Un intento de revancha - Tomás Diez Acosta - E-Book

Un intento de revancha E-Book

Tomás Diez Acosta

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Beschreibung

Esta obra expone las relaciones de confrontación Estados Unidos-Cuba durante la presidencia de Richard Nixon, cuando el pueblo cubano tuvo que enfrentar una administración muy hostil y agresiva. Este presidente pretendió tomar revancha y revertir la paz alcanzada en la nación cubana luego de la derrota de la vía armada de la guerra sucia protagonizada por la contrarrevolución interna, alentada y financiada por ese país desde 1959 hasta 1965. El libro, basado en documentos recientemente desclasificados, estudia cómo Nixon prosiguió el camino de confrontación. Denuncia los sabotajes realizados para entorpecer la economía, en particular la zafra de 1970, mediante la infiltración de mercenarios; expone los vínculos de Nixon con los grupos contrarrevolucionarios de La Florida, lo cual implica la impunidad con que realizaron sus actos terroristas. El lector encontrará aquí varios aspectos de sumo interés de las relaciones entre ambos países durante la administración Nixon.

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Seitenzahl: 536

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Edición: Norma Suárez Suárez

Corrección: Aida Elena Rodríguez Reiner Diseño de cubierta: Carlos Javier Solis Méndez Diseño interior: Oneida L. Hernández Guerra Composición digitalizada: Norma Collazo Silvariño

Ajuste y conversión ebook: Enrique G. M.

© Tomás Diez Acosta, 2017

© Sobre la presente edición:Editorial de Ciencias Sociales, 2018

ISBN 978-959-06-1999-1

Estimado lector, le estaremos muy agradecidos si nos hace llegar su opinión, por escrito, acerca de este libro y de nuestras ediciones.

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Table of Contents
Presentación
1. El contexto
2. La política de Nixon hacia Cuba: continuidad y ruptura
“Solo será un sondeo muy, muy cauteloso”
La CIA: operaciones encubiertas y el uso de los exiliados
La política anticubana de los Estados Unidos
Debate en el Consejo de Seguridad Nacional
3. La guerra económica (1969-1970)
El exilio contrarrevolucionario en los planes de la CIA
La “crisis” de los submarinos nucleares soviéticos
4. Otras acciones secretas contra Cuba
Guerra psicológica
Acoso a los pescadores
Guerra biológica: la peste porcina africana
5. Declive de los grupos contrarrevolucionarios
Planes contra la vida de Fidel Castro
Crisis de los buques “madre”
6. Acuerdo sobre secuestros de naves aéreas, marítimas y otros delitos
Secuestros aéreos y marítimos: arma de la guerra psicológica
El bumerán9 golpea a los Estados Unidos
Repercusión de la Ley 1226
Proceso de negociaciones secretas
Dos años perdidos
Entendimiento
7. Debacle de un Presidente
Debates en el Congreso (1973-1974)
El terrorismo fascista
Watergate: debacle de Nixon
Bibliografía
Datos de autor

Presentación

El presente ensayo —Un intento de revancha— que ponemos a la consideración del lector, tiene el propósito de analizar las relaciones de confrontación Estados Unidos-Cuba durante la administración Nixon, transcurrido entre el 20 de enero de 1969 y el 8 de agosto de 1974. El pueblo cubano tuvo nuevamente que enfrentar un gobierno muy hostil, en particular su Presidente, quien pretendió tomar revancha y revertir la paz del país alcanzada después de la derrota de la vía armada de la guerra sucia protagonizada por la contrarrevolución interna, alentada y financiada por los Estados Unidos, desde 1959 hasta 1965.

Basado en fuentes documentales del Gobierno norteamericano, recientemente desclasificadas, la obra estudia cómo Nixon —en contradicción con los preceptos de la Realpolitik que sustentaron la política y la doctrina exteriores de su administración— intentó proseguir el fracasado camino de la confrontación violenta del cual, una década antes, había sido uno de sus principales promotores desde la vicepresidencia de los Estados Unidos. Sin embargo, la situación interna y externa de ese país y Cuba no lo permitió. El bloqueo económico, comercial y financiero; el aislamiento diplomático y la guerra psicológica siguieron siendo los métodos principales empleados en su política anticubana.

El derrocamiento del Gobierno Revolucionario prevaleció como el objetivo principal de la estrategia política de esa nueva administración, desoyendo a los funcionarios dentro del propio gobierno que proponían una renovación de la política hacia Cuba. Uno de los problemas para alcanzar ese objetivo subversivo era el desencanto y la frustración de los elementos disidentes internos a la Revolución que, en su mayoría, desecharon el camino de la oposición armada y prefirieron la emigración hacia los Estados Unidos.

La unidad del pueblo cubano en torno a la Revolución constituía, en lo fundamental, el principal valladar en el cual se estrellaban los planes anticubanos de las administraciones estadounidenses. Destruir ese obstáculo constituyó un propósito de la política subversiva de la administración Nixon para lo cual se elaboraron planes. En esa dirección, sus estrategas consideraron aprovecharse de los problemas objetivos que atravesaba la economía cubana, en particular, obstaculizar la meta de alcanzar, en la zafra azucarera de 1970, los diez millones de toneladas de azúcar, con la creencia que ese revés provocaría un descontento popular generalizado que podría traducirse en divisiones en el seno de la dirección de la Revolución que propiciarían las condiciones para una insurrección armada.

No fue casual que durante los primeros dos años de mandato de Nixon se produjeran nuevas acciones clandestinas y de sabotajes para entorpecer la economía, en particular la zafra de 1970, mediante la infiltración de grupos mercenarios y las amenazas de invasiones paramilitares. La meta de los diez millones no se logró, pero no se debió a esas acciones. Este revés, como en otras ocasiones, sirvió para iniciar todo un proceso de fortalecimiento en todas las esferas de la vida política, económica y social de la nación, el cual los enemigos trataron infructuosamente de entorpecer.

Una de las agresiones que causó grandes daños económicos al país y atentó contra la alimentación del pueblo fue la introducción del virus de la fiebre porcina africana. Creció el acoso y detención de naves pesqueras y sus tripulaciones por los guardacostas estadounidenses. Con absoluta impunidad actuaron los grupos terroristas y criminales contrarrevolucionarios radicados en los Estados Unidos, ejecutaron ataques piratas contra objetivos económicos y poblados indefensos en las costas y atacaron naves de pesca cubanas, secuestrando a sus tripulaciones. Continuaron las peligrosas salidas ilegales del país, en especial por la Base Naval de Guantánamo. Igualmente, la CIA y la contrarrevolución prepararon planes de atentados contra la vida de Fidel y otros dirigentes. Sin embargo, todas estas acciones no llegaron a alcanzar la proporción que tuvieron en la década de los sesenta.

En ese contexto agresivo también se produjeron momentos de crisis y tensión. Uno de ellos lo constituyó la “crisis” de los submarinos soviéticos en Cienfuegos que fue resuelta bilateralmente, de manera diplomática, entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Otro momento de conflicto estuvo motivado por la actuación de impunidad que gozaban los grupos terroristas de origen cubano en los Estados Unidos, cuyas fechorías eran alentadas —y hasta publicitadas— en ese país, como el ataque criminal al caserío de Boca de Samá, lo cual provocó la reacción del Gobierno Revolucionario, dando lugar a lo que en el presente ensayo he denominado como la “crisis de los buques madre”. En 1972, el declive de los grupos y organizaciones contrarrevolucionarias fue un hecho innegable. En ese contexto tomaron fuerza los grupos terroristas, de corte fascista, que llamaban a la guerra contra Cuba “por los caminos del mundo”.

En contraste con todo lo anterior, durante la administración Nixon se produjo la búsqueda con el Gobierno cubano de un acuerdo contra los secuestros aéreos, los cuales se habían convertido en un problema para su seguridad nacional. A pesar del tortuoso y prolongado proceso de negociaciones, en febrero de 1973 se pudo arribar, entre ambos países, a un memorando de entendimiento contra el secuestro de naves aéreas, marítimas y otros delitos, mutuamente satisfactorio, pues detuvo los secuestros de aviones norteamericanos que llegaban a Cuba; pero a su vez, frenó las acciones de piratería que se preparaban desde el territorio de los Estados Unidos. El acuerdo concertado no pudo ser el preámbulo de un proceso de normalización de las relaciones diplomáticas estadounidense-cubanas, por la postura intransigente de Nixon.

