Tu pez interior - Neil Shubin - E-Book

Tu pez interior E-Book

Neil Shubin

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Beschreibung

En abril de 2006, Neil Shubin y su equipo aparecieron en los titulares de prensa mundiales cuando dieron a conocer al Tiktaalik, un pez fósil con extremidades de 375 millones de años de edad, el eslabón perdido entre las antiguas criaturas del mar y las primeras criaturas en empezar a caminar en tierra. Sus descubrimientos fósiles han cambiado la manera en que entendíamos muchas de las transiciones clave en la evolución de las especies. En Tu pez interior (2008), Shubin desarrolla las grandes transformaciones evolutivas con una perspectiva única. Mostrando el extraordinario impacto que los 3.500 millones años de historia de la vida han tenido en el cuerpo humano, responde a preguntas básicas que nos planteamos a menudo: ¿por qué nos parecemos tanto en el interior? ¿cómo hemos llegado a ese parecido? Para entenderlo no necesitamos dirigir expediciones fósiles en el desierto de Gobi o el norte de África, basta con comparar nuestros esqueletos, órganos y genes. Cuando nos comparamos con los animales, plantas, hongos y microbios nos convertimos en una profunda evidencia de la evolución. El origen de los animales, la transición de los peces a los anfibios, el origen de los mamíferos, y muchos de los otros eventos clave de la evolución han sido capturados en nuestros genes, esqueletos y órganos.

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Prefacio

Este libro es fruto de una circunstancia extraordinaria de mi vida. Como consecuencia de la marcha de una parte del profesorado, acabé dirigiendo el curso de anatomía humana de la facultad de medicina de la Universidad de Chicago. La anatomía es la asignatura durante la cual los estudiantes de primer curso de medicina, nerviosos, diseccionan cadáveres humanos mientras estudian el nombre y la disposición de la mayoría de los órganos, cavidades, nervios y vasos sanguíneos del organismo. Eso supone su solemne ingreso en el mundo de la medicina, una experiencia formativa en el camino que les conduce a convertirse en médicos. A primera vista, nadie podría haber imaginado un candidato peor a quien encomendar la tarea de formar a la siguiente generación de médicos: soy un paleontólogo que ha dedicado casi toda su carrera a trabajar en el estudio de los peces.

Pero resulta que ser paleontólogo representa una ventaja inmensa a la hora de enseñar anatomía humana. ¿Por qué? Los mejores mapas para conocer por qué el cuerpo humano es como es se encuentran en el cuerpo de otros animales. La forma más sencilla de enseñar a los estudiantes los nervios de la cabeza humana es mostrarles cómo se presenta la cuestión en los tiburones. El mapa o la guía más clara de sus extremidades se encuentra en los peces. Los reptiles sirven de gran ayuda para conocer la estructura del cerebro. La razón es que los cuerpos de esas criaturas suelen ser versiones más simples del nuestro.

Durante el verano del segundo año que dirigí el curso, cuando estaba trabajando en el Ártico, mis colegas y yo descubrimos fósiles de peces que nos sugirieron nuevas ideas muy fértiles sobre la invasión terrestre llevada a cabo por los peces hace más de 375 millones de años. Ese descubrimiento y mi incursión en la enseñanza de la anatomía humana me llevaron a explorar una conexión profunda. Esa exploración acabó convirtiéndose en este libro.

01

Encontrar tu pez interior

Desde que soy adulto, suelo pasar los veranos entre la nieve y bajo el aguanieve, resquebrajando rocas en acantilados situados bastante más al norte de la línea del Círculo Polar Ártico. La mayoría de las veces paso mucho frío, me salen ampollas y no encuentro absolutamente nada. Pero, si tengo un poco de suerte, encuentro huesos de peces de la antigüedad. Tal vez a casi nadie le parezca un gran tesoro escondido, pero para mí es más valioso que el oro.

Los huesos de peces antiguos conforman una senda que nos sirve para conocer quiénes somos y cómo recorrimos nosotros el camino que nos llevó a ser lo que somos. Aprendemos cosas sobre nuestro cuerpo en lugares aparentemente estrambóticos que abarcan desde los fósiles de gusanos y de peces extraídos de rocas de todo el mundo, hasta el ADN de prácticamente cualquier animal vivo que haya hoy día sobre la Tierra. Pero eso no explica mi confianza en que los restos de esqueletos del pasado, y nada menos que los de los peces, nos ofrezcan alguna pista sobre la estructura fundamental de nuestro cuerpo.

¿Cómo podemos visualizar hechos que sucedieron hace millones y, en muchos casos, miles de millones de años? Por desgracia, no hubo testigos; no estábamos por allí ninguno de nosotros. De hecho, durante la mayor parte de todo ese tiempo no hubo por allí nada que hablara, tuviera boca o, siquiera, cabeza. Y lo que es aún peor: los animales que había en aquella época llevan tanto tiempo muertos y enterrados que raras veces se ha conservado su cuerpo. Si se tiene en cuenta que más del 99 por ciento de todas las especies que han vivido sobre la Tierra se han extinguido ya, que sólo una proporción muy reducida se conserva en forma de fósil y que, de ella, se llega a encontrar una proporción aún menor, entonces cualquier tentativa de asomarse a nuestro pasado parece condenada de antemano al fracaso.

Desenterrar fósiles... Vernos a nosotros mismos

La primera vez que vi uno de los peces que llevamos dentro fue una tarde nivosa de un mes de julio, mientras examinaba rocas de 375 millones de años de antigüedad en la isla de Ellesmere, a una latitud de unos 80 grados norte. Mis colegas y yo habíamos viajado hasta aquella región desolada del mundo para tratar de desentrañar una de las etapas fundamentales de la transición de los peces a los animales terrestres. Por entre las rocas se asomaba el hocico de un pez. Y no era cualquier pez: era un pez de cabeza achatada. Cuando vimos la cabeza achatada supimos que habíamos dado con algo importante. Si encontrábamos más partes de este esqueleto en el interior del acantilado nos revelarían las primeras etapas de la historia de nuestro cráneo, de nuestro cuello e, incluso, de nuestras extremidades.

