5,99 €
Una reunión familiar Aquella Navidad, los hermanos Miller tenían un objetivo: evitar la catarata de preguntas indiscretas de su familia. Ross, Alice y Clemmie tenían secretos que no querían revelar y se apoyaban los unos en los otros para desviar la atención. Una invitada sin invitación Lucy Clarke se enfrentaba a una solitaria Navidad y a la posibilidad de quedarse sin trabajo. A menos que pudiera conseguir el encargo de una campaña de publicidad para la empresa de Ross Miller, aquellas fiestas no iban a ser precisamente alegres. Una Navidad inolvidable Cuando Lucy apareció en la finca de los Miller, en las Highlands escocesas, la tomaron por la novia de Ross. Y cuando se aclaró el malentendido, ¡ya estaban atrapados por una gran nevada! No podía irse aunque quisiera. Pero… ¿quería, en realidad? A medida que los secretos se iban revelando y la química surgía entre Ross y ella, se dio cuenta de que aquella podría ser la peor Navidad de su vida o, quizá, el mejor error que había cometido nunca.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 494
Veröffentlichungsjahr: 2024
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022, Sarah Morgan
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Una invitada inesperada, n.º 307 - 13.11.24
Título original: Snowed In for Christmas
Publicada originalmente por HQN™ Books
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.
ISBN: 9788410741140
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
A mi familia, por todas esas Navidades maravillosas.
Lucy Clarke entró por la puerta giratoria del vestíbulo y se dirigió apresuradamente hacia el mostrador de recepción mientras, de camino, se quitaba el abrigo y la bufanda. Llegaba tarde a la reunión más importante de su vida.
—¡Por fin estás aquí! Te he llamado. Dame eso… —le dijo Rhea, la recepcionista, que se levantó y tomó su abrigo—. Vaya, estás guapísima. Eres la única persona que conozco a la que le queda bien un jersey navideño. ¿Dónde te has comprado este?
—Lo hizo mi abuela. Dijo que era una pesadilla trabajar con esta lana brillante. Me he sentido rara poniéndomelo hoy, precisamente, pero, como Arnie se ha empeñado en que tengamos aspecto festivo, pues aquí estoy, entregada al brillo. ¿Han empezado?
Tenía la esperanza de haber llegado a tiempo, pero todos los escritorios estaban vacíos.
—Sí. Vamos, entra.
Lucy se cambió las zapatillas de deporte por unas botas, dando saltitos a su alrededor. Tenía los dedos tan fríos que le resultó difícil.
—Lo siento, se me han olvidado los guantes.
Empujó el bolso hacia Rhea, que lo metió bajo el escritorio.
—¿Qué ha pasado? ¿No funcionan los trenes?
—Fallos en el sistema de señalización. He venido andando.
—¿Andando? ¿Por qué no has venido en taxi?
—Todo el mundo tuvo la misma idea, así que no había ni uno libre —respondió ella, y dejó la bufanda en el escritorio de Rhea—. ¿Cómo están los ánimos?
—Pues hay una falta de alegría palpable, dado que todos estamos esperando a quedarnos sin trabajo. La gente no sonríe ni siquiera viendo los jerséis navideños, y eso que hay algunos realmente horribles. Ellis, la de contabilidad, lleva uno que parece un árbol de Navidad lanudo y le da picores. He tenido que darle un antihistamínico.
—No nos vamos a quedar sin trabajo.
—No puedes saberlo —dijo Rhea—. Hemos perdido dos grandes cuentas el mes pasado. Sé que no es culpa nuestra, pero el resultado es el mismo.
—Entonces, tenemos que sustituirlas.
—Admiro tu optimismo, pero no quiero hacerme ilusiones. Me encanta mi trabajo. Las empresas siempre dicen eso de «somos una familia» y, normalmente, no es más que una mentira, pero esta empresa sí parece una familia. Pero tú no tienes por qué preocuparte. Eres brillante en lo que haces, así que encontrarás otro trabajo fácilmente.
Ella no quería otro trabajo. Quería aquel trabajo.
Pensó en lo bien que se lo pasaban en la oficina. Se reían. Pedían pizza por las noches cuando estaban preparando una presentación. Los viernes tomaban una copa de vino cuando había algo que celebrar. Pensó en la camaradería y la amistad. Sabía que nunca iba a olvidar el apoyo que le habían brindado sus colegas de trabajo durante los dos peores años de su vida.
Y, además, estaba Arnie. Se lo debía todo a él. Él le había devuelto la confianza que le habían arrebatado en su primer trabajo y había estado a su lado en su momento más bajo. Llevaba seis años trabajando para él y seguía aprendiendo algo todos los días. Tenía la sensación de que siempre ocurriría, porque la empresa era pequeña y ágil y, fuera cual fuera la antigüedad de los trabajadores, a todos se les pedía que contribuyeran. Eso no sería igual si ella se cambiara a alguna de las principales empresas del sector.
—¿Estoy bien?
Rhea le apartó un mechón de pelo de los ojos.
—Tienes aspecto de estar más calmada que todos nosotros. Todos tenemos pánico. Maya acaba de comprarse su primer piso. La mujer de Ted va a dar a luz un día de estos.
—¡Para! Si sigues recordándome todo lo que está en juego, voy a perder la calma —dijo Lucy, y se apretó las mejillas con las manos—. He venido corriendo los dos últimos kilómetros. Dime la verdad, ¿estoy roja como un tomate?
—Tienes un color adecuado para la época.
—¿Te refieres a que estoy verde como el acebo o roja como Papá Noel?
—Vamos, entra ahí —le dijo Rhea. Le dio un empujoncito, y ella salió corriendo hacia la sala de juntas.
Podía verlos a todos reunidos alrededor de la mesa, Arnie parado en la cabecera vistiendo el mismo suéter rojo que siempre usaba cuando quería estar festivo. Arnie, que había creado esta empresa hace más de treinta años. Arnie, que había dejado las celebraciones navideñas de su familia para ser a su lado en el hospital cuando su abuela había muerto dos años antes. Lucy abrió la puerta y treinta cabezas se volvieron hacia ella.
—Siento llegar tarde.
—No te preocupes. Acabamos de empezar —respondió Arnie.
A pesar de que su sonrisa era cálida, tenía ojeras. La situación era dura para todos ellos, pero, sobre todo, para él, porque se veía obligado a tomar decisiones difíciles como consecuencia de aquel golpe inesperado que había sufrido la cuenta de resultados. Y eso, obviamente, le estaba quitando el sueño.
Lo había visto quedarse trabajando hasta medianoche en su escritorio, mirando los números como si pudiera cambiarlos a pura fuerza de voluntad. No era de extrañar que estuviese cansado.
Ella se sentó y trató de ignorar la ansiedad que sentía.
—Es una campaña navideña —dijo Arnie, retomando el tema que estaban tratando antes de que ella los interrumpiera—. Pensad en el brillo de las fiestas, en los árboles de Navidad, en la nieve. Queremos ver fotografías del fuego ardiendo alegremente en la chimenea, de mantas lujosas, velas, tazas de chocolate humeante llenas de malvaviscos. Y luces de colores por todas partes. Las imágenes deben ser tan festivas y atractivas como para que incluso las personas que piensan que odian estas fechas, de repente, caigan enamoradas de la Navidad. Sobre todo, es necesario que sientan que la Navidad no estará completa a menos que ellos mismos, y todos sus conocidos, compren un…
Arnie se quedó en blanco.
—Perdón, otra vez, ¿cómo se llamaba el producto?
Lucy miró la caja que había sobre la mesa.
—Los Fingersnug, Arnie.
