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Las revoluciones liberales europeas fundaron el bachillerato como el espacio educativo donde se formaría el ciudadano autónomo. Este libro estudia el surgimiento de la enseñanza media y el caso del Instituto Provincial de Valencia con un enfoque analítico exhaustivo y riguroso, con el propósito de conocer mejor a esas clases medias que debían ser el sustento del liberalismo en España.
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Seitenzahl: 811
Veröffentlichungsjahr: 2015
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UN TÍTULO
PARA LAS CLASES MEDIAS
EL INSTITUTO DE BACHILLERATOLLUÍS VIVES DE VALENCIA, 1859-1902
Carles Sirera Miralles
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
© Del texto, el autor, 2011
© De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, 2011
Publicacions de la Universitat de València
http://puv.uv.es
Ilustración de la cubierta: fotografía de la tesis de Rafael Herrero Cortés: Ideario y acción de un krauso-institucionista: Saturnino Milego e Inglada, Valencia, Universitat de València, 1983
(fotografía n.° 27).
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Fotocomposición, maquetación y corrección: Communico, C.B.
ISBN: 978-84-370-8113-7
Escrit en reconeixement del treball de professors com la meva mare,catedràtica de Llengua i Literatura en un institut públic.Gràcies al seu esforç, el sistema educatiu valencià encara funciona
ÍNDICE
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
Estado de la cuestión
Objeto de estudio y metodología
EL MARCO LEGAL ENTRE 1859 Y 1902
Los antecedentes y el Plan Pidal de 1845
La Ley Moyano y el Reglamento de 1859
La reforma de 1866
La libertad de enseñanza de 1868
El Plan Lasala de 1880
El Plan Groizard
Los planes sin solución
Las reformas de García Alix y Romanones
LOS ALUMNOS ENTRE 1859 Y 1902
El ingreso
El número total de alumnos
Los bachilleres hasta 1880
Los bachilleres entre 1880 y 1902
Las alumnas
Los estudiantes de aplicación y los peritos
EL PROFESORADO ENTRE 1845 Y 1880
Ingreso en el cuerpo docente
Trabajo, sueldo y carrera profesional
Entrega y reputación: la imagen de los catedráticos
Los profesores auxiliares
Ideologías y control
EL PROFESORADO ENTRE 1880 Y 1905
Los catedráticos
Profesores numerarios, internos y auxiliares
Los catedráticos ante la Administración
Prestigio profesional: la imagen de los catedráticos
Las primeras grietas en el Claustro
La irrupción del blasquismo
EL FUNCIONAMIENTO COTIDIANO DEL INSTITUTO PROVINCIAL 1859 Y 1905
Desobediencia y disciplina
Los exámenes
Transmisión de valores: liberalismo y nacionalismo
Los límites de la libertad de cátedra
LOS COLEGIOS PRIVADOS
Los centros privados y los seminarios conciliares
Los colegios privados durante la Restauración
CONCLUSIONES: UNAS CLASES MEDIAS SIN TÍTULO
La utilidad del bachiller hasta 1880
La utilidad de los títulos a partir de 1880
Singularidades en una perspectiva comparada
FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA
PRÓLOGO
En una revisión historiográfica efectuada en 1998 por Juan Luis Guereña, se decía que la historia de la educación secundaria en España había constituido el «pariente pobre» de la investigación histórico-educativa durante la década de los ochenta del siglo XX, frente a la pujanza de los estudios sobre, por ejemplo, los procesos de escolarización y alfabetización o la historia de las universidades.1 Cuatro años antes, Ruiz Berrio, al analizar lo publicado desde 1982 a 1993, ambos años incluidos, en relación con la historia de la escuela pública en España, consideraba la historia de la educación secundaria como un campo «novedoso en nuestra historiografía educativa» que estaba llamado a ser un «tema estrella» en el próximo decenio.2 El tiempo parece haberle dado la razón, al menos desde un punto de vista cuantitativo. En un trabajo de inminente publicación sobre la evolución y las tendencias historiográficas en las tres últimas décadas -desde 1981 al 2009, ambos años incluidos- en relación con la historia de la educación secundaria en España,3 se recopilan algo más de ochocientos títulos entre artículos, libros y capítulos de libros sobre el tema, a los que habría que añadir, al menos por su relevancia, algún título más aparecido en el año 2010.
Una buena parte de esta producción, siquiera por razones conmemorativas, corresponde a trabajos sobre la historia de establecimientos educativos concretos, públicos o privados. Estas historias institucionales suelen matizar y concretar, en un caso específico, lo que la historiografía viene manteniendo, desde una perspectiva general, sobre la génesis y evolución posterior, hasta nuestros días, de lo que hoy llamamos educación secundaria y que en otros momentos recibió los nombres de segunda enseñanza, enseñanza media o bachillerato. A esta amplia serie de historias institucionales viene a sumarse el libro de Carles Sirera. Sin embargo, a diferencia de la práctica totalidad de ellas y de otras obras de enfoque más general, en ésta no siempre se confirman o matizan -más bien se ponen en cuestión- algunos de los supuestos que los historiadores del tema hemos mantenido en alguna ocasión en relación con dichas génesis y evolución.
El libro de Carles Sirera entronca tanto con la historia sociocultural como con la ideológica y política. En último término, conecta liberalismo y segunda enseñanza. Versa sobre la segunda enseñanza, en su doble versión -inestable y conflictiva- como bachillerato clásico y estudios de aplicación. Un nivel educativo creado por el régimen liberal o, si se prefiere -de ahí el título de la obra-, una enseñanza media para las nuevas clases medias. Al mismo tiempo, se trata, como se ha dicho, de una historia institucional, de una historia del Instituto de segunda enseñanza de Valencia en sus relaciones con otras instituciones educativas, públicas o privadas, y con la sociedad valenciana de la segunda mitad del siglo XIX. Combina, por ello, el análisis de la intra o microhistoria -micropolítica- del Instituto -organización interna, conflictos, tensiones, vida cotidiana, continuidades, cambios- con el de sus relaciones con el entorno social, político y cultural.
Quienes lean el libro destacarán en él, según sus intereses y puntos de vista, unos u otros aspectos. A mi juicio, son relevantes, entre otros, las páginas dedicadas a la composición social y las estrategias académicas del alumnado, al profesorado como grupo profesional -carreras docentes, espíritu de cuerpo, imagen pública, conflictos internos, asociacionismo, atención especial a los sustitutos y auxiliares-, a la enseñanza no oficial y al currículum, es decir, a los contenidos enseñados, exámenes, métodos, distribución del tiempo, etc. Asimismo, su lectura revela la importancia del Sexenio democrático (1868-1874) en nuestra educación secundaria. Un aspecto puesto también de relieve en una obra reciente sobre el Instituto madrileño del Noviciado -Cardenal Cisneros desde 1877- en cuanto laboratorio de ensayo de las fracasadas reformas de la segunda enseñanza, intentadas por los krausistas en 1869 y 1873.4 En la segunda enseñanza, como en tantos otros aspectos y cuestiones, hay un antes y un después del Sexenio.
Con independencia de ello, el libro de Carles Sirera constituye un análisis institucional concreto de la aplicación de las reformas, los planes de estudio y las disposiciones legales lanzadas o aprobadas en relación con la enseñanza media en la España de la segunda mitad del siglo XIX. Proporciona esa visión necesaria, en un caso determinado, de los procesos de adaptación, reinterpretación y modificación que implica la aplicación de las reformas y la legislación educativa en un establecimiento y entomo determinados. Además, desde esta perspectiva institucional concreta, cuestiona y fuerza a repensar algunos de los clichés y «verdades» admitidos y repetidos hasta ahora por la historiografía del bachillerato tradicional o de elite en relación con su carácter, sus destinatarios y su naturaleza dentro del sistema educativo.
