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La correspondencia entre Manuel Azaña y Carlos Esplá desvela la evolución política y las relaciones de dos personajes de gran relevancia en la historia de España de los años veinte, treinta y cuarenta del pasado siglo: Azaña, monárquico liberal en sus comienzos, y Esplá, criado en los ambientes republicanos de la ciudad de Alicante, coincidieron plenamente en su proyecto político desde que se conocieron en 1930. Los autores de la introducción explican los vínculos afectivos e ideológicos de ambos personajes, así como los motivos por los cuales Esplá fue el principal receptor de las confesiones escritas de Azaña tras la guerra. En la segunda parte se dan a conocer las cartas -conservadas en el Archivo General de la Guerra Civil de Salamanca- que Azaña escribió a Esplá entre 1939 y 1940, unos documentos de suma importancia para acercarse a la amena, triste y sentida escritura del que fue presidente de la Segunda República.
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Seitenzahl: 188
Veröffentlichungsjahr: 2014
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Se terminó de imprimiren Artes Gráficas Soler, S. L.,de la ciudad de Valencia,el 22 de septiembre de 2003
PEDRO L. ANGOSTOJULIA PUIG(eds.)
UNA LEALTAD ENTRE RUINAS
EPISTOLARIO AZAÑA - ESPLÁ
1939-1940
2003
Aquesta publicació no pot ser reproduïda, ni totalment ni parcialment, ni enregistrada en, o transmesa per, un sistema de recuperació d'informació, en cap forma ni per cap mitjà, sia fotomecànic, fotoquímic, electrònic, per fotocòpia o per qualsevol altre, sense el permís previ de l'editorial.
© Pedro Luis Angosto i Julia Puig, 2003
© D'aquesta edició: Universitat de València, 2003
Procedència de les cartes: Archivo General
de la Guerra Civil (Salamanca)
ISBN: 978-84-370-9421-2
Dipòsit legal: V. 4.621 - 2003
Impressió: Arts Gràfiques Soler, S.L.
L'Olivereta, 28 - 46018 València
UNA LEALTAD ENTRE RUINAS
EPISTOLARIO AZAÑA - ESPLÁ1939-1940
Presentación, de Francisco Sevillano Calero
Manuel Azaña y Carlos Esplá: caminos divergentes que se cruzan en un punto
El epistolario Manuel Azaña - Carlos Esplá, 1939-1940
Persistencia en el recuerdo, por Carlos Esplá
Bibliografía
En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército "rojo", han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.
ASÍ decía el último parte oficial de guerra del Cuartel General de Franco en Burgos el 1 de abril de 1939. Apenas unos días antes, el 28 de marzo, se había producido la ocupación de Madrid; un avance militar que fue imparable por toda la zona centro-sur republicana: Ciudad Real, Albacete, Cuenca y Guadalajara, el 29 de marzo; Jaén, Valencia y Alicante, al día siguiente. En el ardor de la victoria, el diario falangista Arriba, inmediatamente editado en Madrid, publicaba la consigna «Memoria de España. Rito permanente de recuerdo para los caídos»,1 que mandaba que «todas las noches, a las once, los españoles escucharán, brazo en alto, la consigna, la voz de mando y el himno nacional». Pero el recuerdo de los «caídos» exigía el castigo de los vencidos. El convencimiento sobre el inminente final de la guerra hizo que las autoridades de la «España nacional» legislaran sobre la responsabilidad política del enemigo: el 9 de febrero de 1939 se proclamó la Ley de Responsabilidades Políticas, con carácter retroactivo hasta octubre de 1934. La política sistemática de represión fue así un componente esencial del «nuevo Estado» (afectando también a la depuración administrativa, la sanción económica y la inhabilitación). La derrota prolongó el régimen de terror en la vida cotidiana de las gentes comunes en España, obligadas a sobrevivir día a día en medio de la imposición de los victoriosos y la exclusión de los derrotados.