¿Qué me decía aquella cabeza acerca del paso del mar a la tierra? Y, lo que era aún más relevante para mi seguridad y comodidad personales: ¿por qué estaba yo en el Ártico y no en Hawai? La respuesta a estas preguntas se encuentra en la historia de cómo se buscan fósiles y cómo se emplean para desentrañar nuestro pasado.

Los fósiles son una de las principales fuentes de obtención de evidencias que empleamos para conocernos a nosotros mismos. (Otras son los genes y los embriones, de los que hablaremos más adelante). La mayoría de las personas no sabe que buscar fósiles es algo que con frecuencia podemos hacer con una precisión y previsibilidad asombrosa. Trabajamos mucho en nuestros lugares de origen para maximizar las probabilidades de éxito sobre el terreno. Después, dejamos que la suerte asuma el mando.

Lo que mejor describe la paradójica relación existente entre la planificación y el azar es el célebre comentario de Dwight D. Eisenhower acerca de la guerra: «A base de preparar batallas he descubierto que la planificación es esencial, pero que los planes no sirven para nada». Esta frase recoge en pocas palabras en qué consiste el trabajo de campo de la paleontología. Hacemos toda clase de planes para acceder a yacimientos fósiles prometedores. Una vez allí, la totalidad del trabajo de campo planeado puede acabar siendo arrojado por la ventana. Los hechos acaecidos sobre el terreno pueden alterar los planes mejor elaborados.

Sin embargo, podemos planificar expediciones que respondan a preguntas científicas muy concretas. Empleando unas cuantas ideas muy sencillas, de las que me ocuparé enseguida, somos capaces de predecir dónde podríamos encontrar fósiles significativos. Como es natural, no tenemos éxito el cien por cien de las ocasiones, pero damos en la diana con la suficiente frecuencia como para que resulte interesante. Durante toda mi carrera me he dedicado precisamente a eso, a buscar ejemplares de los primeros mamíferos para responder a preguntas sobre el origen de los mamíferos, de las primeras ranas para responder preguntas sobre el origen de las ranas... y de algunos de los primeros animales con extremidades para comprender el origen de los animales terrestres.

En muchos aspectos, a los paleontólogos de campo les resulta significativamente más fácil encontrar nuevos yacimientos hoy día, a diferencia de lo que ha sucedido jamás. Sabemos más sobre la geología de determinadas zonas gracias a la exploración geológica llevada a cabo por gobiernos locales y empresas extractoras de petróleo y gas. Internet nos permite acceder con rapidez a mapas, a información procedente de diversos estudios y a fotografías aéreas. Desde mi ordenador portátil puedo incluso examinar su jardín en busca de yacimientos fósiles halagüeños. Por si fuera poco, existen dispositivos radiográficos y de creación de imágenes capaces de ver a través de ciertos tipos de roca, lo que nos permite visualizar los huesos que pueda haber en su interior.

A pesar de todos estos avances, la caza de fósiles significativos es, en buena medida, como era hace un centenar de años. Los paleontólogos siguen necesitando escudriñar la roca —literalmente, andar a gatas sobre ella— y los fósiles que contiene deben ser extraídos casi siempre a mano. Cuando se hacen prospecciones para extraer huesos fósiles es preciso tomar tantas decisiones que resulta difícil automatizar el proceso. Además, mirar una pantalla para buscar fósiles jamás llegará a ser ni la mitad de divertido que cavar físicamente para extraerlos.

Lo que complica todo esto es que los yacimientos fósiles son escasos. Para acrecentar las posibilidades de éxito buscamos la convergencia de tres factores. Buscamos lugares donde haya rocas de la época adecuada, rocas del tipo adecuado para preservar fósiles y rocas que estén expuestas en la superficie terrestre. Y hay otro factor más: la carambola. De esta última pondré un ejemplo.

Nuestro ejemplo nos mostrará una de las grandes fases de transición de la historia de la vida: la invasión terrestre de los peces. Durante miles de millones de años, la vida sólo se desarrolló en el agua. Después, hace aproximadamente 365 millones de años, las criaturas también habitaron la tierra. La vida en estos dos entornos es radicalmente distinta. Respirar bajo el agua requiere órganos muy diferentes de los necesarios para respirar en el aire. Lo mismo se puede decir de la excreción, la alimentación y la locomoción. Tuvo que surgir un tipo de cuerpo completamente nuevo. A primera vista, la brecha existente entre los dos entornos parece prácticamente insalvable. Pero todo cambia cuando contemplamos las evidencias. Lo que parece realmente imposible sucedió.

Cuando buscamos rocas de la época adecuada tenemos a nuestro favor un dato sobresaliente. Los fósiles no están dispuestos al azar en las rocas del mundo. El lugar donde se encuentran esas rocas y lo que albergan responde a un orden muy bien definido, del que podemos servirnos para planificar las expediciones. Miles de millones de años de cambios han dejado superpuestas sobre la Tierra una capa tras otra de rocas muy distintas. El supuesto con el que se trabaja, que es fácil de verificar, es que las rocas de las capas superiores son más jóvenes que las de las capas inferiores; esto suele ser cierto en zonas donde se han depositado de forma consecutiva, casi como en una tarta (pensemos en el Gran Cañón del Colorado). Pero los movimientos de la corteza terrestre pueden dar lugar a fallas que desplazan la posición de las capas y dejan rocas más antiguas sobre otras más jóvenes. Por suerte, una vez que se reconoce cuál es la posición de estas fallas, podemos reconstruir la secuencia original de capas.

Los fósiles que hay en el interior de estas capas de rocas también siguen un orden, según la cual estas capas más profundas contienen especies absolutamente distintas de las existentes en las capas superiores. Si pudiéramos extraer una única columna de roca que contuviera la totalidad de la historia de la vida encontraríamos una variedad de fósiles extraordinaria. Las capas más profundas contendrían pocas evidencias de vida apreciables. Las capas inmediatamente superiores contendrían huellas de un dispar conjunto de seres con aspecto de medusa. Otro escalón más y en las capas superiores veríamos criaturas con esqueleto, apéndices y diversos órganos, como ojos. Por encima de ellas habría capas que contendrían los primeros animales con columna vertebral. Y así sucesivamente. Las capas donde estuvieran los primeros seres humanos las encontraríamos más arriba todavía. Por supuesto, no existe ninguna columna que contenga la totalidad de la historia terrestre. Más bien, las rocas de cada localización de la Tierra representan sólo una pequeña esquirla del tiempo. Para formarnos la imagen completa es preciso encajar las piezas comparando las propias rocas con los fósiles que contienen, como si se tratara de resolver un rompecabezas gigantesco.

