Un lugar para ti - Luisa Noguera Arrieta - E-Book

Un lugar para ti E-Book

Luisa Noguera Arrieta

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Beschreibung

Juancho es un pequeño cachorro que es adoptado por una familia. Sin embargo, al poco tiempo cambiará de casa y lo llevarán a vivir al campo, con todas las libertades y problemas que esto conlleva para un perro de ciudad. Con el tiempo, aprenderá sobre la amistad, el amor y la estrecha relación que hay entre las personas y sus mascotas. Una hermosa novela de Luisa Noguera Arrieta con ilustraciones de Henry González, pensada para todos aquellos que amamos y tenemos animales.

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Tercera edición, enero de 2022

Segunda edición, febrero de 2019

Primera edición, enero de 2002

© Luisa Noguera Arrieta

© Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57) 601 3649000

www.panamericanaeditorial.com

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Edición

Julian Acosta Riveros

Ilustraciones

Henry González

© Shutterstock - Eva Daneva

Diagramación

Martha Cadena

ISBN Impreso: 978-958-30-5829-5ISBN Digital: 978-958-30-6478-4

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A.

Calle 65 No. 95-28, Tels.: (57) 601 4302110 - 601 4300355

Fax: (57) 601 2763008

Bogotá D. C., Colombia

Quien solo actúa como impresor.

Impreso en Colombia - Printed in Colombia.

Contenido

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo I

Eran diez cachorros: tres machos y siete hembras. Su papá, Paco, era un viejo pastor alemán que, pese a su edad, se conservaba animoso, feliz y saludable. Sus amos lo querían tanto que no les importaba que ya no vigilara. Lo habían pensionado con todos los honores y pasaban las tardes del domingo viendo televisión con el perro echado a sus pies, mientras le rascaban la oreja derecha, su caricia preferida.

Querían que esta fuera la última camada de Paco, e incluso pensaron que no había tenido éxito, pero como todo lo que hacía este perro lo hacía bien, ahora reposaban diez hermosos cachorros junto a su mamá. Narda era una pastora joven. Tenía solo dos años y estos eran sus primeros bebés. Se sentía muy orgullosa, pues todos los que iban a conocer a los perritos se deshacían en elogios. Solamente le extrañaba que siempre terminaban la visita con un “me quedo con este”. Narda ignoraba qué quería decir esta frase, pero no le gustaba.

Los diez cachorros nacieron un 12 de septiembre y a los quince días abrieron sus ojos. La mayor parte del día dormían y el resto, comían. Narda se agotaba rápidamente, pues diez boquitas llenas de filosos dientes eran demasiado para su pobre cuerpo; sin embargo, su instinto era superior al cansancio, y con admirable resignación aguantaba las jornadas de mordisquitos.

Paco no parecía muy interesado en los perritos. Solo cuando comenzaron a crecer y salieron del cajón donde habían nacido, tuvo el primer contacto con ellos. Tal vez, no sabían que Paco era su progenitor. Lo que en realidad les interesaba a los cachorros era morder las patas del perro y colgarse de su cola.

Para el viejo pastor, la compañía de diez cacho­rros no era el ideal de felicidad. Sin embargo, algo en su interior le generaba gran simpatía por la camada, y al verlo jugar con ellos, se pen­saría que hasta cariño sentía.

Pasaron dos meses y los perritos ya comían solos en su plato, aunque no desaprovechaban la oportunidad de “asaltar” a Narda cuando se echaba a descansar. Por esos días, vieron por primera vez a un veterinario que les aplicó las vacunas y los examinó minuciosa­mente, y que luego expidió un certificado de buena salud.

Un buen día los cachorros comenzaron a desa­parecer. Primero fue una perrita que había nacido algo pequeña, pero tenía la carita más hermosa y fue la que aprendió primero a comer en un plato. Cuando Narda notó la desaparición, la buscó desesperadamente por toda la casa: el rastro que seguía con su agudo olfato terminaba justo en la puerta que daba a la calle. Cuando esta quedaba abierta, Narda recorría apresurada algunas cuadras, pero era inútil. El rastro ya se había perdido.

Las desapariciones continuaron. Un día, hasta se le perdieron dos al tiempo. La pobre no entendía qué pasaba con sus cachorros. Luego se dio cuenta de que justo antes de que se le perdiera alguno, la llamaba su amo con voz sospechosamente mimosa y le ofrecía una galletica para perros; la llevaba hasta el jardín interior y después de dársela, la dejaba allí encerrada un rato. Como ya conocía el truco, la siguiente vez no quiso recibir la galleta, aunque la boca se le hiciera agua. Le quedaban tres perritos y no pensaba quitarles la vista de encima.

Luego, lastimosamente, sus amos aprovechaban para desaparecer a sus cachorros cuando ella se retiraba a hacer sus necesidades, y se quedaba triste olfateando por todas partes. Aunque sus dueños la consintieran más de lo normal, tratando de consolarla, para ella era muy triste separarse de sus crías.

Una vez pasada la pena inicial, Narda notó que se sentía más aliviada y su cuerpo recuperaba el vigor de antes. Ya no se sentía pesada y se veía esbelta nuevamente. La tristeza pasó, y volvió a ladrar como antes.

Quedaba solo un cachorro que se había apegado mucho a Narda. Desde que se fueron sus hermanos, tenía la atención de su mamá solo para él, y toda la rica leche no tenía otro dueño. Se había puesto gordo y hermoso. Sus orejas eran atentas y su pelo muy suave y esponjoso.

—Hola mi pastorcito —entró saludando una señora—, por fin vine por ti.

El perrito estaba durmiendo al sol en el jardín y se entusiasmó con la voz que lo invitaba cariñosamente al juego. Le habían llevado un hueso de carnaza y una bola de hule que rebotaba tentadora.

