Un verano en París - Sarah Morgan - E-Book
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Un verano en París E-Book

Sarah Morgan

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Beschreibung

Top Novel 274 Sarah Morgan regresa con esta conmovedora novela sobre el poder de la amistad, el amor y lo que sucede cuando el final no es más que el comienzo… Para celebrar su vigesimoquinto aniversario de boda, Grace tenía planeada para su marido la sorpresa de su vida, una romántica escapada a París. Pero lo que nunca se habría esperado era que él también tuviera una sorpresa para ella: quería el divorcio. Sacudida por la impresión, pero negándose a sucumbir, una destrozada Grace tomó la valiente decisión de irse a París. Sola. Audrey, una joven de Londres, había llegado a París huyendo de su propio corazón roto. El empleo en una librería era su billete a la libertad, pero sin dinero ni conocimientos del idioma francés, iba a tener que limitarse a vagar sola por las empedradas calles de la ciudad… hasta que conoció a Grace y todo cambió. Grace no podía creerse lo atrevida que era Audrey. Audrey no podía creerse lo cautelosa que era Grace. Habían llegado a París para encontrarse a sí mismas, pero ambas iban a encontrar al hombre de su vida en la ciudad del amor… "Diálogos ágiles y personajes bien construidos se mezclan con una deliciosa tensión romántica". Publishers Weekly "Esta es una novela de amor sensacional… una hermosa carta de amor a Nueva York". RT Book Reviews sobre Noches de Manhattan. "Humor agudo, diálogos chispeantes y personajes memorables". Library Journal

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Sarah Morgan

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un verano en París, n.º 274 - mayo 2021

Título original: One Summer in Paris

Publicada originalmente por HQN™ Books

Traducido por Amparo Sánchez

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-435-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Grace

Audrey

Grace

Audrey

Grace

Mimi

París

Audrey

Grace

Audrey

Grace

Audrey

Grace

Mimi

Audrey

Grace

Audrey

Grace

Audrey

Grace

Mimi

Grace

Audrey

Grace

Audrey

Grace

Mimi

Grace

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Dedicado a Susan Swinwood, con amor y agradecimiento

 

 

 

 

 

«El verdadero viaje del descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos».

 

MARCEL PROUST

Grace

 

 

 

 

 

Grace Porter se despertó el día de San Valentín felizmente casada y completamente ignorante de que eso iba a cambiar. Abajo en la cocina añadió unas lonchas de queso al pan que había horneado el día anterior, metió algo de fruta y verdura cruda en las tarteras de la comida y comprobó su lista.

El número cuatro de la lista de ese día era: recordarle a Sophie la cena.

—No olvides que papá y yo salimos esta noche —ella levantó la vista—. Tienes la cena en la nevera.

—Umm… —su hija Sophie le estaba enviando un mensaje a una amiga.

—¡Sophie!

—¡Ya lo sé! Nada de teléfonos en la mesa, pero esto es urgente. Amy y yo estamos escribiendo una carta al periódico sobre esa urbanización que van a construir en el límite de la ciudad. Papá prometió que la publicaría. ¿Te puedes creer que quieren cerrar el refugio para perros? Esos perros morirán si no hay alguien que haga algo, y ese alguien soy yo. Ya está. Hecho —Sophie al fin levantó la vista—. Mamá, soy capaz de prepararme mi propia comida.

—¿Incluirías en ella fruta fresca y verdura?

—No. Y por eso prefiero preparármela yo —Sophie sonrió, iluminándose no solo ella sino también a Grace—. Y empiezas a hablar como Monica, lo cual da un poco de miedo.

Su hija era como el sol. Convertía el mundo en un lugar más brillante. Durante años, Grace se había preparado para su rebeldía, para que tomara drogas, o que regresara a casa borracha tras participar en una fiesta ilegal con amigos, pero jamás había sucedido tal cosa. Al parecer, la genética de Sophie tenía más de la familia de David, lo cual suponía un alivio. Si acaso Sophie tenía alguna adicción, era a las causas. Odiaba la injusticia, la desigualdad, y cualquier cosa que ella considerara injusta, sobre todo si tenía que ver con animales. Era la heroína de los perros, sobre todo de los abandonados.

—Monica es una madre maravillosa —Grace saltó de inmediato en defensa de su amiga.

—Puede, pero te diré que lo primero que hará Chrissie cuando lleguemos a Europa este verano será inflarse a patatas fritas para compensar todos los años que su madre no le permitió ni acercarse a ellas —Sophie terminó su cuenco de avena—. Dijiste algo de la cena.

—¿Has olvidado qué día es? —Grace cerró las tarteras y dejó una junto a Sophie. La otra la metió en su propio bolso.

—Es San Valentín —Sophie se bajó de la banqueta y recogió el cuenco vacío—. El día en que se hace públicamente notorio que nadie me quiere.

—Papá y yo te queremos.

—Sin ánimo de ofender, vosotros dos no sois jóvenes divertidos y atléticos.

Grace tomó un sorbo de café. ¿Hasta dónde debería preguntar?

—¿Todavía es por Sam?

—Está saliendo con Callie —la sonrisa de Sophie se borró como si alguien hubiese pulsado un interruptor—. Van por ahí juntos de la mano. Y ella no deja de dedicarme esas sonrisas tan engreídas. Conozco a Callie desde que tenía tres años, y no entiendo por qué está haciendo esto. A ver, salir con él, bueno, es un asco, pero así es la vida. Pero da la sensación de que intenta hacerme daño.

Grace sintió en su interior una oleada de ardor, nada que ver con la acidez sino con la maternidad. Como madre, su papel era apoyar desde la distancia. Era como verse obligada a presenciar una obra realmente mala sin el consuelo de saber que podías marcharte en el intermedio.

—Lo siento, nena.

—No lo sientas —Sophie metió el cuenco en el lavaplatos y añadió el que su padre había dejado a un lado—. Jamás habría funcionado. Sophie y Sam, suena bastante soso, ¿no crees?

El dolor de su hija se clavó profundamente en las entrañas de Grace.

—Pronto irás a la universidad. Después de un mes en California ni te acordarás de que Sam existe. Tienes toda una vida por delante, y todo el tiempo del mundo para encontrar a alguien especial.

—Estudiaré, me graduaré como la primera de mi clase y asistiré a la facultad de Derecho para aprender a demandar a la gente que es tan gili…

—¡Sophie!

—Esto… tan poco agradable —Sophie sonrió, se colgó la mochila sobre un hombro y se colocó su larga coleta sobre el otro—. No te preocupes, mamá. Los chicos me desquician. No quiero mantener una relación.

«Eso ya cambiará», pensó Grace.

—Que tengas un buen día, mamá, y feliz aniversario. Veinticinco años sin gritar a papá cada vez que se deja los calcetines tirados por el suelo y el plato sucio encima del lavavajillas. Todo un logro. ¿Vas a ver hoy a Mimi?

—Esta tarde —Grace metió el portátil en su bolso—. He preparado macarons, como los que ella solía comprar en París. Ya sabes lo golosa que es tu abuela.

—Porque vivió en París durante la guerra y no tenía nada que comer. A veces estaba demasiado débil para poder bailar. ¿Te lo imaginas?

—Seguramente por eso te habla de ello. No quiere que des las cosas por hecho —ella abrió la cajita que había preparado cuidadosamente aquella mañana, revelando los dulces alineados pulcramente en un perfecto arco iris de color.

—¡Vaya! —Sophie prácticamente ronroneó—. ¿Crees que quizá podría…?