Seguramente no nos sorprende que una columna de roca muestre una progresión de especies fósiles. No es tan obvio que podamos realizar predicciones detalladas sobre el aspecto que presentarían realmente las especies de cada capa comparándolas con las especies de animales que viven en la actualidad; esta información nos ayuda a predecir el tipo de fósiles que encontraremos en las capas de rocas más antiguas. De hecho, se puede predecir la secuencia de fósiles de las rocas del mundo comparándonos con los animales que vemos en el zoológico o en el acuario de nuestra localidad.

¿Cómo puede ayudarnos un paseo por el zoológico a predecir en qué rocas debemos buscar para encontrar fósiles importantes? Un parque zoológico nos muestra una enorme variedad de criaturas que se diferencian entre sí en muchos aspectos. Pero no debemos concentrarnos en lo que las diferencia; para formular nuestra predicción debemos fijarnos en lo que las diferentes criaturas tienen en común. Luego, podemos utilizar los rasgos comunes a todas las especies para identificar grupos de criaturas que presentan rasgos similares. Todos los seres vivos se pueden organizar y disponer como si se tratara de un conjunto de muñecas rusas, donde los grupos más pequeños de animales estarían comprendidos en los grupos más grandes. Cuando lo hacemos, descubrimos algo fundamental acerca de la naturaleza.

Todas las especies del parque zoológico y del acuario tienen cabeza y dos ojos. Llamaremos a estas especies «Todos». Un subconjunto de las criaturas que tienen cabeza y dos ojos tiene también extremidades. A las especies con extremidades las llamaremos «Todos con extremidades». Un subconjunto de estas criaturas con cabeza y extremidades tiene un cerebro de tamaño considerable, camina sobre dos piernas y habla. Este subconjunto somos nosotros, los seres humanos. Como es lógico, podríamos utilizar esta forma de clasificar los animales para generar muchos más subconjuntos, pero incluso esta división en tres grupos tiene ya cierta potencia predictiva.

Los fósiles del interior de las rocas del mundo suelen seguir este orden, que podemos utilizar para planificar nuevas expediciones. Si utilizamos el ejemplo recién mencionado, el primer miembro del grupo «Todos», una criatura con cabeza y dos ojos, se encuentra en el registro fósil mucho antes que el primer «Todo con extremidades». Más concretamente, el primer pez (un miembro acreditado de la categoría «Todos») aparece antes que el primer anfibio (un «todo con extremidades»). Obviamente, podemos matizar más todo esto buscando nuevos tipos de animales y muchas más características compartidas por algún grupo, así como estimando la edad real de las propias rocas.

En los laboratorios hacemos exactamente este tipo de análisis con miles y miles de rasgos y especies. Nos fijamos en todo pedazo de anatomía de que disponemos y, con frecuencia, en grandes secuencias de ADN. Hay tantos datos que casi siempre es necesario utilizar ordenadores muy potentes para que nos muestren los subgrupos que hay dentro de cada grupo. Este enfoque es la base de la biología, pues nos permite formular hipótesis acerca de la relación que guardan unas especies con otras.

Además de ayudarnos a precisar los agrupamientos de animales, centenares de años de recogida de fósiles ha dado lugar a una inmensa biblioteca o catálogo de las edades de la Tierra y de la vida que se ha desarrollado en ella. Ahora podemos identificar periodos de tiempo generales en los que se produjeron cambios importantes. ¿Está usted interesado en el origen de los mamíferos? Vaya a las rocas del periodo denominado Mesozoico Inferior; la geoquímica nos indica que es probable que estas rocas tengan unos 210 millones de años de antigüedad. ¿Le interesa el origen de los primates? Vaya a una zona superior de la columna de roca, al periodo Cretácico, donde las rocas tienen unos 80 millones de años.

El orden de los fósiles en las rocas del mundo es una evidencia contundente acerca de nuestras conexiones con el resto de los seres vivos. Si cuando excavamos rocas de 600 millones de antigüedad encontráramos uno de los primeros ejemplares de medusas junto al esqueleto de una marmota, entonces tendríamos que reescribir los manuales. Esa marmota habría aparecido en el registro fósil en un periodo anterior al de la aparición del primer mamífero, reptil o, incluso, pez... antes incluso que el primer gusano. Además, esa marmota de la antigüedad nos indicaría que buena parte de lo que creemos que sabemos sobre la historia de la Tierra y de la vida es erróneo. A pesar de que ha habido personas buscando fósiles desde hace más de 150 años en todos los continentes de la Tierra y prácticamente en todos los estratos de roca accesibles..., jamás se ha registrado semejante observación.

Volvamos ahora al problema de cómo encontrar parientes del primer pez que caminó sobre la tierra. Según nuestro esquema de clasificación en grupos, esas criaturas se encuentran en algún lugar situado entre los «Todos» y los «Todos con extremidades». Si cotejamos esta información con lo que sabemos de las rocas, encontramos evidencias geológicas rotundas de que el periodo en cuestión es el comprendido entre hace 380 y 365 millones de años. Las rocas más jóvenes de ese espectro, las que tengan unos 360 millones de años de antigüedad, contienen diversos tipos de animales fosilizados que cualquiera de nosotros reconocería como anfibios o reptiles. Mi colega Jenny Clack, de la Universidad de Cambridge, y otros han extraído anfibios de rocas situadas en Groenlandia que tienen unos 365 millones de años de antigüedad. Con su cuello, sus oídos y sus cuatro patas no tienen aspecto de peces. Pero en las rocas que tienen unos 385 millones de años de antigüedad encontramos peces enteros que parecen... bueno, peces. Tienen aletas, cabeza cónica y escamas y no tienen cuello. Ante esto, para encontrar evidencias de la transición de los peces a los animales terrestres quizá no suponga una gran sorpresa que debamos concentrarnos en las rocas que tienen unos 375 millones de años de antigüedad.