Como resultado de las derrotas de la administración por doblegar al pueblo cubano, no fueron pocas las voces que —por primera vez desde el triunfo de la Revolución en 1959— se levantaron en el Congreso en demanda de una nueva reevaluación de la política anticubana de la administración de aislamiento político y económico, pues su fracaso era evidente. Para muchos legisladores la doctrina de distensión practicada con la Unión Soviética y la República Popular China, era incongruente con la política que se realizaba hacia Cuba.

El maridaje de Nixon con la contrarrevolución fue muy sólido durante su administración, cuyo ejemplo fehaciente fue el escándalo Watergate. De los cinco individuos arrestados por el asalto al edificio Watergate, la sede del Comité Nacional del Partido Demócrata, cuatro eran cubanos y todos habían estado implicados directamente en actividades contra Cuba. Watergate constituyó uno de los escándalos más grande en la historia de los Estados Unidos, que provocó la renuncia de Richard Nixon a la Presidencia de ese país el 8 de agosto de 1974.

La presente obra está estructurada en siete capítulos. El primero, “El contexto”, tiene el objetivo de abordar, en lo fundamental, la situación internacional, regional e interna de los Estados Unidos y Cuba que condiciona y, en muchos casos, son determinantes en el curso de los acontecimientos estudiados en el ensayo. El segundo, “La política de Nixon hacia Cuba: continuidad y ruptura”, está dedicado a las evaluaciones que durante el primer año de esa administración se realizaron por el Departamento de Estado y la CIA de la política que hasta ese momento se ejecutaba hacia Cuba y la necesidad de introducir cambios acorde a la situación existente. La postura intransigente de Nixon ante la Revolución Cubana no posibilitó ningún cambio esencial, más bien reafirmó las líneas agresivas que durante una década se practicaron. El tercero, “La CIA y la guerra económica secreta contra Cuba (1969-1970)”, explica y ejemplifica cómo fue empleado el exilio contrarrevolucionario en la ejecución de los planes concebidos a entorpecer el desarrollo social y económico de Cuba. Expone también en qué consistió la llamada “crisis de los submarinos soviéticos en Cienfuegos”, demostrativo del intenso espionaje aéreo al que era sometido el territorio nacional cubano por los servicios especiales de los Estados Unidos.

El capítulo cuatro, “Otras acciones de la guerra económica contra Cuba”, muestra la continuación de distintas variables de las acciones de guerra económica, psicológica y bacteriológica que la administración Nixon aplicó, entre estas se destacaron el acoso a los pescadores cubanos y la introducción del virus de la fiebre porcina que tanto daño causó al país. El capítulo cinco, “El declive de los grupos contrarrevolucionarios” demuestra el fracaso del exilio, en especial del Plan Torriente, para cambiar el curso revolucionario cubano, a pesar del apoyo e impunidad que gozaban para sus fechorías criminales. Un aspecto destacado en ese contexto fue la crisis de los “buques madre”, como resultado de la respuesta cubana al criminal ataque al caserío de Boca de Samá.

El sexto capítulo, “El acuerdo sobre secuestros de naves aéreas, marítimas y otros delitos”, demuestra cómo en un ambiente de hostilidad y de notables diferencias con Cuba se pudo negociar un acuerdo mutuamente satisfactorio para ambos países. Por último, el séptimo, “Debacle de un Presidente”, abarca el segundo período de mandato de Nixon, en el cual se resume la actividad terrorista de los grupos fascistas de la contrarrevolución en los Estados Unidos, los debates en el Congreso alrededor de las relaciones con Cuba y, finaliza, con el escándalo Watergate que provocó la renuncia de Nixon, en el cual tuvieron una importante participación figuras del exilio cubano.

Espero que este ensayo histórico que presentamos sea de utilidad y contribuya a conocer más de la historia de agresiones de los Estados Unidos contra Cuba que, a lo largo de más de medio siglo, ha tenido que enfrentar el pueblo cubano en defensa de su soberanía nacional.

1. El contexto

El triunfo electoral de Richard Milhous Nixon —en los comicios del 5 de noviembre de 1968—1 constituyó para la contrarrevolución cubana asentada en el territorio de los Estados Unidos [EE.UU.] una fuerte esperanza de un cambio más agresivo de la política hacia Cuba, de la que había llevado el gobierno del presidente Lyndon B. Johnson en los dos últimos años de su mandato.

Esta expectativa se basaba en las promesas de Nixon durante la campaña elec­toral, sus vínculos económicos con los sectores de poder más agresivos del exilio cubano y, más aún, por sus antecedentes, pues había sido uno de los iniciadores —desde su cargo de vicepresidente diez años antes— de la estrategia de hostilidad y de la guerra sucia por vías violentas contra la Revolución Cubana. En abril de 1959, después de una entrevista de tres horas con el primer ministro cubano, comandante Fidel Castro Ruz, escribió un memorando confidencial para el Presidente, el Departamento de Estado y la Agencia Central de Inteligencia [CIA, según sus siglas en inglés]2 donde declaró su convicción de que “Castro no era tan increíblemente ingenuo al comunismo ni a la disciplina de este”,3 por eso recomendaba obrar en consecuencia.

Nixon obró en consecuencia —desde el Capitolio o de la Casa Blanca— al promover leyes anticubanas en el Congreso y ser impulsor del programa gubernamental de acciones encubiertas del 17 de marzo de 19604 que desembocaría un año después en la invasión mercenaria de Bahía de Cochinos. Culpaba a Cuba de sus fracasos electorales, cuando aspiraba en 1960 a la presidencia estadounidense y, en 1962, a la gobernación del estado de California, donde el tema cubano fue un importante asunto de debate de esos comicios, fiascos que auguraron el fin de su carrera política.

Parecía que en 1969 la hora de la revancha había llegado, pero la realidad era muy diferente a la existente una década antes, pues acontecía en uno de los momentos más trágicos de la historia de los Estados Unidos. En ese año el derrumbe moral del sistema político de ese país era evidente. La guerra de Vietnam constituyó un factor decisivo de esa crisis moral. La continuada intervención militar norteamericana5 en Vietnam del Sur y el bombardeo sostenido a la República Democrática de Vietnam, no podían detener ni aplastar la voluntad de resistencia y lucha de los vietnamitas.

La prolongación del conflicto y el ascenso de las bajas de guerra norteamericanas —no obstante al monumental esfuerzo bélico y financiero empleados— crearon hacia el interior una creciente reacción de dudas acerca de la necesidad de participar en ese conflicto, la capacidad de sus conductores y la justeza de esa política. Los horrendos actos de genocidios cometidos por tropas estadounidenses contra aldeas y poblaciones indefensas vietnamitas, divulgados por sus propios medios de prensa escrita, radial y televisiva cuestionaron en la población la imagen tradicional de las fuerzas armadas estadounidenses como “defensoras de la justicia” y acreedoras del “honor y respeto de la nación”.

A esto se unía, como una de sus consecuencias, el deterioro de la economía doméstica y del nivel de vida de la población. Un colosal movimiento contra la guerra y por la salida inmediata de esa conflagración, estremeció los cimientos de la sociedad estadounidense y condujo a la ruptura del consenso interno logrado en política exterior, en los años cincuenta de esa centuria, para el enfrentamiento al comunismo internacional.

