INTRODUCCIÓN
Con frecuencia, se oye hablar de
la crisis profunda y, según el parecer de algunos, irreversible de
las Iglesias cristianas. Al menos en Europa occidental y, de una
manera inimaginable hace sólo unos pocos años, en los países de
tradición católica, esta constatación es un dato que ya no
sorprende a nadie. Después de largo tiempo de confrontaciones y
descalificaciones mutuas entre los contendientes, el último estadio
de una crisis acostumbra a ser una situación de «saturación
indiferente». En nuestro país, eso es lo que cotidianamente se
constata en relación con la Iglesia en segmentos cada vez más
amplios de la población, a pesar de los numerosos intentos que se
proponen y que revisten, en ocasiones, matices de «cruzada». Las
decisiones y advertencias de la jerarquía eclesiástica poseen una
incidencia mínima y, a menudo, inspiran fuertes dosis de
desconfianza no sólo entre la juventud, sino también en
contingentes cada vez más extensos de la población adulta. Esta
desconfianza se pone de manifiesto ante cuestiones tan
fundamentales y controvertidas como, por ejemplo, el aborto, el
divorcio, el papel de la mujer en la Iglesia, la clase de religión
en la escuela, la eutanasia o las parejas de hecho. [1] Debería tenerse muy en cuenta la opinión de un
pensador tan sagaz como Alfred Schütz, quien señalaba, hace ya
muchos años, que la «ruptura de la confianza», tanto en el ámbito
individual como en el colectivo, constituía el síntoma más
indicativo del estado crítico de una sociedad o de un grupo humano.
En esta misma línea de pensamiento, Zygmunt Bauman apuntaba
recientemente que «el mundo actual parece conspirar contra la
confianza». [2]
En el momento presente, resulta
casi imposible la repetición del sangriento conflicto entre el
Estado liberal y la Iglesia que tan negativamente irrumpió en el
siglo XIX y las primeras décadas del XX en la vida de nuestra
sociedad a través de espantosas guerras (in)civiles, y que, a nivel
religioso, económico y político, ha sido determinante para la
convivencia de los diferentes pueblos de España. [3] En la actualidad, al contrario de lo que
aconteció en el siglo XIX y los primeros treinta años del siglo XX,
la Iglesia no inspira pasión, sino indiferencia y ciertas dosis de
sarcasmo. Sí, no nos cabe la menor duda, la fe cristiana se
encuentra en una situación sumamente crítica a causa, en gran
medida, de la propia historia de la Iglesia. En Europa,
prácticamente desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial
(1945), se está produciendo un importante proceso de
desconfesionalización. Esto implica una pérdida o, al menos, un
profundo debilitamiento de los perfiles doctrinales de las antiguas
ortodoxias confesionales (catolicismo, luteranismo, anglicanismo,
calvinismo, etcétera) surgidas de la gran crisis político-religiosa
del siglo XVI, las cuales, por acción o por reacción, han sido
factores de excepcional importancia para la configuración de las
sociedades europeas modernas. [4]
Porque toda modernidad convierte
el pasado (la tradición) en problemático, creemos que es muy
importante apercibirse de que, hoy en día, tal vez como
consecuencia del cansancio generalizado que se observa en
casi todos los sectores de la cultura europea, tiene lugar una
profunda mutación de las referencias éticas y una disgregación de
los vínculos y controles sociales tradicionales. En esta situación
y en términos generales, la adhesión religiosa se ha convertido,
casi sin excepción, en una elección personal. Como apunta Danièle
Hervieu-Léger, «los individuos se determinan religiosamente en
función del interés personal que pueden encontrar en esta elección,
ya sea en términos de bienestar psicológico, ya sea en términos de
racionalización simbólica de sus condiciones de existencia».
