Turistas - Hebe Uhart - E-Book

Turistas E-Book

Hebe Uhart

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Beschreibung

HHay libros que se escriben con sucesos. Los de Hebe Uhart se escriben con sucedidos, con cosas que a la autora le pasaron o le contaron, sin requisitos de grandiosidad. No se trata de una mera disposición autobiográfica, sino de la convicción, que en Hebe Uhart es notoria, de que no existe escritura hasta que no existe encarnadura en la experiencia. Quienes escriben desde sus experiencias tienden a multiplicar esas experiencias. Y quienes asimilan la literatura al mundo existente, tienden a ampliar las fronteras de ese mundo. Pero Uhart no. Uhart en cambio dice: "Yo no soy aventurera". La suya resulta entonces una literatura de la experiencia, pero de una experiencia de baja intensidad, siempre módica: tal vez por eso su literatura podría admitir, en este sentido, el atributo de minimalista. Es Uhart quien no lo admite: "¿Quién dictamina qué cosas son mínimas o máximas? No hay jerarquía de lo que es importante para escribir. La importancia la da el que escribe". Martín Kohan Entre la gente que narra hay quienes se inclinan por un "modo de decir" que en su peso expresivo, en su manera de sonar o de envolver lo experimentado o percibido termina por imponer o producir un "modo de mirar". Es lo que pasa con William Faulkner, con Thomas Bernhard, con Juan José Saer. En cambio la narradora argentina Hebe Uhart se ubica entre aquellos donde un "modo de mirar" segrega un "modo de decir", un estilo. Lo mismo pasa primero en Kafka, después en nombres tan dispares como Eudora Welty, Felisberto Hernández, Mario Levrero, Juan José Millás o Clarice Lispector. La mirada de la autora ve algo, y en la búsqueda del mejor modo de ponerlo en palabras, va construyendo un articulado, discreto lenguaje propio, que no se impone a lo percibido, sino que se origina en ese mundo. Elvio Gandolfo Hebe Uhart es la mejor escritora argentina. Fogwill

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Uhart, Hebe

Turistas / Hebe Uhart

1ª ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Adriana Hidalgo Editora, 2024

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-8969-91-6

1. Cuentos contemporáneos. 2. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863

la lengua / cuento

© Herederos de Hebe Uhart

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2008, 2010, 2015, 2019, 2023

www.adrianahidalgo.es

www.adrianahidalgo.com

ISBN: 978-987-8969-91-6

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Disponible en papel

Índice
Portadilla
Legales
Turistas
Turistas y viajeros
Stephan en Buenos Aires
Revista literaria
Reunión de consorcio
Bernardina
Turismo urbano
La excursión larga
El departamento de la costa
El centro cultural
Acerca de este libro
Acerca de la autora
Otros títulos

Turistas

Turistas y viajeros

Tenés razón, fuimos a Miami, pero no es lo mismo. Ahí fuimos a comprar sin parar, eso es lo que hace un turista. Pero yo escuché en ese programa “Yendo por el mundo” a Pepe Ibáñez que explicaba la diferencia entre un turista y un viajero. Turista es cuando vas donde te llevan como un borrego y no ves nada de lo que hay alrededor, como si tuvieras anteojeras. Decime, ¿acaso te conté algo de cuando fui a Miami? Si vi dos shopping y tres palmeras. Pero ahora, ¡todo lo que tengo para contar! Y además había visto las fotos de Nápoles y Capri en el suplemento de los domingos y le dije a Aldo: “Nosotros vamos a ir ahí”. Como con él nunca se sabe, ni te dice que sí ni que no, tenés que hacerle firmar un documento escrito para asegurarte de lo que quiere. ¿Qué será eso? Lo leí en un artículo “Personalidad”. No, bueno, me olvidé. Les hice hacer unos ahorros perros porque a Leo no lo íbamos a dejar; además, con la mano en el corazón, Leo estudia italiano, yo quería que estudiara inglés que siempre es más útil, y pensé: “Ahora es tiempo de que el italiano nos rinda”. Pero era como si ellos no comprendieran un proyecto, no sé en qué mundo viven los hombres; cuando les ponía el arroz, los huevos y las salchichas, Leo empezaba “¡Pero mamá, pero mamá!” con esa voz ronca (pobre ángel, está cambiando la voz). Y Aldo revolvía el arroz como si fuera a convertirlo en crema, que me saca de quicio. No creas, allá también me sacaron de quicio. Vieras la habitación del hotel, toda con muebles de otros siglos (dormimos los tres juntos en la misma pieza porque allá se usa así). Aldo levantó la colcha como si fuera la capa de un fantasma para ver lo que había abajo, siempre anda investigando todo como si buscara algún secreto, y Leo miró la cómoda redonda con las patas combadas y dijo: “¡Qué cascajo pedorro!”. Ese chico es capaz de decir cualquier cosa y para peor, delante de la gente. Aldo sacó una guía y yo dije:

–Nosotros no vamos a ir por donde va todo el mundo; vamos a recorrer esas callecitas que van todo en redondo. Y si nos perdemos, mejor.

A ellos no les gustó la idea de perderse porque no tienen imaginación, cuántas veces yo soñé que caminaba todo derecho y llegaba a un lugar desconocido, era como si fuera otra. Entonces para convencerlo les dije:

–Caminemos todo derecho y después pegamos la vuelta por la calle de al lado.

Salimos y nos dimos cuenta de que no se puede caminar todo derecho: las calles se cortan en cualquier lado, al bies, en redondo, y lo primero que vimos fueron tres hombres peleando. Hacían grandes gestos, que yo daba la vida por saber qué decían, lo consulté a Leo y me dijo:

–Pero mamá, ¿qué te creés? No me enseñaron insultos. ¿Qué se van a decir? Te rompo la cara, cornudo.

Y no lo puedo corregir. Tiene a quién salir, eh, Aldo se paró en una vidriera a mirar comidas, todas decoradas. Estaba fascinado como si nunca hubiera comido. Me dio indignación y le dije furiosa:

–¡No se miran comidas! ¡Se mira la ropa, revistas, pero no se emboba la gente mirando comidas!

En el momento parece entender pero después vuelve a las mismas. Él mira esas cosas. Otra vez me zamarrea del brazo y me dice:

–Mirá, pasó un trolo napolitano.

–Un gay, querrás decir.

–Es igual –dijo–. Te lo perdiste.

Y bueno, como te contaba, íbamos caminado por esas callecitas y ya no sabíamos ni por dónde andábamos, cuando unos nenes como de once años nos tiran huevos y aciertan lo más bien desde bastante lejos, huevos en la cabeza recién lavada, huevos en la camperita ICARO. Eran dos grupos, de frente y de atrás, porque me daba vuelta para ver de dónde venían los huevazos y ¡zas! A la cabeza por el otro lado. Y a ese chico mío le falta un piolín. ¡Se reía! Le faltaba un tranco de pollo para aliarse a los otros para ir a tirarle huevos a toda Nápoles. Me sacó de quicio. Le dije:

–¿Con quién estás, con ellos o con nosotros?

–¡Ufa! ¡Mamá!

Y como vi unos carabineros, los llamé a los gritos. Me miraron asustados, se ve que creían que había habido un crimen o algo así, y yo les conté por señas lo de los huevazos. Se rieron los estúpidos y uno dijo:

–Ah, es carnaval.

Yo lo hubiera insultado pero no sé el idioma y tardamos en volver al hotel, todos enchastrados, porque nos perdimos como diez cuadras, qué cuadras, como diez redondeles, porque si las calles de Nápoles fueran como deben ser, nos hubiéramos escapado lo más bien.

Y yo pensé: “No vine acá para lavar”. Y el agua de Nápoles, que es más bien baba, se mezcla con el agua del asqueroso huevo. Tenía ganas de llorar. Los dos zanguangos que tengo prendieron la televisión y se pusieron a ver el fútbol, que allá se dice calcio. Me daban ganas de tomarme un avión de vuelta, me acordé de la novela de allá. Después me tenés que contar cómo siguió. ¿Se casó con el rubio o con el delincuente? Bueno, terminó bien, por suerte. Una tarde perdida al cuete, pero al día siguiente fuimos a comprar unas camperas de segunda mano al mercatino de Nápoles, como me dijo una señora y también me dijo que tenga bien cerrada la cartera porque te afanan.