Una imagen de ese malestar en los Estados Unidos al arribo de la administración republicana en 1969, se describe en las memorias de Henry Kissinger, quien fuera asesor de Asuntos de Seguridad Nacional y, con posterioridad, secretario de Estado, al subrayar:

Aún hoy no puedo escribir sobre Vietnam sin sentir dolor y tristeza. Cuando asumimos nuestras funciones, más de medio millón de norteamericanos luchaban en una guerra a dieciséis mil kilómetros de la patria. Su número todavía seguía aumentando según el programa establecido por nuestros predecesores. Nos encontramos sin ningún plan para una retirada. Treinta y un mil ya habían muerto. Cualesquiera fueran nuestros objetivos originales en esa guerra para 1969 nuestra credibilidad en el exterior, la confianza en nuestro com­promiso y nuestra cohesión interna se hallaban en peligro a causa de una guerra que se libraba tan lejos de Norteamérica como lo permite nuestro planeta. Nuestra participación había empezado abiertamente, con el apoyo casi unánime del Congreso, del público y de los medios. Pero en 1969 nuestro país estaba encendido por la protesta y la zozobra, que a veces tomaban formas violentas y feroces. La tolerancia cívica en la que debe vivir una sociedad democrática habíase perdido. Ningún gobierno puede funcionar sin un mínimo de confianza popular.6

Pero la guerra en Vietnam no finalizó con la llegada de la presidencia de Richard Nixon, a pesar de ser la promesa principal que le dio el triunfo electoral en el otoño de 1968; todo lo contrario, se alargó durante varios años más y se extendió a otros países del sudeste asiático, como Laos y Cambodia. Sin embargo, la administración se vio obligada a desarrollar una nueva doctrina que tendiera a neutralizar el potente movimiento pacifista que se desarrollaba en los Estados Unidos y, a la par, mantuviera su control imperial geopolítico.

El 25 de julio de 1969, el presidente Nixon —durante una escala de su viaje por el sudeste de Asia— en la Isla de Guam, anunció en conferencia de prensa lo que se conoció después como doctrina de Guam o de la vietnamización, al referirse a la participación de su país en la guerra en Vietnam, que esperaba desde ese momento en adelante, que sus aliados “se hicieran cargo de su propia defensa militar”, sin abandonar los compromisos contraídos con ellos.7 Esto significaba que el gobierno títere de Saigón debía seguir la guerra con sus propias tropas, con el dinero y fuerzas aéreas estadounidenses. Mediante esta fórmula comenzó a retirar las tropas terrestres estadounidenses y en febrero de 1972, quedaban menos de 150 000 soldados, aunque los bombardeos continuaron. “Nixon no puso fin a la guerra; estaba poniendo fin al aspecto menos popular de ella; a la participación de soldados […] americanos en un país lejano”.8

En la primavera de 1970, el alto mando militar, con la aprobación del Presidente y de su asesor de Seguridad Nacional Henry Kissinger, ordenó la invasión de Camboya, después de un gran bombardeo que no fue revelado al público. Esa agresión no solo condujo a una ola de protestas en los Estados Unidos y en el mundo, sino que resultó ser otro fracaso militar, y el Congreso resolvió que Nixon no podía utilizar tropas para extender la guerra sin su aprobación. Contrariamente a esta prohibición legislativa, al año siguiente, sin tropas norteamericanas, la administración apoyó la invasión militar de Vietnam del Sur a Laos, que fracasó igualmente. La resistencia y la voluntad de lucha de los pueblos de Vietnam, Laos y Cambodia no pudieron ser minadas, a pesar de las cientos de miles de toneladas de bombas lanzadas contra esos países.9

Mientras todo esto sucedía en el sudeste asiático, en los Estados Unidos estallaba un nuevo escándalo vinculado con esa guerra imperialista. En junio de 1971, el periódico New York Times comenzó a publicar una selección de documentos secretos del Departamento de Defensa —conocido como los “Papeles del Pentágono” [Pentagon Papers]— que explicaban las causas, el origen y la participación militar de ese país en la guerra en Vietnam que conmocionó a la nación.10 En ese año las encuestas de opinión reflejaron la poca confianza de la población en la política exterior de su gobierno y “[…] la escasa disposición que existía para prestar ayuda a otros países, incluso […] si estos fueran atacados por fuerzas respaldadas por los comunis­tas”.11

A la par que el movimiento pacifista tomaba fuerza en la sociedad norteamericana, crecían los comentarios periodísticos de la prensa occidental, para tratar de justificar los criminales bombardeos, reanudados a finales de octubre de 1972, después del fracaso de la primera ronda de conversaciones para la paz, como una forma de obligar a Vietnam del Norte a ir a la mesa de negociaciones, bajo los términos impuestos por los estadounidenses, y de demostrar también que Vietnam del Sur seguía apoyado por ellos, pese a la retirada de sus soldados. No obstante, Nixon deseaba una salida “honrosa” de lo que sería la primera derrota militar para su país, circunstancia que influyó en el incremento de esos bombardeos.

Para lograr esa salida “honrosa” que clamaba Nixon, el ejército arrojó en las zonas rurales de Vietnam del Sur 338 000 toneladas de napalm y cerca de 100 000 de herbicidas —agentes azul, naranja y blanco— en el intento de acabar con las fuentes de alimento y refugio del Viet Cong (Fuerzas de Liberación Nacional Sudvietnamita). La horrorosa cifra de muertos y heridos que esa guerra química estadounidense causó, dejó un legado de casi medio millón de niños que años después de finalizado el conflicto han sufrido al nacer serias deformaciones físicas.

La determinación del pueblo de Vietnam no pudo ser resquebrajada. El 30 de diciembre de 1972, Nixon suspendió los bombardeos y, nueve días después, se reanudaron las conversaciones en París. Pese a todas las presiones, el negociador vietnamita, Le Duc Tho, no se apartó de los puntos que había mantenido su país antes de los bombardeos y no aceptaron los cambios propuestos por la parte estadounidense. Ante esa posición de principios, la delegación estadounidense se vio obligada a firmar, el 27 de enero de 1973, los “Acuerdos de Paz entre Vietnam del Norte y los Estados Unidos”, que en gran parte contenían los mismos términos planteados en el mes de octubre anterior.12

Los acuerdos de paz suponían el alto al fuego, la retirada de los estadounidenses en 60 días, la celebración de elecciones en el Sur y el intercambio de prisioneros. El gobierno de Saigón se negó aceptar el convenio y los Estados Unidos decidieron hacer el último intento para obligar a Vietnam del Norte a someterse. Envió una oleada de B-52 sobre Hanói y Haiphong que destruyeron casas, hospitales y mataron a una gran cantidad de civiles. El ataque no funcionó, muchos de sus aviones fueron derribados y el gobierno norvietnamita se mantuvo firme. Este hecho provocó encendidas olas de protesta mundial y sus propios aliados criticaron esa postura. Kissinger tuvo que regresar a París y firmar un acuerdo de paz muy similar al anterior.

A finales de 1973 retiró sus fuerzas, aunque siguió enviando ayuda al gobierno de Saigón.13 La lucha continuó por la completa emancipación nacional. Los norvietnamitas no se amedrentaron y sus unidades avanzaron por todo el país, rescatando cada vez más territorios y lanzando ataques contra las ciudades más importantes del sur de Vietnam. Las continuas ofensivas de las fuerzas patrióticas, comenzadas a principios de 1975, no pudieron ser detenidas por el ejército saigonés, provocando su completa desmoralización. A finales de abril de 1975, las tropas norvietnamitas y de liberación nacional entraron en Saigón.14 Así terminó esa larga guerra que constituyó la primera derrota del imperio global estadounidense después de la Segunda Guerra Mundial.