Una realidad que contrasta con las palabras que Manuel Azaña, Presidente de la República en guerra, pronunciara en su discurso el 18 de julio de 1938 en Barcelona:
Este fenómeno profundo, que se da en todas las guerras, me impide a mí hablar del porvenir de España en el orden político y en el orden moral, porque es un profundo misterio, en este país de las sorpresas y de las reacciones inesperadas, lo que podrá resultar el día en que los españoles, en paz, se pongan a considerar lo que han hecho durante la guerra. Yo creo que si de esta acumulación de males ha de salir el mayor bien posible, será con este espíritu, y desventurado el que no lo entienda así. No tengo el optimismo de un Pangloss ni voy a aplicar a este drama español la simplísima doctrina del adagio, de que "no hay mal que por bien no venga". No es verdad, no es verdad. Pero es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón.2
Precisamente, el fin de la batalla del Ebro en septiembre de ese año y, un tiempo después, la caída de Cataluña y la ocupación de Barcelona el 26 de enero de 1939 mostró el destino de muchos: el exilio, cuando una desbordada marea de 400.000 personas cruzó penosamente la frontera con Francia. Manuel Azaña, que se encontraba en Barcelona desde principios de diciembre de 1937 (siguiendo al Gobierno republicano instalado allí desde el mes anterior), también pasó al país vecino el 7 de febrero de 1939; sólo unos días después, el 27 del mismo mes, presentó la dimisión de presidente de la Segunda República una vez que Francia e Inglaterra reconocieron al gobierno del general Franco en Burgos. Pronto, los acontecimientos de una Europa trastornada por la guerra acompañarían en buena parte los veinte meses de exilio que precedieron a la muerte de Azaña en la localidad francesa de Montauban el 4 de noviembre de 1940.
La historia siguiente mostró la manipulación de su memoria histórica.3 Sólo el empeño de personajes como Carlos Esplá, desde su exilio definitivo en México, mantuvo vivo su legado republicano. Pero sobre todo la decidida actitud de Dolores de Rivas Cherif, mujer de Manuel Azaña, fue la que permitió su rehabilitación, en primer lugar, con la publicación de las obras de Azaña, que el profesor Juan Manchal llevó a cabo en cuatro volúmenes aparecidos originalmente en la editorial Oasis, de México, entre 1966 y 1968.4 Precisamente, la publicación de la correspondencia personal de Manuel Azaña ha contribuido de manera notable a una más completa vi sión de su perfil humano.5 Una labor a la que contribuye la publicación de estas cartas inéditas entre Azaña y Carlos Esplá desde febrero de 1939 hasta el mismo mes de 1940. El epistolario ha sido preparado y anotado por Julia Puig, responsable de la edición electrónica del Archivo Carlos Esplá en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.6 Unas cartas que fueron rescatadas por el Dr. Pedro Luis Angosto Vélez, autor de la biografía política del alicantino Carlos Esplá Rizo, 7 y que realiza un amplio estudio de las relaciones de ambos personajes en la presente edición. Sólo me queda agradecer a ambos autores su deferencia, y paciencia, al contar con estas desvaídas notas de presentación de la dramática experiencia que transmite este epistolario con desgarradora crudeza: la derrota y la muerte de una ilusión.
FRANCISCO SEVILLANO CALERO
Universidad de Alicante, mayo de 2003
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1 Arriba, 4-IV-1939.
2 Obras Completas, Madrid, Ediciones Giner, 1990, vol. III, p. 378.
3 Ello comenzó con la publicación, a partir de los «cuadernos robados» de los Diaños de Azaña en 1937 en Ginebra y entregados al general Franco, de las Memorias íntimas de Azaña por el diario ABC de Sevilla en ese año, y que anotó Joaquín Arraras en el libro del mismo título aparecido en Madrid, Ediciones Españolas, 1939. Entonces se publicó la segunda edición del libro descalificador de Francisco Casares, Azaña y ellos. Cincuenta semblanzas rojas, que originalmente había sido editado en Granada, Prieto, 1938. La recuperación y la publicación íntegra de los mencionados «cuadernos robados», precedidos de una introducción de Santos Juliá, ocurrió en 1997, con el título Diarios, 1932-1933. «Los cuadernos robados», por la editorial Crítica de Barcelona.