—No —Grace cerró la caja—. Pero puede que te haya metido uno o dos en la tartera —intentó no pensar en el azúcar, ni en cómo iba a reaccionar Monica ante la inclusión de esas calorías vacías en una tartera de comida.

—Eres la mejor, mamá —Sophie le besó la mejilla y Grace se sintió inundada de calor.

—¿Necesitas que te haga algún favor o algo?

—No seas cínica —Sophie agarró su abrigo—. No hay mucha gente dispuesta a enseñar francés en una residencia de ancianos, eso es todo. Creo que eres impresionante.

Sin embargo, Grace se sentía como un fraude. No lo hacía por caridad, sino porque le gustaba aquella gente. Siempre se mostraban encantados de verla. La hacían sentirse valorada.

Resultaba vergonzoso pensar que todavía tuviera esas necesidades a su edad.

—El Club de Francés que tienen es lo mejor de mi semana. Y hoy, siendo San Valentín, he decidido ser creativa —ella recogió el montón de menús que había diseñado—. Los empleados van a decorar las mesas del restaurante con manteles azules, blancos y rojos. Vamos a comer comida francesa, yo tocaré música… Conociendo a tu abuela, habrá baile. ¿Tú qué opinas?

—Oh là là, suena estupendo —Sophie rio—. Pero no olvides que la edad media de los amigos de Mimi es de noventa años. No vayas a provocarles un infarto.

—Estoy bastante segura de que a Robert le gusta Mimi.

—Mimi es una descarada. Espero ser como ella a los noventa años. Tiene un brillo muy travieso en la mirada… Debió ser divertido tenerla aquí viviendo con vosotros.

Les había salvado la vida. Y eso, por supuesto, era el motivo por el que Mimi se había mudado con ellos.

Era una época de la que nunca había hablado con su hija.

—Es única entre un millón. ¿Seguro que estarás bien esta noche? —Grace comprobó que la cocina estuviera recogida—. En la nevera tienes un guiso. No tienes más que calentártelo.

—Tengo dieciocho años, mamá. No hace falta que te preocupes por mí —Sophie se volvió hacia la ventana al oír detenerse un coche en la calle—. Ya está aquí Karen. Tengo que irme. Adiós.

Decirle a Grace que no se preocupara era como pedirle a un pez que no nadara.

Dos minutos después de la marcha de Sophie, Grace se puso el abrigo, tomó las llaves y se dirigió a su coche.

Encendió la calefacción del coche y se concentró en la conducción.

Cuatro mañanas por semana, Grace enseñaba francés y español en la escuela secundaria local. También daba clases particulares a niños con dificultades de aprendizaje y, ocasionalmente, daba clases a adultos deseosos de mejorar sus habilidades con los idiomas.

Tomó el mismo camino de siempre, vio las mismas casas, los mismos árboles, las mismas tiendas. El paisaje solo cambiaba con el cambio de las estaciones. A Grace le daba igual. Le gustaba la rutina y que todo fuera predecible. Hallaba consuelo y seguridad en saber qué iba a suceder a continuación.

Ese día la nieve había caído con fuerza, cubriendo tejados y jardines con un grueso manto blanco. En ese pequeño rincón de Connecticut, la nieve solía durar varias semanas. A algunas personas les gustaba. Grace no era una de ellas. En marzo el invierno era como un invitado que se hubiera quedado más de la cuenta. A ella le gustaba el sol y los vestidos de verano, las piernas desnudas y las bebidas con hielo.

Seguía soñando con el verano cuando sonó el teléfono.

Era David.

—Hola, Gracie —esa voz todavía hacía que ella se derritiera por dentro. Una voz profunda y grave, pero lo bastante dulce como para calmar los dolores de la vida.

—Hola, guapetón. Hoy has madrugado mucho —«y te dejaste el plato del desayuno encima del lavavajillas».

—Hay mucho trabajo en la oficina.

David era el editor del periódico local, el Woodbrook Post, y últimamente había estado muy ocupado gracias a los impresionantes éxitos del equipo femenino de tenis, la creación de un coro infantil del condado y el robo en la gasolinera local en el que lo único robado había sido una caja de dónuts y una botella de ron. Para cuando la policía local encontró al responsable, las pruebas habían sido consumidas.

Cada vez que Grace leía el periódico se acordaba de todos los motivos por los que vivía en ese pintoresco pueblo cuya población era de únicamente 2498 habitantes.

A diferencia de otros periodistas, cuyos horizontes eran más amplios, David jamás había mostrado deseos de trabajar en ningún otro lugar que no fuera ese pequeño pueblo del que ambos se habían enamorado.

David se consideraba la voz de la comunidad. Estaba obsesionado con las noticias, pero también estaba convencido de que los sucesos de su pueblo eran lo que más importaba a las personas. A menudo bromeaba diciendo que lo único que necesitaba para llenar el periódico era pasar una tarde en una barbacoa de algún patio trasero y escuchar todos los cotilleos. Era amigo del jefe de la policía y del jefe de los bomberos, lo cual le aseguraba las mejores exclusivas.

Y, por supuesto, en Woodbrook, un lugar del que casi nadie había oído hablar, se generaban más exclusivas en la heladería que en el vecindario, y a Grace le parecía perfecto.

—Feliz día de San Valentín y feliz aniversario —ella redujo la marcha al acercarse a un cruce—. Me muero de ganas de cenar contigo esta noche.

—¿Reservo en algún sitio?

Solo un hombre pensaría que sería posible encontrar mesa el día San Valentín sin haber reservado con tiempo.

—Eso ya está hecho, cielo.

—Claro. Intentaré llegar a casa pronto. Prepararé algo para Sophie, para que tú no tengas que molestarte.

—Ya me he ocupado de eso. La nevera está llena de comida. Relájate.

—Eres una supermujer, Grace —respondió él tras una pausa.

—Te quiero —Grace se sintió resplandecer.

Para ella su familia era lo más importante en el mundo.

—Pararé en la tienda y compraré algo para el cumpleaños de Stephen de camino a casa. Dice que no quiere que nos molestemos, pero tengo la sensación de que deberíamos comprarle algo, ¿tú no?

—Pues… sí, y por eso le compré un regalo la semana pasada cuando estuve de compras —Grace esperó a que se abriera un hueco en el tráfico y giró para dirigirse hacia la escuela—. Está debajo de la cama de la habitación de invitados.

—¿Ya has comprado algo?

—No quería que tuvieras que molestarte en pensar en ello. ¿Te acuerdas de esa foto tan bonita de Stephen con Beth y los niños?

—¿La que tomé en la feria de verano?

—La hice imprimir y le he puesto un marco —ella aparcó el coche en un pequeño hueco y se desabrochó el cinturón de seguridad—. Ha quedado genial.

—Eso es… considerado…

—Lo he envuelto. Lo único que tienes que hacer es firmar con tu nombre —Grace recogió el abrigo y el bolso del asiento de copiloto—. Estoy en la escuela, te llamaré más tarde. Pareces cansado. ¿Estás cansado?

—Un poco.

—Últimamente has estado trabajando hasta muy tarde —ella se interrumpió con una pierna ya fuera del coche—. Tienes que bajar el ritmo. En casa no hay nada que hacer, podrías tumbarte un rato y descansar antes de salir.

—No soy un anciano, Grace.

La brusquedad en el tono de voz era poco habitual en su marido.

—Solo intentaba mimarte, nada más

—Lo siento —la brusquedad se esfumó—. No pretendía contestar así. Últimamente he tenido mucho estrés. Pediré un taxi para esta noche, así podremos beber sin tener que preocuparnos por conducir.

—Ya lo he reservado para las siete.

—¿Alguna vez te olvidas de algo?