Narda, que estaba bebiendo agua, se puso alerta y corrió junto a su perro. “Ahora se va él”, pensó entristecida. Pero ya había entendido cuál era el ritmo de la vida y lamió dulcemente a su cachorro, despidiéndose.

El perrito no se dio cuenta de que se separaba definitivamente de sus papás, ni imaginó que su vida iba a cambiar por completo. Ya no pasaría las horas jugueteando en el patio o durmiendo plácidamente junto a Narda. Ya no volvería a entrenarse en lucha con su cansado padre, ni a recibir los mimos de los que hasta ese día fueran sus amos. Sin embargo, nuevas puertas se abrían para este cachorro comprado con mucha ilusión por una pareja que quería darle a su hijo un regalo de cumpleaños que no olvidara nunca.

Capítulo II

Juan Carlos esperaba emocionado el día de su décimo cumpleaños. No sabía qué sorpresa le tendrían de regalo. Solo le habían anticipado que ya era un hombrecito que podía asumir responsabilidades.

Llegó, finalmente, el día esperado y Juanca recibió una enorme caja que se apresuró a abrir. Del interior saltó como un resorte un cachorro que se encontraba algo incómodo y comenzó a lamer alegremente las manos y la cara del niño que lo abrazaba y besaba sin parar.

—¡Gracias, gracias! —gritaba Juanca.

—¿Qué nombre vas a ponerle? —preguntó su mamá.

—Juan Carlos, como yo —le respondió el niño.

—No hijito, no puedes ponerle tu nombre al perro. Así ninguno de los dos me va a hacer caso cuando los llame.

El niño se quedó pensativo y finalmente dijo:

—Entonces se llamará Juancho.

Juancho llegó a vivir a un apartamento que tenía un patio pequeño cubierto con teja plástica. Allí pasaba la mayor parte de tiempo encerrado, pues las veces que lo dejaban salir se enojaban mucho con él porque hacía pis, y todo lo demás, en las alfombras de la casa. Su preferida era la de la sala, porque tenía unos dibujos muy coloridos que le agradaban. Además, la sala había adquirido un agradable olor a él; pero, inexplicablemente, sus amos no opinaban lo mismo.

El perrito se entristecía mucho con cada regaño. Se echaba en un rincón del patio extrañando su vida anterior, pero cuando Juanca llegaba del colegio y lo sacaba a pasear, se le olvidaban todas sus penas. Incluso sentía por el niño un cariño muy especial, parecido al que sentía por su mamá. Él se había convertido en su amigo inseparable y en el mejor amo que pudiera desear.

Para Juan Carlos, tener a Juancho había sido despertar a un montón de sensaciones que antes no había percibido. Se preocupaba si el perro comía, si estaba saludable, le quitaba las pulgas para que no se sintiera incómodo. Lo acariciaba y le hablaba como a un amigo muy querido, le contaba sus problemas y también sus alegrías.

Para los papás de Juanca, la llegada del cachorro no había sido tan afortunada. Recibían constantemente quejas de los vecinos, pues el perrito, después de que todos salían por las mañanas, aullaba y aullaba al sentirse solo.

Los domingos eran muy especiales; iban al campo, a la casa de unos tíos del niño. El cachorro esperaba ansioso la llegada de ese día, ya estaba acostumbrado e incluso sabía perfectamente cuándo era domingo. Lo subían al platón de una camioneta, donde disfrutaba la indescriptible sensación del viento en sus orejas. El día se le pasaba entre caminatas por el monte y su pasatiempo favorito: ladrarle en la oreja a un viejo filabrasileño que siempre permanecía amarrado y no podía defenderse.

En sus habituales paseos dominicales, también había conocido unos seres que no eran perros ni personas. Una mañana, vio a uno de esos animalitos escarbando la tierra, y los colores del pequeñín se le hicieron tan tenta­dores que quiso acercarse. Sin embargo, este se asustó tanto que salió corriendo dando unos gritos espantosos. Pensando que era parte del juego, Juancho lo persiguió por toda la finca. Cuando los demás se dieron cuenta comenzaron a corretearlo, gritándole y lanzándole ramas, piedras y cuanta cosa encontraban. Juancho sospechó que había hecho algo malo y se detuvo con el animalito en la boca, dejando un reguero de plumas a su alrededor. Esa fue la primera vez que recibió un castigo.

Así como aprendió a respetar las gallinas, la vida seguía dándole lecciones al cachorro, que ya había crecido considerablemente. Aprendió, por ejemplo, que debía caminar al lado de sus amos en la calle, en lugar de enredarlos con la correa y jalonar a su antojo cada vez que algo le llamaba la atención. Esa lección se la dio un collar que cuando se lo pusie­ron lo hizo sentir muy bonito y elegante. Sin embargo, con cada tirón que daba, el collar se apretaba más alrededor de su cuello, hasta impedirle respirar. También aprendió que los botones de las camisas que colgaban en el patio no eran de comer y que no podía arrancarlos, ni tampoco eran de comer las patas de madera de los muebles, ni los cuadernos y libros que encontraba regados en el cuarto de Juan Carlos. Tampoco podía ladrarles descortésmente a los vecinos del piso de arriba, aunque una vez le hubieran dado una patada. Esto y otras cosas más se las enseñó un periódico enrollado con el que sus amos le golpeaban la cabeza.

Se sentía un perro feliz. Ya había cumplido seis meses y tenía todo lo que un cachorro podía desear. Lo sacaban regularmente de paseo, comía deliciosas sopas de avena y los sobrados de los platos. Juanca le dejaba casi todo su almuerzo y, además, le daba muchas golosinas: galletas, bocadillos, salchichas y las pepas de concentrado que terminaban de llenar su barriga.