—Fingersnug. Bien —dijo Arnie, y se pasó la mano por el pelo, dejándolo erguido. Era uno de sus muchos hábitos adorables—. La persona que les asesoró sobre el nombre del producto debería meditar acerca de su trabajo, pero ese no es nuestro problema. Nuestro problema es cómo convertirlo en el producto imprescindible para la Navidad, a pesar del nombre y de la falta de tiempo para hacer una campaña contundente. Y lo vamos a hacer con las redes sociales. Es instantáneo. Es impactante. Vamos a mostrar a las personas en un ambiente cálido y acogedor. ¿Ha probado alguien esta maldita cosa? Lucy, como has sido la última en entrar por la puerta y siempre se te olvidan los guantes, te ha tocado. Ya me lo agradecerás luego.
Lucy deslizó una mano dentro del Fingersnug y lo activó.
Todos la miraron expectantes.
Arnie abrió las manos.
—¿Sientes algo? ¿Sientes calor? ¿Es algo que te cambia la vida?
Se sentía deprimida y se encontraba un poco mal, pero ninguna de las dos cosas tenía nada que ver con el Fingersnug.
—Creo que tarda un minuto en calentarse, Arnie.
Ted estaba desconcertado.
—Básicamente, es un guante.
—Puede ser… —dijo Arnie. Plantó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia delante—. Pero las zapatillas de correr son zapatillas de correr hasta que nosotros convencemos a los consumidores de que un determinado par de zapatillas les cambiará la vida. Hay pocos productos originales en el mercado, solo campañas originales.
Aquel comentario era muy propio de Arnie. Era un optimista nato.
A Lucy se le agrandó el nudo de la garganta. Arnie tenía que lidiar con muchos problemas, pero el cliente seguía siendo su prioridad. Incluso un cliente tan pequeño como aquel.
—Se está calentando —dijo ella—. Creo que incluso puede curar mi congelación.
Arnie tomó uno de la caja.
—Es un regalito perfecto para Papá Noel. Ahora lo veo, manteniendo las manos calientes en las heladas noches de invierno. ¿Viene en tallas pequeñas? ¿Pueden usarlo los niños? ¿Es seguro? No podemos permitirnos que le cause daño a un niño.
—Los niños pueden usarlo y viene en diferentes tallas —respondió Lucy. Sentía que iban calentándosele los dedos cada vez más—. Puede que esta sea la primera vez en la vida que he tenido las manos calientes. Y puede ser que esto sea mi nuevo objeto favorito.
—Necesitamos fotografías que les llamen la atención a los niños o, más concretamente, a sus padres. Todas esas actividades que hacen los padres en Navidad, el patinaje sobre hielo, los renos… El cliente mencionó específicamente los renos —dijo Arnie, y miró a su alrededor en busca de inspiración—. ¿Haciendo qué? No tengo ni idea. ¿Dónde se puede encontrar un reno además de en la parte delantera del suéter de Alison, obviamente? Y ¿qué haces cuando encuentras uno? Quizá alguien pueda montarlo. ¡Sí! Me encanta esa idea.
Una de las razones por las que Arnie era una leyenda en el mundo de las agencias de publicidad era que no dejaba que nada se interpusiera en su camino. A veces, ese enfoque llevaba a éxitos espectaculares, pero, en otras ocasiones…
Algunos de sus compañeros se movieron en las sillas, con inquietud, y le lanzaron miradas furtivas a Lucy.
Ella miró directamente a Arnie.
—Creo que usar renos es una idea genial, Arnie. Nos da la oportunidad de que la sesión fotográfica sea muy buena. Tal vez un niño con un montón de regalos con envoltorios preciosos junto a un reno… Podemos captar esa expresión de asombro de su cara, un montón de nieve, dedos cálidos… —dijo Lucy, dejando que su mente divagara—. Fotos de anhelos navideños que resulten identificables.
—¿No crees que alguien debería montarlo?
Ella no dudó.
—No, Arnie, no lo creo.
¿Por qué no? Papá Noel lo hace.
—Papá Noel es un caso especial. Y, por lo general, va en el trineo.
¿En serio estaban manteniendo aquella conversación?
Hubo un momento de silencio tenso y, después, Arnie se rio y el ambiente se relajó un poco en la sala.
—Bueno, bueno… —dijo Arnie, y agitó una mano con desdén—. Sé creativa. Haz cualquier cosa que te parezca que añade ese toque festivo extra, Lucy. No te digo que me impresiones, porque siempre lo haces.
—¿Quieres que me haga cargo de la cuenta? —preguntó Lucy, y miró a su alrededor. Había otras veintinueve personas en la reunión—. Tal vez debería hacerlo otro…
—No. Te quiero en esto. Conseguir a influencers para esta campaña va a ser casi imposible a estas alturas, y tú eres la que consigue las cosas imposibles —dijo él. Se frotó el pecho, y Lucy sintió una punzada de preocupación.
—¿Te encuentras bien, Arnie?
—No del todo. Ayer cené con Martin Cooper, el consejero delegado de Fitzwilliam Cooper, nuestra competencia. Se jactó de que tenían demasiado trabajo, y eso fue suficiente como para causarme una indigestión. O quizá fuera la comida. Tenía demasiadas especias, y a mí no me gustan las especias —dijo él. Dejó de frotarse el pecho y frunció el ceño—. ¿Sabes que tuvo el descaro de preguntarme si podía darle tu lista de contactos, Lucy? Le dije que no le serviría de nada, porque la magia está en tu relación con esos contactos. Todo funciona por ti. Tienes el don de convencer a la gente de que haga cosas que no quieren hacer y para las que no tienen tiempo.
Lucy no mencionó que el departamento de personal de Fitzwilliam Cooper se había puesto en contacto con ella el mes pasado para ofrecerle un trabajo. Le pareció prudente cambiar de tema.
—Encontrar renos en mitad de Londres va a ser…
—Hay renos en Finlandia y en Noruega, pero no tenemos tiempo ni presupuesto para eso. Espera… —dijo Arnie, y levantó una mano—. ¡Escocia! En Escocia hay renos. Lo leí hace poco. Voy a pedirle a Rhea que localice el artículo y que te lo envíe. Escocia. Perfecto. Adoro este trabajo. ¿No adoráis todos este trabajo?
Todos sonrieron nerviosos porque, casi sin excepción, a todos ellos les encantaba su trabajo y se preguntaban cuánto tiempo más iban a conservarlo.
Lucy se concentró en el problema más inmediato. ¿Cómo iba a incluir un viaje a Escocia en su agenda?
—Solo faltan dos semanas para la Navidad, Arnie.
—Y ya sabes lo que siempre digo yo —respondió él. Se puso la mano en la oreja y esperó.
—Nada sirve tanto para enfocar la mente como una fecha límite —corearon todos, y él sonrió como si fuera un director y su orquesta acabara de dar un concierto virtuoso.
—Exactamente. Lo gestionarás perfectamente, Lucy, lo sé. Eres la que siempre resuelve las situaciones y se te da genial todo lo navideño —dijo Arnie—. El trabajo es tuyo. Elige tu equipo.
Lucy sonrió apagadamente. El entusiasmo y la calidez de Arnie lo arrastraban a uno. Era imposible decirle que no aunque quisiera hacerlo.
Y de todos modos, ¿qué podía decir?
«Ya no me gustan las Navidades». No, no podía decirle eso. Se había apoyado mucho en ellos al principio, cuando el dolor era tan fuerte. Pero había pasado el tiempo y no podía seguir estando tan triste, por muy difícil que le resultara, especialmente en aquella época del año. Tenía que recuperarse, aunque todavía no había descubierto cómo conseguirlo. Algunos días se sentía como si no hubiera avanzado en absoluto.
