Un ensayo sobre tipografía - Eric Gill - E-Book

Un ensayo sobre tipografía E-Book

Eric Gill

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Beschreibung

Este no es un libro sobre tipografía y diseño. A Eric Gill no le interesa el aspecto estético de la tipografía, sino las letras en sí y su efecto en nuestras vidas. Porque las letras están hechas para ser leídas. Por tanto, digámoslo alto y claro: si Un ensayo sobre tipografía fuera apenas un mero manual sobre cursivas, serifas e interlineados, hoy, en estos tiempos en que lo digital se impone, su relevancia sería la de un reloj de sol. Pero conserva toda la vigencia del mundo, porque supone una atinada descripción de los peligros del trabajo deshumanizado y una defensa a ultranza del individuo creador, siempre enfrentado a los dos ritmos –el de la máquina y el del ser humano– que chocan una y otra vez en su día a día. Tan polémico como imprescindible, este ensayo de Gill sigue actuando como una metáfora inmejorable, porque su autor sabe que la tipografía encierra una historia paralela a aquella que ayuda a fijar sobre un soporte, y nos la brinda con una claridad arrolladora.

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Eric Gill

Un ensayo sobre TIPOGRAFÍA

PRÓLOGO Y TRADUCCIÓN DE Íñigo García Ureta

POSFACIO DE Juan Forn

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte.

© Del prólogo y la traducción, Íñigo García Ureta, 2022

© Del posfacio, Juan Forn. DR

© De esta edición, Trama editorial, 2022

Zurbano, 71,

28010 Madrid

Tel.: 91 702 41 54

[email protected]

www.tramaeditorial.es

isbn: 978-84-18941-96-2

Índice

«El sentimental jamás es el artista», Íñigo García Ureta

El tema

1. Composición de lugar y tiempo

2. Trazar letras

3. Tipografía

4. El grabado de punzones

5. Del papel y de la tinta

6. El lecho de Procusto

7. El instrumento

8. El libro

9. Pero ¿por qué trazar letras?

«Gill Sans», Juan Forn

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

El sentimental jamás es el artista

Comenzar a leer

Colofón

Notas

EL SENTIMENTAL JAMÁS ES EL ARTISTA

ANTES DE METERSE EN HARINA…

Antes de meterse en harina toca hacer tres apuntes.

Uno: el libro que tienes en las manos es un tratado clave de la tipografía de la era moderna y está escrito por uno de los grandes artistas británicos del siglo pasado. Un artista cuyos trabajos escultóricos están repartidos por toda Inglaterra, siendo tal vez los más importantes el viacrucis que hizo para la abadía de Westminster y las figuras que pueblan la fachada de la sede de la BBC en Portland Place, en el distrito londinense de Marylebone. Autor de varias familias tipográficas, alcanzó la fama con la Gill Sans –una tipografía de palo seco, deudora de la que Edward Johnston creó para el metro de Londres, y reconocible por las cubiertas clásicas de la editorial Penguin y por engalanar el logo de la BBC desde los años noventa–, que el museo londinense Victoria & Albert define como «el primer diseño tipográfico modernista británico».

Dos: suele ser habitual que al presentar una nueva traducción de un texto conocido el profesional al cargo critique con mejor o peor saña la obra de quienes le han precedido. Aquí toca ser sinceros: ningunear el esfuerzo ajeno es cutre, tan cutre como arramplar con la propina que dejó otro comensal. Por ello, te recuerdo que existe una versión de Álvaro Araque Herráiz de la que sólo puedo decir cosas buenas,1 y así esta nueva edición de Un ensayo sobre tipografía se justifica no para enmendar errores previos, sino para iluminar aspectos presentes en el original que, como pretendo aclarar en estas líneas, merecen y precisan de un nuevo intento.