Así, frente a la idea generalmente mantenida de un bajo porcentaje de fracaso escolar o alta eficacia interna de dicho bachillerato, Sirera sostiene que ello puede ser cierto si nos referimos al porcentaje de suspensos -un porcentaje que desciende a lo largo del período estudiado- a causa de la presión social y familiar, pero no lo es si dicho porcentaje tiene en cuenta los abandonos producidos por la larga duración del bachillerato y por causas personales o infortunios familiares.
Así mismo, frente a quienes afirman -y hemos afirmado- que el bachillerato, por su carácter propedéutico, se cursaba por lo general para acceder a los estudios universitarios, Sirera indica que ello sólo era así en el 35-40% de quienes obtenían el título de bachiller. A su juicio, pues, el bachillerato era un nivel educativo con entidad propia, claramente separado de la universidad y no su simple antesala.
Item más, tampoco parece ser cierto que el bachillerato se cursaba sólo con vistas a la obtención del título de bachiller: un buen número (el 35%) de los que finalizaban sus estudios no abonaban los derechos para la obtención de dicho título. Como tampoco puede decirse, según su análisis, que quienes cursaban estudios de aplicación o técnicos -comercio, agricultura, industria-, en el Instituto o fuera de este, pertenecían a clases o grupos sociales inferiores a quienes seguían el bachillerato clásico: ambos tipos de estudios ofrecían un alumnado de composición social similar. Por otra parte, no está de más señalar, en relación con este punto, que la explicación de la inexistencia en la España del siglo XIX de un bachillerato moderno o técnico, similar a los implantados en Francia y Alemania, o del fracaso de los intentos de implantarlo, radica para Sirera en la insuficiencia y debilidad, en el caso español, de la enseñanza primaria superior.
Por último, la tesis cuestiona -y este es el punto clave- otra idea asimismo generalizada: el carácter selectivo, elitista y restringido a las clases altas y medias-altas del bachillerato. En el caso valenciano, nos dice Sirera, el bachillerato constituía un espacio desde luego masculino, pero inclusivo y heterogéneo, que ofrecía un espectro social casi omnicomprensivo. En consecuencia, según sus palabras, no se puede afirmar que el título de Bachiller fuese un grado académico destinado exclusivamente, o principalmente, a las clases media y alta. No sólo no existían prácticas intencionadamente discriminatorias en su admisión, nos dice, sino que el fracaso escolar estaba transversalmente distribuido y más del 33% de los jóvenes que lograron titularse provenían de estratos familiares de clase media-baja.
Estas últimas afirmaciones, acordes con la imagen interclasista que ofrecía el Instituto de sí mismo en sus Memorias, plantean la necesidad de llevar a cabo análisis semejantes en otros institutos de la época con el fin de saber si el caso valenciano es la norma general o una excepción. Con independencia de ello, la cuestión planteada nos remite a otras no menos debatidas: la de la extensión de las clases medias en la España de la segunda mitad del siglo XIX, qué es lo que hay que entender por el cambiante y polivalente concepto de clase o clases medias -no es casualidad que «el primer uso conocido de esta expresión en nuestra lengua», efectuado por Marchena en 1792, esté ligado a la educación-5 y cómo cuantificar la composición social de la población estudiantil, temas todos ellos a los que Sirera se enfrenta en este libro a partir del análisis, documentado y riguroso, de una institución educativa concreta. Ello hace que su obra constituya, al mismo tiempo, el germen de un debate de amplia relevancia histórica, cultural, política y educativa, y una referencia obligada para cuantos se acerquen en el futuro a estas cuestiones.
ANTONIO VIÑAOUniversidad de Murcia
1. Jean-Louis Guereña: «La enseñanza secundaria en la historia de la educación española», Historia de la Educación 17, 1998, pp. 415-443 (referencia en pp. 415-416).
2. Julio Ruiz Berrio: «La escuela pública», en J.-L. Guereña, J. Ruiz Berrio y A. Tiana (eds.): Historia de la educación en la España contemporánea. Diez años de investigación, Madrid, CIDE, 1994, pp. 77-115 (citas en p. 110).
3. Antonio Viñao: «La educación secundaria», en J.-L. Guereña, J. Ruiz Berrio y A. Tiana (coords.): Nuevas miradas historiográficas sobre la educación en la España de los siglos XIXy XX, Madrid, Ministerio de Educación, en prensa.
4. Carmen Rodriguez Guerrero: El Instituto Cardenal Cisneros de Madrid (1845-1877), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Cientificas, 2009.
5. Juan Francisco Fuentes: «Clase media», en J. Fernández Sebastián y J. F. Fuentes: Diccionario político y social del siglo XIX español, Madrid, Alianza Editorial, 2002, pp. 161-166.
INTRODUCCIÓN
ESTADO DE LA CUESTIÓN
La Historia es, sin lugar a dudas, una disciplina inconmensurable de contornos difíciles de delimitar. Por esta razón, su estudio suele fragmentarse en áreas temáticas que resisten, con mejor o peor fortuna, su deslinde del marco cronológico o de temáticas análogas. Igualmente, la Educación es un concepto vago que comprende tanto la institucionalización de los procesos de aprendizaje como la transmisión informal de conocimientos y valores compartidos por una sociedad. Es decir, su análisis puede centrarse en la constitución y funcionamiento de los establecimientos educativos, en las dinámicas sociales que se configuran tanto en su interior como a su alrededor o en las disputas ideológicas que condicionan la construcción de los sistema educativos sustentados por una autoridad central.
En consecuencia, la historia de la educación, si no se restringe su objeto de estudio con una metodología cuantitativa que sólo pondere las tasas de escolarización o el gasto total destinado a la Instrucción Pública, deviene en historia sociocultural en el sentido más amplio, porque los procesos de escolarización o la codificación de la ciencia y la cultura son prácticas sociales que no pueden acotarse como parcelas separadas de los enfrentamientos políticos o de las condiciones materiales de vida de la población.1
No obstante, los historiadores sociales, económicos o políticos limitan su interés hacia la historia de la educación al empleo genérico de las tasas de analfabetismo como un indicador cuantitativo útil para visualizar el grado de crecimiento económico alcanzado, el desarrollo de la Administración pública o la difusión del nacionalismo, el catolicismo o el liberalismo. Este uso completamente válido desatiende, empero, todo el conjunto de relaciones institucionales e informales que produce el sistema educativo y el papel de mediación que tiene éste entre el Estado y la sociedad. El uso de estos porcentajes sin contextualizar se transforma, involuntariamente, en un exceso sintetizador que desdibuja toda la problemática que los sistemas educativos acarrean al reducirlos únicamente al grado de eficiencia de la Instrucción Primaria.
En este sentido, se debe señalar que, en el contexto académico español, hasta la década de 1980 no se publicaron tesis doctorales que tuviesen como objeto de estudio claramente diferenciado la enseñanza media. La primera obra destacada fue Política y educación en los orígenes de la España contemporánea, de Antonio Viñao Frago, estudio que hacía una radiografía pormenorizada del marco intelectual que dio origen a las leyes y decretos que edificaron el modelo liberal de Instrucción Pública en España.2 A este esperanzador inicio le siguió La Segunda Enseñanza Oficial en el Siglo XIX, de Federico Sanz Díaz, que trataba, principalmente, la constitución de la Dirección General de Instrucción Pública y los debates educativos producidos durante el Sexenio democrático.3 Finalmente, Evolución y desarrollo de la Enseñanza Media en España de 1875 a 1930. Un conflicto político-pedagógico, de Emilio Díaz de la Guardia, culminaba y completaba los trabajos anteriores, al recoger y analizar las controversias legislativas e ideológicas suscitadas por las reformas educativas que se promovieron desde los inicios de la Restauración hasta el estallido de la Guerra Civil.4
Sin embargo, en años posteriores este prometedor comienzo no disfrutó de una atención continuada y, en consecuencia, el bachillerato y los estudios técnicos en el siglo XIX han sido progresivamente relegados a un papel mucho más marginal dentro de las preocupaciones historiográficas, a pesar de que los contenidos curriculares de la enseñanza media decimonónica sí han generado una bibliografía más considerable sobre el avance de la cultura científica entre los sectores instruidos de la sociedad. Por otro lado, la codificación de la historia como una disciplina académica propia de los institutos de secundaria sí ha sido analizada desde una perspectiva cuantitativa y crítica por historiadores como Ignacio Peiró, Joaquín García Puchol o Raimundo Cuesta,5 con el propósito de profundizar en el debate sobre la tesis de la débil nacionalización española y su relación con los sistemas educativos.