—Lo tengo todo anotado en listas, ya lo sabes. Si pierdo mis listas, mi vida se ha acabado.

A Grace se le ocurrió que si ella moría alguien podría recuperar todas esas listas de tareas y seguir con su vida como si ella jamás hubiera existido.

¿Y qué decía eso de ella? Una vida debería ser algo único, ¿no? ¿Alguien que repasara esas listas sería capaz de averiguar algo sobre ella? ¿Se darían cuenta de que adoraba el olor a rosas? ¿Sabrían que se sentaba a ver películas francesas cuando no había nadie en casa? ¿Sabrían que escuchaba los conciertos de piano de Mozart mientras cocinaba?

—¿No te hago falta para nada?

—Se me ocurren unas cuantas cosas… —Grace sonrió de aquella manera que su hija definiría como la expresión descarada de Mimi—. Tenía pensado explicártelo más tarde.

David colgó la llamada y ella se dirigió a la escuela, saludando con la mano a un par de padres que llegaban con sus preciados tesoros.

Veinticinco años. Llevaba casada veinticinco años.

Sintió prender el orgullo en su interior.

«Ahí lo tienes, universo».

David y ella formaban un equipo perfecto. Tenían sus altibajos como todas las parejas, pero lo solucionaban todo juntos. Grace se había convertido en la persona que quería ser y, si alguna vez una vocecilla en su cabeza le recordaba que bajo la superficie era alguien bastante diferente, la ignoraba. Tenía el matrimonio que deseaba. La vida que deseaba.

El día se merecía una celebración especial, y había reservado para cenar en el Bistro Claude, el exclusivo restaurante francés que había en el pueblo de al lado. En realidad, Claude era de Texas, pero había visto un hueco en el mercado, había ensayado un acento y transformado su restaurante en algo parecido a lo que había visto en una ocasión en una película francesa.

Incluso Grace, purista y francófila, tenía que admitir que el establecimiento era encantador. Le habría encantado poder llevar allí a Mimi, pero su abuela ya no disfrutaba saliendo.

Bistro Claude era el escenario perfecto para esa noche, porque Grace había planeado una gran sorpresa. Organizarla había supuesto todo un desafío, pero había sido muy cuidadosa con no dejar ninguna pista ni huella.

Por suerte, David llevaba los dos últimos meses trabajando hasta muy tarde, de lo contrario le habría resultado imposible mantener el proceso en secreto.

Abrió las puertas y entró en la escuela.

Los niños de su clase tenían esa edad en la que cualquier cosa que tuviera que ver con el sexo o el romance resultaba o bien hilarante o incómodo, por lo que sin duda el día de San Valentín despertaría muchas risitas tontas.

Y no se equivocó.

—Le hemos escrito una poesía, señorita, para celebrar su aniversario.

—¿Una poesía?, qué suerte tengo —Grace esperaba que le ofrecieran la versión apta para todos los públicos—. ¿Quién la va a leer?

Darren se retrepó en su asiento y se aclaró la garganta.

—«Veinticinco años, eso es muy largo. Más de lo que te cae por un crimen por encargo».

Grace no sabía si echarse a reír o sujetarse la cabeza entre las manos.

Para cuando regresó al aparcamiento a la hora de la comida estaba agotada, y aliviada porque solo trabajaba durante las mañanas. Por suerte, el recorrido hasta la residencia de ancianos donde vivía su abuela le proporcionaría tiempo para relajarse.

El pintoresco camino transcurría entre bosques y bucólicos pueblecitos. En otoño, la carretera estaba abarrotada de turistas que admiraban los colores del follaje durante la puesta de sol, pero en esos momentos los árboles y las onduladas colinas estaban cubiertas de nieve. La carretera seguía la curva del río, que tenía la costumbre de inundarla cuando la nieve se derretía.

Grace pasó por delante del refugio de animales, giró a la derecha en la carretera que conducía hasta Rushing River Senior Living, y aparcó el coche.

Cuando Mimi había anunciado su decisión de trasladarse a la residencia, Grace se había mostrado horrorizada.

Aparte de adorar el baile y todo lo que fuera hedonista, su abuela era una afamada fotógrafa. Había viajado por todo el mundo, cámara en ristre, en una época en la que no era habitual que una mujer sola hiciera algo así. Era famosa por sus fotos del París de la posguerra, y a Grace siempre le había maravillado cómo su abuela era capaz de captar las luchas internas de la gente en un solo fotograma. La vívida y exuberante personalidad de Mimi contrastaba con las fotos oscuras y evocadoras de calles inundadas por la lluvia, o parejas agarrándose con fuerza en un desesperado abrazo. Las fotografías contaban una historia que su abuela casi nunca expresaba con palabras. Una historia de hambre y privación. De miedo y pérdida.

Lo último que se hubiera figurado Grace era que su viajada y mundana abuela eligiera instalarse en un lugar como Rushing River. Había intentado convencerla para que no lo hiciera. Si Mimi había alcanzado la edad en la que ya no podía valerse por ella misma, debería haberse quedado a vivir con David y con ella.

Mimi había insistido en que le gustaba demasiado su independencia como para vivir con otras personas, incluyendo a su amada nieta. Había seguido adelante y pagado el dinero sin que Grace hubiera tenido oportunidad de opinar al respecto.

Eso había sucedido cinco años atrás, pero a Grace solo le había llevado un par de visitas para comprender por qué su abuela había elegido ese lugar

Era como el paraíso. Cuando estaba muy atareada. Grace fantaseaba con vivir allí ella también. Había un gimnasio, que incluía piscina, spa, y muchas actividades comunes, que Mimi adoraba. Pero lo mejor eran las personas. Eran interesantes, amistosas y, gracias a la excelente gestión, el lugar parecía una pequeña comunidad.

Su abuela vivía en una pequeña cabaña de dos dormitorios con vistas al jardín que daba al río. En verano, con las puertas y ventanas abiertas, se oía el sonido del agua. Mimi había convertido uno de los dormitorios en un cuarto oscuro, donde seguía revelando sus propias fotografías. La otra habitación, su dormitorio, parecía el camerino de una bailarina, completo con su pared de espejo y una barra que su abuela utilizaba para hacer estiramientos.

La puerta se abrió antes de que Grace hubiera posado un dedo sobre el timbre.

—¿Qué te parece? Je suis magnifique, non? —su abuela hizo un giro e inmediatamente tuvo que sujetarse para no caerse—. ¡Uy!

—¡Cuidado! —Grace la agarró de la mano—. Quizás ya sea hora de dejar de bailar. Podrías caerte.

—Si voy a caerme, prefiero hacerlo mientras estoy bailando. A no ser que me caiga de la cama mientras practico sexo. Eso también sería aceptable, aunque improbable, a no ser que los hombres de por aquí unieran sus fuerzas.

Grace soltó una carcajada y dejó las bolsas en el suelo. Le encantaba ese brillo travieso en la mirada de su abuela.

—No cambies nunca.

—Soy demasiado vieja para cambiar y, ¿para qué iba a querer hacerlo? Ser uno mismo debería ser el objetivo a perfeccionar por todos —Mimi se alisó el vestido—. ¿Qué te parece?

—¿Ese es el vestido que llevaste cuando estabas en el ballet de París?

Grace había visto fotos de aquella época. Su abuela impresionantemente delicada, de puntillas, con el cabello recogido. Según Mimi, medio París había estado enamorado de ella, y a Grace no le costaba ningún esfuerzo creerlo.

—No sabía que aún lo tuvieras.