***

Salimos para el mercado y empezó la lucha para que se aseguren las carteras; otra desgracia, no. Y nos fuimos caminando a tomar el colectivo, así de paso mirábamos todo. Vos no sabés. Las ventanas de las casas dan directamente a la calle y ves todo lo que hacen dentro de las casas como si uno estuviera adentro con ellos. Ves si están en la cama, si abren la heladera, por una ventana vi un piano y arriba del piano había una canasta con fruta, se ve que les gusta la mezcolanza. Les gusta la mezcolanza en todo, porque al lado de la iglesia hay una pescadería y el pescadero levanta el pescado como si levantara un gato por las orejas y dice: “¡Mirate, mirate!”. Y otra vez Aldo embobado como si nunca hubiera visto un pescado. Y algunos que vi por la ventana ¡qué gordos son! Eso es malo para la salud. Y a los avisos fúnebres los pegan en las paredes, son muy grandes, los descubrió Leo (que eso lo supo leer) vino y me dijo:

–¡Mirá, ma, qué avisos más bocina!

Y yo siempre tratando de educarlo, que hay que respetar la diferencia, aunque en realidad ese tamaño... Pero cerca del micro había una cosa que me encantó, me sacó. Un pesebre amoroso, enorme, donde ponen al pescadero, al panadero, una bicicleta, todo hermosamente hecho; ahora habían puesto también a dos mujeres muy pintarrajeadas, que parecían putas, qué se yo. A mí me parece que a ellas no tendrían que haberlas puesto, no sé. Decime, ¿vendió el departamento Teresa? Qué iba a vender. Bueno, tienen micros muy buenos, en el micro iban varios negros, les dicen “extracomunitarios”. Se portan lo más bien, son de lo más educados. Uno iba vestido todo a la usanza de ellos y Aldo lo miraba, yo lo pellizqué porque no se debe mirar a las personas así; cuando uno va de viaje tiene que hacer como si todo fuera natural, natural. A ver si alguien te rompe el alma, además. ¡Y en el mercado venden zapatos preciosos, botas, camperas, vestidos, lo que quieras y ¡todo barato! En cada puesto se sube un hombre arriba de un banco y empieza a gritar: ¡Comprate, comprate! Y qué sé yo. Se debe subir para ver bien lo que pasa abajo, porque todo es tan rápido que te arrebatan las cosas de las manos. Yo fui a agarrar lo mismo que una señora y faltaba que me dijera: “Yo lo vi primero”. Tenés que arrebatar y llevar las cosas a un rincón, cosa que hice. Pero no tengo ayuda de ellos. Si le decís a Aldo: “Agarrá eso”, te dice: “¿Dónde?”. Y ya el otro te lo sacó. Ahora sí, los vendedores son de lo más amables hasta que te venden, después no te miran más, directamente te dan la espalda. Después nos sentamos en un café y Leo quería abrir todos los paquetes enseguida; unos paquetes de merda, con unos hilos de merda, íbamos a volver con todas las cosas colgando. ¡Me sentí tan bien en ese café! Empecé a soñar, pensar que estoy en Nápoles, quién lo diría, si me viera mi tía abuela que estoy acá, que ella era de cerca de por aquí. ¿De dónde era? No me acuerdo, y esa mujer tampoco contaba nada. Yo te digo: la próxima vez me voy sola, sin esos dos. Entonces pedí:

–Un cortato. ¿Cúanto costi?

Y Leo empezó:

–¡Pero ufa, mamá!

El mozo me miraba y no entendía (o se hacía el que no entendía) y Leo pidió bien. Como acá es todo con i con t, yo creía que estaba bien así. Para algo sirve ese chico. Te juro, voy a volver y me camino todas esas calles que van a la redonda.