En definitiva, a día de hoy la enseñanza media permanece como un objeto de estudio relegado del primer plano de las preocupaciones de la historiografía española. Olvidada entre el marasmo de especialistas generado por la excesiva segmentación y compartimentación de la disciplina histórica, sólo ha merecido en los últimos años aproximaciones parciales poco ambiciosas en sus planteamientos. Por esta razón, la bibliografía existente sobre el funcionamiento cotidiano de los institutos provinciales, así como sobre su significado y realidad social, es todavía demasiado fragmentaria y parcial como para establecer un cuadro de conjunto riguroso y extenso. Desde el punto de vista temporal, las cronologías difieren considerablemente en sus inicios o finales y desde una óptica territorial no se ha seguido ninguna pauta coherente para organizar o priorizar los institutos de las ciudades más relevantes. Mientras que los sistemas educativos de países como Francia, Alemania e Inglaterra fueron estudiados hace más de veinte años en obras de síntesis como las de Fritz K. Ringer o Detlef K. Müller,6 el sistema educativo liberal decimonónico en España ha recibido una atención demasiado desigual para poder incorporarse a una comparativa europea fructífera, especialmente en todo lo relativo a la enseñanza media, que, paradójicamente, es el tema central de los estudios antes citados.
OBJETO DE ESTUDIO Y METODOLOGÍA
El presente trabajo es una investigación de historia sociocultural. Su objeto preferente de interés no son las cuestiones vinculadas con el desarrollo de la pedagogía escolar, los currículum académicos o la práctica docente, sino las relaciones que se establecieron entre el Estado y la sociedad valenciana en la segunda mitad del siglo XIX mediante el sistema educativo oficial. Nuestro estudio está enfocado, especialmente, a lograr un mejor conocimiento del papel desempeñado por la enseñanza media en el proceso de configuración y definición de las clases medias. Como es obvio, los planes de estudio y sus contenidos son elementos relevantes para este fin, pero tienen una importancia secundaria en comparación con cuestiones relativas a la constitución de las clases medias, como los orígenes sociales del alumnado y sus profesores, sus planteamientos ideológicos o sus comportamientos políticos.
Nuestra base documental principal proviene del Instituto Provincial de Enseñanza Media de Valencia: una institución claramente delimitada con competencias propias y personal asociado, cuyas relaciones con la sociedad civil e instancias administrativas superiores o subordinadas estaban fijadas por las normativas vigentes. Por otro lado, nuestro marco cronológico preferente es el periodo 1859-1902, aunque en algunos casos ha sido inevitable trascender estos límites temporales. En un primer momento, puede parecer inadecuado establecer el inicio en el año 1859, porque el instituto fue creado en virtud del Plan Pidal de 1845. No obstante, en sus orígenes el instituto careció de secretaría propia que generase documentación, porque estaba vinculado administrativamente a la universidad. Del mismo modo, sus profesores formaban un mismo claustro con sus compañeros de la universidad y no constituían un cuerpo de catedráticos separado. Por esta razón, el estudio del periodo 1845-1859 debería efectuarse conjuntamente con el de la universidad al tratarse de la misma institución.
Por el contrario, el Reglamento de 22 de mayo de 1859 estipuló que los institutos capital de distrito universitario fuesen establecimientos educativos independientes y subordinados al rectorado, como ocurría con el resto de institutos provinciales. A partir de ese momento, el instituto de Valencia expidió y tramitó su propia documentación que, con desigual fortuna, se ha conservado en su archivo histórico. Por otra parte, la fecha de 1902 se justifica por las reformas llevadas a cabo por los ministros de Instrucción Pública García Alix y Romanones, que renovaron, en cierta medida, el bachillerato decimonónico. Como es obvio, estas fronteras cronológicas son siempre arbitrarias y podrían, perfectamente, haberse ampliado para albergar un estudio más extenso. Pero, desde nuestro punto de vista, eso hubiese dificultado conseguir un equilibro entre el volumen de información recopilado y su correcta exposición en profundidad.
En este sentido, se debe tener presente que el estudio de la documentación generada por el instituto, así como la perteneciente a la Universidad de Valencia y a la Dirección General de Instrucción Pública, se ha realizado con la determinación de alcanzar un mejor conocimiento del papel desempeñado por la enseñanza media en la constitución de las clases medias. Al igual que autores como Fritz K. Ringer, Detlef K. Müller, Christophe Charle, Jürgen Kocka o Pamela M. Pilbeam,7 consideramos que la clase media no se define por criterios externos a los grupos sociales históricos, sino que se trata de un agregado social que se identifica mediante un conjunto de imágenes autorreferenciales, dotadas de un significado propio, que lo diferencia de otros sectores sociales sin acceso al uso de esos códigos, comportamientos o títulos académicos que permiten el reconocimiento recíproco de los miembros internos del grupo.
Asimismo, el presente trabajo comparte con la Alltagsgeschichte8 la importancia de la autonomía de la sociedad y los individuos en su vida diaria. En consecuencia, consideramos que son las personas quienes deciden las propias prácticas sociales que las definen como sujetos, dentro de sus contextos semánticos de referencia, y que son ellas mismas quienes dotan de significado sus actividades vitales, sin estar determinados por estructuras invisibles o aisladas de las acciones y decisiones tanto individuales como colectivas. En un principio, asumimos que la instrucción formalizada debe ser un componente decisivo del estatus y nuestra intención es poder determinar su peso y relevancia sin recurrir a apriorismos de índole ideológica que suplan los inevitables vacíos de información empírica que todo estudio histórico afronta.
Si bien nuestro punto de partida es la presunción de que los títulos académicos referidos a la educación secundaria, por su carácter más exclusivo, debían ser un elemento definitorio del estatus social adquirido, esto no implica que se trate de una pauta que deba seguirse necesariamente, ni que su cumplimiento o ausencia tenga un valor interpretativo per se. No aspiramos a validar o refutar teorías sobre el supuesto atraso histórico de España respecto al contexto europeo mediante la exposición sucinta de tasas de escolarización. Tampoco pretendemos descubrir los supuestos fallos internos en la estructura institucional y económica que condicionaron el fracaso del Estado en el correcto cumplimiento de unas tareas históricas que atribuimos a las sociedades decimonónicas desde nuestro actual presente.9
Esta investigación no está guiada por un afán de certificar el grado de normalidad o desarrollo alcanzado por la sociedad valenciana decimonónica respecto a otros países. La construcción de paradigmas teleológicos fundados en la idea de progreso o modernidad no es útil, porque resulta inevitable el empleo de estos paradigmas como modelos normativos que, supuestamente, se han verificado empíricamente en la evolución económica, política y social experimentada por países conceptualizados como más avanzados o superiores. Sin negar la necesidad de realizar comparaciones que destaquen las singularidades y semejanzas con otros contextos históricos, entendemos que estas diferencias no pueden ordenarse de forma coherente bajo los postulados de grandes teorías holistas como el marxismo o el funcionalismo sin sesgar, condicionar y reducir su valor heurístico.