4 Acerca de esta aventura intelectual y editorial, véase el testimonio del propio Juan Marichal en «La restauración de Manuel Azaña», Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, n.° 21 (diciembre 1994), pp. 25-37. En 1968, Juan Manchal publicó asimismo su importante libro La vocación de Manuel Azaña, Madrid, Edicusa, reeditado también en Madrid, Alianza Editorial, 1982.
5 Hay que destacar, en este sentido, Rivas Cherif, Cipriano de, Retrato de un desconocido: vida de Manuel Azaña (seguido por el epistolario de Manuel Azaña con Cipriano de Rivas Cherif de 1921 a 1937), introducción y notas de Enrique de Rivas Ibáñez, Barcelona, Grijalbo, 1980 (la edición de Oasis en México de 1961 no incluía el apéndice epistolar) y Guerra civil (mayo 1936-abril 1937) (diciembre 1937-abril 1938). Cartas (1938-1939-1940), edición al cuidado de Enrique de Rivas, Valencia, Pre-Textos, 1990 y Manuel Azaña/Cipriano de Rivas Cherif. Cartas 1917-1935 (inéditas), edición, introducción y notas de Enrique de Rivas, Valencia, Pre-Textos, 1991.
6 Éste puede consultarse en la dirección de Internet: http://cervantesvirtual.com/portal/ACE/
7 Angosto Vélez, Pedro Luis, Sueño y pesadilla del republicanismo español. Carlos Esplá: una biografia política, Madrid, Biblioteca Nueva, 2001.
SEGÚN el escritor fascista Ernesto Giménez Caballero, Azaña dio sus primeros gritos de vida en Alcalá de Henares, en una casa burguesa de dos plantas, propiedad de escribanos y labradores. Al lado de la casa familiar había un convento que medía con el soniquete de su campana el ritmo de la vida íntima del joven. Escribanos y frailes, burócratas y clérigos marcarían, según la particular visión del fundador de La Gaceta Literaria, su formación inicial.1 Sin embargo, no sólo el convento o la decadencia de la Alcalá de 1880 moldearían su infancia. Azaña era bisnieto de Esteban Azaña Hernández, notario y alcalde de Alcalá de Henares, nieto de Gregorio Azaña, notario y miliciano liberal;2 por su parte, su padre poseía una fábrica de jabón y otra de chocolate. Labradores, escribanos, como escribía Giménez Caballero, también industriales y políticos liberales. La familia de Azaña eran gentes de costumbres tradicionales, respetadas en la ciudad, con un nivel de vida medio; eran, en definitiva, una familia de pequeño-burgueses bien asentados, que seguían en casi todo las costumbres del tiempo en una ciudad provinciana, en la que, además, la presencia clerical era abrumadora. A pesar de todo ello, los Azaña presumían de talante liberal, no obstante, el bisabuelo, Esteban Azaña, proclamó la Constitución de 1812 en Alcalá cuando Riego encabezó el movimiento constitucional de 1820; su abuelo, Gregorio Azaña, persona de enorme influencia en su educación sentimental, sería comandante de las milicias liberales en 1855,3 y su padre, alcalde de la ciudad.