Pero su prioridad en aquel momento era la agencia, y eso significaba que tenía que ir a Escocia, a no ser que encontrara un reno más cerca de casa. ¿El zoo? A lo mejor podía convencer al cliente de que cambiara el reno por una llama, o una oveja grande. Estaba pensando en ello cuando sonó el teléfono de alguien.
Ted se puso de pie con cara de pánico y tiró todos sus papeles. Miró el teléfono y se quedó pálido.
—¡Ya está! Va a nacer el niño. Mi hijo. Nuestro hijo. Tengo que irme al hospital ahora mismo.
Se le cayó el teléfono y, al agacharse a recogerlo, se golpeó la cabeza con la mesa.
Lucy se encogió.
—Ay… Ted…
—Estoy bien, estoy bien —dijo él, frotándose la frente con una sonrisa bobalicona—. Voy a ser padre.
Maya sonrió.
—Eso ya lo sabemos, Ted. Bien hecho.
—Sophie me necesita. Yo…
A Ted se le cayó el teléfono de nuevo, pero, en aquella ocasión, fue Alison la que se agachó a recogerlo.
—Respira, Ted.
—Sí, buen consejo. Respirar. Hemos practicado mucho. Ya sé que es Sophie la que va a hacer esa parte, pero no hay motivo para que yo no lo haga también.
—Vete —le dijo Arnie, señalándole la puerta—. Y mantennos informados.
Ted se quedó indeciso.
—Pero… esta es una reunión importante, y…
—La familia es lo primero —dijo Arnie—. Ve con Sophie. Llámanos cuando tengas noticias.
Ted salió rápidamente de la sala, volvió a entrar un momento para recoger el abrigo y el ordenador, que se le habían olvidado.
—Acabo de acordarme —dijo desde la puerta, casi sin aliento—. Hoy va a llegar a la oficina un tren. ¿Alguien puede recibir la entrega?
Maya enarcó sus cejas perfectamente dibujadas.
—¿Un tren?
—Sí, es un regalo de Navidad para mi bebé —dijo, y se le quebró la voz.
Arnie rodeó la mesa y le puso una mano en el hombro.
—Un trenecito es una elección muy buena. Claro que recibiremos la entrega. Vamos, vete. Dile a Rhea que te pida un taxi. Tienes que llegar al hospital lo antes posible.
—Sí, muchas gracias —dijo Ted, y salió de la habitación rápidamente, después de golpearse con el marco de la puerta.
Maya se estremeció.
—Espero que le den un sedante o algo por el estilo. Y ¿de verdad va a llegar más rápido en taxi que en tren?
—Será más rápido porque elimina la posibilidad de que Ted se ponga nervioso y se pierda —dijo Arnie—. Por lo menos, el taxi lo dejará en la puerta del hospital con todas sus pertenencias encima.
—¿Un trenecito? —preguntó Ryan, el interno, sonriendo—. Sabrá que un bebé recién nacido no puede jugar con eso, ¿no?
—Me parece que va a ser Ted el que juegue con el tren —dijo Arnie—. Bueno, por muy emocionante que sea todo esto, tenemos que seguir con el trabajo. ¿Dónde estábamos? Con los Fingersnug. Entonces, Lucy, ¿te encargas tú?
—Sí, Arnie —dijo ella.
Iba a encontrar la forma de montar una campaña publicitaria navideña en el último minuto. Encontraría un reno. Pediría favores a sus contactos, a los creadores de contenido con mayor número de suscriptores y con los que ya había trabajado antes. Encontraría la manera de gestionarlo todo y de no pensar en que su trabajo, de vez en cuando, era ridículo.
Arnie carraspeó, y ella lo miró.
Por su expresión, era evidente que había llegado el momento de la reunión que todo el mundo estaba temiendo.
—Ahora, lo difícil. Todos sabéis que hemos perdido dos grandes cuentas el mes pasado. No es culpa nuestra. Una de las empresas está recortando personal porque han perdido mucho negocio últimamente, y la otra está intentando reducir costes y decidió irse con otra agencia más barata. Todo esto ha sido un golpe muy duro —dijo—. No voy a fingir que no lo es.
—Vamos, Arnie, danos las malas noticias. ¿Has tomado ya la decisión de a quién vas a despedir? —preguntó Maya, tan directa como siempre. Era algo en lo que todos estaban pensando.
—No quiero despedir a nadie —dijo él, y exhaló un largo suspiro—. Y no solo porque seáis un grupo de gente muy divertida cuando no os da por poneros molestos.
Todos intentaron sonreír.
—Gracias, Arnie.
—Y lo cierto es que, para conseguir clientes, necesitamos buena gente. Para dedicar personal a las cuentas, necesitamos buena gente. Pero también necesito poder pagar a esos buenos profesionales y, a no ser que consigamos un buen negocio pronto, vamos a tener problemas —dijo él, y apoyó las manos en la mesa. Se quedó callado un momento, y prosiguió—: Nunca os he mentido y no voy a empezar a hacerlo ahora. Este es el momento más difícil al que nos hemos enfrentado desde que fundé esta empresa hace treinta años. Pero no todo está perdido. Tengo algunas oportunidades de negocio y voy a seguirlas personalmente. Y vamos a probar otra cosa. Aunque es una especulación, merece la pena intentarlo. Es muy grande. Si conseguimos eso, estaremos bien.
Pero… ¿y si no estaban bien?
Lucy pensó en Ted y en su hijo recién nacido. Pensó en Maya, que acababa de comprarse un piso, y en lo asustada que había estado ante la idea de firmar una hipoteca. Pensó en sí misma, en lo mucho que le gustaba aquel trabajo y lo mucho que lo necesitaba.
Cuando su abuela había muerto, aquellos primeros días, el trabajo le había dado una razón para levantarse de la cama por las mañanas. Su trabajo era su fuente de seguridad financiera y emocional. Era lo más importante de su vida.
Sintió una opresión en el pecho.
No podía soportar más cambios. Más pérdida.
Miró por el cristal de la sala de juntas y trató de respirar a un ritmo constante. Desde su sitio, en un piso número veinte, tenía una vista aérea de Londres. Veía la cúpula de la catedral de St. Paul y el Támesis serpenteando por debajo del puente de Londres. Se acercaban tres autobuses rojos entre el tráfico y la gente caminaba apresuradamente, con la cabeza gacha, mirando sus teléfonos.
Se le formó un nudo en la garganta.
Si tuviera que dejar la empresa, ¿tendría también que mudarse? No quería hacerlo. Ella se había criado allí, con su abuela, que adoraba Londres y que siempre estaba deseosa de compartir las alegrías y la historia de la ciudad con su nieta. «¿Ves esto, Lucy? Pudding Lane, la calle donde empezó el Gran Incendio de Londres en 1666». Habían visitado la Torre de Londres, su lugar favorito. Habían paseado por los parques de la mano, habían merendado sobre la hierba húmeda, habían dado de comer a los patos y habían remado en una barca por el lago Serpentine. Su regalo de Navidad había sido una entrada para ver El cascanueces en la Royal Opera House. Cada calle y cada monumento estaban entremezclados con los recuerdos de su abuela.
Amaba Londres. Era su sitio. A veces se sentía como si la ciudad la hubiera abrazado de igual forma que lo había hecho su abuela cuando habían muerto sus padres.
Aquella era una época del año especialmente dura para ella. Era imposible dejar de desear estar con ella, pasear por la ciudad mirando los escaparates brillantes y tomándose un chocolate caliente en alguna cafetería. Habían hablado de todo. Ella nunca le había ocultado nada a su abuela, y eso lo echaba de menos desesperadamente. Echaba de menos poder hablar libremente sin preocuparse de ser una carga.