[5] Actualmente, el problema más espinoso que se
presenta a las instituciones de las religiones históricas no es la
crítica a unas determinadas doctrinas teológicas, tal vez extrañas
a la cultura moderna y alejadas de ella, ni tampoco su ocasional
autocrítica (a menudo amarga y sin resultados concretos) ante la
indiferencia cada vez mayor que las rodea. La dificultad más grave
a la que tienen que hacer frente es que, en estas últimas décadas,
se han implantado de manera casi general unas formas concretas del
creer que han introducido una dinámica de actitudes y de
circulación de signos religiosos que entra en flagrante
contradicción con los estilos y maneras de gestión tradicionales de
la memoria autorizada. [6] Hace más de cuarenta años que Michel de
Certeau ya constataba que, en realidad, la ruptura que había tenido
lugar en el seno de las instituciones eclesiásticas consistía en el
alejamiento cada día mayor entre su decir y su hacer, entre las
palabras y las obras, entre la proclamación de unos «principios
generales» y las praxis cotidianas. [7]
Por su parte, Falk Wagner apunta
que, como consecuencia de la pérdida del mundo por parte de las
Iglesias cristianas, la religión se ha convertido en una cuestión
de «autotematización» (Selbstthematisierung) individual en
la que los criterios y normativas emanados de las instituciones
eclesiásticas intervienen cada vez menos en la articulación de la
existencia de los creyentes. [8] En las sociedades modernas, conformándose a
las pautas instituidas por la atomización del universo de las
representaciones, los grupos religiosos se han transformado en
frágiles «asociaciones de voluntarios» cuyas señales de fábrica
son, debe añadirse, una psicologización y un individualismo
profundos, y que, con una relativa frecuencia, se centran en «lo
terapéutico». [9] En este contexto, creemos que con razón, se
puede hablar de una «diseminación del cristianismo». [10] Por lo general, en nuestros días, el creer
religioso se reduce progresivamente a unas construcciones
ideológicas y simbólicas, con infinidad de rostros y apariencias,
que son el resultado de la libre combinación de los conceptos e
imágenes heredados de las religiones tradicionales, de los tópicos
modernos impuestos por los medios de comunicación, de la
realización personal («cultura del yo») y de la creciente movilidad
que es propia de la omnipresencia social y cultural del
individualismo. [11] En los años sesenta y setenta del siglo XX,
con el advenimiento de lo que Jean Baudrillard denomina la
«modernidad psicológica», se inició el desmoronamiento del edificio
religioso tradicional y la implantación cada vez más extendida de
la «religión a la carta», acorde con las necesidades y preferencias
del propio yo, sus conflictos personales, sus intereses privados,
su autonomía e, incluso, su inconsciente. [12] Richard Rorty mantiene la opinión de que «la
línea de pensamiento común a Blumenberg, Nietzsche, Freud, Proust,
Bloom y Davidson como descripciones del tiempo moderno sugiere
que intentamos llegar a un punto en el que ya no veneramos
nada, en el que nada tratamos ya como a una
cuasidivinidad, en el que tratamos todo nuestro lenguaje,
nuestra conciencia, nuestra comunidad como producto del tiempo y
del azar». [13]
A pesar de la incontestable
actualidad y profundidad de la crisis de la Iglesia (de las
confesiones cristianas), que afecta muy especialmente al
cristianismo europeo (católico y protestante), no creemos que, en
relación con el mensaje cristiano, la crisis de lo eclesiástico sea
el aspecto más preocupante del momento presente. La crisis de la
Iglesia es consecuencia directa de la crisis actual de la
imagen de Dios. Ya en los años veinte del siglo XX, Max
Weber, después del trauma de la Primera Guerra Mundial (1914-1918),
manifestaba que «nos ha tocado vivir en un tiempo que carece de
profetas y está de espaldas a Dios». [14] Mucho más recientemente, Peter Hünermann
afirmaba que, en Europa, «Dios se ha convertido en un extraño en
nuestra propia casa». [15] Pero no sólo eso, con mucha frecuencia Dios
también se ha convertido en un extraño en su Iglesia. [16] Escribe Giuseppe Ruggieri:
La hipótesis que
sustenta un discurso verosímil sobre la extrañeza de Dios en su
Iglesia es que no sólo por parte de algunos pensadores, sino como
componente de la conciencia general, ha madurado una representación
de las relaciones humanas que se fundamenta en otra valoración de
la alteridad sexual, cultural, religiosa, etc. Esa nueva valoración
hace posible, por un lado, una comprensión más profunda del Dios de
Jesucristo y, por el otro, pone al descubierto una insuficiencia
«jurídico-teológica» de la comprensión que tiene la Iglesia de sus
relaciones con el otro. Es esta insuficiencia jurídico-teológica de
la Iglesia en sus relaciones con el otro la que provoca la
extrañeza de Dios. Dios, sin embargo, conserva «su» derecho.
[17]
Es un dato evidente que, en la
modernidad, ha tenido lugar un giro copernicano: el Dios dado por
supuesto de la cultura occidental se ha convertido en un Dios
extraño, ajeno, distante, lejano y, para muchos, incluso
inexistente. [18] No puede olvidarse que «la modernidad ha
socavado todas las certidumbres que se daban por sentadas. Y lo ha
hecho no sólo debido a los avances de la ciencias y la tecnología,
sino también debido a la pluralización del entorno social moderno».
[19] A renglón seguido es conveniente añadir que
el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios y Padre de Nuestro
Señor Jesucristo, un Dios de vivos y no de muertos, no se
identifica en modo alguno con la figura extática y determinada
a priori mediante una serie de atributos que antaño nos
fue impuesta como familiar y cercana y que ahora se ha convertido
en extraña y lejana. [20] Jean-Louis Viellard-Baron afirma que, «en
Occidente, la ausencia de referencias a un Dios personal parece
caracterizar las tendencias religiosas del hombre actual».