—Y no lo tengo. Este es una copia. Mirabelle lo hizo para mí. Tiene mucho talento. Claro que entonces yo era más joven y mis piernas no eran tan flacuchas como son ahora, por eso lo ha hecho más largo.

—A mí me parece que estás impresionante —Grace se agachó y besó la mejilla de su abuela—. Ya tengo todo preparado para el Club de Francés. Tengo que ayudar a los empleados a colocarlo todo, pero primero quería darte esto —le entregó a su abuela la caja de macarons, que había atado con un precioso lazo—. Los he hecho yo.

—El mejor regalo del mundo es el hecho por una misma —Mimi deslizó los dedos sobre la suave seda—. Tuve un par de zapatillas de ballet con las cintas de este mismo color —abrió la caja con un entusiasmo que noventa años sobre la faz de la tierra no habían conseguido disminuir—. Son idénticos a los que yo solía comprar en París. Los colocaban en ese escaparate como si fuesen joyas. En una ocasión recuerdo que un hombre salió a hurtadillas de mi apartamento a primera hora de la mañana para comprarme una cajita para el desayuno… nos los comimos en la cama.

A Grace le encantaba oír historias sobre el animado pasado de su abuela.

—¿Cómo se llamaba?

¿Podría estarse refiriendo su abuela al hombre que la había dejado embarazada?

Grace había intentado en numerosas ocasiones convencerla para que le hablara sobre el misterioso hombre que era su abuelo, pero nunca había querido hacerlo. «Fue una aventura», era lo único que decía.

—No recuerdo su nombre —como de costumbre, su abuela se mostró evasiva—. Solo recuerdo los macarons.

—Eres una mujer muy traviesa, Mimi —Grace le quitó la caja de las manos y la cerró. Le resultaba extraño no saber nada sobre su abuelo. ¿Seguiría vivo?

—¿Desde cuándo es una travesura divertirse, y por qué estás cerrando la caja? Estaba a punto de comerme uno.

—Podrás comerte unos cuantos en el Club de Francés. Hay más como estos.

—Me gusta disfrutar del momento —Mimi volvió a abrir la caja y se sirvió. Le dio un delicado mordisco y cerró los ojos—. Si te centras en vivir bien el presente, jamás tendrás que lamentar tu pasado.

Grace se preguntó si estaría pensando en París, o en el hombre que le había llevado los macarons a la cama. Sabía que su abuela tenía historias que no había compartido, y que había momentos de su vida en los que prefería no pensar. Grace lo entendía. Había momentos de su vida en los que a ella tampoco le apetecía pensar demasiado.

—¿Están buenos?

—Excelentes —Mimi abrió los ojos y agarró el abrigo y el pañuelo de seda. La elección del día era azul pavo real—. ¿Cómo está Sophie?

—Furiosa por los planes para cerrar el refugio de animales. Está escribiendo cartas y llamando a cualquiera que quiera contestar la llamada.

—Siempre he admirado a las personas dispuestas a alzarse y luchar por la causa en la que creen. Sobre todo cuando esa persona es mi bisnieta. Deberías sentirte orgullosa, Grace.

—Y me siento orgullosa… aunque no estoy muy segura de que su manera de ser tenga mucho que ver conmigo. Tiene los genes de David.

—Relájate —Mimi le leyó el pensamiento—. No tiene nada de tu madre —agarró a Grace del brazo y salieron del apartamento, dirigiéndose por el camino empedrado que conducía hasta el edificio principal—. ¿Cuándo vendrá a verme Sophie?

—El fin de semana.

—¿Y David? —la expresión de Mimi se suavizó—. Ayer apareció y arregló el picaporte roto de la puerta. Ese hombre es perfecto. Tiene tiempo para todo el mundo. ¿Te he mencionado que cada día está más atractivo? Y esa sonrisa…

—Lo sé —Grace se había enamorado de la sonrisa de David—. Tengo suerte.

—No, cielo —Mimi se detuvo—. Es él el que tiene suerte. Tú has sufrido mucho y aun así has conseguido formar una familia como esta… Bueno, me siento orgullosa de ti. Eres el alma de la familia, Grace. Y una madre excelente.

Su abuela era su principal apoyo. Grace la abrazó a la vista de cualquiera que pudiera estar viéndolas. Era durante esos momentos cuando se daba cuenta de la fragilidad de su abuela. Le asustaba. No se imaginaba la vida sin Mimi.

—Te quiero.

—Claro que me quieres. Soy el glaseado de mantequilla de ese pastel rancio que es la vida.

—Veinticinco años hoy —Grace la soltó—. ¿Te habías olvidado?

—Me crujen los huesos y tengo varices, pero mi memoria está bien. Ya sé qué día es. Tu aniversario. Me alegro por ti. Todas las mujeres deberían amar profundamente por lo menos una vez en su vida.

—Pero tú no lo hiciste. ¿Nunca sentiste deseos de casarte? ¿Ni siquiera cuando descubriste que estabas embarazada?

Mimi se enrolló el pañuelo alrededor del cuello y deslizó de nuevo su brazo por el de Grace.

—Nunca fui de las que se casan. Tú, sin embargo, siempre lo fuiste. Espero que te pongas tu ropa interior más sexy para la celebración.

—Me niego a hablar contigo de mi ropa interior, pero sí te diré que he reservado para cenar. Y será allí donde le daré su regalo.

—Qué envidia. Todo un mes en París. El sol sobre las calles adoquinadas, y los jardines… París tiene una atmósfera especial, ¿lo recuerdas? Se te desliza bajo la piel e impregna el aire que respiras…

Mimi parecía estar hablando con ella misma y Grace sonrió.

—Lo recuerdo, pero solo he estado allí una vez, y durante una breve visita. Tú naciste allí. Viviste allí.

—Así es. Y desde luego que viví —Mimi nunca se mostraba tan animada como cuando hablaba de París—. Recuerdo una noche en que nos quitamos la ropa y…

—¡Mimi! —Grace se detuvo ante la puerta del comedor—. Estás a punto de aparecer en público. No escandalices a todo el mundo. No querrás asustarlos con tus pecaminosos recuerdos.

—Lo que sí es pecado es el aburrimiento. Nunca se es demasiado vieja para un poco de emoción. Les estoy haciendo un favor —Mimi chasqueó los dedos en el aire—. ¡Pierre!, eso es —miró a Grace con gesto triunfal.

—¿Pierre?

—El hombre que me compró los macarons. Nos habíamos pasado toda la noche haciendo el amor.

—¿Dónde lo conociste? —Grace se sentía intrigada—. ¿A qué se dedicaba?

—Lo conocí cuando vino a verme bailar. No tenía ni idea de a qué se dedicaba. No hablamos. No me interesaban sus perspectivas de futuro… solo su aguante.

Grace sacudió la cabeza y ajustó el pañuelo de su abuela.

—Deberías volver.

—¿A París? Soy demasiado vieja. Todo estará cambiado. La gente a la que amé… no estará ya.

Su abuela miró al vacío y sacudió la cabeza.

—Hora de bailar —abrió la puerta y se deslizó al interior del salón como una bailarina haciendo su aparición en escena.

Fueron recibidas por un coro de voces alegres, y Grace descargó su bolsa sobre la mesa. Había parado para recoger unas baguettes de la panadería de la calle Main. No eran tan crujientes y perfectas como las que había comido en Francia, pero sí lo más parecido que se podía encontrar en el Connecticut rural.

Mientras el personal ayudaba a preparar las mesas, Grace eligió la música.

—¡Edith Piaf! —Mimi se deslizó con elegancia hasta el centro del salón y le hizo una señal a Albert.

Varias personas más se unieron a ellos y pronto el salón estuvo lleno de parejas bailando.

