Tú eres lo que quiero - Sin vuelta atrás - Kate Hardy - E-Book
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Tú eres lo que quiero - Sin vuelta atrás E-Book

Kate Hardy

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Beschreibung

Tú eres lo que quieroKate HardyJack Goddard siempre conseguía lo que quería. A Alicia Beresford no le había gustado el interés que mostraba por su mansión familiar, pero Jack pensaba seguir adelante con sus planes de negocio y llevarse a Alicia a la cama como parte del trato. Aquel playboy era un chico malo y el hombre más sexy que Alicia había conocido. Cuanto más tiempo pasaba con el guapísimo empresario, más tentadora resultaba su propuesta de mantener un tórrido romance. Pero también sabía que no era hombre de echar raíces. ¿Soportaría Alicia el hecho de que Jack solo buscaba una inversión temporal antes de mudarse a otra propiedad? Sin vuelta atrásKate HardyA Jake Andersen le gustaba trabajar en situaciones extremas, por lo que el frío helador de Noruega encajaba a la perfección con su estilo profesional. Pero con la compañía de Lydia Sheridan no tardaría nada en subir la temperatura…Jake quería tener una aventura pasajera con Lydia y a ella le iba a costar resistirse; resultaba difícil negarse cuando su cuerpo le pedía a gritos que se entregara. ¿Podría derretir el corazón de su jefe en solo una semana? Con una pasión tan ardiente, cualquier cosa era posible.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 398 - marzo 2019

 

© 2008 Pamela Brooks

Tú eres lo que quiero

Título original: Sold to the Highest Bidder!

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

© 2009 Pamela Brooks

Sin vuelta atrás

Título original: Temporary Boss, Permanent Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientosde negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcasregistradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y susfiliales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® estánregistradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otrospaíses.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin EnterprisesLimited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-914-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Tú eres lo que quiero

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Sin vuelta atrás

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Jack Goddard llegó media hora antes. Quería asegurarse de que no hubiera gato encerrado.

¿Sería Allingford Hall tan estupendo como parecía en el folleto?

Norfolk sería el lugar perfecto para relajarse.

Según el navegador faltaban dos curvas más para que apareciera, a la izquierda, el camino que conducía a Allingford. Un camino largo y flanqueado de hayas. Aquello se ponía cada vez mejor. Sin vecinos no habría quejas por el ruido.

Una sonrisa curvó su rostro cuando, al fin, apareció la casa.

Era justo lo que había esperado.

Tenía forma de «E», con aleros acanalados y angulosas chimeneas. Perfectamente simétrica, resultaba evidente que el diseño era el original.

Aquel lugar rezumaba historia. Tenía alma. Si los jardines eran lo suficientemente grandes, sería el escenario perfecto.

Aparcó sobre el camino de grava frente a la casa y al bajar del coche fue recibido por un perro labrador dorado. Aunque sus ladridos habían quedado camuflados por el osito de peluche que llevaba en la boca, el sonido alertó a una joven que apareció corriendo. Vestía vaqueros y una camiseta que había conocido mejores tiempos. Los cabellos, del color del trigo, estaban recogidos con un coletero y las mejillas manchadas de tierra.

En su mundo, las mujeres llevaban trajes de ejecutivo y tacones altos. Sus peinados eran impecables, por no mencionar el maquillaje. Aquella mujer no parecía llevar ni siquiera un toque de carmín y, aunque las pestañas eran largas y espesas, no llevaba rímel.

La oleada de deseo que sintió al verla hizo que se tambaleara ligeramente.

No recordaba la última vez que había sentido algo parecido, ni siquiera por Erica.

–¿Jack Goddard? –preguntó la joven.

Tenía una voz preciosa. Baja, aunque no monótona. Cultivada. Modulada.

–Sí –contestó.

–Siento la suciedad –ella se limpió una mano contra el trasero del pantalón y se la tendió–. Le esperaba un poco más tarde –no fue un reproche, en su voz no había el menor rastro de sarcasmo. Ni de disculpa. Era algo así como «o lo tomas o lo dejas»–. Alicia Beresford.

¿Esa mujer era la dueña de la casa? Había esperado alguien más… elegante. Su lenguaje era cultivado, pero sin esnobismo. Parecía algo desaliñada y muy abordable. De repente, sólo pudo pensar en arrancarle la mugrienta ropa y meterla en la ducha. Con él.

Haciendo caso omiso de la tierra que aún cubría su mano, se la estrechó. Era una mano firme y fuerte, y el contacto con su palma le produjo la sensación de haber sido atravesado por un rayo.

Y por el modo en que sus bonitos ojos se abrieron, ella debía haber sentido lo mismo.

¡Demonios! Tenía que controlarse. En primer lugar jamás mezclaba los negocios con el placer. En segundo lugar, Alicia Beresford no parecía la clase de mujer dispuesta a un revolcón, y él nunca pasaba de ahí… ya no. No desde Erica.

El perro mostró signos evidentes de querer intervenir y arrastró el osito de peluche hasta sus rodillas, dejándole un rastro de barro en los pantalones. Aunque Alicia hizo un evidente esfuerzo por ocultar su risa, los ojos reflejaron un brillo de diversión.

–Le pido disculpas por los modales de mi perro. Si quiere, puedo pasarle una bayeta por los pantalones. Con suerte no quedará marca.

«Bayeta». Jack tuvo que cerrar los ojos para deshacerse de la imagen que se había formado de Alicia Beresford arrodillada ante él frotándole la piel desnuda con una bayeta. ¿Por qué demonios consentía que esa mujer le afectara tanto?

No estaba precisamente necesitado de sexo. Más bien al contrario.

–Considérelo un cumplido –decía Alicia–. Saffy no comparte su osito con cualquiera.