La situación interna de los Estados Unidos al asumir la presidencia la administración republicana, no era halagadora. Con extraordinaria fuerza se manifestaba la pérdida de confianza de la población hacia la gestión gubernamental, como resultado de la guerra en Vietnam. A esta situación contribuyó también la agudización de la pugna entre el gobierno y el Congreso, iniciada en 1968 —año electoral— y a lo largo de toda la presidencia de Nixon, en la que ambos poderes se acusaban mutuamente de la responsabilidad por la derrota en el conflicto y de la inestabilidad política en el país. Estas luchas intestinas provocaron cierto grado de debilitamiento del poder presidencial a expensas de la acentuación del papel del Congreso, de los grupos de presión y de los medios de difusión masiva.15

Esta circunstancia no mejoró después de las tentativas por revertirla; todo lo contrario, empeoró al sumarse nuevos escándalos16 que reforzaron los signos de desconfianza de la población, e incluso de hostilidad, en la actividad de los gobernantes, jefes de las fuerzas armadas y de las grandes corporaciones. Los datos recogidos en julio de 1975, por la encuestadora Lou Harris sobre la conformidad de los norteamericanos con sus instituciones, revelaron que “[…] entre 1966 y 1975 […] el porcentaje de los que confiaban en el ejército había descendido de 62 % a 29 %, el de los que confiaban en las grandes compañías del 55 % a 18 %; y el de los que confiaban en el Presidente y el Congreso de 42 % a 13 %”.17

El descontento de la mayoría de la población no solo se debió a los factores políticos mencionados, sino probablemente por el descenso de sus condiciones de vida, que afectaron con mayor incidencia a los trabajadores y los sectores medios. La economía norteamericana comenzaba a transitar por una de sus etapas de crisis más difíciles, cuyos primeros síntomas visibles de contracción industrial, mercantil y financiera, empezaban a manifestarse desde 1969.

Esta crisis no exclusiva de los Estados Unidos, sino de todo el sistema capitalista mundial, se hizo sentir con mayor fuerza en la economía norteamericana, al precipitar estrepitosamente los índices financieros y conllevar un continuo aumento de los precios.18 A esta situación contribuyeron un conjunto de factores, entre los más importantes estuvieron los excesivos gastos militares originados por su guerra en el sudeste de Asia que provocó un constante déficit en su balanza de pagos.

La caída de la producción industrial no vinculada a la industria bélica, el proceso inflacionario, el aumento del desempleo, que en 1970 fue de 5,4 % comparado con 4 % de 1969, todo esto reflejó el estancamiento económico en esos años. De esta forma, empeoraron las condiciones de vida de amplios sectores, fundamentalmente de los negros y las minorías. “Por añadidura, como consecuencia de los factores económicos y sociales de signo negativo, se produjo un aumento considerable de manifestaciones de la decadencia moral (prostitución, drogas, etcétera)”.19

Empero, la causa más profunda de esta crisis fue el proceso de agotamiento de sus reservas de dinamización económica que, de manera fundamental, la Segunda Guerra Mundial le aportó y, a vez le permitió alcanzar el liderazgo mundial capitalista, al convertirse en el reanimador de todo ese sistema. Pero al cabo de 25 años, los países de Europa occidental y Japón habían completado la restauración de sus economías y pujaban cada vez con más fuerza por espacios de dominio global. Mientras, los ritmos de crecimiento de la economía líder se estancaban aceleradamente.20

En medio de esa coyuntura, las relaciones de Washington con sus aliados capitalistas desarrollados empezaron a deteriorarse. Aquellos mismos países que se beneficiaron con el Plan Marshall21 se hicieron cada vez más fuertes y —en menoscabo del liderazgo económico estadounidense—, rivalizaban con mayor vigor en pos de mercados y esferas de influencias. Estas pugnas se agravarían más en 1970 debido a la constante devaluación del dólar y la acción unilateral de la administración Nixon, al año siguiente de declarar su inconvertibilidad en relación con el oro,22 lo que significó el punto detonante de la crisis del sistema monetario internacional.

A estas disputas entre las potencias capitalistas se sumaron las que, con fuerza creciente, comenzaban a manifestarse con las naciones subdesarrolladas que exigían, cada vez más en los organismos globales, su justa demanda por la creación de un “nuevo orden internacional” que tuviera en cuenta sus intereses y necesidades de desarrollo, en pos de superar las brechas entre los países pobres y ricos del planeta. Esas contradicciones se reflejaron en la cada vez más frecuente reclamación de esas demandas de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), a través del Movimiento de Países No Alineados —que en aquellos años definía con mayor claridad una postura política antimperialista, con su posición neutral y no alineamiento con respecto a las dos grandes superpotencias de entonces, EE.UU. y la URSS— y el Grupo de los 77.23

Si todo esto hacía difícil las condiciones del liderazgo mundial capitalista norteamericano, el reto mayor de la administración Nixon fue hacerle frente al fin de la superioridad estratégica militar de EE.UU. con su principal adversario, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas [URSS],24 que determinó la necesidad de crear un escenario de distensión internacional.

Junto a los desafíos que significó a sus intereses hegemónicos mundiales la guerra de Vietnam, los Estados Unidos tuvo que enfrentar la paridad estratégica nuclear con la URSS. Las condiciones habían cambiado desde la llamada crisis de los misiles en octubre de 1962, en que la superioridad estadounidense constituyó un elemento influyente en la imposición de sus condiciones a su principal adversario, cuyos resultados conllevaron una vertiginosa espiral armamentística por los soviéticos para superar la humillación que se les infringió en aquel entonces.

Después de la confrontación cubana —según Henry Kissinger—, decidieron mantener una fuerza estratégica consistente en 1 054 ICBM25 de base terres­tre, 656 SLBM26 y alrededor de 400 bombarderos B-52. Mientras, la Unión Soviética se lanzó a un esfuerzo masivo para aumentar su poderío militar en todas las categorías de armas. En 1965, el arsenal estratégico soviético comprendía alrededor de 220 ICBM y más de 100 SLBM. En 1968, la cantidad había crecido a cerca de 860 ICBM y a más de 120 SLBM. En 1971, los soviéticos logran alcanzarlos, y seguían construyendo misiles.27 La primera reacción de los Estados Unidos ante este creci­miento de la producción de armas soviéticas en la administración Johnson, fue la decisión de construir un sistema de defensa contra misiles balísticos (ABM)28 y por el lado ofensivo, desarrollar ojivas MIRV29 a fin de multiplicar el poder ofensivo de cada uno de los misiles existentes.30 Ambos programas le tocó a Nixon aplicarlos.

Estos cambios en el balance estratégico —sumada la situación cada vez más complicada antes descrita— conllevaron al debilitamiento del papel global de EE.UU. y determinaron una reevaluación de la política exterior que hasta ese momento practicó para su modificación. El propósito del cambio sería mantener su hegemonía y dominación mundial, pero de ahora en adelante desde una orientación ideológica más pragmática, contenida en la concepción de la deno­minada realpolitik (política de la realidad, en alemán),31 que sustenta la idea que el interés nacional —su necesidad inmediata y concreta— debe ser la guía de la proyección política exterior de los Estados, sin tener en cuenta consideraciones ideológicas o morales, a la hora de valorar la capacidad para poder actuar.

El impulsor de esta teoría, en la nueva administración republicana, fue el profesor germano-estadounidense de la Universidad de Harvard, de origen judío, Henry Alfred Kissinger, quien con el apoyo del presidente Nixon —y después de Gerald Ford— trabajó por un sistema más ágil y flexible de equilibrio de fuerza en el orden internacional que preservara los intereses geopolíticos imperiales de los Estados Unidos de los riesgos que en aquellos años los amenazaban, sin tener que llegar a una conflagración mundial.32

Bajo la guía de estos conceptos, Nixon formuló la estrategia de política exterior, conocida como doctrina de Guam o de vietnamización, que tuvo su elaboración teórica militar en la doctrina de la “disuasión realista”, adoptada oficialmente en 1971, en sustitución a la “represalia flexible” de las administraciones de Kennedy y Johnson. En su esencia no se diferencia de las anteriores, porque en la práctica solo perseguía el propósito de reducir el nivel de participación de sus tropas en los conflictos armados, pues se oponía al principio de la “injerencia directa y automática” en cualquier confrontación bélica. El mando político-militar llegó a la conclusión de que la interven­ción armada debía realizarse con el mínimo riesgo y no se repitiera la amarga experiencia de la aventura vietnamita. Por lo tanto, los objetivos concretos del gobierno estadounidense al proclamar esa doctrina, eran:

1. A expensa de la “ayuda militar” otorgada a los regímenes amigos —como los de Israel, Tailandia, Corea del Sur, el de Saigón u otros— crear bastiones para defender los intereses estadounidenses en Asia, Cercano Oriente, África y América Latina, que se convertirían en bases de operaciones para desplegar la lucha contra los países que siguen una política independiente y contra las fuerzas patrióticas de emancipación nacional.