Cuando se sentaron a comer, bombardearon a Grace con preguntas.

¿Lo tenía todo preparado para la sorpresa de David? ¿Exactamente cómo iba a hablarle del viaje que había organizado?

Grace había compartido sus planes con ellos, sabiendo lo mucho que disfrutaban participando de una conspiración.

Había sido idea de David que no se compraran regalos para los aniversarios, sino alguna experiencia. Él lo había llamado «El Proyecto de Recuerdos Felices». Había querido llenar su memoria con cosas bonitas que anularan todas las malas experiencias de su infancia.

Era lo más romántico que alguien le hubiera dicho jamás.

El año anterior, ella había reservado un fin de semana en las cataratas del Niágara. Se lo habían pasado bien, pero Grace se había propuesto hacer algo más grande para el año siguiente.

La tarde pasó rápidamente, y estaba recogiendo la mesa cuando su amiga Monica llegó para dar una clase de yoga.

Grace y Monica se habían conocido estando embarazadas. Nadie comprendía la ansiedad de la maternidad como otra madre, y le había hecho bien hablar con ella, aunque su amiga a menudo la hacía sentirse inferior.

Monica estaba obsesionada con vivir una vida sana. Culpaba a la carne roja de al menos la mitad de los problemas del mundo. Cultivaba sus propias verduras, preparaba zumos y enseñaba yoga. Insistía en que toda la familia fuese vegetariana, aunque David juraba que en una ocasión había visto al marido de Monica devorando un buen chuletón en un asador de carne en el pueblo de al lado. Solo habían compartido una velada con ellos como pareja, una cena compuesta casi exclusivamente de lentejas, después de la cual David no había podido salir del cuarto de baño durante veinticuatro horas.

—¡Nunca más! —había gritado al otro lado de la puerta del baño—. Es tu amiga.

Grace, cuyo estómago también se había bamboleado como la cubierta de un barco en medio de una tormenta, se había mostrado de acuerdo.

Desde ese momento la amistad se había reducido a las dos mujeres.

Se reunían para tomar café, o comer, o algún día ocasionalmente en el spa.

A pesar de las reservas de David, Grace quería a Monica. Tenía un buen corazón, ejemplo del cual eran las clases de yoga que impartía en Rushing River.

—¿Cómo está Chrissie? —Grace ayudó a Monica a disponer el material para los ejercicios.

—Ansiosa. No sabe qué hará si no la aceptan en su primera elección de la universidad. La espera nos está volviendo locos. He estado practicando técnicas de meditación, pero no parecen funcionar.

—Sophie también está estresada. Hasta el mes que viene no sabrán nada.

Las dos chicas esperaban obtener un una plaza en una universidad de la Ivy League, y Grace y Monica sabían que sufrirían una tremenda decepción si no lo conseguían.

—Chrissie quiere ir a Brown porque le encanta su programa, pero yo lo quiero porque está cerca —Monica se quitó la sudadera, revelando sus brazos perfectamente tonificados—. Quiero poder ir a verla alguna vez —miró a Grace con expresión culpable—. Lo siento, qué poco tacto por mi parte.

A Grace le habría encantado que su hija también hubiera elegido una universidad de la costa este, pero Sophie se moría de ganas de ir a Stanford, y estaba emocionada por ir a vivir a California. Grace jamás habría querido detenerla, ni intentar persuadirla para que eligiera una universidad más cerca de casa. Estaba encantada con que su hija tuviera la confianza suficiente como para volar del nido.

—¿Piensas mucho en ello? ¿En cómo será la vida cuando se marche? —Monica sacó del bolso el micrófono que utilizaba para dar sus clases—. Chrissie parece aún tan joven. Todd teme el momento en que se marche, aunque por lo menos no tendremos que preocuparnos por si de repente se aparta del buen camino. Es una niña muy equilibrada y sensata. ¿Qué tal lo lleva David?

—Parece tranquilo. En realidad no solemos hablar mucho de ello —Grace no quería estropear los últimos meses de Sophie en casa obsesionándose constantemente con su marcha. Había ocultado sus sentimientos de ansiedad para no trasmitírselos de algún modo a su hija. David y ella no eran la responsabilidad de Sophie.

Y se había mantenido firme en su resolución… Incluso con los amigos.

—Por supuesto que supondrá un cambio, pero los dos tenemos ganas de poder disfrutar de algún tiempo juntos.

Ante ellos se presentaban unos largos días de verano, solo para David y ella… sin Sophie irrumpiendo en la cocina para saquear la nevera. Tampoco habría ropa tirada por la casa ni libros abiertos sobre lo muebles. Nada de cartas de protesta esparcidas por la encimera de la cocina esperando ser echadas al correo.

Cuando Sophie se marchara, quedaría un enorme agujero en su vida. Había momentos en que le asustaba pensar en ello, pero sabía que les correspondía a David y a ella llenar ese hueco.

—Los dos estáis muy en sintonía —Monica se ajustó el micrófono al top—. Cuando Chrissie sugirió por primera vez la posibilidad de ir a Europa con Sophie este verano, creí que Todd iba explotar. No paré de decirle que ya no es ninguna niña y que quiere estar con sus amigas. Pero a mí también me preocupa un poco. ¿Crees que deberíamos haberlas animado a hacer algo menos aventurero?

—Yo tenía su misma edad la primera vez que viajé a París. Fue una experiencia inolvidable.

Los recuerdos regresaron a su mente. Las calles de París empapadas por la lluvia, el sol filtrándose entre los árboles en el jardín de las Tullerías, su primer beso de verdad bajo la luz de la luna y el río Sena a su espalda. El descubrimiento de una vida hasta entonces tan alejada de la suya que la había mareado. La emoción de saber que ahí fuera había un mundo esperando.

Philippe.

El primer amor.

Y la llamada telefónica que lo había cambiado todo.

Todo aquello parecía tan lejano.

—Pero también irán a Florencia —Monica no pareció tranquilizarse—. He oído cosas malas de Florencia. A la hija de Donna le robaron el bolso, y dice que no se atrevían a salir si no iban en grupos de por lo menos dos, ni siquiera a plena luz del día. Les metían mano todo el tiempo. ¿Y si alguien les echa algo en la bebida? No quiero que Chrissie se meta ningún veneno en el organismo. Ni siquiera ha tomado un antibiótico en su vida.

Grace se obligó a alejar el pasado de su mente. Estaba bastante segura de que Chrissie iba envenenar su organismo lo suficiente cuando llegara la universidad.

—Son muy sensatas. Si se meten en algún lío, cosa que no harán, nos llamarán. David y yo estaremos en París durante un mes.

Sonaba exótico, y de repente tuvo la sensación de que una puerta se había abierto ligeramente. Una parte de ella siempre añoraría esos días en los que su hija había estado segura y protegida en el nido de la familia, pero el futuro tenía muchas cosas sobre las que estar emocionada.

Posibilidades que se abrían ante ella.

Los padres de David habían fallecido al poco de casarse ellos y su marido no tenía más familia. A menudo solía decir que Grace y Sophie eran todo su mundo, y a Grace la hacía sentirse feliz, porque ella sentía lo mismo. Además, tenía a Mimi. Sonrió. Su glaseado de mantequilla.

La idea de pasar un mes en Europa, disfrutando de cada día para ellos dos solos, la hacía sentirse casi embriagada. Se quedarían hasta tarde en la cama, disfrutarían de prolongados desayunos en la terraza del hotel, harían turismo. Tendrían tiempo y energía para practicar sexo, y no tendrían que preocuparse por si Sophie los molestaba.