–¿Saffy?

–Diminutivo de Saffron, azafrán en inglés.

–Un nombre muy apropiado para un labrador.

–Cierto –ella respiró hondo–. ¿Por dónde quiere empezar? ¿Por dentro o por fuera?

No se andaba con rodeos. Claro que, por las informaciones que tenía Jack, tampoco podía permitírselo, sobre todo con la cantidad de impuestos que debía. Su padre había fallecido cinco años antes y la propiedad la había heredado su hermano, fallecido por la picadura de un insecto tropical cuatro meses atrás. Y así la propiedad había pasado a manos de Alicia. Según sus fuentes, el hermano apenas había abonado la mitad de los impuestos de sucesión.

Sin embargo, no tenía la intención de aprovecharse de ello y obligarla a vender la propiedad por un valor inferior. Un buen negocio no tenía por qué implicar machacar al contrincante. Si la casa era tal y como prometía, no tendría inconveniente en pagar un precio justo, el que ella pedía.

–Ya que estamos fuera, podríamos empezar por aquí –contestó él al fin.

Junto a la casa se extendía un camino cubierto de rododendros morados, blancos, rosas y amarillos. Acababa en lo que parecía un huerto junto a un anticuado invernadero y un edificio de ladrillos con el frente acristalado.

–Ésa es la orangerie –explicó ella–. Aunque no se ha usado desde hace años como tal.

En efecto, el edificio había pasado a servir de almacén de herramientas de jardinería, macetas, cortacésped y carretillas.

–¿Qué antigüedad tiene el invernadero?

–Data de comienzos del siglo xviii –le informó Alicia–. Las vigas de hierro del techo son las originales –su mirada reflejó pasión. Aquél era el punto débil de la joven. Allí estaba el objeto de su amor. El jardín.

Alicia le condujo a través de una puerta por otro camino de rododendros hasta el jardín de la parte trasera de la casa. Jack no era ningún experto, pero parecía descuidado, como si fuera demasiado trabajo para quienquiera que se ocupara de su mantenimiento.

Pero al llegar al otro lado de la casa, las reflexiones pasaron a un segundo plano.

Ante ellos se extendía una enorme pradera que descendía hasta un lago. Sería perfecto para sus planes. ¿Cómo no habían puesto esa foto en el folleto? Era impresionante.

–Esto es fabuloso –dijo Jack casi sin aliento.

Ella asintió. La rigidez de la espalda denotaba una ligera tensión.

Jack se puso en su lugar. Si él tuviera que enseñar la propiedad familiar a un potencial comprador, también estaría disgustado.

Siguieron hasta las viejas cuadras. Eran grandes y, bien acondicionadas, también servirían a sus propósitos. No tuvo problema para imaginarse el resultado final.

–Y ésta es la casa –ella se dirigió hacia la puerta principal, seguida de cerca por el perro. Llevaba unos vaqueros descoloridos y de aspecto suave y él se sorprendió por el deseo que sentía de acariciar la tela, de deslizar las manos por la curva del trasero.

Alicia Beresford era generosa en curvas. Unas curvas gloriosas. Iba a tener que hacer un serio esfuerzo por empezar a pensar con la cabeza y no con otra parte del cuerpo. Necesitaba estar despejado para tomar una decisión coherente.

¿A quién quería engañar? Había tomado la decisión prácticamente en el instante en que había leído la información en el folleto. Y su intuición nunca le fallaba.

Bueno, casi nunca.

–Supongo que en la agencia le habrán dado los detalles –dijo ella mientras abría la puerta.

–Sí –Jack no llevaba con él la carpeta, pero su memoria era casi fotográfica.

–Pues éste es el vestíbulo de la entrada.

El suelo era de loseta roja de Norfolk y confería calidez a la estancia. Las paredes estaban pintadas en color crema y reflejaban la luz de las dos ventanas. Una escalera de madera oscura conducía a la primera planta. A Jack le sorprendió no ver una fila de retratos familiares colgados de las paredes, dado que la familia de Alicia había sido la propietaria de aquel lugar durante casi trescientos años.

–El salón –de nuevo las paredes estaban pintadas en color crema y tampoco había retratos.

Seguramente los habría vendido para cubrir parte de las deudas de sucesión.

–El comedor –era igual que el salón, aunque con menos muebles.

La biblioteca resultó ser una habitación pequeña con un escritorio, un par de sillones de cuero desgastados y una pared cubierta de estanterías llenas de libros, aunque con bastantes huecos. Era evidente que había vendido los ejemplares que tuvieran algún valor.

–La cocina.

Era completamente rústica, con el suelo de piedra, una cocina de hierro y unos viejos armarios con puertas de cristal. Necesitaba una buena renovación. No le costaba imaginarse sentado ante la mesa de madera hablando de negocios mientras bebía café y comía pastel recién hecho.

–Buenos días, señorita Alicia –una joven se volvió y les hizo una pequeña reverencia.

Jack la miró con estupor. La chica hablaba como una doncella, aunque no lo parecía. Tenía el pelo de punta teñido de negro, los ojos muy maquillados y los labios pintados de rojo sangre. No tendría ni veinte años y vestía vaqueros negros y una camiseta, también negra, con el logotipo de una banda de rock.

–¿Le apetece un té, señorita Alicia? ¿En la sala de invitados? –preguntó.

¿Aquella mujer tenía servicio doméstico? Jack recordó que la venta tenía una serie de condiciones, como la de mantener en su puesto a la doncella y al jardinero. Esa punki adolescente no podía ser la doncella. ¿O sí?

–Grace Harvey –Alicia puso los ojos en blanco y les presentó–. Jack Goddard.

–Buenas tardes, señorita Harvey –saludó él amablemente.