2. Endosar la principal carga de las sangrientas operaciones terrestres en las tropas “amigas” —es decir, asiáticos contra asiáticos, africanos contra africanos—, prestándoles ayuda militar y técnica y asegurándoles un activo apoyo de sus fuerzas aéreas y navales y, en caso de necesidad, la terrestre.

En concordancia con la doctrina de la disuasión realista, eliminó el reclutamiento militar obligatorio y las fuerzas armadas se convirtieron en un servicio de carácter estrictamente profesional y voluntario, altamente adiestradas y dotadas de medios de transporte —naval o aéreo— a larga distancia, que les permitiera hacer ataques e intervenciones relámpagos en auxilio de sus aliados en todas las regiones del planeta.33

Impulsado por esas concepciones y sobre todo por las realidades globales existentes, el gobierno promovió la búsqueda de un sistema de equilibrio de fuerzas como paradigma para un nuevo orden mundial, donde se imponía la negociación diplomática al empleo de las fuerzas militares, ya fuesen convencionales o nucleares. El presidente Nixon —bajo la asesoría y la participación directa de Kissinger— emprendió un camino “[…] en la dirección de superar el tenso enfrentamiento de la guerra fría, aunque limitado entonces a las relaciones entre las más grandes potencias adversarias: los Estados Unidos, URSS, China y, de manera más o menos integral en una sola región: Europa”.34

La distensión fue la tentativa de Washington por rehacer su liderazgo mundial, contener el comunismo y lograr un equilibrio de fuerzas estratégicas con la Unión Soviética y la República Popular China (RPCH).35 En ese empeño trató de ahondar las divisiones políticas e ideológicas, atizando las tensiones existentes entre esos dos poderosos países socialistas.36

La actividad diplomática estadounidense inició un doble juego dirigido a la búsqueda de buenas relaciones y acuerdos con ambas potencias socialistas por separado, que entre otros beneficios le serviría para contrapesarlas en interés de ejercer influencia en Vietnam del Norte hasta que duró el conflicto en esa región. Mientras que, en noviembre de 1969, comenzaron las conversaciones soviético-estadounidenses para la limitación de armas estratégicas; en 1971, EE.UU. se aprovechó de los resultados de la llamada “diplomacia del ping-pong”37 para comenzar el deshielo de las relaciones con la RPCH, congeladas desde 1949, y crear condiciones para la visita del presidente Nixon al gran país asiático.

Durante su estancia en RPCH —entre el 21 y el 28 de febrero de 1972—, Nixon recorrió Beijing, la Gran Muralla, Hangzhou y Shanghái. A su llegada a la capital, el presidente estadounidense tuvo un encuentro protocolar con el máximo líder chino Mao Zedong, quien había estado enfermo nueve días antes pero se sintió lo suficientemente fuerte para reunirse con Nixon. Las conversaciones oficiales durante el viaje se efectuaron entre el mandatario estadounidense y el premier chino Zhou Enlai.

El aspecto más controversial en las pláticas —y que obstruía las relaciones entre ambos— fue el referido al apoyo de Washington al gobierno de la isla de Taiwán, donde mantenían una fuerte presencia militar, y al derecho del reconocimiento de la República Popular China como legítimo representante del pueblo chino ante los organismos internacionales, en especial, el puesto que ocupaba el Gobierno taiwanés en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Al término de su viaje, los Gobiernos de los Estados Unidos y la República Popular China emitieron el “Comunicado de Shanghái”, en el cual expresaban sus puntos de vista de la política exterior y ambas naciones prometieron trabajar para una normalización completa de sus relaciones diplomáticas.

Este viaje de Nixon a China agilizó las conversaciones entre la Casa Blanca y el Kremlin sobre limitaciones de armas estratégicas que, desde finales de 1969, se venían realizando en Helsinki, Finlandia, Viena, y Austria. Cinco meses después, el 22 de mayo, por primera vez un Presidente en funciones de los Estados Unidos visitó la Unión Soviética. El día 26 —después de intensos debates entre los negociadores soviéticos y estadounidenses, para fijar un texto definitivo— fue suscrito por Leonid Brezhnev, en nombre de la Unión Soviética, y Richard Nixon, por los Estados Unidos, “el Tratado de Limitación de Armas Estratégicas” (SALT).38 Este acuerdo ponía límite a la construcción de armamentos estratégicos y fijaba un número para los misiles intercontinentales (ICBM) y los lanzadores de misiles instalados en submarinos (SLBM) que poseían ambas potencias. Sin embargo, el desarrollo de los MIRV para estos misiles cuestionó la efectividad de los límites acordados.39

Un paso importante en el proceso de distensión —o detente—40 en esa Cumbre, lo constituyó la firma, entre otros documentos, de la “Declaración sobre principios básicos de las relaciones entre los Estados Unidos y la Unión Soviética” que, de hecho, implantó un código de conducta entre ambas superpotencias, mediante el cual se comprometían a cooperar para evitar situaciones de tensión en sus relaciones, sin intentar obtener ventajas unilaterales; reconocer los intereses de seguridad de las partes y contribuir al desarrollo pacífico de todas las naciones. La declaración incluyó el propósito de ampliar los vínculos culturales, científicos, económicos y comerciales entre ambos países.

La detente iniciada formalmente en la Cumbre de Moscú de 1972 despejó el camino para el avance de ese proceso en Europa, que comenzó con el ascenso al poder en la República Federal de Alemana (RFA) o Alemania Occidental, en octubre de 1969, del Partido Social Demócrata, encabezado por el canciller41 Willy Brandt, quien proclamó una nueva política, conocida como Ostpolitik,42 la cual reconocía los cambios territoriales hechos al finalizar la Segunda Guerra Mundial, incluso la existencia de la República Democrática Alemana (RDA) o Alemania Oriental, que se materializó en 1972, con la rúbrica del “Acuerdo Básico”, en el que la RFA y RDA se reconocían mutuamente como Estados.43

Es indudable que el proceso de distensión tuvo efectos muy positivos en la política mundial y constituyó un importante paso en la disminución del clima de tensiones de la guerra fría entre las grandes potencias predominante en las relaciones mundiales desde mediados de los años cuarenta. Sin embargo, este proceso no fue igual para todas las zonas del planeta, pues el proyecto de distensión impulsado desde la Casa Blanca no abarcó las regiones subordinadas o de su interés geopolítico, las cuales continuarían con el statu quo existente. Tanto para Nixon como para Kissinger prevalecía “[…] la idea de un comunismo expansivo que aprovecha la turbulencia de las áreas tercermundistas”, al ignorar ambos la propia dinámica de los conflictos en esas regiones, que respondían a causas internas y nada tenía que ver con intenciones expansionistas soviéticas.44

Numerosos conflictos detonaron esas áreas, cuyos pueblos se encontraban sometidos a regímenes coloniales o neocoloniales de opresión política y a pésimas condiciones de vida, debido a la situación de crisis económica mundial que durante los primeros años de esa década azotó los países capitalistas desarrollados y cuyos efectos fueron más severos, afectaron las áreas de su dominación en el Tercer Mundo. En consecuencia, aumentaron los reclamos nacionalistas y por un orden económico internacional más justo.