Tres: puede afirmarse que la verdadera necrológica de Eric Gill no apareció tras su muerte el 17 de noviembre de 1940, sino el 2 de enero de 1989, fecha en que se publicó la biografía que Fiona MacCarthy2 escribió de él y donde revelaba una turbia vida sexual que incluía a sus hermanas, sus hijas e incluso su perro; conducta por la que, en palabras de la autora, hoy «habría ido derechito a la cárcel». Uno puede optar por pasarlo por alto, escudándose en la entelequia de que su vida privada influyó poco o nada en su quehacer como escultor o tipógrafo. (Aunque esto equivaldría a explicar la obra de un filósofo como Louis Althusser obviando que estranguló a su mujer; hablar de un político como Carlos Salinas de Gortari sin aludir al hecho de que de niño habría asesinado a una empleada doméstica; o departir sobre Top of the Pops –el programa musical estrella de la BBC– pasando por alto que Jimmy Savile, su famosísimo presentador, fue necrófilo y que sobre él pesan al menos 450 denuncias por abusos sexuales.) Es decir, uno puede mentir por omisión, pero ningún lector compra libros para que le mientan: para eso le basta con poner la televisión.

¿Significa esto que la obra de Gill queda desacreditada para siempre? De hacer caso a Fiona MacCarthy, responsable última de revelar el lado oscuro de Gill, el asunto no está tan claro. En un artículo de 2006, MacCarthy confesaba los sentimientos encontrados que experimentó a la hora de difundir la verdad sobre Gill:

Descubrir en los diarios de Gill esas entradas, tan minuciosas como ingenuas, donde recoge sus diversos escarceos y experimentos sexuales fue como darme de bruces con el tipo de revelación que cualquier biógrafo se moriría por difundir y, sin embargo, temería hacer. Yo era consciente de que con mi biografía iba a perturbar para siempre la percepción que el público tenía de Gill, como hombre devoto y como artista3.

Porque MacCarthy sabe que el conocimiento de la persona afecta a la visión de su obra. Dicho esto, también admite que fueron precisamente las contradicciones que veía en las piezas de Gill –a quien define como «un artista demasiado bueno y un polemista demasiado feroz e intrépido como para protegerlo o como para pasarlo por alto»–, y la misma omnipresencia de su obra –«En Inglaterra, casi todo el mundo tiene un Eric Gill a un tiro de piedra»–, las que la llevaron a interesarse por él: «En su obra se palpan las tensiones entre la carne y el espíritu: de hecho, fue eso mismo lo que me atrajo de Gill y me llevó a escribir su biografía crítica», confesará en el mismo artículo. Su experiencia nos interesa, porque de no ser por ella el mundo tal vez no habría conocido al Gill pederasta: es MacCarthy quien derriba el mito. Es ella quien acusa a la persona. Sin embargo, en 2009, dos décadas después de haber publicado su biografía y de haber puesto en evidencia al Gill incestuoso, católico y santurrón, MacCarthy seguía preguntándose qué hacer con él:

Cuanto mejor entendemos el alcance de sus abusos sexuales a menores más reprobable nos parece la moral personal de Eric Gill. ¿Qué hacemos con él? ¿Deberíamos, como se ha sugerido a veces, derribar su Vía Crucis de la catedral de Westminster? ¿Quitar a Próspero y a Ariel de la fachada de la BBC? ¿Demoler las docenas de bellos monumentos bélicos de los pueblos que conmemoran a los caídos de la Primera Guerra Mundial? O, mejor aún, ¿deberíamos estudiar con detenimiento la obra de un artista que tiene mucho que decirnos sobre los misterios de la experiencia humana?4

En el caso de que no haya quedado claro lo reitero: no es el propósito de esta introducción defender a la persona Eric Gill. Sin embargo, nos guste o no, la obra de Eric Gill sigue entre nosotros y todo intento por silenciar lo que nos disgusta de la herencia recibida –léase, por ignorar que el pasado son luces y son sombras– sólo fabricará ignorantes. Y como lectores sabemos la diferencia entre 1984 y el reality televisivo Gran Hermano.

«NO PIENSEN, POR FAVOR…»

Gill publica este ensayo en 1931 y lo revisa de nuevo en 1936. Un año antes (1935) Allen Lane ha sacado en Penguin la que se considera la primera colección moderna de libro de bolsillo, que vende a seis peniques, el precio de un paquete de cigarrillos, y que cambiará la industria del libro para siempre. Es el suyo un mundo radicalmente nuevo, pero que sin embargo hoy nos resulta asombrosamente arcaico, y no sólo en lo relativo al libro y a su papel en el debate social. En pleno siglo xxi nada nos impide modificar de un plumazo el tamaño, el interlineado y el tipo de letra de este ensayo, de leerlo en el mismo dispositivo móvil donde atendemos la llamada de una voz que desde el Guyarat o Valparaíso quiere vendernos un seguro de vida y que no parece del todo humana. De hecho, la mitad de las veces no sabemos con quién hablamos ni a quién leemos en ese nuevo espacio narrativo que son las redes sociales: nos cuesta distinguir a los bots de las personas de carne y hueso.