–Todo el mundo me llama Grace –la joven asintió complacida al oír «señorita».

Grace le estrechó la mano con fuerza, como si quisiera advertirle de que no era una criada a quien se pudiera avasallar y que siempre se pondría del lado de Alicia.

Eso le gustaba.

–Un buen grupo –él señaló la camiseta de Grace–. Fui a su concierto en Glastonbury. El nuevo álbum necesita ser escuchado un par de veces antes de asimilarlo.

–No saldrá a la venta hasta el mes que viene –Grace frunció el ceño.

–Sí, pero yo tengo una copia en el coche. Cuando quieras te la presto.

–¿Una copia? –el ceño se hizo más profundo–. ¿Por qué?

–Mi mejor amigo es reportero musical, y como sabe que me gusta el grupo, me la pasó. También me consiguió un pase entre bastidores en Glastonbury.

–¡Madre mía! –Grace lo miró impresionada.

–Será mejor que vaya a buscar la bayeta –intervino Alicia con calma.

–Ya veo que ha conocido a Saffy –Grace alzó una ceja–. Ya lo hago yo, Lissy –aclaró una bayeta bajo el grifo antes de volverse hacia Jack–. A cambio de poder oír ese CD.

–Trato hecho –Jack sonrió.

–El cuarto de lavar está por ahí –señaló Alicia–. Hay una bodega debajo, pero está vacía.

Sin duda también había vendido el vino. Jack se asomó por la puerta. Se parecía mucho a la cocina. La puerta del fondo debía conducir a la bodega.

–Le enseñaré el piso de arriba –continuó Alicia–. Después tomaremos café en la sala de invitados –sonrió a Grace–. No te preocupes, yo lo prepararé. Si no te vas, llegarás tarde.

–¡Maldita sea! –Grace consultó la hora–. Paddy me va a despellejar. Recogeré esto y mañana termino, Lissy –se quitó los guantes de fregar y empezó a recoger las bayetas.

–No te molestes. Ya lo haré yo.

–¿Estás segura? –Grace la miró con expresión agradecida–. Gracias. Hasta mañana, Lissy. Señor Goddard –saludó a Jack con la cabeza.

Alicia continuó con la visita guiada por la planta superior. Las paredes estaban pintadas en colores pálidos y las habitaciones tenían mucha luz. Las cortinas estaban raídas, los muebles tapados y apenas había cuadros.

–¿Grace es la doncella? –preguntó él.

–Sí. A tiempo parcial.

–¿Por qué insiste en que se quede en la casa?

–Su abuela fue la doncella durante años. Y este trabajo, junto con el del pub, le permite costearse sus estudios de arte –sonrió–. En realidad, Grace es un buen fichaje. Conoce a todo el mundo. Si la caldera se estropea, resulta que tiene un amigo fontanero que puede arreglarla enseguida por un módico precio.

–¿La caldera está mal?

–Y el tejado necesita un arreglo. Y casi toda la instalación eléctrica supera los treinta años y necesita ser sustituida –Alicia se cruzó de brazos y lo miró–. Creo que debería saberlo.

–¿No se supone que debería insistir en lo positivo?

–Bueno –ella se encogió de hombros–. Si no consigo venderla…

–Se venderá en subasta –continuó Jack–. Lo cual la dejará sin nada.

–Buena observación –ella pareció turbada.

No había manera de saber qué pasaba por esa mente. ¿Dolor? ¿Ira? ¿Amargura? En su lugar, él estaría furioso ante la idea de perder el hogar familiar por no tener bastante dinero para pagar los impuestos de sucesión de dos herencias en cinco años.

–Prepararé café. ¿O prefiere té, señor Goddard?

–Llámame Jack. El café me parece bien, gracias.

No le pasó desapercibido que ella no le invitó a llamarla por su nombre. Resultaba evidente que, de momento, era el enemigo.

–Éste era el apartamento de Ted… mi hermano –ella se paró ante una puerta al final de las escaleras–. Tiene un dormitorio, cuarto de baño, cocina y salón. Dispone de su propia entrada abajo, igual que el mío. Podría alquilar éste para vacaciones –lo miró fijamente–. Había pensado pedirle que me permitiera alquilar mi apartamento tras la venta de la casa.

–Por mí no hay problema –de todos modos no iba a vivir allí. Una vez arreglado todo, y concluido el año sabático, volvería a Londres. No era mala idea tener allí a alguien permanente para vigilar un poco.

–Gracias.

Jack sabía que debería inspeccionar los apartamentos, pero el lenguaje corporal de Alicia Beresford le indicaba que aquello le resultaba muy doloroso.

–¿Seguimos? –señaló las escaleras que conducían a la otra planta.

–¿De modo que quiere venirse a vivir aquí desde Londres? –el momentáneo gesto de alivio en el rostro de Alicia confirmó la acertada decisión de Jack.

–Sólo unos meses. Voy a tomarme un año sabático –le explicó–. Soy gestor de fondos de inversión –era un modo de asegurarle que su presupuesto no sólo alcanzaría para comprar la casa sino también para acometer todas las reparaciones necesarias.

–O sea que viene al campo a desconectar.

–Más o menos –él hizo una pausa. Si iba a quedarse allí, tarde o temprano lo descubriría–. Voy a montar un estudio de grabación.

–¿Un estudio de grabación? –ella parpadeó aturdida.

–Un lugar al que acuden artistas para grabar sus canciones –aclaró él con paciencia–. El establo sería el lugar perfecto una vez transformado.

–Comprendo.

–Y el lago sería el escenario perfecto para celebrar conciertos.

 

 

 

Tenía que haberle entendido mal.

¿Jack Goddard iba a convertir Allingford en un estudio de grabación y escenario para conciertos al aire libre? Dado que, al parecer, escuchaba la misma música que Grace…

–¿Quiere montar otro Glastonbury? –preguntó incrédula.