Lo que descubrimos en un paseo por el zoo refleja cómo están dispuestos los fósiles en las rocas del mundo.

Hemos escogido un periodo de tiempo sobre el que investigar y hemos identificado los estratos de la columna geológica que deseamos examinar. Ahora lo difícil es encontrar rocas que se formaran bajo unas condiciones capaces de preservar fósiles. Las rocas se forman en entornos de distinto tipo y bajo unas condiciones iniciales que dejan una huella específica en las propias capas de roca. Las rocas volcánicas quedan descartadas casi por completo. Ningún pez que conozcamos puede sobrevivir en la lava. Y, aun cuando existiera semejante pez, sus huesos fosilizados no sobrevivirían a las condiciones de temperatura extremas en que se forman los basaltos, las riolitas, los granitos y demás rocas ígneas. También podemos ignorar las rocas metamórficas, como los esquistos y el mármol, pues han soportado condiciones de presión o temperatura extremas posteriores al momento en que se formaron. Los fósiles que hubieran podido conservarse en ellas han desaparecido hace mucho tiempo. Las rocas ideales para conservar fósiles son las sedimentarias: calizas, areniscas, limos y arcillas. Comparadas con las rocas volcánicas y las metamórficas, todas éstas se forman mediante procesos más suaves, entre los que se encuentran la acción de los ríos, lagos y mares. No sólo es probable que haya animales que vivan en esos entornos, sino que los procesos de sedimentación convierten a estas rocas en lugares más adecuados para conservar fósiles. En un océano o un lago, por ejemplo, las partículas van abandonando continuamente el agua y se van depositando en el fondo. Con el paso del tiempo, cuando se van acumulando las partículas, se van comprimiendo bajo el peso de capas nuevas. La compresión gradual, unida a los procesos químicos que tienen lugar en el interior de las rocas durante esos periodos de tiempo prolongados, supone que cualquier esqueleto enterrado en esas rocas tiene una probabilidad razonable de fosilizarse. En las corrientes de agua y sus orillas se producen procesos similares. La regla general es que cuanto más suave es la corriente del arroyo o río, mejor se conservan los fósiles.

Todas las rocas que hay en el suelo tienen una historia que contar: la historia de cómo era el mundo cuando esa roca concreta se formó. Dentro de la roca hay huellas de climas y entornos del pasado que, con frecuencia, difieren enormemente de los actuales. A veces, la falta de conexión entre el pasado y el presente no podía ser más acusada. Tomemos el ejemplo extremo del Everest, cerca de cuya cima, a una altitud de más de ocho mil metros, hay rocas procedentes de un antiguo lecho marino. Si nos fijamos en su cara Norte, que casi se ve a simple vista desde el célebre Escalón de Hillary, podemos encontrar conchas fosilizadas. De manera similar, en la zona del Ártico donde trabajamos las temperaturas pueden alcanzar en invierno los - 40 ºC. Pero en el interior de algunas rocas de la región hay restos de un antiguo delta tropical muy parecido al del Amazonas: plantas y peces fosilizados que sólo podrían haber prosperado en entornos cálidos y húmedos. La presencia de especies adaptadas a temperaturas cálidas en lo que hoy día son altitudes y latitudes extremas atestigua hasta qué punto puede cambiar nuestro planeta: las montañas se alzan y se derrumban, los climas se calientan o se enfrían y los continentes se desplazan. Una vez que comprendemos la inmensidad del tiempo y las extraordinarias formas en que ha cambiado el planeta, estamos en condiciones de aprovechar esta información para diseñar nuevas expediciones en busca de fósiles.

Si tenemos interés por comprender el origen de los animales con extremidades, ahora podemos limitar nuestra búsqueda a las rocas que tengan aproximadamente entre 375 y 380 millones de años y que se hayan formado en océanos, lagos o corrientes de agua. Descartamos las rocas volcánicas y las metamórficas y la imagen de nuestra búsqueda de yacimientos prometedores va enfocándose mejor.

Sin embargo, todavía estamos sólo parcialmente en camino de planificar una nueva expedición. Si nuestras prometedoras rocas sedimentarias de la época adecuada están enterradas a mucha profundidad, o si están cubiertas de pastos, centros comerciales o ciudades, no nos sirve de nada. Estaríamos excavando a ciegas. Como cualquiera puede imaginar, perforar un agujero para un pozo con la intención de encontrar fósiles ofrece baja probabilidad de éxito, igual que lanzar dardos a una diana oculta tras la puerta de un armario.

Los mejores lugares para buscar son aquellos donde podamos recorrer kilómetros y kilómetros sobre la roca para descubrir zonas en donde los huesos «afloran». Los huesos fósiles suelen ser más duros que la roca que los rodea y, por tanto, se erosionan a un ritmo ligeramente más lento y presentan sus contornos sobre la superficie rocosa. En consecuencia, nos gusta caminar sobre lechos de roca desnudos, localizar indicios de huesos sobre la superficie y, entonces, excavar.

De manera que éste es el truco para planificar una nueva expedición en busca de fósiles: encontrar rocas que sean del periodo adecuado, del tipo adecuado (sedimentarias) y que estén bien expuestas... y ya tenemos trabajo. Las localizaciones ideales para buscar fósiles tienen una cubierta de suelo fina y poca vegetación, y han estado expuestas a pocas perturbaciones por parte del ser humano. ¿Sorprende a alguien que una proporción significativa de los descubrimientos se produzcan en zonas desérticas? En el desierto del Gobi. En el Sahara. En Utah. O en zonas desiertas del Ártico, como Groenlandia.

Todo esto parece bastante lógico, pero no olvidemos la carambola. De hecho, fue la carambola lo que puso a nuestro equipo sobre la pista de nuestro pez interior. Nuestros primeros descubrimientos importantes no se produjeron en un desierto, sino a lo largo de la cuneta de una carretera del centro de Pensilvania, donde la exposición de las rocas difícilmente podría haber sido peor. Por si fuera poco, estábamos buscando allí únicamente porque no teníamos mucho presupuesto.