Por el contrario, nuestra intención es ilustrar con detalle las dinámicas sociales producidas en torno a un establecimiento académico: las relaciones mantenidas entre el alumnado y sus profesores, así como su interacción con los distintos grados de la administración o con las entidades educativas privadas. Igualmente, esperamos poder analizar con detalle los vínculos de este centro educativo con la sociedad que le daba cabida: si se trataba de un espacio neutral y aislado de los conflictos políticos y los debates de la opinión pública o si tanto sus estudiantes como catedráticos estaban inmersos en controversias que discurrían en la esfera pública. El interés se dirige hacia la instrucción formalizada como elemento visible de un estatus que sólo puede reconocerse socialmente mediante la atribución de significados. No importa tanto saber cuántos bachilleres hubo en Valencia en la segunda mitad del siglo XIX como esclarecer la relevancia pública de la enseñanza media.
Finalmente, se debe destacar que el presente libro tiene su origen en mi Tesis Doctoral, leída a finales del 2009. Como es habitual cuando se editan esta clase de trabajos de investigación, una gran cantidad de información y capítulos han sido suprimidos para facilitar la lectura a quienes no son especialistas en la materia. Esto ha supuesto la pérdida de 23 gráficos y de 18 tablas, además de los capítulos relativos a centros incorporados como el Real Colegio de San Pablo, la Escuela Industrial de Artesanos o los institutos locales, así como prescindir de estudios realizados sobre cuestiones como la financiación del sistema educativo o la transmisión de conocimientos. Igualmente, los datos específicos recogidos en los gráficos, así como la base de datos de alumnos realizada para sostener el estudio prosopográfico, no se han reproducido en el presente libro. Aquellos investigadores que tengan especial interés en saber cómo se han efectuado algunos cálculos matemáticos o en estudiar de primera mano la base de datos del alumnado, encontrarán toda esta información comprendida en los apéndices documentales de mi tesis doctoral depositada en la biblioteca de la Universitat de València.
Del mismo modo, es necesario advertir al lector que el instituto oficial de Valencia compartió sede con la universidad hasta 1868, año en que el Real Colegio de San Pablo, internado independiente del instituto, fue incautado por las autoridades revolucionarias y su edificio pasó a albergar el instituto, emplazamiento que mantiene en la actualidad. Por otra parte, con los bienes expropiados al Real Colegio se fundó la Escuela Industrial de Artesanos, centro gratuito de enseñanzas prácticas que estuvo a cargo de los profesores de instituto entre 1868 y 1887. Como ya se ha señalado, en la tesis doctoral se hizo un pormenorizado estudio de estas dos instituciones educativas que no ha sido posible incorporar al presente libro. Sin embargo, espero que, a pesar de estas pequeñas limitaciones o gracias al esfuerzo de síntesis, su lectura resulte amena, útil e interesante.
1 Antonio Viñao Frago: «historia de la educación e historia cultural: posibilidades, problemas, cuestiones», Revista de educación 306, 1995, pp. 245-269; Antonio Viñao Frago: «La escuela y la escolaridad como objetos históricos. Facetas y problemas de la historia de la educación», en Juan Mainer (coord.): Pensar críticamente la educación escolar:perspectivas y controversias historiográficas, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2008, pp. 83-118.
2 Antonio Viñao Frago: Políticay educación en los orígenes de la España contemporánea, Madrid, Siglo XXI, 1982.
3 Federico Sanz Díaz: La Segunda Enseñanza Oficial en el Siglo XIX, Madrid, MEC, 1985.
4 Emilio Díaz de la Guardia: Evolución y desarrollo de la Enseñanza Media en España de 1875 a 1930. Un conflicto político-pedagógico, Madrid, MEC, 1988.
5 Joaquín García Puchol: Los textos escolares de historia en la enseñanza española (1808-1900), Barcelona, Universitat de Barcelona, 1992; Ignacio Peiró Martín: «La difusión del libro de texto: autores y manuales de historia en los institutes del siglo XIX», Didáctica de las ciencias experimentalesy sociales 7, 1993, pp. 39-57; Raimundo Cuesta Fernández: Sociogénesis de una disciplina escolar: la Historia, Barcelona, Pomares, 1997.
6 Fritz K. Ringer: Education and Society in Modern Europe. Indiana University Press, 1979; Fritz Ringer y brian Simon: El desarrollo del sistema educativo moderno. Cambio estructuraly reproducción social 1870-1920, Madrid, Ministerio de Trabajo, 1992.
7 Christophe Charle: Les intellectuels en Europe au XIXe siècle. Essai d’Histoire Comparée, París, SEUIL, 1996; Jürgen Kocka: Historia social y conciencia histórica, Madrid, Marcial Pons, 2002; Josep Maria Fradera y Jesús Millán (eds.): Las burguesías europeas del siglo XIX. Sociedad civil, política y cultura, Valencia, Universitat de València, 2000; Pamela M. Pilbeam: The middle Classes in Europe 1789-1914. France, Germany, Italy and Russia, Hong Kong, MacMillan, 1990.
8 Alf Lüdtke: «What is the History of Everyday life and who are its practioners?», en Alf Lüdtke: The History of Everyday life, Princeton, Princeton University Press, 1995, pp 3-40.
9 Sobre esta cuestión: Salvador Calatayud, Jesús Millán y M. Cruz Romeo (eds.): Estado y periferias en la España del siglo XIX, Valencia, Universitat de Valencia, 2009.
EL MARCO LEGAL ENTRE 1859 Y 1902
LOS ANTECEDENCES Y EL PLAN PIDAL DE 1845
La implantación de un nuevo orden político supone la creación de un sistema de toma de decisiones diferenciado de los modelos anteriores, así como una definición de las competencias y responsabilidades asumidas por la autoridad pública emergente. Si tomamos la Constitución de 1812 como la expresión más completa de la voluntad del primer liberalismo español, es evidente que la Instrucción Pública, descrita en los seis artículos del Título 9,1 fue sometida a la dirección e inspección del Estado, mientras que su diseño curricular recayó en las Cortes (artículo 370). No obstante, esto no debe entenderse como un imperativo histórico en pos de la construcción de un sistema nacional de enseñanza planificado, donde la educación secundaria ocupase un espacio con identidad propia. En realidad, en la Constitución no hay palabra alguna que anticipe este proyecto y, tan sólo, se limita a reglamentar la enseñanza primaria como un servicio universal en el artículo 366. Sería en la sesión de Cortes del 29 de octubre de 1813, cuando se bosquejaría la institucionalización de la enseñanza media con la lectura del «Informe para proponer los medios de proceder al arreglo de las diversas ramas de instrucción pública»,2 obra de Quintana. De este informe surgió un proyecto de decreto leído el 17 de abril de 1814, semanas antes del regreso de Fernando VII, que no llegó a ser discutido, aunque fue mandado imprimir por las Cortes el 7 de marzo del mismo año.