–¿Cuál es el problema? –él alzó las manos.

–¿Tiene la menor idea del daño que puede provocar en la tierra? Además, no hay sitio para aparcar. No va a arrancar los rododendros de papá para hacer un aparcamiento. ¡De ninguna manera! –respiró entrecortadamente–. Olvídelo. Lo siento, señor Goddard. Ha perdido su tiempo. La casa ya no está en venta.

–Me temo que Su Majestad Impuestos podría opinar de distinta manera.

–Entonces volveré a insistir en Patrimonio Nacional –ya había pedido que se hicieran cargo de la casa y le permitieran quedarse allí para supervisar la restauración del jardín. Pero la casa no había sido lo bastante importante y lo único a destacar eran los rododendros de su padre, de categoría internacional, pero que no habían bastado.

–Si ya han dicho que no –Jack sacudió la cabeza–, es poco probable que cambien de idea.

–Entonces volveré a hablar con Hacienda. Les pediré que… –dejó escapar un suspiro. Cualquier cosa antes que un festival de rock– que me dejen convertir este lugar en un hotel o centro de conferencias.

–El dinero que haría falta para acomodar la casa para un centro de conferencias, por no mencionar los permisos sanitarios y de seguridad, prolongaría tres o cuatro años el inicio de la actividad –señaló él–. Y mientras tanto, los intereses seguirán aumentando.

Era cierto. Alicia ya lo había considerado y desechado por inviable. Odiaba que aquel tipo tuviera razón, aunque fuera impresionantemente guapo. Era la clase de hombre que atraía todas las miradas femeninas. El cabello oscuro estaba cortado deliberadamente para dar la sensación de que acababa de levantarse de la cama. Las arruguitas alrededor de los labios indicaban que sonreía a menudo y los ojos eran los más sensuales que hubiera visto en su vida. Si a eso se añadía la energía que emanaba, la incipiente barba y su manera de vestir… ese tipo era absolutamente comestible.

Aunque no tenía intención de acercar su boca a él.

Además, era el enemigo. El hombre que quería comprar el hogar familiar de los últimos trescientos años para destrozarlo.

Por encima de su cadáver.

–Actualmente –dijo él en tono pausado–, soy su mejor posibilidad.

–Jamás recibirá el permiso del Ayuntamiento –le advirtió ella.

–Ya veremos –los ojos azules no reflejaron la menor preocupación. Era evidente que estaba acostumbrado a salirse con la suya.

Era gestor de fondos. Con su prima anual podría liquidar la deuda y aún le sobraría. ¿Por qué no había estudiado economía en vez de seguir la tradición familiar y dedicarse a la horticultura?

–¿La sala de estar? –insinuó él.

Alicia respiró hondo y, sin decir nada, abrió la puerta que conducía a la sala de estar.

–Qué bonito –Jack sonrió al ver el piano y se sentó en la banqueta como si ya fuese suyo.

Lo que seguramente sería en breve si no conseguía otro modo de pagar las deudas.

Podría venderse ella misma.

 

Oportunidad para un millonario: heredera venida a menos con mansión. Imprescindible sensibilidad y sentido del humor.

 

Salvo que, por definición, los empresarios millonarios no solían ser sensibles ni con sentido del humor.

Tendría que venderle la casa a Jack Goddard, que destrozaría Allingford. Y seguramente empezaría en ese mismo instante tocando alguna horrible y populachera melodía al piano.

Como si le hubiera leído la mente, él sonrió y empezó a aporrear el teclado sin piedad.

Estaba a punto de pedirle que parara cuando, de repente, la melodía cambió. Empezó con Beethoven y siguió con Chopin, ambas interpretadas a la perfección… y de memoria.

–Está desafinado –observó Jack al terminar.

–Lo sé –afinar el piano no había sido prioritario–. Toca muy bien.

–Gracias –los ojos azules emitieron un brillo burlón–. No debería juzgar a la ligera.

Se lo tenía merecido, pero eso no impidió que le doliera como si le hubiera aplicado sal sobre la herida abierta al conocer sus planes de organizar conciertos en la mansión.

–Preparé café –Alicia huyó al santuario de su cocina.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

No había sido intención de Jack ofenderla, sólo advertirle de que no era la clase de hombre que ella había decidido que era: un patán nuevo rico que confundía dinero con cultura. Sin embargo, debía congraciarse con ella, por el bien de Allingford.

En otras circunstancias le habría invitado a tomar algo. A cenar. A conocerse.

Se habría acostado con ella.

Pero, aunque sospechaba que la atracción era mutua, jamás mezclaba negocios con placer.

Se dirigió a la cocina. El agua estaba al fuego y Alicia llenaba la cafetera.

–¿Puedo ayudar en algo? –preguntó él.

–No, gracias –ella sacó dos tazas de porcelana y una pequeña jarra de un armario, y un cartón de leche de la nevera–. ¿Leche y azúcar?

–Ninguna de las dos, gracias. Me gusta el café sin adulterar –Jack sonrió.

–Pues entonces ya está –dispuso la cafetera y las tazas sobre una bandeja y guardó el resto.

–Por mí no se moleste –insistió él–. No me importa tomar el café en la cocina.

–Usted manda –ella se encogió de hombros.

–Yo no mando. Aunque, dado que es la jardinera a tiempo parcial, le pagaré un sueldo.

–Yo no soy la jardinera.

–Pero yo le vi trabajar en el jardín.

–El jardín da mucho trabajo –ella volvió a encogerse de hombros–, y Bert no puede él solo.

–¿Bert?