[21] Con su agudeza, entre irónica y nostálgica,
Cioran anota: «Mientras más se alejan los hombres de Dios, más
avanzan en el conocimiento de las religiones». [22] Éste es el juicio que emite el pensador
franco-rumano sobre la situación religiosa del momento presente, en
el que parece como si las religiones «postaxiales» estuvieran
imponiendo una sensibilidad religiosa que se desvía cada vez más
del primado religioso, político y social del monoteísmo
judeocristiano. Por su parte, con grandes dosis de realismo, Johann
Baptist Metz ha puesto de manifiesto un punto de vista que
compartimos plenamente:
Por supuesto que
hoy en día existe una especie de crisis general de la Iglesia, de
hastío de la Iglesia. Pero esa crisis, por importante que sea, me
parece secundaria. De lo que se trata hoy, a mi juicio, es de algo
mucho más profundo, de una especie de «crisis de Dios». Quizá
también podría hablarse de una especie de hastío de Dios. Crisis de
Dios por así decir en una época de actitud positiva hacia la
religión. [23]
Parece como si la confesión de
Dios y la teología, por un lado, y la realidad de este mundo, por
el otro, siguiesen caminos cada vez más divergentes y opuestos
entre sí. Tal vez sea conveniente recordar aquí la paradójica y, al
menos en parte, exagerada observación de Karl Löwith a propósito de
los procesos de secularización desencadenados en el Occidente
teóricamente cristiano:
La historia
moderna tiene unos orígenes cristianos y unas consecuencias
anticristianas. Ambos aspectos derivan del éxito mundano del
cristianismo y también del hecho de que no consiguió convertir al
cristianismo al mundo como mundo [...] La totalidad de la historia,
moral y espiritual, social y política, de Occidente es, de alguna
manera, cristiana, y, sin embargo, mina al cristianismo justamente
por el hecho de que aplica principios fundamentales
(Grundsätze) cristianos a los asuntos de este mundo. La
descomposición del orbis terrarum es en todas partes obra
del Occidente cristiano. [24]
La actual «crisis de Dios»
resulta tanto más difícil de analizar e interpretar por cuanto ha
irrumpido en una atmósfera religiosa muy distendida, en medio de un
«retorno de lo religioso» sumamente amigable o, como señala Metz,
en «una época de religión sin Dios cuyo lema podría ser: religión
sí, Dios no, teniendo en cuenta que este "no" no tiene un alcance
categórico como el del gran ateísmo». [25] Al contrario de lo que sucedía hace sólo unas
pocas décadas, «lo religioso», con su manifiesta y profunda
ambigüedad, se halla diseminado en nuestra sociedad con mil rostros
y manifestaciones. Con relativa facilidad, puede observarse en ella
tan secularizada, según la opinión de muchos una notable
expansión de una religiosidad invisible o difusa
que prescinde de las mediaciones de las instituciones religiosas
especializadas, que antaño fueron los únicos intermediarios
reconocidos entre Dios y los hombres. [26] Por eso creemos que lo que ahora
realmente está en crisis es el Dios cristiano. [27]
Parece que, en el momento
presente, se está produciendo una situación que no tiene
precedentes próximos en nuestra cultura. Nos referimos a la
separación, cada día más tajante, entre la «cuestión de Dios» y la
«cuestión de la religión». [28] Históricamente, en Occidente, para bien y
para mal, ambas cuestiones han aparecido juntas o, al menos, han
mantenido relaciones muy estrechas, puesto que la religión era
considerada casi sin excepciones como la intermediaria estructural
(religare), histórica (relegere) y confesional
(reelegere) entre Dios y el ser humano. [29] En contra de lo que, por parte de muchos, se
pretendía en los años sesenta y setenta del siglo XX un Dios (una
fe, un cristianismo) sin religión, en la actualidad sucede
exactamente lo contrario. Se busca con ahínco, al margen de Dios o,
al menos, al margen del Dios de la tradición judeocristiana, una
religión «a la carta» cuyo destinatario último es el mismo ser
humano, sus estados emocionales, su afán descontrolado e impaciente
de vivencias, su inapetencia social. Sin exagerar, podría decirse
que la orden de Yahveh a Abrán: «Vete de tu casa, de tu parentela y
de la casa de tu padre, a la tierra que yo te indicaré» (Gn 12, 1),
para muchos, se ha transformado en esta otra: «¡Vete a tu interior,
desciende hasta las profundidades de tu mismidad y no te preocupes
de nada más!». [30] Lo esotérico sin el complemento ético es la
religión sin Dios y sin comunidad; es la religión que tiene un solo
fiel «este» hombre o «esta» mujer y posee una sola finalidad: la
respuesta a la pregunta narcisista: ¿cómo me encuentro? [31]
Según nuestro parecer, más que
las respuestas, lo que constituye el meollo de la cuestión
de Dios es la pregunta. Una pregunta insistente, inscrita,
a menudo dramáticamente, en las profundidades de ese ser finito con
apetencias de infinito que es el hombre, cuyas respuestas,
positivas o negativas, siempre se hallarán afectadas por la
provisionalidad que lo caracteriza. Porque este extraño ser que,
según la feliz expresión de Rainer Maria Rilke, siempre se
encuentra despidiéndose, nunca podrá dejar de interrogarse sobre de
dónde viene y a dónde se encamina: ¿hay alguien que nos espera en
la otra orilla del río? (Unamuno), ¿se reduce el conjunto de la
existencia humana al azar?, el ser humano, ¿está completamente
abandonado a su suerte? En un tiempo de banalización creciente de
lo humano, la persistencia, la tozudez de los interrogantes
fundacionales del ser humano, al margen del contenido de las
respuestas, también muestra la seriedad con que se ha de plantear
la existencia humana más allá de los tópicos y las modas de nuestro
tiempo. Con suma lucidez y, creemos, con razón, George Steiner ha
escrito que
la cuestión de
la existencia, de la posibilidad de concebir o de negar a Dios, sea
cual fuere el modo en que uno se aproxime a ella, garantiza la
seriedad de la mente y del espíritu. [32]
Haciéndose eco de una profunda
reflexión de Kierkegaard, Claudio Magris ha puntualizado que, en el
momento actual,
la pérdida de
Dios, o sea de un valor central, transforma el tiempo en una
uniforme monotonía ignorante de un fin y transforma todos los
sentimientos en melancolía, en el indefinido luto por la pérdida de
algo que no se puede ni tan siquiera identificar. [33]
Tal vez la pérdida o, al menos,
el ocultamiento de «ese algo» no identificado sea un rasgo muy
característico de la cuestión de Dios en nuestros días. Las
supuestas demostraciones apologéticas de otro tiempo sólo
convencían a los ya convencidos, eran piruetas verbales que no
poseían ninguna eficacia y, con frecuencia, sólo servían para
rebajar el misterio del Dios inefable a la categoría de un
vulgar «problema».