Tal vez por ello, con la cultura digital se ha renovado el interés por autores que lanzaron una mirada crítica al modo en que las máquinas condicionan nuestro tiempo y nuestro trabajo. Dos buenos ejemplos serían Thorstein Veblen y William Morris. Así, Morris nos atrae por su estudio de las consecuencias de mecanizar la producción: cómo ésta degrada al trabajador, al que convierte no en un sujeto responsable sino en algo que «ni tan siquiera es una máquina, sino apenas una mínima porción de esa máquina grande y casi milagrosa que es la fábrica»5. Por su parte –y en especial en la Teoría de la clase ociosa6, libro que Jorge Luis Borges seleccionó para su «Biblioteca personal»– Veblen se convierte en un paso obligado para estudiar las relaciones entre consumo y ocio que marcan nuestro día a día, desde el calendario escolar hasta el postureo en redes sociales o las «trabacaciones», denunciando entre otras cosas cómo habitamos un mundo donde la jornada laboral ha perdido cierta dignidad, pues a fin de cuentas vivimos en sociedades donde «la ociosidad es una manera de probar que se es rico».

En ambos casos observamos cómo aquellas palabras hoy centenarias siguen siendo relevantes. En la era digital nos hallamos inmersos en una revolución que, como la que tuvo lugar entonces, nos fuerza a repensar qué hacemos, cuánto tiempo dedicamos al trabajo y si en última instancia somos responsables de los frutos de nuestro esfuerzo o apenas una parte del engranaje que nos engulle. Por eso, en este ensayo, cuando desde los años treinta del siglo pasado Gill afirme que «[h]oy nos parece ridícula la idea de que un obrero normal y corriente […] esté orgulloso de algo más que de la mera habilidad y atención que se precisa para operar una máquina», no podremos evitar recordar aquel suceso de 2019, cuando el presidente de una empresa energética reprendía así a sus empleados: «No piensen, por favor, no piensen, ejecuten, ya piensan otros»7.

«LAS LETRAS SON LETRAS»

¿Contiene, entonces, este ensayo, una arenga de índole política oculta, que nos acecha desde asuntos como el ojo de la O, o el modo en que la serifa es connatural a la actividad del lapicida que cincela un nombre sobre la piedra? Para responder a esto, conviene empezar por hacer algunas aclaraciones sobre el lenguaje empleado. Así, he traducido lettering por «trazar letras» –de hecho, en las páginas que siguen se privilegia la voz «letras», frente a «caracteres»– para reflejar la variedad que persigue el autor, quien no habla sólo de las letras cinceladas en piedra o escritas con pluma, sino también de los tipos que graba un tipógrafo, las letras que garabatea un escolar y las que se imprimen a máquina con métodos tanto artesanales como a gran escala.

Fiel al original inglés, nuestra traducción del ensayo de Gill se presenta en bandera y con calderones [¶] para marcar los saltos de párrafo impuestos por el autor. Aquí cabe apuntar que, por mucho que en 2022 el salto de párrafo no se use tanto para comodidad de los impresores como para descanso del lector, la misma pervivencia de ese signo llamado calderón o antígrafo –desde su uso medieval hasta el contemporáneo en Microsoft Word– es una prueba más de esa afirmación del autor que reza que «mil ochocientos años después de la época de Trajano, y cuatrocientos años después de Enrique VII, seguimos usando esos caracteres latinos y casi de la misma manera»8.

Y así llegamos a ese «casi» que justifica las páginas que siguen. Porque a lo largo del ensayo Gill insiste en una tautología –«Las letras son letras»– que, como toda tautología, no es una mera afirmación redundante, sino que esconde un significado oculto. Y para llegar a dicho significado deberemos dar un pequeño rodeo.