–Era el jardinero jefe en época de mi abuelo –le explicó Alicia–. Debería haberse jubilado hace veinte años, pero su casita con un minúsculo jardín no le basta para ser feliz. Yo le permito cultivar lo que quiera en el invernadero y el huerto. A cambio me da algunas frutas y verduras y también hace labores de jardinería. Es como un intercambio –su rostro se tensó–. Quisiera pagarle…

–Pero ya no se lo puede permitir –intervino él.

–En realidad él no me lo permite –ella miró hacia otro lado–. Aunque no, ahora mismo no me lo podría permitir. Puede meter el dedo en la llaga si quiere.

–No pretendo meter el dedo en la llaga. Intento ser práctico. Sólo quiero entenderlo bien.

–Nada de eso importa ya –aseguró ella–. Si se queda con la casa, arrasará con todo y construirá una piscina con forma de guitarra o algo parecido.

–No creo –él soltó una carcajada.

–¿No es lo que hacen las estrellas de rock? Se alojan en un sitio y lanzan los muebles por la ventana y los coches a la piscina.

–No todos. Yo me enfadaría mucho si alguien hiciera algo así. Me gustan las fiestas, no el vandalismo.

–¿Entonces no va a destrozar Allingford con un festival?

–Glastonbury no es el único festival de música que existe.

–¿Y en qué estaba pensando?

–En eventos de una sola noche, algunos de rock y otros de música clásica, que culminen con fuegos artificiales. Imagínese el reflejo de las luces sobre el lago –era imposible no imaginárselo. Un lugar así debía ser mostrado para disfrute de todos.

–¿Por qué música? ¿Por qué Allingford?

–Música porque me gusta –contestó él–. Allingford porque el lago es absolutamente perfecto.

–¿Y puede permitirse comprar la casa así sin más?

Jack comprendía lo irritante que debía resultar para esa mujer que ni siquiera podía hacer frente a los impuestos de sucesión, pero aun así la pregunta le molestó.

–¿Debo pedir disculpas por hacer algo que se me da bien, trabajar duro y ganar mucho dinero?

–No –Alicia se sonrojó y desvió la mirada–. Lo siento. Es que… me resulta complicado.

No debía haberle resultado fácil admitirlo.

–Lo sé –contestó Jack con dulzura–. No pretendo ponérselo más difícil.

–Es que no quiero que Allingford cambie –insistió ella–. Esa vista más allá del lago, lleva allí cientos de años. Y es perfecta.

Él se mostró de acuerdo. ¿Cuál era el problema entonces?

–El progreso no siempre significa abarrotar un espacio diminuto con cientos de casas.

¿Pensaba que iba a convertir la propiedad en una urbanización o algo así?

–No pretendo construir cientos de viviendas –él sacudió la cabeza.

–Pero va a arrancar los rododendros de mi padre para construir un aparcamiento.

–No necesariamente. ¿Alguna vez abre el jardín al público?

–No –contestó ella secamente.

Jack tuvo la sensación de que había algo más, pero no era el momento de insistir.

–Lo siento –ella le llenó la taza con café–. No tengo galletas.

–No pasa nada –él tomó un sorbo de café–. Gracias. Está muy bueno.

Saffy se sentó a su lado y apoyó la cabeza sobre su rodilla. En un gesto instintivo, él empezó a acariciar al animal.

Le gustaban los perros y ése, claramente, lo había percibido. Sin embargo, presentía que la dueña iba a tardar mucho más en aceptarlo. Si es que lo hacía alguna vez.

 

 

Al contemplar la escena, algo se removió dentro de Alicia. Jack sentado a la mesa de la cocina haciéndole mimos a su perro. Parecía pertenecer a ese lugar. Y no tuvo más remedio que admitir que Allingford estaba algo descuidado. Aunque hubiera podido permitirse pagar los impuestos, vivir allí sola era desperdiciar la casa. Necesitaba niños corriendo a su alrededor, jugando al escondite entre los rododendros y dando de comer a los patos.

Debería hacerle caso a Megan, su mejor amiga, y marcharse de allí. De repente se le hizo insoportable la idea de ver a Jack Goddard pasear por sus tierras, abrazado a su mujer.

Qué estupidez. No era asunto suyo si estaba casado o no. Cierto que era el hombre más atractivo que hubiera visto en mucho tiempo, pero ahí se acababa todo. Después de Gavin, había perdido la confianza en su buen juicio sobre los hombres. El sentido común le decía que sería un enorme error liarse con Jack Goddard.

–Muchas gracias por su hospitalidad –Jack se levantó para enjuagar la taza en el fregadero.

–No hay de qué –no podía decirle que había sido un placer, porque no lo había sido.

Le acompañó al coche. Jack bajó la ventanilla y le entregó un CD y una tarjeta de visita.

–Esto es para Grace. Dígale que me gustaría conocer su opinión.

Si era tan detallista, si pensaba siempre en los demás, aquello podría no ser tan malo.

¿A quién quería engañar? Independientemente de quién comprara la casa, aquello sería malo. Sería el fin de la vida que había conocido. En lugar de pasear y trabajar en los jardines que habían pertenecido a su familia desde hacía generaciones, sería una inquilina. No podría opinar sobre lo que él decidiera hacer en la casa o el jardín. Sus sueños jamás se harían realidad.

Al tomar el CD sus manos se rozaron. Sólo fue un ligero contacto, pero se le erizó el vello y en su mente surgieron traicioneras imágenes de Jack Goddard tocándola, acariciándola mientras los azules ojos ardían de deseo y la boca se entreabría, promesa de infinitos placeres. Imágenes de sí misma invitándole a besarla.

–¿Alicia?

–Lo siento. Pensaba en todo lo que tengo que hacer en el jardín esta tarde –lo cual no era del todo mentira–. Gracias por el CD. Se lo daré a Grace cuando la vea.