Amor incondicional. Amor en el que se podía confiar. Eso era lo que echaba de menos, pero ese regalo se lo había arrebatado la vida y la había dejado expuesta, con un sentimiento de frío y de soledad.
Se dio cuenta de que Arnie la estaba observando y se sintió culpable por ser egoísta y estar pensando en sí misma cuando él estaba pasando por un infierno. Arnie se estaba preocupando por el futuro de todo el mundo.
Tenían que conseguir una gran cuenta fuera como fuera.
Arnie seguía hablando.
—Vamos a empezar mirando lo positivo. Estamos aprovechando el poder de las redes sociales y cambiando la forma en que las marcas llegan a sus clientes. Somos expertos en marketing de influencers. Estamos cambiando los hábitos de consumo…
Lucy tomó algunas notas en el cuaderno que tenía delante. En menos de un minuto tenía una lista de unas diez personas a las que podía llamar para que la ayudaran en la campaña de los Fingersnug. Gente con la que había construido una relación. Personas que estarían felices de hacerle un favor porque sabían que podrían pedírselo de vuelta en el futuro.
—Estamos elevando nuestro perfil. Y, en ese sentido, le debemos mucho a Lucy, nuestra chica de la portada —dijo Arnie, y señaló la última edición de la brillante revista de marketing que había en la mesa—. La cara del marketing moderno. Estás estupenda, Lucy. Una gran entrevista. Una buenísima publicidad para la agencia. Si alguno no la habéis leído todavía, deberíais hacerlo. Lucy, estamos orgullosos de ti. Y, para el resto, hagamos más cosas como esta. Que se fijen en nosotros.
Hubo un coro de vítores para Lucy y unos cuantos aplausos. Ella sonrió con timidez y miró la portada. Había pasado por una sesión de una hora de maquillaje y peluquería, y apenas se reconocía en las fotos. Se había sentido completamente diferente a sí misma. Aunque eso no hubiera sido algo malo. La Lucy de la portada daba la imagen de tener la vida ordenada y en calma. No parecía que se pusiera delante del espejo del baño por las mañanas, hiperventilando, preocupándose por si perdía el control en público, ni que fuera presa de la ansiedad desde que había muerto su abuela. En realidad, ella se sentía como si fuera caminando por el borde de la vida sin red de seguridad.
Y ahora estaban casi en Navidad, el momento del año diseñado para poner de relieve la falta de una familia. Lo peor de todo era que ella siempre había adorado aquellas fechas hasta que, hacía dos años, había tenido que pasar la Nochebuena y la Navidad en vigilia junto a la cama del hospital de su abuela. La Navidad ya no era oropel, abetos y ropa de abrigo para ir a escuchar villancicos por la calle. Eran los pitidos de las máquinas y los médicos con un semblante serio, y la mano frágil y magullada de su abuela en la suya.
Le habían dicho que era un derrame cerebral severo, pero su abuela aguantó hasta el 31 de diciembre y, finalmente, la dejó enfrentándose al Año Nuevo y a todos los años que llegarían después sin la persona a la que más quería. La persona que había hecho las veces de padres y de abuelos a la vez. La única persona que la conocía y la quería incondicionalmente.
El año anterior, se había obligado a sí misma a celebrar las Navidades, aunque, quizá, la palabra «celebrar» no era la más acertada. Se había comprado un abeto y lo había adornado con los adornos que su abuela y ella habían coleccionado con los años. «Voy a hacerlo, abuela. Estarías orgullosa de mí». Pero había sido muy difícil, el equivalente emocional a correr descalza un maratón cuesta arriba. La Navidad siempre había sido un momento mágico, pero la magia había desaparecido y no sabía cómo recuperarla. Lo cierto era que la temía y, si pudiera elegir, habría cancelado las fiestas.
Sintió pánico.
—Este es el punto en el que os voy a desafiar a todos —dijo Arnie—. Puede que crea en los milagros, porque he puesto la vista en uno de los mayores trofeos de todos. Un nuevo negocio que resolvería todos nuestros problemas. ¿Alguien se lo imagina? —preguntó, y miró a su alrededor—. Pensad en marcas de ropa deportiva. En fitness y en gimnasios.
Y, ahora, ella tenía una nueva razón para sentir pánico. Deportes, no. Cualquier cosa, menos eso.
Los gimnasios la intimidaban y no usaba ropa deportiva. Su régimen de ejercicio consistía en ir corriendo por Londres para conocer a clientes y a influencers y en explorar lugares nuevos e interesantes para incluirlos en sus campañas visuales.
Ojalá estuviera allí Ted, porque aquel era su terreno. Ella pensó en todas las grandes marcas deportivas y descartó las que sabía que estaban trabajando con otras agencias.
Una destacó entre todas las demás.
—¿Te refieres a Miller Active? El consejero delegado es Ross Miller.
—¿Lo conoces?
—Solo por su reputación. Su familia es la dueña de Glen Shortbread.
Su abuela siempre decía que aquellas galletas eran muy reconfortantes y eran unos de sus dulces favoritos de Navidad.
—¿Glen Shortbread son las galletas que vienen en una lata muy bonita que cambia de año en año? —preguntó Maya—. El año pasado era una con montañas nevadas y un lago. Me encantan. Son deliciosas. Se las compro a mi madre todos los años. Solo con mirarlas me entra espíritu navideño.
—Exacto —dijo Lucy.
Ella todavía tenía tres latas vacías en su casa. Aunque no tuviera demasiado espacio, no podía soportar la idea de tirarlas, así que las usaba para guardar cosas. Dos de ellas estaban llenas de fotografías antiguas, y la tercera contenía las cartas que le había escrito su abuela durante el primer año de universidad, cuando ella tenía tanta nostalgia que se había planteado dejarlo.
—Son los mismos Miller, pero diferentes negocios —dijo Arnie, y volvió a frotarse el pecho—. El hijo, Ross, siguió un camino distinto.
—Ross el rebelde —murmuró Lucy, y vio que Arnie la miraba con curiosidad—. El año pasado, creo, leí un artículo que se titulaba así. Hablaba de que él era la primera generación que no se dedicaba al negocio familiar, que quería establecerse por su cuenta. El artículo venía a decir que su familia y él eran como dos ciervos que se peleaban por el mismo territorio, aunque, viendo cómo ha crecido Miller Active, me imagino que él ya ha demostrado todo lo que tenía que demostrar. Hablaban mucho de la familia. Su abuela se llamaba Jane, ¿no? O Jean. Su padre, Douglas, sigue al mando de Glen Shortbread. Su madre es Glenda, y ha trabajado en el negocio de vez en cuando, aunque no sé si todavía sigue. Tuvieron tres hijos, Ross, el mayor, Alice y Clemmie, que no sé a qué se dedica.
Maya se había quedado mirándola con asombro.
—¿Cómo es posible que te acuerdes de todo eso?
—Tengo buena memoria para los datos inútiles —dijo ella.
No iba a contarles la verdad. Que se le había grabado el artículo en la memoria porque tenía envidia de las familias.
El artículo estaba ilustrado con fotografías de la finca que la familia tenía en las Highlands escocesas. Se veían árboles muy mayores y rebaños de ciervos, y la casa solariega, Miller Lodge, cuyos jardines descendían por una colina hasta un profundo lago. También había fotos de la familia al completo alrededor de la chimenea, en la que ardía alegremente el fuego, con una bandeja antigua llena de sus famosas galletas en una mesa, frente a ellos. ¿Quién aparecía en aquella foto? No lo recordaba. Estaba demasiado ocupada mirando a aquella familia grande, perfecta, envidiando su perfecta vida familiar. Todos estaban sonriendo. Incluso los perros estaban felices. El mensaje era que, pasara lo que pasara en la vida, se tenían los unos a los otros y tenían su fabuloso hogar.