El niño Azaña, al parecer de carácter introvertido, tímido, muy metido hacia sus adentros, rebuscando imberbe su yo en sus entrañas, pasaba las horas envuelto entre libros. Leía a Verne, Reid, Cooper, Sue, Chateaubriand, Hugo, Scott y Rocambole.4 A los diez años había quedado huérfano de padre y madre y sus tías, a cuyo cargo quedó, siguieron confiando su educación a los padres Escolapios.5 Tanto su paso por las escuelas de los frailes complutenses como su posterior estancia en El Escorial crearon en un adolescente ansioso por saber, por ver, por conocer, por vivir, un enorme estado de confusión del que tardaría años en salir. El propio Azaña diría años más tarde: "En El Escorial... ¡Qué de cosas adquirí y perdí aquí! Alcalá y El Escorial he aquí las raíces primeras de mi sensibilidad!". 6 En el enorme ejercicio de introspección que supone El jardín de los frailes, Azaña va dando retazos limpios, incluso nostálgicos, ajenos al rencor, de aquellos años en los que el aburrimiento, el tedio, la visión del mundo como una imagen congelada desde una de las ventanas macizas del Monasterio, iban a dejarle una huella impresa como a una res de un rebaño cualquiera. En un joven acostumbrado a pasar muchas horas solitarias en el cuarto del hogar familiar, la soledad y el rigor de los agustinos de El Escorial no debieron causarle un impacto especial; sin embargo, en un hombre que ya había leído a los escritores del noventa y ocho, que había comenzado la lectura de los grandes escritores franceses, que se había empapado de los regeneracionistas, la estrechez de los métodos de enseñanza, el interés por mantenerlo alejado de todo lo que ocurría en el exterior, la división del mundo en algo dicotómico, bueno o malo, tocable o intocable, comprensible o incomprensible, permitido o prohibido, tuvo, indudablemente, que crear un mar de conflictos intelectuales de difícil solución cuando la vida despertaba de forma vigorosa y la curiosidad se imponía como principal ley vital.7
Azaña había ido a El Escorial –otra vez Giménez Caballero escribe que sería aquel lugar el que formaría definitivamente su carácter, preñándolo de sectarismo, antiliberalismo, autoritarismo, catolicismo y mentalidad castellana fanática-8 para labrarse un porvenir conforme correspondía a un miembro disciplinado de una familia como la suya. Estudiaría leyes y después ocuparía un alto cargo en la Administración del Estado: Registrador, Notario, Abogado del Estado, Letrado en Cortes, una de esas profesiones liberales que dependen del presupuesto y dan cierto rango a la pequeña burguesía. Sin desviarse un paso cumpliría brillantemente con los designios familiares. Sin embargo, su educación religiosa había querido arrancarle lo que en él yacía con más fuerza, el liberalismo como método de acceso a la plenitud humana: "Liberalismo no es más que humanismo, es decir, libertad de conciencia, libertad de pensamiento; anchura de espíritu para recibir en él todas las experiencias de la vida y elaborarlas con sentido propio".9 En El Escorial, con los padres Agustinos, con la memoria y la disciplina como único método pedagógico,10 Azaña terminaría perdiendo la fe. Un día, antes de abandonar el monasterio, diría a su confesor: yo no me confieso más.11 El futuro Presidente de la República había perdido las creencias heredadas, pero no había podido acceder a los instrumentos intelectuales y espirituales que muchos de sus contemporáneos adquirieron junto a los profesores de la Institución Libre de Enseñanza. Es un hombre que navega en un barco movido por la razón y que añora llegar a un puerto donde transiten navios similares. Para ello pasarán todavía algunos años.
Manuel Azaña, ligero de equipaje, lleno de dudas, pero con ganas de descubrir la vida que le ha sido vedada, termina sus estudios de derecho en la Universidad de Zaragoza y luego, en 1900, lee su Tesis Doctoral en Madrid, ciudad que le abre los caminos de la modernidad gracias a Guillermo Pedregal y Francisco Giner de los Ríos, entrando en contacto con los hombres de la Institución Libre de Enseñanza.