Media hora después llegó el correo. Otra carta de Hacienda. Tenía que vender. Al menos Jack Goddard le había dado la impresión de pertenecer a ese lugar. A lo mejor, si pasaba más tiempo en Allingford, la casa lo atraparía bajo su encanto y decidiría no cambiar nada.

Arrancaba las malas hierbas del bordillo cuando sonó el teléfono.

–¿Señorita Beresford? –saludó Sadie, de la inmobiliaria–. Acabamos de recibir una oferta por la casa. Por el precio inicial.

–¿De Jack Goddard? –no podía haberse decidido tan rápido. ¿O sí?

–Sí. Le recomiendo que acepte. Podríamos sacarla a subasta con la esperanza de conseguir una puja más alta, pero dadas las circunstancias…

–Entonces acepto –ella sabía que no tenía elección.

–Quiere formalizar la compra lo antes posible.

–De acuerdo. Hablaré con mi abogado.

El letrado le informó de que el abogado de Jack ya se había puesto en contacto con él.

Ese hombre no perdía el tiempo.

–Está de acuerdo en alquilarte el apartamento por una cifra más que razonable, y mantendrá a los empleados.

–Gracias –contestó con un hilo de voz.

–Y quiere mudarse el sábado –añadió el abogado.

¿El sábado? ¿Tan pronto?

Quizás fuera lo mejor. Como arrancar una tirita de un tirón. Dolería horrores, pero también acabaría enseguida.

–Pero hay mucho papeleo por hacer. No será posible terminarlo tan pronto.

–Si eliminamos todos los obstáculos, sí.

–¿Y qué pasa si no está todo listo para el sábado? ¿Se anulará el trato?

–Estará listo el sábado –le aseguró amablemente el abogado–. Lo siento, Alicia, sé lo doloroso que debe resultarte.

–El sábado, pues –no admitiría que era el fin del mundo para ella–. ¿Hay que firmar algo?

–Sí. ¿Te viene bien mañana a las nueve?

–Mañana a las nueve –por suerte aún estaba de vacaciones.

Tras colgar el teléfono se paseó lentamente por la casa.

–Lo siento –susurró mientras iba de una estancia a otra y le hablaba a la casa y a sus antepasados–. Siento haberos defraudado. Siento no haberlo conseguido.

Por primera vez en trescientos años, en unos días Allingford Hall dejaría de pertenecer a un Beresford.

 

 

–¿Para mí? –Grace abrió los ojos desmesuradamente ante el CD–. Pensé que estaba fanfarroneando. Pero ha cumplido su promesa –abrazó a Alicia.

–Quiere conocer tu opinión –Alicia le entregó la tarjeta.

–No creo que sea para mí –Grace enarcó una ceja.

–¿Qué?

–Es un poco viejo para mí –la chica sonrió–. Pero tú… sois de la misma generación.

–No tengo ni idea de qué edad tiene –Alicia se puso tensa.

–No seas anticuada –Grace la observó con atención–. Y te vendría muy bien, ¿sabes?

–¿El qué?

–Sexo tórrido y sin ataduras con un hombre guapísimo. Lo que necesitas para sacarte a Gavin de la cabeza. Ya tienes treinta y cuatro años.

–Pero eso no significa que se me haya pasado el arroz.

–No, pero a veces te comportas como si fuera así.

Alicia conocía a la adolescente desde que era un bebé y se lo perdonó.

–Y por el modo en que te miraba ayer, creo que le gustas –añadió Grace–. Y también vi cómo lo mirabas tú.

–¡Yo no lo miraba!

–Eres una mujer –Grace soltó un bufido–. Y él es guapísimo. Pues claro que lo mirabas. Y te gustaba lo que veías. Apuesto a que es estupendo en la cama.

Alicia hubiera preferido que no hubiera dicho eso. Porque ella opinaba igual. Y todo su cuerpo vibraba ante la idea de estar piel contra piel con Jack Goddard.

–Tiene una boca realmente sexy.

También se había dado cuenta, pero por mucho que le gustara que esa boca se deslizara por todo su cuerpo, no podría ser.

–Escucha –Alicia suspiró–. Hay varias razones por las que no va a suceder.

–¿Por ejemplo?

–Para empezar, va a ser mi casero. Y también tu jefe.

–¿Y?

–Pues que cuando todo termine, resultaría muy embarazoso.

–No si es un revolcón de mutuo acuerdo. Últimamente has estado sometida a mucha tensión y lo mejor para eso es el sexo –los ojos de Grace brillaban–. A mí me funciona.

–No voy a acostarme con Jack Goddard.

–¿Nos apostamos algo? –Grace se cruzó de brazos.

–No.

–Claro, porque tú sólo apuestas sobre seguro.

Alicia no recordaba haber tenido tanta seguridad en sí misma a los dieciocho años.

–De modo que no puedes apostar en contra –continuó Grace–. Porque sabes que lo harás.

–Grace, ¿qué parte de la palabra «no», no entiendes?

–Necesitas a un buen hombre –la chica soltó una carcajada–. O al menos hacértelo con uno. Jack Goddard cumple todos los requisitos. ¿Te fijaste en cómo vestía? Pantalones negros y una camisa blanca con el cuello abierto. Añade unas botas y unos volantes…

–Para ya –rugió Alicia–. No es mi señor Darcy.

–No, es mucho mejor –Grace puso los ojos en blanco–. Lissy, ese tipo es una bomba. Hasta su peinado da la impresión de que acaba de levantarse de la cama tras un memorable revolcón.

–Seguramente ese peinado le habrá costado una fortuna.

–Una fortuna que tú te habrías gastado en plantas –Grace agitó una mano en el aire–. Lissy, hazte un favor y diviértete por una vez en tu vida.