Su propósito era instaurar un modelo académico fundamentado en los niveles de primera, segunda y tercera enseñanza como un cursus honorum que marcase los pasos vitales y educativos que debía seguir el niño iletrado para alcanzar la más alta cumbre de la universidad. Sin embargo, lo más novedoso era el nacimiento de la enseñanza secundaria como un estadio independiente. Si bien el proyecto estaba inspirado en el informe de Condorcet, que establecía unos criterios similares, su contenido exponía las líneas maestras que caracterizarían y dotarían de sentido a la enseñanza media en España. Su doble finalidad radicaba en la preparación para los estudios superiores y en la formación general de la persona, tal como ocurre hoy en día. Para lograr estos objetivos, se procuraría garantizar su máxima difusión creando «una universidad en cada capital de provincia, creciendo por consiguiente su número cuando se verifique la conveniente división del territorio prescrita por la Constitución».3 En esto, seguía a Condorcet, quien también propuso que «le nombre des instituts a été porté à cent dix, et il en sera établi dans chaque département».4
El decreto no exponía los futuros planes de estudio de una forma programática, sino que insistía en la importancia que debían tener las Matemáticas y la Física, auténtico esqueleto didáctico sobre el que pivotarían el resto de asignaturas. Se trataba de establecer unas bases educativas surgidas de la voluntad política de los liberales de Cádiz, un nuevo modelo educativo que no tenía su origen en una evolución interna de los métodos de enseñanza pareja al progreso científico de Europa, sino en las revoluciones liberales. Por ejemplo, en Inglaterra, sería en los inicios de la década de 1830 cuando se propusieron por primera vez medidas similares, aunque su discusión política no se iniciaría hasta la constitución de la Clarendon Commission en 1861 y sus efectos sólo se materializarían en reformas con la promulgación de la Education Act de 1902. 5
Por su parte, el proyecto de 1814 entendía la Instrucción Pública como el aval de los derechos y libertades proclamados en la Constitución y, especialmente, asignaba el papel de formador de hombres cultos y completos, preparados para la vida pública, a la enseñanza secundaria. Por esta razón, también se debía incluir el Derecho y la Economía Política en los planes de estudio:
Es necesario también que aprendiendo los principios del derecho político, sepan las reglas de cuya observancia depende el justo régimen y la felicidad de las naciones; y que instruidos en los principios generales de esta ciencia, los apliquen después á su patria, y estudien las leyes fundamentales que la rigen, para ver su consonancia con los principios constitutivos de la sociedad, y mas por convencimiento propio lo que debe respetar por obligación. Este estudio, prescrito terminantemente por nuestra ley constitucional, debe ser seguido de el de la economía política. (...) Siendo común en una nación el conocimiento del modo con que se forman y se distribuyen las riquezas (...) la fuerza de la opinión podrá dirigir al Gobierno, impedirle que se extravíe en el laberinto de los cálculos fiscales, ó que se debe [sic] seducir por las aparentes ventajas de una administración viciosa.6
El conocimiento de las leyes y del sistema tributario se obtendría cursando estos nuevos estudios, que darían la preparación necesaria para una participación activa y positiva en la política; es decir, en la confección de las leyes y los impuestos. Una participación no solo entendida como la condición de elegibilidad de un ciudadano fiel pagador de sus contribuciones, sino también como un creador y difusor de «la fuerza de la opinión que podrá dirigir al Gobierno». Asimismo, en plena consonancia con las experiencias vitales de unos constituyentes inmersos en una realidad inmediata marcada por una guerra nacional en pos de la construcción de un Estado liberal, la segunda enseñanza debía extenderse por todo el territorio y promover el avance de la nación:
Debe ser bastante general y fácil de adquirirse la segunda enseñanza, que aunque no necesaria en tanto grado como la primera, lo es sin embargo mucho mas de lo que comúnmente se imagina, pues que abraza todos aquellos conocimientos que preparan á los adultos para emprender con provecho estudios más profundos, al mismo tiempo que promueven la civilización general del Estado.7
Desafortunadamente, la derogación de la constitución por Fernando VII truncó este proyecto de decreto, que no tuvo tampoco continuación durante el Trienio, cuando se aprobó un reglamento que seguía adoleciendo de la provisionalidad impuesta por las circunstancias. No obstante, tras la muerte del monarca, entre 1833 y 1846, el Gobierno efectuó una centralización administrativa que culminaría en la creación de la Dirección General de Instrucción Pública, un organismo oficial dependiente del Ministerio de Gobernación, con poderes ejecutivos, que concentraría la toma de decisiones y edificaría una cadena de mando jerárquica.8 Este proceso se produjo en paralelo a la toma de poder y consolidación de los moderados y tuvo su cénit en el nombramiento de Narváez como presidente del Gobierno el 4 de mayo de 1844. Una consecuencia del nuevo gabinete será el Plan Pidal de 1845, el decreto que dotó de un marco estable y unívoco a la enseñanza media, así como a los centros educativos fundados de forma dispersa por el territorio nacional. Su característica principal fue la aclaración del organigrama institucional que debía sostener la educación pública: la instrucción primaria recaía en los municipios, la secundaria en las provincias y las universidades dependían del Gobierno central. Del mismo modo, bautizaba, definitivamente, a los establecimientos de enseñanza media como «institutos» y creaba uno por provincia, asignándolo para los fines curriculares a la universidad correspondiente según los distritos universitarios. Por otra parte, establecía una pirámide de comunicación oficial y ejecución de ordenanzas basada en la sucesión siguiente: director de institute → rector → director general de instrucción pública → ministro de Gobernación. Esto facilitaba la creación de una esfera de autoridad autónoma, pese a que no era completa, respecto a los jefes políticos y las diputaciones provinciales. Como es obvio, esto no impedía las interferencias políticas; pero, como mínimo, instauraba el filtro de que el cargo de rector debía recaer en una personalidad académica colegiada en el Claustro, quien podía hacer gala de una mayor independencia de criterio.
Igualmente, el Plan Pidal se decantaba por la primacía del Estado ante la Iglesia, porque debía ser el garante de todo el sistema educativo. Por esta razón, el sistema se fundamentaba en la uniformidad de asignaturas, libros de texto y métodos de evaluación, dictados por la Dirección General de Instrucción Pública. La enseñanza privada debía someterse a estas directrices, sus centros estar adscritos a un instituto oficial y bajo la inspección de su director;9 pero, ante todo, sus alumnos sólo podían ser examinados en los establecimientos oficiales, sólo estos exámenes tenían efectos académicos y, por lo tanto, sólo los centros públicos podían emitir títulos académicos. Este monopolio estatal en la instrucción perseguía la secularización de la enseñanza media y, a grandes rasgos, cumplió con su objetivo. Los seminarios conciliares quedaron relegados del sistema oficial, y sus estudios carecieron de homologación alguna.
Por otro lado, la mayoría de universidades perdieron su autonomía y fueron sometidas a la centralización administrativa. Tales medidas hicieron merecedor a José Pidal de calificativos como el de «anticlerical» y provocarían años más tarde las conocidas críticas de Menéndez Pelayo a dicho plan y a su verdadero artífice, el director general de Instrucción Pública, Antonio Gil de Zárate.10 De hecho, en el Plan Pidal la restricción de la libertad de enseñanza era concebida como una medida defensiva e instrumental ante la Iglesia por la experiencia de la pasada guerra civil.11 En palabras del propio Gil de Zárate:
Que trasladada la soberanía á la sociedad civil, á esta sociedad corresponde solo el dirigir la enseñanza, sin que se mezcle en ella ninguna otra sociedad, corporacion, clase ó instituto que no tenga ni el mismo pensamiento, ni la misma tendencia, ni los mismos intereses, ni las mismas necesidades que la sociedad civil.
Que teniendo la sociedad eclesiástica su pensamiento propio, sus intereses, sus necesidades y sus tendencias, que no siempre estan, ni pueden estar, acordes con lo que exije la sociedad civil, es un contrasentido poner en sus manos la enseñanza.
Que la sociedad civil moderna, cuando entrega la enseñanza al clero, abdica su poder y sus derechos, y hace una cosa contraria á lo que exijen los principios, sus necesidades é intereses; y con una imprevision funesta, prepara su ruina, ó por lo menos, permitiendo que se formen hombres como no deben ser, abre la puerta á choques terribles y á revoluciones sangrientas que la desquician, y ponen tambien á la misma sociedad eclesiástica en peligro.
(...)