EL ASPECTO MÁS IMPORTANTE

A Gill las letras no le interesan porque sean meras letras, sino porque reflejan los efectos de la tecnología en nuestras vidas. Como nuestro contemporáneo Jaron Lanier, cree que «el aspecto más importante de la tecnología es cómo cambia a la gente»9. (Eso sí, a diferencia de Lanier, Gill es un católico del siglo pasado y se expresa como tal, pero una vez que lo asumimos podemos hallar en su ensayo aspectos relevantes para los tiempos que corren.)

Porque si este libro fuera apenas un manual tipográfico hoy su relevancia sería la de un reloj de sol, pero su autor sabe que la tipografía siempre encierra una historia paralela a aquella que ayuda a fijar sobre un soporte. Y así, al igual que hoy hemos recuperado en digital viejas fuentes como la francesa Didot o la española Ibarra Real –frutos de un mundo preindustrial, desaparecidas al fundirse sus antiguos tipos móviles para fabricar balas–, así también podemos rescatar este texto para leer el mundo en que vivimos.

En este ensayo Gill no deja de denunciar eso que denomina una «notoria querencia por las medias tintas» y que se manifiesta en el hecho de que, contando con una tecnología capaz de producir objetos perfectos, nos emperramos en usarla para producir otros que imposten una imperfección propia de la mano humana. Hoy compramos pantalones «lavados a la piedra» y los adquirimos rotos –sus roturas y decoloraciones destinadas a impostar la «cualidad indefinible» que supuestamente adquieren los objetos con el paso del tiempo–, igual que en la época de Gill seguían vistiendo corbata ya fueran reyes, oficinistas o trabajasen en la metalurgia, «si bien en ninguno de estos oficios es preciso usar cuello o corbata». Igual que ellos construían tribunales de justicia neogóticos e imitaciones del estilo isabelino para fingir que el mundo no había cambiado, nosotros compramos fondos de cartón con la apariencia de una biblioteca para conectarnos por Zoom. En un mundo donde un algoritmo nos muestra el rostro que tendremos dentro de dos décadas, mientras predice de qué vamos a morir y nos sugiere qué leer entretanto, ¿es éste el uso correcto de la tecnología? En la era del libro electrónico, donde un solo artefacto del tamaño de la palma de la mano puede almacenar miles de títulos, ¿necesitamos acaso engañar a nuestros semejantes para que crean que contamos con una ingente cantidad de libros forrando las paredes de nuestra morada? ¿Tiene esto algo que ver con el tema del libro, léase, la tipografía?

Digamos que en todos estos empeños se delata un intento por volver atrás, por recuperar un estado de cosas anterior que se nos antoja agradable a la vista o tal vez más seguro. Es decir, en todo esto se advierte un intento por negar los efectos que la tecnología tiene en nuestras vidas. Así, al final del ensayo, Gill afirma:

Sometido en lo comercial a abundantes presiones y competencias, hoy todo lo relativo a la letra impresa está descontrolado, se ha vuelto loco. Ahora contamos con tantas variedades de letras como chiflados pueblan la tierra. Yo mismo soy culpable de diseñar cinco tipos diferentes de letras de palo seco, cada cual más gruesa y gorda que la anterior, porque cada anuncio tiene que intentar gritar más alto que el resto. […] Hoy las mismas máquinas se embrollan al incluir todo tipo de complicados mecanismos destinados a elaborar productos con la apariencia de cosas preindustriales. Pero no se puede retrasar el reloj, no nos es dado volver atrás. En cambio, tal vez podamos reconocer que ha pasado el tiempo.

Éste es uno de los grandes aciertos del ensayo que nos ocupa: su claridad a la hora de señalar cómo, dado que la tecnología cambia a la gente, también podemos usarla para averiguar en qué hemos cambiado y en qué no.

CELEBRAR LA VIDA

Gill se veía como un artesano. A diferencia de un trabajador que opera una máquina, él debía «pensar», pues era el responsable último de los objetos que producía y no «una simple herramienta, un diente más en un engranaje». A diferencia de quienes trabajan por cuenta ajena, cediendo horas de vida por una nómina, él no contaba con una jornada definida y por tanto no tenía «tiempo libre» en sentido estricto: para él, trabajo y vida no eran agua y aceite.