A pesar de esa falta de
incidencia existencial de las «demostraciones» de Dios, por no
hablar de su carácter ficticio y casi grotesco, en determinados
momentos sabemos o, al menos, intuimos que nos falta algo
sustancial e irrenunciable, aunque no conocemos con una mínima
precisión de qué se trata ni qué fisonomía tiene ni dónde se
encuentra. Con frecuencia, ya no es una situación más o menos
activa que, en un pasado bastante próximo, culminó con la «muerte
de Dios» con las numerosas versiones que de ella se han hecho en
la historia de la cultura occidental, sino que nos encontramos
ante una «melancolía» indefinible y ante un «indefinido luto»,
racionalmente inexplicables, causados por la desaparición de una
presencia ciertamente ambigua que, en otros tiempos, había sido
causa, en muchas ocasiones, de sentimientos de culpa y
autoacusación, y, en otras, de seguridad y sosiego. Con harta
frecuencia, a pesar de las innumerables proclamas que afirman con
rotundidad (y una lógica, a menudo, algo sesgada) que Dios se ha
convertido en algo superfluo e impropio de quien, abandonando
definitivamente los sueños infantiles y las esperanzas vanas, ha
alcanzado la «mayoría de edad» (sapere aude!), la
nostalgia de Dios y la conciencia de una pérdida que provoca
incertidumbre y una cierta añoranza afloran en nuestros sueños
nocturnos y diurnos, provocando incluso estados de profunda
pesadumbre y zozobra.
En 1974, Michel de Certeau
aventuraba que nos acercábamos al final de lo que él denominaba
«cristianismo objetivo», que, con distintas variantes y
modulaciones, se había convertido durante muchos siglos en la
«religión de Europa». Con esta hipótesis quería poner de manifiesto
que la articulación estructural entre la experiencia
personal del creyente y la experiencia social de
la comunidad, a través de un «cuerpo de sentido» que había sido la
Iglesia, dejaba paulatinamente de ser la «norma» y la «normalidad»
de la vida cristiana. [34] Después de treinta años, esta opinión ha
llegado a ser una certeza que muy pocos ponen en duda. En el día a
día de personas y grupos humanos, un lenguaje inarticulado, cuya
capacidad de comunicación es esencialmente de carácter poético y
emocional, ha sustituido a aquel lenguaje minuciosa y jurídicamente
regulado y controlado que regía la existencia de los cristianos de
antaño. La «libertad lingüística» constituye una de las
características más notables del cristianismo de nuestro tiempo y
va acompañada como no podía ser de otra manera por una «distancia
ética», cada día más intensa y extensa, respecto a las normativas y
regulaciones propuestas por la jerarquía eclesiástica.
Evidentemente, no puede sorprender a nadie que ese extenso e
intenso desajuste lingüístico-ético repercute en la articulación de
las imágenes de Dios de nuestros contemporáneos.
La consecuencia de la
contraposición entre un Dios explícito, afirmado
mecánicamente por los sistemas eclesiásticos («cristianismo
objetivo») y rechazado más o menos enfáticamente sobre todo en el
ajetreo de la vida cotidiana por una gran mayoría de creyentes, y
un Dios implícito, cuya presencia se manifiesta a menudo
en forma de ausencia y se afirma, casi de incógnito, con la ayuda
de variopintas formas y figuras, es que la cuestión de la
«decibilidad» de Dios se nos presenta, actualmente, con semblantes,
perfiles y en contextos histórico-culturales que tienen escasos
precedentes en nuestra cultura. No cabe la menor duda de que las
espantosas calamidades del siglo XX han contribuido poderosamente a
problematizar radicalmente el discurso sobre Dios y sus imágenes,
dando lugar, por un lado, a posiciones a-teas en relación
con la imagen de Dios ofrecida por la «religión oficial» y, por el
otro, a la búsqueda de nuevas deidades en universos religiosos no
cristianos o en las múltiples herencias de universos cristianos
tradicionalmente calificados de heterodoxos. En una sociedad
inmersa en un profundo proceso de desinstitucionalización, y como
consecuencia del «imperativo herético» (Berger) al que, a gusto o a
disgusto, nos vemos sometidos, parece como si la «modernidad» y
debe decirse que se trata de un término máximamente ambiguo y
fluctuante, con un ímpetu cada vez más acusado, nos obligara a
todos a ser «herejes», a mantenernos constantemente en un estado de
elección, a ser «consumidores» compulsivos de ideas, artefactos,
religiones, gastronomías, etcétera.
Siempre será una cuestión
abierta el conocimiento y la valoración del contenido real de lo
que negamos cuando rechazamos la existencia de Dios, y de lo que
afirmamos cuando positivamente nos inclinamos por su existencia.