Iba a echar de menos a Sophie, pero cuanto más pensaba en ello más emocionada se sentía ante la idea de pasar más tiempo con David.

Poco después mientras cenaba con David sacó el tema.

—He estado pensando en todas las cosas que vamos a poder hacer cuando Sophie se marche a la universidad.

El restaurante estaba lleno. Estaban rodeados del murmullo suave de las conversaciones, el entrechocar de las copas, el ocasional sonido de una risa. La luz de las velas titilaba sobre las mesas, y los cubiertos resplandecían.

—Aún no sabemos adónde va a ir —él hundió el cuchillo en su boeuf bourguignon. El aroma de las hierbas y el vino tinto fluyó por la mesa—. Puede que no consiga entrar.

—Lo hará. Es lista. Y trabaja mucho. Nuestra nena se ha hecho mayor.

A sus espaldas estalló un aplauso. Grace giró la cabeza. Un hombre estaba arrodillado detrás de ellos, sujetando un anillo de pedida ante una mujer que lloraba. Grace también aplaudió, y se volvió hacia David. Había esperado que le guiñara un ojo, o quizás pusiera la mirada en blanco ante el tópico despliegue público, pero David no sonreía. Miraba a la pareja con una expresión que Grace no fue capaz de interpretar.

—Estaremos solos tú y yo —observó él mientras contemplaba al hombre deslizar el anillo por el dedo de la mujer—. ¿Alguna vez has pensado en ello?

Grace se giró en el asiento hasta darle la espalda a la pareja. Había pedido pato confitado, y estaba delicioso.

—Por supuesto. También estaba pensando en todas las cosas que podremos hacer. Me muero de ganas, ¿tú no?

Estaba tan absorta en su propio estallido de positividad que le llevó un momento darse cuenta de que él no había contestado. Seguía mirando a la pareja.

—¿David?

—Me siento viejo, Grace —David soltó el tenedor—. Como si hubiera dejado atrás los mejores días de mi vida

—¿Qué? David, eso es una tontería. Estás en la flor de la vida. Si te sirve de algo, Mimi dice que ahora estás más sexy que nunca.

Ella opinaba lo mismo. Al vivir junto a alguien, no siempre se veía a esa persona como lo hacían los demás, pero últimamente Grace se había descubierto a sí misma contemplando la anchura de los hombros de David o la sombra de su mandíbula, y pensando «qué bonito». La edad le había dado una presencia que ella encontraba irresistible.

La mención de Mimi hizo que la tensión abandonara los rasgos de David. Sus ojos se arrugaron por el rabillo, la antesala de esa sonrisa que ella tanto adoraba.

—¿Has estado hablando con tu abuela sobre mi sex-appeal?

—Ya sabes cómo es. Te juro que, si yo no estuviera ya casada contigo, lo haría ella. No, en realidad —Grace frunció el ceño—, el matrimonio es demasiado convencional para Mimi. A ella no le gustaría atarse. Se acostaría contigo, y luego te desecharía y no recordaría tu nombre jamás. París está pavimentado con los fragmentos de todos los corazones que Mimi rompió allí.

Y pronto estarían allí. Quizás fuera buen momento para decírselo.

—Todavía recuerdo el día en que nació Sophie —David jugueteó con el cuchillo—. No me puedo creer que se vaya a marchar de casa.

—Es natural sentirse así, pero deberíamos estar orgullosos. Hemos criado a una chica inteligente, buena e independiente. Esa era nuestra misión como padres. Ella piensa por sí misma, y ahora va a vivir por sí misma. Así deben ser las cosas.

Y el hecho de que para ella no hubiera sido así la hacía sentirse más decidida todavía a que sí lo fuera para su hija.

—Un hito como este hace que te plantees tu vida —David soltó el cuchillo—. He estado pensando en nosotros, Grace.

—Yo también he estado pensando en nosotros —ella asintió, encantada—. Deberíamos celebrar nuestro nuevo comienzo. Y nuestro verano no estará vacío, porque tengo la manera perfecta de llenarlo. Feliz aniversario, David.

Grace le entregó el paquete que había mantenido oculto bajo la silla. El papel estaba decorado con diminutas imágenes del paisaje de París. La torre Eiffel. El Arco de Triunfo. El Louvre. Le había llevado dos horas de búsqueda encontrarlo en internet.

—¿Qué es esto?

—Mi sorpresa de aniversario. Siempre hacemos un viaje y elaboramos un nuevo recuerdo. Este será especial. Y puede que te inspire para trabajar en tu novela —David llevaba trabajando en una novela desde que ella lo conocía, pero nunca la había terminado.

—¿Un viaje? —lentamente, él desenvolvió el paquete, como si no estuviera seguro de querer saber lo que había en su interior.

La pareja de la mesa de al lado los miraba intrigada. Ella les conocía vagamente, como casi todo el mundo se conocía en una pequeña ciudad como aquella. Los rostros siempre eran familiares. El primo de alguien. La tía de alguien. El marido de alguien.

David sacó el plano callejero de París que ella también había encargado por internet.

—¿Nos vamos a París?

—¡Sí! —Grace se sentía ridículamente encantada consigo misma—. Está todo reservado. Estaremos un mes, el mes de julio. Te va a encantar, David.

—¿Un mes?

—Si te preocupa faltar al trabajo, no te preocupes. Ya he hablado con Stephen, y a él le parece una idea estupenda. Has trabajado mucho, y julio es un mes tranquilo, y…

—Espera. ¿Has hablado con mi jefe? —David se frotó la mandíbula, como si acabaran de darle un golpe. Sus mejillas se colorearon, y Grace no consiguió adivinar si era por ira o vergüenza.

—Necesitaba saber si ibas a disponer del tiempo libre —quizás no debería haberlo hecho, aunque Stephen se había mostrado encantador.

—Grace, no tienes que ocuparte de cada detalle de mi vida.

—Pensé que te encantaría —¿no iba a mirar qué más había en la caja? Había un billete para el Métro, el suburbano de París una postal de la torre Eiffel y un brillante folleto del hotel que había reservado—. Este viaje es para nosotros. Dispondremos de un mes para estar juntos en verano, explorando la ciudad. Podremos cenar fuera en las terrazas de los cafés, ver pasar el mundo y decidir cómo queremos que sea nuestro futuro. Solos nosotros dos.

Estaba decidida a contemplar esa nueva fase de su vida como una aventura y una celebración, no como un tiempo para las lamentaciones y la nostalgia.

¿Se sentiría rara estando en París con David? No, claro que no. Su última visita se había producido hacía décadas. Formaba parte de un pasado en el que ella no se permitía a sí misma pensar.

—Deberías haberme hablado de esto, Grace.

—Quería que fuera una sorpresa.

David parecía enfermo, y Grace empezó a sentirse así también. La velada no se estaba desarrollando tal y como se había imaginado.

—¿Ya has reservado todo? —él cerró la caja—. Sí, claro que lo has hecho. Eres tú.

—¿Qué se supone que significa eso? —¿debía disculparse por una de sus mejores cualidades? Ser organizada era algo bueno. Se había criado en el caos y sabía lo malo que podía ser.

—Tú lo haces todo, aunque yo sea capaz de hacer cosas por mí mismo. No hace falta que compres el regalo de mi jefe, Grace. Puedo ocuparme de ello.

—Ya sé que puedes hacerlo, pero me gusta hacerlo para que no tengas que ocuparte tú.

—Organizas hasta el último detalle de nuestras vidas.

—Para que no se olvide nada.