Después de haber salivado con aquellas fotos, había arrancado las páginas y las había tirado porque no tenía sentido anhelar algo que no se podía tener. En aquel momento se arrepintió de haberlas tirado, porque le habrían sido muy útiles para empezar su investigación.
—Estoy impresionado —dijo Arnie, que se había alegrado de su respuesta—. Los antecedentes son importantes, todos los sabemos. El contexto. ¿De dónde viene un cliente? ¿Qué necesita? Son preguntas que nos hacemos. Son las preguntas que os vais a hacer todos cuando estéis buscando ideas para una campaña. Ese es el reto. He oído que Ross Miller se ha puesto en contacto con algunas agencias de publicidad. Quiere cambiar ciertas cosas.
—¿Y nos ha pedido que hagamos alguna propuesta?
—No exactamente —dijo Arnie, y movió algunos papeles—. Pero, si supiera lo buenos que somos, lo haría. Tenemos que llamar su atención. Tenemos que encontrar la manera de conseguirlo. Tenemos que ser nosotros quienes le demos lo que necesita.
Lucy pensó de nuevo en aquel artículo. Le había parecido que Ross Miller ya tenía todo lo que necesitaba.
—¿Miller Active no trabaja con Fitzwilliam Cooper?
—Sí, pero su última campaña de publicidad no estuvo muy inspirada. Es mi opinión, aunque eso no significa que no tenga razón. Miller Active tiene una base de clientes sólida, pero parece que no consigue expandirse más. Van a buscar algo distinto en Año Nuevo, y nos necesitan. Nuestro trabajo es convencerlos de eso. Durante las próximas semanas, quiero que hagáis algunas propuestas que los dejen alucinados. Después, tenemos que encontrar la forma de hacérselas llegar a Ross Miller. Será nuestra prioridad para el Año Nuevo.
—Este proyecto es para Ted —dijo Lucy—. Vive en el gimnasio.
Maya se recostó en el respaldo de su silla.
—No va a poder ir al gimnasio durante una temporada, o Sophie lo mata.
—Tenemos que pensar que Ted está fuera de escena en este momento, pero podemos gestionar esto sin él.
—Si sirve de algo, a mí me encantan sus mallas de yoga —dijo Maya—. Son las únicas que no se mueven cuando haces la postura del perro boca abajo. Sin embargo, no creo que sea posible articular toda una campaña alrededor de eso.
—Ya se nos ocurrirá algo —dijo Arnie. Recogió sus papeles y el ordenador portátil—. El momento es bueno. En enero todo el mundo piensa en hacer fitness, ¿no? Todos acabamos atiborrándonos durante las fiestas en las comidas familiares.
«Ojalá…», pensó Lucy, manteniendo una expresión impertérrita.
—Sí, es cierto que en enero la gente se preocupa por la salud y el ejercicio.
—Lo único que tenemos que hacer es encontrar un enfoque único, y en eso somos muy buenos.
Tal vez, pero ¿un cliente deportivo? Si hacía falta apuntarse a un gimnasio para salvar a Arnie, estaba condenada. A menos que…
De repente, se le ocurrió una idea. Tal vez, la idea perfecta. No dijo nada porque aún necesitaba pensar en ello, pero, claramente, tenía algo. Ross Miller no había levantado una empresa en un espacio tan competitivo siendo predecible. Cuando había empezado, no tenía forma de gastar más que las grandes marcas, así que había decidido ser más listo que ellos, y así era como había conseguido crecer más rápidamente de lo que se había predicho.
Arnie tenía razón. Cualquier cosa que se les ocurriera tenía que ser creativa y, ciertamente, la idea que bullía en su mente era un poco distinta a las demás.
La gente empezó a salir de la sala de juntas, salvo Arnie, que estaba mirando su teléfono. Lucy se puso de pie y se dirigió hacia la máquina de café. Sirvió dos tazas y le llevó una. Cuando estuvo a su lado, se dio cuenta de lo pálido que estaba.
—¿Has tomado algo para la indigestión? A lo mejor no debería darte este café.
—Dame ese café. La indigestión se me pasará, estoy seguro.
Tomó el café y la miró.
—¿Qué pasa?
—Estoy preocupada por ti.
—¿Por qué? Yo estoy bien. Mejor que nunca.
—Ya se ha ido todo el mundo —replicó ella—. Estamos solos tú y yo. Puedes ser sincero.
A él se le hundieron los hombros.
—No hay forma de engañarte, ¿eh? Estoy preocupado. Tenemos que hacer todo lo que podamos. Yo voy a llamar a algunos otros de mis contactos. Todo va a salir bien, estoy seguro. Y el año que viene será mejor. Tiene que ser mejor.
—Acerca de Ross Miller…
—No te preocupes. Sé que el deporte no es lo tuyo —dijo Arnie—. Era solo una idea. Me estaba agarrando a un clavo ardiendo. Aunque demos con una idea innovadora, Ross Miller es un tipo duro. No creo que nos concediera una reunión ni aceptara escuchar nuestras propuestas. Siempre ha contratado a grandes agencias. No estamos en su lista.
—Pues, entonces, tenemos que entrar en esa lista.
Ella no iba a rendirse ni iba a permitir que Arnie se diera por vencido.
—Podemos conseguirlo, Arnie.
—Ese es el espíritu —dijo él, esbozando una sonrisa—. No te preocupes. Si ocurre lo peor, puedo hacer unas llamadas y tendrás otro trabajo antes de que acabe el día.
—No quiero otro trabajo.
—Ya lo sé —dijo él, y dejó el café intacto en la mesa—. Tú y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo, Lucy. Y, francamente, por ese motivo me siento aún peor. Tenemos a gente leal y maravillosa en esta agencia, y os he fallado a todos. Deberíamos extender más nuestra red. Siempre hemos confiado en unas pocas cuentas grandes en vez de trabajar en múltiples cuentas más pequeñas. Eso nos ha dejado en una posición vulnerable, y es culpa mía.
—Tú no eres responsable de la marcha de la economía y de los sucesos mundiales, Arnie. Tú eres brillante.
—No tanto —dijo él con una sonrisa de cansancio—. De todos modos, ya es suficiente. ¿Cómo estás tú, Lucy? Sé que esta es una época difícil para ti, incluso sin estas otras preocupaciones.
—Estoy bien, gracias —dijo ella—. Tú eres el que ha estado trabajando muchísimo. A lo mejor deberías irte a casa.
—Hay demasiadas cosas que hacer —respondió él, y volvió a frotarse el pecho—. Tengo que hacer algunas llamadas y empezar a reunir algunas ideas para enero.
—De acuerdo.
Pero, si las principales agencias iban a hacerle propuestas a Miller Active en Año Nuevo, ellos necesitaban reunirse antes con Ross Miller. Aquel hombre tenía fama de ser un adicto al trabajo. Seguramente, no iba a perder el tiempo de fiesta delante del árbol de Navidad.
Salió de la habitación y, cuando miró hacia atrás, vio a Arnie desplomado en su silla, en la cabecera de la mesa, con la cabeza apoyada en las manos.
Ella se sintió muy mal al verlo así. Se dirigió hacia el dispensador de agua. Iba a hacer todo lo que estuviera en su mano para solucionar aquel problema, y no solo porque aquel trabajo fuera lo único bueno y estable de su vida.
Maya estaba apoyada en la pared, bebiéndose un vaso de agua.
—Lo siento —dijo, y se hizo a un lado al verla—. El miedo me da sed. Estoy fingiendo que esto es ginebra. ¿Qué vamos a hacer?