Con gran seriedad, Ernst Bloch acostumbraba a decir que él era ateo
a causa de Dios. En cualquier caso, creemos que, en la actualidad,
los metalenguajes sobre Dios dan muestras de agotamiento y
provocan una desazón y un hastío muy inquietantes. Esto significa
que el recurso nada nuevo, por cierto a «historias», poesía,
plegarias y cánticos tal vez sea la gran posibilidad para que Dios
deje de ser un extraño en su propia casa y vuelva a ser una
presencia cordial y entrañable.
A pesar de la innegable
polisemia del término, es evidente que actualmente, en nuestro
país, las profundas secuelas del individualismo se dejan
sentir con una intensidad desconocida hace sólo unos treinta años.
[35] En un pasado bastante próximo, el «Dios
común» «quod omnes Deum nominant» «a quien todos llaman Dios»
(Tomás de Aquino, STh I, q. 2, art. 3), afirmado o rechazado, era
el patrimonio social e, incluso muy a menudo, psicológico de la
mayoría de los habitantes de un determinado territorio; constituía,
al margen de las creencias personales de cada individuo, el
fundamento de una especie de «alianza externa» entre Dios y la
sociedad que, al menos teóricamente, servía para legitimar el
statu quo imperante. [36] Ahora, sin embargo, el «Dios común» de la
cultura occidental también sufre las consecuencias del
individualismo. En los países de tradición católica, ese giro,
acaecido con una sorprendente velocidad, representa un cambio de
perspectiva muy importante, que tiene como consecuencia un
«politeísmo práctico informal». Tal vez como resultado más o menos
directo de las Reformas protestantes, hace ya mucho tiempo que en
los países de tradición anglosajona esa situación posee una cierta
normalidad. Por ejemplo, Thomas Paine (1737-1809) afirmaba: «My
mind is my church», y Thomas Jefferson (1743-1826), un excelente
ejemplar del individualismo religioso y uno de los grandes
artífices de la constitución de los Estados Unidos, apuntaba: «Yo
mismo soy una secta». Por ello, en el momento presente, al margen
de las antiguas divisiones confesionales, creemos que puede
afirmarse que «el espíritu individual se ha convertido en el templo
del moderno politeísmo». [37]
En este estudio nos proponemos
aproximarnos a la actual problemática en torno a la cuestión y a la
imagen de Dios. Creemos que esta problemática no sólo afecta al
cristianismo en sentido estricto, sino que, de una manera u otra,
también repercute en todas las transmisiones que deberían llevar a
cabo las «estructuras de acogida» y, consiguientemente, en los
otros ámbitos de la vida pública y privada del ser humano. La
aproximación que ofreceremos a la cuestión de Dios en la actualidad
no es teológica en sentido convencional, sino que nos hemos
decidido por llevar a cabo unos planteamientos que tal vez podrían
ser designados con el nombre de interdisciplinarios. Reconocemos
que nos interesa muy especialmente el contexto por la
sencilla razón de que es determinante para el correcto
planteamiento de los interrogantes mayores las cuestiones
fundacionales que atañen a la existencia humana y, por tanto, a la
cuestión y la imagen de Dios. Aplicaremos la metodología
antropológica que hemos venido utilizando en numerosos estudios
anteriores, no porque creamos que es la mejor, sino porque es la
única con la que nos movemos con cierta facilidad. [38] Estamos convencidos de que, en el momento
presente, es muy urgente, a causa de su enorme importancia
antropológica, rescatar la cuestión de Dios del marco de la
teología convencional que, con honrosas y a menudo heroicas
excepciones, se ha limitado a ser un agente para la «reproducción
del sistema».