–Soy muy feliz con mi vida –protestó Alicia.

–Disculpa, te conozco de siempre. No eres feliz, Lissy, y no sólo por la casa. Desde que Gavin…

–No quiero hablar de Gavin –la interrumpió Alicia.

–No era lo bastante bueno para ti. Pero tú sigues penando por él.

–Me estoy enfrentando a ello.

–Hay una gran diferencia entre enfrentarse a algo y vivir –insistió Grace con dulzura–. Y un revolcón con Jack Goddard sería lo mejor que te habría sucedido en años.

–Es demasiado complicado. Y no sé nada de él.

–Para eso está Internet –la joven agitó la tarjeta–. Busquémosle.

–Ahí está –diez minutos más tarde, Alicia se reclinó en el asiento–. Es más joven que yo.

–Seis años no son para tanto… no a tu edad.

–Haces que me sienta como una vieja matrona –Alicia no pudo evitar reírse.

–Porque te comportas como una. Pareces más vieja que mi abuela.

–¿Cuántas mujeres hermosas acabamos de ver de su brazo? –Alicia ignoró el comentario.

–Tú eres tan guapa como ellas, seguramente más –insistió Grace–. Si me dejaras hacer algo con tu pelo y permitieras que Megan y yo nos encargásemos de tu horrible ropa…

–¿Yo soy la que lleva ropa horrible?

–Para que lo sepas, mi ropa está de moda. Además, tengo dieciocho años, estudio en la Escuela de Arte y estoy viviendo mi rebelión adolescente. Tú no tienes excusa.

Alicia sabía que Grace y Megan conspiraban para buscarle pareja.

–Es evidente que no busca un compromiso –continuó Grace–. Y eres tan buena como esas mujeres. De modo que puedes divertirte sin temor a que te proponga matrimonio.

–De todos modos no va a suceder.

–Ya veremos.

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

Alicia dedicó la semana a revisar las cosas de Ted con la ayuda de Megan y de Grace.

Lo único que conservó fue el reloj que su padre le había regalado a Ted al cumplir veintiún años y los diarios de sus expediciones. Aún no sabía si editarlos o entregarlos a los archivos donde todo el mundo pudiera ver los preciosos dibujos. Pero por el momento necesitaba tenerlos cerca. Era lo único que le quedaba de su familia.

–Sigo pensando que lo mejor sería que te marcharas de aquí –insistió Megan–. Empieza de nuevo en otro sitio.

–Ni hablar –su postura no había cambiado–. He vivido aquí desde que nací. Es mi hogar.

–Pero ya no es tuyo –añadió Megan con dulzura–. Y tener que vivir con ello te matará. Con el dinero de la venta, y después de pagar los impuestos, podrás comprarte una casita con un enorme jardín. Un lugar que puedas convertir en tu hogar.

–No creo que pueda encontrar una casa de aquí al sábado –contestó Alicia.

–No, claro –admitió Megan–, pero puedes quedarte con nosotros mientras buscas algo.

Lo último que necesitaba Megan era una inquilina durante las últimas y agotadoras semanas del embarazo.

–Gracias –abrazó con fuerza a su amiga–. Te lo agradezco. Pero aquí estaré bien.

 

 

El sábado había llegado.

El día en que Alicia debía entregar la casa.

Al mediodía en punto sonó el timbre de la puerta.

Consciente de que era la última vez que abría la puerta principal de la casa familiar, salió a la calle seguida del perro. Jack iba vestido de manera informal con una camiseta negra, vaqueros desgastados y deportivas.

Estaba aún más guapo que el primer día.

«No vas a acostarte con este hombre», se recordó.

–Hola –saludó él amablemente.

–Señor Goddard –ella saludó con la cabeza. No estaba dispuesta a estrecharle la mano y tocarlo otra vez–. El inventario, tal y como acordamos con su abogado. Y tres juegos de llaves, incluyendo la del apartamento de Ted. Están marcadas.

–Gracias –la expresión en los ojos de Jack era de dulzura–. Sé que hoy es un día difícil.

Ella no pudo contestar. Dolía demasiado.

De repente se dio cuenta de que fuera sólo estaba aparcado el descapotable rojo de Jack.

–¿Dónde están su mujer y los niños? –aunque estaba casi segura de que era soltero no pudo evitar preguntarlo–. ¿No van a venir?

–Ya habíamos hablado antes sobre lo de juzgar precipitadamente –él alzó una ceja–. No hay esposa ni hijos –hizo una pausa y la miró a los ojos–. Y no hay novia.

–No estaba cotilleando –Alicia sintió cómo se incendiaban sus mejillas.

–Por supuesto que no –él sonrió.

–Es vedad.

–¿Será un problema para su novio?

–¿Cómo?

–Que yo viva aquí con usted.

–Usted no va a vivir conmigo –rezó para que no percibiera que se le quebraba la voz.

–Seré más preciso: que usted tenga un piso en una casa perteneciente a un hombre soltero.

–¿Y ahora quién cotillea?

–Yo –él alzó las manos–. Quiero saberlo. ¿Tiene pareja?

–Eso es algo irrelevante –apenas podía respirar con los ojos azules clavados en ella.

No podía suceder. Tenía seis años más que él. Era una chica de campo y él un chico de ciudad, y no estaba dispuesta a iniciar ninguna clase de relación.

–Puedo preguntarle a Grace –él fingió ensimismarse en sus pensamientos.

–No se lo contará.

–Sí, lo hará –le corrigió él.

–Si insinúa que lo hará porque le paga más de lo que hacía yo… –Grace no se vendía. Y aunque compartieran los mismos gustos musicales, su lealtad no iba a cambiar.