—Vamos a buscar nuevas cuentas, empezando por Miller Active. Lo que no vamos a hacer es caer en el pánico.
Por lo menos, no dejar que los demás lo notaran. Ella estaba conteniendo todo el pánico que sentía.
—Si dices en serio lo de Miller Active, deberías tener pánico. ¿Sabes con quién estarías tratando? Ross Miller es cinturón negro en tres artes marciales diferentes. Sabe esquiar y es un as en el ring de boxeo. Ha atravesado el Atlántico navegando. Tiene músculos en todos los lugares correctos.
—¿Cuándo has visto tú sus músculos?
—En fotografías —dijo Maya, y dejó el vaso—. Cumplió algunos retos de fitness el año pasado para recaudar fondos para una ONG. De verdad, habría entregado mi tarjeta de crédito gustosamente.
—Tú solo tienes deudas en tu tarjeta de crédito. Y ¿qué tiene esto que ver con la presentación de una propuesta?
—Te quiero mucho, pero el único ejercicio que haces tú es ir del sofá a la cocina. ¿Hay alguna posibilidad de que te convierta en una fanática del deporte antes de enero para que podamos aumentar tu credibilidad?
—No necesito ser una fanática del deporte.
Maya frunció el ceño.
—¿Por qué no? Se trata de una cuenta de fitness. De ropa deportiva. Lo que quiere Miller Active es aumentar su clientela. No te ofendas, Lucy, pero… ¿tienes mallas de yoga?
—No. Pero, en este caso, eso va a mi favor —dijo Lucy, y se sirvió un vaso de agua—. Piénsalo. Ross Miller quiere nuevos clientes. ¿Cuál es el perfil de un cliente nuevo? No el de alguien como Ted, que ya es un converso. Es gente como yo, que nunca se acercaría a un gimnasio. No hay demasiado que hacer. Me compro un par de mallas deportivas sexis y me presento por la mañana a hacer una sesión de pesas.
—Sinceramente, no sé qué responder a eso —dijo Maya—. Conociéndote, me imagino que haría falta algo importante.
—La cuenta de Miller es importante.
—Lucy, soy tu mayor admiradora, pero sé realista. Las principales agencias de publicidad van a presentar propuestas. Esta es la gran oportunidad. ¿Cómo vamos a competir con ellas?
—Siendo más inteligente y adelantándonos.
—Pero si es Navidad.
—Por eso mismo. Es la época perfecta para trabajar.
—Puede que para ti, sí, pero no para la mayoría de la gente. Y, probablemente, para Ross Miller, tampoco —dijo Maya, y vaciló—. Mira, sobre la Navidad, ya te lo he dicho, puedes venir a pasarla con Jenny y conmigo. La madre de Jenny y su hermano van a venir también. Su padre, no, porque todavía no puede soportar vernos juntas y yo no quiero pasarme la Navidad con un nudo en el estómago.
—Lo siento.
—No te preocupes. Nunca había sido tan feliz y, si el precio es un poco de tensión familiar, entonces lo pagaré encantada. Y nos encantaría que vinieras.
—Es una invitación muy amable y te lo agradezco, pero no, gracias.
Sabía que la Navidad iba a ser difícil para ella y no quería que los demás tuvieran que soportar su tristeza. Además, verse obligada a fingir que estaba bien cuando no lo estaba se volvía agotador después de un rato. Su regalo de Navidad para sí misma iba a ser darse permiso para sentirse horriblemente mal.
Maya suspiró.
—Lucy…
—Estoy bien, de verdad. Voy a estar muy ocupada trabajando.
—No mencionó su conversación con Arnie. Si el equipo se enteraba de lo preocupado que estaba él, ellos también se preocuparían aún más y ¿qué sentido tenía estropearles las fiestas a todo el mundo? Era mejor que volvieran de las vacaciones descansados y con optimismo.
—Voy a hacer un plan para conseguir que Ross Miller nos reciba.
—No soporto pensar que vas a estar trabajando sola en Navidad.
—Estoy muy contenta de trabajar ese día. Así todo será mucho más fácil.
Serían sus segundas Navidades sola. Las terceras, contando con las que había pasado con su abuela en el hospital, aunque Arnie había estado a su lado en esas. En las otras ocasiones, había sobrevivido al paso de la fecha. Y también iba a sobrevivir ahora. El trabajo era exactamente la distracción que necesitaba.
—Lucy…
—La Navidad solo es un día, Maya. Este año voy a estar tan ocupada que ni siquiera me voy a dar cuenta. Voy a descubrir todo lo que haya que saber sobre la familia Miller y sobre Ross Miller en particular, y voy a conseguir una reunión con él antes de que las otras agencias hayan tragado su primera ración de pavo. Y luego vamos a dejarlo asombrado con nuestra brillantez.
—Supongo que no lo dirás literalmente —dijo Maya, que no parecía muy convencida—. En esta competición hay grandes jugadores, y están muy motivados.
Lucy pensó en Arnie, a quien acababa de ver con la cabeza apoyada en las manos, en soledad. Pensó en Ted y en su hijo recién nacido. Pensó en Maya, que iba a pasar la primera Navidad en su piso nuevo. Pensó también en su propia situación.
—Y estoy un paso más allá de la motivación. Estoy desesperada.
—Eso está muy bien —dijo Maya—, pero ¿cómo vas a hacerlo? ¿Cómo vas a ponerte delante de Ross Miller?
—Eso es algo que estoy…
Lucy se interrumpió al oír que Rhea la llamaba a gritos. Se giró.
—¿Qué pasa?
—¡Ven rápidamente! —exclamó Rhea, que estaba pálida, sin aliento—. Arnie se ha desmayado. La ambulancia viene de camino. ¡Oh, Lucy, es horrible!
—¡Lo va a traer a casa! —gritó Glenda mientras irrumpía en la cocina. Posiblemente, aquella era la mejor noticia que había tenido en todo el año—. ¿Has visto el correo electrónico?
—Estoy desayunando. Nunca reviso el correo mientras estoy desayunando. Es malo para la digestión —dijo Douglas, y bajó el tenedor—. ¿De quién estamos hablando?
—¡De Alice! Alice ha invitado a Nico a pasar la Navidad con nosotros —dijo Glenda—. Estoy emocionada.
—¿Emocionada por tener otra boca que alimentar?
—Emocionada porque nuestra hija, que es adicta al trabajo, por fin tiene una relación. Y todo indica que es algo serio. Nunca había traído a nadie a casa. ¿Sabes lo que significa eso? Por fin hay alguien en su vida, algo que no es el trabajo. Me preocupaba mucho la falta de equilibrio de su vida. Esto es importante, Douglas.
Sabía que se preocupaba demasiado por sus hijos, pero no podía evitarlo. Y conocía a Alice. Su hija mayor era inflexible en su búsqueda de la perfección. Era así desde pequeña. La mera idea de tener un suspenso la empujaba a estudiar hasta muy tarde por la noche, hasta que ella intervenía.
—¿Adicta al trabajo? —preguntó Douglas con el ceño fruncido—. Lo dices como si eso fuera algo malo, pero trabajar mucho no tiene nada de malo.
—Sí, cuando desplaza todas las demás cosas de la vida. Lo que necesita una persona es equilibrio. Pero no le echo la culpa a Alice por ser así. Ross es igual. Está en su ADN.
Miró a su marido de forma elocuente, aunque tenía que reconocer que, desde que le había dado un susto el corazón el año anterior, había bajado mucho el ritmo. Había adelgazado y había empezado a hacer ejercicio. Habría sido bueno que, además, redujera las horas de trabajo, pero ella sabía que eso era pedir demasiado.