En último término, lo que nos
ha movido a emprender este estudio, cuyas enormes dificultades de
todo tipo no es necesario mencionar, es el firme convencimiento de
que, en la situación actual, como consecuencia de un estado de
cosas cuyo origen cabe situar como mínimo en los comienzos del
siglo XIX, el Dios de Nuestro Señor Jesucristo se encuentra
secuestrado y, con harta frecuencia, reducido a un ídolo
cualquiera. «Una idea o teoría de Dios puede convertirse fácilmente
en un sustituto de Dios, e impresionar a la mente cuando Dios como
realidad viviente se halla ausente del alma.» [39] Porque creemos que, en nuestros días, el
cristianismo, a pesar de Auschwitz, de Hiroshima, de los
gulags soviéticos y de todas las innumerables calamidades
y horrores del siglo XX, continúa siendo no sólo una oferta válida,
sino propiamente irrenunciable, nos hemos decidido a pergeñar un
texto que no se limite a expresar nuestras numerosas dudas y
perplejidades, sino que también ofrezca un testimonio de esperanza,
teniendo muy en cuenta las luminosas palabras de la poetisa alemana
Gertrude von Le Fort: «La auténtica esperanza siempre se encuentra
junto a la desesperación». Para un ser contingente y falible cual
es el hombre, los cambios culturales no representan simples
modificaciones en la mise en scène de la existencia
humana, sino que son factores que, en cada aquí y ahora, inciden
directamente en la configuración y actualización de lo humano y,
evidentemente también, en el diseño histórico-cultural que
intentamos articular del Absoluto, el Indisponible, el
Omnienglobante, para utilizar terminologías diferentes y, al menos
hasta cierto punto, equivalentes. Muy a menudo y en contextos
diversos hemos puesto de manifiesto que para el ser humano no
hay posibilidad extracultural. Esta afirmación es
especialmente relevante en relación con la imagen de Dios. En
efecto, ésta expresa en términos históricos y culturales el deseo
estructural de infinito que se esconde en el cor inquietum
del ser humano. Acto seguido, sin embargo, debe advertirse que lo
cultural, imprescindible e irrenunciable como es en cada aquí y
ahora para la humanización a menudo también para la
deshumanización del hombre, no pertenece al ámbito de lo que es
definitivo y plenamente realizado porque «lo cultural» también se
halla siempre o debería hallarse en contacto directo con la
trans-gresión, con la posibilidad inherente a la condición
humana de superar los límites, de ir más allá de cualquier «más
allá» estabilizado a priori. Como es manifiesto, lo
cultural establece lo que, en cada momento histórico, se halla
disponible para el ser humano concreto. Dios, en cambio, es
radicalmente indisponible, aunque libremente y en eso consiste la
inenarrable paradoja cristiana se haya puesto a disposición de los
humanos mediante la encarnación de Jesucristo. Su aparición en la
carne humana, en lo que histórica y fácticamente tiene de dato
cultural, geográfica y caracterológicamente condicionado, es
irrepetible, es un hito fijado definitivamente en el largo camino
histórico de la humanidad: se halla situado en una
espaciotemporalidad específica, veinte siglos alejada de nosotros.
Históricamente, la imagen de Dios que se desprende de los
acta et passa Christi y sus múltiples empalabramientos
posteriores también dependen de las posibilidades culturales,
lingüísticas y políticas de un tiempo y un espacio que no son los
nuestros. Existencialmente, sin embargo, creemos que aquel
hecho único y determinante para la posterior historia de la
humanidad continúa acaeciendo y manifestando su eficacia salvadora
en el aquí y ahora que nos cabe en suerte vivir. El empalabramiento
actual de la encarnación, es decir, del propter nos et
propter nostram salutem de la obra salvadora de Cristo, se
encuentra íntimamente vinculado, tal como ha sucedido siempre, a
las ambigüedades y los recursos expresivos y axiológicos de la
cultura actual. [40] Lo mismo puede decirse de la imagen de Dios,
que en el cristianismo, en cada aquí y ahora, debería configurarse
no como una elaboración aséptica y desapasionada realizada por el
pensamiento con «regulación ortodoxa» (Deconchy), sino a partir del
empalabramiento presente de la encarnación del Hijo de
Dios en las variadas y, a menudo, horripilantes historias de los
hombres y mujeres de nuestro tiempo.
En una obra fundamental y
excepcional una «protohistoria de la modernidad catastrófica»
(Zamora), que tenía como trasfondo los horrores y la bestialidad
del nacionalsocialismo, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno
analizaron con rigor y sin concesiones el impacto negativo que, a
partir de la Ilustración, la «razón instrumental» había tenido en
las diferentes esferas de la cultura occidental. Resulta harto
evidente que la religión, al menos en Occidente, también ha
experimentado profundamente el «recorte instrumental de la razón»
(Zamora). [41] En efecto, con suma frecuencia, la religión
oficial en nuestra cultura, el cristianismo, abandonando los
momentos de protesta y resistencia frente a una inmanencia en
crisis (Höhn) y a una realidad lastrada por la injusticia y la
humillación de la mayoría de la humanidad, se ha limitado a
asegurar el equilibrio anímico y social de quienes aún mantenían,
tal vez por comodidad, apatía y, en el peor de los casos, cinismo,
ciertos «comportamientos religiosos». [42] George Steiner afirma:
a menos que yo
lea de manera errónea la evidencia, la historia política y
filosófica de Occidente durante los últimos 150 años puede ser
entendida como una serie de intentos más o menos conscientes, más
o menos sistemáticos, más o menos violentos de llenar el vacío
central dejado por la erosión de la teología. [...] La
descomposición de una doctrina cristiana globalizadora había dejado
en desorden, o sencillamente había dejado en blanco, las
percepciones esenciales de la justicia social, del sentido de la
historia humana, de las relaciones entre la mente y el cuerpo, del
lugar del conocimiento en nuestra conducta moral. [43]
Tal vez no vaya desencaminado
Steiner cuando afirma que, ahora mismo, nos encontramos plenamente
sumergidos en una época de epílogo, de «post-palabra», de
«ausencia de los dioses», de incapacidad para empalabrarlos
[44] y representarlos. Dicho esto, también
conviene tener presente que «donde la presencia de Dios ya no es
una suposición sostenible y donde Su ausencia ya no es un peso
sentido y, de hecho, abrumador, ya no pueden alcanzarse ciertas
dimensiones del pensamiento y la creatividad». [45] No es improcedente la suposición de que, con
frecuencia, el olvido y, en muchos casos también, la imposibilidad
de formular la pregunta acerca de Dios constituyen el núcleo de las
fugaces y, con frecuencia, banales manifestaciones culturales de
nuestros días. Esta situación tiene una contrapartida con
consecuencias estremecedoras para lo humano en general y para lo
religioso en concreto: la quiebra de la metáfora, de los lenguajes
elusivos, de la tensión creadora entre lo que se dice y lo que se
quiere decir (Bloch) a favor de los lenguajes inequívocos, directos
y «planos», como los lenguajes de los ordenadores y de los códigos
de la inteligencia artificial. La desarticulación lingüística del
«más allá» comporta un recorte considerable de lo humano, de su
capacidad de hacer presente lo ausente, de la argumentación contra
lo presente (y sus intereses creados) a partir de lo ausente y
posible.