—Y entiendo por qué es importante para ti. En serio, lo entiendo —había una ternura en su voz y una simpatía en su mirada que hizo que Grace se estremeciera ligeramente. Era como entrar en una habitación abarrotada y descubrir que te habías olvidado de abrocharte la falda.

—No hace falta hablar de esas cosas malas en una noche como esta.

—Quizá sí. Quizás deberíamos haber hablado de ello hace mucho tiempo.

—Es nuestro aniversario. Esta es una celebración. ¿Te preocupa que haga demasiado? No pasa nada, David. Me gusta hacerlo. No es un problema

Ella deslizó una mano por la mesa, pero él retiró la suya.

—Para mí sí es un problema, Grace.

—¿Por qué? Estás ocupado, y a mí me encanta mimarte.

—Me hace sentir… —David se frotó la mandíbula—. Incapaz. A veces me pregunto si me necesitas siquiera.

Grace sintió que el estómago le daba un vuelco, como si hubiera saltado por el borde de un acantilado.

—¿Cómo puedes decir eso? Sabes que no es verdad.

—¿Lo sé? Planificas hasta el más mínimo detalle de nuestras vidas. Eres la mujer más independiente que conozco. ¿Exactamente cómo contribuyo yo a este matrimonio?

En cualquier otro momento ella habría contestado «con un sexo estupendo», y los dos habrían estallado en carcajadas. Pero esa noche David no reía, y ella tampoco tenía ganas de reír.

Las personas de las mesas más cercanas a la suya los miraban fijamente.

Pero a Grace le daba igual.

—Contribuyes ampliamente, David…

—Grace, tenemos que hablar —él apartó el plato a un lado, dejando la mitad de la cena sin comer—. No pensaba decírtelo esta noche, pero…

—¿Pero qué? ¿De qué quieres hablar? —una inquietud se instaló en el interior de Grace. Su marido parecía diferente. David siempre se mostraban seguro, confiado, y cumplidor. Ella casi siempre sabía qué estaba pensando—. ¿Por qué no paras de frotarte la mandíbula?

—Porque me duele.

—Deberías ir al dentista. Puede que tengas un absceso o algo. Te pediré una cita mañana por la mañana… —ella se interrumpió—. O puedes pedirla tú mismo si lo prefieres.

—Quiero el divorcio, Grace.

Había un extraño zumbido en sus oídos. La música de fondo y los ruidos provenientes de la cocina habían distorsionado sus palabras. Era imposible que acabara de decir lo que ella pensaba que había dicho.

—¿Disculpa?

—El divorcio —David tironeó del cuello de la camisa como si le estuviera estrangulando—. Pronunciar esas palabras me hace sentir enfermo. Jamás he querido hacerte daño, Gracie.

No, no lo había entendido mal.

—¿Esto es porque le he comprado un regalo a Stephen?

—No —él murmuró algo y volvió a tirar del cuello de la camisa—. No debería estar haciéndolo ahora. No tenía pensado hacerlo. Debería haber…

—¿Es porque Sophie se marcha? Ya sé que resulta inquietante…

El pánico atrapó el corazón de Grace. Apretó. Apretó un poco más. Los pulmones. No podía respirar. Iba a desmayarse sobre el pato confitado. Se imaginó la noticia apareciendo en la edición del día siguiente del Woodbrook Post.

«Mujer asfixiada al caer con la cara sobre la cena».

—No es por Sophie. Es por nosotros. Hace tiempo que las cosas no van bien.

Había algo en la mirada de David que ella no había visto nunca.

Lástima. Sí, había tristeza, también culpabilidad, pero fue la lástima lo que le hizo pedazos.

Era David. Su David, el que había llorado el día de la boda por lo mucho que la amaba, el que le había sujetado la mano mientras su hija se abría paso al mundo, y el que siempre había estado allí para ella en lo bueno y en lo malo. David, su mejor amigo y la única persona que la conocía de verdad.

Él jamás querría verla sufrir, mucho menos hacerla sufrir él mismo. Sabiéndolo, Grace sintió que el pánico se transformaba en terror. Él no quería hacerle daño, pero de todos modos se lo estaba haciendo, y eso significaba que la cosa era seria. Había decidido que prefería huir antes que quedarse con ella.

—No lo entiendo —sin duda si algo hubiera ido mal ella se habría dado cuenta, ¿no? David y ella habían formado un equipo desde siempre. Sin él, ella se habría desmoronado años atrás—. ¿Qué es lo que no va bien, David?

—Nuestras vidas se han vuelto… no sé. Aburridas —David tenía la frente perfilada de sudor—. Predecibles. Voy a trabajar al mismo sitio, veo a las mismas personas y vuelvo a casa cada día a…

—A mí —terminar la frase era casi demasiado sencillo—. De modo que lo que me estás diciendo es que yo soy predecible. Que yo soy aburrida —a Grace le temblaban las manos y las apretó contra su regazo.

—No es culpa tuya, Grace. Es mía.

—¿Cómo puede ser así? —el hecho de que él estuviera asumiendo la culpa no ayudaba en nada—. Soy yo con la que te casaste y con la que no eres feliz, lo cual significa que estoy haciendo algo mal —y el problema era que a ella le encantaba que su vida fuera predecible—. Yo crecí rodeada de incertidumbre, David. Créeme, está sobrevalorada

—Ya sé cómo creciste.

Claro que lo sabía.

¿Era aburrida? Por Dios, ¿era eso verdad?

Lo que sí era verdad era que estaba un poco obsesionada con que fueran buenos padres para Sophie, pero a él siempre le había parecido importante también.

David se desabrochó otro botón de su camisa y le hizo un gesto al camarero con la mano para que llevara más agua.

—¿Por qué hace tanto calor aquí? No me encuentro muy bien… No recuerdo qué estaba diciendo…

—Me estabas diciendo que quieres el divorcio —Grace tampoco se encontraba demasiado bien.

Ella jamás habría pensado que esa palabra surgiría alguna vez en una conversación entre David y ella, y deseó que no hubiera surgido en ese momento, en un lugar público. Por lo menos dos de las personas del local tenían hijos que iban a su clase, lo cual resultaba de lo más desafortunado, dada la naturaleza de la conversación.

«Mami dice que se va a divorciar, señora Porter, ¿es eso verdad?».

—Grace…

David tomó un sorbo de agua, y ella se dio cuenta de que le temblaban las manos. Estaba pálido y con aspecto enfermizo.

Estaba bastante segura de que si se miraba al espejo llegaría a la misma conclusión sobre ella misma.

¿Y Sophie? Aquello la iba a destrozar. ¿Y si se disgustaba demasiado y no se iba de vacaciones en verano? Aquello se había producido en el peor momento posible. Monica seguramente le echaría la culpa a la carne roja. «Demasiada testosterona».

—Podemos hablar con alguien si crees que podría servir de algo. Si hay que trabajar algo para arreglarlo, lo haremos.

—Arreglar nuestro matrimonio no es algo que puedas añadir a tu lista de tareas, Grace.

Ella sintió arder las mejillas, porque mentalmente era eso precisamente lo que estaba haciendo.

—Llevamos casados veinticinco años. No hay nada, nada, que no podamos arreglar.

—Estoy teniendo una aventura.

Las palabras fueron como un golpe seco en el estómago de Grace.

—¡No! —exclamó ella mientras se le quebraba la voz. Y así era como se sentía. Quebraba. Rota. Como si fuese un objeto de porcelana fina que él hubiese arrojado contra el armario—. Dime que no es verdad.

Iba a vomitar. Allí mismo, en ese bonito restaurante francés, delante de un público de unas cincuenta personas, iba a vomitar.

A Grace no le resultó difícil imaginarse cómo reaccionarían los chicos de su clase a eso.