—¿Me estás culpando a mí? Clemmie también es hija mía, así que, ¿cómo explicas eso?
—Ella se parece a mí —dijo Glenda, sonriendo—. Los voy a instalar en la habitación del lago. He estado pensando en cambiar la decoración de ese dormitorio. ¿Crees que Fergus podría ayudarme a hacerlo en una semana?
Douglas dio un gruñido.
—El chico es carpintero, no es Cupido. Y está ocupado terminando su casa y nuestro establo.
—Esto va por delante de tu establo. Y, aunque sea carpintero, es capaz de hacer cualquier cosa práctica, ya lo sabes —dijo ella. Tomó su teléfono y le escribió un mensaje a Fergus—. Estoy segura de que me ayudará. Somos familia, prácticamente. Clemmie y él eran inseparables de pequeños.
—Eso fue hace años. Ahora son adultos. Además, ¿qué tiene de malo el dormitorio de Alice?
—No es lo suficientemente grande para dos. Además, querrán tener privacidad —respondió Glenda, y envió el mensaje. Después, guardó el teléfono—. Y no es tan romántico como la habitación del lago. Quiero que su estancia sea perfecta. ¿Por qué no haría yo nada en esa habitación durante el verano? Bueno, da igual. Esta es una ocasión especial. Estoy deseando conocer al novio de Alice. ¿Cómo crees que será?
—Tolerante —dijo Douglas—, si está con nuestra Alice.
Ella ignoró aquel comentario.
—Es cirujano cardiólogo. Nunca sé qué decirles a los cirujanos. Espero que no sea arrogante. ¿Te acuerdas de cuando hablé con aquel sobre mis ojos porque tenía problemas? Hizo que me sintiera como si tuviese seis años. ¡Qué condescendiente! Espero que Nico no sea intimidante. ¿Y si no le caemos bien, o no le gusta la casa?
Glenda miró a su alrededor intentando imaginarse cómo vería un extraño su adorada casa. ¿Por qué cuando uno vivía en un lugar, las imperfecciones terminaban por pasar a un segundo plano? Había rayones en la mesa de la cocina y, en el muro, una pequeña abolladura, legado de la épica en la que Ross montaba en bicicleta dentro de casa. Era un hogar amado y vivido. El lugar que había acogido a su familia, y que ella no criticaría de igual modo que no criticaría su propia cara. ¿Una arruga? ¿Una cana? Todo era parte de la vida. O, por lo menos, eso era lo que había pensado siempre, aunque ya no estaba tan segura… Quería que todo tuviera el mejor aspecto posible. Redecoraban de vez en cuando, pero siempre había exigencias más importantes en cuanto al tiempo y a las finanzas familiares. La casa era grande y vieja, y tenía corrientes de aire, y se bebía el dinero como si estuviera permanentemente sedienta.
—¿Crees que le importará el caos?
—Si está saliendo con Alice, lo dudo —dijo Douglas—. Esa chica no sabe lo que significa la palabra «orden».
—Tiene treinta años, Douglas. Una mujer. Médica. Es responsable de otras vidas.
Y ella estaba orgullosa de su hija por haber seguido su propio camino y haber cumplido el sueño de convertirse en doctora. De pequeña operaba a sus muñecas y les pasaba consulta a sus hermanos. Ella había perdido la cuenta de todas las veces que había tenido que quitarle vendas de las extremidades a Clemmie. Y, como todo lo demás en la vida de Alice, una vez que se fijaba una meta, no se apartaba del camino. Se concentraba en lo que tenía que hacer para lograr su objetivo y lo conseguía, costara lo que costara.
Era muy diferente a su propia experiencia. Ella se había casado con Douglas cuando tenía dieciocho años y había empezado a trabajar para Glen Shortbread inmediatamente. A nadie se le había pasado por la cabeza, ni siquiera a ella, que pudiera hacer algo distinto. Era un negocio familiar y ella era de la familia. Después de que nacieran los niños había decidido dejar de trabajar y nunca se había arrepentido de tomar esa decisión.
Douglas la miró por encima de la montura de las gafas.
—Aunque sea médica, Alice es de la familia, así que puedo decir la verdad. Y la verdad es que espero que cuando está viendo a sus pacientes sea más organizada de lo que es en casa, o sus pacientes no tendrán ninguna esperanza de vida.
—Estoy segura de que sí lo es, aunque sé a qué te refieres.
A veces era difícil ver a una hija como una adulta. Era difícil imaginarse a Alice tomando decisiones de vida o muerte. Ella tenía el recuerdo nítido de su hija con aparato en los dientes y con dos coletas. Sin embargo, lo que siempre había tenido era una férrea voluntad. «Yo puedo hacerlo sola. No me ayudéis».
—Tener aquí a un desconocido va a alterar la dinámica. ¿Estás segura de que no te importa?
—No es un desconocido para Alice y, con suerte, no lo será para nosotros durante mucho tiempo, tampoco. Será divertido. Me encanta la Navidad y que una de nuestras hijas tenga por fin una relación seria es la guinda del pastel. Lo cual me recuerda que…
Tomó un bolígrafo y un pedazo de papel que había al final de la mesa y comenzó a tomar notas.
—Todavía me queda por adornar la tarta, y tengo que encargar un pavo más grande.
Douglas la miró.
—¿Tan serio crees que es esto? ¿Tengo que comportarme como si fuera un padre severo? ¿Preguntarle cuáles son sus intenciones?
—Ni hablar. No vas a hacer nada que pueda avergonzarla. Ni sacar fotos de cuando era bebé, ni contarle cuándo se cayó del escenario durante la obra del colegio, ni de cómo se peleaba con su hermano —dijo ella, y levantó los ojos de la lista que estaba haciendo—.
Por una vez en la vida vas a comportarte como es debido, Douglas Fraser Miller.
—¿Y dónde está la diversión? Además, me veo obligado a recordarte que fuiste tú la que provocó un caos hace dos Navidades, cuando le recordaste a Alice que a su edad tú ya tenías dos hijos, y que siempre estarías disponible para cuidar de sus niños.
—No fue mi mejor momento, no. Se fue hecha una furia, ¿te acuerdas?
—Perfectamente, porque fui yo el que tuvo que arreglar el cuadro que se cayó de la pared del portazo que dio.
—Fue culpa tuya. Me preparaste un gin-tonic con más ginebra que tónica.
—Era Navidad.
—Y terminé diciendo cosas que, normalmente, pienso en secreto. Como lo mucho que me gustaría tener nietos —respondió ella. Al recordar la escena, quiso volver atrás en el tiempo—. No puedo creer que dijera eso en voz alta. Estas Navidades no voy a beber ni una gota de alcohol.
—Eso será aburrido —dijo Douglas, y la observó atentamente—. Estamos hablando en serio de una posible boda, ¿verdad?
—No lo sé y no lo voy a preguntar —respondió ella—. Ya he aprendido la lección.
Pero eso no significaba que no le importara, por supuesto. ¿Qué padre o madre no quería ver a sus hijos con su propia familia? Dejó el bolígrafo sobre la mesa.
—Los tiempos cambian, ¿no te parece? Hoy día, la gente no necesita firmar una hoja de papel para decir que tienen un compromiso.
—Sí estás comprometido, lo estás. ¿Por qué no formalizarlo?
—Ellos podrían responder que, si están comprometidos, no necesitan formalizarlo. Si los instalamos en la habitación del lago, voy a tener que comprar ropa de cama nueva. En ese cuarto hace mucho frío en invierno. Y voy a retapizar los almohadones del asiento de la ventana. Compré la tela el año pasado y no lo hice. Y tengo toallas nuevas para el baño.