Sin embargo, a pesar de la
aparente desaparición de lo metafísico y de lo teológico, el vacío
dejado por la ausencia, el alejamiento o la muerte de Dios reclama,
a menudo en tiempos y lugares harto curiosos e, incluso,
desconcertantes, la creación de una nueva mitología, de
una nueva concreción narrativa de los «sueños despiertos», para
hablar como Ernst Bloch. En la cultura de nuestro tiempo, a pesar
de la abrumadora presencia de lo secundario (el «narcótico» de
nuestros días) y de lo parasitario, que actúan como anestésicos de
las exigencias planteadas por las «cuestiones fundacionales» del
ser humano para que se imponga lo obvio e inmediato ofrecido por la
propaganda y los sistemas de la moda, se manifiesta aquí y allá una
«interminabilidad hermenéutica» que es, como apunta Steiner, un
síntoma significativo de la supervivencia de la posibilidad de
Dios, de su nostalgia, de su búsqueda, a menudo en los lugares más
decididamente profanos. [46] Y en el exilio, que es la condición común a
todos los seres humanos, pueden vislumbrarse los resquicios de unos
anhelos de plenitud y reconciliación que afloran en las situaciones
más insólitas y desesperadas. A pesar de todas las perversiones
posibles del lenguaje y la humanidad ha sufrido en este último
siglo las más horrorosas que imaginar se puedan, «el lenguaje
humano no tiene necesidad de detenerse en ninguna frontera, ni
siquiera, en relación con las elaboraciones conceptuales y
narrativas, en la frontera de la muerte». [47] Steiner ha puesto de manifiesto que, a pesar
de las indiscutibles muestras de agotamiento de tantos y tantos
vocablos Dios sería uno de ellos, el ser humano sigue albergando
aquel deseo que siempre se manifiesta como deseo, que, por
consiguiente, no puede ser colmado satisfactoriamente si no es por
la misma actitud deseante, inextinguible y dinamizada por la
curiosidad sin límites de los humanos. Eso significa que, en medio
de la barahúnda, la cacofonía, el «exilio de la Palabra» (Valverde)
y la pérdida de los puntos de referencia tradicionales, el ser
humano continúa hablando e imaginando mundos alternativos, no puede
dejar de ser un ser gramatical, un «mono gramático» (Paz) que, casi
sin proponérselo, en las situaciones más insospechadas e
imprevisibles, se plantea las «cuestiones fundacionales» (Dios, por
qué la vida, la muerte, el mal, el amor, la beligerancia,
etcétera); cuestiones que, lo quiera o no, lo asedian, a menudo
trágicamente, desde el nacimiento hasta la muerte.
La gramática constituye la
expresión más concluyente de la condición humana en su manifiesta
ambigüedad y polivalencia. Como mil veces se ha puesto de
manifiesto, puede ser el arma de la deshumanización más horrorosa y
repugnante, puede convertirse en el indicativo más claro del mal
que el hombre puede hacer al hombre, puede introducir el reino de
las tinieblas en la vida cotidiana de la sociedad, puede crear
alarma, ansiedad y respuestas patológicas a las demandas del otro,
puede convertir la existencia humana en un verdadero y tangible
infierno. Pero la gramática también posee la virtud de
abrir dilatados horizontes de paz, armonía, reconciliación,
justicia y libertad. En el ámbito de la finitud y la contingencia
de los humanos, posee la capacidad de imaginar y compendiar las
concreciones de lo que se encuentra más allá de lo verificable y
cuantificable, de aquello que, quizás súbita e inesperadamente, nos
permite dar un giro de ciento ochenta grados a los caminos de
nuestra existencia. Aunque siempre sea una tarea imposible de
ultimar, la gramática permite continuar la búsqueda del Paraíso
perdido en medio de las atrocidades más espeluznantes y
devastadoras. En resumen: con meridiana claridad, la gramática es
apta para poner de manifiesto que la realidad del homo
loquens es un continuo ejercicio material y espiritual
destinado a pensar lo impensable, a dar forma a lo informe, a
anticipar las dimensiones del «cielo nuevo y la tierra nueva», a
transformar el hobbesiano homo homini lupus en el
franciscano homo homini frater. La gramática puede ser la
mensajera de la esperanza que, en medio de las turbulencias de la
historia y de las opacidades de la hora presente, anuncia el
incipit vita nova (Bloch).
En la
gramática, los futuros, los optativos o los condicionales son la
articulación formal de la fenomenalidad conceptual e imaginativa de
lo ilimitado [...] El lenguaje crea: por virtud de la nominación,
como en el poner nombre de Adán a todas las formas y presencias
[...] A diferencia de la hoja, del animal, sólo el hombre puede
construir y analizar la gramática de la esperanza. [48]
Danièle Hervieu-Léger ha puesto
de relieve que, en el momento presente, al mismo tiempo, «la
modernidad socava las estructuras de plausibilidad de todos los
sistemas religiosos [...] y también hace surgir nuevas formas del
creer religioso». [49] La espaciotemporalidad actual impone nuevas
imágenes de Dios y nuevas formas del creer, no porque Dios cambie,
sino porque el ser humano es irremediablemente histórico, aunque,
según creemos, no sea reductible a la mera historia.