***

El día que recorrimos la calle Toledo (que es como la Florida de ellos) tuvimos una agarrada. Leo quería ir a un ciber y Aldo no se vestía para salir: miraba la televisión. Él me manda siempre al frente a mí, no le dice nada a ese chico, viene a ser como un padre ausente, como dice el doctor Socinsky y me fui de boca, te digo que me saqué; le dije que siempre callado como era le iba a dar una úlcera, un stressazo o algo peor. Y a ese chico le falta un piolín porque me miraba todo sonriente y me decía: “Vos querés que le dé una úlcera”. Casi le doy un sopapo. Sabrá algo de italiano, no lo niego, pero le falta un jugador. Yo pensé: “Estoy sola en el bando” y otra vez me dieron ganas de tomarme el avión de vuelta. Es un decir, porque tenía tantas ganas de ir a la calle Toledo, que me olvidé del mal rato. Decime: ¿se mejoró la mamá de Adriana? Menos mal. La calle Toledo está llena de movimiento bajo ese cielo azul que no es como el de acá, es un celeste fuerte que te da vida, qué sé yo. Por empezar, la calle está llena de extracomunitarios, negros. Venden casi todos lo mismo: curitas y otros, relojes. Leo habló con uno que le contó que en África era príncipe. ¿Será? ¿Un príncipe por más africano que sea vendiendo curitas? Vaya a saber. Y había un rumano sentado en el suelo, vendiendo gatitos, nos quería vender uno divino pero no se puede llevar a la habitación. Dijo que sus hermanos habían emigrado a la Argentina y que él estaba ahí solo, con sus gatos. Y nos dio el nombre de un hermano que estaba en Rosario, si lo conocíamos. ¿Qué se creería él que es la Argentina? ¿Un pañuelo? Yo aproveché para decirle que la Argentina es muy grande, que nada que ver. Me acordé de lo grande que es la Argentina y me dieron ganas de recorrerla de arriba abajo. Y al lado del rumano había una vidriera con muñecas. ¡Qué! Nada que ver con las de acá. ¿Viste que no hay muñecas lindas acá? Allá cada una estaba vestida para algo distinto, la modelo caminaba por una pasarela, la esquiadora estaba en su cancha de esquí, la cocinerita en su cocina. Eso era un sueño. Cuando me paré a ver eso, Leo se metió en un ciber y no dijo nada. Ese día fuimos a buscar a Leo al ciber y no estaba y Aldo me ponía más nerviosa, me decía: “Ya va a aparecer”. Ese hombre tiene su tranco y nadie lo saca de él. Volví desesperada al hotel dispuesta a mover a los carabineros, al consulado y me di cuenta de cuánto yo quería a ese chico. Llegamos al hotel y estaba sentado en la cama cortándose las uñas de los pies. Lo hubiera matado. Y ahí dispuse que cada uno saliera solo por su cuenta y viera lo que se le dé la gana. Porque Aldo quería ver no sé qué catacumbas con lava de volcán y a mí no me van a meter bajo tierra: me da claustrofobia. Y si Leo quería pasarse la vida en el ciber, que la pase, además, habiendo tanto para ver sobre la tierra ¿para qué ver lo que hay abajo? Y él a la noche miraba y remiraba la guía turística, que me pone del tomate. Uno debe olvidarse de la guía. ¿Estar en Nápoles y perder tiempo mirando la guía? Bueno, que hiciera lo que quiera. Yo me puse a caminar, a recorrer todo alrededor. Me tomé un funicular (no sabía adónde llegaría, vieras qué emoción) y aparecí en un barrio rico, junto al mar, todas casas nuevas y en una agencia de viajes decía: “Excursión de fin de semana a Londres, doscientos dólares”. Fijate, van a Londres como nosotros vamos a Mar del Plata. ¡Doscientos dólares! No lo podía creer. Si yo hubiera ido sola, me iba a Londres. Después me consolé pensando que me faltaba tanto para ver.