La lucha por la emancipación nacional de los pueblos de Asia, África y América Latina creció vertiginosamente y estallaron movimientos revolucionarios —violentos o pacíficos, más radicales algunos que otros— los cuales pusieron en peligro el predominio de las potencias capitalistas occidentales y, en especial, los llamados intereses vitales de EE.UU. en esas áreas del mundo. En aquellas circunstancias, el gobierno estadounidense responsabilizó al soviético de esos estallidos y de haber violado el “código de conducta”.45

En América Latina y el Caribe también se produjeron cambios durante la administración Nixon que atentaron contra su política de aislamiento económico, político y diplomático contra Cuba. Aunque desde finales de 1967, pudo contener la marea revolucionaria latinoamericana de la década de los sesenta, no así el espíritu y la voluntad de lucha de los pueblos. “Nuevos gritos de guerra y de victoria” —al decir del Che— estremecieron a la región. En 1968, práctica­mente los movimientos guerrilleros fueron erradicados en Centroamérica y, en otros casos sufrieron crueles reveses como en Colombia y Venezuela. En un informe del Departamento de Estado de 1977, sobre la presencia de Cuba en África, se afirma: “Para 1970 la asistencia cubana a los grupos guerrilleros y otros intentos de exportar la revolución habían disminuido hasta niveles muy bajos”.46

Si bien es cierto que, en aquel entonces, EE.UU. logró en cierta medida neutralizar el movimiento guerrillero en la región, no pudo eliminar las causas políticas y socioeconómicas que lo engendraron. A finales del mandato de Johnson, fue sorprendido por los golpes de Estado de corte progresistas y nacionalistas en Perú el 3 de octubre de 1968 y, en un poco más de una semana, el 11 en Panamá, donde arribaron al poder los generales Juan Velasco Alvarado y Omar Torrijos Herrera, respectivamente.

Ambos militares aplicaron una política soberana de reivindicaciones sociales y de rescate de sus recursos naturales. En Perú, los oficiales progresistas establecieron un programa patriótico de renovación social y rescate de los recursos naturales, bajo el influjo del llamado Plan Inca, de orientación desarrollista, encaminado “[…] a redistribuir la propiedad, reformar el agro, implementar una comunidad industrial y nacionalizar las industrias básicas [petróleo, pesca, minería]…”.47

En Panamá emergió a la palestra política el general Omar Torrijos, quien al frente de la Guardia Nacional tomó como su bandera de lucha la aspiración nacional de alcanzar la soberanía del canal. El nuevo gobierno patriótico militar suspendió a los viejos partidos políticos oligárquicos y proimperialistas, impulsó la creación de nuevas instituciones y de un fuerte sector estatal produc­tivo, promovió el rescate de los recursos naturales del país y la adopción de medidas sociales a favor del pueblo, que integraron los preceptos de la nueva constitución promulgada en 1972. De todas esas reivindicaciones la más trascendental, sin duda, fue la campaña diplomática por la soberanía del Canal de Panamá realizada en todos los foros internacionales.48

Estos tipos de golpes militares patrióticos y nacionalistas, a inicios de los años setenta, no fueron privativos de Perú y Panamá, por esa vía se establecieron gobiernos de ese corte en Bolivia, en 1970, y 1971, con el general Juan José Torres;49 en Ecuador, entre 1972 y 1976, dirigido por el general Guillermo Rodríguez Lara; y en Hondura, con el general Osvaldo López Arellano. Todos ellos ejecutaron cambios progresistas en sus respectivos países en esos años. Acerca de la repercusión, el historiador Sergio Guerra Vilaboy señaló: “ […] la novedosa e inesperada actitud asumida por los militares nacionalistas creó una situación extremadamente delicada para los Estados Unidos, al cuestionar la ya tradicional fidelidad de los cuerpos armados de América Latina a los dictados de Washington”.50

Pero lo más destacado en estos años de auge nacional y revolucionario —junto a los gobiernos patriótico-militares de Perú y Panamá— fue el arribo a la presidencia de Chile de Salvador Allende Gossens, con el triunfo en las elecciones de octubre de 1970 de la Unidad Popular, coalición de izquierda organizada en 1969 que agrupó a los partidos Comunista y Socialistas, incluidas fuerzas políticas de los radicales desprendidas de la Democracia Cristiana, como el Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU) y la Izquierda Cristiana (IC), que en esos comicios constituyeron el Comando Unificado de la Unidad Popular, integrado por las figuras políticas principales de la coalición.

Con el objetivo de impedir ese triunfo, EE.UU. y los sectores oligárquicos chilenos realizaron fallidos esfuerzos. El primero por unir a la derecha chilena en el Partido Nacional —surgido de la fusión de los viejos partidos Liberal y Conservador— y la Democracia Cristiana.51 El segundo, después de la victoria de la Unidad Popular, fue provocar un golpe de Estado para que el presidente saliente Eduardo Frei, creara artificialmente una crisis institucional que incluyó la fracasada sublevación militar del general derechista Roberto Viaux Marambio y el alevoso asesinato del entonces jefe del ejército, el general René Schneider Chereau, quien se opuso a secundar el golpe. Ninguna de estas maniobras pudo impedir que el Congreso ratificara la victoria electoral del líder de la Unidad Popular.52

Nixon estaba fuera de sí. Por más de una década había criticado duramente a las administraciones demócratas por permitir el establecimiento del poder comunista en Cuba. Y ahora lo que él percibía […] como otra Cuba había surgido a la vida durante su propia administración […]. Esto explica la virulencia de su reacción y su insistencia de hacer algo, cualquier cosa, que anulara la negligencia —escribió Henry Kissinger.53

El 3 de noviembre Allende, respaldado por todos los partidos progresistas, de izquierda y revolucionarios integrados en el Comando Unificado de la Unidad Popular, asumió la Presidencia. En correspondencia con su programa de gobierno, cuya meta estratégica fijaba la construcción pacífica del socialismo en Chile, la primera acción que tomó fue el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Cuba.54 Esta medida continuó con otras dirigidas al rescate de los recursos naturales del país —en manos de corporaciones extranjeras, principalmente de EE.UU.— como el cobre, el hierro y el carbón, base esencial de su desarrollo socioeconómico. A estas se adicionaron las nacionalizaciones de la banca y de alrededor de 50 empresas privadas, mediante su compra, que pasaron al Estado, lo cual contribuyó a reactivar el sector industrial. Fueron aprobados resoluciones y decretos dirigidos a profundizar la Ley de Reforma Agraria, promulgada durante el gobierno de Eduardo Frei. También mejoraron los salarios de los trabajadores, disminuyó el desempleo y se hizo una redistribución más equitativa de la renta nacional, para obtener recursos destinados a programas sociales de educación, salud y otros dirigidos a la población menos favorecida.

Todo esto incrementó la ira imperial norteamericana y de la derrotada derecha oligárquica-burguesa chilena que redobló sus campañas mediáticas contra el gobierno de la Unidad Popular, al disponer con “el 70 % de la prensa escrita y 105 de las 115 emisoras de radio”,55 en un intento de desorientar y disgustar a los sectores medios —comerciantes, profesionales, medianos y pequeños fabricantes— y enfrentarlos al proceso de cambios en el país. Con la asesoría de Washington, la oposición puso en práctica las más variadas tácticas subversivas,56 en su mayoría diseñadas por la CIA, para debilitar y desestabilizar el gobierno de Salvador Allende, y si era posible derrocarlo.

Sin embargo, el apoyo de la mayoría del pueblo continuaba manifestándose a favor de la Unidad Popular, como lo revelaron los resultados de los comicios legislativos del 4 de marzo de 1973, en donde obtuvo 44 % de los votos, ocho puntos de porcentaje más que los candidatos opositores. El imperialismo y la burguesía comprendieron que no era posible la caída del gobierno por vías democráticas; los planes golpistas se precipitaron, los cuales abrieron el camino a la asonada militar y fascista del 11 de septiembre de 1973, donde perdió la vida el presidente Salvador Allende. A la heroica muerte de este siguió una ola de crímenes y torturas contra todo partidario directo o indirecto de la Unidad Popular; fue el inicio del régimen fascista de Pinochet que se extendería hasta 1990.