–No me refería a eso –susurró Jack–. Me lo dirá porque usted le importa. Si está sola, estará preocupada. Y si tiene pareja, ya le habrá analizado a fondo para ver si es lo bastante bueno.

Jack había dado en el clavo. Y lo que menos le apetecía era que Grace le hablara de su vida amorosa. Estaba convencida de que era capaz de hacerle la misma sugerencia que le había hecho a ella: que se acostaran juntos.

–Estoy sola –murmuró.

–Bien.

–¿Cuándo van a venir los de la mudanza? –tenía que cambiar de tema.

–No van a venir.

–¿Por qué no? –Alicia frunció el ceño.

–Porque ya tengo un apartamento en Londres y esta casa la compré amueblada.

–¿No va a vivir aquí?

–Sí y no –consultó su reloj–. ¿Hay algún pub decente por aquí?

–The Green Man, en el pueblo.

–El pub de Paddy, supongo.

Ella asintió.

–Muy bien. Cierre la puerta. Yo conduzco.

–¿Qué quiere decir con que usted conduce?

–Quiero decir que voy a invitarla a comer –contestó él.

–¿Por qué?

–Porque –él respiró hondo–. Quiero hablar con usted, casi es la hora de comer y no tengo nada ahí dentro. O vamos a comer o estaré toda la tarde de un pésimo humor. ¿El pub de Paddy tiene mesas para comer en la calle?

–Sí.

–¿Se marea Saffy en el coche?

–No.

–Menos mal. Mientras cierra la puerta, pondré la capota al coche –al ver la expresión aturdida en el rostro de Alicia, aclaró–. Saffy viene con nosotros. Será su carabina.

Dado que ya se había ganado a su perro, no tuvo otra opción que ceder y cerrar la puerta.

–Las llaves –era la segunda vez que se las entregaba.

–Gracias. Indíqueme por dónde se va –él arrancó el coche–. Y puede elegir la música.

El coche disponía de un moderno equipo de música. Tras rebuscar un poco, encontró por fin la clase de música que le gustaba: acústica de ambiente.

–Buena elección –observó él–. Perfecta para una tranquila tarde de sábado.

Alicia no se sentía especialmente tranquila, pero le indicó el camino al pub donde él eligió una mesa aislada en un rincón del jardín. Pidió un zumo de pomelo con soda y hielo. No iba a tomar ni una gota de alcohol.

–¿Me recomienda algo en especial? –preguntó Jack.

–Todo está muy bueno.

–¿Le preocupa que la vean en público conmigo?

–No –ella levantó la vista–. No es una cita.

–No –un malicioso brillo asomó a sus ojos–. Si fuera una cita se habría dado cuenta.

–¿Cómo? –Alicia sabía que era una trampa, pero no pudo evitar preguntarlo.

–Porque –dijo él en voz muy baja–, estaría sentada mucho más cerca de mí. Mi brazo la rodearía. Y le estaría susurrando al oído lo que iba a hacerle cuando volviésemos a casa.

La imagen que surgió en la mente de Alicia hizo que le subiera la temperatura varios grados. Necesitaba beber. Pero, inevitablemente, se atragantó.

Jack le dio unas palmaditas en la espalda hasta que dejó de toser.

–Eso –le advirtió ella– estuvo por completo fuera de lugar.

–Lo siento –Jack no parecía en absoluto arrepentido–. Se trata sólo de comer. Sin ataduras.

–Y la cuenta la pagaremos a medias.

–No. Yo le invité a comer. La cuenta es mía –insistió él–. Ya pagará la próxima vez.

¿Iba a haber una próxima vez?

–¿Qué le apetece?

«Tú».

–Todavía estoy mirando –murmuró ella.

–No mire los precios –le aconsejó Jack–. Elija lo que le apetezca de verdad.

Alicia levantó la vista a tiempo de ver otro brillo malicioso en sus ojos.

Sabía el efecto que le producía. El mismo que producía en cualquier mujer. La mitad de las que había en el pub los miraba. Ese hombre exudaba sexo.

Se alegró de poder respirar un poco cuando él se levantó para encargar la comida.

–No sé si podré con ello, Saffy –le confesó al perro, tumbado entre las dos sillas.

A pesar de estar sentada de espaldas al pub, fue consciente del instante en que volvió al jardín.

Bebió otro sorbo, por suerte sin atragantarse, mientras Jack se sentaba de nuevo.

–¿De qué quería hablarme? –necesitaba controlarse.

–No sé cómo pedírselo.

Ella sintió pánico. No estaba preparada para oírle decir que deseaba que se marchara.

–Le va a parecer una tremenda falta de tacto. Le pido disculpas por anticipado.

–¿Qué pasa? –ella frunció el ceño.

–De acuerdo –Jack alzó las manos–. Me preguntaba si le importaría echar un vistazo a Allingford cuando yo no esté aquí.

–¿No va a vivir permanentemente? –el ceño se hizo más profundo.

–Una parte del tiempo tendré que estar en Londres –él se reclinó en el asiento–. Necesito a alguien de confianza para vigilar aquello. Es la persona ideal.

–Yo… –se sentía aturdida. Era lo último que había esperado oír.

–No tiene que decidirse de inmediato. Y hay algo más –Jack hizo una pausa–. Cuando cambien la instalación eléctrica de su apartamento, tendrá que marcharse temporalmente.

–¿No pueden trabajar conmigo allí? –marcharse…

–No –contestó él–. Habrá que romper las paredes y arreglarlo todo después.

–Podré soportarlo.

–No le estaba sugiriendo que se marchara de Allingford –Jack adivinó sus temores–. Quería decir que tendrá que residir en la casa principal mientras tanto.

¿La estaba invitando a su casa?

–Va a cambiar toda la instalación eléctrica –ella no podía dejar de darle vueltas.