***

Yo siempre fui muy sensible; las cosas me llegan muy adentro; vos sabés. Mientras caminaba y caminaba a veces pensaba: “¿Por qué me habré casado con Aldo?”. Si le preguntás si algo está rico te dice: “Se deja comer”. Y así todo. Y a ese chico que no le interesa nada, sólo el ciber. Ahí se hizo un amigo que era propiamente un ángel: ojos celestes, rulos, una carita de inocente. ¿Qué me encuentro? A los dos, en una plaza de la otra cuadra tirándoles piedras a los perros con un cañito que se habían fabricado. Eso, y que tardábamos mucho en encontrarnos cuando salíamos sueltos, me hizo tomar una medida: íbamos a salir todos juntos de nuevo. Como dice Antonio Kalina, a la familia hay que fortalecerla, hay que trabajar para la familia, todo lo que no crece se viene abajo. Y nosotros no estábamos creciendo como familia. Yo sí estaba creciendo, estaba madurando, pero la familia es como un animal: si una pata no camina, todo se viene abajo. Aparte tenía los pies llagados de tanto caminar, tampoco la pavada. Entonces a la noche, cuando sacó la guía, le dije que eligiéramos algún lugar para ir todos juntos. Leo enseguida:

–¡Ufa, mamá, no era que la guía es un incordio sin remedio!

–A veces sí. A veces no –le dije firmemente.

–¡Ufa!

Quería quedarse con Pier Paolo, el cara de ángel. Y lo llevamos arrastrado a la excursión de San Francisco de Asís. El camino era de no creerse, lleno de castillos de otros siglos, que el guía iba diciendo de qué época eran, aunque me parece que ni él mismo sabía muy bien. Una cantidad de castillos que no se puede creer. Cuando pasamos por uno negro, hermoso, que yo imaginaba que estaba habitado por los fantasmas de otros tiempos, Leo dijo fuerte:

–¡Qué castillo pedorro!

No dije nada para no hacerla más grande dentro del micro, pero también porque estaba atenta al guía –ese no era un guía ni nada parecido–. Hablaba castellano –es un decir–. Y decía que había vivido en Quilmes. Yo no le creí nada porque tenía pinta de preso regenerado. ¿O viste? Como también los alcohólicos regenerados, que tienen cara de salir de un lugar de encierro. Este decía así:

–Cuando a San Francisco le venían los calores, se tiraba al río por el fuoco que lo quemaba todo.

¡Habrase visto! ¡Cómo le van a venir los calores a San Francisco! A él, al guía le debían venir los calores y se tiraba al río. Con esa cara de chiflado que tenía. Ese no era un guía como debe ser. Un guía como debe ser debe saber más que la gente que lleva; pero me tuve que callar porque yo propuse ir. Y a ese guía lo deben haber puesto para que se gane unos pesos. ¿En qué otro trabajo lo iban a agarrar?

***

Yo siempre cuento la plata porque siempre creo que no me alcanza y cuando veo que me sobra me pongo contenta. No iba a lavar. Me mandé al mercatino a comprar unas cosas y la segunda vez estaba tan experta que cacé las ofertas de las ofertas. Ahí me fui sola, ellos son un lastre para comprar. ¡Qué distinto es todo del primer día en que uno llega y los ojos se van detrás de todas las cosas y después todo parece de lo más natural! Ya me había acostumbrado a lo que hacían detrás de las ventanas abiertas. ¿Una gorda mirando televisión? Y bueno, ma sí. ¿El vendedor de CD truchos en la calle? Ma sí, yo lo saludaba. Me parecía que yo había nacido allí. Me encantaba que no me tomaran por turista, que me miraran como local. Y pasé de vuelta por la calle Toledo, que la tenía tan junada como la Juan Bautista Alberdi de acá. Me acordaba la impresión que me hicieron la primera vez que los vi a unos rusos, dos chicas y un hombre más grande, dos chicas rubias tocaban el violín como para concierto y el varón las dirigía como si estuviesen en el Colón. Ellas lo obedecían en todo; esos en su tierra tocarían en un teatro. Las chicas estaban de lo más arregladitas. Antes me paraba para mirarlos, estaban todos los días a cualquier hora y pasaban un platito para las monedas; después no los miraba, pero pensaba que ellas no podían progresar ni salir de la calle porque el que hacía de director debía ser el cafisho de ellas. Pasé por una librería y estaba el librero en la puerta. Me dijo en castellano:

–¿Argentina?