En el cono sur americano, no solo en Chile se produjo un proceso de ascenso popular donde los trabajadores desempeñaron un papel central, sino también en Argentina y Uruguay. Entre mayo y junio de 1969, el proletariado argentino desarrolló estremecedoras jornadas de lucha conocidas como el “cordobazo”, que debilitaron al régimen militar e impusieron una apertura democrática que llevó años después, en mayo de 1973, al regreso del peronismo al Gobierno de Argentina.57

En Uruguay, donde imperaba un fuerte gobierno represivo presidido por Jorge Pacheco Areco,58 se organizó el Frente Amplio —poderosa alianza de fuerzas democráticas y populares, integrada por comunistas, socialistas, democristianos y otros sectores sociales59 para participar en los comicios generales de febrero de 1971, bajo el influjo de la victoria de la Unidad Popular en Chile. Aunque su candidato, el general Líber Seregni Mosquera, no triunfó en las elecciones, se vislumbró como una alternativa potencial de poder. El pueblo uruguayo tuvo que soportar un régimen de terror, instaurado después del autogolpe de Estado, del 27 de junio de 1973, encabezado por el presidente constitucional Juan María Bordaberry.60

El área del Caribe era testigo de eventos de carácter nacionalista y revolucionario similares. Junto al proceso emancipador en el cual alcanzaron su independencia un grupo de colonias;61 se desarrollaron importantes luchas populares en diferentes colonias y excolonias pertenecientes al Reino Unido, Francia y Holanda. En mayo de 1969, en Curazao, importante enclave colonial petrolero holandés, los trabajadores se lanzaron a una huelga por reivindicaciones económicas y sociales, cruelmente reprimidas por las autoridades coloniales, que provocaron el estallido de una sublevación popular encabezada por el recién fundado Frente Obrero y de Liberación. Para contener el levantamiento, la monarquía constitucional holandesa desplegó en ese pequeño territorio una brigada de paracaidistas con 1 000 efectivos, mientras sus costas fueron bloqueadas por fuerzas navales estadounidenses. La rebelión popular fue aplastada, con un saldo de varios muertos y más de 150 heridos. Este suceso impulsó la lucha por la independencia de ese enclave, al igual que en las restantes colonias holandesas de Surinam y Aruba.62

En Trinidad y Tobago, entre febrero y abril de 1970, se produjo una violenta sublevación popular en la que miles de personas —dirigidas por el National Joint Action Committee (Comité de Acción de la Junta Nacional)— se lanzaron a las calles para protestar contra el régimen del primer ministro Eric Williams, impuesto al pequeño país por el Reino Unido, después del advenimiento de su independencia formal en 1962. Fuerzas militares británicas, con respaldo estadounidense, permitieron a Williams establecer el estado de emergencia y recurrir a la represión para aplastar el movimiento popular. A pesar de su fracaso, esta acción constituyó un notable estímulo para el desarrollo en el Caribe anglófono de una fuerte corriente nacionalista, dirigida a aliviar el peso de la dominación económica de la antigua metrópoli colonial y ampliar más sus tributos de soberanía.

Bajo ese signo, en marzo de 1970, fue establecida la República Cooperativa de Guyana por Forbes Burham y, en 1971, accedió al poder en Jamaica el socialdemócrata Michael Manley, ambos líderes intentaron el rescate de sectores claves de sus respectivas economías, fuentes de financiamiento externo, nuevos mercados e impulsaron en el área anglófona una mayor integración econó­mica, a través de la Comunidad del Caribe (CARICOM, por sus siglas en inglés), cuyos cuatro países miembros, en aquel entonces, dieron una muestra de soberanía al entablar el 8 de diciembre de 1972 relaciones diplomáticas con Cuba.63

Este auge del movimiento popular y revolucionario —a cuyos ejemplos más significativos se ha hecho referencia— planteó un reto al control hegemónico estadounidense en la región que consideraba como “su patio trasero”. Frente a esta situación, una de las primeras acciones en política exterior de la administración republicana al asumir la Casa Blanca, fue encargarle al entonces gobernador de New York, Nelson Rockefeller64 realizar un recorrido de estudio por varios países latinoamericanos y caribeños para evaluar el escenario y hacer las recomendaciones pertinentes.

En medio de grandes protestas populares y del rechazo de algunos gobiernos del hemisferio, Rockefeller realizó el periplo, entre mayo y junio de 1969, que concluyó con la presentación de un voluminoso informe titulado: Quality of Life in the Americas (Calidad de vida en las Américas). Entre sus propuestas estuvo la creación de un sistema de seguridad colectiva en el hemisferio occidental y reforzar a la Organización de Estados Americanos (OEA) como organismo multilateral regional en la solución de los problemas que confrontaban las relaciones interamericanas. Reco­mendó —en correspondencia con la “doctrina Nixon”, recién formulada— estrechar los vínculos de las agencias de seguridad estadounidenses con los aparatos policíaco-militares en los países de la región, mediante un asesoramiento directo y el apoyo logístico y tecnológico, para tener una mayor eficacia en sus tareas represivas contra los movimientos populares y conjurar el estallido de revoluciones sociales, lo cual significaba “latinoamericanizar” la política de “contención al comunismo” y abandonar las intervenciones militares directas en los asuntos internos y externos del he­misferio, como ocurrió en 1965 en la República Dominicana.

Los Estados Unidos, en un contexto caracterizado por la eminente derrota en Vietnam, el poderoso movimiento pacifista norteamericano, los cambios en el balance estratégico de fuerzas a favor del campo socialista, la crisis económica mundial capitalista que comenzaba a manifestar sus primeros síntomas y el auge de las luchas de liberación nacional y social a escala global no estaban en condiciones políticas, ni económicas, ni morales de continuar expandiendo sus compromisos estratégicos en todo el mundo65 y menos aún en Latinoamérica y el Caribe, como era el deseo, en primer lugar, del presidente Richard M. Nixon, para aplastar cualquier rebrote de socialismo en la región y lograr su vieja aspiración de destruir la Revolución Cubana.

La realidad en Cuba era también diferente. La contrarrevolución interna perdió sus bases de sustentación social. Diez años de construcción revolucionaria económica social, cambiaron la correlación clasista de fuerzas en el país. La participación activa del pueblo en las transformaciones estructurales de la nación y en su defensa había desarrollado su cultura y conciencia política, lo cual permitió enfrentar y resistir todo tipo de agresiones del imperio del Norte. Los focos armados contrarrevolucionarios que intenta­ron sembrar el caos en el país fueron derrotados.

En ese devenir, la nación cubana se fortaleció, tanto en el terreno político e ideológico, como en la esfera militar. A la par que edificó las estructuras estatales, creó nuevas organizaciones de masas y profesionales que agruparon a pobladores y vecinos de los barrios, a las mujeres, a niños y jóvenes, a los campesinos, artistas e intelectuales; saneó y fortaleció el movimiento sindical de los trabajadores; e integró y unió a las organizaciones políticas revolucionarias en un solo partido: el Partido Comunista de Cuba, venciendo los prejuicios anticomunistas sembrados. Todo esto le permitió al país ser más fuerte y estar en mejores condiciones para enfrentar el cerco mercantil imperialista y los propios errores y desaciertos del reto que una obra social humana de tal magnitud planteaba.

Cuba en el orden externo, enfrentó la política aislacionista de los Estados Unidos a escala regional, incrementó sus lazos de amistad y cooperación con los Estados que conformaban en aquel momento el campo socialista. Mantuvo en los organismos internacionales, como el sistema de las Naciones Unidas, una posición indeclinable en defensa de los principios de autodeterminación y soberanía de los pueblos. Fue un activo miembro del Movimiento de Países no Alineados y del Grupo de los 77; abrazó solidariamente las luchas anticoloniales y antimperialistas de los movimientos de liberación nacional en América Latina, Asia y África.