En su despedida de la fe católica ni una palabra de odio, ni un gesto de rencor, nada que pueda oler a resentimiento, a desquite: "Mi anticlericalismo no es odio teológico, es una actitud de la razón".12 Azaña añorará El Escorial, con frecuencia volverá con Lolita y evocará sus días interminables inmerso en el escenario majestuoso del jardín de los frailes, aún siendo ministro o presidente del Consejo. Se entrevistará cordialmente con los frailes que aún habitan el monasterio, incluso, algún día, asistirá sigilosamente a las misas cantadas que se celebran en su basílica.
Tras unos años de vida alegre en la capital del reino, vida alegre pero en constante conflicto interior, Azaña pronuncia, en 1902, en la Academia de Jurisprudencia, la conferencia "La libertad de asociación", en la que no faltaría, como era obligado en aquellos años, las referencias a la necesidad de aliviar las carencias de las clases proletarias y trabajadoras. 13 El discurso, tanto por su contenido como por la forma en que fue pronunciado, causó impresión muy favorable, pero no fue el inicio de una carrera fulgurante como cabía esperar, sino un paso sin continuidad. Azaña continuaría sumido en su mar de dudas, dudas heredadas de su aprendizaje académico, dudas sobre su futuro, sobre sus posibilidades, sobre su vocación. Giménez Caballero, con su cinismo habitual, asegura que "Azaña se entrenó toda su vida para político, aunque él creyera entrenarse para escritor".14 Por su parte, Juan Marichal apunta que en estos primeros años de principios del siglo XX, Azaña se debate entre la concepción del intelectual de Alfred de Vigny, que consideraba incompatibles literatura y política, y la de Lamartine, que las creía indisociables. Marichal, para cerciorar dónde se sitúa, cita un texto de La Pluma escrito por el propio Azaña:15 "De las diferentes vocaciones que pueden ofrecerse en la vida, yo preferiría aquella que más en derechura me llevase a ser con plenitud un hombre de mi tiempo, es decir, a incorporar a mi vida personal todos los problemas que agitan el medio social en que me muevo... Si la romería pasa por el llano, prefiero ir en la romería a epilogar sobre ella desde un otero; prefiero ir en la procesión a repicar en la torre".16 El significado de estas palabras, el paso que suponen respecto a la generación anterior, la del noventa y ocho, es gigantesco: aunque Azaña no haya decidido todavía su vida, la va definiendo: ha llegado el momento de dejar de ver los toros desde la barrera, hay que saltar al ruedo, dejarse de lamentaciones, de derrotismos y emprender el camino de la modernización, de la europeización de España. Como Carlos Esplá, quince años menor que él, pensará que la dedicación a la política supone dejar el yo en segundo plano, que hay una obligación que está por encima del propio interés personal: la vocación de servicio público. 17 Su siguiente comparecencia pública tendría lugar nueve años después en la Casa del Pueblo de su Alcalá natal, versando sobre "El problema español", argumento preferido por los hombres del noventa y ocho, a los que había estudiado más que leído.