¿Pero cómo se dio cuenta? ¿Tenemos la marca en el orillo? Al principio no me gustó nada. Claro, me vio los paquetes. Tampoco me gustó que me viera con esos paquetes mal hechos, porque era un hombre muy fino, hablaba castellano lo más bien porque vivió en la Argentina unos años. Ahora, un librero en la puerta... Yo no he visto eso. Me dijo que él tenía casa en Siena, donde todo era silencioso al máximo, pero él se mudó a Nápoles porque extrañaba el ruido y el movimiento de Nápoles. ¡Qué conversación! Sabía hablar de todos los temas. Ahora, a mí eso del ruido y el silencio no me cerraba, porque yo siempre oí decir en el programa El país de punta a punta cómo se amontonan todos en Mar del Plata, que se vuelve un lugar lleno de ruidos, habiendo tantos lugares llenos de soledad en la naturaleza donde no se escucha ni el volido de una mosca. No, eso no decía, era “Se escucha el silencio”. Y también en El país de punta a punta, decían que el silencio es superior al ruido, algo más elevado. ¿Y este hombre tan culto, rodeado de libros, prefería el ruido al silencio? Qué sé yo. Yo me había lavado la cabeza el día anterior y tenía los ojos bien; porque enseguida que me lavo la cabeza se me ponen los ojos chiquitos y opacos. Y tengo ese problema: o tengo el pelo limpio y los ojos chotos, o los ojos brillantes y el pelo comsicomsá. Yo tenía los ojos con brillo porque había caminado mucho y como el librero me hablaba y me hablaba, también me contó que en no sé qué fiesta de la Virgen, los varones se tiraban al mar todos vestidos, entonces pensé: “¿Este no querrá levantarme y me cuenta mentiras? Qué sé yo, a lo mejor en Nápoles levantan así, diciendo disparates. Y después me contó que grandes personajes, grandes escritores, se paseaban todo el tiempo por la via Toledo, y habían escrito casi todo sobre esa calle, sí, habían espiado un poco alrededor, pero uno, no me acuerdo cuál, se quedó todo el tiempo en su habitación y que igual escribió cosas sobre la ciudad. ¿Cómo? ¿Ese librero rodeado de libros me estaría mintiendo? Yo quería irme porque era la hora de comer y no sabía cómo cortarlo; pero también para que no me contara esas cosas que no hacían más que confundirme. Esos escritores que él nombraba no eran como decían ser. Un escritor estudia, investiga ¿y ahora resultaba que yo, que fui hasta primer año, recorrí más que ellos? No tenía gollete. Finalmente me fui como una dama, hice un gestito, una sonrisita, lo paré y entendió. Lástima que tuve que levantar esos malditos paquetes del suelo, porque las damas no levantan paquetes. Por el camino se le soltó el hilo a uno pero él no lo vio.

***

El día de la vuelta me sacaron de quicio. Aldo esperó hasta último momento para hacer la valija, la hizo mal, se la deshice y la tuve que hacer de nuevo. Acomodé todo bien; él ni se mosqueó; no le importa nada. Leo no se quería poner la campera, íbamos discutiendo por la calle como los tres chiflados. En el avión le dije a Leo:

–No pongas ese paquete arriba que se va a caer.

Pero lo puso igual; no sé qué llevaba ni me importó. Yo tenía bronca y no sabía por qué: no era por ellos. ¿Sería porque me iba de Nápoles? Por el camino al aeropuerto un mendigo revoleaba un sombrero como si fuera a despedir a alguien que tomaba un tren: y a mí me pareció que me despedía a mí. Un poco me emocionó, porque pensé que quién sabe si volvería; tanto que hablo yo de ir a todas partes caminando, recorriendo, que una vez tenía ganas de llegar a la Antártida y no se puede, no se puede. Les puse a ellos cara de “A mí nadie me hable” y de la bronca que tenía me olvidé del miedo al avión. Pero traté de bajar la bronca porque no debe ser buena para el vuelo, no lo ayuda. Cerré los ojos y se me representó el mendigo que saludaba con el sombrero, que era como si diese grandes abanicazos, después me acordé de cuando se tiraban todos al mar, vestidos, uno a uno se iban tirando, y también me acordé de cómo le echaban la leche al café, la tiraban desde lo alto, en círculos, como si cubrieran a una criatura. Y después me quedé dormida.