El efecto de la tecnología en sus obras era limitado. Sí, contaba con herramientas, pero éstas eran apenas un medio para la consecución de un fin, algo que explica muy bien cuando alude a la diferencia que media entre un artesano que imprime con una prensa manual y un operario que maniobra una prensa mecánica:

Cuando talla, un escultor no ve el martillo ni el cincel, sólo la piedra que tiene enfrente. De la misma manera, el impresor de una prensa manual puede dedicar toda su atención al entintado y a la impresión, y apenas verá la prensa. El contraste con la prensa accionada mecánicamente es abismal, pues en este otro caso el operario se olvida de su cometido y se limita a observar su herramienta.

Para Gill, además del lenguaje de la tecnología –aquel que refleja lo que cambia a la gente y que delata el paso del tiempo– hay también otro lenguaje, el del arte y la artesanía, el usado para aludir a todo aquello que celebra la naturaleza humana. En su caso, ese otro es el lenguaje de la religión y así, con frecuencia, le escucharemos hablar de lo «sagrado» o de la «santidad». Aquí no es preciso comulgar con ruedas de molino: nos vale con sugerir que por «sagrado» Gill no entiende algo cercano a Dios, sino algo hecho para celebrar la vida, y que dicha celebración de la vida se observa ante todo en los resultados que produce un trabajo meditado, hecho a conciencia. Así, al contraponer la tipografía mecánica a la manual, afirma:

La primera nos ofrece un artículo comercial perfecto en cuanto que práctico y cuya belleza radica, de forma accidental, en su misma eficiencia, mientras que la segunda nos brinda una obra de arte perfecta en cuanto que bella, y cuya utilidad radica, accidentalmente, en que puede ser tan práctica como un artículo comercial.

Es decir, la primera es perfecta porque se fabrica con métodos que ignoran todo lo que no tenga que ver con la finalidad a la que está destinada. Será útil siempre que no cambie su finalidad, igual que la galvanotipia supuso una mejora en la creación de tipos móviles que hoy, en plena fiebre digital, no tenemos en ninguna estima.

La segunda es perfecta porque todo en ella está pensado para celebrar a quien la disfruta, sea éste quien la imprime o quien la lee, quien la hace o quien la contempla. Y así, sin saber latín, nos es dado celebrar el mimo de una biblia medieval que no podemos leer, pero sí admirar, porque celebra el compromiso de quien la realizó por enaltecer, enriquecer y difundir el saber existente en el mundo que habitaba.

Ambas tienen un cometido y finalidad definidas, siempre y cuando no se confundan. Para ello, toca permanecer en el camino correcto sin desviarse.

LUCAS 21:19

En un mundo tecnológico, Gill se define como un artista y un artesano, alguien que se sabe responsable de lo que hace. Alguien que abraza los dictados de su trabajo hasta las últimas consecuencias, alguien que impone y obedece sus propios criterios. Esa responsabilidad le provocará un «sufrimiento» especial, que merece la pena comentar.

Antes de nada, aclaremos que al hablar de «sufrimiento» Gill está echando mano de otro lugar común de la religión. Así, en un capítulo elabora un símil donde compara a un operario (ese trabajador que «ni tan siquiera es una máquina» y al que se le exige que «no piense») con un conejo que ha caído en una trampa y a un artesano con un hombre clavado a la cruz. Ambos tienen algo en común: sufren. Pero su sufrimiento es de distinta índole, pues el primero apenas sufre una agonía física, mientras que el segundo, además del padecimiento de su cuerpo, experimenta también una agonía de orden espiritual, ante la cual no le queda otra que armarse de paciencia. Como el operario, el artista se arriesga a no comer si no desempeña bien su cometido, pero también a no dormir si no es fiel a sí mismo y a sus convicciones. Un operario puede hoy fabricar alfileres y mañana tuercas sin perder por ello un ápice de su identidad; sin embargo, un artista sólo puede ser él mismo en todo lo que hace. Trabaja hoy para ganarse la vida hoy, pero no le basta con eso. Busca asimismo que el mismo tiempo que todo lo destruye respete sus motivos y sus obras10.