Ir a Groenlandia o al desierto del Sahara cuesta mucho dinero y requiere mucho tiempo. En cambio, un proyecto más local no requiere grandes ayudas para la investigación, sino tan sólo una pequeña cantidad de dinero para gasolina y peajes. Éstas son variables críticas para un joven estudiante de posgrado o un profesor universitario recién contratado. Cuando obtuve mi primer trabajo en Filadelfia, el centro de atracción era un grupo de rocas denominadas en su conjunto como Montañas de Castkill, en Pensilvania. Esta formación montañosa ha sido estudiada exhaustivamente desde hace más de 150 años. Su edad era bien conocida y sus orígenes se extendieron durante el periodo Devónico Superior. Además, sus rocas eran perfectas para preservar los primeros animales con extremidades y sus parientes más próximos. Para comprenderlo bien, lo mejor es ver una imagen del aspecto que tenía Pensilvania allá por el Devónico. Quitémonos de la cabeza la imagen actual de Filadelfia, Pittsburgh o Harrisburg y pensemos en el delta del río Amazonas. En la zona oriental del estado había tierras altas. De este a oeste discurrían una serie de arroyos que iban drenando las montañas y desembocaban en un gran mar situado donde hoy día se encuentra Pittsburgh.

Resulta difícil imaginar mejores condiciones para encontrar fósiles, si no fuera porque la zona central de Pensilvania está cubierta por ciudades, bosques y campos de cultivo. En cuanto a las zonas de roca expuestas, se encuentran en su mayoría allá donde el Departamento de Transportes de Pensilvania (PennDOT, Pennsylvania Department of Transportation) decidió construir grandes autovías. Cuando el PennDOT construye una autovía, provoca explosiones. Cuando realiza las voladuras deja al descubierto rocas. No siempre es la mejor exposición de rocas, pero se aprovecha lo que hay. Haciendo ciencia barata se obtiene lo que se paga por ella.

Y luego hay también otro tipo de carambolas: en 1993, Ted Daeschler vino a estudiar paleontología bajo mi dirección. Esta colaboración iba a cambiar nuestras vidas. Nuestros diferentes temperamentos se complementan a la perfección: yo no puedo quedarme quieto y estoy pensando continuamente en el próximo lugar en el que buscar, mientras que Ted es paciente y sabe cuándo instalarse en un lugar junto al mío para encontrar tesoros. Ted y yo iniciamos una exploración de las rocas del Devónico de Pensilvania con la esperanza de encontrar nuevas evidencias del origen de las extremidades. Empezamos acudiendo en coche a prácticamente todos los grandes cortes geológicos de las carreteras de la región oriental del estado. Para nuestra sorpresa, poco después de empezar la exploración, Ted encontró un maravilloso hueso de un hombro. Llamamos a su propietario Hynerpeton, un nombre que en griego significaría algo así como «animalillo reptante de Hyner». Hyner, en Pensilvania, es la ciudad más próxima. El Hynerpeton tenía un hombro muy robusto, lo que indica que se trataba de una criatura que probablemente tendría apéndices muy poderosos. Por desgracia, nunca conseguimos encontrar el esqueleto entero del animal. Las zonas expuestas de roca estaban muy limitadas. ¿Por? Lo pueden imaginar: vegetación, viviendas y centros comerciales.

Junto a las carreteras de Pensilvania estuvimos examinando el antiguo delta de un río muy parecido al del actual Amazonas. El estado de Pensilvania (abajo) y su topografía en el periodo Devónico reflejada en la parte superior.

Tras descubrir en estas rocas el Hynerpeton y otros fósiles, Ted y yo estábamos impacientes por encontrar zonas con rocas mejor expuestas. Si toda nuestra empresa científica iba a basarse en la recuperación de pequeños fragmentos, sólo podríamos abordar preguntas muy limitadas. Así que adoptamos un enfoque «de manual» y buscamos rocas bien expuestas, de la época adecuada y del periodo correcto en regiones desérticas, lo que significaba que no habríamos hecho el mayor descubrimiento de nuestra carrera si no hubiera sido por un manual de introducción a la geología.

En un principio pensábamos que Alaska y el territorio del Yukón eran entornos potenciales para emprender una nueva expedición, debido en buena medida a algunos descubrimientos importantes realizados por otros equipos. Acabamos enzarzándonos en una pequeña discusión/debate acerca de esoterismos de la geología y, en medio del acaloramiento del momento, uno de los dos cogió el afortunado manual de geología que había en una mesa. Mientras hojeábamos las páginas para averiguar quién de los dos tenía razón, encontramos un mapa. El mapa nos dejó sin respiración: mostraba todo lo que íbamos buscando.

La discusión terminó y comenzó la planificación de una nueva expedición para hacer trabajo de campo.

Basándonos en descubrimientos anteriores realizados en rocas ligeramente más jóvenes, pensábamos que las corrientes de agua dulce de la antigüedad serían el mejor entorno para dar comienzo a nuestra cacería. El gráfico mostraba tres regiones de rocas del Devónico con corrientes de agua dulce, cada una de ellas con un sistema de delta fluvial. En primer lugar, la costa este de Groenlandia. Era el hogar del fósil de Jenny Clack, una criatura muy antigua con extremidades y uno de los primeros tetrápodos conocidos. Después teníamos la costa oriental de América del Norte, donde ya habíamos trabajado, hogar del Hynerpeton. Y hay una tercera zona amplia que se extiende de este a oeste atravesando la región ártica canadiense. En el Ártico no hay árboles, basura, ni ciudades. Había bastantes probabilidades de que hubiera rocas extraordinariamente bien expuestas de la época y el tipo adecuado.

Las zonas de roca expuesta en el Ártico canadiense eran bien conocidas, sobre todo para los geólogos y paleobotánicos canadienses, que ya las habían cartografiado. De hecho, Ashton Embry, el jefe de los equipos que realizaron buena parte de esta labor, había descrito la geología de las rocas canadienses del Devónico en términos idénticos en muchos aspectos a los de la geología de las de Pensilvania. Ted y yo estábamos listos para hacer las maletas en cuanto leímos esta frase. Las lecciones que habíamos aprendido en las autopistas de Pensilvania podían ayudarnos en el Ártico canadiense.