La cuestión, ya lo he dicho, es cuestión de poder. Trátese de quién ha de dominar á la sociedad: el gobierno ó el clero.12
Asimismo, se pretendía vincular la segunda enseñanza con la formación de las burocracias profesionales que deberían dirigir el Estado. A diferencia de los liberales gaditanos, los moderados recondujeron su voluntad de generalizar la enseñanza media y crear hombres útiles y activos para la nación en dos direcciones. Primero, hacia la formación de una base social compuesta por personas cultivadas con un bagaje de principios y opiniones homogéneas; después, hacia la preparación de funcionarios competentes para el Estado. No obstante, las normas que codificarían los requisitos para el acceso a las plazas de empleados públicos se improvisarían progresivamente, como relataremos en el siguiente epígrafe, al tratar los estudios especiales propios de los peritos. De igual modo, la llegada de Bravo Murillo a la presidencia del Consejo de Ministros el 14 de enero de 1851 iniciaría el primer asalto de los partidarios de revertir la secularización de la enseñanza media.
LA LEY MOYANO Y EL REGLAMENTO DE 1859
La firma del Concordato con Roma en marzo de 1851 implicaba, irremisiblemente, un cambio sustancial de actitud en la política del Gobierno respecto a la instrucción pública. El 20 de octubre de 1851, tan sólo tres días después de publicarse el Real Decreto que recogía este acuerdo, se transferían los asuntos relativos a la educación al Ministerio de Gracia y Justicia, cartera que también decidía sobre las cuestiones eclesiásticas. Por otra parte, el propio Concordato reconocía en su artículo 2.° el derecho de los obispos a «velar» por la conformidad con la doctrina católica de los contenidos académicos impartidos en todos los establecimientos públicos, aunque no definía claramente su potestad sobre la materia. Sin embargo, la medida más significativa fue la subrepticia validez oficial que se confirió a los estudios realizados en los seminarios. En teoría, esta convalidación se limitaba a una homologación con el título de Bachiller en Filosofía y con el de Licenciado en Derecho Civil, sólo para aquellas personas que quisieran seguir con la carrera eclesiástica. Pero, como advertía J. de la Revilla (antiguo colaborador de Gil de Zárate), esto no era más que un impedimento simbólico y fácilmente vulnerable, porque los 19.485 jóvenes que asistían a los seminarios en aquel momento no podían todos consagrar su vida al sacerdocio.13
El Bienio progresista derogaría estas reformas, y el ministro de Fomento Alonso Martínez entendería que era necesario elevar a rango de ley aprobada en el Parlamento cualquier texto que pretendiese encauzar las líneas maestras del sistema educativo, para evitar, de este modo, las modificaciones esperables por vaivenes políticos. Desgraciadamente, estas nobles aspiraciones, en consonancia con todos los intentos de parlamentarizar la acción de gobierno durante el régimen isabelino, no se vieron coronadas con éxito. No obstante, Claudio Moyano, miembro del gabinete de Narváez que volvió al statu quo de 1845, tomaría nota y se propondría un objetivo similar con una estrategia diferente. Primero, haría aprobar en el Parlamento una Ley de Bases que marcaría las directrices del proyecto que se debía desarrollar y, luego, lograría un fácil consenso que le daría la estabilidad definitiva.
Claudio Moyano, pese a que no fracasó en su empeño, se equivocó en sus previsiones. La instrucción pública había sido anteriormente, y sería después, un tema que exacerbaba las distintas sensibilidades y, en consecuencia, del 17 al 20 de junio se vivió un duro debate en el Congreso en las votaciones de la Ley de Bases, donde se exhibieron cortantes aristas en la estrecha concordia mantenida por los moderados contrarios al unionismo y los neocatólicos. Los representantes de estos últimos, con Canga Argüelles a la cabeza, exigieron una reglamentación que hiciera efectivo el artículo 2.° del Concordato y supeditara toda la enseñanza a la inspección de la Iglesia. Moyano, por su parte, prometió tener presente sus demandas en la redacción de la ley, aunque los neocatólicos no retiraron sus enmiendas y las presentaron a votación. Perdieron por 62 votos a favor y 124 en contra, cosechando apoyos en el ala clerical de los moderados. Superado este trámite, se formó una junta compuesta por 30 miembros de distintas tendencias, pero en la que repetían personalidades como el propio Gil de Zárate o J. de la Revilla.14
La Ley de Instrucción Pública de 9 de septiembre de 1857 fue, a grandes rasgos, una puesta en orden del Plan Pidal de 1845. Devolvió a la secundaria su objetivo primigenio de enseñanza intermedia, a la vez que independiente y completa en sí misma. La finalización de estos estudios confería el Grado de Bachiller en Artes, y para el ingreso en la enseñanza superior se exigía un curso preparatorio que dependía de cada facultad. Asimismo, se incluían las lenguas vivas (a determinar por los reglamentos) como una materia de estudio más y se tipificaba el examen de ingreso a dicha enseñanza y se remarcaba la obligatoriedad de poseer el título de Bachiller en Artes para matricularse en la universidad.
No obstante, el aspecto más novedoso era la organización de los llamados «Estudios de Aplicación». Estos habían sido creados en el Plan Pidal con el nombre de «Estudios Especiales» y se referían a los conocimientos técnicos propios de la agricultura, el comercio o la industria. Pese a que habían quedado conferidos al ámbito de la segunda enseñanza y, por lo tanto, debían impartirse en los institutos, su articulación se había limitado a una simple enumeración poco sistemática, porque, para respetar las diversas realidades económicas de cada provincia, su dotación y diseño se habían hecho recaer en la buena voluntad de las diputaciones. Posteriormente, los decretos de Seijas Lozano de 1850 y el de Luxán de 1855 establecerían los itinerarios curriculares de esta enseñanza e impulsarían la fundación de escuelas industriales que se solaparían en parte con los institutos provinciales. Es posible que esta falta de previsión impidiese que los títulos adquiridos en la enseñanza media sirvieran como un certificado de habilitación para la función pública, porque, por ejemplo, el famoso Real Decreto de 18 de junio de 1852 diseñado por Bravo Murillo no exigía indefectiblemente un título académico para desempeñar un empleo público. En el preámbulo, remarcaba que «la categoría de oficial es la inmediata que se establece en la escala de los funcionarios de la Administración activa. Ya ella requiere mayor y mas probada aptitud. Por esto es preciso que los que deseen adquirir este carácter, reunan, á cualidades superiores, instruccion mas vasta y escogida»,15 y cuando debía desarrollar los requisitos exigidos, solicitaba: «1° Tener diez y seis años cumplidos. 2° Acreditar buena conducta moral. 3° Tener titulo académico ó diploma que presuponga estudios, y la conveniente preparacion, ó haber obtenido calificación favorable en exámen público».16
Por otro lado, las escuelas especiales, como la Escuela de Ingenieros de Caminos, estuvieron sujetas a sus propios reglamentos y para el ingreso no fue necesario acreditar estudios previos hasta el Reglamento de 1855, que en su artículo 58 demandaba ser bachiller en Filosofía.17 Sin embargo, el reducido número de plazas hacía del grado un simple trámite burocrático en comparación con el examen de ingreso. De hecho, como también ocurrió en la Escuela de Ingenieros Industriales de Barcelona,18 el acceso dependía de un examenoposición que, si se completaba el plan académico, garantizaba formar parte del Cuerpo Estatal de Ingenieros.19 Esta descoordinación entre el Plan Pidal y la implementación de las primeras enseñanzas técnicas también afectó a la Escuela Central de Agricultura, nacida en 1855, que, en un principio, debía ofertar estudios de nivel superior y medio; pero estos últimos quedaron relegados a la enseñanza media a los pocos meses. Este hecho produjo un efecto de «cuello de botella» en la difusión de los docentes, ya que era la propia Escuela Central la que formaba a los ingenieros que desempeñarían las cátedras de Agricultura de los institutos;20 aunque, como ocurrió en Valencia, a ejercer dicha enseñanza también podrían aspirar los licenciados en las facultades de ciencias.