«¿Vomitó, señora Porter?».

«Sí, Connor. Vomité, pero no tuvo nada que ver con el pato».

—No fue nada planeado, Grace —David tenía un aspecto peor de como se sentía ella.

—¿Se supone que eso debe hacerme sentir mejor?

Grace tenía miles de preguntas que hacer.

«¿Quién es esa mujer? ¿La conozco? ¿Cuánto tiempo llevas con ella?».

Pero al final solo hizo una.

—¿La amas?

—Yo… sí. Eso creo, sí —David se frotó la frente con los dedos.

Grace casi se derrumbó. Entonces no era solo sexo, sino sentimientos. Sentimientos fuertes.

Era la traición definitiva.

Se levantó de la silla, aunque las piernas no parecían estar de acuerdo con su decisión. Eran como gelatina, pero no quería que la comunidad local fuera testigo de más de esa conversación, no por él sino por ella, por Sophie. ¿Cuánto habían oído ya? ¿Iban a pararla en el supermercado?

«¿Es verdad eso que he oído, que David no te quiere? Eso debe de ser muy duro».

—Vámonos.

—¡Grace, espera! —David rebuscó algunos billetes y los dejó sobre la mesa sin contarlos.

Grace ya estaba a medio camino hacia la puerta, la caja llena de sus planes para París sujeta bajo el brazo. No tenía ni idea de por qué le parecía tan importante llevársela con ella. Quizás no quería que sus sueños quedaran por ahí tirados. El feliz verano que había pasado meses planeando no iba a suceder. En su lugar, dedicarían el tiempo a repartirse las propiedades y pertenencias, y a consultar con abogados.

La realidad de aquello la inundó

David era el amor de su vida. Era la base sólida sobre la que había construido su maravilloso, seguro y predecible mundo. Sin eso todo se iría abajo.

Grace se sentía como si estuviera viviendo una experiencia extracorpórea. Su mente estaba en otra parte, pero su cuerpo seguía allí en el restaurante, realizando los movimientos. Sonriendo, marchándose, «gracias, la comida estaba deliciosa», como si su vida no acabara de romperse en pedazos.

David se llevó una mano al pecho y sacudió la cabeza cuando el camarero le ofreció el abrigo.

—Grace, no me encuentro bien…

«¿En serio?».

—Curiosamente, yo tampoco me encuentro bien.

¿Acaso esperaba su simpatía?

—Es como si no pudiera… No puedo…

David se tambaleó antes de desplomarse, llevándose con él un cochecito y el perchero de los abrigos. Golpeó el suelo con todo su peso y un ruido sordo.

Grace no podía moverse.

¿Eso era lo que producía la conmoción? ¿Te dejaba congelada, convertida en un objeto inútil?

El restaurante entero quedó en silencio. Ella fue vagamente consciente de unos cuantos comensales que se levantaron, casi todos para ver lo que estaba pasando. Los camareros se habían vuelto hacia ella, mirándola con expresión de pánico y expectación.

David seguía tirado en el suelo, el sudor perlando su frente, y los ojos muy abiertos.

Se agarró el cuello de la camisa y apretó la mano contra el pecho.

Sus miradas se encontraron, y ella vio el terror reflejado en la de él.

«Ayúdame… ayúdame».

—Llamen a emergencias —a Grace le fascinó lo normal que sonaba su voz.

Tenía formación en primeros auxilios, pero su cuerpo y su mente estaban paralizados por la noción de que su marido desde hacía veinticinco años ya no la amaba.

Le había sido infiel. Había practicado sexo con otra mujer. Seguramente varias veces. ¿Desde cuándo lo llevaba haciendo? ¿Dónde? ¿En su cama o en alguna otra parte?

La garganta de David hizo un sonido ronco y Grace examinó su reacción con una mezcla de sorpresa y curiosidad. ¿En serio estaba considerando no resucitarlo?

«Me llamo Grace Porter y he asesinado a mi marido».

No, asesinado no. El asesinato era algo premeditado. Eso era más bien… oportunista.

Si él moría, ella ni siquiera sabría a quién llamar para dar la noticia. Tendría que mirar a su alrededor en el funeral para intentar identificar a la mujer que lloraba tanto como ella.

Registrando vagamente el ruido y el pánico a su alrededor, Grace lo contempló durante lo que parecieron minutos, aunque en realidad no pasaron más de unos pocos segundos.

Ese era el hombre al que ella amaba. Habían tenido una hija juntos. Ella había dado por hecho que envejecerían juntos.

Si se había aburrido de su vida, ¿por qué nunca había dicho nada?

La injusticia de la situación casi anuló su sentido del deber. David ni siquiera le había dado la oportunidad de arreglar las cosas. Había tomado la decisión por los dos. ¿Cómo había podido hacer eso?

Mientras a lo lejos se oían las sirenas, David hizo un sonido como si se ahogara y sus ojos se cerraron.

Grace despertó de su apatía.

No podía dejar morir a una persona aunque tuviera la sensación de que esa misma persona le acababa de apuñalar en el corazón. Se arrodilló su lado, buscó el pulso, comprobó su respiración y posó sus manos sobre el pecho para empezar a realizar compresiones.

«Uno, dos, tres… maldito seas, David… maldito seas, David…».

Contó mientras realizaba las compresiones y luego le apretó el puente de la nariz e introdujo aire en su boca, intentando no pensar en esos labios besando a otra mujer.

Lo primero que iba a hacer en cuanto llegara a su casa sería cambiar las sábanas.

El sonido de las sirenas se hizo más fuerte. Ella rezó para que se dieran prisa. No quería que él muriera. Eso sería la salida más fácil para él. Y Grace no quería darle esa salida.

Quería respuestas.

Audrey

 

 

 

 

 

A miles de kilómetros de allí, en Londres, Audrey estaba estudiando para un examen de Química cuando la puerta de su dormitorio se abrió de golpe.

—¿Qué vestido? ¿Verde o rosa? —había una nota de salvaje pánico en la voz de su madre—. El verde es más escotado.

Audrey ni siquiera apartó la cabeza de la pantalla. ¿Por qué su madre nunca llamaba a la puerta?

—Estoy trabajando —cada palabra supuso un verdadero esfuerzo. Quienquiera que hubiera ensamblado su cerebro había hecho una porquería de trabajo.

Había días en que odiaba absolutamente su vida, y ese era uno de ellos.

—Es San Valentín. Deberías estar por ahí en una cita. A tu edad yo ya era una fiestera.

—Los exámenes empiezan en mayo —Audrey sabía muy bien la clase de fiestera que era su madre.

—Querrás decir julio.

—Habré terminado a mediados de junio —¿por qué le molestaba tanto que su madre no lo supiera? Ya debería estar acostumbrada—. Estos exámenes son muy importantes.

A Audrey la ponían enferma. Se le daban fatal los exámenes. Y no ayudaba nada que los profesores le dijeran continuamente que los resultados afectarían a su futuro. Si ese era realmente el caso, entonces su vida ya había terminado.

Todos sus compañeros de clase tenían padres dándoles la lata.

«¿Trabajas lo suficiente?».

«¿Te parece bien salir entre semana?».

«No, no te conviene tomar bebidas gaseosas y pizza».

Audrey añoraba tener a alguien que le demostrara tanto interés y atención. Cualquier interés y atención. Se moría de ganas de que su madre le acariciara el pelo, le llevara una taza de té y pronunciara algunas palabras de ánimo, pero su madre no hacía ninguna de esas cosas y ella ya había perdido la esperanza.

A los seis años de edad se había dado cuenta de que su madre era distinta de las demás madres.