El mapa que desencadenó todo. Este mapa de Norteamérica recoge en pocas palabras lo que íbamos buscando. Los distintos tipos de sombreado reflejan dónde hay rocas del Devónico bien expuestas, ya sean de aguas marinas o fluviales. Se indican tres zonas que antes fueron deltas fluviales. Modificado partiendo de la figura 13.I de R. H. Dott y R. L. Batten, Evolution of the Earth (Nueva York, McGraw-Hill, 1988). Reproducido con la autorización de The McGraw-Hill Companies.

Sorprendentemente, las rocas del Ártico son aún más antiguas que las de los lechos de fósiles de Groenlandia y Pensilvania. De modo que esa zona cumplía perfectamente los tres requisitos: época, tipo y exposición. Y lo que era aún mejor, eran desconocidas para los paleontólogos que investigaban sobre los vertebrados y, por tanto, todavía no habían sido examinadas para buscar fósiles.

Las dificultades que íbamos a encontrar ahora eran absolutamente distintas de las que tuvimos que afrontar en Pensilvania. Junto a las autopistas de Pensilvania corríamos el riesgo de que, mientras buscábamos fósiles, nos atropellara alguno de los camiones que pasaban a nuestro lado como una bala. En el Ártico corríamos el riesgo de que nos devorara un oso polar, de que se agotasen los víveres o de quedar aislados por el mal tiempo. Ya no podíamos meter bocadillos en el coche y conducir hasta el emplazamiento de los depósitos de fósiles. Ahora teníamos que dedicar al menos ocho días a planificar todos y cada uno de los días que ibamos a pasar sobre el terreno, pues a esas rocas sólo se podía acceder por vía aérea y la base de abastecimiento más próxima se encontraba a más de 400 kilómetros. Sólo podíamos embarcar en el avión la comida y los suministros necesarios para el equipo y una pequeña cantidad adicional como margen de seguridad. Y lo más importante: las estrictas limitaciones de peso del avión significaban que sólo podríamos sacar una pequeña parte de los fósiles que encontráramos. Si unimos estas limitaciones al reducido margen de tiempo durante el cual podemos trabajar realmente en el Ártico cada año, entendemos que las frustraciones que nos plantaban cara ahora eran absolutamente nuevas y desalentadoras.

Aquí aparece mi tutor académico, el doctor Farish A. Jenkins, de Harvard. Farish había dirigido expediciones a Groenlandia muchos años y tenía la experiencia necesaria para llevar a cabo la empresa. El equipo estaba formado. Tres generaciones de universitarios: Ted, mi antiguo alumno; Farish, mi tutor académico y yo íbamos a partir rumbo al Ártico para tratar de descubrir evidencias de la transición de los peces a los animales terrestres.

No hay ningún manual de campo para realizar trabajos de paleontología en el Ártico. Recibimos consejos y orientaciones de amigos y colegas y leímos libros... hasta que descubrimos que nada serviría para prepararnos para la experiencia concreta. En ningún momento se deja sentir más punzantemente esta idea que cuando el helicóptero lo arroja a uno y le deja completamente solo por primera vez en algún lugar del Ártico dejado de la mano de Dios. El primer pensamiento es para los osos polares. No sé decir cuántas veces he sondeado el paisaje en busca de manchas blancas que se movieran. La angustia te hace ver cosas que no hay. La primera semana que pasamos en el Ártico, uno de los miembros del equipo vio una mancha blanca que se movía. Parecía un oso polar que estuviera a unos 400 metros. Salimos corriendo como los policías de las películas cómicas de cine mudo en busca de las armas, las bengalas y los silbatos hasta que descubrimos que nuestro oso era una liebre ártica que estaba a unos sesenta metros. Como en el Ártico no hay árboles ni casas con las que estimar las distancias, se pierde la perspectiva.

El Ártico es un espacio inmenso y vacío. Las rocas que nos interesaban están al descubierto y se extienden por una franja de territorio de unos 1500 kilómetros de anchura. Las criaturas que andábamos buscando medirían poco más de un metro. Sin saber cómo hacerlo, teníamos que instalarnos en un pequeño trozo de roca que hubiera conservado los fósiles que andábamos buscando. Los revisores de las solicitudes de subvenciones pueden llegar a ser gente despiadada, pues señalan este tipo de escollos continuamente. El revisor de la solicitud de una subvención que presentó Farish para una de sus primeras expediciones al Ártico lo expresó con claridad. Como ese asesor escribió (sin mucha cordialidad, diría yo) en su informe de la propuesta, las probabilidades de encontrar fósiles nuevos en el Ártico eran «más bajas que las de encontrar la proverbial aguja del pajar».

Nos hicieron falta cuatro expediciones a la isla de Ellesmere durante seis años para encontrar nuestra aguja. Hasta ahí llegó la carambola.

Encontramos lo que buscábamos por ensayo y error y aprendiendo de los fracasos. Nuestras primeras localizaciones de depósitos, en la temporada de trabajo del año 1999, estaban muy apartadas en la región occidental del Ártico, en la isla Melville. En ese momento no lo sabíamos, pero nos habían arrojado al borde de un antiguo océano. Las rocas estaban repletas de fósiles y encontramos muchos tipos de peces distintos. El problema era que todos parecían ser criaturas de aguas profundas, no como las que uno esperaría encontrar en los arroyos o lagos poco profundos que dieron pie a la aparición de los animales terrestres. Sirviéndonos de los análisis geológicos realizados por Ashton Embry, en el año 2000 decidimos trasladar la expedición a la isla de Ellesmere, pues allí las rocas habrían conformado lechos de arroyos antiguos. No hizo falta mucho tiempo para que empezáramos a encontrar trozos de huesos de peces del tamaño aproximado de una moneda de 25 centavos y bien conservados en forma fósil.