Por estas razones, la Ley Moyano optó por crear el título de perito como un equivalente al título de bachiller que, en teoría, debía ser la vía lógica de entrada en las escuelas superiores para quienes prefiriesen aumentar su capacitación, aunque nunca logró sustituir el sistema del examen-oposición, porque las escuelas superiores se configuraron, a imitación del modelo francés, como carreras de Estado dirigidas de facto por unos cuerpos profesionales que favorecieron la exclusividad de su condición laboral mediante la defensa de sus títulos académicos como unos estudios privativos aislados del resto de instituciones educativas.21 La consecuencia lógica de esta actitud fue el abandono por parte de la Administración que sufrieron los peritajes, si bien la Ley Moyano, como mínimo, intentó establecer unos itinerarios curriculares más progresivos y vertebrados.
Desafortunadamente, otra aportación original de dicha ley fueron las concesiones hechas a la corriente de opinión conservadora capitaneada por los neocatólicos. Si bien es cierto que el monopolio estatal en la instrucción negaba implícitamente la libertad de cátedra por ser la Dirección General de Instrucción Pública la que fijaba los libros de texto y los métodos pedagógicos,22 ahora la intromisión de los custodios de la fe tomaba carta de naturaleza mediante la aprobación de los artículos 170 y 296, que autorizaban a los obispos a denunciar ante el Real Consejo de Instrucción Pública aquellos textos y profesores que creyesen sospechosos. La separación de la plaza, empero, recaía en última instancia en el Gobierno; pero, por esa misma razón, se estaba alentando una mayor politización de la educación en torno al conflicto Iglesia/Estado, al tiempo que se transformaba ésta en un espléndido instrumento de batalla para derribar gabinetes.
Por otra parte, el Reglamento de 1859 desarrolló prolijamente los poderes y prerrogativas que ostentaban los distintos cargos de responsabilidad de los institutos, cuyo jefe inmediato, el director, era designado por el Gobierno. Éste ejercía un control casi omnímodo y disfrutaba de una capacidad de decisión tan sólo coartada por su superior jerárquico, el rector, aunque también existía un cuerpo de representación colegiada para los catedráticos propietarios: la Junta de Profesores. Este claustro tenía potestad deliberativa tan sólo a instancias del director; pero la confección de los horarios académicos debía ser consensuada en ese foro. Las faltas de disciplina graves también debían ser juzgadas por esta junta, constituida en tales ocasiones como Consejo de Disciplina.
Por el contrario, las faltas leves podían ser castigadas por el mismo profesor o director. No obstante, es necesario remarcar que las penas físicas estaban prohibidas en cualquier circunstancia. Sólo podían aplicarse las medidas coercitivas contempladas en el Reglamento, que incluso especificaban que si se debía estar de plantón en clase, esto no podía ser «en postura ni violenta ni ridícula».23 Es más, se podía privar de un mes de sueldo a un catedrático si imponía «otras penas que las enumeradas en el artículo 184; pero si la dureza del castigo llegase hasta perjudicar la salud del alumno, procederá la suspensión y formación de expediente con arreglo a lo prescrito en el artículo 15».24 En la peor de las situaciones, el alumno podía ser encerrado en el establecimiento durante ocho días (el director o personal dependiente debía vivir en el centro educativo), haciendo vida allí; o ser expulsado definitivamente del instituto, siempre que fuera con arreglo a una confirmación del Gobierno.
LA REFORMA DE 1866
Los primeros años de la década de 1860 fueron unos tiempos muy difíciles para los profesores que desde sus cátedras explicaban sistemas filosóficos vistos con desconfianza por la jerarquía eclesiástica. El 14 de enero de 1864, el obispo de Tarazona envió una carta a Isabel II para exigir la expulsión de quienes difundieran doctrinas heréticas en sus clases. Para apaciguar a la jerarquía eclesiástica y amedrentar al estamento docente, Alcalá Galiano, en su circular de 27 de octubre, recordaría vehementemente la existencia del artículo 170 de la Ley de Instrucción. Esto, empero, alentaría a Castelar, que replicó con su célebre artículo «El Gobierno y la Ciencia» publicado en La Democracia el 3 de noviembre. Siguió a todo esto la destitución de un rector por negarse a abrir un expediente disciplinario, su sustitución por otro más sumiso, la algarada de la «noche de San Daniel» y la repentina e inusual muerte del ministro Alcalá Galiano, reunido en un Consejo con sus compañeros de gabinete. Lo sustituyó Manuel Orovio, quien impulsó un expediente para separar a Castelar de su cátedra. No obstante, el acceso al poder de nuevo de O’Donnell el 21 de junio de 1865 haría que el caso se sobreseyese.
Si, en un primer momento, parecía que el envite se había saldado con una victoria para el profesorado, el futuro inmediato borraría cualquier ilusión de triunfo. La nueva caída de O’Donnell y el nuevo regreso de Narváez con Orovio en la cartera de Fomento cambió por completo la situación. Se acusó a Castelar de sedición tras implicarlo en el motín del cuartel de San Gil, después fue condenado a muerte y se dictó, además, la expulsión del cuerpo de catedráticos de Sanz del Río, Nicolás Salmerón, Fernando de Castro y Francisco Giner de los Ríos.25
Este es el breve resumen de los tumultuosos acontecimientos que precedieron, y fueron el trasfondo de las reformas que el ministerio de Orovio dictó para la segunda enseñanza, cuya corta vida no les quita interés por ser, precisamente, la muestra más completa de los planes, deseos y resentimientos que los neocatólicos habían estado albergando en las últimas legislaturas. Su animadversión hacia los establecimientos oficiales era tan visible que, en el preámbulo del Real Decreto de 9 de octubre de 1866, descalificó impúdicamente al profesorado, subordinados del mismo ministro que rubricaba el decreto, para resaltar las virtudes de los particulares que se empleaban en la enseñanza privada.26
De hecho, esta reforma impuso la primacía absoluta del latín y relegó las materias de contenido científico por la simple razón de que tan sólo en este campo del saber podían los párrocos competir con ventaja frente a los catedráticos. La segunda enseñanza quedó dividida en dos periodos: uno elemental que duraba tres años, centrado exclusivamente en el estudio del Latín y el Castellano, más Doctrina Cristiana e Historia Sagrada, y un segundo periodo, también de tres años, en el que reaparecían asignaturas como la Aritmética, la Geografía, la Historia o la Física y Química. Esto destruía el itinerario diseñado en el Real Decreto de 21 de agosto de 1861 que, mejorando lo dispuesto en la Ley Moyano, combinaba las materias de «ciencias» y «letras» anualmente, para dosificar su dificultad de forma progresiva durante 5 años, dejando en su lugar una secundaria descompensada y monotemática. Sin embargo, el aspecto más significativo del periodo elemental era que podía impartirse libremente, sin necesidad de licencia o autorización del rector o director, por cualquier «Párroco ó (...) eclesiástico en el ejercicio de sus funciones».27 Es más, si el Reglamento de 1859 establecía que los alumnos de enseñanza privada debían pagar la mitad de la matrícula oficial en el instituto provincial, ahora estos quedaban exentos de dichas tasas. Como es obvio, esto hacía menguar una gran parte de los ingresos de los institutos provinciales sin que el número de inscritos se redujera; pero Orovio respondía que, como las facilidades otorgadas a la enseñanza privada favorecerían un aumento del número de estudiantes totales, en consecuencia, habría un aumento de los matriculados en el segundo periodo, que sólo podría cursarse en estos centros.