Azaña se sigue moviendo entre cavilaciones, no termina nada de lo que empieza, no acaba de encontrar cuál es su sitio en el mundo, en su país. Aprueba una oposición a la Dirección General de Registros y del Notariado, 18 lee sin parar, pasea por Madrid, acude a tertulias, pero se aburre, no sabe qué camino seguir: "Me parece -llega a decir– que seré singular en el arte de no hacer nada".19 Es, sin embargo, en estos años, en los que siguen a la Semana Trágica, cuando Carlos Esplá -apenas cuenta quince años– despierta definitivamente a la política, con una claridad de ideas y una capacidad de lucha contra la monarquía, a la que identifica con el problema español, que no tiene límites ni se arredra ante ninguna amenaza.20 Margarita Márquez Padorno afirma a este respecto que "los sucesos de la Semana Trágica señalan el salto al primer plano de la actualidad de esta nueva oposición frente al bloque de poder que siempre mantuvo al margen a la inteligencia".21
Pero las dudas de Azaña, sus vacilaciones, sus caminos interrumpidos antes de dar los primeros pasos, no caen en saco roto. Azaña, poco a poco, va llenándose por dentro, va formándose un ideal sólido y muy elaborado, que terminará, años después, por fructificar en una concepción total del Estado y de su país; una concepción elaborada a fuerza de lecturas, a golpe de reflexión, de estudios, de viajes. Todo bajo el dominio de la razón y el amor a su patria. Azaña se irá decantando, despacio, lentamente, hacia lo expresado por Ortega y Gasset22 años después: "Creo, pues, que ha llegado para el intelectual español, no la hora del triunfo, sino la hora de la gran tarea".23
Entre 1911 y 1912 Azaña, becado por la Junta de Ampliación de Estudios, viaja a Francia y Bélgica. En París visita museos, camina deslumbrado por sus calles, se queja del tiempo plomizo, acude a las más famosas salas de fiestas, a la Ópera, pero sobre todo estudia en la biblioteca de Santa Genoveva. Azaña se empapa de París, de Francia, de la gran cultura europea. Regresa a España en 1912, al atravesar la frontera escribe: "Qué triste, qué desolada me pareció España al salir de las Provincias Vascongadas. ¡Qué lento el tren! Los campos desnudos y desiertos. Todo agrio. En el vagón, unos sujetos hablando de la temporada taurina... Madrid me pareció despoblado. Lo que más me desagradó al día siguiente de llegar fue la lentitud de los tranvías y los ásperos modales de la gente".24
Es 1913 un año crucial en la vida de Azaña –en ese mismo año Esplá, junto a sus amigos alicantinos, funda el diario republicano El Luchador, diario que viene a renovar el viejo republicanismo y que se dota de un espíritu claramente combativo e intransigente-, ingresa en el Ateneo en la candidatura del Conde de Romanones, se adhiere, junto a un nutrido y variado grupo de intelectuales, dispuestos a pasar a la acción, al Partido Reformista de Melquíades Álvarez, al que consideran plataforma adecuada para su intervención en la política nacional. Azaña firma el manifiesto de la Liga de Educación Política e inicia un periodo, corto, de convergencia con José Ortega y Gasset,25 con quien en años venideros apenas congeniará, tal vez, como indican Abellán y Nadal, por la excelencia de uno y de otro.26 En los diarios de Azaña hay una anotación muy clarificadora a este respecto: "10 de enero de 1915: Por la tarde, un rato en el Ateneo, donde he visto a Guixé, que me habla de la Revista de Ortega,27 próxima a salir. Este Ortega, ¿quiere que le pidan las cosas varias veces? Hace meses le hice una indicación y aceptó con gusto que me encargase yo de una sección de la Revista. Volvimos a hablar después un gran rato, este verano, haciendo planes. Luego ya no me ha vuelto a decir una palabra. Como si se retrajera. No lo entiendo".28
El Ateneo, sus trabajos en torno a Ganivet –la crítica a la praxis de la generación del noventa y ocho se hace aquí más que evidente-,29 sus estudios sobre Valera, que merecerían luego el Premio Nacional de Literatura en 1926, los viajes a los frentes de guerra franceses y la concurrencia a las elecciones, con indiferencia, en las filas reformistas por la candidatura de Puente del Arzobispo, llenarán un periodo de acumulación intelectual que durará, al menos, hasta 1924. Azaña acude con asiduidad al Ateneo, firma el manifiesto antigermanófilo y participa en la fundación de la Unión Democrática Española, sección española de la Liga de la Sociedad de Naciones.30 En 1915 coincide con Ortega en la crítica al rumbo que está imprimiendo Melquíades Álvarez31al Partido Reformista. Si Ortega dice que el coqueteo con Romanones los anula y les deja como un instrumento político inútil, Azaña afirmará en la asamblea del partido no entender "la repentina ternura que nos ha entrado por el Partido Liberal",32 aunque ambos siguen bajo la disciplina reformista.