El verdadero avance se produjo al final de la temporada de trabajo de campo del año 2000. Era justo antes de la cena, aproximadamente una semana antes de la fecha prevista en que iban a recogernos para regresar a casa. El equipo había regresado ya al campamento y estábamos dedicándonos a las tareas de la primera hora de la noche: organizar los materiales recogidos durante el día, tomar notas de campo y empezar a preparar la cena. Jason Downs, que en aquel momento era un estudiante universitario impaciente por aprender paleontología, no había regresado al campamento a su hora. Esto es motivo de preocupación, pues habitualmente salimos a trabajar en grupos o, si nos separamos, concertamos con detalle cuándo volveremos a entrar en contacto. Cuando hay osos polares en la zona y se pueden desatar inesperadamente tormentas furiosas, no corremos riesgos. Recuerdo que estaba sentado en la tienda principal con el resto del equipo y cómo iba aumentando la preocupación por Jason a medida que iban pasando los minutos. Cuando empezamos a pergeñar un plan de búsqueda oí que se abría la cremallera de la tienda. Al principio, lo único que vi fue la cabeza de Jason. Los ojos se le salían de las órbitas y venía sin aliento. Cuando Jason entró en la tienda, supimos enseguida que no se trataba de una emergencia relacionada con osos polares, pues todavía llevaba la escopeta al hombro. La causa del retraso quedó clara cuando su mano aún temblorosa fue sacando uno tras otro los puñados de huesos fósiles que llevaba amontonados en todos los bolsillos: los de la chaqueta, los pantalones, la camisa interior y los de la mochila de diario. Me imagino que se habría llenado los calcetines y los zapatos si hubiera podido regresar caminando con ellos llenos. Todos esos pequeños huesos fósiles estaban en la superficie de un espacio muy reducido, no más extenso que una plaza de aparcamiento para un utilitario medio o un monovolumen, situado aproximadamente a un kilómetro y medio del campamento. La cena podía esperar.

Nuestro campamento (arriba) parece diminuto en medio de la inmensidad del paisaje. Mi residencia veraniega (abajo) es una pequeña tienda de campaña, rodeada normalmente de rocas amontonadas para protegerla de los vientos de 80 kilómetros por hora. Fotografías del autor.

Como el verano ártico tiene veinticuatro horas diarias de luz, no había que preocuparse por que se escondiera el sol, de manera que cogimos chocolatinas y partimos hacia el lugar que había encontrado Jason. Estaba en la ladera de una pequeña colina situada entre dos hermosos valles fluviales que, por lo que había visto Jason, estaba cubierta por una alfombra de fósiles de huesos de peces. Pasamos unas cuantas horas recogiendo fragmentos, tomando fotografías y haciendo planes. Este lugar tenía todos los ingredientes de lo que precisamente íbamos buscando. Regresamos al día siguiente con un nuevo objetivo: encontrar la capa concreta de rocas que contenía los huesos.

El truco estaba en identificar el origen del desorden de fragmentos de huesos que había traído Jason; era nuestra única esperanza de encontrar esqueletos intactos. El problema era el entorno del Ártico. Todos los inviernos las temperaturas descienden hasta los -40 ºC. En verano, cuando el sol no se pone nunca, la temperatura asciende hasta casi los 10 ºC. El ciclo resultante de congelación y deshielo desmenuza la superficie de las rocas y los fósiles. En invierno se enfrían y se contraen; en verano se calientan y se dilatan. Los huesos de la superficie se rompen a base de haberse contraído y dilatado cada estación durante miles de años. Ante semejante amasijo de huesos amontonados y dispersos por toda la ladera, éramos incapaces de identificar ningún estrato de roca que fuera claramente su lugar de origen. Dedicamos varios días a seguir la pista de los fragmentos, excavando hoyos de prueba, utilizando prácticamente el martillo de geólogo como si fuera una varita de zahorí para averiguar de qué lugar de la ladera salían los huesos. Al cabo de cuatro días dejamos al descubierto la capa en cuestión y encontramos finalmente un esqueleto tras otro de fósiles de peces, a menudo superpuestos y amontonados. Pasamos parte de dos veranos desenterrando estos peces.

Fracaso, otra vez: todos los peces que encontrábamos eran especies bien conocidas que ya habían sido recogidas en yacimientos de un periodo similar en el Este de Europa. Por si fuera poco, estos peces no guardaban demasiada relación con los animales terrestres. En el año 2004 decidimos hacer un último intento. Nos lo jugábamos todo a cara o cruz. Las expediciones al Ártico tenían un coste prohibitivo y, a falta de algún hallazgo significativo, tendríamos que tirar la toalla.

Aquí es donde trabajamos: al sur de la isla de Ellesmere, en el Territorio Nunavut de Canadá, a 1600 kilómetros del Polo Norte.

Todo cambió en un lapso de cuatro días de principios de julio de 2004. Yo estaba levantando rocas en el lecho del yacimiento, rompiendo con más frecuencia hielo que rocas. Resquebrajé el hielo y vi algo que jamás olvidaré: un dibujo de escamas distinto a cualquier otra cosa que hubiera visto en ese lugar. Ese dibujo llevó a otro manchón cubierto de hielo. Parecía un juego de mandíbulas. Sin embargo, no eran como las mandíbulas de cualquier pez que hubiera visto hasta el momento. Parecía como si estuvieran conectadas a una cabeza achatada.

Al día siguiente, mi colega Steve Gatesy estaba levantando rocas en la parte alta del yacimiento. Steve retiró un fragmento del tamaño de un puño y dejó al descubierto el hocico de un animal que le miraba directamente. Al igual que mi pez cubierto de hielo del fondo del hoyo, tenía la cabeza achatada. Era nuevo y era importante. Pero, a diferencia de mi pez, el de Steve tenía muchas posibilidades. Estábamos viendo su extremo delantero y, si teníamos suerte, el resto del esqueleto estaría a salvo descansando entre la roca. Steve pasó el resto del verano retirando la roca de su alrededor fragmento a fragmento de manera que pudiéramos llevar el esqueleto entero al laboratorio y limpiarlo. La magistral labor de Steve con este espécimen desembocó en el hallazgo de uno de los fósiles más magníficos de los descubiertos hasta la fecha en relación con la transición de la vida acuática a la terrestre.