El contexto interno cubano entre 1969 y 1974 se caracterizó también por el paso del empeño de la búsqueda de un modelo socialista propio de desarrollo socioeconómico —mediante el salto de etapas que condujera rápidamente a la edificación del comunismo—, hacia el inicio de un proceso de aplicación de un modelo basado en las experiencias de la construcción socialista en la URSS y los países de Europa de Este.66

“Año del Esfuerzo Decisivo”, fue el nombre con que se bautizó 1969, en el que se debían consolidar todas las energías puestas en el agro cubano en pos de alcanzar la preciada meta de los diez millones de toneladas de azúcar en la zafra del siguiente año, que posibilitaría un mejor desenvolvimiento de la economía en la satisfacción de las crecientes necesidades del pueblo. La Revolución vivía momentos de utopías, pero la realidad se impuso a los sueños. A pesar de la voluntad y el heroico esfuerzo desplegado por la inmensa mayoría del pueblo, la meta de los diez millones de toneladas de azúcar no pudo ser lograda; no obstante, se alcanzó una cosecha récord de ocho y medio millones de toneladas. La industria azucarera no tenía suficiente capacidad de molida, la batalla descomunal librada en todos los frentes para cumplir esa tarea produjo importantes descompensaciones en la economía del país.67

El 20 de mayo de 1970, Fidel Castro Ruz le habló al pueblo: “La Batalla de los Diez Millones no la perdió el pueblo. La perdimos nosotros. Nosotros, la burocracia administrativa de la Revolu­ción; nosotros, los dirigentes de la Revolución”, perdimos la batalla —dijo el líder cubano.68

En todo el país comenzó una etapa de reflexión, rectificación y erradicación de errores en la cons­trucción socialista. En 1975, al valorar en su Informe al I Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC) esta compleja etapa histórica, Fidel señaló: “Las revoluciones suelen tener sus períodos de utopía en que sus protagonistas, consagrados a la noble tarea de convertir en realidad sus sueños y llevar a la práctica sus ideales, creen que las metas históricas están mucho más próximas y que la voluntad, los deseos y las intenciones de los hombres por encima de los hechos objetivos lo pueden todo”.

Y más adelante agregó: “En la conducción de nuestra economía hemos adolecido indudablemente de errores de idealismo y en ocasiones hemos desconocido la realidad de que existen leyes económicas objetivas a las cuales debemos atenernos”.69

La rectificación de estos enfoques y la formulación de una política más ajustada a la realidad marcaron los años iniciales de la década de los setenta. La política económica y social del país fue sometida a un profundo proceso de reflexión nacional con debates abiertos en centros de trabajo, estudiantiles y a nivel de barrios que condujeron a cambios sustanciales. Fueron adoptadas un conjunto de medidas dirigidas a rectificar los errores del quinquenio 1966-1970, las cuales comenzaron por un reordenamiento de la economía, conjugadas de forma simultánea con un fortalecimiento de las organi­zaciones políticas, de masas y sociales.

Las estructuras de poder estatal y gubernamental, como parte fundamental para la construcción socialista, se sometieron a una profunda crítica y valoración con vista a su perfeccionamiento. Las decisiones que se tomaron en esa dirección, antes tuvieron que pasar por el juicio de la experimentación práctica. En la provincia de Matanzas se llevó a cabo un ensayo sobre el funcionamiento de los Órganos de Poder Popular entre 1974-1975, que arrojó importantes experiencias que el Primer Congreso del Partido analizó y aprobó generalizar en el resto de la nación, lo que significó un notable avance del sistema político cubano y de la democracia socialista. Simultáneamente, a los órganos del Poder Popular como su complemento, se realizaron estudios acerca de la división política y administrativa del país y del sistema de dirección de la economía, los cuales fueron acuerdos en la magna cita de los comunistas cubanos en diciembre de 1975. Estos cambios requirieron un ordenamiento constitucional y jurídico recogido en un proyecto de Constitución Socialista, igualmente sancionado en el cónclave del Partido y sometido después a un referendo popular el 15 de febrero de 1976.

Paralelamente, la organización política dirigente de la Revolución, el Partido Comunista de Cuba, se sometió a una profunda evaluación, pues era indispensable e impostergable fortalecer su papel como órgano rector de la sociedad socialista. Especial atención tuvo el análisis de los métodos y estilos de trabajo de sus estructuras, desde la base hasta la nación. Uno de los problemas del trabajo partidista lo constituían sus formas de dirección y relación con las instituciones estatales y las organizaciones políticas, de masas y sociales, para la conducción política de la sociedad. Al respecto, el 28 de septiembre de 1970, Fidel insistió: “[…] el papel de nuestro Partido —entiéndase bien— no puede ser ni podrá ser jamás el de sustituir a la administración, ni el de sustituir a las organizaciones de masas, sino el de dirigir ese proceso, el de dirigir esa formidable revolución de masas”.70

A partir de 1970, el PCC orientó sus esfuerzos hacia la organización del sistema socialista de la economía y la reestructuración del sistema político del país. Esto planteó a la organización partidista tareas esenciales como la reorganización y fortalecimiento de sus órganos de dirección a todos los niveles y la delimitación de sus funciones con respecto a las del Estado y las organizaciones de masas. Al objetivo de fortalecer la función dirigente del Partido contribuyó —a nivel central— la ampliación de su Secretariado y el paso de las Comisiones de Trabajo a la creación de los Departamentos como auxiliares de los organismos ejecutivos y de dirección partidista. Todo este proceso tuvo su climax con la realización del Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba que, junto a los importantes documentos referentes al sistema político, económico y social de la nación, aprobó los “Estatutos del PCC” que regularon la actividad interna partidista y la “Plataforma Programática”, que constituyó el documento rector del trabajo del Partido y la Revolución, cuyos principios y postulados, regirían: “[…] toda la política a seguir en las diferentes actividades de nuestro pueblo, tanto en el orden interno como en el internacional, y a cuyos objetivos y tareas deben subordinarse y ajustarse los planes específicos de las diversas instituciones del país”.71

Los errores cometidos entre 1966 y 1970, en el terreno económico y social de la edificación socialista cubana, no repercutieron en general en un debilitamiento de su sistema defensivo. Todos los intentos subversivos que tendieron a revertir la derrota de la contrarrevolución interna fueron frustrados por la acción de las instituciones armadas y el pueblo, impidiendo que la vía violenta de la guerra sucia impuesta a la nación desde los primeros años de la Revolución, pudiera retornar y el país vivió en un clima de paz.

Las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), ante la compleja situación político-militar, tuvieron la necesidad de elevar el volumen de sus efectivos regulares muy por encima de las potencialidades económicas y demográficas del país. Frente a esta realidad y con el objetivo de aliviar las afectaciones que representaba a la economía, entre 1966 y 1970 —dado el contexto estratégico operativo que la guerra en Indochina significó para los Estados Unidos—, destinaron una parte considerable de sus tropas a las labores productivas, en detrimento de la preparación militar y la disposición combativa. Como parte de todo el proceso que se llevaba en la nación, en 1970, el alto mando político-militar tomó la decisión de disminuir gradualmente los efectivos regulares de las FAR, logrando en el quinquenio 1971-1975 liberar a favor de la economía “alrededor de 150 mil hombres de los servicios de la defensa y aproximadamente cinco mil vehículos”,72 sin afectar su capacidad combativa.

El Ministerio de Interior (MININT) y sus instituciones de la Seguridad del Estado —tanto de inteligencia como de contrainteligencia—, de orden interno y tropas guardafrontera, continuó mejorando sus técnicas en general y su trabajo operacional, lo que le posibilitó perfeccionar su labor de vigilancia, la captura de los elementos infiltrados y lograr, desde 1965, la disminución de las infiltraciones.

Las acciones subversivas de los Estados Unidos y la contrarrevolución en el exterior —bajo el asesoramiento directo e indirecto de la CIA— tuvieron que adoptar nuevas modalidades para una lucha más larga, donde ocupó un espacio principal la guerra económica y la subversión en el plano de las ideas con: “[…] diversas formas de penetración, mediante agentes clandestinos, el sabotaje económico, el intento de penetración y confusión ideológica y cuantas formas puedan tener a su alcance para combatir a la Revolución”.73

De esta manera, comenzó en 1971 una etapa de abandono paulatino de las líneas socioeconómicas abiertas en la segunda mitad de la década anterior, y el país se encaminó a la adopción del modelo socialista soviético.

La recuperación económica fue favorecida en sus inicios, además, por una sensible alza en los precios del azúcar en los mercados internacionales, pues su cotización pasó de 3,68 centavos en 1970 a 29,60 centavos en 1974.