Sin embargo, Orovio olvidaba torticeramente en esta argumentación la otra punta de lanza de los neocatólicos en torno a los debates educativos: los seminarios conciliares. Estos, con arreglo a lo dispuesto en el decreto de 10 de septiembre de 1866, podían ofertar también el segundo periodo con validez académica, razón por la cual podrían substraer pupilos a los establecimientos oficiales. Como era evidente, el principal objetivo de estas medidas era la extinción en un periodo moderado de tiempo de los institutos provinciales.
LA LIBERTAD DE ENSEñANZA DE 1868
Es difícil calibrar si la política educativa de Orovio fue uno de los principales detonantes de la Revolución Gloriosa, aunque no se puede dudar del rechazo frontal que provocó entre sus dirigentes. En uno de los primeros decretos sobre Instrucción promulgado por el Gobierno provisional con firma de Ruiz Zorrilla, se decía:
Es indispensable derogar los decretos publicados en 1866 y 1867 sobre el profesorado, la segunda enseñanza y las facultades. Las humillaciones y amarguras que esa legislación reaccionaria ha hecho sufrir a los Profesores, las trabas con que limita la libertad de los alumnos, la preferencia injusta que da á unos estudiantes y el desdén con que menosprecia otros, sus tendencias al retroceso, su oposición á lo que no se conforma con determinadas doctrinas, y, sobre todo, la enérgica y general censura de que ha sido objeto, no consienten que siga influyendo en la educación de la juventud.28
No obstante, este decreto supuso una ardiente apología de la libertad individual que, contradiciendo el espíritu del Plan Pidal de 1845, puso por encima de las prerrogativas del Estado los derechos de la sociedad civil respecto a la enseñanza y la libertad de cátedra. Por esta razón, se proclamó la libertad para fundar establecimientos de enseñanza de todos los españoles, quienes, en virtud de su derecho al trabajo, veían flexibilizadas hasta el extremo las titulaciones requeridas para dedicarse a la docencia. Del mismo modo, los alumnos podían matricularse del número de asignaturas y en el orden que quisieran; además, la asistencia a clase no era obligatoria. Esto, como era previsible, benefició también a las órdenes religiosas, que vieron cómo se expandía su campo de acción sin que las autoridades revolucionarias les pusieran límite alguno.
En realidad, el único filtro que se mantuvo fueron los exámenes finales en los institutos oficiales y su exclusividad en la emisión de títulos con validez académica. Asimismo, en busca de una vía intermedia entre la acción pública y la iniciativa privada, se instaba a diputaciones y municipios a impulsar la instauración de institutos locales en detrimento del poder central. El decreto de 14 de enero de 1869 dispondría cómo debería hacerse, dotando de autonomía a estas corporaciones, y el subsiguiente decreto de 28 de septiembre de 1869 fijaría cómo convalidar los grados obtenidos. Del mismo modo, una orden de la Dirección General de Instrucción Pública del 16 de marzo de 1870 obligaría a los graduados en los seminarios conciliares a seguir el mismo procedimiento que el resto de bachilleres de enseñanza libre para obtener una homologación.
Si bien estas tempranas medidas hacían prever un viraje radical en el rumbo de la política educativa, en los meses siguientes se iría volviendo a los cauces delimitados por la Ley Moyano. En primer lugar, la derogación del Reglamento de 1867 restableció el de 1859; si bien en un principio fue de forma temporal, la imposibilidad de sustituirlo por uno que generara más consenso, lo hizo definitivo. Por otro lado, el decreto de 25 de octubre de 1868 trataba de conjugar la tradición de los planes de estudio de los moderados con aportaciones novedosas en una coexistencia pacífica. Su propósito era ofertar un currículum académico con Latín, similar al de 1861, cuya principal novedad era la asignatura de Fisiología e Higiene, al mismo tiempo que creaba otro sin Latín, que aumentaba las horas lectivas de Historia (organizada cronológicamente en lugar de en el binomio Universal/Española), duplicaba las de Filosofía, reinstauraba el Derecho y la Economía Política, además de incluir novedades como la «Agricultura» o la ya mencionada Fisiología, pese a que eliminaba la Historia Natural. No obstante, en ambos casos se suprimía la Religión y el número total de horas no difería en exceso.29 Por esta razón, la práctica educativa en la secundaria durante el Sexenio mantuvo una notable similitud con los planteamientos y contenidos propios de los periodos de hegemonía moderada, exceptuando la promoción de la enseñanza libre y la libertad curricular otorgada a los estudiantes.
Por el contrario, sí que suponía un revulsivo el decreto de 3 de junio de 1873, cuya doble aspiración era formar hombres con un nivel cultural extraordinario, a la vez que universalizar la secundaria. Sin pretender extenderse en el valor pedagógico de esta reforma, sólo mencionar que para ingresar en los institutos se pasaba de exigir un dictado de unas veinte palabras en castellano a una traducción de un texto en francés o se desdoblaba la Física y Química en dos asignaturas independientes. Pese a que estas propuestas fueron promulgadas, la fuerte oposición que suscitaron entre todos los sectores académicos (sólo obtuvieron el respaldo de sus promotores, los krausistas), así como la oposición pública manifestada en la prensa, obligaron al propio Gobierno a derogarlas el 10 de septiembre.30
Del mismo modo, la dictadura presidencialista de Serrano hizo que la política educativa experimentase un giro hacia el centralismo administrativo que había caracterizado a los anteriores gobiernos. Por el decreto de 29 de julio de 1874, se regularizó de nuevo la libertad de enseñanza con el objeto de erradicar «las ideas de autonomía del pueblo y la provincia (...) que apenas cabría en una Constitución federal».31 Por todo esto, la Restauración efectuó un aterrizaje suave sobre el corpus legislativo del Sexenio en materia de Instrucción, consumándose en este asunto la transición jurídica sin rupturas que deseaba Cánovas. Pero esto no impidió que Orovio, quien regresaba de nuevo a Fomento, recordara en una circular de 26 de febrero de 1875 a los Sres. rectores la vigencia de la Ley Moyano, su artículo 170 y el deber de las autoridades académicas de velar por el respeto doctrinal que merecían la Iglesia católica y la Monarquía. En consecuencia, aunque el espíritu de los decretos de la Gloriosa fue provisionalmente respetado, las personas físicas no tuvieron la misma suerte, comenzando la persecución administrativa de varios profesores que nutrirían la futura Institución Libre de Enseñanza o serían rehabilitados en 1881.32
Por lo tanto, es fácil entender que durante los primeros cinco años del régimen alfonsino no fuese necesario promulgar ningún plan de estudios, ni ley alguna. Si bien el conde de Toreno intentó imitar a Claudio Moyano en 1877 con la intención de hacer una legislación de consenso que incluyera el mayor espectro de sensibilidades posibles, topó, como ya había ocurrido anteriormente, con un Congreso reacio, y el Gobierno se vio obligado a retirar su propuesta. En realidad, parecía haberse llegado a una especie de empate técnico entre los divergentes planteamientos existentes sobre la Instrucción, porque incluso, en arreglo a la circular de 20 de enero de 1876, se obligó a los seminaristas cuya finalización de estudios fuera anterior al decreto de 29 de julio de 1874 a acatar las disposiciones legislativas del Sexenio para lograr la incorporación del grado. Del mismo modo, se dejó en suspenso cualquier medida referente a los alumnos que hubiesen completado asignaturas con posterioridad a dicha fecha, hasta que se desarrollara el artículo 9.° del mencionado decreto. De hecho, hasta 1880, el canovismo no impuso un planteamiento propio que fuera un nuevo principio para la enseñanza media.
EL PLAN LASALA DE 1880
La aprobación del Plan Lasala en 1880 tampoco supuso ni siquiera una reforma, porque la única novedad fue la inclusión en el bachillerato de dos cursos de lenguas vivas tan necesarias «ahora que las multiples comunicaciones aunan á todos los pueblos»,33