Los especímenes que llevamos al laboratorio eran poco más que grandes rocas con fósiles en el interior. En el transcurso de dos meses, los técnicos del laboratorio eliminaron la roca fragmento a fragmento, a menudo manualmente, utilizando instrumental de odontología o pequeñas púas. Cada día iba quedando visible un nuevo pedazo de la anatomía de esa criatura fosilizada. Casi cada vez que quedaba a la vista una zona amplia aprendíamos algo nuevo sobre el origen de los animales terrestres.

El proceso de encontrar fósiles empieza con una masa en medio de una roca, la cual vamos retirando poco a poco y con mucho tiempo. Aquí se aprecia un fósil en su tránsito desde el campo de trabajo hasta el laboratorio, donde se prepara cuidadosamente para mostrarlo como espécimen: el esqueleto del nuevo animal. La fotografía superior izquierda es del autor; las demás fotografías son cortesía de Ted Daeschler, de la Academia de Ciencias Naturales de Filadelfia.

Lo que durante el otoño del año 2004 vimos emerger poco a poco de estas rocas fue un hermoso ser intermedio entre los peces y los animales terrestres. Los peces y los animales terrestres se diferencian en muchos aspectos. Los peces tienen la cabeza cónica, mientras que los primeros animales terrestres tienen la cabeza muy parecida a la de los cocodrilos: achatada y con los ojos en la parte superior. Los peces no tienen cuello: tienen los hombros unidos a la cabeza mediante una serie de placas óseas. Los primeros animales terrestres, al igual que todos sus descendientes, sí tienen cuello, lo que significa que pueden mover la cabeza con independencia de los hombros.

Hay otras diferencias importantes. Los peces tienen escamas por todo el cuerpo; los animales terrestres, no. Y algo muy importante: los peces tienen aletas, mientras que los animales terrestres tienen extremidades con dedos, muñecas y tobillos. Podríamos seguir con la comparación y confeccionar una lista muy larga de las cosas que diferencian a los peces de los animales terrestres.

Pero nuestra nueva criatura hizo saltar por los aires la distinción entre estos dos tipos de animales. Como los peces, tenía escamas en el lomo y aletas membranosas. Pero, al igual que los primeros animales terrestres, tenía cuello y la cabeza achatada. Y cuando observamos el interior de las aletas, vimos huesos que correspondían a los del brazo, el antebrazo e, incluso, partes de la muñeca. También estaban ahí las articulaciones: éste es un pez con hombros, codos y articulaciones en las muñecas. Y todo dentro de una aleta membranosa.

Prácticamente todos los rasgos que esta criatura comparte con las criaturas terrestres parecen muy primitivos. Por ejemplo, la forma y varias protuberancias del hueso del «brazo» del pez, el húmero, parece en parte de pez y, en parte, de anfibio. Lo mismo se puede decir de la forma del cráneo y del hombro.

Tardamos seis años en encontrarlo, pero este fósil confirmaba una predicción de la paleontología: no sólo ese pez nuevo era un paso intermedio entre dos tipos de animales distintos, sino que lo habíamos encontrado también en el periodo de tiempo adecuado de la historia de la Tierra y en un entorno de la antigüedad adecuado. La respuesta venía de unas rocas que tenían 375 millones de años y se habían formado en unos arroyos de aquellos tiempos.

Como descubridores de la criatura, Ted, Farish y yo teníamos el privilegio de bautizarlo con un nombre científico adecuado. Queríamos que su denominación reflejara que el pez provenía del Territorio Nunavut del Ártico y que estábamos en deuda con el pueblo inuit por autorizarnos a trabajar allí. Nos dirigimos al Consejo de Ancianos de Nunavut, conocido formalmente como el Qaujimajatuqangit Katimajiit Inuit, para que propusieran un nombre en lengua Inuktitut. Lo que me preocupaba era que un consejo que se llamara Qaujimajatuqangit Katimajiit Inuit propusiera un nombre científico que no fuéramos capaces de pronunciar. Les envié una imagen del fósil y los ancianos presentaron dos propuestas, Siksagiaq y Tiktaalik. Nos decidimos por Tiktaalik porque era relativamente fácil de pronunciar para los no hablantes de lengua Inuktitut y por lo que significaba en Inuktitut: «gran pez de agua dulce».

Al día siguiente de que se anunciara su descubrimiento en abril de 2006, el Tiktaalik fue noticia de primera plana en numerosos periódicos, incluidos titulares en la zona superior de las portadas de periódicos como The New York Times. Esta atención fue el preludio de una semana como ninguna otra de mi, por lo general, sosegada vida. Aunque para mí el momento más importante de todo aquel torbellino mediático no fue ver las caricaturas de los periódicos, ni leer los editoriales, ni las acaloradas discusiones de los blogs. Se produjo en la escuela infantil de mi hijo.

En mitad de todo aquel alboroto mediático, la profesora de educación infantil de mi hijo me pidió que les llevara el fósil y se lo mostrara. Obedientemente, llevé a la clase de Nathaniel una réplica de escayola del Tiktaalik, preparándome para el caos que se iba a desencadenar. Los veinte niños y niñas de cuatro y cinco años se comportaron asombrosamente bien mientras les explicaba lo que habíamos hecho en el Ártico para encontrar el fósil y les mostré los afilados dientes del animal. A continuación, les pregunté qué pensaban que era. Las manos se dispararon hacia lo alto. El primer niño dijo que era un cocodrilo o un caimán. Cuando pregunté por qué, dijo que, como los cocodrilos o los lagartos, tenía la cabeza achatada y los ojos en la parte superior. Y también dientes muy grandes. Otros niños empezaron a expresar sus discrepancias. Mientras escogía la mano levantada de uno de ellos, oí: «No, no es un cocodrilo, es un pez porque tiene escamas y aletas». Pero otro niño gritó: «A lo mejor es las dos cosas». El mensaje del Tiktaalik es tan claro que hasta los preescolares pueden entenderlo.

El dibujo lo dice todo. El Tiktaalik es un paso intermedio entre los peces y los animales terrestres primitivos.

Para lo que aquí nos ocupa, hay un aspecto aún más profundo en relación con el Tiktaalik