Obviamente, no pretendemos
llevar a cabo una exposición exhaustiva y temáticamente coherente
de la problemática sobre la cuestión de Dios en nuestros días. Una
tal empresa, creemos, es sencillamente imposible de realizar. Sólo
nos proponemos considerar muy esquemáticamente algunos aspectos que
nos parecen especialmente relevantes. Cada uno de los temas
propuestos debería ser desarrollado in extenso con una
pericia y conocimiento que no están a nuestro alcance. Sin dejar de
tener en cuenta las limitaciones y carencias de este trabajo, nos
hemos decidido por las cuestiones que propondremos a continuación
porque creemos que en un futuro muy próximo centrarán en gran
medida la discusión no sólo en torno a la cuestión de Dios, sino,
en un sentido más amplio, a la de lo humano en general. Porque
creemos que el discurso sobre el hombre desemboca, con una cierta
necesidad para afirmarlo o para negarlo, en el discurso sobre
Dios o lo Último o lo Englobante o lo Incondicional, resulta
imposible la aproximación a la problemática sobre el misterio de
Dios si previamente, de manera explícita o implícita, no se ha
considerado la problematicidad inherente a la condición humana como
tal. Aunque en ocasiones se haya convertido en un tópico, estamos
convencidos de que, necesariamente, «lo teológico» presupone «lo
antropológico», pero es necesario añadir que «lo antropológico»,
porque en sí mismo es debería ser apertura hacia lo desconocido y
sorprendente («lo abierto») que es el ser humano, también,
implícita o explícitamente, postula, con lenguajes a menudo
sorprendentes y alejados de las ortodoxias científicas y religiosas
de cada momento presente, un «más allá» que rebasa y creemos que
siempre rebasará lo hasta ahora conocido y clasificado, lo
política y religiosamente correcto.
∗
Para concluir esta
introducción, creo que es interesante mencionar unas palabras de
George Steiner él mismo se presenta como «anarquista platónico»
que, según mi opinión, muy convincentemente, ponen de manifiesto la
necesidad irrenunciable del planteamiento de la cuestión de Dios al
margen de las opciones concretas de cada ser humano.
Lo que afirmo
es la intuición según la cual donde la presencia de Dios ya no es
una suposición sostenible y donde Su ausencia ya no es un peso
sentido y, de hecho, abrumador, ya no pueden alcanzarse ciertas
dimensiones del pensamiento y la creatividad. Y variaría el axioma
de Yeats hasta decir: ningún hombre puede leer plenamente, puede
responder de forma responsable a lo estético, si «su coraje y su
sangre» se hallan en armonía con la racionalidad escéptica, se
encuentran a gusto en la inmanencia y la verificación. Debemos leer
como si. [50]
El título de este estudio,
Un extraño en nuestra casa, nos ha sido sugerido por el
título de una obra colectiva editada hace ya algunos años por el
prestigioso teólogo alemán Peter Hünermann. [51] Creemos que responde muy adecuadamente a la
situación actual de la cuestión de Dios, especialmente en los
países de tradición católica. Con frecuencia, se ha supuesto que
las «raíces cristianas» de nuestro país eran un punto fijo que nada
ni nadie podrían desvirtuar o anular. Nos parece indiscutible que
nuestra historia y nuestra cultura resultan totalmente
incomprensibles si, para bien y para mal, no se tiene en cuenta la
presencia y la acción en ellas del mensaje cristiano y de sus
diferentes formas de institucionalización a lo largo de los siglos.
Pero también nos parece cada día más indudable que la fijación de
esas raíces cristianas en el corazón de los habitantes de este país
no ha sido tan firme ni tan profunda como se había supuesto.
Creemos que es una realidad fácilmente comprobable que el Dios de
la tradición judeocristiana se ha convertido en algo bastante
irrelevante para muchos que, teóricamente al menos, han nacido y
crecido en ambientes convencionalmente cristianos.
Son muchos los colegas, amigos
y alumnos que, directa o indirectamente, han contribuido a la
elaboración de este estudio con sus consejos, críticas y diálogo.
No puedo olvidar a mis maestros que, de tantas maneras, me han
mostrado su amistad a lo largo de los años. Sobre todo, estoy
agradecido a las personas que, a pesar del tiempo otoñal o, tal
vez, invernal en el que nos encontramos, con su propia vida,
éticamente por lo tanto, han mostrado de tantas y tantas maneras
que Dios no es un nombre más o menos desacreditado, sino
el Viviente por antonomasia, fuente, a la vez, de
inquietud y de alegría, de zozobra y de esperanza, de interrogantes
angustiosos y de confianza inasequible al desaliento. Sí que
expresamente quiero mostrar mi más sincero agradecimiento a mi
amigo Gonçal Español por todo lo que, tan gentil y gratuitamente,
para mí ha hecho, que es mucho.
Lluís
Duch
Montserrat, diciembre de 2005