonger (cuyo objeto de nacimiento era una escupidera de plata personal, para que el abuelo expectorara a placer), nos gobernaba a todos. El Abuelo iba y venía de la ciudad, donde desempeñaba su gran servicio, y cuando estaba allí, en la casa se respiraba una especie de alivio, pero cuanto más se alargaba el día, más nerviosos nos poníamos todos a la espera de que la casa volviera a gritar, aguardando el ruido que indicaba el regreso de la locomotora.

El grito empezó a desvanecerse y yo reanudé el camino. Recorrí los pasillos llenos de goteras, entrando y saliendo de pequeños cubículos, habitaciones más pequeñas traídas de aquí y de allá. Eran frecuentes mis visitas a estas insinuaciones de un mundo más grande, porque en toda mi vida solo había conocido Heap House. Nunca había estado en ninguna otra parte, tan solo en Heap House y en sus cúmulos.

Pensé que allí arriba estaría a salvo, a salvo y a solas, a salvo con los insectos que merodeaban por ahí, los roedores de las paredes y la extraña gaviota agusanada que de alguna forma había logrado entrar en la casa pero no salir. Pero allí arriba, en una estancia que originalmente había pertenecido a un estanquero de Hackney, oí un susurro apresurado que me permitió saber que no estaba solo.

«Thomas Knapp.»

Y entonces se encendió una luz repentina, apareció una lámpara y refulgió en mi rostro.

Me persiguen

—¿Qué estás haciendo? ¿Quién anda ahí? Sal a la luz.

Ingus Briggs, el segundo mayordomo, un pariente lejano cuyo objeto de nacimiento era un calzador de carey (Thomas Knapp), estaba de repente a mi lado. El señor Briggs tenía una gran colección de alfileteros en su salita (una chica de la que se enamoró una vez tenía un alfiletero como objeto de nacimiento). Una vez, en un arranque de sociabilidad, quiso enseñármelos, e incluso me rogó que pinchara alfileres en ellos, una actividad que creo que él realizaba cada noche después de concluir sus quehaceres. Pinchaba centenares de alfileres y agujas en materiales de docilidad variable, y esto le proporcionaba un gran consuelo. Briggs era una persona pequeña y reluciente; creo que en su juventud sus padres debieron de pulirlo a fondo. Creo que aquellos Briggs debieron de frotarlo día y noche con cera para latón o abrillantador para plata hasta ver su propio reflejo amoroso en él.

—¿Qué está haciendo, señorito Clod? —preguntó.

—Estoy paseando por la casa.

—No deje que le pesquen haciéndolo. No les gusta, no lo tolerarán.

—Gracias, Briggs, lo tendré en cuenta. Pero, a ti no te importa, ¿verdad?

—Me importan las velas y las lámparas de gas, me importan las alfombras y las escobas y los lustrabotas, me importan las cosas, las cosas que me importan. No las personas. Bueno, las personas que están por debajo de mí por supuesto que me importan. Pero no las que están por encima de mí, no es cosa mía preocuparme por los de arriba, jamás lo he hecho, nunca en mi vida. ¿Ha visto el picaporte de su Tía Rosamud?

—No, lo siento, Briggs, no lo he visto.

—Es una gran angustia.

—Briggs —dije—. ¿Has visto al primo Moorcus?

—No desde que estaba en su rellano, y después de eso ha entrado en contacto con el señorito Tummis.

—Oh, pobre Tummis. ¿Dónde están ahora?

—No sabría decirle, pero tal vez sería prudente no acceder a la Sala de Mármol, ni al refectorio, tal vez lo mejor es que no se acerque a la Sala del Desayuno, ni a ninguno de los salones de abajo. Básicamente, yo guardaría silencio. Me ha parecido oír que alguien subía, pasos por encima de mí, por eso he subido a investigar. El amo Moorcus sin duda le busca, señorito Clod. Mientras los demás buscan el picaporte de su tía, él le busca a usted por los armarios grandes, bajo las escaleras. Yo, sobre todo, procuraría ser más sigiloso.

—Gracias, Briggs, se lo agradezco de verdad.

—No le he dicho ni una palabra —dijo Briggs antes de marcharse.

Las vistas desde nuestras ventanas

Seguí mi camino, metiéndome en lugares muy poco populares, haciendo recuento de las habitaciones con el papel pintado mal pegado o desconchado. En una antigua barbería atornillada al tercer piso, originaria de Peckham Rye, una sala que llevaba meses sin visitar y donde sentía que estaría a salvo de Moorcus, me detuve frente a una ventana llena de mugre pero con una pequeña grieta a través de la cual se colaba el silbido del viento del exterior y, al acercar el ojo a la ranura, pude entrever una pequeña panorámica de fuera, de lo que había más allá de nuestra casa, de los cúmulos en todo su esplendor. Aquel día los cúmulos estaban tranquilos y apacibles, y habría sido un día perfecto para clasificar de no ser porque la pérdida del picaporte de la Tía Rosamud había obligado a todo el mundo a permanecer dentro.