—No diriges un hotel de cinco estrellas, Glenda. ¿Por qué no pueden aceptarnos tal y como nos encuentren?
—Porque no son una visita cualquiera. Son de la familia. Quiero que les guste estar en su hogar.
—El hogar es la familia, no una toalla de baño esponjosa. Además, ¿qué esperas? ¿Que uno de nuestros hijos decida que estas montañas llenas de niebla y las aguas del lago son más atractivas que las calles bulliciosas de Londres? ¿Vas a intentar tentarlos para que se queden aquí para siempre?
La conocía muy bien.
—¿Me estás diciendo que no te encantaría que sucediera eso?
—Pues sí, pero no va a suceder. Los tres han elegido, incluso Clemmie, que siempre fue muy hogareña.
De todos sus hijos, la que más le preocupaba era Clemmie.
—¿Te acuerdas de aquella vez que se quedó a dormir en casa de una amiga y tuve que ir a buscarla porque estaban viendo películas de miedo y estaba asustadísima? Me sorprendí mucho cuando decidió irse a Londres.
—Los otros están en Londres.
—Eso es distinto. Alice quería trabajar en un hospital universitario de Londres y Ross también necesitaba estar allí. Pero ¿Clemmie? Podría haber trabajado de niñera en cualquier sitio. ¿Por qué Londres? No sé por qué, pero no encaja con ella.
Se preguntaba a menudo por qué habría tomado su hija aquella decisión. ¿Por seguir el ritmo de sus hermanos? Eso era algo que había hecho siempre. O, quizá, por otro motivo. Ella tenía sus propios pensamientos al respecto, pero se los guardó.
—Siempre pensé que se quedaría más cerca de casa. ¿Por qué frunces el ceño?
—Porque me estás recordando que somos una empresa familiar. Seis generaciones —respondió Douglas—. Entonces, ¿por qué ninguno de mis hijos quiere trabajar en este negocio?
—Porque los tiempos cambian. Ellos necesitaban elegir lo que querían. Dejar su impronta en el mundo.
—Sí, ya sé todo eso —refunfuñó él—. Pero, a veces, me molesta. No es que a Ross no le interesen los negocios. Claro que le interesan. Pero no le interesa el mío.
Ella lo sentía por su marido, porque sabía que le habría encantado que Ross trabajara con él. Y a ella también le habría gustado, porque, entonces, tal vez Douglas no habría tenido que trabajar tanto.
—Ross es feliz. Eso es lo importante. Y tiene sentido que haya elegido ese mundo empresarial, porque siempre le encantaron el fitness y el deporte. De niño siempre iba a cursos de escalada y a navegar. Aprovechaba cualquier excusa para salir y estar activo.
Douglas la miró.
—Y tú te pasaste muchas noches sin dormir por eso.
—Puede ser, pero ese es mi problema, no el suyo —respondió, y empujó un tazón de macedonia hacia su marido—. Vamos, termina de desayunar y deja de fingir que eres tan feroz, o llamo al doctor Hammond para que te eche un sermón sobre tu presión sanguínea.
Douglas tomó la cuchara sin entusiasmo.
—¿Y qué sabe él?
—Pues mucho, como tú. Eres un hombre inteligente. Si dejaras de fruncir el ceño, estarías más guapo. Se puso de pie y rodeó la mesa.
—Por favor, dime que no vas a volver a hacerlo, Douglas.
—¿A hacer qué?
Ella lo abrazó y le dio un beso.
—Estropear la Navidad con tus comentarios pasivo-agresivos.
—Yo nunca he estropeado la Navidad. Es mi época favorita del año. Toda la familia junta. Y nunca soy pasivo-agresivo. Soy directo, digo las cosas como son —respondió él, y le acarició la mano suavemente.
Glenda suspiró.
—No. Dices las cosas como quieres que sean. No es lo mismo.
Era difícil para él, y ella lo sabía. Pero también era difícil para Ross. Y para ella, porque siempre estaba en medio. Era la que ponía paz.
—Haces que se sienta culpable, Douglas, pero él está haciendo lo que le gusta —dijo, y se irguió—. Tú has vivido tu vida, y ahora tienes que dejar que él viva la suya.
—¿Por qué lo dices en pasado? Yo todavía vivo mi vida, y tengo intención de seguir haciéndolo. Por eso estoy desayunando avena y fruta, y no hincándole el diente a unas lonchas de beicon y a un pudin negro.
—Ya lo sé —dijo ella. Le puso un cuenco de yogur al lado, y él se estremeció—. Y sé cuánto significa la empresa para ti, pero el negocio de Ross también es muy importante para él. Ha tenido un éxito muy grande, pero ¿se lo has dicho tú alguna vez?
Douglas sacó un pedazo de manzana del tazón.
—Con demasiados elogios, un hombre se duerme en los laureles. Imagínate lo que podría hacer por este lugar si le dedicara toda esa energía, los conocimientos y la experiencia que tiene a Glen Shortbread. Yo podría jubilarme.
Glenda se sentó a su lado.
—A ti no te gustaría jubilarte, pero a mí me encantaría que pudieras reducir la jornada laboral.
—¿Y cómo voy a hacerlo? La empresa me necesita. Y no hablemos de eso ahora. ¿Por qué hay manzana cortada en esta macedonia? Odio la manzana cortada.
Tenía una sonrisa forzada, y ella se dio cuenta al instante, porque lo conocía desde los diez años y conocía todas sus expresiones.
—¿Va mal el negocio? —le preguntó.
Siempre habían compartido lo bueno y lo malo. Desde que ella se había apartado de la empresa, solo sabía lo que él le contaba.
Douglas dejó la fruta y tomó la taza de café, la única que se permitía tomar al día.
—No. Pero las cosas están cambiando. La forma de llevar la empresa está cambiando. Han pasado los días de mantener un contacto personal. Ahora todo se hace por redes sociales, con influencers. ¿Cómo se supone que voy a hacer yo eso? ¿Me pongo una falda escocesa y bailo alrededor de un plato de galletas de mantequilla? Estoy anticuado, esa es la verdad.
—Tonterías. Tú has sabido adaptarte a todas las nuevas tecnologías.
—Pero no es algo natural para mí. No como lo es para Alice y Clemmie. Sus teléfonos son como extensiones de ellas.
—Pero para eso tienes bastantes empleados que son expertos en redes sociales.
—Sí, ya lo sé, pero seguramente deberíamos hacer más. ¿Sabes cómo me llaman? Douglas el dinosaurio. Menos mal que no es Douglas el dino —dijo él, con una carcajada, y se terminó el café—. Me estoy haciendo demasiado mayor para esto, Glenda.
—No es verdad.
A ella le resultaba horrible ver a su marido, que normalmente estaba de seguro de sí mismo, con tantas dudas. Le cubrió la mano con la suya.
—Sí, es verdad. Si mi hijo estuviera en la empresa, este sería el momento en el que daría un paso atrás. Tienes razón, debería reducir mi jornada. Debería pasar más tiempo contigo. Deberíamos ir a un crucero por el mundo.
—¿Tú crees que a mí me interesa hacer un crucero? Parece que no me conoces.
Él sonrió con cansancio.
—Sería agradable tener esa opción.
«París», pensó ella. «Si pudiera ir a algún sitio, sería a París».
—Deberías hablar con Ross —dijo ella—. Pídele consejo. Él ha tenido mucho éxito con su empresa. Seguro que tiene alguna idea de cómo podrías estructurar un equipo directivo de manera que puedas reducir horas de trabajo.
—Si lo saco a relucir, él pensará que lo estoy presionando, que intento hacer que se sienta culpable. Zanjemos este tema. Hablando de negocios, esa revista todavía sigue dándome la tabarra para que haga fotografías.